LA FORTALEZA: DOS

La importancia de la información es directamente proporcional a su eventualidad.

Tesis fundamental de la teoría de la información

Montar guardia no era algo que entusiasmara a Al Hardy, pero no tenía elección. Alguien tenía que vigilar, y los trabajadores del rancho eran más útiles en otros menesteres. Además, Hardy podía tomar decisiones en nombre del senador.

Ansiaba el fin de todo aquello. No creía que faltara mucho tiempo hasta que pudieran prescindir de guardas junto a la puerta del rancho. Ahora el bloqueo de la carretera detenía a la mayor parte de los intrusos, pero no a todos. Algunos llegaban andando desde el inundado valle de San Joaquín. Otros bajaban de Sierra Alta, y muchos forasteros habían llegado al valle antes de que los Christopher empezaran a cerrarlo. Muchos de ellos seguirían su camino sin que el senador se lo impidiera. Poder hablar con el senador era muy importante.

Sí, al viejo no le gustaba echar a la gente, y por ese motivo Al no permitía que muchos llegaran hasta él. Formaba liarte de su trabajo, como siempre: el senador decía que sí a la gente, y Al Hardy decía que no.

Si no los detenían, su número aumentaría de hora en hora, y el senador estaba muy ocupado. Si Al no montaba guardia lo harían Maureen y Charlotte, lo cual no serviría de nada. La caída del cometa sólo había tenido un aspecto positivo, y era que el movimiento femenino de liberación había desaparecido milésimas de segundo después del choque…

Al tenía que encargarse de un montón de papeleo. Hizo listas de los artículos que necesitaban, distribuyó las ocupaciones de la gente, elaboró los detalles de los proyectos generales ideados por el senador, y todo ello estaba detallado en los papeles que revisaba atentamente en el coche, deteniéndose sólo cuando veía que alguien se aproximaba al camino de acceso.

Era imposible distinguir a aquella gente. Todos los refugiados parecían iguales: semiahogados, medio muertos de hambre y peor cada día. Aquel sábado su aspecto era atroz. Cuando era el consejero político del senador Jellison, Al Hardy se había considerado un buen juez de los hombres. Pero ahora no había nada que juzgar. Tenía que recurrir al método de costumbre.

Aquellos espantapájaros ambulantes que habían llegado a pie, por ejemplo, acompañados de dos niños y con un tercero en brazos… Pero el hombre y la mujer afirmaron que eran médicos, y conocían la jerga… Eran especialistas. La mujer era psiquiatra, pero incluso ella tenía un diploma en práctica general, de manera que podía ofrecer unos servicios.

Otro refugiado errante era un gigante desabrido, ejecutivo de una cadena de televisión. Tuvieron que devolverlo a la carretera, y el tipo no dejó de blasfemar hasta que el compañero de Hardy vació un cargador a través de la ventanilla del coche.

Hubo incidentes más violentos, como el ocurrido con un hombre vestido con los restos de un buen traje, cortés y que hablaba un inglés muy correcto. Había sido concejal en una localidad del valle, y cuando bajó de su coche se acercó a Al y mostró la pistola escondida en el bolsillo de su impermeable.

—Levante las manos —dijo a modo de saludo.

—¿Está seguro de que quiere hacer las cosas de esta manera? —le preguntó Al.

—Sí. Lléveme dentro.

—De acuerdo.

Al levantó las manos y al instante se oyó un disparo y una bala atravesó la cabeza del concejal, pues, naturalmente, levantar la mano derecha era la señal convenida entre Al y el otro guarda oculto. Lástima que el concejal no hubiera leído a Kipling:

Sólo gracias a mí has cabalgado tanto tiempo vivo,

sin hallar una roca en veinte millas, ni un bosquecillo.

Pero uno de los míos estaba presto a disparar su arma,

y si hubiera alzado un poco mi mano

los feroces chacales tendrían un festín,

si hubiera inclinado la cabeza

el milano que ahora vuela sobre nosotros

se atracaría hasta que ya no pudiera volar…

Un camión pequeño subió por el sendero. Lo conducía un hombre delgado y peludo, con un bigote de guías caídas. Al pensó que sería de la región. Todo el mundo tenía pequeños camiones en aquellos contornos. Tal vez lo habría robado, pero en ese caso, ¿por qué iría con él al rancho del senador? Al bajó del coche y se acercó a la puerta de la valla, chapoteando en el agua embarrada.

Alvin Hardy dijo al recién llegado lo mismo que decía a todo el mundo.

—Enséñeme las manos. No estoy armado, pero hay un hombre con un rifle de mira telescópica al que usted no puede ver.

—¿Sabe ese hombre conducir un camión?

Al Hardy miró fijamente a aquel hombre.

—¿Qué?

—Lo primero es lo primero. —El hombre buscó en la saca que descansaba en el asiento de al lado—. Traigo el correo. Sólo hay una carta certificada, pero el senador tendrá que firmar el recibo. Y hay un oso muerto…

—¿Pero qué dice? —preguntó Al.

El método de costumbre no parecía surtir buenos efectos.

—Un oso muerto. Lo maté esta mañana. No tuve alternativa. Estaba durmiendo en el camión y un enorme brazo negro y peludo rompió el parabrisas y penetró en la cabina. Era enorme. Retrocedí cuanto pude, pero él siguió avanzando, así que cogí esta Beretta que encontré en el rancho Chicken y atravesé de un tiro un ojo del animal. Es un montón de carne y…

—¿Quién es usted? —quiso saber Al.

—¡Soy el maldito cartero! ¿Quiere prestar atención a lo que le digo? Hay ahí de ciento cincuenta a trescientos kilos de carne de oso, por no hablar de la piel, esperando que la recojan cuatro hombres fuertes con un camión, y si no lo hacen rápido va a empezar a estropearse. Yo no he podido mover ese oso, pero si envía un grupo a recogerla, tal vez impida que algunas personas se mueran de hambre. Y ahora necesito que el senador firme el recibo de esta carta. Y hágame caso, envíe a por el oso ahora mismo.

Aquello era excesivo para Al Hardy. Demasiado. No podía pensar más que en la pistola del cartero.

—Tendrá que darme esa Beretta y llevarme arriba —le dijo.

—¿Darle mi arma? ¿Por qué diablos tengo que hacerlo? —preguntó Harry—. Bueno, es igual, si eso le hace feliz. Tenga.

Le ofreció la pistola, que Al se apresuró a coger. Luego abrió la puerta.

—¡Dios mío, senador! ¡Es Harry! —gritó la señora Cox.

—¿Harry? ¿Quién es Harry?

El senador Jellison se levantó de la mesa cubierta de mapas, listas y diagramas, y se acercó a la ventana. Sí, allí estaba Al con otra persona, en un camión. Era un hombre barbudo y con un gran bigote, un tipo vestido de gris.

—¡El cartero! —gritó Harry al acercarse al porche.

La señora Cox fue corriendo a la puerta.

—¡Harry, no esperábamos verte de nuevo!

—Hola —dijo Harry—. Carta certificada para el senador Jellison.

Carta certificada. Secretos políticos de un mundo muerto que se estaba enterrando a sí mismo. Arthur Jellison fue hacia la puerta. Era el cartero, en efecto, Llevaba los restos de un uniforme del Servicio Postal y parecía un poco cansado.

—Pase —dijo Jellison, mientras se preguntaba qué diablos estaba haciendo aquel tipo.

—Senador, Harry mató un oso esta mañana —dijo Al Hardy—. Será mejor que envíe algunos hombres a recogerlo antes de que se lo coman los buitres.

—No irá usted con mi pistola —dijo Harry en tono indignado.

—Oh. —Hardy se sacó el arma de un bolsillo y la miró de un modo vacilante—. Es esta, senador —dijo, poniéndola Mi manos de su jefe. Luego salió a toda prisa, dejando a Jellison con el arma entre las manos y todavía más confundido.

—Creo que es usted la primera persona que ha sido capaz de aturdir a Hardy —dijo Jellison—. Venga aquí. ¿Visita todos los ranchos?

—Sí, señor.

—¿Y quién cree que va a pagarle ahora que…?

—La gente a la que llevo mensajes —dijo Harry—. Mis dientes.

La indirecta no se podía pasar por alto.

—Señora Cox, a ver si encuentra algo…

—En seguida —dijo la interpelada desde la cocina, y poco después apareció con una taza de café. Jellison observó que era una taza muy bonita, una de las mejores, y contenía un poco del último café del mundo. Estaba claro que la señora Cox tenía a Harry en alta estima.

Aquello al menos le decía algo positivo. Devolvió la pistola a su dueño.

—Lo siento. Hardy tenía instrucciones…

—Claro.

El cartero se guardó la pistola en un bolsillo. Tomó un sorbo de café y suspiró.

—Siéntese —dijo Jellison—. ¿Ha recorrido todo el valle?

—He estado en casi todos los sitios.

—Dígame pues cómo están las cosas…

—Creía que nunca iba a preguntármelo.

Harry había estado en casi todas partes. Contó su historia con sencillez, sin florituras. Había decidido limitarse a los hechos. Contó que la camioneta había volcado, que las líneas eléctricas y telefónicas habían sido derribadas. Que las carreteras estaban interrumpidas en diversos puntos y había que desviarse por tales y cuales lugares. Los Miller estaban bien, el Shire todavía funcionaba. Muchos Nombres estaba desierto cuando volvió con el camión, y los cadáveres… Pero no, iba demasiado deprisa. Contó el asesinato en el rancho de los Román. Jellison frunció el ceño y Harry fue hasta la mesa para señalar la situación del lugar en el gran mapa del condado.

—¿Y dice usted que no había rastro de los propietarios pero que alguien le disparó y mató a su acompañante?

—Exacto.

Jellison asintió. Había que tomar alguna iniciativa, pero primero tendría que hablar con los Christopher, hacerles compartir los riesgos de una acción policial.

—Y la gente de Muchos Nombres iban a visitarle —dijo Harry—. Fue ayer, antes de mediodía.

—Por aquí no han aparecido. Tal vez estén en el pueblo. ¿Qué tal la tierra por allí? ¿Había algo plantado?

—Poca cosa. Casi todo eran hierbajos —dijo Harry—. Pero tengo pollos. ¿Tiene usted pienso para pollos?

—¿Pollos?

¡Aquel tipo era una mina de información!

Harry le habló de los Sinanian y el rancho Chicken.

—Había montones de pollos, y me temo que se morirán de hambre o se los comerán los coyotes, así que podría servirse usted mismo. Yo sólo quiero unos cuantos. Había un gallo y espero que esté vivo. De lo contrario tendré que pedir uno prestado…

—¿Va a hacerse cargo de la granja? —preguntó Jellison.

Harry se estremeció.

—¡Oh, no, en absoluto! Pero me pareció que no estaría mal tener unos cuantos pollos alrededor.

—De modo que vuelve usted allí…

—Cuando termine la ruta —dijo Hardy—. Pararé en otros lugares durante el camino de regreso.

—¿Y luego, qué? —preguntó Jellison, aunque ya sabía la respuesta.

—A empezar de nuevo, naturalmente. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Exactamente lo que pensaba el senador.

—Señora Cox, ¿hay alguien que corra rápido y esté disponible?

—Mark —dijo ella, en tono reprobatorio. Aún no las tenía todas consigo con respecto a Mark.

—Mándele al pueblo para que averigüe lo ocurrido con esos turistas de Muchos Nombres. Tenían que haber venido a verme.

—De acuerdo —dijo ella, y salió murmurando algo.

Era preciso que los teléfonos volvieran a funcionar. La noche anterior su hija le habló de la posibilidad de montar un telégrafo. Había planos en uno de sus libros, y naturalmente todavía se podían utilizar los cables de las antiguas líneas telefónicas.

Después de dar el encargo a Mark, la señora Cox preparó el almuerzo. De momento tenían comida de sobras; restos de lo que enlataban, los últimos productos de la huerta, pero aquello no duraría mucho…

Harry había estado incluso fuera de los límites del valle. Siguió el recorrido de la carretera sobre el mapa.

—El rancho de Deke Wilson está en mi ruta —dijo a Jellison—. Está organizado más o menos como usted. Se encuentra a unos cincuenta kilómetros al sudoeste.

—¿Y cómo se las arregló para entrar de nuevo en el valle? —le preguntó Jellison.

—Por la carretera del condado.

—Está bloqueada.

—Oh, sí. El señor Christopher está allí.

—¿Y cómo diablos le dejó pasar? —Nada de lo que le dijera Harry sorprendería ahora a Jellison.

—Le saludé con la mano y él me devolvió el saludo —explicó Harry—. ¿No tenía que dejarme pasar?

—Claro que sí —dijo Jellison, aunque aquello le parecía la tanto absurdo—. ¿Le contó usted todo esto?

—Todavía no —dijo Harry—. Había otras personas tratando de hablar con él. Además, estaba armado y en compañía de cuatro tipos imponentes. No parecía el momento adecuado para tener una charla amigable.

Jellison se enteró también de la inundación. El relato de Harry confirmaba lo que el senador ya sabía, que el valle de San Joaquín se había convertido en un gran mar ulterior, con una profundidad de treinta metros o más en algunos lugares, y que el agua lamía los bordes de las colinas. Las plantaciones de almendros habían sido desgajadas por los huracanes. Había muertos y moribundos por todas partes. Era casi seguro que se declararía una epidemia de tifus si alguien no hacía algo, ¿pero qué?

En aquel momento, Mark entró en la sala.

—Sí, señor, la gente de Muchos Nombres estuvo aquí ayer. Trataron de comprar comida, pero no se llevaron gran cosa. Supongo que habrán vuelto a su casa.

—Si es así, se morirán de hambre —comentó Harry.

—Invítales a la reunión en el pueblo —dijo Jellison—. Tienen tierras…

—Pero no tienen ni idea del trabajo agrícola —dijo Harry—. Se me olvidó decírselo. Esa gente está deseosa de trabajar, pero no saben qué están haciendo.

Arthur Jellison tomó otra nota. Lo que Harry contaba llenaba muchas lagunas de información.

—Y dice usted que Deke Wilson se ha organizado.

Aquello era también una noticia, y de una zona exterior al valle. Jellison decidió enviar a Al Hardy para que se entrevistara con Wilson. Era mejor estar en buenas relaciones con los vecinos. Mark podría llevar a Hardy en la moto.

Había muchas otras cosas que hacer. En lo más profundo de su ser, Arthur Jellison estaba cansado como jamás lo había estado en Washington. Pensó que tendría que tomarse las cosas con calma.

Kilómetros cúbicos de agua se han evaporado, y las nubes preñadas de lluvia envuelven la Tierra. Frentes fríos se forman en la base del Himalaya y tormentas de lluvia se abaten sobre la India nororiental, el norte de Birmania y las provincias chinas de Yunan y Sezuán. Los grandes ríos del Asia oriental, él Brahmaputra, el Irrawaddy, el Salween, el Mekong, el Yangtze y el Amarillo, tienen todos su origen en las laderas del Himalaya. Las inundaciones se extienden por los fértiles valles de Asia, y las lluvias siguen cayendo en las tierras altas. Las presas se rompen y las aguas se precipitan y avanzan hasta encontrarse finalmente con las revueltas aguas saladas impulsadas tierra adentro por las grandes olas y los tifones.

Mientras llueve en toda la Tierra, surge más vapor de los mares calientes, en tos puntos donde han chocado fragmentos del cometa. El agua no se eleva sola, sino acompañada de sal, tierra, polvo de roca y elementos evaporados de la corteza terrestre. Los volcanes lanzan más miles de millones de toneladas de humo y polvo que se elevan hacia la estratosfera.

A medida que el cometa Hamner-Brown se retira hacia el espacio profundo, la Tierra parece una perla brillante con ardientes puntos luminosos. El albedo terrestre ha cambiado. El calor y la luz del sol son reflejados en mayor medida hacia el espacio, alejándose de la Tierra. El cometa ha pasado, pero sus efectos permanecen. Algunos de ellos son temporales, como los maremotos que se originan todavía en las cuencas oceánicas, algunos de ellos en su tercer viaje; huracanes y tifones que azotan tierra y mar; las tormentas de lluvia que envuelven todo el planeta.

Otros efectos son más permanentes. En el Ártico, el agua cae en forma de nieve que no se fundirá en cientos de años.