Cuando el Sol se repliegue y salgan las estrellas,
cuando las bestias salvajes se hayan reunido…
cuando las hojas del Libro estén desenrolladas
Y cuando se haya hecho arder el Infierno
y el Paraíso esté cerca,
Cada alma sabrá lo que ha producido.
por la noche, cuando se oscurezca,
al alba, cuando se ilumine…
¿adónde irás entonces?
El Corán
—Agua caliente para remojarte los pies —dijo Harry—. Comida cocinada. Ropa para cambiarte. Y, además, te necesitan, hombre. Ellos lo sabrán en seguida.
—Lo conseguiré —dijo Dan Forrester resoplando—. Me siento ligero… como una pluma sin… esa mochila. ¿Y tienen ovejas?
En los últimos días, Dan temía mirarse los pies, pero dentro de poco no tendría que esforzarlos más. En cuanto a la provisión de insulina, había tenido que aumentar la dosis. Debía estar deteriorándose.
—¿Tienen frigorífico?
—No, frigorífico no. Ovejas, sí. Tendremos que tratar sobre eso de inmediato. No falta mucho. La carretera está bloqueada más adelante.
Su compañero, que iba delante de ellos por la desierta carretera, con la mochila de Dan Forrester a la espalda, se detuvo de repente y miró atrás.
—Tú estás conmigo —dijo Harry—. Todo irá bien.
Hugo Beck asintió, pero esperó a que Dan y Harry llegaran hasta él. Tenía miedo y no podía ocultarlo.
Había un cartel a cincuenta metros de la barricada de troncos. Decía:
¡PELIGRO!
TERRITORIO VIGILADO. NO SIGA ADELANTE. SI TIENE ALGO QUE HACER AQUÍ, CAMINE LENTAMENTE HASTA LA BARRICADA Y QUÉDESE QUIETO. NO HABRÁ DISPAROS DE ADVERTENCIA. MANTENGA LAS MANOS CONTINUAMENTE A LA VISTA.
Debajo había otro letrero en español, y más allá una gran calavera con el símbolo de tráfico internacional de «prohibido el paso».
—Extraña bienvenida —dijo Dan Forrester.
El trabajo seguía turnos rotatorios. Mark Czescu montaba guardia mientras algún otro fragmentaba piedras. Pero hacer guardia no siempre era divertido. Una vez llegó una familia en bicicletas. Se habían abierto paso a través del valle San Joaquín, y contaron historias de caníbales y cosas peores. A Mark no le resultó nada agradable tener que echarles de allí. Les mostró la carretera del norte, donde había un campamento de pescadores que sobrevivían a duras penas.
Eran cuatro personas. La fortaleza podía alimentar a cuatro más, pero ¿qué personas en concreto? Si aceptaban aquellas, ¿por qué no otras? La decisión de no aceptar a nadie sin razones especiales era acertada, pero eso no facilitaba la tarea de mirar a un hombre a los ojos y enviarle a la carretera.
Mark estaba sentado tras una pantalla de troncos y hojas desde donde podía vigilar sin ser visto. Sus compañeros le vigilaban a él, sobre todo Bart Christopher.
Tres figuras se acercaban por la carretera, y Mark salió de su escondrijo al reconocer los restos de un uniforme gris del Servicio Postal. Saludó a Harry alegremente, pero su sonrisa se desvaneció cuando vio que los tres cruzaban la barrera.
—Feliz día de reparto de basura, Harry —dijo mirando a Hugo Beck.
—Le he traído conmigo —dijo Harry en tono desafiante—. Ya conoces las reglas. Tiene mi salvoconducto. Y este es el doctor Dan Forrester…
—Hola, doctor —dijo Mark—. Usted y su maldito helado de crema de chocolate…
En los labios de Forrester se dibujó una sonrisa espectral.
—Tiene un libro —dijo Harry—. Tiene muchos libros, pero ese lo ha traído con él. Enséñaselo, Dan.
Caía una ligera llovizna. Dan no quitó las tiras de cinta adhesiva. Mark leyó el título a través de cuatro capas de plástico: De qué modo funcionan las cosas, Volumen II.
—El primer volumen se encuentra en lugar seguro —dijo Dan—, junto con otros cuatro mil libros sobre la manera de reconstruir una civilización.
Mark se encogió de hombros. Estaba seguro que de todos modos les interesaría tener a Dan Forrester en la fortaleza. Pero valía la pena saber qué otros regalos tenía el doctor.
—¿Qué clase de libros?
—La Enciclopedia Británica, edición de 1911. Un libro de fórmulas, editado en 1894, para cosas como el jabón, con toda una sección sobre la manera de hacer cerveza a partir de los granos de cebada. El manual del apicultor, libros de veterinaria, manuales para la instrucción en laboratorios que empiezan con la química inorgánica y siguen hasta la síntesis orgánica. Tengo unos para los equipos de los años treinta y otros modernos. El manual del radioaficionado, el Almanaque del granjero, el Libro del caucho. Hágase una casa usted mismo, de Peters, y dos libros sobre cómo fabricar cemento Portland. El Manual del armero y una serie de textos militares sobre conservación de las armas de infantería. Los manuales de mantenimiento para la mayoría de coches y camiones. Las reparaciones domésticas, de Wheeler. Tres libros sobre jardinería hidropónica. Una serie completa de…
—¡Basta! —gritó Mark—. Entrad, príncipe. Bienvenido a casa, Harry. Los de dentro están preocupados por ti. Pon las manos en la barandilla, Hugo, abre las piernas. ¿Llevas artillería?
—Ya has visto que he descargado la pistola —dijo Hugo—. La llevo al cinto, y un cuchillo de cocina. Lo necesitaba para comer.
—Pondremos esas cosas en la bolsa —dijo Mark—. Probablemente no comerás aquí. Yo no diría adiós, Hugo. Te veré cuando vuelvas para salir.
—No me toques las narices.
Mark se encogió de hombros.
—¿Qué ocurrió con tu camión, Harry?
—Me lo quitaron.
—¿Alguien te quitó el camión? —preguntó Mark, incrédulo—. ¿Les dijiste quién eras? Diablos, esto significa la guerra. Los de arriba se preguntaban si tendrían que mandar un grupo al exterior. Ahora tendrán que hacerlo.
—Tal vez.
Harry no parecía tan complacido como Mark creía que estaría.
Dan Forrester se aclaró la garganta.
—Mark, dime una cosa. ¿Ha llegado aquí Charlie Sharps? Iba un par de docenas de personas con él.
—¿Se dirigían aquí?
—Sí, al rancho del senador Jellison.
—No los hemos visto.
Mark parecía azorado, lo mismo que Harry. Dan pensó que aquello debía ser muy frecuente entre ellos: alguien no llegaba jamás a algún sitio, y lo único que quedaba por saber era si el superviviente haría una escena.
Harry rompió el incómodo silencio.
—Tengo un mensaje para el senador, y el doctor Forrester no anda muy bien. ¿Tienes algún medio de transporte?
Mark reflexionó un instante.
—Creo que lo mejor será telegrafiar y solicitarlo —dijo—. Esperad aquí. Entretanto, vigila la carretera, Harry. En seguida vuelvo.
Mark extendió ambas manos y las movió a la altura de la cadera, haciendo que pareciera casual, de manera que Hugo Beck no imaginara que hacía señales. Luego se internó entre los arbustos.
Dan Forrester le observó con interés. Había leído a Kipling. Se preguntó si Hugo Beck también lo habría hecho.
El sol se ponía tras las montañas. Una luz dorada con violentos tonos rojizos aparecía bajo los bordes de la cubierta nubosa. Las puestas y las salidas del sol habían sido espectaculares desde la caída del cometa, y el doctor Forrester sabía que eso duraría largo tiempo. Cuando estalló el Tamboura, en 1814, el polvo que arrojó al cielo hizo que las puestas de sol fueran brillantes durante dos años, y no fue más que un volcán.
Dan Forrester iba en la cabina del camión, al lado del conductor taciturno. Harry y Hugo Beck viajaban en la caja, bajo un toldo. No había más tráfico en la carretera, y Forrester apreciaba el cumplido que le habían hecho. ¿O lo habían hecho por Harry? Tal vez los dos juntos eran dignos de la gasolina gastada, y en cambio no lo hubiera sido uno solo. Avanzaban bajo una ligera llovizna, y la calefacción del vehículo confortaba los pies y las piernas de Dan.
No había cadáveres. Eso fue lo primero que Dan observó: nada muerto a la vista. Las casas parecían casas, todas ellas habitadas. Algunas estaban rodeadas de defensas a base de sacos de arena, pero muchas no mostraban ninguna señal de defensa. Era extraño, casi misterioso, que hubiera un lugar donde la gente se sintiera lo bastante segura para no cerrar los postigos de las ventanas.
Dan vio dos rebaños de ovejas, así como caballos y vacas. Vio signos de actividad organizada en todas partes, campos recién limpiados, algunos arados por grupos de caballos (no había tractores a la vista), otros todavía en proceso de limpieza, en donde los hombres transportaban piedras y las amontonaban formando muros. En general, los hombres llevaban armas al cinto, pero no todos estaban armados. Cuando llegaron al amplio camino que conducía a la casa de piedra, Dan Forrester había llegado a la conclusión de que, por algunos minutos, tal vez incluso por todo un día, estaba a salvo. Podía contar con que viviría hasta el amanecer. Era una sensación extraña.
Tres hombres les esperaban en el porche. Hicieron una seña a Dan Forrester para que entrara en la casa, sin hablarle. George Christopher señaló a Harry con el pulgar.
—Te necesitan dentro —le dijo.
—En seguida voy.
Harry ayudó a Hugo Beck a bajar del camión y luego cargó con la mochila de Forrester. Al volverse, George apuntó con su escopeta al vientre de Hugo.
—Yo lo he traído —dijo Harry—. Debes haberte enterado por el telégrafo.
—Oímos lo del doctor Forrester, pero nada sobre este tipo. Beck, te pusimos en la carretera. Yo mismo te mandé allí. ¿No recuerdas que te dije que no volvieras? Estoy seguro de que te lo dije.
—Está conmigo —repitió Harry.
—¿Es que has perdido el juicio, Harry? Este despreciable chorizo de tres al cuarto no es digno de…
—George, si tengo que empezar a explorar el territorio de los Christopher, sin duda el senador te dará las noticias que crea convenientes.
—No me apremies —dijo George, pero apartó ligeramente la escopeta, de manera que no apuntaba a nadie—. ¿Por qué lo dices?
—Puedes devolverle a la carretera si quieres —dijo Harry—, pero creo que primero debes escucharle.
Christopher pensó un momento en aquellas palabras. Luego se encogió de hombros.
—Están esperando dentro. Vamos.
Hugo Beck se enfrentó a sus jueces.
—He venido a traer información —dijo en voz muy baja.
Quienes le juzgaban eran pocos. Deke Wilson, Al Hardy, George Christopher… y los otros. Harry tuvo la misma impresión que los demás: los astronautas parecían dioses. Harry reconoció a Baker por su fotografía en la portada de Time, y no le fue difícil saber quiénes eran los otros dos. La bonita mujer que no hablaba debía ser la cosmonauta soviética. Harry ardía en deseos de hablarle. Pero de momento era preciso decir otras cosas.
—¿Sabes lo que estás haciendo, Harry? —preguntó Al Hardy. Su tono revelaba la sinceridad de la pregunta, como si estuviera a medias seguro de que Harry había perdido el juicio—. Tú eres el servicio de información. No Beck.
—Lo sé —dijo Harry—, pero me pareció que esta información debería ser de primera mano. Es un poco difícil de creer.
—Y yo puedo creerla, ¿eh? —dijo George Christopher.
—¿Puedo sentarme? —preguntó Harry.
Hardy le indicó una silla y Harry se sentó. Deseaba que Hugo mostrara más temple, pues su conducta se reflejaba en Harry. Aquella recepción no era la que él acostumbraba a tener, y la culpa era de Beck. Ni tazas de porcelana, ni café, ni un chorrito de whisky.
El equilibrio del poder era cuestión de vida o muerte en la fortaleza. Uno tenía que seguir bien el juego o quedarse al margen. Harry trataba de no intervenir, de disfrutar los beneficios de su utilidad sin verse envuelto en la política local. Pero esta vez tenía que jugar. ¿Había ofendido gravemente a Christopher? ¿Y si así fuera, le preocupaba? Era extraño que los instintos viriles de Harry se hubieran extinguido tras la caída del cometa.
—Le pusimos en la carretera —dijo George Christopher—. A él y a Jerry Owen. Yo di las órdenes. Los echaron incluso del Shire, y esos chorizos trataron de vivir robándonos a nosotros. ¡Owen intentó enseñar comunismo a mis rancheros! Beck no se quedará aquí mientras yo viva.
Se oyó una risita al fondo de la habitación. Era de Leonilla Malik o de Pieter Jakov. Nadie prestó atención. No había nada divertido en la situación, y Harry se preguntó si habría ido demasiado lejos.
—Mientras discutes sobre Hugo Beck, los pies del doctor Forrester están cada vez peor. ¿Puedes ayudarles o primero has de arreglar las cosas con Beck?
—Eileen —dijo Al Hardy, sin apartar la mirada de Christopher y Beck, en el centro de la estancia—. Lleva al doctor Forrester a la cocina y cuida de él.
—De acuerdo.
Eileen indicó el camino al astrofísico, y este la siguió rígidamente, con signos evidentes de agotamiento.
Hugo Beck se pasó la lengua por sus gruesos labios.
—Me conformaré con una comida —dijo Hugo, sudoroso—. Diablos, me conformaré con una galleta rancia. Sólo quiero saber que aún estáis aquí.
Los demás le miraron perplejos.
—Estamos aquí —dijo Al Hardy—. ¿Tienes información o no? Todavía no he despertado al senador, y quiere hablar con Harry.
Hugo tragó saliva.
—He estado con los bandidos, con el Ejército de la Nueva Hermandad.
—Hijo de perra —dijo Deke Wilson.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Al Hardy, súbitamente interesado—. ¿Te enteraste de algo?
—¿O te escapaste a la primera oportunidad que tuviste? —intervino Christopher.
—Me he enterado de lo suficiente para perder el juicio —dijo Hugo.
Harry asintió. Era la verdad estricta.
—Será mejor que nos lo digas —dijo Hardy. Se volvió hacia la cocina y añadió—: Alice, trae, un vaso de agua.
Harry pensó que Beck había logrado atraer su atención. Lo importante ahora era que hablase como un hombre.
—Son más de un millar —dijo Hugo. Vio que Deke Wilson retrocedía al oír aquello—. Tal vez el diez por ciento son mujeres, quizá más. No importa mucho. La mayoría de las mujeres están armadas. No podría decir quién está realmente al mando. Parece que es un comité. Aparte de eso, están muy bien organizados… ¡Pero, Dios, están locos de atar! Ese predicador chalado es uno de los líderes…
—¿Predicador? —le interrumpió Deke Wilson—. ¿Han abandonado entonces el canibalismo?
Hugo tragó de nuevo saliva y meneó la cabeza.
—No. Los Angeles del Señor no han abandonado el canibalismo.
—Será mejor que vaya en busca del senador. —Al Hardy salió de la estancia. Alice Cox entró con un vaso de agua y miró a su alrededor, insegura.
—Déjalo sobre la mesa —dijo George Christopher— Hugo, creo que debes esperar para proseguir tu historia.
—¡Te dije por qué me marché del Shire! —exclamó Hugo—. Mi propia tierra. ¡Mía, maldita sea! Me daban el doble de trabajo que a cualquier otro. Después de la catástrofe, dijeron que ellos tenían tanto derecho a la tierra como cualquier otro. ¿No fue así? Todos nosotros iguales, así es como lo entendí. Pues bien, ahora cada uno de ellos ha de demostrar que era mi igual de alguna manera, ahora que tienen la oportunidad de hacerlo.
Nadie replicó.
—Lo único que quiero es trabajo y un sitio donde dormir —dijo Hugo.
Miró a su alrededor, y lo que vio no era tranquilizador: la expresión despectiva de Christopher hacia un hombre que no podía dominar a sus propios trabajadores; Deke Wilson, temeroso tanto de oír como de no hacerlo; Eileen de pie junto a la puerta, la mujer del espacio en su silla, sin decir nada; la expresión sombría de Harry, que se preguntaba si, después de todo, debía haber traído a Hugo; el alcalde Seltz…
El alcalde se levantó de repente y acercó una silla a Hugo. Este se dejó caer en ella, susurrando las gracias. Luego el alcalde ofreció silenciosamente a Hugo el vaso de agua y regresó a su sitio.
Leonilla habló en voz baja a Pieter. Los demás seguían guardando silencio y todos oyeron las palabras rápidas. La miraron, y ella tradujo lo que había dicho.
—Una reunión en el Presidium —dijo—. Al menos, así es como imagino que debían ser tales reuniones. Perdonen.
George Christopher frunció el ceño, y luego se sentó. Poco después entró Al Hardy con el senador. Se detuvo en el umbral y llamó a Alice.
—¿Quieres ir en busca de Randall? Y trae también al señor Hamner. Será mejor que les lleves caballos.
El senador Jellison iba en zapatillas y llevaba batín. Su cabello gris canoso sólo estaba en parte peinado. Entró en la estancia y saludó a todo el mundo con movimientos de cabeza. Luego miró a Harry.
—Celebro que estés de vuelta —le dijo—. Empezábamos a preocuparnos por ti. Al, ¿por qué nadie le ha dado a Harry una taza de té?
—Me encargaré de eso —dijo Hardy.
—Gracias. —Jellison se dirigió a su sillón de respaldo alto y tomó asiento—. Siento haberte hecho esperar. Quieren que haga la siesta por la tarde. Señor Beck, ¿le ha hecho alguien alguna promesa?
—Sólo Harry. —El obsequio de la silla había restaurado un poco la compostura de Hugo—. Que saldré vivo de aquí. Eso es todo.
—Bien. Cuente su historia.
Hugo asintió.
—Usted nos envió a la carretera a Jerry Owen y a mí, ¿recuerda? Jerry estaba furioso y con deseos de matar. Hablaba de… venganza, de las semillas de rebelión que había plantado en sus hombres, señor Christopher.
George sonrió.
—Por poco le matan a patadas.
—Exacto. Jerry no podía ir muy de prisa y yo no quería seguir solo. Fue espantoso allá afuera. Una vez alguien nos disparó sin aviso, y corrimos como demonios. Fuimos hacia el sur, porque esa era la dirección de la carretera, y Jerry no estaba en condiciones de subir a la Sierra, ni tampoco yo. Andamos todo el día y la mayor parte de la noche, y no sé qué distancia recorrimos, pues no teníamos más que un viejo mapa de la Union Oil, y ahora todo ha cambiado. Jerry encontró unas espigas que crecían en la cuneta. Parecían hierbajos, pero dijo que podíamos comer aquellos granos, y al día siguiente conseguimos encender fuego y los comimos. Son buenos.
—Oye, no necesitamos que nos cuentes cómo os las arreglasteis para comer —gruñó Christopher.
—Perdón, pero lo que viene ahora es importante. Jerry me contaba cosas extrañas. ¿Sabíais que le buscaba el FBI y todos los demás? Era general del… —Hugo hizo una pausa—. El Ejército de Liberación de la Nueva Hermandad.
—Nueva Hermandad —musitó Al Hardy—. Supongo que eso encaja.
—Así lo creo —dijo Hugo—. La cuestión es que utilizaba el Shire como escondrijo. Mantuvo la boca cerrada y nunca lo supimos, hasta después del cometa. Probablemente estábamos en el territorio del señor Wilson, y yo empezaba a pensar en desembarazarme de Jerry. Ir más lento no me molestaba, pero ¿cómo iba a unirme con la gente del señor Wilson si Jerry quería iniciar una revolución popular? Si hubiera visto una sola ventana iluminada me hubiese ido, y Jerry jamás habría sabido dónde.
»Pero no vimos casi nada. Una vez pasó un camión, pero no se detuvo. Pasamos junto a granjas rodeadas de barricadas, pero si nos acercábamos demasiado lanzaban los perros contra nosotros. Así que seguimos avanzando hacia el sur, cada vez más hambrientos, y hacia el tercer o cuarto día vimos un puñado de tipos desharrapados. Eran unos cincuenta y todos parecían al borde de la extenuación.
—Pensé en echar a correr, pero Jerry se dirigió directamente a ellos. Me llamó para que fuera con él, pero yo no tenía ningún deseo de unirme a aquella gente. Pensé que podrían ser los caníbales de los que Harry nos había hablado, pero no parecían peligrosos, sino tan sólo acabados.
—¿No llevaban uniformes militares? —preguntó Deke Wilson—. ¿Ni armas?
—No me acerqué lo suficiente para ver qué armas tenían, pero estoy seguro de que no había ningún uniforme militar.
—Entonces no era el Ejército de la Nueva Hermandad…
—Escucha —le interrumpió Harry—. Todavía no ha terminado.
Entró Eileen con una bandeja.
—Aquí tienes el té, Harry. —Sirvió una taza y la depositó en la mesa al lado del cartero—. Y el tuyo, senador.
Beck miró el té de Harry y luego sorbió un poco de agua de su vaso.
—Bien, Jerry se quedó con aquel grupo y yo me largué. Supuse que no volvería a verle y que podía volver a los terrenos del señor Wilson, pero me encontré con una anciana y su hija. Vivían en una casita en medio de un almendral y no tenían armas. Nadie las molestaba porque estaban alejadas de la carretera, y no habían salido desde la caída del cometa. La chica tenía diecisiete años y estaba enferma, con mucha fiebre, tal vez a causa del agua. Cuidé de ellas y me mantuvieron.
—¿De qué vivías? —le preguntó el alcalde Seltz.
—Principalmente de almendras. Además la señora tenía algunas conservas y un par de sacos de patatas.
—¿Qué les ocurrió? —quiso saber George Christopher.
—A eso iba. —Hugo Beck se estremeció—. Llevaba allí tres semanas. Cheryl, la chica, estaba muy mal, pero las obligué a hervir el agua y fue reponiéndose. Estaba ya bastante bien cuando. —Beck se interrumpió, luchando visiblemente por dominarse. Tenía lágrimas en los ojos—. Me gustaba de veras. —Se interrumpió de nuevo. Todos esperaron.
»No podíamos ir a ninguna parte a causa de la señora Home, la abuela de Cheryl. La señora Horne nos decía que nos marcháramos antes de que alguien nos encontrara, pero no podíamos dejarla allí. —Beck se encogió de hombros—. Así que nos encontraron. Primero pasó un jeep. No se detuvo, pero sus ocupantes parecían matones. Supongo que ellos dieron el aviso, porque poco después se presentaron diez tipos armados y nos cogieron. No dijeron ni una palabra. Nos metieron a Cheryl y a mí en el camión y se nos llevaron. Supongo que algunos de los otros se quedaron en la casa con la señora Horne. Por lo que sucedió luego, estoy seguro de eso. No iban a desperdiciar un lugar como aquel. Seguro que la mataron.
»Recorrimos varios kilómetros en el camión. Oscurecía cuando llegamos allí. Habían encendido fogatas, tres o cuatro. Les pregunté una y otra vez qué iban a hacernos, y ellos siempre me decían que me callara. Finalmente, uno de ellos me dio un puñetazo, y ya no dije nada más. Cuando llegamos al campamento nos encerraron con otra docena de personas, vigilados por tipos armados.
»Algunas de aquellas personas estaban heridas, cubiertas de sangre. Tenían heridas de bala, cuchilladas, huesos rotos… —Hugo se estremeció de nuevo—. Nos alegramos de no haber opuesto resistencia. Dos de los heridos murieron mientras esperábamos. Estábamos rodeados de alambre espinoso, tres tipos con metralletas nos vigilaban, y otros muchos armados iban de un lado a otro.
—¿Llevaban uniformes? —preguntó Deke Wilson.
—Algunos sí. Uno de los tipos con metralleta. Era un negro con galones de sargento.
Ahora Hugo parecía hablar con desgana. Las palabras le salían lentamente, con esfuerzo.
Al Hardy miró inquisitivamente al senador, el cual hizo un gesto de asentimiento. Al se volvió a Eileen, que seguía en el umbral. Ladeó la cabeza hacia el estudio, y ella salió, caminando apresuradamente para no perderse el relato.
—Cheryl y yo hicimos hablar a los prisioneros —dijo Hugo Beck—. Había habido una guerra, y ellos la perdieron. Eran granjeros, y tenían un grupo como el del señor Wilson, creo, un puñado de vecinos que querían que les dejaran en paz.
—¿Dónde ocurrió eso? —preguntó Deke Wilson.
—No lo sé, pero no importa. Ya no están allí.
Eileen regresó con un vaso a medio llenar. Se lo ofreció a Hugo Beck.
—Tenga.
El hombre bebió, pareció sorprendido y bebió de nuevo, vaciando la mitad del líquido.
—Gracias, muchas gracias. —El whisky afirmó su voz, pero no cambió la expresión atormentada de su mirada—. Entonces llegó el predicador. Se acercó a la alambrada y empezó a hablar. Estaba muy asustado y no recuerdo todo lo que dijo. Se llamaba Henry Armitage, y estábamos en manos de los Angeles del Señor. Habló y habló, a veces con naturalidad, otras en un tono declamatorio, como si estuviera en el púlpito. Dijo que todos habíamos sido salvados, habíamos superado el fin del mundo y teníamos una finalidad en esta vida. Teníamos que completar la obra del Señor. El Martillo de Dios había caído, y el pueblo de Dios tenía una misión sagrada. Lo que escuché con más atención fue la alternativa que nos propuso: unirnos a ellos o morir. Si nos uníamos, tendríamos que disparar contra los que no lo hicieran, y entonces…
—Espera un momento. —La voz de George Christopher mostraba una mezcla de interés e incredulidad—. Henry Armitage era un predicador de la radio. Solía escucharle. Era un buen hombre. ¿Ahora dices que se ha vuelto loco?
A Hugo le costó mirar directamente a Christopher, pero habló con voz bastante firme.
—Está completamente ido, señor Christopher. Todos sabéis que la caída del cometa ha enloquecido a mucha gente. Armitage tenía más motivos que la mayoría.
—Pero lo que decía tenía sentido, siempre. De acuerdo, continúa. ¿Qué le hizo volverse loco y por qué te lo dijo a ti?
—¡Pero eso formaba parte de su discurso! Nos dijo que sabía que el Martillo de Dios traería el fin del mundo. Advirtió al mundo lo mejor que pudo, por la radio, la televisión, los periódicos…
—Eso es correcto —dijo George.
—Y el último día reunió cincuenta buenos amigos, no sólo miembros de su congregación, sino amigos, junto con su familia, y subió a lo alto de una montaña para observar. Vieron tres impactos. Aguantaron aquella misteriosa lluvia que empezó con bolitas de barro caliente y terminó como el Diluvio Universal, y Armitage esperó la llegada de los ángeles.
»Ninguno de nosotros se rió cuando dijo eso, pues no eran sólo los prisioneros los que escuchaban, sino muchos… Angeles del Señor, como se llaman a sí mismos, que le habían rodeado y eran todo oídos. De vez en cuando exclamaban ¡amén!, y agitaban sus armas ante nosotros. No nos atrevíamos a reírnos.
»Armitage esperó a que llegaran los ángeles en busca de su rebaño, pero nunca llegaron. Con el tiempo, bajaron la colina, en busca de seguridad.
»Anduvieron por la orilla del mar de San Joaquín, y vieron cadáveres por todas partes. Algunos de los amigos de Armitage perdieron la esperanza y murieron. El hombre estaba desesperado. Descubrieron toda clase de horrores, lugares en donde habían estado los caníbales. Algunos de ellos enfermaron, y un par de ellos fueron muertos a tiros cuando trataban de entrar en una escuela medio inundada…
—Vaya al grano —dijo el senador.
—Sí, señor. Lo estoy intentando. La parte que sigue es nebulosa. Durante todo ese tiempo. Armitage trató de imaginar dónde habían ido los ángeles, por así decirlo. Y en algún punto de su vagabundeo lo descubrió. Aquí encaja Jerry Owen, de alguna manera.
—¿Owen?
—Sí. Owen se había unido a aquel grupo. Según él, hizo que Armitage volviera a la vida. No sé si algo de eso es cierto, pero sé con certeza que en cuanto Jerry le pescó, Armitage se unió a la banda de caníbales, que ahora se llama Ejército de la Nueva Hermandad y está dirigido por los Angeles del Señor.
—¿Y Jerry Owen es su general? —preguntó George Christopher. Aquello parecía divertirle.
—No, señor. Ignoro cuál es su posición. Desde luego, es un dirigente, pero no creo que sea tan importante. Déjenme que les diga esto, por favor. Tengo que decírselo a alguien. —Alzó el vaso de whisky y se lo quedó mirando—. Esto es lo que Armitage dijo a los caníbales, y lo que nos dijo a nosotros.
Hugo se concedió tiempo para pensar mientras terminaba el whisky. Harry pensó que Hugo lo estaba haciendo bien, que no iba a tener problemas por su culpa.
—Nos dijo que la obra del Martillo no ha terminado, que Dios no pretendió terminar con la humanidad, sino que su propósito fue sólo destruir la civilización, de manera que el hombre pudiera vivir de nuevo como Dios lo desea. Se ganará el pan con el sudor de su frente. Ya no contaminará la tierra y el mar y el aire con la basura de una civilización industrial que le aleja más y más del camino de Dios. Algunos de nosotros hemos sido salvados para terminar la obra realizada por el Martillo de Dios.
»Y los que han sido salvados para ese fin son los Angeles del Señor. No pueden errar. El asesinato y el canibalismo son cosas que hacen cuando deben, y no manchan sus almas. Armitage nos exigió que nos uniéramos a los Angeles.
»En ese momento, unas doscientas personas agitaban metralletas, escopetas, hachas y cuchillos de carnicero. Una muchacha agitaba un tenedor, lo juro, esa clase de tenedor con dos largas púas que va en los juegos de trinchar… y todo aquello era bastante convincente. Pero Armitage era el más convincente de todos. Usted le ha oído, señor Christopher, y sabe que puede ser tremendamente convincente.
Christopher no dijo nada.
—Y los otros gritaban «Aleluya» y «Amén», y allí estaba Jerry, blandiendo un hacha y gritando con el resto de ellos. Pude ver en sus ojos que él era el causante de todo aquello. Me miró como si nunca me hubiera visto antes, como si no le hubiera dejado vivir en mi granja durante meses.
El senador, sentado en aquel sillón a modo de trono, alzó la vista. Había estado escuchando con los ojos entornados.
—Espera un momento, Hugo —le dijo—. ¿No fundaste el Shire con esa misma intención? Una vida natural, todo orgánico y autosuficiente, nada de jerarquías ni contaminación. ¿No era precisamente eso lo que buscabas? Porque parece como si ese Armitage quisiera lo mismo.
Aquel comentario sobresaltó a Hugo Beck.
—Oh, no, señor. No. Ya estaba harto de eso antes de que cayera el cometa, y después… Senador, nunca nos dimos cuenta de la cantidad de cosas modernas que teníamos. ¡Hasta teníamos dos hornos de microondas! Y aquel maldito molino de viento nunca produjo suficiente electricidad para mantener las baterías cargadas, y mucho menos para hacer funcionar las microondas, y después de que cayera el cometa lo destrozaron los huracanes. Tratamos de cultivar la huerta sin usar insecticida, sólo con fertilizante orgánico, y no fueron los seres humanos los que comieron la mayor parte de la cosecha, sino los bichos. Después de aquella experiencia yo quería echar insecticida, pero no lo hicimos, y un día tras otro alguien tenía que sentarse en el polvo y sacar bichos de las lechugas. Y teníamos el camión, un arado rotatorio y una segadora eléctrica. Teníamos un equipo de alta fidelidad, una colección de discos, luces estroboscópicas y guitarras eléctricas. Teníamos un lavavajillas y una secadora de ropa, pero colgábamos las ropas a secar para ahorrar gas. Oh, sí, a veces también lavábamos a mano la ropa, pero siempre había alguna ocasión especial en que no queríamos molestarnos.
»Y aspirina, agujas, imperdibles, una máquina de coser y una gran estufa de hierro forjado fabricada en Maine nada menos…
—Entonces debo entender que no estabas de acuerdo con Armitage —dijo el senador Jellison.
—No, pero mantuve la boca cerrada y observé a Jerry. Parecía importante, e imaginé que si él podía unirse a aquella banda y tener su propia hacha, también yo podría hacerlo. Cheryl y yo hablamos de ello en voz baja, porque ellos no aguantarían que ninguno de nosotros interrumpiera a Armitage, y estuvimos de acuerdo en que nos uniríamos al grupo. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Así que nos unimos. De hecho, todos lo hicieron aquella vez. Más tarde hubo dos que retrocedieron, en el último…
Pareció como si Hugo tuviera un nudo en la garganta. Paseó su mirada angustiada por la estancia, y no encontró simpatía en nadie. Prosiguió apresuradamente su relato.
—Primero teníamos que matar a los que no quisieran unirse a la banda. Creo que nos hubieran dado cuchillos para hacerlo, pero no fue necesario, porque todo el mundo se unió. Luego había que cocer a los muertos. Eso lo hicimos, porque cuatro prisioneros habían muerto por heridas de bala. Un tipejo con aspecto conejil nos dijo que no podíamos utilizar a dos de ellos porque no parecían bastante saludables. ¡Sólo los sanos eran comestibles! Más tarde hablé con él y… —Hugo parpadeó.
»No importa. Había dos grandes cacerolas. Teníamos que descuartizar a los muertos, y Cheryl fue sintiéndose mal. Tuve que ayudarla. Nos dieron cuchillos y troceamos los cuerpos, y aquel médico con aspecto de conejo lo inspeccionaba todo antes de echarlo a la cacerola. Una mujer cogió un cuchillo de carnicero y se quedó mirando aquella… la mitad inferior de un hombre muerto. Entonces alzó las manos y echó a correr hacia un guardia. La mataron a tiros y el tipo aquel la inspeccionó y luego la descuartizamos a ella también.
»Y mientras el… cocido… iba haciéndose, Armitage no dejaba de predicar. Podía hacerlo durante horas sin detenerse. Todos los ángeles decían que aquello era una señal milagrosa, que un hombre de su edad pudiera predicar sin cansarse. Gritaba que nada les estaba prohibido a los Angeles del Señor, que nuestros pecados no eran perdonados. Llegó el momento y comimos. Un tipo que había soportado bien la carnicería no pudo comer. Entonces nos obligaron a derribarlo al suelo y degollarlo.
Hugo se detuvo, sin aliento, y el silencio se hizo en la estancia.
—¿Y tú comiste? —preguntó el senador Jellison.
—Sí, comí.
—Supongo que no pensarás que puedes quedarte aquí después de eso —dijo George Christopher casi con amabilidad.
Harry miraba a las mujeres. Eileen estaba serena, pero Harry observó que evitaba mirar a Hugo. La cosmonauta soviética, en cambio, le miraba horrorizada. A Harry le recordó la manera en que su hermana había mirado a una enorme araña que corría por la bañera que estaba a punto de llenar. Aquella mujer tenía los ojos muy abiertos y miraba fijamente a Hugo.
¡Vean ahora! El capitalista típico muestra ciertas tendencias que tenía latentes, de las cuáles el asesinato y el canibalismo…
Harry rogó que nadie mirase en su dirección. Nadie más sentía el impulso de echarse a reír. Tenía ganas de esconderse bajo la mesa.
—No, sé que no puedo quedarme aquí, ni en ninguna parte. En eso estriba su fuerza. Una vez has comido carne humana, ¿adónde puedes ir? Eres uno de ellos, y ese loco predicador te dice que todo está bien. Eres un Ángel del Señor. No puedes hacer nada malo, excepto huir, y entonces eres un apóstata. —Bajó el tono de voz y añadió—: Esa es su fuerza, y les va bien. Cheryl no quiso huir conmigo. Iba a entregarme a aquella gente, y tuve que matarla. Era la única forma de salir de allí… Ojalá no lo hubiera hecho, pero no tenía más remedio.
—¿Cuánto tiempo estuviste con ellos? —le preguntó Al Hardy.
—Unas tres semanas. Hubo otra guerra e hicimos más prisioneros. Todo fue igual que antes, sólo que ahora yo estaba fuera de la alambrada, con una pistola y gritando aleluya. Nos dirigimos de nuevo hacia el norte, hacia las tierras del señor Wilson, y cuando vi a Harry no me atreví a hablarle. Pero al ver que le dejaban libre…
—¿Te dejaron libre? —preguntó el senador.
—Sí, señor, pero se llevaron el camión —dijo Harry—. Tengo un mensaje para usted, de los Angeles del Señor. Por eso me soltaron. Cuando me capturaron les dije que era su cartero, que estaba bajo su protección, y les mostré aquella carta que usted escribió. Se echaron a reír, pero entonces Jerry Owen dijo…
—Owen de nuevo —dijo Christopher—. Sabía que debía matarle.
—Así que Owen es uno de los líderes —dijo Al Hardy.
Harry se encogió de hombros.
—Le escuchan, pero él no da ninguna orden, o al menos nunca vi que lo hiciera. Dijo que yo sería la persona más indicada para traerle un mensaje, y lo he traído. Había andado algunos kilómetros por la carretera cuando Hugo me dio alcance, y después de que me dijera cómo estaban las cosas aquí, pensé que debería oír esa historia antes de leer la carta que le han enviado.
—Sí. Has hecho bien, Harry —dijo Jellison—. ¿Qué dices, George? Beck fue expulsado por orden tuya.
Christopher parecía aturdido por todo lo que había oído.
—Podemos darle veinticuatro horas. Que pase aquí la noche y le daremos tres comidas como es debido.
—Creo que deberíamos leer ese mensaje antes de decidir nada —dijo Al Hardy—. Y necesitamos mucha más información. ¿Qué fuerza tienen, Hugo? Has dicho que son unos mil hombres. ¿Es un cálculo correcto?
—Es lo que Jerry Owen dijo que le había dicho el sargento Hooker. Creo que es más o menos correcto. Pero cada vez son más. Se han apoderado de Bakersfield. Todavía no se han organizado ahí, pero son los dueños, y su gente anda buscando entre los restos de la ciudad… armas y reclutas.
—¿Así que son más de un millar?
—Creo que sí, pero quizá no todos estén armados, ni muchos de ellos reclutados todavía.
—Parece que están en condiciones de doblar sus efectivos después de una… una ceremonia de iniciación —dijo Hardy—. Tenemos problemas. Has mencionado al sargento Hooker. ¿Quién es?
Beck se encogió de hombros.
—Sólo sé que manda mucho. Es un militar negro, o al menos lleva uniforme militar. Hay generales y otros jefes, pero el sargento Hooker los supera a todos en rango. No le he visto mucho. Tiene su propia tienda, y cuando va a alguna parte le llevan en un coche lleno de guardaespaldas. Armitage le habla siempre con mucha cortesía.
—Un negro —dijo George Christopher. Miró a Rick Delanty, que había permanecido sentado en silencio mientras Beck contaba su historia. Luego apartó apresuradamente la vista.
—Hay otros dirigentes negros —dijo Beck—. Pasan mucho tiempo con Hooker. Y hay que ir con cuidado para no decir nada malo de los negros, los chicanos o cualquier otro. Los dos primeros días te zurran si lo haces, lo mismo que si un negro insulta a un blanco, pero si no aprendes con rapidez piensan que no te has convertido realmente…
—No os preocupéis por mí —dijo Rick Delanty—. Tengo toda la igualdad que siempre he deseado.
Harvey Randall y Tim Hamner entraron en la sala, con sillas plegables de la biblioteca. Eileen se acercó a Tim y le susurró algo apresuradamente, y todo el mundo trató de ignorar la creciente expresión de horror en el rostro de Hamner. Alice Cox trajo lámparas de keroseno. Su alegre resplandor amarillo parecía fuera de lugar.
—¿Quiere que encienda fuego, senador? —preguntó Alice.
—Sí, por favor. ¿Viste su arsenal, Hugo?
—Sí, señor. Había muchas armas. Ametralladoras, algunos cañones y morteros…
—Necesito detalles —dijo Al Hardy—. Todos los necesitamos, y las cosas empiezan a complicarse. Podríamos necesitar más de un día para obtener toda la información útil que tiene Hugo. Señor Christopher, ¿podría reconsiderar su postura?
—No le quiero aquí. No puede quedarse.
Hardy se encogió de hombros.
—¿Y el gobernador? Hugo, ¿qué sabe del vicegobernador Montross?
—Nada, excepto que está allí. Cuando va a alguna parte está rodeado de guardaespaldas, igual que el sargento Hooker. El gobernador nunca se dirigió a nosotros, pero a veces nos dieron mensajes en su nombre.
—¿Pero quién está al mando de ese grupo? —preguntó Hardy.
—¡No lo sé! Creo que es un comité. Nunca llegué a hablar con los jefes… La mía era una mujer negra llamada Cassie, una mujerona de mal genio y muy creyente. Los jefes verdaderos eran Armitage y el sargento Hooker. El gobernador, tal vez. Y un negro de la ciudad, un tal Alim Nassor…
—¿Alim Nassor? —preguntó Randall—. Le conozco. Una vez le entrevistamos. Era un líder por naturaleza, muy poderoso en la zona de Watts.
Eileen se apartó de Tim y fue a arrodillarse al lado de Randall. Mientras le susurraba algo, Harry la miró con curiosidad. ¿Podía asombrarse de algo un reportero de la televisión? Sí, indudablemente. Y asustarse también, por lo que Harry podía juzgar. No era el único. Deke Wilson parecía cada vez más angustiado. No era sorprendente que el territorio de Deke fuera más pequeño cada vez que Harry pasaba por allí. Y ahora la Nueva Hermandad se encontraba en la zona principal de las tierras de Deke.
George parecía disgustado.
—Tengo deseos de vomitar cada vez que le miro, senador. ¿Cuánto whisky le queda? Le doy medio litro del licor barato que tengo por un trago de buen whisky ahora mismo.
—El cambio no es necesario —dijo Jellison—. Eileen, ¿quiere traer una botella, por favor? Creo que a todos nos irá bien un trago. Y me parece que hay más noticias. Harry, hablaste de una carta.
—Sí, señor.
—Creo que voy a leerla mientras bebemos.
Harry se levantó y se aproximó al senador. Sacó un sobre de un bolsillo interior y se lo entregó a Jellison. El senador lo abrió cuidadosamente y sacó varias hojas de papel. Estaban escritas a mano, con trazos gruesos, con alguien que tenía una excelente caligrafía. Harry tenía grandes deseos de saber qué decía la carta, pero regresó a su sitio.
Eileen trajo una botella de whisky de buena calidad y sirvió a todos. Nadie lo rechazó. Llenó el vaso de Hugo Beck, el cual lo bebió ansiosamente.
Harry pensó que si aquel hombre podía encontrar alcohol, estaría borracho el resto de su vida.
—¿Cómo es su situación alimenticia? ¿Es desesperada o simplemente pasan hambre? —preguntó Christopher.
—Ni siquiera pasan hambre —dijo Hugo—. Su médico, ese tipo con aspecto de conejo, dice que tienen bastantes vitaminas, y yo mismo comí bien. —Vio la expresión de los demás y exclamó—: ¡No! ¡Sólo comí carne humana dos veces! ¡En los rituales! La mayor parte de la comida que nos daban procedía de los supermercados, pero también había algunos animales. No necesitan el canibalismo. Sólo lo practican cuando hay nuevos reclutas. Es un ritual.
—Un ritual muy útil —dijo Harvey Randall. Todas las cabezas se volvieron hacia él—. Miren a Hugo. Le han circuncidado el alma. Le han puesto una marca que todo el mundo puede reconocer. Eso es lo que sientes, ¿verdad, Hugo?
El interpelado asintió.
—¿Y si te dijera que no es en absoluto visible? —Hugo pareció confundido. Harvey añadió—: Exacto. Sabes que esa marca sigue ahí.
—A algunos les gusta el sabor —susurró Hugo, muy bajo pero de forma audible.
Deke Wilson habló con voz llena de terror.
—¡Y yo soy el siguiente! ¡Vendrán a por mí dentro de cuatro días!
—Tal vez podamos pararlos. —Jellison alzó la vista de la carta—. Este documento es interesante. Es una proclamación de autoridad por parte del gobernador en funciones Montross. Y hay una carta dirigida a mí en la que me invita a discutir las condiciones en que mi organización puede integrarse en la suya. Las palabras son corteses, pero perentorias, y aunque no nos amenaza directamente, detalla algunos incidentes desgraciados en los que varios grupos se negaron a reconocer su autoridad y tuvieron que ser tratados como rebeldes. —Jellison se encogió de hombros—. Pero no menciona a los caníbales ni a los Angeles del Señor.
—No querrá decir… que no me cree, ¿verdad, senador? —preguntó Hugo Beck en tono desesperado.
—Te creo —dijo Jellison—. Todos te creemos. —Miró a su alrededor y los demás hicieron gestos de asentimiento—. Bien, esto nos da dos semanas de tiempo, y menciona la zona de White River, en las tierras de Deke, así como las nuestras. Puede deberse simplemente a que quieren coger a Deke desprevenido, pero también puede significar que han retrasado su ataque…
—Creo que no presentarán batalla todavía —dijo Hugo Beck—. Acaban de descubrir algún otro lugar. Creo que irán primero ahí.
—¿Dónde? —preguntó Hardy.
Resultó evidente que Hugo consideró la posibilidad de plantear un trato, pero la rechazó.
—La central nuclear, el llamado «Proyecto Nuclear San Joaquín». Acaban de descubrir que la central todavía funciona, y eso les ha puesto como locos.
Johnny Baker habló por primera vez.
—No sabía que hubiera una central nuclear en el valle de San Joaquín.
—Todavía no la habían inaugurado —dijo Harvey Randall—. Aún está en construcción. Creo que habían llegado a la etapa de pruebas antes de que cayera el cometa. No le dieron demasiada publicidad, a causa de la oposición de los ecologistas.
Los cosmonautas intercambiaron excitadamente unas palabras en ruso. Baker y Delanty intervinieron, hablando mucho más lentamente. Luego habló Baker:
—Estábamos buscando una central nuclear en funcionamiento. Creímos que la de Sacramento podría haber sobrevivido. ¿Dónde está la central de San Joaquín? Hemos de salvarla.
—¿Salvarla? —preguntó George Christopher en tono colérico—. ¿Podemos salvarnos a nosotros mismos? ¡No lo creo, maldita sea! ¿Cómo ha podido aumentar tanto ese ejército de caníbales?
—Mahoma —dijo Harvey Randall.
—¿Qué?
—Cuando Mahoma empezó tenía cinco seguidores. En cuatro meses dominó Arabia. En un par de años dominó la mitad del mundo. Y la Nueva Hermandad tiene esa misma clase de crecimiento.
El alcalde Seltz meneó la cabeza.
—Senador… No sé qué pensar. ¿Podemos detener a ese grupo? Tal vez deberíamos marcharnos a la Sierra mientras tengamos oportunidad de hacerlo.
Hubo un largo silencio.