CUARTA SEMANA: LOS NÓMADAS

Hay un hecho que aportará un notable alivio a muchos supervivientes: los graves problemas a los que deberán enfrentarse serán por lo menos totalmente diferentes de aquellos que les han atormentado en los años pasados. Los problemas de una civilización avanzada serán sustituidos por los propios de una civilización primitiva, y es probable que una mayoría de supervivientes esté formada por personas especialmente adaptadas al rápido paso de un tipo de existencia complicado a otro primitivo…

Roberto Vacca, La próxima Edad Oscura

Los bosques eran hermosos, oscuros y frondosos, pero estaban demasiado húmedos. Dan Forrester suspiró pensando en un mundo cálido y seco, ahora perdido, y siguió avanzando. Las cinco capas de ropa con que se vestía estaban empapadas. Bajo los árboles no estaba más seco, pero tampoco más mojado, y la oscuridad no era superior a la del campo abierto. Además, allí nunca llegaban las infrecuentes neviscas. Dan no creía que llegaría a vivir lo suficiente para ver el sol de nuevo.

Mientras caminaba iba mascando un trozo de pescado en relativo buen estado. Había aprendido en uno de sus libros la manera de capturar peces en hoyos profundos de los arroyos y, para su sorpresa, el sistema había funcionado, igual que las trampas cuidadosamente tendidas para cazar conejos. Desde que salió de Tujunga nunca había tenido bastante para comer, pero tampoco se había muerto de hambre, y aquello era algo que le separaba de muchos otros.

Habían pasado cuatro semanas desde la caída del cometa, y durante aquel tiempo había ido avanzando hacia el norte. Poco después de abandonar su casa se quedó sin coche. Le fue arrebatado por dos hombres con sus mujeres e hijos. Le habían dejado su mochila y gran parte de su equipo, pues en los primeros días tras la catástrofe la gente no sabía hasta qué punto empeorarían las cosas, o tal vez eran personas decentes cuya necesidad era mayor que la suya. Eso era lo que le habían dicho, de todos modos. Lo mismo daba.

Ahora, más delgado y —tenía que admitirlo— más sano de lo que nunca había estado (con excepción de los pies, que tenían ampollas incurables, puesto que la diabetes dificulta la circulación, motivo por el que sólo podía avanzar unos pocos kilómetros al día), Dan Forrester, doctor en humanidades y astrónomo sin estrellas, patrono sin posibilidad de empleo a la vista, seguía caminando porque no había nada más que hacer.

Los vientos ya no eran feroces, salvo cuando soplaban huracanes, y estos eran menos frecuentes. La lluvia había remitido, caía con menos insistencia y a veces incluso cesaba durante algún tiempo, lo que era una bendición. Además, la lluvia se había vuelto fría y en ocasiones se producían neviscas. Nieve en julio, a mil doscientos metros de altura. Nevaba mucho más pronto de lo que Dan había esperado. La cubierto nubosa que envolvía la Tierra reflejaba gran parte de la luz del sol, y el planeta se estaba enfriando. Dan podía imaginar que se estaban iniciando glaciares en el norte. Ahora sólo las laderas de las montañas y los valles altos estaban ligeramente cubiertos de nieve, pero aquella nieve no se fundiría en mucho tiempo.

Decidió tomarse un descanso y se apoyó en un árbol, presionando con la mochila sobre la áspera corteza. De ese modo no estaba sentado del todo, aligeraba peso de sus pies y le resultaba más fácil que quitarse la mochila y levantarla de nuevo. Cuatro semanas ya, y empezaba a nevar. El invierno podría ser muy duro…

—No se mueva.

—De acuerdo —dijo Dan.

¿De dónde procedía aquella voz? No movió nada más que los ojos. Dan estaba acostumbrado a considerarse inofensivo, no sólo de aspecto sino por naturaleza, pero ahora era más delgado, tenía una barba rala y nadie parecía inofensivo en aquel mundo dominado por el miedo. Un hombre vestido con un uniforme militar salió por detrás de un árbol. El rifle que llevaba en las manos parecía ligero, pero el orificio de su cañón era amenazador.

El hombre echó un rápido vistazo a izquierda y derecha.

—¿Está solo? ¿Tiene armas? ¿Algo de comer?

—Sí, no y poca cosa.

—No me venga con guasas. Abra la mochila.

El hombre uniformado estaba muy nervioso y miraba atrás de reojo. Su piel era muy pálida. A Dan le sorprendió que no tuviera barba crecida. Sin duda se había afeitado hacía menos de una semana. Dan se preguntó por qué motivo.

Dan se desprendió de la mochila y empezó a abrirla. El hombre uniformado le observaba mientras iba abriendo cremalleras.

—Esto es insulina —dijo Dan, dejando a un lado el paquete—. Soy diabético. Llevo dos. —Sacó el otro paquete y el libro envuelto.

—Abra eso —ordenó el hombre, señalando el libro. Dan le obedeció.

—¿Dónde está su comida?

Dan abrió una bolsa de plástico. De su interior salió un hedor horrible. Ofreció el pescado al hombre.

—No hay nada para conservarlo —le dijo—. Lo siento. Pero creo que es comestible, si no espera demasiado.

El hombre devoró el puñado de hediondo pescado crudo como si llevara una semana sin comer.

—¿Qué más tiene? —le preguntó.

—Chocolate —dijo Dan en tono resignado. Era el último chocolate del mundo y Dan lo había conservado día tras día, esperando que ocurriera algo digno de celebración. Observó al hombre uniformado mientras se lo comía sin ninguna ceremonia, sin saborearlo.

—A ver qué tiene ahí. —El hombre señaló las cacerolas.

Dan levantó la tapa de la mayor. Dentro había otra que, a su vez, contenía un hornillo pequeño.

—No tengo gasolina para el hornillo. No sé bien por qué lo llevo, pero ya ve. Las cacerolas no sirven de mucho sin algo que cocinar.

Dan procuró apartar la vista de los trozos de delgado alambre de cobre que había sacado de la mochila. Le servían para cazar y, sin ellos, Dan probablemente se moriría de hambre.

—Me quedaré una de sus cacerolas —dijo el hombre.

—Muy bien. ¿Grande o pequeña?

—Grande.

—Tenga.

—Gracias.

Ahora el hombre parecía algo más relajado, aunque seguía mirando de reojo a todas partes y se sobresaltaba ante los ruidos más ligeros.

—¿Dónde estaba usted cuándo pasó todo? —preguntó el hombre haciendo un gesto vago.

—En los laboratorios de propulsión a chorro, en Pasadena. Lo vi todo. Recibimos imágenes directamente desde el laboratorio espacial.

—¿Todo? ¿A qué se refiere?

—Hubo muchos impactos. La mayoría al este de aquí, en Europa y el Atlántico, pero otros cercanos, al sur. Por eso me dirigí hacia el norte hasta que me quedé sin coche. ¿Sabe usted si funciona la central nuclear de San Joaquín?

—No. Ahora hay un océano donde estuvo el valle San Joaquín.

—¿Y qué me dice de Sacramento?

—No lo sé.

El hombre parecía indeciso, pero su rifle seguía apuntando directamente a Dan. Una leve presión y Dan Forrester dejaría de existir. Era una sorpresa para él que deseara tanto vivir, aunque sabía que no tenía auténticas posibilidades. Si vivía hasta el invierno, moriría entonces. Calculó que más de la mitad de los que vivieran hasta el invierno no verían la primavera.

—Hacíamos una marcha de entrenamiento —dijo el hombre uniformado—. Cuando los camiones quedaron inmovilizados, algunos de nosotros matamos al oficial y nos largamos. Era lo que había propuesto Gillings, y nos pareció una buena idea. Yo fui con ellos. Al fin y al cabo, aquello sería la muerte para todos, ¿comprende? —El hombre hablaba apresuradamente. Necesitaba justificarse antes de matar a Dan Forrester—. Pero luego tuvimos que andar y andar, no pudimos encontrar comida y… —Se interrumpió de súbito, con el rostro ensombrecido—. Lástima que no tenga más comida. Me quedo con su chaqueta.

—¿Así por las buenas?

—Quítesela. No teníamos equipo para la lluvia.

—Es usted demasiado grande —le dijo Dan—. No le sentará bien.

—No importa.

El hombre temblaba. Estaba tan mojado como Dan. Y además no tenía demasiada grasa que le sirviera de aislante.

—No es más que un anorak. Ni siquiera es impermeable.

—Es suficiente. Puedo quitárselo, ya sabe.

Claro que podía, y con un agujero. O tal vez no. Un tiro en la cabeza no agujerearía la prenda. Dan se la quitó. Estaba a punto de arrojársela al bandido cuando pensó en algo.

—Observe —le dijo.

Metió la capucha en un pequeño bolsillo situado en el cuello y cerró la cremallera. Luego volvió del revés el bolsillo grande e introdujo en él toda la prenda, que quedó reducida a un pequeño paquete. Dan cerró la cremallera y entregó el paquete al hombre.

—¿Sabe lo que está robando? —preguntó con un dejo de amargura—. Ya no pueden fabricar los materiales. Ya no hay máquinas. Una empresa de Nueva Jersey fabricaba ese anorak en cinco tallas y lo vendía tan barato que podías guardar uno en el portaequipajes del coche y olvidarte de él durante diez años. Ni siquiera tenías que buscarlo. La empresa te perseguía, te enviaba montones de propaganda. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que alguien pueda hacer eso de nuevo?

El hombre asintió. Empezó a retroceder para internarse entre los árboles, pero se detuvo.

—No vaya hacia el oeste —le dijo—. Matamos a un hombre y una mujer y nos los comimos. Créame, fue algo horrible. En cuanto pude me largué. Así que no sienta demasiado la pérdida de esta chaqueta y alégrese de que no haya madera seca por aquí.

El bandido se rió antes de dar media vuelta y alejarse corriendo.

Dan meneó la cabeza. ¿Tan pronto había empezado el canibalismo? Todavía le quedaban dos camisetas, una camisa de franela de manga larga y el suéter. Había tenido suerte, y lo sabía. Empezó a llenar de nuevo su mochila. Todavía tenía el alambre para colocar plantas, más precioso que la prenda perdida. Lo guardó cuidadosamente.

No tenía que ir al oeste. La central nuclear de San Joaquín estaba al oeste, pero el valle estaba lleno de agua. La central no podía haber sobrevivido a la inundación y, además, no estaba terminada. Sólo quedaba la opción de ir a Sacramento. Dan trazó mentalmente un mapa de California. Se encontraba en las colinas que forman el límite oriental del valle central inundado. Había tratado de abrirse camino hacia las tierras bajas, donde la marcha no sería tan dura. Pero las tierras bajas estaban al oeste, y los caníbales se encontraban entre él y el lago en que se había convertido el valle de San Joaquín. Dan no confiaba en vivir mucho, pero la idea de ayudar a los caníbales le producía una violenta aversión.

El sargento Hooker observaba el cielo mientras andaba.

Soplaba un viento de mil demonios, que jugueteaba bajo los bordes de los cascos, inflaba mangas y perneras, se extinguía un instante y luego se alzaba desde una dirección distinta, arrojando polvo a los ojos. Las nubes negras, cargadas de electricidad, encerraban una promesa de violencia. Hacía horas que no llovía. Era un tiempo extraño, incluso con relación a las condiciones imperantes tras la caída del cometa.

El doctor marchaba en sombrío silencio, obligándose a seguir. No le quedaban fuerzas para huir. Al menos Hooker no tenía que preocuparse de eso, pero le preocupaban los murmullos entre la tropa. No percibía palabras concretas, pero el tono de queja e ira era inequívoco.

Pensó que no se comerían unos a otros. Hay ciertos límites. Ni siquiera se comían a sus muertos. Todavía no. Tal vez debió haberlo propuesto. Ahora las quejas aumentaban. Quizá tendría que disparar contra Gillings.

Probablemente debió haberlo hecho al principio, cuando regresó y encontró muerto al capitán Hora y Gillings al mando, pero entonces no tenía munición, Gillings había sido el promotor del amotinamiento. Se sentía como un rey ahora que el cometa había terminado con la civilización.

Aquello no dejaba de tener su gracia, pero el sargento Hooker no reía. Le gruñía el estómago.

—Si tenemos que parar de nuevo, se lo comerán a usted. —Le dijo en tono desabrido al doctor.

—Lo sé. Ya le dije por qué enferman.

El médico era un hombre de baja estatura y aspecto inofensivo. Con su nariz alargada y su espeso bigote parecía una ardilla listada. Procuraba no alejarse nunca de Hooker.

—La carne que comen… No pueden contagiarse muchas enfermedades de una res. La carne de cerdo se come bien hecha, porque los cerdos transmiten algunas enfermedades contagiosas, parásitos y cosas así. —Hizo una pausa para tomar aliento y ver si Hooker le hacía una señal para que callara, pero Hooker no lo hizo—. En cambio un hombre puede transmitir cualquier cosa, excepto tal vez la anemia de células en forma de hoz. Ha perdido usted quince hombres desde que se han vuelto caníbales…

—Ocho de ellos fueron muertos a tiros. Usted lo vio.

—Estaban demasiado enfermos para correr.

—Diablos, eran reclutas. No sabían qué estaban haciendo.

El doctor permaneció un rato en silencio. Siguieron avanzando, sin más ruido que su jadeo mientras ascendían por la húmeda cuesta. Ocho hombres muertos a tiros, cuatro de ellos reclutas. Pero siete veteranos habían muerto también, y no a causa de las balas.

—Todos hemos estado enfermos —dijo el doctor—. Lo estamos ahora. —Sintió ganas de vomitar—. Dios mío, ojalá no hubiera…

—Usted estaba tan hambriento como nosotros. ¿Qué pasaría si estuviera demasiado débil para andar?

Hooker se preguntaba por qué le hacía caso. Los sentimientos del doctor no significaban nada para él. Guardaba celosamente un secreto: cuando encontraran un sitio donde albergarse, podrían dejar cojo al doctor, como los hombres de las cavernas dejaban cojos a sus herreros para evitar que huyeran. Pero todavía no se había presentado tal necesidad.

En algún lugar tenía que haber un refugio, lo bastante pequeño para poder defenderse y lo bastante grande para albergar a la tropa de Hooker. Una comunidad agrícola, con gente suficiente para trabajar la tierra y tierra suficiente para alimentarlos a todos. La compañía podría establecerse allí. Los buenos soldados tenían que valer para algo. ¡Aquel maldito Gillings! Lo había dicho como si todo consistiera en entrar y tomar posesión. Las cosas no eran así.

Estaban demasiado hambrientos. Llevaban andados demasiados kilómetros entre las colinas, y todas las tiendas habían sido saqueadas, la gente había huido o se había parapetado detrás de barricadas, de modo que ni siquiera los bazookas y los fusiles sin retroceso podrían asegurar…

Hooker quería pensar en otra cosa. Si hubieran luchado antes no habría habido nada que objetar; pero no, él se había dejado convencer para que siguieran adelante, en busca de un lugar mejor, y cuando llegaron…

—Si uno ha de comer carne humana… —decía el doctor. No podía dejar de hablar de aquel tema, aunque le produjera náuseas—. Si no tiene más remedio que comer carne humana, querrá comer a los sanos, los que corren más rápido y se defienden. Los que pueda capturar serán los enfermos, y su carne le enfermará también. Es mejor comer ganado enfermo que hombres enfermos…

—Cállese, medicucho. Usted sabe por qué murieron. Murieron porque usted no es un verdadero doctor, sino sólo un medicucho.

—Y cuando capture a un médico verdadero, me destinará a la cazuela.

—No se aleje mucho de mí si quiere vivir hasta entonces.

Antes de que cayera el cometa Cowles había sido ginecólogo. Pasó unos días de descanso en la montaña y, al regresar, le sorprendió el diluvio. Tuvo que detenerse al borde del nuevo mar que cubría el valle de San Joaquín. Allí le encontró la tropa de Hooker. Estaba sentado en el guardabarros del coche, bajo la lluvia, con expresión abatida y sin saber qué hacer. Si Cowles no hubiera tenido el buen sentido de mencionar su profesión, se lo habrían comido de inmediato.

Protestó de que le obligaran a alistarse, hasta que Hooker le contó la verdadera situación.

Ahora era bastante dócil. Ya había dejado de murmurar acerca de los derechos del ciudadano. Hooker no dudaba de que había hecho cuanto podía por salvar vidas, y andaba tan rápido como el más lento de ellos. Detrás iban tres hombres, todavía sanos, que cargaban con la marmita del rancho. Gillings era uno de ellos. El sargento se sentía así más seguro, pues Gillings tendría que dejar caer la marmita antes de disparar a Hooker por la espalda.

Hooker no quería disparar a nadie. Ya habían perdido demasiados hombres. Unos habían muerto de enfermedad, otros habían desertado, y a otros los habían abatido a tiros en el valle. ¿Quién hubiera pensado que aquellos granjeros pudieran pelear tan bien, contra unos militares con armamento moderno?

Sin embargo, como fuerza militar no eran nada extraordinario, tenían pocas municiones y menos ideas. No había habido tiempo para entrenar a los reclutas. No existía una verdadera disciplina entre los soldados. Todos estaban nerviosos, temerosos de que una auténtica patrulla militar hubiera salido en su busca, o un grupo de policías. Pero de momento ninguno retrocedía. Y no podían avanzar más rápido que las noticias. Lo que necesitaban eran más reclutas, pero no podrían reclutar a nadie hasta que tuvieran alimentos. La economía sería un terrible enemigo. Matar a un hombre para la marmita y conseguir el combustible y el agua necesarios para cocer la carne requería una cantidad determinada de esfuerzo. Si los miembros de la compañía se reducían demasiado, la carne se estropearía antes de que pudieran comerla. Sería una pérdida de esfuerzo… y de asesinatos.

No era extraño que Hooker se sintiera perseguido por las furias. Nada había salido bien desde el día en que cayó el cometa, semanas atrás. Había olvidado exactamente cuántos días, pero dos soldados llevaban la cuenta, tachando los días en un calendario de bolsillo. Si el sargento Hooker necesitaba saberlo con precisión, podría averiguarlo.

El sargento había aprendido también a delegar las responsabilidades. Tenía que hacerlo. Como sargento, se había ocupado de tareas pequeñas. Ahora era el oficial al mando y tenía mayores preocupaciones.

Izquierda, derecha, lejos del valle, hacia el sur de nuevo, donde pudieran encontrar algún lugar donde detenerse, nuevos reclutas, algo que comer…

Observó las nubes y se preguntó si realmente se movían formando un remolino en sentido contrario al de las agujas del reloj. El único refugio a la vista era una casa, cuesta abajo. Tendría que enviar exploradores. Confiaba en que estuviera abandonada, y tal vez encontraran dentro alimentos en conserva, pero no era probable.

—¡Bascomb! ¡Flash! Cubrid esa granja. Averiguad si hay alguien. Si está habitada, habladles para que salgan. No disparéis.

—De acuerdo, sargento.

Dos soldados, de entre los que estaban sanos, salieron de la formación y corrieron colina abajo.

—¿No van a matarlos? —preguntó el doctor.

—Necesito reclutas, medicucho, y nos queda un poco de carne cocida, suficiente para un día más…

Hooker hablaba distraídamente. Todavía estaba observando a Bascomb y Flash que avanzaban hacia la casa, y el tiempo le preocupaba. Era poco más de mediodía, pero las nubes parecían moverse en una especie de remolino…

Algo brillante apareció entre las nubes. No podía ser la luz del sol. Era sólo un punto rojizo que se movía con mucha rapidez, casi paralelo a las nubes, entre cuyas masas oscuras aparecía y desaparecía.

—¡Nooo! —exclamó Hooker.

El doctor Cowles retrocedió unos pasos, temeroso de que el sargento se hubiera vuelto loco.

—No —repitió Hooker en voz baja—. No, no, no. No podemos soportarlo más. Ya es suficiente, ¿no comprende? Eso tiene que acabarse.

Los ojos de Hooker estaban fijos en el punto brillante que caía. No podría soportarlo, nadie podría si el Martillo golpeaba de nuevo.

Su plegaria fue escuchada. Un paracaídas se abrió detrás del meteorito. Hooker miraba sin comprender.

—Es una nave espacial —dijo Cowles—. Por todos los diablos, Hooker, es una nave espacial. Debe ser del laboratorio espacial. ¿Está bien, Hooker?

—Cállese —dijo Hooker, sin apartar la vista del objeto que caía suspendido del paracaídas.

—Eh, sargento —gritó Gillings—. ¿A qué sabe un astronauta? ¿A pavo?

—Nunca lo sabremos —replicó Hooker. Afortunadamente sólo Cowles vio la expresión de su rostro, y Cowles no hablaría—. Están cayendo en el valle, precisamente donde aquellos granjeros nos echaron ayer a tiros.

Caían hacia el este, a ciegas. Las nubes brillaban bajo el «meteorito». Soyuz. Aquí y allá las nubes adoptaban formas arremolinadas, espirales de huracanes. Al norte de la dirección que seguían los astronautas en su descenso se había formado una inmensa nube en forma de pico, matriz de huracanes que se desencadenaban sobre el agua caliente que aún debía cubrir el lugar del Pacífico donde se había producido el choque del cometa. El Soyuz empezó a vibrar y John Baker miró atentamente por la ventanilla, tratando de averiguar lo que les esperaba abajo. Mientras atravesaban las capas nubosas, el color gris claro iba haciéndose gradualmente más oscuro.

—Puede haber cualquier cosa ahí abajo —informó Baker.

Aumentó la velocidad del descenso. Habían salido de las nubes, pero abajo seguía estando oscuro. ¿Tierra, mar, marismas? No importaba. No podían hacer nada para mejorar su suerte en caso de que el lugar donde aterrizaran les fuera adverso. El Soyuz carecía de combustible y energía, y no había modo de maniobrarlo. Habían permanecido en el aire mientras pudieron, hasta que se agotó la última reserva de oxígeno, hasta que el laboratorio espacial, con su escasa energía eléctrica a causa de la avería de las células solares, se calentó de un modo intolerable, hasta que no pudieron ya seguir en órbita y se vieron obligados a regresar a una Tierra inhóspita.

Les había parecido apropiado hacer que el último vuelo espacial de la humanidad durase el máximo posible. Tal vez habían hecho algo importante al señalar los impactos y radiar sus localizaciones. Habían visto el ascenso y la caída de los cohetes, las explosiones atómicas que ya habían cesado. La guerra chino-rusa prosiguió, y tal vez durase eternamente, pero ya no se lucharía con armas atómicas. Lo habían visto todo, y sus informes radiados debían haber sido escuchados por alguien. Tenían confirmación de que les habían escuchado en Pretoria y Nueva Zelanda, y habían sostenido casi cinco minutos de conversación con el NORAD y Colorado Springs. No era un gran trabajo a presentar después de cuatro semanas en órbita tras la caída del cometa, pero hubieran seguido en órbita si las condiciones lo hubiesen permitido: eran los últimos viajeros del espacio.

—Paracaídas abierto —dijo Pieter a espaldas de Baker. Eran unas palabras sin especial significación, pero algo en el tono de voz del ruso hizo que Johnny se pusiera en guardia, por si acaso.

—Es una bajada muy difícil —comentó Rick—. Tal vez porque estamos sobrecargados.

—No, siempre es así —dijo Leonilla—. ¿Son vuestros Apolos más cómodos?

—Nunca he bajado en un Apolo —replicó Rick—. Pero debe ser mejor para los nervios. Nosotros llevamos trajes presurizados.

—Aquí no hay espacio para eso —terció Pieter—. Ya os he dicho que variamos el diseño de la nave después del problema que costó la vida a tres cosmonautas. No hemos tenido pérdidas, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

El exterior iba haciéndose más claro, y el suelo parecía acercarse velozmente.

—Creo que estamos demasiado al sur —dijo Pieter—. Los vientos son impredecibles.

—Hasta que lleguemos abajo. —Johnny Baker miró la extensión de agua abajo—. ¿Todos sabéis nadar?

Leonilla rió entre dientes.

—Podemos ir vadeando, el agua no parece profunda. De hecho… —Miró el panorama mientras los demás esperaban. Estaba en el asiento al lado de Johnny. Pieter y Rick se encontraban en el reducido espacio detrás de ellos—. De hecho, avanzamos tierra adentro, hacia el este. Veo tres, no, cuatro personas que salen corriendo de una casa.

—Doscientos metros —dijo Johnny Baker—. Preparaos. Vamos a aterrizar. Cien… cincuenta… veinticinco…

El sobrecargado Soyuz aterrizó violentamente. Parecía que habían caído sobre suelo sólido. Johnny suspiró y dejó que sus músculos se relajaran uno tras otro. No había más vibraciones, no debían temer que se agotara el aire, que la descompresión hiciera estallar la nave o que murieran ahogados. Habían aterrizado.

Todos estaban empapados en sudor. La temperatura durante el descenso había sido muy elevada.

—¿Todos estáis bien? —preguntó Johnny.

—Perfectamente.

—Sí, gracias.

—Salgamos de aquí en seguida —dijo Rick.

Johnny no veía la necesidad de apresurarse, pero Rick y Pieter debían estar muy incómodos allá atrás. El mismo Rick había sugerido aquella colocación, pero ello no la hacía más cómoda. Johnny manoseó el sistema de cierre desconocido. Soltó una maldición y la cerradura funcionó, como si hubiera esperado el exabrupto. La escotilla quedó abierta.

—Vaya.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rick.

Leonilla estiró el cuello para ver.

—Qué recibimiento —dijo Johnny. Permaneció inmóvil en la escotilla, sonriendo a un grupo armado con escopetas y rifles. Más de una docena de hombres y ninguna mujer. Aunque no los contaba, vio media docena de escopetas y un montón de rifles y revólveres, pero lo que más le sorprendió fue distinguir un par de ametralladoras del Ejército.

Johnny levantó las manos. No era muy fácil mantener los brazos arriba y, a la vez, tratar de salir de la cápsula. ¿Por qué diablos estaba aquella gente tan nerviosa? Se movió, volviéndose para que pudieran ver la bandera de Estados Unidos en su hombro.

—No disparen. Soy un héroe.

El grupo no era precisamente atractivo. Parecían ratas semiahogadas vestidas con ropas campesinas convertidas en harapos, y sus rostros eran tan sombríos como sus armas. Un par de ellos llevaban vendajes ensangrentados. Johnny sintió el súbito impulso de hablarles en el inglés corrompido que es la lengua franca de ciertos países: Yo gran astronauta venir mismo país donde sois vosotros, amigos. Pero se contuvo.

Uno de los hombres del semicírculo se dirigió a él. Era un hombre canoso y fornido, aunque el mono que vestía le venía algo holgado. Todos parecían empequeñecidos bajo sus ropas. Pero los brazos del hombre eran gruesos como los de un campeón de lucha libre. La metralleta ligera parecía frágil entre sus manos.

—Dinos, héroe. ¿Cómo es que estabas en un avión ruso?

—Es un módulo espacial. Venimos del laboratorio espacial. ¿Han oído hablar de él? Se trata de la misión espacial conjunta Apolo-Soyuz. Fuimos a estudiar el cometa.

—Ya lo sabemos.

—Bien, el Apolo se agujereó. Creemos que le alcanzó un copo de nieve que viajaba a una velocidad enorme. Tuvimos que pedir a los soviets que nos trajeran a casa en su nave. Yo soy…

—¡Johnny Baker! ¡Le conozco, es Johnny Baker! —dijo una voz perteneciente a un hombre delgado, de liso pelo negro y finos dedos aferrados a una enorme escopeta—. ¡Eh!

—Encantado de conocerle —dijo Johnny, sinceramente—. ¿Podría bajar las manos?

—Hágalo —dijo el hombre canoso. Sin duda era el jefe del grupo, en parte por tradición y en parte por su fuerza bovina. La metralleta corroboraba su posición de líder. El cañón no apuntaba directamente a Johnny—. ¿Quién más hay ahí?

—Los demás astronautas. Dos soviéticos y otro norteamericano. Apenas hay sitio. Les gustaría salir si… bueno, si a sus hombres no les importa y se calman.

—Aquí no hay nadie excitado —dijo el portavoz—. Que salgan sus amigos, tengo que hacerles algunas preguntas. Por ejemplo, ¿por qué han venido aquí los comunistas?

—¿Adónde podíamos ir? Sólo había una nave espacial para los cuatro. ¿Quieres salir, Leonilla?

La astronauta salió, sonriente, con las manos ligeramente en alto.

—Leonilla Malik —anunció Johnny—. La primera mujer del espacio.

No era exactamente cierto, pero sonaba bien.

La dureza de las miradas se ablandó. El hombre canoso bajó su arma.

—Soy Deke Wilson —dijo—. Salga, señorita. ¿O debo decir camarada?

—Lo que usted prefiera —dijo ella. Salió por la escotilla abierta y parpadeó a causa del reflejo del agua a doscientos metros al oeste—. Esta es mi primera visita a América, y también la primera vez que salgo de la Unión Soviética. Antes no me dejaban salir.

—Ahora salen los otros —dijo Johnny—. Pieter…

El brigadier general Jakov no sonreía. Tenía las manos en alto y la espalda rígida, y el signo de la hoz y el martillo, con las letras CCCP, resaltaba en su hombro. Los granjeros adoptaron de nuevo una expresión cautelosa.

—El general Pieter Jakov —anunció Johnny—. Hay uno más. Rick…

Un par de granjeros intercambiaron miradas con sus amigos.

Salió Rick, también sonriendo, procurando que también se viera bien su bandera de Estados Unidos.

—El coronel Rick Delanty, de la Fuerza Aérea norteamericana —dijo Johnny.

Los granjeros se estaban tranquilizando. Por lo menos un poco.

—Soy el primer negro que ha ido al espacio —dijo Rick—, y el último hasta dentro de unos dos mil años. —Hizo una pausa y añadió—: Todos somos los últimos.

—Por algún tiempo. Quizá no habrá que esperar tanto tiempo —dijo Deke Wilson.

—Se colgó la metralleta del hombro, de modo que el cañón apuntaba al cielo. También se produjo un cambio sutil en la forma en que los demás llevaban sus armas. Ahora eran un grupo de granjeros que, simplemente, iban armados.

Uno de los hombres sonrió maliciosamente.

—¿Te obligaron a ir atrás?

—Bueno —dijo Rick—. Era el único autobús que había allá arriba.

Todos se echaron a reír.

—Derek, coge a tus muchachos y vuelve a la barricada de la carretera —dijo Wilson, y se volvió hacia Baker—: Estamos un poco nerviosos, porque algunos amotinados del Ejército andan por estos alrededores. Mataron a un tipo armenio carretera abajo y se lo comieron. Uno de los chicos llegó hasta nosotros y nos advirtió. Tendimos una emboscada a esos hijos de… Pero aún quedan muchos. Y hay otros, gente de la ciudad, enfermos de rabia…

—¿Están tan mal las cosas? —preguntó Leonilla—. ¿Con tanta rapidez?

—Tal vez no deberíamos haber bajado —comentó Rick.

Pieter Jakov apoyó una mano en el Soyuz, con ademán posesivo.

—La nave espacial contiene informes vitales y deben ser preservados. ¿Hay algún lugar dónde puedan estudiarlos? ¿Hay científicos o universidades cerca de aquí?

Los granjeros se echaron a reír.

—¿Universidades? General Baker, mire a su alrededor. Eche una buena mirada.

John Baker miró la desolación que le rodeaba. Al este había colinas batidas por la lluvia, algunas verdes y otras yermas. Todas las zonas bajas estaban llenas de agua. La carretera que iba hacia el noreste se asemejaba más a una serie de islas de cemento que a una carretera.

Al oeste había un vasto mar interior, con olas de treinta centímetros de altura, salpicado de pequeños montículos marrones que se habían convertido en islas. En el espacio que ocupó una plantación, no totalmente sumergida, sobresalían las copas de los árboles en una disposición regular. Algunas barcas se deslizaban por aquel mar. El agua estaba embarrada, era oscura y peligrosa, y hedía a causa de los cuerpos putrefactos que flotaban en ella, cadáveres no sólo de ganado…

Las olas movían suavemente los restos de una muñeca de trapo. Flotaba a unos treinta metros de la línea costera. No lejos, tal vez unidos de alguna manera a la muñeca, se veían guedejas de cabello rubio y una tela a cuadros, no reconocibles como algo humano. Deke Wilson siguió la mirada de Baker y luego se volvió hacia la granja que se alzaba en una colina por encima de aquel lago.

—No podemos hacer nada —dijo en tono amargo—. Tendríamos que dedicar todo el tiempo a enterrarlos, y aún así no lo conseguiríamos.

En aquel momento Johnny Baker tuvo plena conciencia del horror que significaba la caída del cometa.

—Ha sido peor de lo que creía —dijo Baker—. No ha sido sólo el choque, el fin de la civilización y la necesidad de reconstruirla. No, están las secuelas, y eso es peor que el cometa.

—Tiene razón —dijo Wilson—. Ha sido muy afortunado, Baker. Se ha librado de lo peor.

—¿No hay gobierno central? —preguntó Pieter Jakov.

—Aquí lo tiene —dijo Wilson—. Hay un sheriff, Bill Appleby, pero eso no sirve de nada. No hemos tenido noticias de Sacramento desde que chocó el cometa.

—Pero supongo que habrá alguien tratando de organizarse —dijo Leonilla.

—Sí, la gente del senador —dijo Wilson.

—¿El senador? —preguntó John Baker, procurando que su rostro no mostrara emoción. Apartó la mirada del terrible mar interior y la dirigió a las colinas hacia el este.

—El senador Arthur Jellison —informó Deke Wilson.

—Parece que no le gusta mucho —dijo Rick Delanty.

—No exactamente. No puedo censurarle, pero no tengo por qué apreciarle.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Baker.

—Está organizado —explicó Wilson—. En ese valle suyo. —Wilson señaló al noreste, hacia las estribaciones de la Sierra Alta—. Está rodeado de colinas. Tienen patrullas, guardias fronterizos, y no dejan entrar a nadie sin su autorización. Si quiere ayuda, se la proporcionarán, pero a un precio muy alto. Tendrá que alimentar a sus hombres y entregarles más comida, petróleo, municiones, fertilizantes, todo lo que pueda conseguir.

—Si tienen petróleo, creo que estarán en buenas condiciones —dijo Rick Delanty.

Wilson hizo un amplio gesto que abarcaba el terreno circundante.

—¿Cómo podemos mantenernos aquí? No hay límites fronterizos. No hay rocas para convertir este lugar en una fortaleza. No tenemos tiempo para construir. No hay forma de evitar que entren los refugiados y saqueen lo que tengamos. ¿Quiere cerrar ese cacharro? No quiero tanta gente aquí sin hacer nada. Hay trabajo que hacer. Mucho trabajo.

—Sí. El material estará seguro. —Pieter trepó al Soyuz y cerró la escotilla.

—No hay electricidad —dijo Johnny Baker—. ¿Y las centrales nucleares? ¿La que había cerca de Sacramento?

Wilson se encogió de hombros.

—Sacramento estaba a menos de ocho metros sobre el nivel del mar. Los terremotos lo desbarataron todo, y es posible que la central nuclear esté bajo el agua, o tal vez no. No podría decirle. Entre aquí y la ciudad hay una extensión de agua y marismas de cuatrocientos kilómetros, y la mayor parte del valle ha quedado inundado y a bastante profundidad. ¿Ha cerrado eso? Vámonos.

Anduvieron colina arriba, hacia la granja. Al acercarse, Baker vio los sacos de arena y las trincheras individuales excavadas alrededor de los edificios. Mujeres y niños trabajaban en el refuerzo de las fortificaciones.

Wilson se quedó pensativo.

—General —dijo por fin—. Usted tendría que hacer algo mejor que excavar trincheras, pero no sé qué podría ser.

Johnny Baker no dijo nada. Estaba abrumado por lo que había visto y sabido. Allí no había civilización, sino unos granjeros desesperados que trataban de conservar unas pocas hectáreas de terreno.

—Podemos trabajar —dijo Rick Delanty.

—Tendrán que hacerlo —replicó Wilson—. Miré, dentro de unas semanas tendremos noticias del senador. Le haré saber que ustedes están aquí, y tal vez él quiera que vayan a su rancho. Tal vez esté tan interesado que se sentirá en deuda con nosotros por la transferencia. Podría sernos útil que se sienta en deuda.