De todos tos estados, el peor es aquel cuyos gobernantes, gozando de una autoridad lo bastante amplia para que todos les obedezcan de buen grado, ceden parte de esta a algunos de sus súbditos en proporción suficiente para permitirles constreñir a los demás.
Bertrand de Jouvenal, Soberanía
Había existido un mundo loco que estaba vivido en la memoria de Alim Nassor. Hubo un tiempo en que los blancos alimentaban los guetos, sobornaban para impedir revueltas, y Alim recibió su parte. No se trataba sólo de dinero, sino de poder, y Alim era conocido en el Ayuntamiento y tenía buenas perspectivas.
Luego hubo un alcalde negro, y con él se terminó el dinero y el poder se desvaneció. Aquello fue un duro golpe para Alim. Sin el dinero y los símbolos que se podían adquirir con él, uno no era nada, menos que los chulos, los traficantes de drogas y la demás basura que florecía en los guetos. Alim perdió su poder y tenía que recuperarlo, pero entonces le cogieron saqueando un almacén, y la única manera de salir bien librado fue pagar a un fiador y un abogado, ambos blancos. Le sacaron de la cárcel, y para pagarles tuvo que asaltar otro almacén. ¡Era un mundo loco!
Trescientos blancos de los más ricos habían huido a las colinas. ¡Se acercaba la condenación procedente del cielo!
Alim y sus hermanos se habían propuesto enriquecerse de una vez por todas. Fueron ricos, tuvieron camiones enteros cargados de mercancía fácil de colocar, y entonces…
Una verdadera locura. Como en un sueño, Alim Nassor recordó la época anterior al cometa. Había hecho cuanto podía para proteger a los hermanos que le escuchaban. Cuatro de los seis equipos de asalto se habían desenvuelto a pesar de la lluvia, los terremotos y los refugiados, que eran tanta gente. Pero tuvieron un contratiempo cerca de Grapevine. El motor de uno de los camiones empezó a fallar. Le quitaron la gasolina con un sifón y lo arrojaron a la cuneta. Arrojaron también todo el material eléctrico: receptores de televisión, aparatos de alta fidelidad, radios y un ordenador pequeño, pero conservaron un telescopio y unos prismáticos.
Durante algún tiempo no tuvieron problemas. Cerca de la cabaña donde se ocultaban había un rancho, con ganado y alimentos, suficiente para mantener a una docena de hermanos largo tiempo. Ni siquiera tuvieron que pelear, porque el ranchero estaba muerto. El techo se había derrumbado, rompiéndole las piernas, y el hombre había muerto de hambre o desangrado. Pero luego aparecieron muchos blancos armados, y dieciocho hermanos en tres camiones tuvieron que salir huyendo en medio de un viento huracanado.
A partir de entonces las cosas fueron de mal en peor. No tenían nada qué comer, ningún lugar donde ir. Nadie quería negros. ¿Qué iban a hacer? ¿Morirse de hambre?
Alim Nassor estaba sentado bajo la lluvia, con las piernas cruzadas, dando cabezadas y rememorando. Hubo un mundo loco, con leyes ideadas por idiotas parlanchines y lujos increíbles: café caliente, filetes para cenar y toallas secas. Alim llevaba un abrigo que le sentaba perfectamente, un abrigo femenino de armiño, mojado como una esponja. Ninguno de los hermanos tenía nada que decir al respecto. Una vez más, Alim Nassor tenía poder.
Unas botas entraron en su campo de visión, unas botas robadas, con las costuras rotas y las suelas desgastadas tras largas caminatas. Alim alzó la vista.
Swan era un peso ligero que llevaba toda clase de objetos puntiagudos en su persona. Era delgado como un bailarín, frío y peligroso, o así lo pareció cuando Alim le propuso unirse a su equipo de atracos. Ahora parecía medio muerto de hambre y desmoralizado.
—Jackie ha vuelto a meterse con Cassie —dijo Swan—. A Cassie no le gusta. Creo que ella se lo dijo a Chick.
—Mierda —dijo Alim, poniéndose de pie.
—Deberíamos matar a ese Chick —sugirió Swan.
—Escúchame bien. —Alim notó que le faltaba fuerza en la voz. Estaba cansado, muy cansado. Se inclinó hacia Swan y le habló lentamente, dejando entrever la amenaza—. Necesitamos a Chick. Mataría a Jackie antes que matar a Chick. Y te mataría a ti.
Swan retrocedió un poco.
—De acuerdo, Alim.
Alim se sintió satisfecho. Swan no le había plantado cara, sino que acataba su poder.
—Chick es el hermano más grande y más fuerte, pero esa no es la razón. Chick es granjero. Granjero, ¿comprendes? ¿Quieres hacer esto el resto de tu vida? Estuvimos andando sin parar durante diez días. ¿Te gustó eso? Tiene que haber un lugar para nosotros en alguna parte, pero no importa que no podamos cultivar…
—Que alguien haga el maldito trabajo —dijo Swan.
—¿Y cómo sabremos si lo hacen bien? —preguntó Alim. Estaba a punto de mostrar su desesperación—. ¿Dónde está Chick?
—Junto al fuego. Y Jackie no está.
—¿Y Cassie?
—Con Chick.
—Bien.
Alim se acercó a la fogata. Era agradable saber que podía dar la espalda a Swan sin que nada ocurriera. Swan le necesitaba. Todos le necesitaban. Ninguno de ellos hubiera podido llegar tan lejos, y todos lo sabían.
La primera semana tras la caída del cometa llovió constantemente. Luego la lluvia remitió y se convirtió en una llovizna que siguió días y días hasta que nadie podía soportarla. Ahora, cuatro semanas después de que el Martillo golpeara, lloviznaba con mucha frecuencia y al menos una vez al día caía un chaparrón.
Aquel día había llovido tres veces, y la llovizna seguía, incesante. La lluvia afectaba a todo el mundo, les ponía los nervios de punta. Los pies parecían pudrirse dentro de las botas. Todo estaba húmedo, y la gente era capaz de matarse por un sitio seco. La llovizna casi se detuvo a media noche. Ahora todos estaban acurrucados alrededor de la fogata, bajo una lámina de plástico de una sola vertiente. Al día siguiente Alim podría lamentar haberles dejado utilizar gasolina para encender el fuego, pero, qué diablos, probablemente se les acabaría la carretera antes de que agotaran la gasolina del camión que habían robado en Oil City. La mayor parte de las carreteras terminaban en un punto bajo, cubiertas por el agua, y había que retroceder kilómetros para encontrar algún camino practicable. Era una locura.
En los lugares donde las carreteras pasaban por puntos bajos a menudo había barricadas y granjeros armados.
El fuego era imprescindible. La gasolina había secado suficiente madera para encenderlo, pero olía de un modo terrible. Veinte hermanos y cinco hermanas estaban en cuclillas, formando una media luna, bajo el plástico agitado por el viento. El humo se arremolinaba a su alrededor. Alim oyó risas y se sintió contento.
No era buena cosa que hubiera mujeres en una banda así, pero sería peor no tenerlas. Alim pensaba que tal vez se había equivocado, pero ahora era demasiado tarde. Los errores de Alim Nassor podían costarles la vida a todos, y en eso precisamente estribaba el poder.
El grupo que bajó al valle estaba formado por dieciocho hermanos, todos hombres. Las personas con las que se habían encontrado fueron en su mayoría blancos, la mayoría muertos de hambre e incapaces de presentar batalla. La banda de Alim saqueó en busca de alimentos y lugares secos, y mataron cuando tuvieron que hacerlo. Si encontraban negros, los reclutaban. Había muy pocos negros tan al norte, la mayoría eran granjeros y algunos no querían unirse a ellos, lo cual era bueno para Alim —menos bocas que alimentar— y malo para ellos, pues los negros no serían populares en los lugares por donde hubiera pasado la banda de Alim. Y siguieron adelante, como siempre. No encontraron ningún lugar donde pudieran quedarse y defenderlo. Los hermanos nunca fueron suficientes, y siempre hubo detrás de ellos granjeros armados, los restos de las fuerzas policiales, supervivientes a los que no les quedaba nada por lo que vivir excepto matar a la gente de Alim Nassor…
Y ahora había cinco mujeres y veinte hombres. Cuatro hombres habían muerto peleando por disputarse a las mujeres. Tres fueron los maridos, y una de las viudas se suicidó el mismo día que mataron a su esposo. Alim se sintió agradecido, pues aquellos sosegó las cosas durante un tiempo.
Pero no demasiado. El marido de Mabe fue acuchillado mientras dormía, y ahora Mabe se acostaba con unos y otros, pero lo hacía de una manera extraña: allá donde acudiera, se producían peleas. Tal vez Mabe se vengaba de esta manera. ¿Pero qué podía hacer Alim? Si la mataba, tendría que parecer un accidente. No es posible matar al único consuelo sexual de los hermanos. Alim pensaba que tal vez podría hacerlo en el momento adecuado, si había otra pelea y todos sabían que ella era la causante.
Chick y Cassie eran un problema distinto. Eran granjeros cuyas granjas estaban sumergidas bajo el océano en que se había convertido el valle de San Joaquín. Hablaban como campesinos blancos y no comprendían el habla de la ciudad. Cassie era cimbreña, imponente, fuerte y encantadora. Chick era un fornido gigante que podía levantar la parte trasera de un coche o coger a un hermano como Swan por un tobillo y hacerlo volar por los aires, cosa que había hecho.
Habían perdido a sus dos hijos bajo las aguas.
Si los niños se hubieran salvado… Alim meneó la cabeza. ¡Los niños eran lo último que la banda necesitaba ahora! Pero por otra parte, si Cassie hubiera aparecido ante ellos como una madre con dos hijos, tal vez los hermanos habrían pensado más en protegerla y menos en meterse con ella.
Alim se introdujo entre el grupo. Los hermanos alzaron la vista y sonrieron. Sí, la fogata había sido una buena idea. Chick y Cassie estaban sentados, rodeándose mutuamente con los brazos, y miraban cavilosos el fuego. Alim se agachó frente a ellos.
—¿Tenemos que hablar de algo? —les preguntó.
Chick meneó su gran cabeza. Cassie no se movió.
—¿Estáis seguros?
—Haz que tus ladrones estén alejados de mi mujer —dijo Chick.
—Lo intento, no creas. No es culpa de nadie, sino de la situación. ¿Alguien en especial?
—Jackie. ¿Sabes que ese hijo de perra la amenazó con un cuchillo?
—Sólo me lo enseñó —dijo Cassie—, pero me asustó.
—No os asustan las armas de fuego —dijo Alim. Ella tenía un revólver tremendo y media docena de cargadores distintos, desde balines para cazar pájaros a proyectiles que podrían matar a un oso. Alim no había imaginado que un revólver pudiera hacer tantas cosas a la vez—. ¿Por qué te asustan los cuchillos?
Ella se limitó a menear la cabeza, y Chick le miró con ira.
Alim se levantó.
—Trataré de arreglarlo. ¿Dónde está Chick?
—Está escondido ahí afuera.
Alim asintió y salió. Se preguntó si debía rondar por allí o buscar a Jackie. Paseó entre los hermanos y hermanas, haciéndose visible a la luz del fuego. Al día siguiente lo recordarían.
Fue pasando el tiempo, y los hermanos y hermanas se cobijaron en el camión, en grupos de dos y tres. La llovizna estaba apagando el fuego y Jackie aún no aparecía. Alim ya había pensado dónde debía encontrarse.
A un lado estaba la línea costera que habían seguido durante una semana. Alim había considerado la posibilidad de internarse en las colinas, pero ¿para qué? El mundo construido por los blancos estaba muerto, y ellos tendrían que empezar de nuevo. Un pedazo de tierra de labor y unos cuantos como Chick y Cassie para enseñarles cómo trabajarla, eso era lo que necesitaban. La tierra de labor estaba allí, bajo el agua. Si el agua se retirase alguna vez… Pero la lluvia seguía cayendo sin cesar, el fuego casi se había extinguido y el océano seguía allí, demasiado oscuro para poderlo ver, pero allí estaba, con su basura flotante y los cuerpos ahogados de ganado y hombres.
Y detrás había una elevación aislada, el único lugar desde donde Jackie podía observar el fuego. Alim subió el montículo, como un ciego, tentando las ramas, apartándolas, y arrastrando los pies para no romperse un tobillo.
—¿Jackie?
—Sí, Alim —dijo una voz cercana.
Alim ascendió el resto del camino. Jackie estaba en la cumbre, vuelto de espaldas. Era un hombre de talla media, con un abrigo demasiado grande para él.
—¿Por qué no puedes dejar en paz a Cassie? —le preguntó Alim.
—Lo he intentado.
—¿Estás tratando de hacer que me maten?
—Lo he intentado, Alim. Incluso fui con esa Mabe. Esa mujer no es más que lo que tiene entre piernas, pero recurrí a ella, procurando apaciguarme. Pero me rechazó y se fue con Swan. Dijo que era su turno. Se acuesta con tres cada noche, con cualquiera que se lo pida, pero a mí me rechaza. ¡A mí!
—Quiere fastidiarte —dijo Alim, que empezaba a ver la forma correcta de proceder—. Le gustan las peleas. No sabe quién apuñaló a James, así que hará que nos matemos unos a otros. Se acuesta con Elliot y le dice a Rob que la ha violado. A ti no te abre las piernas para que te pelees con Chick. Y si lo digo me va a indisponer con seis hombres. ¿Qué puedo hacer, Jackie?
Alim creyó haber dado con la solución: hacer que Jackie pensara con la cabeza en lugar de la entrepierna.
—Lo que necesitamos —dijo Jackie— es algo que desvíe las mentes de los hermanos para que no piensen en las mujeres.
Lo dijo como si la idea fuera divertida y triste al mismo tiempo.
—Eso no va a ser fácil.
—Alim, ¿dónde vamos a ir? ¿Qué nos ocurrirá?
—Es difícil decirlo.
Podía hablar con Jackie, pero no podía decir a nadie que no sabía lo que harían, dónde irían. Y Jackie era listo, una vez fue miembro de los Panteras Negras, tuvo inquietudes políticas, como Alim. En una época trabajaron juntos. Jackie agitaba el gueto hasta que Alim lograba lo que quería del Ayuntamiento, y luego aplacaba las cosas de modo que pareciera obra de Alim. Alim Nassor tenía que hacer pensar a Jackie, pero no podía decirle, a él ni a nadie, que estaba asustado, harto de aquella humedad, que se sentía desgraciado y estaba a punto de perder los nervios.
—El poder negro ha terminado —dijo Jackie—. No hay bastantes negros, ni bastante poder.
—Sí, ya lo imaginaba.
—Y nosotros somos pocos —continuó Jackie—. Insuficientes para establecernos en ninguna parte. Chick dice que cada uno necesitaría un par de acres para vivir. Cien acres podrían mantenernos vivos, pero no podrá ser. Desconocemos el trabajo agrícola. Haría falta gente que realizara parte del trabajo, y dos acres para cada uno. Eso supondría una gran extensión, y no podríamos cuidarla.
—Podemos cuidar una pequeña extensión —dijo Alim.
—Lo que debemos hacer es unirnos, encontrar un grupo de blancos con los que podamos trabajar juntos. Política, no sangre. —Jackie hablaba con la mirada perdida en la noche, en voz pausada, pero Alim podía notar que Jackie había reflexionado en aquello largo tiempo—. El maldito sistema ha sido aplastado. Siempre quisimos que el sistema desapareciera, librarnos de los cerdos, el Ayuntamiento y los ricos bastardos. Pero no nos sirve de nada, porque no somos bastantes.
—Mierda —exclamó Alim—. Yo he reunido a todos los que he podido. ¿Me estás diciendo que no lo hice?
—No, tú hiciste cuanto estuvo en tu mano —dijo Jackie—. No es culpa tuya si no hubo bastante gente. Alim, ven aquí y mira allá abajo.
A través de la lluvia se veía una luz difuminada. Tenía que ser la fogata de un campamento, que brillaba junto a la línea del agua, hacia el norte.
—Tengo mejor vista que tú —dijo Jackie—. Quizá no ves que se trata de dos fogatas, dos. ¿Cuánta gente debe haber para que valga la pena encender dos fuegos?
—Muchos. ¿Crees que ellos han visto nuestro fuego?
—No. Nadie viene por aquí. Y no les importa que les vean o no. Piensa en eso.
Poder. Aquel grupo no necesitaba ocultarse. Tenía poder.
—¿Una patrulla en nuestra busca? No. No hemos estado en el norte, y nadie de ahí tiene ningún motivo para buscarnos.
—Tal vez esto hará que Chick deje de pensar en matarme —dijo Jackie.
—¿Cómo es que viste esos fuegos y no me lo dijiste antes?
—Tenía que vigilar, y nadie subió aquí. He estado vigilando todo el rato.
—De acuerdo. Quédate aquí y vigila. Enviaré a Gay con los prismáticos.
Con la luz grisácea de la mañana, Jackie bajó por el lado sur de la colina. Alim ya había hecho que la gente se levantara y recogiera las cosas, y los hermanos esperaban con las armas en la mano.
Lo primero que hizo Jackie fue dirigirse a Chick y Cassie. Alim no oyó lo que les dijo, pero Chick tenía una escopeta y no la utilizó. Luego Jackie informó de lo que había visto.
—Están en pie, y organizados. Son cincuenta, sesenta, puede que más. Tal vez muchos más, pues no caben todos en el mismo sitio a la vez. Hay mujeres y un tipo que todavía viste los restos de un traje y lleva corbata. Los demás son soldados.
Jackie esperó para dejar caer sus palabras.
—¿Soldados? Oh, no —dijo Alim Nassor.
—Llevan uniformes del Ejército y rifles, pero no actúan como soldados. Y hay otros vestidos de civiles.
Alim frunció el ceño.
—Tienen algo más que rifles, Alim —prosiguió Jackie—. Tienen ametralladoras y una especie de tubos de estufa.
—Bazookas —dijo Alim.
—Sí, y una cosa grande como un cañón que llevan entre dos hombres. Creo que pueden hacer volar una casa con esas cosas. Lo vi una vez en la tele. Y creo que se dirigen al norte.
Alim reflexionó. Aquello significaba que el grupo debía proceder del este, puesto que antes no los habían visto. Desde luego, no venían del oeste, del lago que cubría el valle de San Joaquín.
—Quizá lo mejor sería seguirlos —dijo Swan, que había estado escuchando—. Parece gente dura de pelar. Puede que dejen algo antes de marcharse.
—Todo habrá desaparecido antes de que lleguemos —dijo Alim. No sabía qué hacer. Sería mejor oír lo que pensaban los otros antes de decidir algo—. Voy a subir ahí a echar un vistazo.
Dejó a Swan al mando, con instrucciones sobre la dirección que deberían tomar si el grupo del Ejército avanzaba hacia ellos, y siguió a Jackie colina arriba. Pensó que los problemas anteriores no habían sido nada. No faltaría más que tuviera que enfrentarse a las armas del Ejército con una docena de muchachos y algunas escopetas.
—Ahora sabemos por qué todo el mundo estaba oculto —le dijo a Jackie.
No habían encontrado comida en ninguna parte. Dos días atrás habían construido una balsa para acercarse a un supermercado medio sumergido, pero ya había sido saqueado. No pudieron encontrar más que cosas raras, como salmón y anchoas en lata, y en muy poca cantidad. El grupo del Ejército debía haberse llevado todo.
Cuando llegó a lo alto del montículo clareaba más. Jackie hizo una seña y Alim se tendió boca abajo y avanzó arrastrándose entre los arbustos hasta que encontró a Gay. El abrigo de piel de Alim estaba cubierto de barro, pero aquellos tipos del Ejército también debían tener prismáticos y montaban guardia, pues de lo contrario no estarían todavía vivos.
El campamento de aquellos desconocidos estaba a casi dos kilómetros de distancia, junto a la extensión de agua. Estaba rodeado por trincheras y fortificaciones bajas. Parecía organizado. Había mucha gente, la mayoría sentados alrededor de fogatas, sin temor a exponerse, y tenían alimentos. Alim contó siete mujeres.
—Las mujeres hacen la mayor parte del trabajo —dijo Gay—. Ellas y ese tipo con cara de conejo vestido con un trate azul. Hay muchos blancos, pero he contado hasta diez hermanos, y uno de ellos es el sargento.
—El sargento —repitió Alim—. ¿Y hacen lo que él les ordena?
—Saltan cada vez que él mueve los brazos —dijo Gay.
—¿Hay oficiales?
—No he visto ninguno. Creo que el sargento está al mando.
—Lo han hecho —dijo Jackie—. Alim, lo han hecho. Parece mentira.
Alim no dijo nada y esperó la explicación de Jackie.
—¿Te das cuenta? Es lo que hablábamos anoche. —La voz de Jackie estaba llena de excitación—. Ya no hay poder negro, sino simplemente poder. Y son muchos, Alim.
—No tantos.
—Tal vez quieran reclutas —dijo Jackie.
—¿Estás loco? —Gay soltó un bufido—. ¿Quieres alistarte en el maldito Ejército?
—Calla.
Alim siguió observando el campamento con los prismáticos. Había allí una actividad ordenada. Sacaban basura del recinto y la volcaban en fosas. Los centinelas montaban guardia en los puestos de vigilancia. Había calderos de agua sobre el fuego, y todo el mundo lavaba sus equipos sucios con agua caliente. El campamento estaba gobernado como un auténtico ejército, pero algo no encajaba. No era exactamente lo mismo, algo no funcionaba como debería.
—Alim, ellos han conseguido lo que queremos —dijo Jackie—. Poder. Tienen armas suficientes para hacer lo que quieran. Podríamos unirnos a ellos e instalarnos en cualquier lugar que nos apeteciera. Qué diablos, podríamos hacer mucho más. Con tanta gente podríamos ocupar todo este valle, seguir creciendo y reclutando gente. Podríamos ser los dueños del estado entero.
—¿Qué has estado fumando? —le preguntó Gay.
—Callad —dijo Alim de nuevo, en tono que no admitía réplica. El silencio inmediato fue gratificante. Poder… Aquel era el problema: ¿De qué manera Alim Nasson podría tener poder si se unían a aquel ejército?—. ¿No tienen ningún vehículo?
—Tienen una moto. Una Honda grande. La montan dos tipos que han ido a explorar al norte, uno de los nuestros y otro blanco.
—¿Uniformados?
—El blanco llevaba un mono —dijo Gay, en un tono que daba a entender su incomprensión de lo que ocurría y de los motivos que tenía Alim para querer saberlo.
—No tienen vehículos. Nosotros disponemos de un camión, y sabemos dónde encontrar más.
Alim se refería a una granja junto a la carretera. Allí había tres camiones, custodiados por diez o quince hombres armados con rifles. Alim no estaba en condiciones de apoderarse de los vehículos, pero con aquel grupo… Hizo callar a los otros cuando el sargento apareció en su campo de visión. Sí, era negro, aunque no del todo. Un tipo robusto de piel marrón claro y con barba. ¿Barba en el Ejército? Pero el sargento llevaba galones y una gran pistola al cinto. Señalaba a la gente y cada vez que lo hacía uno se levantaba y empezaba a trabajar, llevaba madera al fuego o lavaba las cacerolas. No gritaba ni gesticulaba. Tenía poder y sabía cómo usarlo. Alim le observó atentamente. Luego se levantó, sonriente.
—Ese es el Gancho.
—¿Qué? —dijo Gay, perplejo, mientras Jackie empezaba a sonreír.
—Es el Gancho —repitió Alim con un suspiro de alivio—. Le conozco. Podemos tratar con él.
Habría que fingir un poco. Alim tenía que hablar al Gancho como a un igual, como el jefe de un grupo de hombres. Hooker no debía enterarse de lo mal que estaban las cosas. Alim dejó a Jackie en la colina y bajó al campamento. Era hora de gritar un poco, de hacer que aquellos bastardos trabajaran.
A mediodía el campamento de Alim estaba organizado. Tenía buen aspecto, y parecía como si hubiera más hombres de los que había en realidad. Cuanto todo estuvo preparado, Alim se dirigió al campamento de los soldados con Jackie y su hermano Harold.
Por el camino Harold confesó que estaba asustado.
—¿Te da miedo el Gancho?
—Una vez me dio un buen rapapolvo —dijo Harold—. Yo estaba en noveno grado.
—Así que sois viejos conocidos —dijo Alim—. Bueno, nos han visto. Harold, tú te adelantarás. Deja el rifle aquí. Entra con las manos arriba y dile al sargento Hooker que quiero hablarle. Y sé amable con él, ¿me entiendes? Respetuoso.
—Puedes estar seguro de eso.
Harold avanzó erguido, mostrando las manos vacías. Intentó silbar.
Alim observó movimientos a su derecha. Hooker había enviado hombres para que le flanquearan. Alim volvió la cabeza y gritó a unos seguidores puramente imaginarios.
—¡Quedaos ahí, bastardos! Esta es una charla de paz, ¿comprendéis? Le arrancaré la piel a tiras al primer cabrito que dispare, y sabéis que no hablo por hablar.
Alim pensó que se había excedido un poco, como si temiera que sus hombres no le obedecieran. Pero de todos los modos los tipos del Ejército le habían oído y no iban a precipitarse. Harold estaba en el campamento y nadie había disparado todavía…
Vio que Harold hablaba con Hooker, el Gancho, y que este iba a su encuentro. Pensó que estaban salvados. Por primera vez desde la caída del cometa, Alim Nassor sintió esperanza y orgullo.
Dos pesados camiones avanzaban por la llanura embarrada, siguiendo un camino tortuoso hacia la nueva isla surgida en el mar de San Joaquín. Se detuvieron junto a un supermercado, aún medio inundado, de cuyos escaparates se Había quitado laboriosamente el barro. Unos hombres armados saltaron de los vehículos y tomaron posiciones en las cercanías.
—Vamos —dijo Cal White.
White, que llevaba la metralleta de Deke Wilson, entró el primero en el edificio anegado, y anduvo con el agua sucia hasta la cintura. Los otros le siguieron.
Rick Delanty tosió y trató de respirar por la boca. El olor de la muerte era irresistible. Buscó a alguien con quien hablar, Pieter o Johnny Baker, pero estos se hallaban en el extremo de la columna. Aunque aquel era su segundo día en el almacén, ninguno de los astronautas se había acostumbrado al hedor.
—Si de mí dependiera, esperaría otra semana —dijo Kevin Murray.
Murray era un hombre bajo y robusto, de largos brazos. Había sido dependiente en unos almacenes, y tuvo la suerte de casarse con la hermana de un granjero.
—Espera una semana y esos bastardos del Ejército estarán aquí. —Cal White llamó desde el interior—. Esperad un momento.
White siguió adelante con otro hombre y la única linterna que funcionaba. A Rick la metralleta le parecía una extraña obscenidad. Había demasiada muerte a su alrededor. Pero él no iba a poner ningún reparo. La noche pasada Deke había admitido a un refugiado, un hombre del sur que tenía información para cambiarla por una comida, y les dijo que una banda de negros había aterrorizado el sur del valle y que ahora se habían unido a los caníbales del Ejército. Puede que no pasara mucho tiempo antes de que hicieran una visita a Deke Wilson.
Rick se compadeció de aquellos pobres desgraciados. Podía comprenderlos: eran negros en este mundo desgarrado, sin condición social, sin ningún lugar donde ir, indeseables en todas partes. Claro que se habían unido a los caníbales. Y era natural que los supervivientes de la zona volvieran a mirar con aprensión a Rick Delanty…
—No hay peligro —dijo White desde el interior—. Manos a la obra.
El grupo, formado por una docena de hombres, tres astronautas y nueve supervivientes, entró en el almacén y avanzó vadeando. Un conductor acercó uno de los camiones para que sus faros iluminasen el almacén arruinado.
Rick hubiera preferido menos luz, para no ver los cadáveres que se mecían en el agua sucia. Para no marearse se llevó un trozo de tela a la cabeza. White había rociado la tela con una docena de gotas de gasolina. El olor dulzón de la gasolina era mejor que aquello.
Kevin Murray se acercó a un estante con latas y cogió una de maíz. Estaba carcomida por el orín.
—Estropeada —dijo—. Maldita sea.
—Ojalá tuviéramos una linterna —dijo otro granjero.
Rick sabía que una linterna les ayudaría, pero ciertas cosas era mejor hacerlas en la penumbra. Apartó unos restos podridos sobre un estante y encontró tarros de cristal. Conservas en salmuera. Llamó a los otros y empezaron a llevarse los tarros.
—¿Qué es esto, Rick? —preguntó Kevin Murray con otro tarro entre las manos.
—Setas.
—Es mejor que nada —dijo Murray, encogiéndose de hombros—. Gracias. Ojalá no hubiera perdido las gafas. ¿Sabes por qué no llevo ningún arma? Porque no puedo ver más allá del punto de mira.
Rick trató de concentrarse en las gafas: tal vez podrían fabricarse a partir de cristal corriente, pero no tenía idea de cómo se pulen los lentes. Avanzó por los pasillos, cogiendo cosas que otros habían descubierto, buscando otras, empujando tantos cadáveres que al final ya le parecía una rutina. Pero era preciso hablar de alguna otra cosa…
—Las latas no duran mucho, ¿verdad? —preguntó, mirando una lata de cocido putrefacto.
—Las sardinas en lata pueden durar mucho, sabe Dios por qué. Creo que alguien ya ha estado aquí, no hay tantas cosas como en el último almacén. De todos modos, ayer nos llevamos la mayor parte de lo que quedaba. —Se quedó mirando, pensativo, los cadáveres que flotaban—. Tal vez ellos se lo han comido todo. Atrapados aquí…
Rick no respondió. Los dedos de sus pies habían rozado vidrio.
Todos trabajaban calzados con sandalias que habían cogido en una zapatería cercana. No podían hacerlo descalzos, por temor al vidrio roto, y no era cuestión de echar a perder unas buenas botas. Ahora sus dedos habían rozado la curva fría y suave de una botella de vidrio.
Rick contuvo la respiración y se sumergió. Cerca del nivel del suelo encontró varias hileras de botellas, en gran cantidad, de formas diferentes. La mitad eran de agua mineral, y no valía la pena que ocuparan espacio en el camión. Rick cogió una de las botellas y la sacó a la superficie.
—¡Zumo de manzana, nada menos! ¡Eh, muchachos, aquí necesitamos ayuda!
Los demás acudieron vadeando por los pasillos. Pieter y Johnny iban entre los granjeros, y todos estaban agotados, sucios y calados. Se movían como cadáveres vivientes. Algunos aún tenían fuerzas para sonreír. Rick y Kevin Murray se sumergieron para coger las botellas y las fueron pasando a los otros, porque eran los únicos que no llevaban armas.
White, el jefe del grupo, se alejó lentamente con dos botellas, pero volvió la cabeza hacia Rick.
—Lo has hecho muy bien —le dijo, sonriente, y siguió vadeando despacio hacia la puerta. Rick le siguió.
Se oyó el grito de alguien.
Rick dejó sus botellas sobre un estante vacío para avanzar más rápido. El grito debía ser de Sohl, el centinela. ¡Pero Rick no tenía un arma!
Sohl gritó de nuevo.
—No hay peligro. Repito, no hay peligro. ¡Pero venid a ver esto!
Rick pensó en regresar para recoger las botellas, pero decidió abandonarlas. Empujó algo que no quiso mirar, pero la masa flotante tenía las características y el peso de un hombre muerto no demasiado voluminoso o una mujer muerta bastante robusta.
Salió a la luz. El aparcamiento estaba casi medio lleno de coches. Cuarenta o cincuenta vehículos que fueron abandonados cuando llegaron las lluvias. La lluvia cálida debió caer con tanta intensidad que los motores de los coches se anegaron antes que los clientes del centro de compras pudieran tomar la decisión de salir. Por eso los coches se habían quedado allí, y muchos de los clientes. El agua rodeaba los coches, entraba y salía de ellos.
Sohl seguía aún en su puesto en el tejado del supermercado. No le hubiera servido de nada estar más cerca. Era corto de vista y sus gafas se habían roto, como las de Murray. Señaló una cosa que rozaba el lado de un autobús Volkswagen.
—¿Quiere decirme alguien qué es eso? —gritó—. ¡No es una vaca!
Los demás formaron un semicírculo alrededor de la cosa, apoyando bien los pies para resistir la suave corriente del agua que se dirigía al oeste, la misma que había lanzado el extraño cuerpo contra el autobús. Era algo más pequeño que un hombre, y tenía todos los colores de la decadencia. Las patas, grandes y muy curvadas, casi estaban desprendidas. ¿Qué era aquello? Tenía brazos. Por un instante, Rick imaginó absurdamente que el Martillo había sido el primer paso de una invasión interestelar, o parte de un programa para turistas de otros mundos. Aquellos brazos pequeños, la larga boca abierta, inmovilizada por la muerte, el cuerpo abombado como una botella de Chianti…
—Por todos los diablos —dijo al fin—. Es un canguro.
—Pues yo nunca he visto un canguro así —dijo White con un leve tono despectivo.
—Digo que es un canguro.
—Pero…
—¿Acaso publica tu periódico fotos de animales que llevan dos semanas muertos? El mío nunca. Es un canguro muerto. Por eso tiene ese aspecto tan curioso.
Jacob Vinge se había acercado al animal.
—No tiene bolsa —dijo—. Los canguros tienen bolsas en la barriga.
—Puede que sea un macho —sugirió Deke Wilson—, pero tampoco le veo los testículos. ¿Tienen los canguros sus genitales al aire? Oh, esto es estúpido. ¿De dónde vendría? No hay ningún zoo cerca de aquí.
Johnny Baker hizo un gesto de asentimiento.
—El zoo del parque Griffith. El terremoto debió romper algunas jaulas. Vete a saber cómo este pobre bicho llegó tan al norte antes de ahogarse o morir de hambre. Mírenlo de cerca, caballeros, nunca verán otro igual…
Rick dejó de escuchar. Se apartó del grupo y miró a su alrededor. Tenía ganas de gritar.
El día anterior llegaron al alba. Trabajaron todo el día, y el siguiente, y ahora debía estar próxima la puesta de sol. Ninguno de ellos había comentado siquiera lo que podía haber ocurrido allí, pero era bastante evidente. Montones de clientes debieron quedar atrapados cuando las primeras lluvias torrenciales anegaron sus coches. Esperaron en el supermercado a que cesara la lluvia, esperaron a que les rescataran, esperaron hasta que el agua subió y subió. Al final las puertas eléctricas no funcionaron. Algunos debieron salir por la parte trasera, para ahogarse en el exterior.
En el supermercado había estantes semivacíos, y en el agua flotaban mazorcas de maíz, botellas vacías, pieles de naranja y rebanadas de pan medio comidas. No habían muerto de hambre… pero habían muerto, pues sus cadáveres flotaban por todas partes en el supermercado y el aparcamiento inundado. Cadáveres a docenas, la mayoría de mujeres, pero también los había de hombres y niños, meciéndose suavemente entre los coches sumergidos.
—¿Estáis…? —susurró Rick. Inclinó la cabeza, se aclaró la garganta y gritó—: ¿Estáis locos? —Los demás se volvieron, sorprendidos y airados—. ¡Si queréis ver cadáveres mirad a vuestro alrededor! Aquí —su mano rozó un vestido estampado manchado y putrefacto—. Y allí —señaló el cuerpo de un niño tan cerca de Deke que podría tocarlo—. Y allí —indicó un rostro laxo tras el parabrisas del autobús—. ¿Podéis mirar a alguna parte sin ver a alguien muerto? ¿Por qué os amontonáis como chacales alrededor de un canguro muerto?
—¡Cállate de una vez! —exclamó Kevin Murray, con los puños cerrados a los costados y los nudillos blancos. Pero no se movió y, al cabo de un rato, apartó la mirada de Rick. Los demás le imitaron.
Todos menos Jacob Vinge.
—Nos hemos acostumbrado —dijo con un temblor en la voz—. Eso es todo. ¡Teníamos que acostumbrarnos, maldita sea!
La corriente cambió ligeramente de dirección. El canguro, o lo que fuera, se apartó del autobús y empezó a alejarse.
En otro tiempo, el jeep de Wagoner fue de un brillante color anaranjado con una cenefa blanca. Ahora estaba cubierto de pintura marrón y verde, formando un camuflaje. Dos hombres uniformados se sentaban en la parte delantera, con los rifles erectos entre sus rodillas.
Alim Nassor y el sargento Hooker se sentaban detrás. Hablaban poco mientras el vehículo se abría paso a través de campos embarrados y almendrales en ruinas. Cuando llegaron al campamento, los centinelas saludaron, y mientras el Wagoneer se detenía el conductor y los guardias saltaron de él para abrir las puertas traseras. Alim hizo un gesto de agradecimiento al conductor. Hooker no pareció percatarse de los hombres. Nassor y Hooker se dirigieron a una tienda de campaña en un lado del campamento. Era una tienda nueva, procedente de un almacén de artículos deportivos, de nailon verde con postes de aluminio, y perfectamente impermeable. Un brasero de carbón mantenía el interior seco y cálido. Una tetera bullía encima de las brasas, y una muchacha blanca esperaba para servir té caliente mientras los dos hombres se acomodaban en sillas plegables. Una vez servido el té, Hooker hizo un gesto para que la muchacha se marchara. Los guardias del exterior se situaron a una distancia desde donde no podían escuchar la conversación.
Cuando salió la chica, el sargento Hooker sonrió ampliamente.
—Qué buena vida, Cacahuete.
La sonrisa de Nassor se desvaneció al oír aquel apelativo.
—¡Por el amor de Dios, no me llames eso!
—De acuerdo. Aquí no nos oye nadie.
—Sí, pero podrías olvidarte.
Alim se estremeció. No le habían llamado Cacahuete desde que estaba en octavo grado, cuando estudiaron la vida de George Washington Carver, e inevitablemente el nombre fue adjudicado a George Washington Carver Davis hasta que él terminó con el asunto a fuerza de puñetazos y empotrando una hoja de afeitar en una pastilla de jabón…
—No se encuentra gran cosa por ahí —dijo Hooker. Tomó un sorbo de té, cuyo calorcillo era gratificante.
—No.
De su expedición exploratoria no salió nada de lo que habían esperado, excepto durante una pausa de la lluvia, cuando vieron que las cumbres de la Sierra Alta estaban nevadas. ¡Nieve en agosto! Nassor se había asustado, aunque Hooker decía que a veces había nevado en la Sierra Alta, antes del martes fatídico en que llegó el cometa.
Ambos hombres se sentían incómodos, a pesar del té caliente y el calor de la tienda, a pesar del lujo de estar secos, porque tenían muchas cosas de las que hablar y ninguno de ellos quería empezar. Ambos sabían que pronto deberían elegir. Su campamento estaba demasiado cercano a las ruinas de lo que había sido Bakersfield. Entre las cenizas y la destrucción de la ciudad había mucha gente que podría unirse, más que suficiente para presentarse allí y terminar con Nassor y Hooker. Todavía no se habían organizado. Los supervivientes vivían en grupos pequeños, desconfiaban unos de otros, se peleaban por restos de comida abandonada en los supermercados y almacenes, los restos que Hooker y Nassor habían dejado.
La situación era simple: juntos, Alim y Hooker tenían suficientes hombres y municiones para librar una buena batalla. Si la ganaban, tendrían lo suficiente para resistir. Si la perdían, estarían acabados. Y habían desvalijado aquella región. Tendrían que marcharse, pero ¿adónde?
—Maldita lluvia —musitó Hooker.
Alim tomó un sorbo de té y asintió. Ojalá cesara la lluvia. Si Bakersfield se secaba no habría problema. Sólo tendrían que esperar un buen día con fuertes vientos, y siempre los había, y quemar toda la maldita ciudad. Bastaría un centenar de incendios bien situados, y una tormenta de fuego barrería la ciudad sin dejar rastro detrás. Bakersfield ya no sería una amenaza.
Y las lluvias iban remitiendo poco a poco. El día anterior habían tenido una hora de sol. Hoy el sol casi se mostraba entre las nubes y aún no era mediodía.
—Disponemos de seis días —dijo Hooker—. Luego empezaremos a pasar hambre. Si hay bastante hambre, encontraremos algo que comer, pero…
No terminó la frase. No era necesario. Alim se estremeció. El sargento Hooker vio la expresión de Alim y su boca sé torció en un gesto de desprecio.
—Tú también lo harás —dijo Hooker.
—Lo sé.
El recuerdo volvió a hacerle estremecer. Recordó el granjero al que Hooker había abatido, los olores del cocido, el reparto de las porciones del hombre. Todo el mundo en el campamento tomó un cuenco de sopa, y Hooker vigiló que nadie se quedara sin comer. Aquel horrendo ritual era lo que mantenía al grupo unido. Alim tuvo que disparar a uno de los hermanos que no quiso comer. Y a Mabe. Al final lo hizo. Su festín ritual le permitió matar a Mabe y desembarazarse de aquel pendón perturbador. Mabe se negó a comer.
—Es curioso que nunca lo hicieras antes —dijo Hooker.
Nassor no dijo nada ni cambió de expresión. La verdad era que jamás se les había ocurrido la posibilidad de comer gente, a ninguno de ellos, y eso era una fuente de orgullo secreto para Alim. Los suyos no eran caníbales. Se habían visto obligados a comer carne humana, porque aquella era la única forma de que Hooker les permitiera unirse a él.
—Puedes considerarte afortunado por haber tenido aquel tasajo —dijo Hooker, como regodeándose en el tema—. Nunca has estado bastante hambriento. Sí, has sido afortunado.
—¿Afortunado, dices? ¡Afortunado! —El tono de Alim sorprendió a Hooker—. Había una tonelada de tasajo en aquella furgoneta, y no sacamos ni un kilo por culpa de ese hijo de perra. —A través de la abertura de la tienda miró hacia un negro esbelto que hacía guardia cerca del fuego—. Ese, ese maldito Hannibal.
Hooker frunció el ceño.
—¿Ese al que obligaste a hacer todo el trabajo? ¿Perdió algo de comida?
El recuerdo de lo ocurrido enfureció a Alim.
—Comida y licor. Escucha, podíamos olerlo, estuvo a punto de enloquecernos. ¿Has visto las quemaduras de Gay? Creímos que iba a morir, y todos nos quemamos tratando de…
—¿De qué diablos me estás hablando?
—Ah, no lo sabes. —Alim alcanzó un pequeño baúl situado detrás de él, lo abrió y sacó una botella de whisky barato, robada en una tienda—. Estábamos juntos —siguió diciendo—. Yo, mi gente y algunos otros. Y volvimos allí, pero no podíamos pensar… Todos los blancos…
El sargento Hooker se inclinó por encima de la mesa y abofeteó a Alim con fuerza. Alim se llevó la mano a la pistola, pero se detuvo.
—Gracias.
Hooker asintió.
—Ahora cuéntame lo que ocurrió.
—Los blancos, los ricos de Bel Air… La mitad de ellos se largaron abandonando sus casas. Las dejaron llenas de cosas. Sólo tuvimos que ir allí con camiones y recorrer las casas… —Hizo una pausa y sonrió recordando aquellos días—. Nos hicimos ricos. El reloj que te di. Y este anillo. —Alzó la mano para que el ágata reflejara la luz—. Televisores, aparatos de alta fidelidad, alfombras persas, persas auténticas, la clase de cosas por las que te pagan veinte de los grandes. Toda clase de cosas, Gancho. Éramos ricos.
Hooker asintió. Sí, a él le habían ido peor las cosas. Aquello todavía le hacía sentirse incómodo. Hooker había sido soldado. Podían haberle enviado a Bel Air para disparar contra los malditos saqueadores. Aquel era un mundo loco.
—Y encontramos un alijo de drogas —dijo Alim—. Coca, aceite de hashish, hierba, y todo de lo mejor. Lo cogí antes de que mis chicos pudieran colocarse allí mismo.
Hookey bebió un trago de whisky.
—¿Lo consumiste todo tú solo?
—No seas tan mal pensado. No, yo no lo consumí. Ni siquiera lo intenté. Sólo quería dejar claro que no les permitiría drogarse allí. Había policías y patrullas por todas partes.
—Sí.
—Y entonces cayó el maldito cometa. Salimos pitando, por caminos, carreteras, por donde pudimos, en dirección a Grapevine, pero el camión empezó a fallar. Estábamos en un camino, pues tratábamos de mantenernos alejados de las autopistas. Así que llegamos a lo alto de una colina y vimos que un furgón venía detrás de nosotros. Un furgón azul claro con cuatro motoristas, todos con escopetas y rifles, como una diligencia de película escoltada por el ejército…
—No me digas. —Hooker se sirvió más whisky. Dentro de poco tendrían que hablar en serio, pero era agradable beber, tomar un trago, no pensar en lo que deberían hacer ahora.
—Lo hicimos todo muy bien —dijo Alim—. Nos adelantamos bastante al furgón, derribamos un árbol con una sierra a pilas, en un sitio estrecho… ¡Tendrías que haberlo visto! Aquellas motos se paran y mis hombres estaban ante sus narices. No estábamos bien armados y tuvimos que usar mucha munición, pero al final todo, salió perfecto. No hicimos ningún agujero en las motos. Allí estaba el furgón, parado, y el conductor manos arriba… Y el furgón ni siquiera tenía un rasguño en su bonita pintura azul.
»¿Pero crees que conservé aquella coca que encontré en Bel Air? Pues no. Ese hijo de perra de Hannibal se la fumó toda, y era buena mercancía, ¿sabes?, no la mierda que él solía consumir, pero se la cargó toda. Y cuando aquellos tipos abrían la puerta del furgón, sin poner problemas, Hannibal va y decide que es el último de los Mau Mau, y se abalanza contra el furgón con un cóctel Molotov. Mierda, arrojó aquella bomba de gasolina directamente al interior del camión.
—Oh, no. —Hooker meneó la cabeza—. ¿Había buen género en el furgón?
—¿Bueno? ¿Bueno dices? ¡Gancho, no te creerás lo que había en el maldito furgón! Aquella bomba estalló como… como…
—Gasolina.
—Sí, eso mismo. —Alim trató de reír pero no pudo—. Los tipos que estaban dentro del camión se incendiaron y salieron gritando, y un par de los bastardos tenían armas. Empezaron a disparar contra nosotros, tuvimos que responder, y cuando todo aquello terminó el camión estaba envuelto en llamas y no podíamos acercarnos a él.
»Las botellas empezaron a explotar en el camión. ¡Chico, los olores bastaban para hacerte enloquecer! Estábamos muertos de hambre, sin nada que llevarnos a la boca, y empezaron a salir olores de comida, y de whisky, coñac y todas esas golosinas que nunca probábamos, chocolate, pasas, manzanas… Mierda, Gancho, aquel camión estaba lleno de comida y licor. Había carne, carne de buey, no la del conductor…
Alim se detuvo bruscamente. Miró de reojo a Hooker. Este no dijo nada.
—Bueno, algo estalló y salió volando ese paquete de tasajo, todavía envuelto en papel de plata y bolsas de plástico. Estaba intacto, sin quemar ni impregnado de gasolina. Habría un kilo de carne. Gay entró corriendo en el furgón y salió con dos botellas, pero tuvimos que dejarle beberse una para aliviar el dolor de las quemaduras, y cuando empezó a hacerle efecto ya nos habíamos bebido la otra.
»Pero un par de motoristas estaban todavía vivos y nos dijeron lo que hubo en el furgón. De todo. Armas, alimentos, toda clase de licores, género europeo… ¿Puedes imaginar lo que valdría ahora? ¿Dónde parará Europa ahora? Había una tonelada de tasajo, y una cosa grasa que aún sabía peor, pero que nadie le importa cuando se muere de hambre. Y sopa, patatas y comida congelada… Mierda, aquellos tipos habían esperado hasta que cayó el cometa y entonces saquearon todos los lugares donde habían visto a la gente prepararse.
—Fueron más listos que tú —dijo Hooker.
Alim se encogió de hombros.
—Tal vez. Yo no creí que ese maldito cometa fuera a caer. ¿Y tú?
—No.
Hooker pensó que, de haberlo sabido, nunca hubiera salido con aquel camión, hubiera llevado muchas más municiones o… ¿Por qué se largó dejando al capitán allí, solo? Mierda.
—… Y botellas de gasolina —decía Alim—. Una gran ayuda, ¿verdad? Podíamos olería. La comida ardía, la gasolina explotaba, las ropas se quemaban, aquellos hijos de perra debían haber pensado que se acercaban los glaciares. —Alim alzó el tono de voz—: ¡Y si tuvieran razón, ese hijo de puta de Hannibal irá con el culo al aire, porque me voy a poner su ropa encima de la mía!
—¿Qué pasó con las motos? —preguntó Hooker. No se molestó en preguntar por los que las conducían.
—Se quemaron. Había más gasolina de reserva en el furgón y siguió ardiendo. Se extendió por todas partes. El fuego fue tan intenso que hasta se quemaron los árboles. ¡En medio de aquella lluvia, con el agua cayendo a cántaros, y hasta los árboles se quemaron! Pero pudimos salvar sus armas.
—Menos mal. Lástima que se perdiera lo demás.
—Sí, fue una pena.
Por el momento estaban a salvo. Todo el mundo, hasta los esclavos, estaban secos y calientes, y hasta casi tenían bastante qué comer. No querían pensar en que debían marcharse, ni hacia dónde, pero no tardarían mucho en verse obligados a hacerlo.
—¡Alim! ¡Sargento! —gritó Jackie.
Se le unieron los gritos de otros. Alim y Hooker salieron de la tienda.
—¿Qué ocurre?
—¡Cabo de guardia, puesto número cuatro! —gritó alguien.
—¡Vamos! —Hooker hizo una señal a los soldados para que tomaran posiciones y luego se dirigió al centinela que había gritado.
—¡No temáis, hermanos! —exclamó alguien en medio de la lluvia brumosa—. Os traigo paz y bendiciones.
—El maldito fuego… —dijo Hooker, escudriñando la bruma.
Una aparición se materializó. Era un hombre con largos cabellos blancos y una larga barba también blanca. Llevaba un impermeable que parecía una bata o la sábana de un fantasma. Detrás del hombre, en la penumbra, se veían otras figuras.
—¡No se mueva de ahí o disparamos! —gritó Hooker.
—La paz esté con vosotros, hermanos —dijo el hombre. Se volvió hacia sus seguidores—. No temáis. Quedaos aquí y yo hablaré con estos ángeles del Señor.
—Es un loco —dijo Hooker—. Un montón de locos.
Había visto muchos antes de entonces. Preparó la metralleta. No iba a dejar que aquel tipo se acercara demasiado.
Pero el hombre avanzó con paso firme, sin ningún temor, enfrentándose al arma de Hooker. Y en su mirada no había la menor señal de amenaza.
—No tiene por qué temerme —dijo el hombre.
—¿Qué quiere? —le preguntó Hooker.
—Hablar con usted. Traerle el mensaje del Señor Dios de los Ejércitos.
—Oh, no me venga con monsergas —dijo Hooker. Su dedo se tensó sobre el gatillo, pero ahora el viejo estaba demasiado cerca. Dos de los hombres de Hooker estaban demasiado próximos a la línea de fuego y Hooker no quería arriesgarse. Y aquel tipo parecía totalmente inofensivo. Tal vez aquello sería divertido. ¿Qué daño podía haber en dejarle pasar? —Los demás, quédense ahí. Gillings, coja un pelotón y regístrelos.
—De acuerdo —dijo Gillings.
El hombre del pelo blanco se dirigió directamente al fuego como si estuviera en su casa. Miró la cacerola y a los que estaban alrededor del fuego.
—Regocijaos —les dijo—. Vuestros pecados os son perdonados.
—Vamos, dígame qué es lo que quiere —le exigió Hooker—. Y no me suelte esa basura sobre los ángeles y el Señor. —Soltó un bufido y repitió—: Angeles…
—Pero ustedes pueden ser ángeles —dijo el hombre—. Han sido salvados del holocausto. El Martillo de Dios ha caído sobre este mundo malvado, y a ustedes no les ha alcanzado. ¿No quieren saber por qué?
—¿Quién es usted? —le preguntó Alim Nassor.
—Soy el reverendo Henry Armitage —dijo el hombre—. Un profeta. Lo sé, lo sé. De momento no parezco demasiado un profeta de Dios. Pero lo soy de todos modos.
Alim pensó que el reverendo tenía todo el aspecto de un profeta, con su barba y el cabello blanco, con aquel impermeable largo y holgado y su mirada brillante.
—Sé quienes sois, hermanos —dijo Armitage—. Sé lo que habéis hecho y que eso abruma vuestros corazones. Habéis cometido toda clase de pecados. Habéis comido alimentos prohibidos. Pero el Dios de los Ejércitos os perdonará, pues Él os ha salvado para que cumpláis su voluntad. ¡Seréis sus ángeles y nada os estará prohibido!
—Está usted loco —dijo Hooker.
—¿Usted cree? —Armitage se rió entre dientes—. Entonces puede escucharme como diversión. Sin duda un loco no puede hacerle daño, y tal vez dirá algo gracioso.
Alim notó que Jackie se aproximaba hasta ponerse a su lado.
—Para algo sirve —dijo Jackie—. ¿Os dais cuenta cómo ha logrado que las hermanas le escuchen? Y nosotros también.
Alim se encogió de hombros. Había algo apremiante en la voz del hombre, y su manera de pasar del tono grandilocuente de un predicador a la conversación normal era realmente notable. Cuando uno pensaba que estaba chalado, se ponía a hablar como todo el mundo.
—¿Cuál es esa misión que Dios ha reservado para nosotros? —le preguntó Jackie.
—El Martillo de Dios ha caído para destruir un mundo maligno —dijo Armitage—. Un mundo de maldad. Dios nos dio esta Tierra y sus frutos, y nosotros la hemos llenado de corrupción. Dividimos a la humanidad en naciones, y dentro de las naciones dividimos a los hombres en ricos y pobres, negros y blancos, y creamos guetos para nuestros hermanos. «Y si un hombre tiene los bienes de este mundo y ve a su hermano en la miseria y no comparte con él lo que tiene, ese hombre no tiene vida». El Señor dio los bienes de este mundo y quienes los tenían no Le conocieron. Amontonaron ladrillo sobre ladrillo, construyeron sus lujosas casas y palacios, cubrieron la Tierra con los vómitos y los hedores de sus fábricas, ¡hasta que la misma Tierra fue un hedor en las narices de Dios!
—¡Amén! —gritó alguien.
—Y por eso su Martillo llegó para castigar a los malos —dijo Armitage—. Cayó y los malvados murieron.
—Nosotros no estamos muertos —objetó Alim Nassor.
—Y sin embargo erais malos —respondió Armitage—. ¡Pero todos lo fuimos, todos nosotros fuimos malos! El buen Dios Jehová nos tuvo en la palma de Su mano. Nos juzgó y nos halló en falta. Y, sin embargo, vivimos. ¿Por qué? ¿Por qué nos ha salvado?
Ahora Alim guardaba silencio. Quería reír, pero no podía. ¡Aquel viejo bastardo loco! Chalado, realmente ido, pero con todo…
—Nos ha salvado para que llevemos a cabo su obra —siguió diciendo Armitage—, para que la completemos. ¡Yo no lo comprendía! En mi orgullo creí que sabía. En mi orgullo creí que veía llegar el Día del Juicio en la mañana del Martillo. Y así era, pero no como yo creía. ¡La escritura dice que ningún hombre conoce el día y la hora del Juicio! Y sin embargo hemos sido juzgados. Pensé en esto después de que cayera el Martillo. Había esperado ver los ángeles del Señor venir a esta Tierra, ver al mismo Rey llegar envuelto en gloria. ¡Vano, vano orgullo! Pero ahora conozco la verdad. Me ha salvado, os ha salvado, para que cumplamos Su voluntad, para completar su obra, y sólo cuando esa obra se haya realizado vendrá El envuelto en gloria.
»¡Unios a mí! ¡Sed ángeles del Señor y haced su obra! Pues el orgullo del hombre no conoce fin. Incluso ahora, hermanos míos, incluso ahora hay quienes traerían de nuevo los males que el Señor Dios ha destruido. Hay quienes volverían a construir de nuevo esas fábricas apestosas, sí, quienes restaurarían Babilonia. ¡Pero no será así, pues el Señor tiene sus ángeles, y vosotros estaréis entre ellos! Unios a mí.
Alim sirvió whisky en el vaso de Hooker.
—¿Crees algo de esa cháchara? —le preguntó. Fuera de la tienda, Henry Armitage todavía estaba predicando.
—Desde luego, tiene buena voz —replicó Hooker—. Lleva dos horas así y todavía no para.
—¿Crees en lo que dice? —repitió Alim.
Hooker se encogió de hombros.
—Mira, si fuera un hombre religioso, lo que no soy, diría que habla con sentido. Conoce bien la Biblia que predica.
—Sí, eso creo.
Alim tomó un sorbo de whisky. ¡Angeles del Señor! Él no tenía nada de ángel, y lo sabía. Pero aquel viejo hijo de perra seguía hurgando en los recuerdos. Antiguos recuerdos de iglesias y sesiones para orar, frases que Alim escuchó de niño. Y aquello le molestaba. ¿Por qué diablos aún estaban vivos? Asomó la cabeza por la abertura de la tienda.
—Jackie —llamó.
—En seguida.
Jackie entró y tomó asiento.
Jackie era un buen tipo. No había tenido problemas con Chick en mucho tiempo. Conoció a una chica blanca, que pareció interesarse mucho por él, y ahora Jackie iba como una seda.
—¿Qué me dices del predicador? —le preguntó Alim.
Jackie meneó ambas manos.
—Lo que dice tiene más sentido de lo que crees.
—¿Cómo es eso? —preguntó Hooker.
—Bueno, en ciertos aspectos tiene razón —dijo Jackie—. Las ciudades, los ricos, la manera en que nos trataban. No dice nada que no dijeran los Panteras Negras. Y lo cierto es que ese Martillo no acabó con toda esa mierda. Tenemos la revolución a nuestro alcance, ¿y qué es lo que hacemos? Nos quedamos sentados sin hacer nada ni ir a ninguna parte.
—Vamos, vamos Jackie —dijo Alim—. ¿Te vas a dejar influir por ese blan… —esquivó la palabra antes de que el sargento Hooker pudiera reaccionar—, por ese predicador?
—Es blanco —dijo Jackie—. Y yo no sería el único. ¿Recuerdas a Jerry Owen?
Alim frunció el ceño antes de responder.
—Sí.
—Está ahí afuera, con los demás que acompañan al predicador.
—¿Te refieres a aquel tipo del Ejército de Liberación de Esclavos? —preguntó el sargento Hooker.
—No, no era el ELE —negó Jackie—, sino otro grupo.
—El Ejército de Liberación de la Nueva Hermandad —dijo Alim Nassor.
—Sí, eso es. —Hooker soltó un bufido de desprecio—. Se llamaba a sí mismo general.
No le gustaba la gente que se arrogaba títulos militares que no había ganado. Él era el sargento Hooker, y había sido un sargento auténtico en un Ejército de verdad.
—¿Dónde diablos ha estado? —preguntó Alim—. El FBI y todos los cerdos de la bofia iban tras él.
Jackie se encogió de hombros.
—Estaba oculto no lejos de aquí, en un valle cerca de Porterville. Se ocultaba en una comuna de hippies.
—¿Y ahora está con el predicador? —preguntó Hooker—. ¿Cree en esas patrañas?
Jackie volvió a encogerse de hombros.
—El dice que sí. Desde luego, siempre estuvo metido en esas cosas del medio ambiente. Tal vez crea simplemente que ha encontrado algo bueno, porque el reverendo Henry Armitage tiene muchos seguidores que sí creen. Muchos seguidores. Además, es un hombre blanco y predica que el color de la piel no importa, cosa que también creen sus seguidores. Piensa en eso, sargento Hooker. Piensa bien en ello. No sé si Henry Armitage es el profeta de Dios o está loco de atar, pero deja que te diga una cosa: no va a haber muchos grupos sueltos por ahí que nos dejen ser sus líderes.
—Y Armitage…
—Dice que tú eres el jefe de los ángeles del Señor —dijo Jackie—. Dice que tus pecados te son perdonados, y también los de todos nosotros, hemos sido perdonados y tenemos que hacer la obra de Dios, capitaneados por ti, que eres el jefe de los ángeles.
El sargento Hooker les miró fijamente, preguntándose si estaban cayendo bajo el hechizo de un predicador altisonante y el predicar decía todo aquello en serio. Hooker nunca había sido supersticioso, pero sabía que el capitán Hora tomaba seriamente a los capellanes castrenses, al igual que algunos de los demás oficiales, a los que Hooker admiraba. Y además… Maldita sea, pensó Hooker, no sabemos adónde nos dirigimos, no sabemos qué deberíamos hacer, y me pregunto si hay alguna razón para hacer algo, si hay un motivo por el que seguir vivos.
Pensó en las personas a las que habían asesinado y comido, y que todo aquello debía tener algún fin. Tenía que haber una razón. Armitage dijo que había una razón, que todo estaba bien, todas las cosas que habían hecho para seguir con vida…
Aquello era atractivo. Pensar que todo ello tenía una finalidad.
—¿Y dice que yo soy el jefe de sus ángeles? —preguntó Hooker.
—Sí, sargento —replicó Jackie—. ¿No le has escuchado?
—La verdad es que no. —Hooker se levantó—. Pero puedes estar seguro de que ahora voy a escucharle.