En la inminente edad oscura, la gente sufrirá penalidades, y durante la mayor parte de su tiempo trabajará para satisfacer necesidades primarias. Unos pocos ostentarán posiciones de privilegio, y su trabajo no consistirá en… cultivar la tierra o construir refugios con sus propias manos, sino en una serie de tretas e intrigas, más sombrías y violentas que cualquiera de las que hoy conocemos, a fin de mantener sus privilegios personales…
Roberto Vacca, La próxima Edad Oscura
Sonó la alarma del cronómetro de cocina que utilizaba Tim Hamner. Este dejó el libro que estaba leyendo y tomó los prismáticos. Disponía de dos juegos de prismáticos en la cabaña donde montaba guardia. Los que acababa de coger tenían lentes potentes, para la luz del día; los otros eran mucho más grandes y no aumentaban tanto, pero recogían mucha luz y eran ideales para la observación nocturna. Hubieran sido unos lentes perfectos para observaciones astronómicas, pero ahora el cielo estaba siempre cubierto de nubes y Tim casi nunca veía las estrellas.
La cabaña había sido muy mejorada. Ahora disponía de aislamiento y la estructura de madera se encontraba reforzada. Incluso disponía de calefacción. Contenía una cama, una silla, una mesa y algunas estanterías para libros. En el dorso de la puerta había un sujetador de rifles. Tim se puso al hombro el Winchester, antes de salir, y por un breve instante le divirtió un pensamiento: ¡Él, Tim Hamner, astrónomo aficionado y playboy, armado hasta los dientes para ir en busca de los malvados!
Trepó al risco, junto al cual crecía un árbol. Desde cualquier distancia, Tim sería invisible entre la frondosidad de sus ramas. Apoyado en el tronco, inició su minuciosa exploración del terreno de abajo.
Malpaso no salía en los mapas. Era el nombre dado por Harvey Randall al punto más bajo entre las colinas que rodeaban a la fortaleza. Malpaso era la ruta más probable que seguiría cualquiera que tuviera la intención de entrar a pie en terrenos del rancho, y Tim lo exploró primero. Sólo un cuarto de hora antes había mirado al mismo lugar. El cronómetro sonaba a intervalos de quince minutos, de acuerdo con la teoría de que nadie, a pie o a caballo, podía rebasar el paso y perderse de vista en menos de un cuarto de hora.
No había nadie allí, como ocurría siempre en los últimos días. En las primeras semanas, algunas personas a pie habían tratado de penetrar por allí, pero fueron descubiertas y Tim tocó la corneta, dando la alarma. Cuando lo hacía, los guardias a caballo iban al encuentro de los intrusos y los desalojaban. Ahora el paso estaba siempre solitario, pero aun así era preciso vigilarlo.
Tim divisó dos ciervos y un coyote, cinco liebres y muchos pájaros. Una buena provisión de carne, si fuera posible dedicar algunos hombres a la caza. No había nada más en el paso. Miró a su alrededor con los prismáticos, sobre las cumbres y a lo largo de las colinas. No era muy distinto que buscar cometas. Uno recuerda el aspecto que deben tener las cosas, y busca algo diferente. Ahora Tim conocía todas las rocas de las colinas. Había una que tenía la forma de una estatua en miniatura de la isla de Pascua, y otra con el aspecto de un Cadillac. No había nada en las colinas que no perteneciera allí.
Se volvió y miró hacia el valle situado atrás. Sonrió otra vez por su buena suerte: era mejor ser un vigía en lo alto de una colina que estar abajo rompiendo piedras.
—Espero que los guardianes de San Quintín piensen también lo mismo —dijo en voz alta. Últimamente había adquirido la costumbre de hablar en voz alta consigo mismo.
La fortaleza tenía buen aspecto: sólida, segura, con invernaderos y rebaños que pacían. Habría bastante alimento.
—Soy un afortunado hijo de perra.
Tim pensó, como hacía a menudo, que era más afortunado de lo que se merecía. Tenía a Eileen y no le faltaban amigos. Tenía un lugar seguro donde dormir y bastante comida. Tenía trabajo, aunque su primer proyecto, la reconstrucción de las presas por encima de la fortaleza, no había salido bien… y no por culpa suya. Él y Brad Wagoner habían ideado nuevos sistemas de generar electricidad, suponiendo siempre que podrían salir al exterior y encontrar el cable, los cojinetes, las herramientas y el equipo necesario.
Sin olvidar los libros. Tim tenía una lista con todos los libros que deseaba. La mayor parte de ellos ya los había poseído, hacía tanto tiempo que ya casi no lo recordaba, una época en la que todo lo que tenía que hacer cuando quería algo era hacérselo saber a alguien y dejar que el dinero hiciera el resto. Cuando pensaba en los libros y lo fácil que le había sido conseguirlos, a veces sus pensamientos iban más allá y se detenían en las toallas calientes, la sauna, la piscina, la ginebra Tanqueray, el café irlandés y ropas limpias a su disposición en todo momento… Pero era duro recordar aquellos tiempos. Tiempos anteriores a su encuentro con Eileen, y ella valía mucho. Si hubiera sido necesario el fin del mundo para que se conocieran, entonces tal vez valdría la pena.
Tim sólo se ponía triste cuando pensaba en el exterior, al recordar el niño muerto que arrojaron por la ventanilla, la policía y las enfermeras que trabajaban entre las ruinas del hospital de Burbank. Aquellos recuerdos de cuando avanzaron entre gente irremisiblemente condenada surgían a veces para obsesionarle, y no podía evitar el preguntarse por qué había sobrevivido, más aún, por qué había vivido hasta encontrar seguridad y mucha más felicidad de la que jamás había esperado…
Un movimiento le llamó la atención. Un camión subía por la carretera. Estaba lleno de hombres, y Tim casi bajó de un salto a la cabaña para dar la alarma. El aire estaba limpio, sin relámpagos, excepto en las cumbres de la Sierra Alta. La pequeña radio funcionaba, pero no debía usarse más de lo necesario, pues era muy duro arrastrar las baterías arriba y abajo de la colina, y se necesitaba una gasolina preciosa para recargarlas. Tim dejó que pasara el impulso. El camión estaba aún a bastante distancia. Tenía tiempo para examinarlo con los prismáticos.
No dudó de que se trataba del camión de Deke Wilson, pero de todos modos lo enfocó. Un solo camión podía transportar un considerable armamento, y un solo error de apreciación podía costar docenas de vidas y la condena del pobre centinela a ser arrojado a la carretera, no sin antes haberle capado.
Sí, parecía el camión de Deke, más cargado que de ordinario. Iba lleno de hombres de pie, y entre ellos había una mujer…
Cuatro de ellos destacaban en especial. Uno era una mujer, otro un negro y otros dos blancos. Pero los cuatro parecían agruparse como si… como si les disgustara mezclarse con los mortales que les rodeaban. No, no parecían mortales. Tim cambió los codos de sitio y estudió las caras vagamente familiares a través de los prismáticos…
Pero el camión se acercaba demasiado. Tim corrió a la cabaña. Cogió el micrófono y, de pronto, recordó.
—¿Qué ocurre? —le preguntaron a través del receptor.
—Deke Wilson está aquí —dijo Tim—. Llegará dentro de tres minutos. ¡Y viene con los astronautas! ¡Los astronautas del laboratorio espacial! ¡Los cuatro! Es increíble, Chet. Parecen dioses. Parece como si no hubieran pasado por el fin del mundo.
Rick Delanty se fijó en los rostros, docenas de ellos todos blancos, todos mirando a los recién llegados de pie en el camión. Hablaban a la vez, y Rick sólo captaba retazos de conversación, menciones a los rusos y los astronautas. Cuando bajó del camión, aquellos hombres se apiñaron a su alrededor, retrocediendo un poco para no empujar a los hombres del espacio, sonriéndoles. Hombres y mujeres, y no tenían aspecto de pasar hambre. Sus ojos no tenían la mirada inquieta de los hombres de Deke Wilson. Sin duda sólo habían presenciado parte del infierno.
Eran en su mayoría de edad mediana, y sus ropas mostraban signos de duro trabajo y escaso lavado. Los hombres tendían a ser robustos y las mujeres normales, ¿o acaso se debían a que vestían ropas de trabajo? En la granja de Deke Wilson las mujeres iban vestidas de hombre y trabajaban como ellos. Aquí había una diferencia. En este valle las mujeres eran diferentes de los hombres. Cierto que las cosas eran distintas a lo que habían sido antes de la caída del cometa, y si Rick no hubiera pasado varias semanas con Deke Wilson, habría podido reflexionar en los cambios producidos desde entonces. Ahora reparó en las similitudes. Aquel valle era tan distinto del campamento fortificado de Wilson como…
Rick no tuvo tiempo de seguir pensando en ello. Hubo presentaciones y les condujeron al gran porche de la casa de piedra. Rick hubiera sabido quién estaba al frente del rancho aun cuando no hubiese reconocido al senador Jellison. Este no era tan robusto como los hombres grandes y fornidos, pero todo el mundo le abrió paso y aguardaron a que él hablara. Su sonrisa hizo que todos se sintieran bien recibidos, incluso Pieter y Leonilla, que habían temido aquel encuentro.
Se aproximaba más gente. Unos bajaban de los campos y otros subían por el camino. La noticia debía haberse extendido con rapidez. Rick buscó a Johnny Baker y le vio, pero Baker permanecía ajeno a Rick Delanty o cualquier otro. Estaba frente a una muchacha esbelta y alta, pelirroja, que llevaba una camisa de franela y pantalones de trabajo. Él le había cogido ambas manos y se devoraban mutuamente con la mirada.
—Estaba seguro de que habías muerto —le dijo Baker—. Yo no… no le pregunté siquiera a Deke. Temía hacerlo. Me alegro de que estés viva.
—También yo me alegro de que vivas —respondió ella.
Rick se dijo que aquello era curioso: por la expresión dolorida de sus rostros, se hubiera dicho que cada uno asistía al funeral del otro. Era evidente, tanto para Rick como para los demás, que habían sido amantes.
¡Y a algunos de los hombres aquello no les gustaba en absoluto! Iba a haber problemas… Pero Rick, una vez más, no tuvo tiempo de pensar en ello. La multitud presionaba, todos hablaban a la vez. Uno de los hombres fornidos dejó de mirar a Johnny y a aquella mujer y se dirigió a Rick:
—¿Estamos en guerra con los rusos? —le preguntó.
—No —replicó Rick—. Lo que queda de Rusia y lo que queda de Estados Unidos son aliados… contra China. Pero podéis olvidaros de todo eso. Hace mucho que la guerra terminó. Entre el cometa, los misiles soviéticos y tal vez, creo, algunos de los nuestros, no quedará nada de China que pueda presentar batalla.
—Aliados… —El hombre fornido parecía perplejo—. Está bien, supongo.
Rick le sonrió.
—La verdad es que si alguna vez podemos llegar a Rusia, no encontraremos nada más que glaciares. Pero si llegamos a China encontraremos rusos, y ellos recordarán que somos aliados. ¿Comprendes?
El hombre frunció el ceño y se alejó, exactamente como si Rick le hubiera tomado el pelo.
Rick Delanty volvió a la antigua rutina. Estaba acostumbrado a hablar en reuniones, con palabras simples que evocaban imagines vividas, explicando sin condescender. Las preguntas eran muchas. Querían saber qué se sentía en el espacio, cuánto tiempo se tardaba en acostumbrarse a la caída libre. A Rick le sorprendió constatar que muchos habían visto sus emisiones de televisión desde el laboratorio espacial y recordaban sus maniobras en un medio ingrávido. ¿Cómo se movían, comían y bebían? ¿Cómo arreglaban los desperfectos por el impacto de un meteoro? ¿Aquella radiante luz solar no era fatal para la vista? ¿Llevaban continuamente gafas de sol?
Aprendió sus nombres. La muchachita era Alice Cox, la mujer con la bandeja de café caliente —¡café auténtico!— era su madre, los hombres fornidos de aspecto desafiante eran los hermanos Christopher, y también el que había preguntado sobre la guerra era un Christopher, pero este había pasado dentro junto con Deke Wilson y Johnny Baker, dejando a la señora Cox la tarea de anfitriona. Había un hombre al que presentaron como el «alcalde» y otro al que llamaban «jefe de policía», pero a pesar de tales títulos había allí algo sutil que Rick no comprendía, porque los Christopher, sin título alguno, parecen tener una posición superior. Todos los hombres eran fornidos y estaban armados. ¿Acaso se había acostumbrado demasiado al aspecto de extenuación que tenían los hombres de Deke Wilson?
—Dice el senador que podemos ahorrar luz —anunció la señora Cox tras una de sus idas al interior—. Podéis hablar con los astronautas cuando esté demasiado oscuro para trabajar. Y tal vez tendremos una fiesta el domingo.
Hubo murmullos de aceptación y saludos de despedida, y el grupo se dispersó. La señora Cox hizo pasar a los astronautas a la sala de estar y sirvió más café. Era una anfitriona perfecta, y Rick sintió que se relajaba por primera vez desde el aterrizaje. En la granja de Deke Wilson también se servía café, pero muy escaso, y era consumido precipitadamente por hombres que se disponían a montar guardia. Nadie se sentaba cómodamente en un salón, y desde luego el café no se servía en vajilla de porcelana.
—Siento que no haya nadie disponible para hacerles compañía —dijo la señora Cox—. Todo el mundo tiene algo qué hacer. Cuando vuelvan por la noche les acosarán a preguntas.
—No tiene importancia —dijo Pieter—. Le agradecemos su recibimiento. Espero que no le impidamos cumplir con sus obligaciones.
—Bueno, tengo que preparar la cena —dijo la señora Cox—. Si desean algo, sólo tienen que llamarme. —Salió de la estancia no sin antes dejar sobre la mesa la cafetera y añadir—: Será mejor que se lo tomen antes de que se enfríe. Puedo asegurarle que no habrá más durante algún tiempo.
—Gracias —dijo Leonilla—. Son todos tan amables con nosotros…
—No más de lo que se merecen, estoy segura —respondió la señora Cox antes de salir definitivamente.
Pieter, que estaba sentado junto a Leonilla, y ambos a cierta distancia de Rick, fue el primero en hablar.
—De modo que nos hemos encontrado con un gobierno. ¿Dónde está el general Baker?
Rick se encogió de hombros.
—Anda por ahí, con Deke, el senador y algunos otros. Están celebrando una gran conferencia.
—A la que no hemos sido invitados —observó Jakov—. Comprendo que no nos necesiten a Leonilla y a mí, pero ¿por qué no te dejan participar?
—He pensado en eso —dijo Rick—, pero todos salieron muy deprisa. Ya sabes lo que Deke tenía que decirles. Y alguien tenía que quedarse fuera y hablar a la gente. Yo lo he considerado como un cumplido.
—Confío en que tengas razón —dijo Jakov.
Leonilla hizo un gesto de asentimiento.
—Esta es la primera vez que me siento a salvo desde que aterrizamos. Creo que les gustamos. ¿De veras no les importa que seas negro, Rick?
—En general, adivino si eso le molesta o no a la gente. Y en este caso puedo decir que no, pero de todos modos hay algo extraño… ¿No os habéis dado cuenta? Después de averiguar lo de la guerra, todos querían saber cosas del espacio. Nadie, nadie en absoluto, nos preguntó por lo que sucede en la Tierra.
—Es cierto —convino Pieter—, pero pronto tendremos que decírselo.
—Ojalá pudiéramos evitarlo —dijo Leonilla—, pero me temo que, en efecto, tendremos que hacerlo.
Quedaron en silencio. Rick se levantó y sirvió el resto del café. Desde la cocina les llegaban sonidos de actividad, y a través de las ventanas podían ver hombres transportando piedras, arando los campos… Era un duro trabajo, y sin duda todos, incluso Leonilla, tendrían que hacerlo. Rick así lo esperaba. Se dio cuenta de que había rogado en silencio que hubiera trabajo, algo qué hacer, algo que le hiciera sentirse útil de nuevo y olvidarse de Houston, El Lago y el maremoto…
Pero de momento le habían recibido como a un héroe, lo mismo que a Leonilla y Pieter, y estaban a salvo, rodeados por hombres armados que no querían hacerles ningún daño.
De algún lugar al fondo de la casa llegaba un murmullo de voces. Debía ser el senador, Johnny Baker, Deke Wilson y el personal de confianza del senador que planeaban… ¿qué? Rick pensó que estaban decidiendo qué hacer con ellos. ¿Estaría allí también la hija del senador? Rick recordó de qué manera ella y Johnny se habían mirado, hablándose en voz baja y sus rostros casi tocándose, ajenos a la gente que les rodeaba. ¿De qué modo afectaría aquello a las decisiones del senador?
Tuvo casi la certeza de que al senador podría gustarle aquella situación. Johnny Baker era general de la Fuerza Aérea. Si Colorado Springs tenía realmente el poder que afirmaba, eso podría ser importante.
—¿Cuántos hombres hay aquí? —preguntó Pieter, haciendo salir a Rick de sus reflexiones—. Calculo que son varios centenares. Y tienen muchas armas. ¿Crees que es suficiente?
Rick se encogió de hombros. Había estado pensando en el futuro lejano, en semanas y meses por delante, y casi logró olvidar por qué se habían presentado en la fortaleza del senador precisamente entonces.
—Ha de bastar —dijo Rick, sintiendo también la tensión de Pieter y Leonilla. Nunca se le había ocurrido que el senador no tuviera suficiente fuerza. Había estado tan seguro de que en alguna parte había hombres y mujeres civilizados, seguridad auténtica, civilización y orden…
Y tal vez no había nada de ello, en ningún lugar. Rick se estremeció levemente, pero no dejó de sonreír, y los tres hombres permanecieron sentados en la sala de paredes forradas de madera, esperando y confiando.
—Se llaman a sí mismos el Ejército de la Nueva Hermandad —dijo Deke, paseando la mirada entre los presentes:
Harvey Randall, Al Hardy, el general Johnny Baker, George Christopher, alejado del grupo, sentado en un extremo de la sala, y el senador Jellison en su sillón de juez. En los ojos de Deke podía leerse la inquietud que sentía. Se llevó su vaso a los labios y esperó un minuto a que el whisky produjera su antigua magia. Luego añadió con voz más firme—: También aseguran que constituyen el gobierno legal de California.
—¿Con qué autoridad? —preguntó Al Hardy.
—Su proclamación estaba firmada por el vicegobernador. Ahora se hace llamar «gobernador en funciones».
Hardy frunció el ceño.
—¿El honorable James Wade Montross?
—Así se llama —dijo Deke—. ¿Puedo servirme un poco más de whisky?
Hardy miró al senador, el cual hizo un gesto de asentimiento, y volvió a llenar el vaso de Deke.
—Montross —musitó Al—. Así que el Chalado ha sobrevivido. —Miró a los demás y añadió rápidamente—: En política solemos dar apodos a la gente. El Perdedor, el Estoico. A Montross le llamábamos el Chalado.
—Chalado o no, me ha dado un plazo de siete días para que me una a su gobierno —dijo Deke—. En caso contrario, su Ejército de la Nueva Hermandad tomará mis terrenos a la fuerza.
El granjero abrió su chaqueta de campaña, obtenida de excedentes del Ejército, y sacó un papel de un bolsillo interior. Era un ejemplar multicopiado, pero estaba escrito a mano, con una elegante caligrafía. Se lo entregó a Hardy, el cual le echó un vistazo y luego lo pasó al senador Jellison.
—Es la firma de Montross —dijo Hardy—, no cabe duda.
Jellison asintió.
—Podemos considerar la firma como verdadera. —Miró a todos los presentes—. El vicegobernador proclama un estado de emergencia y se arroga la suprema autoridad en California.
George Christopher soltó un gruñido, un áspero ruido rasposo.
—¿También nos manda a nosotros?
—A todos —dijo Jellison—. También menciona el anuncio de Colorado Springs. ¿Sabe algo de eso, general Baker?
Johnny Baker asintió. Estaba sentado junto a Harvey Randall, pero no parecía formar parte del grupo. Los antiguos dioses habían regresado, al menos de momento. ¿Hasta cuándo serían dioses? Harvey había sido testigo del encuentro de Baker y Maureen, y se había sentido despechado.
—Captamos una emisión de radio de Colorado Springs —dijo Baker—. Estoy seguro de que era auténtica. Hablaban en nombre del presidente de la Cámara de Representantes…
—Un idiota senil —dijo Al Hardy.
—… el cual actúa como presidente —prosiguió el astronauta—. Su jefe de estado mayor parece ser un teniente coronel honorario llamado Fox. Creo que es Byron Fox, y en ese caso le conozco. Era uno de los profesores de la Academia, un buen hombre.
George Christopher había estado refrenando su impaciencia. Ahora habló con voz baja y llena de ira.
—Montross, ese hijo de perra. Estuvo por aquí hace un par de años, tratando de organizar a los recolectores. ¡Se presentó en mis tierras! Y no pude echar a aquel intruso bastardo, porque llevaba cincuenta policías estatales con él.
—Yo diría que Jimmy Montross tiene mucho poder legal —dijo el senador Jellison—. Es el funcionario de mayor rango en California, suponiendo que el gobernador haya muerto, lo cual es muy probable.
—Entonces, ¿ha desaparecido Sacramento? —preguntó Johnny Baker.
Al Hardy asintió.
—Por lo que sabemos, esa zona está totalmente sumergida. Harry exploró el noroeste hace un par de semanas, y encontró a alguien que le habló de gente que intentaba llegar a Sacramento. No encontraron más que agua, como en el valle de San Joaquín.
—Maldición —exclamó Baker—. En ese caso, la central nuclear ya no existe.
—En efecto —dijo Hardy—. Lo lamento.
—Deke, no vas a rendirte a ese maldito Montross, ¿verdad? —inquirió George Christopher.
—He venido aquí para pedir ayuda —dijo Wilson—. Pueden vencernos. Ese ejército es muy numeroso.
—¿Cuánta gente tienen? —preguntó Al Hardy.
—Mucha.
—Hay algo que me confunde —dijo el senador Jellison—. Deke, ¿estás seguro de que esa banda de caníbales contra la que luchaste forma parte de ese grupo con el que Montross está asociado?
—Ya lo he dicho, ¿no?
—Bueno, no te molestes. —La famosa simpatía del senador se puso de súbito en evidencia—. Es que me ha sorprendido, simplemente. Montross era un chalado, pero no estaba loco de atar, ni tampoco era estúpido. Era el paladín de los oprimidos…
Christopher gruñó de nuevo.
—… o eso decía —siguió diciendo Jellison—. Pero me cuesta creer que esté en relaciones amistosas con unos caníbales.
—Tal vez le tienen prisionero —sugirió Al Hardy.
Jellison asintió.
—A eso iba. De ser así, no tiene en absoluto autoridad legal.
—Legal o no, lo que importa es lo que debo hacer —intervino Deke Wilson—. No puedo enfrentarme a él. ¿Me ayudarán los vuestros? No quiero rendirme a ellos…
—No te censures —dijo Christopher.
—No es sólo por los caníbales —dijo Deke—. Es posible que dejen eso si encuentran… otro tipo de alimento. ¡Pero algunos de esos mensajeros!
—¿Cuántos hombres enviaron? —preguntó Hardy.
—Acamparon unos doscientos junto a la carretera —dijo Deke—, y enviaron una docena, todos armados. El general Baker los vio. Un capitán de la policía estatal…
—¿Seguro? —preguntó Christopher—. ¿Policías estatales con los caníbales?
—Al menos llevaba el uniforme —dijo Deke—. Y un tipo que había sido funcionario en Los Angeles, un negro. Y otros más. La mayoría de ellos eran normales, pero había dos… ¡Diablos, eran raros!
Miró a Baker, el cual hizo un gesto de asentimiento.
—Realmente raros —siguió diciendo Deke—. Actuaban como si estuvieran drogados. Se les notaba en los ojos, muy abiertos, y no te miraban directamente. Y hablaban de los ángeles del Señor. «Los ángeles nos han enviado para entregar este mensaje».
—¿Cómo reaccionaron los otros al oír eso? —preguntó Harvey Randall.
—Como si nada, como si fuera normal hablar de ángeles que les enviaban. Y cuándo les pregunté qué diablos querían decir, dieron media vuelta y se marcharon. «Ya has recibido el mensaje», fue todo lo que dijeron.
—¿Y has dicho que había doscientos acampados cerca de vosotros? —preguntó Hardy—. ¿A qué distancia? ¿Dónde?
—No muy lejos. Al sur, junto a la carretera. ¿Por qué lo preguntas?
—Harry fue por ese camino —dijo Hardy—. No es que se retrase, pues no tenía un horario establecido, pero le hemos estado esperando.
—No se presentó en mi granja —dijo Deke.
—¿Crees que esos tipos le habrán hecho algo a Harry? —preguntó Jellison.
Deke se encogió de hombros.
—Senador, no sé qué pensar de esa gente. Dicen que tienen mucha más gente de la que nos dejan ver, y lo creo. Ya no vemos por ahí traficantes ni refugiados. Es como si no hubiera nadie ahí afuera más que tú y la Nueva Hermandad.
—Angeles —dijo Al Hardy—. Eso no tiene mucho sentido.
«No está claro», pensó Harvey Randall, y lo que no estaba claro perturbaba a Al.
—He visto a Montross algunas veces —dijo Harvey—, y no me pareció un loco. Estaba obsesionado por el tema del medio ambiente, los sprays que destruyen el ozono y esa clase de cosas. Tal vez la caída del cometa le sacó de sus casillas.
—Puede que esté loco, puede que le hayan hecho prisionero, todo es posible —dijo Deke Wilson—. Pero hay doscientos hombres acampados junto a la carretera, y estoy seguro de que cuentan con quinientos más, y no sé qué diablos hacer.
—Te comprendo —dijo el senador. Hizo una pausa para reflexionar y nadie le interrumpió. Finalmente añadió—: Bien, quedan seis días más. Deke, iba a hacerte una oferta. Podrías traer aquí a vuestras mujeres, niños y heridos, a cambio de participar en operaciones de rescate de herramientas, componentes electrónicos y esa clase de cosas, empezando con equipos de inmersión que podríais usar para bucear…
—¿Y de dónde sacamos el tiempo para luchar contra el Ejército de la Nueva Hermandad?
Jellison suspiró.
—No hay tiempo, naturalmente. Y no creo que el gobernador Montross, o quienquiera que lo dirija, se interese en compartir esas tareas de rescate con nosotros. Parece como si tuviera intención de apoderarse de todo el estado.
—Incluido nuestro valle —intervino George Christopher.
—Sí, eso espero —dijo Jellison—. Bien, hoy hemos descubierto dos gobiernos. Colorado Springs y el Ejército de la Nueva Hermandad, más la posibilidad de los ángeles.
—¿Qué hago entonces? —preguntó Deke.
—Ten paciencia. No tenemos suficientes datos —dijo Jellison—. Hemos de saber más. General Baker, ¿qué puede decirnos sobre el resto de Estados Unidos? ¿Y del resto del mundo?
Johnny Baker asintió y se reclinó en su asiento para organizar sus ideas.
—Las comunicaciones nunca fueron buenas —dijo—. Perdimos el contacto con Houston inmediatamente después del choque del cometa. A propósito, la familia del coronel Delanty murió entonces. Yo no le preguntaría nada sobre Texas.
A Baker le complació ver que los demás aún tenían suficiente sensibilidad para mostrar simpatía hacia Rick. Por lo que había visto en el exterior, la mayoría de la gente carecía de lágrimas que verter por unos pocos individuos. Había demasiada muerte en todas partes.
—Mis amigos rusos también perdieron a sus familias —dijo Johnny—. La guerra comenzó menos de una hora después de que cayera el cometa. China atacó a Rusia y esta respondió. Algunos de nuestros misiles también se dirigieron a China.
—Dios mío —dijo Al Hardy—. Harvey, ¿dispone de algo con que medir la radiación?
—No.
Todos parecieron alarmados. Harvey hizo un gesto de asentimiento.
—La precipitación radioactiva atmosférica puede alcanzarnos, pero no veo qué podríamos hacer para evitarlo.
—¿No podemos hacer nada? —preguntó Hardy.
—Yo creo que estamos seguros —intervino Johnny Baker—. La lluvia sedimenta esas precipitaciones radioactivas. Y llueve mucho. Todo el mundo parece una gran bola de algodón. Tras la caída del cometa apenas pudimos ver el suelo.
—Ha hablado usted de las comunicaciones —dijo Jellison.
—Sí, perdone. Bueno, hablamos con Colorado Springs, pero fue una comunicación muy breve, poco más que un intercambio de identificaciones. Una vez entramos en contacto con una base del Mando Aéreo Estratégico, en Montana. No podían comunicarse con nadie. Y eso es todo con respecto a Estados Unidos.
Hizo una pausa para dejar caer sus palabras.
—En cuanto al resto del mundo, probablemente Sudáfrica y Australia han salido indemnes. No sabemos lo que ha ocurrido en Sudamérica. Ninguno de nosotros hablaba suficiente español, y cuando establecíamos contacto con alguien de allá abajo, no duraba mucho. No obstante, captamos algunas emisoras de radio comerciales, y por lo que pudimos colegiar en Venezuela tienen una revolución cada semana, y en el resto del continente también hay problemas políticos.
Jellison asintió.
—No es de extrañar. Y, naturalmente, sus ciudades más importantes estaban en la costa. Supongo que no sabe la altura que alcanzaron los maremotos en el hemisferio meridional.
—No, señor, pero supongo que fueron grandes —dijo Johnny Baker—. El que alcanzó el norte de África tenía más de quinientos metros de altura. Pudimos verlo poco antes de que las nubes lo cubrieran todo. Una hora de quinientos metros barriendo Marruecos… —Se estremeció—. Europa ha desaparecido por completo. Ah, y todos los volcanes de América central y meridional han entrado en erupción. El humo ascendió entre las nubes. Todo el Cinturón de Fuego ha entrado en erupción. Al Este de aquí hay volcanes, en Nevada, creo, y también al Norte, los montes Lassen, Hood y tal vez el Rainier, muchos de ellos en California del Norte, Oregon y Washington.
Siguió hablando y, a medida que lo hacía, los demás se dieron cuenta de lo solos que estaban. El Valle Imperial de California había desaparecido. Un fragmento del cometa que cayó en el mar de Cortés lanzó olas inmensas que llegaron incluso al monumento nacional Joshua Tree, en las montañas al oeste de Los Angeles. Ya no existían Scratch Palm Springs, Palm Desert, Indio y Twentynine Palms, ni tampoco el valle del río Colorado.
—Y también ha debido producirse un choque en el lago Hurón —dijo Baker—. Vimos la típica formación nubosa espiral con un agujero en el centro, poco antes de que todo se volviera blanco.
—¿Queda algo de este país aparte de Colorado? —preguntó Al Hardy.
—Otra vez he de decir que lo ignoro. Con toda esa lluvia, supongo que el Medio Oeste está anegado, sin cosechas ni transportes, y con mucha gente muñéndose de hambre…
—Y matándose unos a otros por lo que queda —dijo Al Hardy.
Miró a los demás uno tras otro, y todos asintieron: la fortaleza era afortunada. Tenían más que suerte, pues allí estaba el senador y había orden. Era una pequeña isla de seguridad en un mundo que había estado muy cerca de la extinción.
Harvey Randall seguía haciéndose cruces de que tuvieran tanta suerte. El informe de Johnny Baker no le había sorprendido lo más mínimo. Mucho tiempo atrás ya había pensado que las cosas estaban tan mal. Uno de los indicios era la falta de comunicaciones radiofónicas. Cierto que las constantes interferencias atmosféricas hacían improbable que pudieran recibir ningún mensaje, pero de vez en cuando deberían oír algo, y nunca oían nada, lo cual significaba que nadie emitía, al menos con potencia suficiente y de manera constante.
Pero era distinto saber a ciencia cierta que eran una de las pocas bolsas de supervivientes.
¿Qué había ocurrido en el mundo? Una revolución por semana en Sudamérica. Quizás aquella era la respuesta en todas partes. Lo que el cometa y la guerra chino-soviética no habían hecho, la gente se afanaba ahora por hacerlo.
Al Hardy rompió el silencio.
—Tengo la impresión de que la Caballería de Estados Unidos no cargará contra la colina para rescatarnos.
Deke Wilson rió con amargura.
—El Ejército se ha vuelto caníbal. Al menos, lo que hemos visto de las fuerzas armadas.
—Tendremos que luchar —dijo George Christopher—. Ese condenado de Montross…
—George —intervino Al Hardy—. No puedes estar seguro de que ese hombre esté al mando.
—¿A quién le importa? Si él no manda será peor, porque entonces los amos serán esos malditos caníbales. Tarde o temprano tendremos que pelear, y creo que es mejor hacerlo mientras los hombres de Deke estén de nuestra parte.
—Yo estoy de acuerdo —dijo Deke Wilson—. Siempre que…
—¿Qué? —preguntó Christopher, en un tono súbitamente suspicaz.
Wilson extendió las manos. Harvey reparó en que había sido un hombre robusto, al que ahora las ropas le iban demasiado holgadas. Las privaciones le habían adelgazado y empequeñecido. Y estaba asustado.
—Siempre que podamos quedarnos aquí —dijo Wilson—. Podemos mantener esa banda a raya. Vosotros tenéis colinas que defender. Nosotros no. Todo cuanto tenemos es lo que podemos construir. No tenemos cerros ni límites naturales. Nada. Pero aquí podemos resistir a esos bastardos hasta que se mueran de hambre, y tal vez podemos colaborar para que eso suceda antes. Hacer incursiones y quemarles lo que hayan almacenado.
—Eso es absurdo —dijo Harvey Randall—. ¿No hay ya bastante gente que se muere de hambre sin necesidad de quemar cosechas y alimentos? ¡Por Cristo! ¡En todo el mundo, lo que el cometa no logró lo estamos haciendo nosotros! ¿También tiene que ocurrir aquí?
—No podríamos alimentar a todos tus hombres durante el invierno, Deke —dijo Al Hardy—. Lo siento, pero el margen es demasiado estrecho. No podemos hacerlo.
—Todavía no tenemos datos suficientes —dijo Jellison—. Tal vez sea posible llegar a un acuerdo con la Nueva Hermandad.
—Tonterías —dijo George Christopher.
—No son tonterías —intervino Harvey Randall—. Conozco a Montross y sé que no está loco, no es un caníbal y no es un malvado aunque se presentara en sus tierras y tratara de ayudar a los agricultores para que organizasen un sindicato…
—Basta ya —dijo Jellison en tono firme—. George, sugiero que esperemos a Harry. Tenemos que saber más sobre las condiciones del exterior. Creo que Deke nos ha dicho casi todo lo que sabe. Harvey, ¿tiene tiempo para ayudar o ha de hacer alguna otra cosa?
El tono de Jellison decía claramente que Harvey Randall ya no sería necesario en la Biblioteca en aquellos momentos.
—Si puede prescindir de mí, tengo que hacer algunas cosas…
Se levantó y fue hacia la puerta. Casi rió entre dientes cuando oyó que George Christopher iba tras él.
—Veré los mapas cuando estén terminados —decía Christopher—. También yo tengo trabajo. Encantado de conocerle, general Baker. —Siguió a Harvey al exterior—. Espere un minuto.
Harvey caminó lentamente, preguntándose que ocurriría ahora. Era evidente que al senador le había disgustado el exabrupto de Harvey. Había tratado de separarle de Christopher, pero sin resultado…
—Bien, ¿qué hacemos ahora? —le preguntó Christopher.
Harvey se encogió de hombros.
—Mire, no estamos bien enterados de lo que ocurre. Además, aún disponemos de algunas días. Tal vez si saliéramos con Deke podríamos encontrar suficientes fertilizantes y materiales para el invernadero, de modo que pudiéramos alimentar a los hombres de Deke durante el invierno…
—No me refería a eso —dijo Christopher—. Vamos a tener que luchar contra esos malditos caníbales, y es mejor que lo hagamos antes de que se hagan más fuertes. Hemos de coger todas las armas y todos los hombres capaces de usarlas, ir ahí y acabar con ellos de una vez por todas. No quiero pasarme todo el invierno mirando por encima del hombro. Cuando alguien te asusta, sólo puedes hacer una cosa, y es derribarle y darle de patadas hasta que no te pueda hacer ningún daño.
O echar a correr, o hablar por los codos, pensó Harvey, pero no dijo nada.
—El asunto entre usted y Maureen me ponía nervioso —dijo George.
—A mí también me interesa —replicó Harvey. Se detuvo ante la puerta cerrada de la cocina y miró a Christopher—. Si usted me derriba y me da de patadas, va a ser algo muy embarazoso para todos. Ahora le toca a usted jugar.
—Todavía no. Cuando me haga salir de mis casillas, irá a parar a la carretera. Por el momento, ambos tenemos un problema.
—Sí, yo también me he dado cuenta —dijo Harvey—. ¿Va a ponerle a él en la carretera?
—No sea estúpido. Es un héroe. Salgamos fuera.
Christopher avanzó el primero a través de la cocina. En aquel momento no había nadie. Abrió la puerta que daba al exterior y los dos hombres salieron a la oscuridad.
—Mire, Randall —dijo Christopher—, creo que no le gusto mucho.
—No. Creo que es algo mutuo.
Christopher se encogió de hombros.
—No tengo nada contra usted. No creo que me dispare por la espalda o me golpee cuando esté desprevenido.
—Gracias.
—Y a menos que lo haga así, no puede vencerme. La cuestión estriba en si ella decide casarse con el general Baker. ¿Qué haría usted?
—Llorar mucho.
—Mire, estoy tratando de ser cortés —dijo Christopher.
—Bueno, ¿qué quiere que le diga? Si se casa con Baker, bien casada esté. Eso es todo.
—¿Y no la importunará? ¿No tratará de verla a escondidas?
—¿Por qué diablos iba a hacer eso? —preguntó Harvey.
—Oiga, usted me toma por un estúpido palurdo, ¿no? Y a lo mejor lo soy, desde su punto de vista. He vivido siempre aquí. Iba a la iglesia, me ocupaba de mis asuntos, no iba a bailes, no tenía una amiguita en cada ciudad a las que visitaba cargando los gastos a la cuenta de representación…
Harvey se echó a reír.
—Yo no vivía de esa manera —le dijo—. Ha leído demasiado el Playboy.
—¿Ah, sí? Mire, Randall, supongo que soy anticuado, pero pienso que si un hombre está casado, tiene que quedarse en casa. Yo nunca me casé. Estuve comprometido una vez, pero no salió bien, luego me enteré de que Maureen se había divorciado, y aunque no puedo decir exactamente que la estuviera esperando, pues sabía muy bien que ella no querría vivir de nuevo en este valle ni yo querría vivir en Washington, nunca encontré a nadie más. Entonces ocurrió el desastre, y ahora ella tiene que vivir aquí. Tal vez podría vivir conmigo. Una vez quisimos casarnos, pero aquello no salió bien, éramos demasiado jóvenes…
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—Porque tenía algo que decir. Maldita sea, Randall, si alguna vez me caso, seguiré casado, sí, y también seré fiel a mi esposa. Puede que Baker lo fuera, pero estoy seguro de que usted no.
—¿Ahora qué diablos quiere…?
—Sé cómo están las cosas en este valle, Randall. Lo sabía antes de que cayera el cometa y lo sé ahora. Así que deje en paz a Maureen. Usted no es la clase de hombre que ella necesita.
—¿Por qué no? ¿Quién le ha nombrado a usted guardián de la moral pública?
—Yo mismo. Y usted no es bastante bueno para ella. Usted tiene sus aventuras por ahí. De acuerdo, fue con ella. Eso no me gusta, pero no le eché la culpa a ella. Usted estaba casado, Randall. ¿Qué diablos significaba Maureen para usted? ¿Otra más que añadir a su marcador? Mire, me estoy poniendo nervioso, y no lo quiero. Sólo le pido que la deje en paz. Hágame caso y apártese de ella.
George dio media vuelta y se alejó antes de que Harvey pudiera decir nada más.
Harvey Randall se quedó donde estaba, asombrado, y apenas pudo contenerse para no echar a correr tras el fornido ranchero. Pensó que debía estar loco. Debería odiar a aquel bastardo…
Pero no le odiaba, sino que sentía un fuerte impulso de correr hacia aquel hombre y explicarle que las cosas no habían sido como él creía, que Harvey Randall pensaba sobre el matrimonio lo mismo que George Christopher, que estaba de acuerdo, y por eso él y Maureen habían…
¿Qué habían hecho?, se preguntó Harvey. Tal vez Christopher tuviera razón. Pero Loretta nunca lo supo, no sufrió por ello, ni tampoco Maureen, y todo era un montón de excusas porque él sabía muy bien lo que estaban haciendo.
Pero se limitó a regresar a la sala de estar para hablar con los astronautas.