NOVENA SEMANA: EL ORGANIZADOR

Sin embargo, hay que señalar, que muchos de los que ahora deploran la opresión, la injusticia y la intrínseca fealdad de la vida en una técnicamente avanzada y superpoblada sociedad, llegarán a la conclusión de que las cosas eran antes mejores cuando ellos las consideraban malas; y descubrirán que carecer de las ventajas propias de un sistema desarrollado tales como teléfono, luz eléctrica, automóviles, correo, puede ser divertido durante unos días, pero no como modo de vida.

Roberto Vacca, La próxima Edad Oscura

Harvey Randall nunca había trabajado tan duramente en toda su vida. El campo estaba lleno de pedruscos y había que extraerlos. Algunos podían ser recogidos y trasladados por uno, dos o una docena de hombres. Otros era preciso volarlos y luego acarrear sus fragmentos para construir muros bajos de piedra.

Los diseños en cruz de los muros bajos en Nueva Inglaterra y la Europa meridional siempre le habían parecido elegantes y bellos. Hasta entonces Harvey Randall no se había percatado de cuánta miseria humana estaba representada en cada uno de aquellos muros. No se habían construido para que constituyeran un adorno, ni para marcar límites, ni siquiera para que el ganado y los cerdos estuvieran apartados de los campos. Estaban allí porque costaba demasiado trabajo sacarlas de los campos, y los campos necesitaban estar libres de piedras.

Tenían que arar la mayor parte de los pastos para sembrar en ellos. Sembrar lo que fuera: cebollas, cebada, granos silvestres que crecían en las cunetas de las carreteras, lo que fuera. Las semillas escaseaban, y había que tomar la decisión de plantar para recoger más tarde o comer de inmediato.

—Es como una maldita prisión —murmuró Mark.

Harvey descargó el mazo y partió una piedra limpiamente. Aquello le produjo una agradable sensación y casi olvidó los gruñidos de su estómago. El trabajo era pesado y no había mucho que comer. ¿Hasta cuándo resistirían? La gente del senador había calculado programas dietéticos, tantas calorías por tantas horas de duro trabajo, y según los libros, los habían calculado correctamente, pero el estómago de Harvey no parecía estar de acuerdo.

—Convertir los pedruscos en piedrecitas —dijo Mark—. Un trabajo brutal para un productor asociado.

Mark cogió un extremo del fragmento que habían arrancado de la roca mientras Harvey cogía el otro extremo. Juntos trabajaban bien, y no necesitaban hablar. Llevaron la piedra al muro. Harvey paseó su mirada de experto por el muro y señaló un lugar. La piedra encajó perfectamente en el sitio que había seleccionado. Fueron en busca de otro fragmento.

Permanecieron unos segundos ociosos y Harvey miró al otro lado del campo, donde una docena de hombres despedazaban rocas y las transportaban al muro bajo. La escena podría pertenecer a varios siglos antes.

—John Adams —dijo Harvey.

—¿Qué? —Mark hizo unos sonidos alentadores. Los relatos aligeraban el trabajo.

—Nuestro segundo presidente de Estados Unidos. —Harvey introdujo la cuña en una pequeña grieta de la roca—. Estuvo en Harvard. Su padre vendió un campo al que llamaban «Los acres pétreos», para pagar la matrícula. Adams prefirió ser abogado que limpiar el campo de piedras.

—Fue un tipo listo —dijo Mark. Sostuvo la cuña en su sitio mientras Harvey alzaba el mazo—. Ahora no queda mucho de Harvard.

—No, no queda mucho.

Harvard había desaparecido, y Braintree, Massachusetts, y los Estados Unidos de América, junto con Inglaterra. ¿Aprenderían ahora historia los niños? Harvey pensó que tendrían que hacerlo. Un día reflexionarían en todo aquello, y llegaría un tiempo en que sería importante tener un rey o un presidente, y esta vez tendrían que hacer las cosas bien, de manera que pudieran largarse de este maldito planeta antes de que golpeara otro Martillo. Algún día podrían permitirse el estudio de la historia. Hasta entonces pensarían en Inglaterra de la misma manera que solían pensar en la Atlántida…

—Eh —dijo Mark—. Mira eso.

Harvey se volvió a tiempo de ver que Alice Cox hacía saltar el caballo que montaba por encima de un muro bajo. Avanzaba como si ella misma formara parte del caballo, y de nuevo le dio la impresión de un centauro. Harvey recordó la primera vez que estuvo en aquel rancho, en una época que parecía muy alejada en el tiempo, cuando estuvo en lo alto del risco y por la noche habló de imperios interestelares.

Sí, aquello fue mucho tiempo atrás, en otro mundo. Pero este de ahora no era tan malo. Estaban limpiando los campos y controlaban sus límites. Allí nadie era violado o asesinado, y aunque no había tanto para comer como Harvey hubiera deseado, había lo suficiente. Romper rocas y levantar muros era un trabajo duro, pero honrado. No había interminables conferencias sobre asuntos sin importancia. No había frustraciones deliberadas, atascos de tráfico y periódicos llenos de relatos de crímenes. Este mundo nuevo y más simple tenía sus compensaciones.

Alice Cox se acercó a ellos al trote.

—El senador quiere verle en la casa, señor Randall.

—Muy bien. —Harvey, aliviado, llevó el mazo al muro y lo dejó allí para que algún otro lo utilizara. Miró el sol entornando los ojos para calcular cuánta luz solar tendrían aún y llamó a Mark—. Tú también puedes volver —le dijo—. Puedes pasar el resto del día en la cabaña.

—De acuerdo.

Mark agitó alegremente las manos y empezó a subir la colina hacia la casita donde vivían Harvey, los Hamner, Mark, Joanna y los cuatro miembros de la familia Wagoner. Eran demasiados para una casa tan pequeña y estaban construyendo habitaciones adicionales, pero era un refugio y tenían suficiente para comer. Bastante para sobrevivir.

Harvey se dirigió por el otro camino, colina abajo, hacia la casa de piedra del senador. También allí estaban construyendo nuevas piezas. En una de ellas Jellison guardaba el arsenal de la fortaleza: rifles de repuesto, cartuchos, dos piezas de artillería de campaña, para las que no tenían munición, y que habían pertenecido al centro de entrenamiento de la Guardia Nacional antes de que se inundara, equipo de recarga manual para recargar proyectiles de escopeta y cartuchos de rifle, botín conseguido en una armería de Porterville. Las matrices habían estado bajo el agua y se habían oxidado, pero todavía funcionaban. La pólvora y los detonadores habían sido guardados en botes que aún no estaban oxidados cuando los recobraron, aunque les faltaba poco.

En otro anexo se encontraba el cuñado del senador, con un telégrafo y una radio. El telégrafo sólo llegaba hasta el bloqueo de la carretera del condado, y la radio no emitía nada, pero confiaban en poder extender las líneas telegráficas. Además, así Jack Turner tenía algo que hacer. No valía para mucho más, y conocía el código Morse. Harvey pensó que también podría servir de mensajero. El único intento de Turner para supervisar un proyecto del rancho fue un desastre, y finalmente los hombres acudieron al senador exigiéndole que sustituyera a Turner…

Turner le saludó al verle pasar.

—¡Eh, Randall!

—Hola, Jack. ¿Qué hay de nuevo?

—Tenemos otro presidente. Un tal Héctor Shorey, de Colorado Springs. Ha proclamado la ley marcial.

Jack Turner parecía pensar que aquello era ridículo, lo mismo que Harvey.

—Siempre hay alguien que proclama la ley marcial —dijo Harvey.

—Littman no lo hizo.

—Sí, me gustó el emperador provisional Charles Avery Littman, aunque sacara la mayor parte de su material del «Circo volante de Monty Python». Los otros fueron demasiado serios.

—El grupo de Shorey parece bastante serio. He conseguido algunas buenas grabaciones a pesar de las interferencias.

—Sigue así, Jack, ánimo —dijo Harvey, y siguió su camino.

Pensó que ya habían tenido cuatro presidentes en la nueva era. Littman era sólo un operador de radio que estaba medio loco. Pero Colorado Springs… Eso estaba cerca de Denver, a dos kilómetros sobre el nivel del mar. Aquel tipo podría ir en serio.

La gran sala de estar estaba llena de gente. Aquella no era una reunión ordinaria. El senador estaba sentado cerca de la chimenea, en el gran sillón de cuero que a Harvey le recordaba un trono… y probablemente aquella era su finalidad. Maureen se sentaba a un lado y Al Hardy al otro, la heredera y el jefe del estado mayor.

Estaban presentes el alcalde Seltz y el jefe de policía, y también Steve Cox, capataz del rancho de Jellison y ahora responsable de casi todas las faenas agrícolas del valle. Una docena de personas habían acudido en representación de la gente del valle. Y, naturalmente, no faltaba George Christopher, solo en un rincón, y con un solo voto, aunque contaba tanto como todos los demás juntos, exceptuando a Maureen.

Harvey sonrió a Maureen. Ella le respondió con una rápida e impersonal sonrisa y un gesto de cabeza, y él apartó en seguida la mirada.

Pensó que ambos tenían dos caras. Maureen había ido a verle varias veces a la choza en lo alto de la colina, cuando Harvey tenía guardia nocturna. Ella le había recibido en otros momentos y lugares, pero siempre muy en privado. Siempre era lo mismo. Hablaban del futuro, pero nunca del futuro de ellos dos, porque ella no quería. Hacían el amor con ternura, como si tal vez nunca volvieran a verse. Hacían el amor, pero nunca se prometían nada. Ambos parecían darse fuerza mutuamente, pero nunca en público. Era como si Maureen tuviera un marido armado, celoso e invisible. En público, Maureen daba la impresión de que apenas conocía a Harvey. Pero tampoco trataba a George Christopher de manera diferente. Era un poco más amistosa con él, pero sin dejar de ser fría. Él no era su marido invisible… ¿Quién lo sería? ¿Era distinta con George cuando estaban a solas? Harvey no lo sabía.

Estos pensamientos recorrieron su mente antes de que un antiguo reflejo los reprimiera. No tenía tiempo para ocuparse de ellos. Harvey Randall quería algo, y aquellos eran los hombres que podían negárselo. Era una situación familiar.

—Entre, Harvey. —El senador Jellison no había perdido la sonrisa con la que había ganado las elecciones—. Ya podemos empezar. Gracias a todos por haber venido. Me pareció que era aconsejable recibir una información de cómo están las cosas.

—¿Hay alguna razón para hacerlo ahora? —preguntó George Christopher.

La sonrisa de Jellison no se alteró.

—Sí, George. Hay varias razones. Hemos sabido por el telégrafo que Deke Wilson vendrá a visitarnos, y también traerá algunos visitantes.

—¿Hay noticias del exterior? —preguntó el alcalde Seltz.

—Algunas —dijo Jellison—. ¿Quieres empezar, Al, por favor?

Hardy sacó unos papeles de su portafolio y empezó a leer. Cuántos acres habían limpiado de piedras y cuánto trigo podrían plantar. Hizo un inventario del ganado, armas y equipo. La mayor parte de los presentes parecían aburridos antes de que Hardy terminara.

—La conclusión es que, con suerte, aguantaremos el invierno.

Aquello despertó el interés de los presentes.

—Habrá dificultades —les advirtió Hardy—. Pasaremos bastante hambre antes de la primavera. Pero tenemos una oportunidad. Incluso tenemos suministros médicos, aunque no suficientes, y la clínica del doctor Valdemar está en funcionamiento. —Hardy se detuvo un momento—. Ahora pasemos a las malas noticias. Los muchachos de Harvey Randall han estado inspeccionando las presas y centrales eléctricas de ahí arriba. No es posible hacerlas funcionar de nuevo. Ha desaparecido demasiado. Y no tenemos ni una cuarta parte de las cosas que piden los ingenieros. Pasará algún tiempo antes de que podamos reconstruir aquí gran parte de una civilización.

—Diablos, estamos civilizados —dijo el jefe de policía Hartman—. Casi no hay delitos y tenemos bastante que comer. Tenemos un médico y una clínica, y a la mayoría no nos faltan servicios higiénicos. ¿Qué más necesitamos?

—La electricidad no estaría mal —dijo Harvey Randall.

—Sí, pero podemos vivir sin ella —dijo el jefe de policía Hartman—. Podemos aguantar hasta la primavera.

Harvey le comprendía. El viaje hasta la fortaleza había sido terrible… ¡y ahora estaban hablando como si no fuera suficiente con vivir! Pensó que podían haberle impedido el paso, abandonarle en la carretera…

—Yo preferiría expresarlo de una manera más positiva —dijo el reverendo Varley—. Deberíamos cantar hosannas. —La expresión del sacerdote era sombría, en contraste con sus palabras—. Naturalmente, el coste ha sido elevado. Tal vez, señor jefe de policía, usted lo haya expresado correctamente, después de todo…

El senador Jellison se aclaró la garganta para reclamar atención. En la estancia se hizo el silencio.

—Tenemos algunas noticias más —dijo Jellison—. Hay un nuevo pretendiente al puesto de presidente de Estados Unidos. Héctor Shorey.

—¿Quién diablos es Héctor Shorey? —preguntó George Christopher.

—Presidente de la Cámara de Representantes. Recién seleccionado por la junta de dirigentes del partido. Ni siquiera recuerdo que la Cámara votara formalmente, pero con todo su pretensión es la más verosímil, y parece que el gobierno de Colorado Springs todavía está al frente del estado.

—Yo también podría hacer eso —dijo Christopher.

El senador se echó a reír.

—No, George. Tú no podrías. Yo sí.

—¿A quién le importa? —preguntó George Christopher en tono beligerante—. No pueden ayudarnos ni meternos en la cárcel. Tendrían que abrirse paso contendiendo con los demás gobiernos de Estados Unidos, y aun así no pueden llegar hasta nosotros. ¿Por qué damos importancia a lo que digan?

—Quisiera decir —intervino Al Hardy— que Colorado Springs probablemente dispone de los efectivos militares más numerosos que sobreviven en esta parte del mundo. Los cadetes de la Academia, el NORAD, o Defensa Aérea Norteamericana, cuyo mando está en Cheyenne Mountain y la base aérea de Ent. Y al menos un regimiento de tropas de montaña.

—Aun así no pueden llegar hasta nosotros —insistió Christopher—. Comprenda que no tengo nada en contra de que Estados Unidos funcione de nuevo, pero quiero saber el coste. ¿Nos pedirán que paguemos impuestos?

Jellison asintió.

—Buena pregunta. —Miró a su alrededor—. Pase lo que pase, puede esperar hasta la primavera, ¿verdad? Y entonces, una de dos, o bien estaremos a salvo o habremos muerto. Al dice que no estaremos muertos.

Hubo murmullos y gestos de asentimiento.

Jellison prosiguió:

—He pedido a Harvey que asistiera a esta reunión porque tiene una propuesta que hacer. Harvey ha pedido que hagamos otra expedición al exterior, para conseguir más equipo que necesitaremos en primavera. —Mostró un papel con la lista que habían preparado Harvey, Brad Wagoner y Tim Hamner—. La mayor parte de las cosas no serán necesarias antes de la primavera.

—Pero son perecederas, senador —dijo Harvey—. Herramientas eléctricas, transistores, componentes, motores eléctricos… muchas cosas que serían útiles aun cuando hayan estado sumergidas, ya no estarán en condiciones para la primavera.

—La última vez que salimos al exterior perdimos cuatro hombres —dijo George Christopher—. Es muy peligroso.

—Porque no llevamos bastantes hombres —replicó Harvey—. Tenemos que ir en un grupo compacto. Una gran columna no será atacada.

Harvey estaba orgulloso de su dominio. No creía que nadie pudiera adivinar por el tono de su voz cuánto le aterraba la idea de salir de aquel valle. Miró brevemente a Maureen. Ella lo sabía. No le miraba, pero lo sabía.

—Pero gastaremos mucha gasolina —adujo Al Hardy—, y además interrumpiremos los programas de trabajo. Y todavía puede ser preciso luchar.

—Bien, si llevamos bastantes hombres, las cosas no irán tan mal —dijo George Christopher—. Pero no pienso salir más con un par de camiones. Harvey tiene razón. Si vamos, iremos con mucha gente. Diez camiones y de cincuenta a cien hombres.

—Supongo que hemos de pensar bien estas cosas —dijo el reverendo Varley en tono melancólico y triste.

—Sí, señor. —Christopher estaba decidido—. Reverendo, yo deseo la paz tanto como usted, pero no sé cómo conseguirla. No se olvide de los vecinos de Deke, los que fueron devorados.

El reverendo Varley se estremeció.

—No lo he olvidado.

Hubo una pausa y Harvey aprovechó para intervenir.

—Tim ha estado trabajando con la guía telefónica y unos mapas. Ha localizado una tienda de material de inmersión. No estará a más de cuatro metros por debajo del agua. Podríamos bucear y rescatar los equipos de inmersión.

—¿Y qué vas a utilizar para cargar las botellas de aire? —preguntó Steve Cox.

—Podemos construir un compresor —dijo Harvey—. No es difícil diseñarlo.

—Puede que no sea difícil diseñarlo —dijo Joe Henderson—, pero sin electricidad va a ser difícil construirlo.

Henderson había sido el propietario de la gasolinera del pueblo, y ahora ayudaba a Ray Christopher en la herrería y taller mecánico.

—Dejadme que diga otras cosas que necesitamos —dijo Harvey—. Herramientas mecánicas, tornos, taladradoras, toda clase de herramientas, y las hemos localizado en su mayoría… en el mapa, claro. Y un día las vamos a necesitar.

Henderson sonrió melancólicamente.

—Desde luego, me irían bien unas cuantas herramientas —comentó.

—Cable de generador —prosiguió Harvey—. Cojinetes, piezas de repuesto para nuestros vehículos de transporte, cable eléctrico.

—Para —dijo Henderson—. Me rindo. Vayamos a por ello.

—Al —llamó Jellison—. ¿Podemos prescindir de cincuenta hombres durante una semana?

Al Hardy no pareció complacerle la pregunta.

—Eileen, ven un momento. —La interpelada salió de otra habitación—. Dame esas listas de operarios, por favor.

—En seguida.

Antes de retirarse, Eileen dedicó a Harvey una de sus espléndidas sonrisas. Eileen Hancock Hamner se había equivocado: incluso después de que cayera el cometa eran necesarios buenos administradores. A menudo Al Hardy le decía al senador que ella era la persona más útil de la fortaleza. Los hombres fuertes, granjeros, tiradores, hasta mecánicos e ingenieros no eran tan difíciles de encontrar, pero alguien que pudiera coordinar todo el esfuerzo valía su peso en oro.

O en pimienta negra. Hardy frunció el ceño. No le gustaba aquella expedición. Era un riesgo innecesario. Si Randall se salía con la suya… ¿Todavía perseguiría el furgón azul y los hombres que asesinaron a su mujer? Por lo menos no había dejado de hablar de ello…

—Mientras la chica busca eso —dijo el jefe de policía—, permitidme que diga algo. Podemos prescindir de cincuenta hombres durante una semana, si nadie viene a atacarnos mientras estén fuera. Cincuenta hombres con sus rifles son una parte considerable de nuestra fuerza, Senador. Quisiera estar seguro de que nadie nos va a atacar, antes de enviar fuera tantos hombres a la vez.

—Puedo ocuparme de eso —afirmó el alcalde Seltz—. Podemos enviar una patrulla a través del Mal Paso antes de salir, para ver si alguien se acerca por ahí.

—Harry volverá dentro de un par de días, cuando termine su recorrido —dijo el senador Jellison—. Y Deke no tardará en llegar. Averiguaremos cómo están las cosas en el exterior antes de tomar la decisión final. George, ¿no tienes nada que decir de todo esto?

Christopher meneó la cabeza.

—Me da igual una cosa que otra. Si las cosas no están muy mal ahí afuera, si no hay nadie esperando para lanzar un ataque y acabar con nosotros, iremos sin duda alguna.

George se quedó en silencio, contemplando la pared, y todos supieron lo que estaba pensando. George Christopher no quería saber cómo estaban las cosas en el exterior. Nadie quería saberlo. Conocer la existencia del caos, la muerte y el hambre a unos pocos kilómetros de distancia, mientras ellos estaban seguros en su valle, no haría más que dificultar las cosas.

Eileen regresó con unos papeles. Hardy los estudió durante un rato.

—Todo depende de lo que encontréis —dijo al fin—. Tenemos que limpiar más campos. Aún no tenemos bastante tierra preparada para plantar todas las semillas. Por otra parte, si podéis encontrar más materiales para construir con ellos invernaderos, no necesitaremos tanta tierra plantada para el invierno. Y lo mismo en cuanto al fertilizante y el pienso, si podéis conseguirlos. Luego está la cuestión de la gasolina…

Se trataba de gasolina y horas de trabajo a cambio de algo que sólo podía suponerse. Todos intercambiaron sus puntos de vista hasta que se impuso la voz del senador.

—Harvey, nos propones que corramos un riesgo. De acuerdo en que es un riesgo con una elevada recompensa y que no perdemos mucho, pero sigue siendo un riesgo… Y de momento no necesitamos correr riesgos para seguir con vida.

—Así es, más o menos —dijo Harvey—. Creo que vale la pena correr ese riesgo, pero no puedo garantizarlo. —Se detuvo un momento y miró a su alrededor. Le gustaba aquella gente. Hasta George Christopher era un hombre sincero y era conveniente tenerle a favor si se presentaban problemas—. Mirad, si de mí dependiera, me quedaría aquí para siempre. No podéis imaginar lo bien que uno se siente al entrar en este valle, lo que es sentirse seguro después de lo que vi en Los Angeles. No quisiera abandonar este valle jamás. Pero tenemos que mirar adelante. Hardy dice que resistiremos el invierno, y si él lo dice, será cierto. Pero después del invierno vendrá la primavera, y después otro invierno, y pasarán los años. Tal vez vale la pena que hagamos ahora algún esfuerzo para que esos años futuros sean más fáciles.

—Desde luego —dijo el alcalde Seltz—, pero siempre que el coste sea tan elevado que ya no haya más años. —Se echó a reír—. Mire, estuve hablando con esa doctora, Ruth, y dice que es un «síndrome de supervivencia». Todo el mundo que ha sobrevivido a la caída del cometa ha sufrido un cambio. Algunos se han vuelto majaretas y la vida no vale nada para ellos, así que harán cualquier cosa. Pero a la mayoría les ocurre como a nosotros, somos tan cautelosos que nos ponemos en guardia ante nuestra sombra. Sé que soy así. No quiero correr ningún riesgo. Sin embargo, Harvey tiene razón en algo. Hay por ahí mucho material que podríamos utilizar. Tal vez incluso encontremos el camión…

—¡El camión azul de Harv! —exclamaron al menos cuatro hombres, y Hardy se sobresaltó.

Aunque Randall hubiera dejado de hablar sobre el dichoso furgón, los demás seguían haciéndolo. Pimienta negra, especias, tasajo, sopa enlatada, jamón, café, licores y hasta una perdiz en un peral… Todo cuanto uno podía soñar, y en abundancia. Herramientas mecánicas. ¡Ah! Si Hardy pudiera leer las mentes de cincuenta hombres dispuestos a partir en aquella absurda expedición, sabía lo que encontraría: cincuenta imágenes de un furgón azul.

En aquel momento, el senador Jellison dio por finalizada la reunión.

—Es evidente que no podemos tomar ninguna decisión hasta que Deke llegue aquí para decirnos cómo están las cosas. Esperémosle.

—Veré si la señora Cox ha preparado el té —dijo Al Hardy—. Harvey, ¿quieres ayudarme un momento, por favor?

—Claro.

Harvey fue a la cocina, donde Al Hardy le esperaba.

—La verdad es que la señora Cox ya sabe lo que debe hacer —dijo Hardy—. Quería hablar contigo. En la biblioteca, por favor.

Hardy se volvió y fue hacia la biblioteca. ¿Y ahora, qué?, se preguntó Harvey. Era evidente que a Hardy no le interesaba la expedición de rescate, pero ¿a qué venía aquello? Cuando Al Hardy le hizo pasar a la gran estancia y cerró la puerta, Harvey sintió un temor familiar.

A Al Hardy le gustaban las cosas claras.

Años atrás, Harvey entrevistó a un almirante, y le sorprendió la mesa de trabajo de aquel hombre, que era absolutamente simétrica; la carpeta cubierta de papel secante bien centrada, las bandejas idénticas para asuntos pendientes y ya solucionados, el tintero en el medio con una pluma a cada lado… Todo, excepto el lápiz que el almirante usaba para acompañar sus gestos. Harvey miró todo aquello y entonces dirigió el objetivo de la cámara al centro del escritorio, y puso el lápiz frente al hombre, alineado con su aguja de corbata.

¡Y al almirante le encantó!

—Siéntate, por favor —dijo Hardy. Abrió un cajón de la gran mesa del senador y sacó una botella de whisky—. ¿Quieres un trago?

—Gracias.

Ahora la preocupación de Harvey era definitiva. Al Hardy tenía casi tanto poder como el senador. Era él quien ejecutaba las órdenes de Jellison. Coincidía exactamente con los ejecutivos de la emisora de televisión que ordenaban a Randall lo que debía hacer, y que hubieran encontrado su trabajo mucho más fácil si todos los hombres no hubieran sido creados sólo iguales, sino idénticos.

¿Se trataría de un problema con Mark? Si era así, ¿podría Harvey salvarle de nuevo? Mark había estado a punto de que le echaran de la fortaleza. A Hardy no le había gustado el cartel de Mark que anunciaba la fortaleza como «Factoría y Gobierno Provisional del Senador Jellison». Y a George Christopher tampoco le había gustado. A ninguno de los dos les importó la pintura gastada y le retiraron el cartel.

Quizá no se trataba de Mark. Si Al Hardy había decidido que Harvey Randall estaba obstaculizando sus planes bien trazados… La fortaleza no podría sobrevivir sin la manía organizadora de Hardy. La carretera estaba siempre allí, y nadie lo olvidaba jamás. Harvey se agitó, incómodo, en el duro sillón.

Al Hardy estaba sentado frente a él. No había querido utilizar el sillón detrás de la mesa del senador. Nadie excepto el senador se sentaría jamás allí mientras Al Hardy pudiera decidirlo. Señaló la mesa cubierta de papeles. Mapas, con líneas a lápiz que indicaban la línea costera actual del valle San Joaquín convertido en mar; asignaciones de trabajo; inventarios de alimentos y equipo, todo lo que pudieron localizar, y otra lista de artículos necesarios de los que carecían; programas de plantación; detalles de trabajo, todo el papeleo necesario para la labor de mantener a tanta gente con vida en un mundo que de súbito se había vuelto hostil.

—¿Crees que todo eso sirve de algo? —le preguntó Al.

—Vale mucho —respondió Harvey—. Es la organización, lo que nos mantiene vivos.

—Me alegro de que lo creas así. —Hardy alzó su vaso—. ¿Por quién quieres brindar?

Harvey señaló el sillón vacío detrás del escritorio.

—Por el duque de Silver Valley.

Al Hardy asintió.

—Brindaré por él. Salud.

—Salud.

—Sí, es un duque —dijo Hardy—. Con su justicia superior, media e inferior.

El nudo de temor en el estómago de Harvey empezó a crecer.

—Dime, Harvey, si él muriese mañana, ¿qué sería de nosotros? —preguntó Hardy.

—Dios mío, no quiero ni pensar en ello. —La pregunta había sobresaltado a Harvey—. Pero no es muy probable que ocurra…

—Es muy probable —dijo Hardy—. Naturalmente, te estoy diciendo un secreto. Si lo dices, o le haces saber que te lo he dicho, no será muy agradable.

—¿Entonces por qué me lo dices? ¿Y qué le pasa?

—Está mal del corazón —explicó Al—. En el hospital de Bethesda le dijeron que se tomara las cosas con calma. Iba a retirarse después de esta legislatura, si hubiera vivido tanto.

—¿Tan mal está?

—Bastante mal. Podría durar dos años o morir en una hora. Es más probable un año que una hora, pero ambas cosas son posibles.

—Dios mío… Pero ¿por qué me lo dices?

Hardy no respondió directamente.

—Tú mismo has dicho que la organización es la clave de la supervivencia. Sin el senador, no habría organización. ¿Se te ocurre alguien que pueda gobernar aquí si él muere mañana?

—No, ahora no…

—¿Qué hay de Colorado? —preguntó Hardy.

Harvey se echó a reír.

—Ya has oído a los otros. Colorado no puede mantenernos con vida. Pero sé quién podría suceder al senador.

—¿Quién?

—Tú.

Hardy meneó la cabeza.

—No saldría bien, por dos razones. En primer lugar, no soy de la región. No me conocen, y aceptan mis órdenes sólo porque son las órdenes del senador. De acuerdo, eso podría arreglarse con el tiempo. Pero hay una razón mejor, y es que no soy el hombre adecuado.

—Pareces hacerlo todo bien.

—No. Yo quería su escaño en el senado, y él lo hubiera arreglado cuando se retirase. Creo que habría sido un buen senador, pero no un buen presidente. Harvey, hace un par de semanas tuve que ir a casa de Bonar y desahuciar a su mujer y los dos niños. Lloraron, gritaron y me dijeron que les estaba matando, y tenían razón, pero lo hice. ¿Fue correcto lo que hice? No lo sé y, sin embargo, lo sé. Lo sé porque él lo ordenó, y lo que él ordena está bien.

—Esa es una extraña…

—Deficiencia de carácter —dijo Hardy—. Podría hablarte de mi infancia en un orfelinato católico, pero no creo que te interese la historia de mi vida. Créeme. Doy lo mejor de mí mismo cuando tengo alguien en quien apoyarme, alguien que sea la autoridad final. El viejo lo sabe. No hay la menor oportunidad de que me designe como su sucesor.

—¿Qué harás entonces cuando…?

—Seré el jefe de estado mayor de alguien a quien el senador Jellison designe, quienquiera que sea. Si no ha designado a nadie, lo seré de quien yo considere capaz de realizar su trabajo. Este valle es la obra de su vida, ¿sabes? Nos ha salvado a todos. Sin él, todos estaríamos en las mismas condiciones que los de ahí afuera.

Harvey asintió.

—Espero que tengas razón. —Pensó que le gustaba estar allí a salvo, y cuánto apreciaba la seguridad—. ¿Qué tiene todo esto que ver conmigo?

—Lo estás estropeando todo —dijo Hardy—. Ya sabes cómo.

Harvey Randall apretó los dientes.

—Si muere mañana… —siguió diciendo Hardy—, la única persona que podría sucederle es George Christopher. No, te lo diré antes de que lo preguntes. No me gustará ser su segundo de a bordo, pero lo haré, porque nadie más podría organizar este valle. Y haré que todo el mundo sepa que George es el heredero elegido por el senador. No habrá más de un día de diferencia entre la boda y el funeral.

—¡Ella no se casaría con George Christopher!

—Sí que lo hará. Si ello significa la diferencia entre el éxito y la ruina de todo lo que el senador ha intentado construir, lo hará.

—¿Quieres decir que quien se case con Maureen acabará siendo el dueño de la fortaleza…?

—No —negó Hardy, moviendo la cabeza tristemente—. Todo el mundo no. Tú no podrías, por ejemplo. No eres de aquí. Nadie aceptaría órdenes de ti. Bueno, algunos sí que lo harían, si fueras el heredero del senador, pero no bastantes. —Al se detuvo un momento—. Yo tampoco podría.

Harvey se volvió para mirar fijamente al hombre más joven.

—Estás enamorado de ella —musitó.

Hardy se encogió de hombros.

—La estimo lo suficiente para no querer matarla. Y eso es lo que haría si me casara con ella. Cualquier cosa que desorganice este valle, que lo divida en facciones, nos matará a todos. Será un empujón para el primer grupo que quiera conquistarnos… y no olvides, Harvey, que en el exterior hay enemigos. Peores de lo que crees.

—¿Has oído algo que no se haya dicho en la reunión?

—Deke te lo dirá cuando llegue —dijo Al. Cogió la botella y sirvió más whisky en los vasos—. Aléjate de ella, Harvey. Sé que está sola y lo que sientes por ella, pero aléjate. Todo lo que puedes hacer es matarla y arruinar todo lo que su padre ha construido.

—Maldita sea, yo…

—No sirve de nada que me grites o te enfades conmigo —dijo Hardy en tono calmo y decidido—. Sabes que tengo razón. Ella debe casarse con el nuevo duque, quienquiera que sea. De otra manera, Jack Turner intentará hacer valer sus derechos, y tendré que matarle. De lo contrario habrá facciones que intentarán hacerse con el poder porque creerán que tienen tanto derecho como el que más. La única posibilidad de una transferencia apacible del poder es apelar a la lealtad y a la memoria del senador, y Maureen puede hacer eso. Nadie más. Pero no puede controlar a todo el mundo. Juntos. Maureen y George podrán hacerlo.

Finalmente, la calma glacial de Hardy se resquebrajó un poco. Le tembló la mano.

—¿Acaso crees que le facilitas las cosas? Ella sabe lo que debe hacer. ¿Por qué crees que te verá en secreto, pero no se casará contigo? —Hardy se levantó—. Ya hemos hablado bastante rato. Debemos reunimos con los otros.

Harvey apuró su vaso, pero no se levantó todavía.

—He intentado ser amistoso —dijo Hardy—. El senador te tiene en alta estima. Le gusta el trabajo que has hecho y le gustan tus ideas. Creo que si pudiera elegir libremente tal vez… Eso no importa. No puede elegir libremente, y ahora te lo he dicho.

Hardy salió antes de que Randall pudiera decir nada.

Harvey se quedó sentado, mirando el vaso vacío. Al fin se levantó y lo arrojó contra la alfombra.

—¡Mierda! —exclamó—. ¡Maldito seas!

Cuando se levantó la sesión, Maureen salió de la casa. Había una fina niebla, tan fina que apenas se percató de ella. A nadie le molestaba la niebla. Había una buena visibilidad en varios kilómetros, y podía ver la nieve en la Sierra Alta y más abajo. Hacia el sur, había nieve en Cow Mountain, y su altura no llegaba a los mil quinientos metros. Pronto habría nieve en el valle.

El viento fresco la hizo estremecerse levemente, pero no tenía ganas de regresar a la casa y abrigarse más. Si entraba, tendría que ver a Harvey Randall de nuevo y apartar la mirada. No quería ver o hablar con nadie, pero sonrió complacida cuando vio a Alice Cox a caballo. Luego notó, más que oyó, que alguien se acercaba por detrás de ella. Se volvió lentamente, temerosa de quién podría ser.

—Hace frío —le dijo el reverendo Varley—. Debería ponerse una chaqueta.

—Estoy bien. —Dio unos pasos, alejándose de él, y volvió a ver la Sierra. El hijo de Harvey estaría en aquellas montañas. Unos viajeros dijeron que los niños exploradores se desenvolvían bien allí. Se volvió de nuevo al reverendo—. Me han dicho que se puede confiar en usted.

—Así lo espero. —Como ella no dijo nada más, añadió—: Escuchar los problemas de la gente es mi principal ocupación aquí.

—Creía que su principal ocupación era rezar —dijo ella cínicamente, sin saber por qué quería herir a aquel hombre.

—Lo hago, pero eso no es una ocupación.

—No, claro.

Tom Varley era un hombre robusto y parecía mejor alimentado de lo que estaba en realidad. Mucha gente del valle le daba parte de sus propias raciones, las cuales él distribuía. Nunca decía cómo. George pensaba que daba de comer a gente de afuera, pero George no diría ni una palabra a Tom Varley. Le tenía miedo. Los sacerdotes y los magos son temidos en las sociedades primitivas.

—Ojalá este hubiera sido realmente el Día del Juicio —dijo ella abruptamente.

—¿Por qué?

—Porque entonces tendría algún sentido. Nada de todo esto tiene sentido. Y no me hable de la voluntad de Dios y sus inescrutables razones.

—No lo haré si usted dice que no quiere oírlo, pero ¿está segura?

—Sí. Ya intenté eso y no funcionó. ¡No puedo creer en un Dios que hizo esto! Y no hay ninguna finalidad, ninguna razón para nada. —Señaló la nieve en las montañas—. Pronto vendrá el invierno y tendremos que resistir, los que podamos. Y luego vendrá otro, y otro. ¿Por qué molestarse?

No podía mirar al sacerdote, cuyos ojos de perro pastor traslucían preocupación y simpatía, y ella supo que eso era lo que había querido de él, pero ahora era insoportable. Se volvió y caminó rápidamente.

Él la siguió.

—Maureen. —Ella continuó andando hacia el camino de la casa, pero el hombre se puso a su lado—. Por favor.

—¿Qué quiere? —dijo ella, mirándole—. ¿Qué puede decir? ¿Qué puedo decir yo? Todo es verdad.

—La mayoría de nosotros queremos vivir —dijo él.

—Sí. Me gustaría saber por qué.

—Usted lo sabe. También usted quiere vivir.

—No de esta manera.

—Las cosas no están tan mal…

—Usted no comprende. Creí que había encontrado algo. La vida consiste en hacer el trabajo de uno. Podía creer en eso, de veras. Pero no tengo un trabajo. Soy total y absolutamente inútil.

—Eso no es cierto.

—Es verdad. Siempre lo ha sido. Incluso antes… Antes. Simplemente existía. A veces podía ser feliz formando parte de la vida de otra persona. Podía engañarme a mí misma, pero eso tampoco servía de nada. Iba a la deriva, y no le veía a eso mucho sentido, pero tampoco estaba tan mal. Por lo menos entonces. Pero llegó el Martillo y acabó incluso con eso. Acabó con todo.

—Pero usted es necesaria aquí —dijo Varley—. Muchas de estas personas dependen de usted. La necesitan…

Ella se echó a reír.

—¿Para qué? Al Hardy y Eileen hacen el trabajo. Papá toma las decisiones. ¿Y Maureen? —Rió de nuevo—. Maureen hace a la gente desgraciada, Maureen tiene accesos de negra depresión que se extienden como la peste. Maureen se desliza furtivamente para ver a su amante y luego destruye al pobre hijo de perra al no hablarle en público porque teme que le maten, pero Maureen ni siquiera tiene redaños para dejar de hacer el amor. ¿Qué es peor que ser inútil?

Su lenguaje no produjo ninguna reacción en el sacerdote, y se avergonzó por tratar de… ¿de qué? No importaba.

—¿Ve como es verdad que se preocupa por algo? —dijo Varley—. Ese amante. Es alguien cuya vida usted quiere compartir.

La sonrisa de Maureen era amarga.

—¿No lo comprende? ¡No lo sé! Y temo averiguarlo. Quiero amar, pero no creo que pueda hacerlo, y temo incluso que sea ya imposible. Y no puedo descubrirlo porque mi trabajo consiste en ser la princesa coronada. Quizá debería casarme con George y terminar con esto.

Esta vez el sacerdote reaccionó. Pareció sorprendido.

—¿George Christopher es su amante?

—¡Dios mío, no! Él es el que mataría…

—Lo dudo. George es un buen hombre.

—Desearía… Me gustaría estar segura de eso. Entonces podría averiguarlo. Podría averiguar si todavía puedo amar a alguien. Y quiero saberlo, quiero saber si el Martillo también destruyó eso. Lo siento. No debí haberle dicho todo esto. Usted no puede hacer nada.

—Puedo escuchar. Y puedo decirle que veo una finalidad en la vida. Este vasto universo no fue creado por nada. Y fue creado. No surgió por casualidad.

—¿Surgió el Martillo por casualidad?

—No lo creo.

—¿Entonces, por qué?

Varley meneó la cabeza.

—No lo sé. Quizá para conmocionar suficientemente a la clase alta de Washington y hacerle reconsiderar su vida. Tal vez sólo por eso. Por usted.

—Eso es absurdo. No puede creerlo.

—Creo que tiene un fin, pero ese fin será distinto para cada uno de nosotros.

—Será mejor que entremos. Tengo frío.

Maureen se volvió y se alejó rápidamente del sacerdote, en dirección a la casa de piedra. Pensó que aquella noche vería a Harvey, y se lo diría. Todo. Tenía que hacerlo. No podía soportar más aquella situación.