SEGUNDA SEMANA: EL MONTAÑERO

El tiempo, como un torrente incesante, se lleva a todos sus hijos; Huyen, olvidados, como un sueño muere al despuntar él día.

Isaac Watts, 1719; Himno Anglicano 289

Diluviaba. Harvey Randall pasaba casi desapercibido, de la misma manera que él apenas veía los lugares en donde la carretera había desaparecido. Evitaba de un modo automático los baches más profundos, avanzando con cautela por el barro que cruzaba la calzada en forma de verdaderos ríos. Estar en movimiento le producía una agradable sensación. Avanzaba poco a poco por la serpenteante carretera en dirección a la Sierra Alta. No había otros coches ni gente, sólo la carretera. Tenía alimentos, un cuchillo y la pistola de tiro al blanco. La comida era parca, lo mismo que la munición, pero era una suerte contar con lo poco que tenía.

—Eh, Harv —llamó Mark, detrás de él—. ¿Descansamos un poco?

Harvey siguió andando. Mark se encogió de hombros y murmuró algo entre dientes. Pasó la escopeta del hombro derecho al izquierdo. Ocultaba el cañón del arma bajo el capote de monte con que se cubría, y así lo mantenía seco, pero Mark tenía la sensación de que ninguna parte de su cuerpo estaba seca. Sudaba tanto que el capote resultaba incómodo. Bajo aquella pesada prenda parecía estar en un baño de vapor.

Harvey ladeó un riachuelo. El camino que habían recorrido hasta entonces no era tan malo como para impedir el paso del potente furgón, y maldijo al senador y su testarudo ayudante, pero lo hizo en silencio. Si decía algo, Mark estaría de acuerdo con él, y Mark ya tenía bastantes problemas con Al Hardy. Uno de aquellos días a Mark le pegarían un tiro, o lo echarían de la fortaleza del senador, y en ese caso Harvey Randall tendría que tomar una decisión.

Entretanto podía poner todo su esfuerzo en trepar colina arriba. Un paso, una pausa durante una fracción de segundo, dejando inmóvil la pierna atrasada para que descansara un instante, cargar el peso en el pie adelantado, dar otro paso, un nuevo instante de descanso… Distraídamente, Harvey abrió una bolsita que colgaba de su cinto y sacó un pedazo de carne seca. Era carne de oso. Harvey nunca había probado hasta entonces aquella clase de carne, y ahora se preguntaba si alguna vez comería otra cosa. Pensó que al caer la tarde estarían a unos quince kilómetros de la fortaleza, y si podían cazar algo se lo comerían. Según las reglas del senador estaba prohibido cazar a menos de ocho kilómetros del rancho. Era una prohibición sensata. Más adelante la caza sería necesaria, y era preciso que los animales no se asustaran antes de tiempo. Todas las reglas del senador tenían sentido, pero no dejaban de ser reglas, proclamadas sin discusión, órdenes emitidas desde la gran casa y a las que nadie se oponía excepto los Christopher, aunque estos todavía no las discutían.

George Christopher había autorizado la marcha de Harvey. Hardy no había querido arriesgarse. No era que le importase lo que pudiera ocurrirle a Harvey, pero las armas y la comida que este llevaba eran valiosas. Sin embargo, Maureen había hablado con Hardy, y luego George Christopher salió para darle a Harvey las provisiones y explicarles las condiciones en que estaba la carretera.

Harvey estaba seguro de que aquello no era una coincidencia. Christopher no tenía razón alguna para ayudarle… y había empezado a comportarse el día en que Maureen habló de ello a Al Hardy y su padre, el día en que había mostrado una amistad abierta hacia Harvey Randall. Este no podía pasar aquel hecho por alto.

Era fácil ver lo que Maureen significaba para George Christopher, pero ¿qué significaba este para ella? ¿Y qué significaba él mismo, Harvey Randall, para Maureen Jellison?

Era muy probable que se hubiera enamorado de ella, pero no podía saberlo con certeza. Había sido un marido bueno, casi fiel, durante dieciocho años, y eso no era precisamente una preparación para tener una nueva relación amorosa. O tal vez sí. Siempre le había parecido que dos personas lo bastante decididas a intentarlo podrían hacerlo. Ahora le costaba comprender el funcionamiento del amor. Había estado dispuesto a dar su vida por Loretta, pero no a quedarse en casa sólo porque ella tenía miedo. Ahora podía enfrentarse a aquel hecho, pero no estaba seguro de su significado.

Eran las primeras horas de la tarde, el momento adecuado para acampar. Mientras avanzaba escudriñaba atentamente la espesura a su alrededor. Se sentía muy solo y vulnerable. Hubo un tiempo en que cuando uno se alejaba de las vías principales podía contar con que encontraría buena gente, pero eso había sido antes de la caída del cometa. Algunos aspirantes a atracadores habían bajado de aquellas colinas aún no hacía un par de días, y ellos u otros como ellos podían prepararles una emboscada en cualquier parte. Pero hasta entonces no había visto a nadie.

El camino discurría a través de un bosque de pinos, por laderas empinadas, y todos los lugares llanos estaban encharcados. No sería fácil encontrar un sitio para acampar bajo aquella lluvia. Un hueco entre pedruscos, como el que habían utilizado para instalar el puesto de vigilancia, sería lo mejor. Pero debería tener mucho cuidado; algo o alguien utilizaría cualquier lugar seco que pudiera encontrar. Osos, serpientes, cualquier cosa.

En el primer lugar donde miraron había una mofeta. Harvey lamentó tener que pasar de largo, puesto que hubiera sido un buen sitio para acampar. Eran dos rocas, apoyadas la una en la otra, y entre ellas un espacio seco. Pero los ojos pequeños y vidriosos y el olor inequívoco fueron invencibles.

Además, las mofetas pueden transmitir la rabia. Una mordedura de mofeta podía ser lo más peligroso en aquellos contornos. Pasaría mucho tiempo antes de que se pudiera disponer de nuevo del tratamiento Pasteur contra la rabia…

En la cueva siguiente había un zorro o un perro salvaje. No pudieron distinguir bien qué era, pero ahuyentaron al animal. La zona cubierta por las piedras no estaba seca ni era bastante grande, pero cortaron unas ramas para sostener sus capotes de monte y al menos evitaron que siguiera cayéndoles agua sobre la cabeza.

Tenían que encender una hoguera. Harvey pasó el resto de la tarde recogiendo madera. Había troncos empapados, pero si se cortaban podía obtenerse un poco de madera seca en el centro. Con toda la madera recogida podrían mantener el fuego durante una hora, tal vez más si tenían cuidado. Cuando se hizo totalmente oscuro, Harvey utilizó un poco del preciado gas de su encendedor.

—Ojalá tuviera una bengala de ferrocarril —dijo Harvey. Vertió cuidadosamente un poco de gas en la base del pequeño montón de madera seca—. Con una bengala es posible encender un fuego en medio de una ventisca.

—El maldito Hardy no te la daría —dijo Mark.

—Será mejor que tengas cuidado con él —le advirtió Harvey. Encendió una cerilla, el gas se inflamó y las llamas les cegaron un instante. La madera prendió, irradiando un calor escaso pero agradable—. No le gustas.

—No creo que le guste nadie —dijo Mark, empezando a colocar los trozos de madera más grandes junto al fuego, para que se secaran—. Siempre sonríe, pero es un hipócrita.

Harvey asintió. La sonrisa de Hardy no había cambiado desde la caída del cometa. Seguía siendo el ayudante del político, el hombre amistoso con todo el mundo, pero ahora su sonrisa era una amenaza, no algo cordial y amigable.

—Jesús —dijo Mark.

—¿Qué?

—Sólo pensar en esos pobres desgraciados me da repeluzno.

—No pienses en eso.

—No olvidaré lo que ha ocurrido —dijo Mark.

—Yo tampoco.

En el rancho de los Román habían encontrado cuatro muchachos asustados, dos chicos y dos muchachas, ninguno de los cuales tendría más de veinte años. Dos de ellos resultaron heridos en la refriega, cuando Hardy y Christopher los capturaron. Entonces hubo un intercambio de gritos entre Hardy y Christopher. George Christopher quería liquidar a los cuatro allí mismo. Al Hardy arguyó que debían llevarlos al pueblo. Harvey y Mark se pusieron al lado de Hardy, y finalmente Christopher accedió a los deseos de los demás.

Pero cuando llegaron al pueblo, el senador y el alcalde convocaron un juicio aquella misma tarde, y por la noche los cuatro muchachos colgaban delante del Ayuntamiento. El método de George Christopher no hubiera sido tan duro.

—Mataron a los Román y al otro tipo, el de Muchos Nombres —dijo Harvey—. ¿Qué otra cosa podríamos haber hecho con ellos?

—Diablos, se habían expuesto a eso —dijo Mark—. Pero todo fue tan rápido, y las chicas gritaban y lloraban de aquella manera… —Pensativo, Mark alimentó de nuevo la fogata.

Las ejecuciones habían conmocionado a varios vecinos del pueblo. Harvey no tenía duda al respecto. Pero nadie dijo nada. Los Román habían sido sus amigos. Además, discutir podría ser peligroso. Detrás de las sonrisas de Al Hardy, su calma perpetua y sus buenos modales, había una amenaza latente y definitiva: la carretera. Los que no cooperaran, los que causaran demasiados problemas, serían abandonados a su suerte en la carretera.

Estaban casi en la cima, en el punto más alto al que llegaba la carretera, y ya era hora de acampar. Era el tercer día desde su salida y la lluvia seguía cayendo con monótona insistencia. Cuanto más ascendían más frío. Aquella noche tendrían que encender un buen fuego, que durase hasta el día siguiente, lo cual significaba que habrían de turnarse para mantenerlo encendido.

Harvey estaba preparando los troncos, y todavía no había usado su encendedor cuando notaron el olor.

—Humo —dijo Mark—. Una fogata de campamento.

—Sí, y está bien escondido —comentó Harvey.

—No pueden estar lejos, de lo contrario nunca notaríamos el olor, sobre todo con esta lluvia.

Probablemente tampoco lo verían. Harvey hizo una seña a Mark para que se callara y permaneció en inmovilidad absoluta. Soplaba un fuerte viento desde más arriba de la montaña, y sin duda transportaba los olores del campamento. La lluvia era un telón de agua, y la luz mortecina no permitía ver nada más allá de unos pocos metros.

—Echemos un vistazo —dijo Mark.

—Sí, pero dejemos aquí los capotes. No podemos mojarnos más de lo que ya estamos.

Ascendieron con cautela, siguiendo el camino, escudriñando la penumbra.

—Por allí —susurró Mark—. He oído algo. Una voz.

Harvey también creyó haberla oído, pero era demasiado débil. Avanzaron en aquella dirección. No valía la pena mantener la cautela, pues el viento y la lluvia se imponían a los demás ruidos, y los dos hombres chapoteaban en el suelo enfangado y cubierto de hojas mojadas.

—Espera un momento.

Permanecieron inmóviles. Había sido una voz de niña, bastante pequeña. Estaba muy cerca, probablemente oculta entre la espesura.

—¡Andy! —grite»—. Dos visitantes.

—Ya voy.

Harvey se quedó rígido. Era…

—¡Andy! —exclamó—. ¿Eres tú, Andy?

—Sí, señor.

Su hijo apareció en el camino. Harvey se precipitó hacia él.

—Andy, gracias a Dios que estás bien…

—Sí, señor, estoy bien. ¿Y mi madre…?

El recuerdo del bulto patético envuelto en una manta eléctrica atenazó a Harvey.

—Asaltaron la casa —dijo al muchacho—. Los saqueadores mataron a tu madre.

—Oh.

Andy se apartó de su padre. Una muchacha salió de entre la espesura. Iba armada con una escopeta. Andy se acercó a ella y se quedó a su lado.

Harvey pensó que el chico había crecido en un par de semanas. Observó la manera en que permanecía junto a la muchacha, en actitud protectora, con mucha naturalidad, y le recordó las palabras de la ceremonia del matrimonio: «una sola carne». Sí, parecían las dos mitades de una misma persona, pero eran tan jóvenes… Unos pelos muy finos despuntaban en la barbilla de Andy. No una barba auténtica, sino una ligera pelusa como la que él tenía cuando Loretta se empeñó en que se afeitara porque no era atractiva, aunque apenas se veía.

—¿Está el señor Vanee aquí? —preguntó Harvey.

—Sí, venid por aquí —dijo Andy.

El muchacho dio media vuelta y su compañera volvió a ocultarse en la espesura. No había dicho una sola palabra. Harvey se preguntó quién sería. La… mujer de su hijo. Y ni siquiera sabía su nombre, ni Andy se lo había dicho. Algo en todo aquello le parecía a Harvey tremendamente mal, pero no sabía que podía hacer.

Gordie Vanee se alegró de verle, y la alegría de Harvey fue aun mayor. Gordie había construido un gran refugio, con troncos y una techumbre de hojas y ramas que resguardaba de la lluvia. Bajo el refugio había madera seca y colgaban pescados y pájaros que habían capturado. Sobre el fuego hervía una cacerola con caldo.

—¡Harv! Sabía que llegarías aquí. Te estaba esperando.

Aquel recibimiento asombró a Harvey.

—¿Cómo podías esperar que te encontrara?

—Bueno, este es el sitio de reunión, donde siempre nos deteníamos antes de emprender las excursiones a pie.

No había bastante luz para comprobarlo, pero el lugar no parecía distinto a cualquier otro claro cerca de la carretera. Harvey sabía que jamás lo hubiera reconocido.

—Yo hubiera pasado de largo…

—Hubieras vuelto al llegar a la cabaña —dijo Gordie, lo que queda de ella.

Había una docena de chicos bajo el refugio, la mayoría agrupados en parejas, con los sacos de dormir unidos. Chicos y chicas, en parejas…

—¿Son chicas exploradoras? —preguntó Harvey.

—Te lo contaré luego. La semana pasada tuvimos algunos problemas. Ahora todo está en orden. Has… has visto a Janie, ¿verdad?

—¿La chica que estaba con Andy? —Harvey miró a su alrededor. Andy ya no estaba allí. Había conducido a Mark y Harvey hasta el refugio y se había marchado sin decir palabra.

—Sí, Janie Somers. Ella y Andy… —Gordie se encogió de hombros.

—Ya veo.

Pero, en realidad, Harvey no lo veía. Andy era un muchacho, un niño…

A los catorce años, un muchacho romano recibía una espada y un escudo y se incorporaba a una legión. Podía convertirse legalmente en cabeza de familia, en propietario. Pero eso fue en Roma y aquello era…

Aquello era el mundo después de la caída del cometa. Andy tenía familia y era ya un adulto.

Los demás niños no eran tales. Miraban atentamente a Harvey, no de la manera en que un niño mira a un adulto.

Tal vez con suspicacia, pero no con ira ni respeto ni… Aquellos niños habían crecido mucho.

Había una muchacha en el saco de dormir de Gordie.

No podía tener más de dieciséis años.

El ambiente era seco y cálido. Las ropas de Harvey colgaban cerca del fuego, y estaba sentado sobre el saco de dormir de Gordie, parcialmente envuelto en él, y con los pies y piernas secos por primera vez en varios días.

El té no era auténtico, sino un brebaje a base de corteza, pero sabía bien, lo mismo que el tazón de caldo que Gordie le había dado antes. Mark dormía, con una sonrisa en los labios, muy cerca de la fogata. Los demás también estaban dormidos, o lo fingían. Andy y Janie estaban juntos en su saco de dormir; Bert, el hijo de Gordie, con otra chica, y Stacey, la muchacha con la que dormía Gordie, estaba acurrucada y apoyada en las rodillas de este, dormitando.

A Harvey le producía una extraña impresión hogareña en medio de los bosques.

Gordie le contó lo ocurrido.

—Sí, al principio fue duro. Llevé al grupo de regreso a Soda Springs, cuando vi que el cometa había caído. Allí diluviaba y había huracanes. Al cuarto día nos dirigimos hacia aquí de nuevo. Anduvimos durante cuatro días, y al llegar nos encontramos con unos motoristas. Habían descubierto a las chicas que acampaban aquí. Nos hicimos cargo de ellos.

—Os hicisteis cargo. ¿Quieres decir que…?

—Claro, Harvey, ya sabes lo que quiero decir. Habían violado y matado a una de las chicas, y mataron también a la mujer que las cuidaba cuando intentó luchar con ellos.

—Dios mío —dijo Harvey—. Gordie, tú no tenías armas…

—Tenía una pistola del veintidós, por si acaso. Pero no la utilicé.

Aquel era un nuevo Gordie. Harvey no podría decir en qué se diferenciaba, porque hacía los mismos chistes y en muchos aspectos era el Gordie Vanee que Harvey conocía, pero en el fondo no era él. Para empezar, no era un hombre a quien uno pudiera imaginar como banquero. Parecía perfectamente adaptado al ambiente, con una barba de dos semanas, sin el vientre lleno pero tampoco hambriento. Cómodo, seco, sosegado y dueño de sí…

—Fueron unos estúpidos —prosiguió Gordie—. No querían mojarse, así que levantaron algunas tiendas de campaña al lado de su remolque. Todavía tenemos sus ropas de lluvia. Hemos usado algunas para construir este refugio. —Indicó con un gesto la estructura de troncos y piedras, la techumbre y el agujero que hacía de chimenea—. Todos estaban dentro, incluso los que debían montar guardia. Así que les golpeamos en la cabeza.

—¿Así por las buenas?

—Pues sí, y luego los degollamos. Andy mató a dos.

Gordie se quedó un momento en silencio para dejar caer sus palabras. Harvey siguió sentado, inmóvil, y luego miró al lugar donde Andy dormía con su… su mujer. Una mujer que había conseguido por derecho de conquista, rescatándola…

—¿Y después de eso las chicas se acostaron con vosotros? —preguntó Harvey.

—Pregúntaselo a ellas —respondió Gordie—. No violamos a ninguna, si te refieres a eso.

—Sólo técnicamente —dijo Harvey, pero en seguida se arrepintió de sus palabras.

Gordie no se molestó por la observación, sino que se echó a reír.

—Violación de menores. ¿Quién va a denunciar eso? ¿A quién le importa, Harvey?

—No lo sé. Tal vez al senador. Gordie, Marie ha venido conmigo. Está en el rancho del senador.

—¿Marie? Creía que habría muerto. Ha venido en busca de Bert, naturalmente. No se hubiera preocupado por mí.

Harvey no dijo nada. Gordie tenía razón.

—Ni siquiera le preocupa tampoco Bert —dijo Gordie.

—Tonterías. Es como una tigresa. Nos costó mucho impedir que viniera aquí conmigo y Mark.

—Sí, tal vez. Cuando sepa que está a salvo dejará de preocuparse. —Gordie miró fijamente el fuego—. ¿Qué piensas hacer ahora?

—Os llevaremos con nosotros.

—¿Para que el senador me mire de un modo raro y quizá trate de juzgarme por violación de menores? ¿Para que pueda separar a Andy de su chica?

—No ocurrirá eso.

—¿Tú crees? Anda, Harv, duerme un poco. Yo iré a vigilar. Es mi turno.

—Yo lo haré.

—No.

—Pero…

—No me hagas decirlo, Harvey. Duerme un poco.

Harvey asintió y se introdujo en el saco de dormir. «No me hagas decirlo», le había pedido Gordie. ¿Decir qué? Que no era uno de los suyos, que no confiarían en él como centinela.

Desayunaron pescado frito y varias verduras desconocidas para Harvey, pero que le parecieron excelentes. Harvey estaba terminando cuando Gordie se acercó y se sentó a su lado.

—Hemos hablado del asunto, Harv. No iremos contigo.

—¿Ninguno? —preguntó Harvey.

—Exacto. Permaneceremos juntos.

—Estás loco, Gordie. Aquí hará mucho frío. Nevará dentro de un par de semanas.

—Ya nos arreglaremos —dijo Gordie.

—¡Andy! —llamó Harvey.

—¿Sí, señor?

—Tú vienes conmigo.

—No, señor —dijo Andy en tono tan firme que no admitía réplica.

El muchacho se levantó y salió del refugio, seguido por Janie, la cual todavía no había cruzado una palabra con Harvey Randall desde que le dio el alto en el camino.

—Podrías quedarte con nosotros —dijo Gordie.

—Me gustaría, y más aún si me lo pidiera Andy.

—¿Qué esperas? —le preguntó Gordie—. Mira, tú elegiste quedarte en la ciudad. Tenías tu trabajo, te quedaste por él y enviaste a Andy a la montaña…

—¡Dónde estaría a salvo!

—Y solo.

—No estaba solo —insistió Harvey—. Estaba…

—No me lo digas a mí. Discútelo con Andy. Mira, esta mañana lo sometimos a votación y nadie puso objeciones. Puedes quedarte con nosotros.

—Eso es una tontería. ¿Qué hay aquí?

—¿Y qué hay ahí abajo?

—Seguridad.

Gordie se encogió de hombros.

—¿Crees que eso vale la pena? —Gordie no imploraba, puesto que nada tenía que implorar. Sólo trataba de hacer comprender a Harvey, aunque sabía que este nunca lo comprendería. Y a Gordie no le importaba, en el fondo, pero debía hacer aquel esfuerzo por su amigo—. Mira, Harv, si tu hijo se va contigo volverá a ser un chiquillo. Aquí es el segundo al mando…

—¿Al mando de qué?

—Del grupo que formamos. Aquí es un hombre, Harv. Ahí abajo no lo sería. Vi la forma en que mirabas a él y a Janie. Para ti todavía son unos críos. Allá abajo harás que lo sean de nuevo. Les harás sentirse criaturas, inútiles. Pero aquí Andy sabe que no es inútil. Todos dependemos de él. Aquí está haciendo algo importante, no es una mera pieza en una maquinaria de supervivencia.

Harvey pensó que aquella definición era acertada. Una maquinaria de supervivencia. Aquello era lo que tenían en la fortaleza del senador. Una máquina de supervivencia, y muy buena por cierto.

—Por lo menos hay muchas probabilidades de sobrevivir.

—Claro —dijo Gordie—. Piensa en ello. Harvey. El fin del mundo, la caída del cometa. ¿No deberían ser las cosas distintas después de eso?

—Pero las cosas ya son distintas. Por Dios, ¿hasta qué punto quieres que lo sean? Acabamos de capturar a cuatro chicos desgraciados y los hemos colgado enfrente del Ayuntamiento. Estamos poniendo todo nuestro empeño para sobrevivir el invierno. No es nada fácil, pero lo lograremos.

—¿Y qué haríamos nosotros ahí abajo? —preguntó Gordie.

Harvey pensó en ello. No estaba seguro. No sabía si Hardy dejaría entrar a tanta gente en la fortaleza. Un grupo de muchachos exploradores, sí. Pero ¿aquella tropa de guerreros? Tal vez aquel era su medio natural, como una nueva raza de habitantes de las montañas.

—Maldita sea, es mi hijo, y va a venir conmigo.

—No, no lo es, Harv. Ya no es nada tuyo. Es dueño de sí mismo y no tienes ninguna manera de obligarle a ir contigo. No nos iremos, Harv, ninguno de nosotros. Pero tú puedes quedarte.

—¿Y qué haría si me quedara?

—Lo que quisieras.

La oferta no era ni siquiera tentadora. ¿Qué haría allí? ¿Y qué sería? Harvey se levantó y cogió su mochila.

—No. ¿Mark?

—Sí, jefe.

—¿Vienes conmigo o te quedas aquí?

Mark había estado silencioso, lo cual era muy raro en él, desde que llegaron.

—Voy contigo, Harv. Joanna está allá abajo, y no creo que esto le gustara mucho. A mí tampoco. No me hace gracia estar siempre acampado.

—Vamos —dijo Harvey. Miró a su alrededor, tristemente. No había allí nada que le perteneciera.

Los maremotos han terminado su labor. En las orillas del Atlántico no quedan indicios de las obras humanas. Incluso las líneas costeras han cambiado. El Golfo de México es un tercio más grande que antes. Florida es una cadena de islas y la bahía de Chesapeake se ha convertido en un golfo. Profundas bahías se han abierto en la costa occidental de África.

En la tierra, los cráteres ya no brillan de manera visible, pero siguen cambiando el clima. Los volcanes vierten lava y humo. Los huracanes azotan los mares. Llueve por doquier. La obra del Martillo aún no se ha completado.