Dudar de todo o creer en todo son dos soluciones igualmente convenientes; ambas ahorran la necesidad de la reflexión.
H. Poincaré.
Maureen Jellison se detuvo en la cresta de la colina. Estaba empapada por la lluvia cálida. Los relámpagos brillaban en lo alto de las montañas. Maureen se acercó a la profunda grieta en la prominencia granítica. La superficie estaba resbaladiza. Sonrió al pensar en que su padre le había dicho que no subiera allí sola incluso antes de que ocurriera…
Le era difícil terminar aquel pensamiento. No sabía cómo nombrar a lo que había sucedido. El fin del mundo parecía trivial, y ni siquiera era cierto, al menos de momento. El mundo no había llegado a su fin en el rancho al que ahora llamaban la Fortaleza. Maureen no podía ver el valle allá abajo, oculto por la cortina de lluvia, pero sabía que estaba lleno de actividad. Se estaba haciendo un inventario de todo lo que podría ayudarles a superar el invierno, desde gasolina hasta cacerolas. Al Hardy se ocupaba de ello de manera sistemática, y utilizaba a Maureen, Eileen Hamner y Marie Vanee como agentes que visitaban todas las casas del valle.
—Somos unos husmeadores —gritó Maureen al viento y la lluvia. Añadió en voz baja—: Y no sirve de nada.
Tener que husmear no le molestaba. Si algo era necesario, si algo podría salvarles, sería el cuidadoso trabajo de Al Hardy, y no husmear o tratar de ocultar sus posesiones. Quienes hacían esto último estaban locos, pero no era eso lo que molestaba a Maureen, sino la actitud de quienes la recibían bien, los que creían sin el menor género de dudas que el senador Jellison les garantizaría la subsistencia y que eran felices de un modo patético al ver a su hija. No les importaba que ella había ido a su casa a husmear y quizás a llevarse sus pertenencias. Ofrecían de buen grado todo cuanto tenían, gratuitamente, a cambio de una protección que no existía.
Algunos granjeros y rancheros tenían orgullo e independencia. Comprendían la necesidad de organización, pero eso no les hacía sentirse serviles. Los demás, en cambio, los patéticos refugiados que habían conseguido rebasar los bloqueos de las carreteras…, los patéticos refugiados procedentes de la ciudad que tenían casas en el valle y que habían huido para evitar el choque del cometa pero que no tenían idea de lo que harían ahora, incluso los campesinos cuyo subsistencia dependía de los camiones que transportaban pienso, los vagones de ferrocarril refrigerados y el clima de California… Para ellos los Jellison eran el «gobierno», que cuidaría de ellos como siempre lo había hecho.
Maureen no podía soportar aquella responsabilidad. Les contaba mentiras deliberadamente. Aquel año no habría cosechas en ninguna parte. ¿Cuánto tiempo les mantendría vivos el botín obtenido en los almacenes inundados? ¿Cuántos refugiados más había en la cuenca del San Joaquín, y qué derecho tenía ella a vivir cuando el mundo estaba agonizando?
Brillaron los relámpagos, ahora cerca de donde Maureen se hallaba. Permaneció inmóvil sobre el granito, en el borde. «Yo quería objetivos. Ahora ya los tengo, pero son excesivos». Su vida ya no giraba en torno a la vida social de Washington y sus chismorrerías. No podía decir que sobrevivir al fin del mundo fuera trivial… y, sin embargo, lo era. Si la vida iba a limitarse a la mera existencia, ¿cómo iba a ser de otro modo? En Washington era más cómoda. Era más fácil ocultar el sufrimiento. Aquella era la única diferencia.
Oyó el ruido de pasos detrás de ella. Alguien se acercaba a la cresta de la colina. Maureen no estaba armada y tenía miedo. Pensó que sentir temor ahora era algo ridículo: estaba al borde de un precipicio, sobre un saliente granítico, rodeada por los relámpagos amenazadores, y si esta situación le atemorizara estaría justificado. No obstante, era la primera vez que sentía miedo por la proximidad de un extraño en el valle, lo cual aumentaba su pánico. El Martillo cósmico lo había destrozado todo, había acabado con su refugio. Miró el borde del precipicio y adelantó ligeramente su cuerpo. Sería tan fácil lanzarse al vacío…
El hombre se acercó más. Llevaba un impermeable y un sombrero de ala ancha; sostenía un rifle resguardado de la lluvia debajo del impermeable.
—¿Estás ahí, Maureen? —le gritó.
Ella sintió que el alivio llegaba a oleadas. Estuvo a punto de echarse a reír como una histérica.
—¡Harvey! ¿Qué haces aquí?
Harvey Randall llegó al borde de la roca. Se notaba en su actitud la aprensión que sentía. Maureen recordó que temía las alturas y se acercó a él, apartándose de la hendidura.
—Yo soy el que debe estar aquí. ¿A qué diablos has venido?
—No lo sé. Supongo que a mojarme. —Tras pronunciar aquellas palabras se dio cuenta de que eran ciertas. Estaba empapada, a pesar del impermeable, y tenía las botas llenas de agua. Tenía la espalda fría y húmeda—. ¿Y tú por qué has de estar aquí?
—Servicio de guardia. Tengo un refugio cerca de aquí. Vamos, resguardémonos de la lluvia.
—De acuerdo.
Harvey echó a andar por la cresta de la colina, y ella le siguió pasivamente.
El refugio estaba a cincuenta metros, y estaba formado por grandes piedras apoyadas unas en otras y un tosco cobertizo de madera y bolsas de basura de plástico. En el interior no había más luz que la grisácea claridad procedente del exterior. El mobiliario consistía en un colchón neumático y un saco de dormir. Una caja de madera servía de banco. De un poste clavado en el suelo colgaban varios objetos: una corneta, una bolsa de plástico con libros en rústica, unos prismáticos, una cantimplora y un recipiente con comida.
—Bienvenida al palacio —dijo Harvey—. Quítate esa ropa mojada y sécate un poco.
Harvey hablaba tranquilo, con naturalidad, como si no fuera nada extraño encontrar a la muchacha sola en un saledizo rocoso y en medio de una tormenta eléctrica.
El refugio era grande. Había sitio suficiente para moverse con holgura. Harvey se quitó el impermeable y el sombrero, y ayudó a Maureen a quitarse la chaqueta empapada. Colgó las ropas húmedas en unos clavos cerca de la abertura de entrada.
—¿Qué estás vigilando? —le preguntó Maureen.
Él se encogió de hombros.
—Desde aquí puede observarse el camino de acceso. Con esta lluvia no es probable que venga nadie, y si lo hiciera no creo que yo pudiera verlo, pero hay que mantener este refugio en buenas condiciones.
—¿Vives aquí?
—No. Hacemos turnos entre Tim Hamner, Brad Wagoner, Mark y yo. A veces también viene Joanna. Todos estamos viviendo abajo, ¿no lo sabías?
—Sí.
—No te había visto desde que llegamos aquí —dijo Harvey—. Te busqué en un par de ocasiones, pero me dio la impresión de que nunca estarías en casa cuando yo fuera a verte. Y, además, no tuve un caluroso recibimiento en el rancho. Pero de todos modos, gracias por votar en mi favor.
—¿Votar?
—El senador dijo que le habías pedido que me permitiera quedarme.
—Eres bien recibido.
A Maureen no le había costado decidirse en favor de Harvey. No era una mujer que se acostara con el primer hombre que se acercaba a ella. Y aunque Harvey, al final, se hubiera sentido culpable, marchándose a otra habitación, aquella aventura había sido agradable y ella no lo lamentaba. Si le había creído merecedor de acostarse con ella, ¿cómo no iba a salvarle la vida?
—Siéntate —dijo Harvey, señalándole la caja de madera—. Más adelante subiremos algunos muebles. No quedará más remedio que trabajar aquí.
—La verdad es que no sé qué puedes hacer aquí.
—Yo tampoco, pero Hardy tiene sus motivos. Según los mapas, este es un buen sitio para establecer un puesto de vigilancia. Lo será, desde luego, cuando pueda verse a más de cincuenta metros de distancia, pero en estas condiciones, estar aquí es perder el tiempo.
—Lo que sobra es tiempo y gente para perderlo —dijo Maureen. Se sentó con cuidado en la caja, apoyándose contra el muro de piedra. El revestimiento plástico entre su espalda y la piedra estaba húmedo debido al agua que se condensaba en su superficie interna—. Tendrás que aislar esto —añadió, pasando un dedo por el plástico mojado.
—Todo a su debido tiempo —dijo Harvey, mientras se sentaba encima del saco de dormir tendido sobre el colchón neumático.
—Debes creer que Al está loco.
—No, no, yo no he dicho eso —protestó Harvey con seriedad—. Creo que podría hacer algo útil aquí arriba. Incluso si se colara un grupo de intrusos, yo estaría armado detrás de ellos. Y el aviso que podría dar desde aquí a los de abajo sería valioso. No, creo que Hardy sabe lo que haces. Como has dicho, lo que sobra es personal.
—Hay demasiada gente —dijo Maureen—, y la comida es escasa.
Maureen no reconocía a aquel hombre prosaico sentado en el saco de dormir y que no sonreía, que no hablaba de imperios galácticos y al que no parecían importarle las razones profundas por las que ella estaba allí. No era el hombre con el que se había acostado. No sabía quién era. Casi le recordaba a George. Parecía tener confianza en sí mismo. El rifle estaba apoyado en el poste, al alcance de su mano.
Los cartuchos estaban sujetos con presillas en el bolsillo de su chaqueta.
Maureen pensó que había dos personas en su mundo de ahora con las que se había acostado, y que ambas eran desconocidas. George no contaba en realidad. Lo que uno hace a los quince años no cuenta. Fue una unión apresurada, frenética, en aquella misma colina, no muy lejos de donde estaba ahora, y ambos temían tanto lo que habían hecho que nunca volvieron a hablar de ello. Luego actuaron como si nunca hubiera sucedido. Aquello no contaba.
Y luego había sido aquel hombre, aquel desconocido. Dos extraños. Los demás habían muerto. Johnny Baker debía haber fallecido, y su exmarido también. Y… no había muchos más en el inventario. Personas a las que había querido un año, una semana, una noche incluso. No eran muchas, y todas vivían en Washington. Todas estarían muertas.
Hay seres que son fuertes en una situación de crisis. Maureen pensó que Harvey Randall era uno de ellos. Y, sin quererlo realmente, le confesó su debilidad:
—Harvey, estoy muy asustada.
Esperaba que él le dijera algo consolador, que la tranquilizara, modo que lo haría George. Sería una mentira, pero…
No había esperado la risa histérica de Harvey. Le miró asombrada mientras él lanzaba salvajes risotadas.
—Tienes miedo —dijo con voz ahogada por la risa—. ¡Dios de los cielos, no has visto nada para tener miedo! —Su risa había desaparecido y ahora hablaba a gritos—. ¿Sabes cómo están las cosas fuera de aquí? No puedes saberlo. No has estado fuera de este valle. —Harvey se esforzaba visiblemente por dominarse, y ella le miraba fascinada. Finalmente, recobró la calma y volvió a ser el hombre desconocido de momentos antes, como si nada hubiera ocurrido—. Lo siento. —Las palabras eran convencionales, pero el tono de su voz era de auténtica disculpa.
Ella seguía mirándole sorprendida.
—¿Tú también, Harvey? ¿Así que todo esto no es más que una representación? Toda esta calma varonil, esta…
—¿Y qué esperabas? —le preguntó él—. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Lo siento de veras. No quería perder los nervios de esa manera.
—No te preocupes.
—Claro que me preocupo. Tenemos que seguir adelante, procurando actuar de un modo racional. Si uno de nosotros pierde la calma, hace que las cosas sean mucho más difíciles para los demás. Eso es lo que siento. Puede que esa calma sea aparente, que la procesión vaya por dentro, pero no debía habértelo mostrado. Así no hago más que dificultarte las cosas…
—No, Harvey, no creas que reprimir lo que uno siente facilita las cosas a los demás. A veces es necesario… a veces uno tiene que confesar lo que siente. —Permanecieron un momento en silencio, escuchando el ruido del viento y la lluvia, y el fragor de los truenos en las montañas—. Tenemos que intercambiar nuestras emociones —dijo al fin Maureen—. Tú me dices lo que sientes y yo te lo diré también.
—¿Crees que eso es prudente? —preguntó él—. Mira, no be olvidado la última vez que nos encontramos en esta colina.
—Yo tampoco —dijo ella con un hilo de voz. Le pareció que él estaba a punto de moverse, de levantarse, y habló con rapidez—. A veces me dan ganas de arrojarme al vacío y poner fin a todo, porque aún no sé cómo enfrentarme a esto.
Él permaneció sentado; tal vez no había tenido intención de incorporarse.
—Cuéntame lo que sientes —le pidió.
—No. —Maureen no podía verle bien el rostro, cubierto por una barba de varios días, y la luz que llegaba al refugio era muy débil. De vez en cuando un relámpago restallaba cerca de allí y producía un resplandor brillante, de un verde espectral a causa del color de las bolsas de plástico, pero aquella luz cegaba a Maureen un instante y seguía sin poder ver la expresión de Harvey—. No puedo —confesó—. Para mí es horrible, pero te parecería trivial…
—¿Y qué importa si me lo parece?
—Esa gente tiene esperanzas —dijo ella—. Vienen a casa, o yo voy a la suya, y creen que podemos salvarlos, que yo puedo hacerlo. Algunos se han vuelto locos. Hay un chico en el pueblo, el hijo del alcalde Seltz. Tiene quince años y deambula desnudo bajo la lluvia, hasta que su madre le hace volver a casa. Hay cinco mujeres cuyos maridos se fueron de caza y que nunca volverán. Hay viejos, niños y gente de la ciudad, y todos esperan un milagro de nosotros… Yo no puedo hacer ningún milagro, Harvey, pero he de fingir que sí.
No le contó el resto, no le habló de su hermana Charlotte, sentada en su habitación y mirando fijamente la pared, la cual sólo volvía a la vida y gritaba si no podía ver a sus hijos. No le habló de Gina, la mujer negra de la oficina de correos, que se rompió una pierna y estuvo tendida en una zanja hasta que alguien la encontró, y que murió de gangrena gaseosa sin que nadie pudiera hacer algo por ella. No le habló de los tres niños enfermos de tifus a los que nadie podía salvar, ni de los que se habían vuelto locos.
—No puedo seguir dando a la gente falsas esperanzas —dijo al fin.
—Tienes que hacerlo. Es lo más importante del mundo.
—¿Por qué?
A él pareció sorprenderle la pregunta.
—No hay nada más importante, porque somos pocos los supervivientes.
—Si la vida no era importante antes, ¿por qué debe serlo ahora?
—Lo es.
—No. ¿Qué diferencia hay entre llevar una vida sin sentido en Washington o aquí? Nada de eso tiene el menor significado.
—Lo tiene para los demás, los que quieren tus milagros.
—Yo no puedo hacer milagros. ¿Por qué es importante que otras personas dependan de uno? ¿Por qué eso ha de hacer que mi vida sea digna de ser vivida?
—A veces eso es lo único que tiene algún valor —dijo él en un tono muy grave—. Luego encontrarás otras cosas, muchas más. Pero ante todo cumples con una tarea que hasta ahora no habías asumido, la de cuidar de los demás. Luego, al cabo de un tiempo, te das cuenta de que vivir es importante. —Soltó una risa triste—. Lo sé por experiencia, Maureen.
—Cuéntame.
—¿Quieres saberlo de veras?
—No lo sé. Sí, quiero saberlo.
—De acuerdo.
Harvey le contó todo lo que le había sucedido. Le habló de los preparativos que había hecho antes de la caída del cometa, de sus disputas con Loretta, de las dudas que tuvo y su sentimiento de culpabilidad por la breve aventura con Maureen, no tanto porque se hubiera acostado con ella, sino por lo que había pensado después de ella, comparándola con su mujer, y cómo eso había afectado su relación con Loretta.
Maureen le escuchaba atentamente, pero no alcanzaba a comprenderle realmente.
—Y finalmente estamos aquí —dijo Harvey—, a salvo. Maureen, no puedes saber cómo es esa sensación: saber que vivirás una hora más, que dispondrás de una hora entera cuando no quieres ver a alguien que amas roto como una muñeca de trapo abandonada. No espero que me comprendas realmente, pero has de saber una cosa. Lo que tu padre está haciendo en este valle es lo más importante del mundo. Es inapreciable, y vale la pena hacer lo que sea para mantenerlo. Saber… saber que alguien, en alguna parte, tiene esperanzas, que puede sentirse seguro.
—¡No! Ese es el verdadero horror. ¡Es una esperanza falsa! ¡Es el fin del mundo, Harvey! El maldito mundo ha sido despanzurrado y estamos prometiendo algo que no existe, que no ocurrirá.
—Es cierto —reconoció él—. A veces lo pienso también. Ya sabes que Eileen también está aquí. Por ella hemos sabido lo que sucede.
—¿De qué sirve entonces seguir adelante si no superaremos el invierno?
Harvey se levantó y se acercó a ella. Maureen estaba muy quieta, y él se sentó a su lado, sin tocarla, pero ella era consciente de su proximidad.
—En primer lugar, no está todo perdido. Hay esperanzas, y no puedes ignorarlas. Hardy y tu padre han trazado unos planes excelentes. Es verdad que se necesitará suerte para llevarlos a cabo, pero tenemos una oportunidad. Vamos, admítelo.
—Tal vez, si tenemos suerte. ¿Pero y si se nos ha terminado la suerte?
Él ignoró su pregunta y prosiguió:
—En segundo lugar, supongamos que todo sea un timo y que este invierno nos muramos de hambre. Aun así, Maureen, vale la pena intentarlo, aunque sólo pudiéramos ganar una hora, aunque pudiéramos librar a alguien una sola hora de sentir lo que sentí mientras estaba acurrucado en la parte trasera de mi furgón… Maureen, vale la pena morir sólo por evitar que un ser humano sienta eso. Te lo digo en serio. Y tú puedes hacerlo. Si es preciso fingir, finge. Pero hazlo.
Lo decía en serio. Quizás él fingiera también, tal como le había dicho a ella que hiciera, pero lo decía en serio. En caso contrario, ¿por qué iba a molestarse? Tal vez tenía razón. Ojalá la tuviera.
¿Hasta qué punto creía Harvey Randall en lo que decía? ¿Qué fuerza tendría su resolución? Maureen rogó por que no la perdiera, porque lograba comunicársela a ella. Podía compartirla.
Le miró y le preguntó en tono quedo:
—¿Quieres hacerme el amor?
—Sí —respondió él sin hacer el menor movimiento.
—¿Por qué?
—Porque hace meses que pienso en ti, porque no me sentiré culpable, porque quiero amar a alguien.
—Esas son buenas razones.
Maureen se levantó y le tendió los brazos. Él rodeó sus hombros, sin estrecharla, mirándola. Ambos sabían que ahora no sería como la última vez, que todo sería distinto en lo sucesivo.
Maureen sentía frío en su espalda húmeda, y notó ahora el calor de las manos masculinas, reconfortante, como el olor a sudor y trabajo, un olor sincero, no el aroma artificial de un spray de loción. Cuando se inclinó para besarla, ella se aferró a su cuerpo, obedeciendo un impulso irrefrenable, deseosa de olvidarse de sí misma.
Finalmente se tendieron sobre el colchón neumático. Harvey la abrazó dulcemente, y ella tuvo la certeza de que después de tanto tiempo aquel acto de amor les haría mucho bien.
Más tarde, tendida junto a él, Maureen contemplaba cómo la luz de los relámpagos adoptaba formas extrañas a través del plástico verde, y pensaba en lo que había hecho.
Haz tu tarea. La vida no consiste más que en eso. Harvey no lo había dicho con esas palabras, que ella había leído en La peste de Albert Camus, pero aquello era lo que quería decir. Maureen se dijo que hacer su tarea incluía muchas cosas, pero no estaba segura de que también incluyera a Harvey Randall. Él le decía aquello por lo que ella debería vivir, pero ella sabía muy bien que no podría hacerlo sola. ¿Qué haría George si supiera dónde estaba ahora? Sin duda echaría a Harvey de allí.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Harvey. Su voz parecía llegar desde una gran distancia.
Ella se volvió hacia él y trató de sonreír.
—Nada… Todo. Sólo estaba pensando.
—Te has estremecido. ¿Tienes frío?
—No. Harvey… ¿Qué sabes de tu hijo, y el de Marie?
—Están por aquí, en algún lugar. Y tengo que ir en su busca. He intentado que Hardy me deje ir a explorar las cercanías, pero está demasiado ocupado para hablar conmigo. Iré sin su permiso, si es necesario, pero se lo preguntaré una vez más. Lo intentaré mañana. No, mañana, no. Hay que hacer otra cosa.
—Ir a casa de los Román.
—Sí.
—¿Tú también irás?
—Sí, parece que Mark y yo tenemos todos los números de la rifa. Iremos con el señor Christopher y su hermano, además de Al Hardy. Supongo que vendrán también algunos más.
—¿Habrá tiroteo? —preguntó ella con ansiedad.
—Quizá. Dispararon a Harry y mataron al otro hombre, el del rancho de los turistas del Este.
—¿Tienes miedo?
—Estoy aterrado. Pero hay que hacerlo. Y luego pediré a Hardy que me deje ir a buscar a Mark a las montañas.
Maureen no le preguntó si era imprescindible que fuera. Sabía perfectamente la respuesta.
—¿Volverás?
—Sí. ¿Quieres que vuelva?
—Sí, pero… pero no estoy enamorada de ti.
—No te preocupes por eso —dijo él con una risita—. Después de todo, apenas nos conocemos. ¿Me querrás alguna vez?
—No lo sé —dijo ella, pensando en su fuero interno que no se atrevería a querer. El amor no tenía futuro. No había en absoluto futuro—. Creo que nunca amaré a nadie.
—Ya verás como sí.
—No hablemos más de eso.
Llueve en el Sahara. El lago Chad se desborda y engulle la ciudad de Nguigmi. Los ríos Niger y Volta también se desbordan, ahogando a millones de seres que habían sobrevivido al maremoto. En Nigeria central la tribu Ibo se alza en revuelta contra el gobierno central.
Más al Este, palestinos e israelíes se dan cuenta de súbito de que ya no existen grandes potencias capaces de intervenir. Esta vez la guerra llegará a una solución definitiva. Los restos de Israel, Jordania, Siria y Arabia Saudí se ponen en marcha. No hay aviones, y queda muy poco combustible para los tanques. No habrá nuevos suministros de municiones, y la guerra no terminará hasta que se luche cuerpo a cuerpo.