SEXTA SEMANA: LA JUSTICIA SUPERIOR

Ninguna teoría escandalizará probablemente tanto a nuestros contemporáneos como esta: es imposible establecer un orden social justo.

Bertrand de Jouvenal, Soberanía

Alvin Hardy hizo una comprobación final. Todo estaba dispuesto. La biblioteca, la gran sala con las paredes forradas de libros donde el senador celebraba los juicios, había sido arreglada y cada cosa estaba en su sitio.

Jellison se hallaba en la sala de estar. No se encontraba bien. Al no sabía qué le ocurría a su jefe, pero parecía muy fatigado. Era cierto que trabajaba en exceso, como todo el mundo, pero el senador lo había hecho durante largas etapas en Washington y nunca tuvo tan mal aspecto.

—Todo está listo —anunció Hardy.

—Bien. Empieza —le ordenó Jellison.

Al salió de la casa. No llovía y brillaba la luz del sol. A veces el sol brillaba hasta dos horas al día. El aire estaba claro, y Hardy podía ver la nieve en las cimas de la Sierra Alta. Nieve en agosto. Ayer parecía mantenerse en el nivel de los mil ochocientos metros. Hoy, tras la tormenta de anoche, parecía más baja. La nieve avanzaba inexorablemente hacia la fortaleza.

Hardy pensó que se estaban preparando para hacerle frente. Desde el porche de la casa pudo ver una docena de invernaderos, estructuras de madera cubiertas con tela plastificada que habían encontrado en una ferretería, y cada invernadero bajo una tela de araña formada por cuerdas de nylon para impedir que el delgado plástico oscilara con el viento. No durarían más que una estación, pero aquella era la única estación que les preocupaba.

La zona que rodeaba la casa era como una colmena de actividad. Los hombres empujaban carretillas cargadas con estiércol y las volcaban en unos agujeros dentro de los invernaderos. Al pudrirse, el estiércol produciría calor, y esperaban que así los invernaderos se mantendrían calientes en invierno. La gente podría dormir en ellos, añadiendo su propio calor corporal al estiércol en putrefacción y la hierba cortada, todo cuanto pudiera mantener a las plantas en crecimiento lo bastante calientes. Hoy, bajo el brillante sol de agosto, aquellas precauciones parecían absurdas, pero ya se notaba una cierta frialdad en el aire, cuando bajaban las brisas de las montañas.

Gran parte de su esfuerzo sería en vano. En el valle no estaban acostumbrados a los huracanes y tornados, y por mucho que se esforzaran en colocar los invernaderos resguardados de los vientos pero de manera que recibieran la luz solar, no podrían evitar que a algunos de ellos se los llevara el viento. Hardy musitó que estaban haciendo lo que podían. Siempre había más quehacer, cosas en las que no habían pensado hasta que era demasiado tarde, pero sus esfuerzos deberían bastar. Por mucho que les costara, lograrían mantenerse con vida. «Eso en cuanto a las buenas noticias —se dijo Hardy—. Ahora veamos las malas».

Un grupo de desharrapados estaba cerca del porche. Eran granjeros que querían solicitar algo, refugiados que habían logrado introducirse en la fortaleza y querían suplicar que les permitieran quedarse. Se las habían ingeniado para hablar con Al, Maureen o Charlotte para que les consiguieran una cita con el senador. Había otro grupo a bastante distancia de los solicitantes. Eran granjeros armados que custodiaban prisioneros. Hoy los presos eran sólo dos.

Al Hardy les hizo una señal a todos para que entrasen. Se sentaron en sillas bien separadas de la mesa del senador. Todos dejaron sus armas fuera de la estancia, excepto Al Hardy y los rancheros en los que este confiaba. Al deseaba registrar a todo el que iba a ver al senador, y algún día lo haría. Pero por el momento causaría demasiados problemas. Dos hombres armados en los que Al confiaba plenamente permanecían en la habitación de al lado y vigilaban a través de pequeños agujeros ocultos entre los estantes de libros, con los rifles a punto. Al pensó que era una pérdida de trabajo y que parecía inútil, pero ¿a quién le importaba lo que pensaran los demás? Cualquiera en su sano juicio sabría que era importante proteger al senador.

Cuando todos estuvieron sentados, Al regresó a la sala de estar.

—Listo —dijo. Luego se dirigió rápidamente a la cocina.

Hoy estaba allí George Christopher en persona. Siempre asistía un miembro del clan Christopher. Los demás entraban y ocupaban el asiento reservado al representante de Christopher, y se ponían de pie cuando entraba el senador en la sala, pero no George. George entraba con el senador. No exactamente como un igual, pero no como alguien que se pondría en pie cuando el senador entrara…

Al Hardy no cambió ni una sola palabra con George. No tenía necesidad de hacerlo. Ahora el ritual estaba bien establecido. George siguió a Al hacia el salón, con su cuello bovino del color rojo vivo que sólo tienen los campesinos… Bueno, no tanto, admitió Al, pero debió haberlo sido. George se encontró con el senador y ambos caminaron juntos, detrás de Al. Todo el mundo se levantó. Al no tuvo que decir nada, lo cual le complació. Le gustaba que las cosas siguieran el rumbo que debían con precisión y suavidad, sin que pareciera que Al Hardy tenía que hacer nada.

Al se sentó ante su propio escritorio, cubierto de papeles. Frente a él había una silla vacía. Estaba reservada para el alcalde, pero este ya nunca acudía. Al pensaba que se había cansado de la farsa, y no podía echárselo en cara. Al principio aquellos juicios se celebraban en el Ayuntamiento, lo cual daba credibilidad a la pretensión de que el alcalde y el jefe de policía eran importantes, pero ahora el senador había decidido no perder tiempo en trasladarse al pueblo…

—Pueden empezar —dijo Jellison.

La primera parte fue fácil. Al principio se otorgaban las recompensas. Dos chicos de Stretch Tallifsen habían ideado una nueva clase de ratonera, y atraparon tres docenas de pequeños merodeadores, así como una docena de ardillas listadas. Se daban premios semanales a los mejores cazadores de ratas: algunas de las últimas barras de caramelo del mundo.

Hardy miró sus papeles e hizo una mueca. El siguiente caso iba a ser más difícil.

—Peter Bonar. Acusado de acaparamiento —dijo Al.

Bonar se puso en pie. Tendría treinta años o un poco más. Llevaba una barba fina y rubia y tenía la mirada apagada, probablemente a causa del hambre.

—¿Acaparamiento, eh? —dijo el senador—. ¿Qué es lo que acapara?

—Toda clase de cosas, senador. Cuatrocientas libras de pienso para pollos. Setenta kilos de semillas de maíz. Pilas. Dos cajas de cartuchos de rifle y probablemente otras cosas que desconocemos.

Jellison parecía sombrío.

—¿Has hecho eso? —preguntó al acusado.

Este no respondió.

—¿Lo ha hecho? —preguntó Jellison a Hardy.

—Sí, señor.

—¿Tienes algo que objetar? —Jellison miró fijamente a Bonar.

—¡No tenía derecho a venir a mi casa y registrarla! ¡No tenía orden judicial!

Jellison se echó a reír.

—Lo que me extraña es cómo diablos pudieron descubrirlo.

Al Hardy lo sabía. Tenía agentes en todas partes. Hardy dedicaba mucho tiempo a hablar con la gente, y no era difícil enterarse de cosas. Pescaba a alguien en una falta y no lo denunciaba, sino que le hacía vigilar, y pronto conseguía más información.

—¿Eso es todo lo que te preocupa? —preguntó Jellison—. ¿Cómo lo descubrimos?

—El pienso es mío —dijo Bonar—. Todo ese género es mío. Lo encontramos mi mujer y yo. Lo encontramos y lo trajimos en mi camión, ¿y qué derecho tiene usted sobre él? Es mi propiedad y estaba en mi tierra.

—¿Tenías pollos? —preguntó Jellison.

—Sí.

—¿Cuántos? —Bonar no respondió y Jellison miró a los demás presentes en la sala—. ¿Cuántos tenía?

—Unos pocos, señor —dijo uno de los asistentes. Era una mujer de cuarenta años que parecía tener sesenta—. Cuatro o cinco gallinas y un gallo.

—No necesitas tanto pienso para tan pocos pollos —dijo Jellison razonablemente.

—El pienso es mío —insistió Bonar.

—Y la semilla de maíz. Aquí hay gente que pasa hambre para ahorrar suficiente semilla y tener una cosecha el año próximo, y tú tienes ocultos setenta kilos. Eso es asesinato, Bonar. Asesinato.

—Eh…

—Ya conoces las reglas. Si encuentras algo, tienes que informar. Diablos, no vamos a quedarnos con todo. No vamos a coartar la iniciativa. Pero tienes que informar de inmediato para que podamos hacer nuestros planes.

—Y quedaros con la mitad o más.

—Claro. Bueno, no vale la pena seguir hablando —dijo Jellison—. ¿Alguien quiere defenderle? —Nadie respondió—. ¿Al?

Hardy se encogió de hombros.

—Tiene mujer y dos hijos, de once y trece años.

—Eso complica las cosas —dijo Jellison—. ¿Alguien quiere defender a su familia?… ¿No? —Ahora había un deje nervioso en su voz.

—Eh, usted no puede… ¡Betty no tiene nada que ver en esto!

—Sabía que tenías todo eso oculto —dijo Jellison.

—Bueno, los niños…

—Sí, los niños.

—Es el segundo delito, senador —dijo Hardy—. La última vez acaparó gasolina.

—Era mi gasolina y estaba en mi tierra.

—Hablas mucho —dijo Jellison—. Más de la cuenta. Acaparamiento. La última vez saliste bien librado. ¡Maldita sea, sólo hay una manera de convencer a la gente de que lo que digo lo digo en serio! George, ¿tienes algo que decir?

—No —respondió Christopher.

—La carretera —dijo Jellison—. Hoy a mediodía. Dejaré que Hardy decida lo que puedes llevarte. Peter Bonar, se te condena a ser abandonado en la carretera.

—¡No tiene ningún derecho a echarme de mi propia tierra! —gritó Bonar—. ¡Si me abandona, nosotros le abandonaremos! No necesitamos nada de usted…

—¡No digas sandeces! —gritó George Christopher—. ¡Ya has tenido nuestra ayuda! Comida, invernaderos, hasta te dimos gasolina mientras nos ocultabas cosas. ¡Gracias a esa gasolina pudiste traer en el camión lo que habías encontrado!

—Creo que el hermano Varley cuidará de los niños —dijo una de las mujeres—. Y de la señora Bonar también, si puede quedarse.

—¡Ella vendrá conmigo! —gritó Bonar—. ¡Y los niños también! ¡No tienen derechos a separarme de mis hijos!

Jellison suspiró. Bonar intentaba inspirar compasión, apostando a que no enviarían a su mujer y sus hijos a la carretera, y como no podían separar a los niños de Bonar… tampoco le enviarían a él. Jellison pensó que dejar a Bonar sin castigo sería como dejar una herida enconada dentro de la fortaleza. Los niños odiarían a todo el mundo. Y, además, la responsabilidad familiar era importante.

—Como quieras —dijo Jellison—. Deja que vayan con él, Al.

—¡Jesús, ten piedad! —gritó Bonar—. ¡Por favor! ¡Por el amor de Dios!

—Arregla las cosas, Al —dijo Jellison con un gran cansancio en la voz—. Ya discutiremos quién puede establecerse en esa granja.

—Sí, señor.

Hardy se dijo que el jefe odiaba aquello, pero ¿qué podían hacer? No podían encarcelar a la gente. Ni siquiera podían alimentar a los que tenían.

—¡Podrido bastardo! —gritó Peter Bonar—. ¡Cerdo hijo de perra! ¡Te veré en el infierno!

—Lleváoslo —ordenó Al Hardy. Dos de los granjeros armados hicieron salir a Bonar a empujones. El granjero aún soltaba maldiciones cuando salió. Hardy creyó oír golpes cuando llegaron al vestíbulo. No estaba seguro, pero las maldiciones se detuvieron abruptamente—. Haré que se cumpla la sentencia, señor —dijo Hardy.

—Gracias. ¿El siguiente?

—La señora Darden. Ha llegado su hijo de Los Angeles y quiere quedarse.

El senador Jellison observó la dura línea en que se había convertido la boca de Christopher George. Permaneció sentado muy erguido en su sillón de alto respaldo, y externamente parecía concentrado. En realidad, se sentía cansado y derrotado, pero no podía abandonar. Tenía que mantenerse en su sitio hasta el próximo otoño. Entonces podría descansar. El próximo otoño habría una buena cosecha. Tendría que haberla. Un año más era todo lo que pedía. Un año más, Señor.

Al menos el siguiente caso fue sencillo. Una anciana sin nadie que cuidara de ella, y se había presentado un familiar. Su hijo era uno de ellos, y George no podía oponerse. Estaba en el reglamento.

Se preguntó si podrían alimentarle el próximo invierno.

El senador miró a la anciana. Supo que, ocurriera lo que le ocurriese a su hijo, no sobreviviría hasta la primavera, y Arthur Jellison la detestó por lo que habría comido antes de morir.