EL MENDIGO

Escúchanos cuando te clamemos por quienes corren peligro en el mar.

Himno de los marineros

Eileen durmió en el asiento del coche, con el respaldo horizontal y el cinturón de seguridad desprendido. Se bamboleaba con el movimiento del vehículo. En una ocasión, Tim oyó el inicio de un ronquido. Alargó el brazo para abrochar el cinturón de la muchacha, pues entraban en una larga pendiente. Luego cerró el contacto del motor.

Recordó que su conductor había hecho lo mismo en Grecia. Allí todo el mundo bajaba así las pendientes de las colinas, incluso por la estrecha y retorcida carretera que iba a Delfos y a las Termópilas a través de Parnaso. Fue un viaje terrible, pero el conductor insistió. La gasolina en Grecia era la más cara del mundo.

¿Dónde estaban ahora las Termópilas? ¿Habrían arrasado las aguas la tumba de los Trescientos? Las olas no llegarían a Delfos, ni alcanzarían la altura de la Acrópolis. Grecia había sufrido desastres anteriores.

La carretera serpenteaba, se ladeaba, y Tim aminoró la velocidad para tomar una curva, frenando cautelosamente. Un largo trecho se extendía en línea recta, y luego la carretera seguía bajando, mojada, quebrada y retorcida. Después de haber visto a Eileen al volante, Tim se percataba de lo mal conductor que era.

La posición de las montañas había cambiado. Y, de repente, la carretera terminó ante el vacío. Tim frenó bruscamente y el vehículo se detuvo. Al bajar notó que la lluvia, que ahora caía con poca intensidad, ya no era salada.

La carretera, la pared rocosa del terraplén y parte de la montaña se habían desgajado, cayendo cinco metros o más. Debajo se había amontonado barro, y había lugares en los que el desnivel no era muy superior a un metro.

Los coches tenían que salvar obstáculos mayores que los de los anuncios televisivos. Tim recordó el anuncio de una camioneta con fragmentos de una película en los que el vehículo saltaba sobre zanjas, volaba por encima de terraplenes, y el anuncio decía que ni siquiera había sido modificado para hacer todo aquello… ¿Podría hacerlo su coche? No tenía elección, pues el desnivel de la carretera parecía extenderse a lo largo de kilómetros. Tim subió de nuevo al vehículo y retrocedió cincuenta metros. Reflexionó en el aspecto físico de la situación. Si el coche caía por el borde, aterrizaría de morro y podrían considerarse muertos. Tenía que avanzar horizontalmente, lo que suponía velocidad. Reducir la marcha sería suicida.

Puso el freno de mano, bajó del coche y se acercó de nuevo al borde. Se preguntó si debería despertar a Eileen, pero entonces vio las mortecinas luces de unos faros bajo la lluvia, y se decidió. No sabía quién podría aproximarse ni quería saberlo. Volvió al coche e hizo una ecuación mental para calcular la velocidad a que debería correr. Subió al vehículo y lo puso en marcha. Calculó que el coche tenía seis metros de largo. Para que la parte delantera descendiera menos de un metro antes de que la trasera se elevara del suelo y también empezara a descender, el vehículo tendría que salvar el desnivel en un tercio de segundo aproximadamente, lo cual significaba seis metros en un tercio de segundo o catorce metros por segundo, que venían a ser cincuenta kilómetros por hora.

Avanzó, pues, a cincuenta por hora, y el coche descendió casi dos metros. Tim sintió el impulso de frenar, pero no lo hizo. El coche cayó violentamente sobre el barro, y descendió por la pendiente embarrada de la carretera. A Tim le sorprendió que no hubiera ocurrido nada más y que continuaran la marcha como si tal cosa.

Eileen rebotó en el asiento y notó el violento tirón del cinturón de seguridad. Se incorporó parcialmente y miró afuera. No vio más que el campo húmedo. Parpadeó y, satisfecha, volvió a dormir.

Tim pensó que había estado dormida mientras él realizaba la mejor maniobra de conducción de su vida. Sonrió y cerró el contacto del motor para bajar otra pendiente pronunciada.

Una hora más tarde, Eileen aún dormía. Tim la envidió. Había oído hablar de personas que se pasaban durmiendo la mayor parte de su vida, seres conmocionados por la explosión de una bomba o amargamente decepcionados en su estado de vigilia. Podía comprender la tentación. Pero Eileen no era de aquellas personas. Ella necesitaba dormir, pues así estaría mucho más despierta cuando fuera necesario.

Llegaron a un tramo en el que la carretera estaba fragmentada, formando placas. Tim conectó el motor y mantuvo la velocidad, avanzando como si viajara de una isla de asfalto a otra. Recordó un programa de televisión que había visto sobre cierta carrera en Baja California. Un corredor dijo que la forma de avanzar por una mala carretera era hacerlo de prisa, de manera que uno no tocaba los baches sino que volaba por encima de ellos. Cuando lo oyó, a Tim no le pareció una buena idea, pero ahora no parecía quedar más alternativa. Las placas se movían bajo el peso del vehículo y el impacto. Tim se aferraba al volante y tenía los nudillos blancos, pero Eileen sonreía en su sueño, como si se meciera en una cuna.

Tim se sentía muy solo. Su compañera no le había abandonado. Se había quedado con él, arriesgando su vida, pero estaba durmiendo mientras él conducía, la lluvia tamborileaba sobre el techo y la carretera presentaba extrañas transformaciones. En cierto lugar se elevó formando un arco grácil, como un puente futurista, debajo del cual corría un nuevo torrente. La cinta de asfalto no se había quebrado bajo su propio peso, todavía no, pero sin duda no soportaría el peso de un coche. Tim la rodeó, pasando sobre la corriente de agua. Por suerte las ruedas siguieron girando y el motor no se caló, y cuando le fue posible Tim regresó a la carretera.

Todos le habían abandonado, excepto Eileen. Podía comprender que el dinero y las tarjetas de crédito no valieran nada, pero una bala a través del parabrisas era algo distinto. Conducir a través del césped bien cuidado de un club de golf le había hecho sentirse como un vándalo. El observatorio… Pero Tim no quería pensar en ello. Había sido arrojado de su propia tierra, y al recordarlo sentía que le ardían las orejas. Era como la sensación de la cobardía.

Recorrieron las últimas curvas entre montañas. Luego la carretera se ensanchó y se convirtió en una larga línea recta. Tim no sabía dónde les conduciría, pero no quedaba más remedio que seguir adelante. Volvía a llover intensamente. Tim se atrevió a aumentar la velocidad hasta cuarenta kilómetros por hora.

—¿Qué tal vamos? —preguntó Eileen.

—Hemos salido de las montañas. La carretera es recta y no se ven interrupciones. Vuelve a dormir.

—Bueno.

Cuando la miró, Tim vio que estaba dormida de nuevo. Llegaron a una autopista. El letrero decía «A 99 Norte». Tim enfiló el carril de aceleración y pisó gas. Pasó al lado de coches detenidos bajo la lluvia, dentro y fuera de los carriles. También había gente. Tim se agachaba cada vez que veía algo que pudiera ser un arma. Una vez acertó: aparecieron dos hombres, uno a cada lado de la calzada, y alzaron un par de escopetas, haciendo gestos para que se detuviera. Tim se agachó, pisó a fondo el acelerador y se dirigió hacia uno de los hombres, el cual saltó sin vacilar y se perdió en la húmeda oscuridad. Tim agudizó el oído pero no oyó ningún disparo. Finalmente se irguió.

¿Qué sucedería? ¿Tal vez temían gastar municiones? ¿O quizás las armas estaban demasiado húmedas para disparar? Recordó las palabras de Harv Randall: «Si no puedes pasar sin saberlo…».

Todavía tenían gasolina y seguían adelante. La autopista estaba inundada de agua, que debía haber detenido a coches menos potentes que el suyo. Tim sonrió en la oscuridad. Había valido la pena pagar doscientos cincuenta mil dólares por tener el mejor coche.

De repente la lluvia redobló su intensidad. Durante unos instantes el chaparrón se abatió ferozmente sobre la tierra, y luego se detuvo. Tim siguió adelante hasta que la lluvia arremetió de nuevo. Entonces pisó los frenos. Tuvo la sensación de que el coche flotaba, antes de detenerse por completo. Habían llegado al final.

Eileen se incorporó. Enderezó el respaldo del asiento y se alisó la falta con gestos automáticos.

—Esto es un océano —dijo Tim.

Ella se restregó los ojos.

—¿Dónde estamos?

Tim encendió la luz del techo y desplegó el mapa sobre sus regazos.

—He seguido la dirección noroeste y cuesta abajo, hasta que salimos de las montañas, que eran muy numerosas. Luego ya no supe en qué dirección íbamos, así que seguí hacia abajo. Finalmente llegamos a la autopista noventa y nueve.

Tim estaba orgulloso. Con su deficiente sentido de la dirección podrían haber acabado en cualquier parte.

—Hemos ido bien por esta autopista. No ha habido más interrupciones. Encontramos a un par de tipos armados y un montón de coches parados, pero ningún problema serio. Naturalmente, había mucha agua en la carretera pero…

Eileen había escudriñado el mapa y ahora miraba hacia adelante, a través de la lluvia, siguiendo las líneas luminosas de los faros, y compuso el panorama a partir de indicios subliminales e imaginación, pues todo lo que podían ver bajo la grisácea luz crepuscular no era más que una extensión gris plateada de agua sobre la que se abatía la lluvia. No había luces por ningún lado. No había nada.

—A ver si puedes retroceder —le dijo Eileen, y se inclinó sobre el mapa, estudiándolo atentamente.

Tim hizo marcha atrás, apartándose del agua, hasta que esta llegó sólo a los tapacubos.

—Tenemos problemas —dijo Eileen—. ¿Hemos pasado Bakersfield?

—Sí, no hace mucho.

Tim había visto las indicaciones de la autopista, las siluetas espectrales de edificios oscuros y una cadena montañosa con todas las elevaciones en ángulo recto.

Eileen frunció el ceño y entrecerró los ojos tratando de leer unas letras diminutas.

—Dice que Bakersfield está a ciento veinte metros sobre el nivel del mar.

Tim recordó los trechos desprendidos en la carretera de montaña.

—Yo no me fiaría ya de las elevaciones. Creo recordar que todo el valle de San Fernando se hundió doce metros durante el terremoto de Sylmar, y no fue un gran terremoto.

—Bien, a partir de aquí descendemos cada vez más. Estamos en las tierras bajas. Tim, ningún maremoto podría llegar hasta aquí, ¿verdad?

—No, pero está lloviendo.

—Sí, y no hay signos de que vaya a amainar. No creo que el cometa haya tenido que ver con esto. —Él empezó a explicarle algo, pero Eileen le interrumpió—. Es igual, empecemos por el principio. ¿Dónde queremos ir?

—Eso es otro problema —dijo Tim—. Hemos de ir a los campos altos, por ejemplo alrededor del parque nacional Sequoia. Lo que no sé es por qué iban a querernos a nosotros allí. —No se atrevió a decir nada más.

Ella no dijo nada, esperando que él prosiguiera.

—Tenía una idea… —dijo Tim, pero la idea parecía evaporarse incluso antes de explicarla, como los restaurantes y buenos hoteles que había esperado encontrar en Tujunga. Mencionó su deseo y desaparecieron. Finalmente dijo lo que había pensado—: El rancho del senador Jellison. Yo contribuí con mucho dinero a su campaña. Y he estado en su rancho. Es perfecto. Si el senador está allí, nos dejará quedarnos. Y estará allí. Es lo bastante listo para eso.

—Y tú contribuiste con dinero a su campaña —dijo Eileen con una risita.

—Entonces el dinero valía lo suyo. Además, querida, eso es todo lo que tengo.

—De acuerdo. Yo no puedo pensar en un solo granjero que me deba algo. Y ahora los granjeros son los dueños de todo, ¿verdad? Tal como quería Thomas Jefferson. ¿Dónde está el rancho?

Tim dio unos golpecitos en el mapa, entre Springville y el lago Success, por debajo del montañoso parque nacional Sequoia.

—Aquí. Tendremos que ir un trecho con el agua al cuello, pero luego giramos a la derecha y podremos respirar de nuevo.

—Tal vez haya un camino mejor. Mira a tu izquierda. ¿No ves un terraplén de ferrocarril?

Tim encendió la luz del techo y los faros. Esperó un momento hasta que sus ojos se adaptaran…

—No veo nada.

—Pues está ahí —dijo Eileen, que miraba el mapa—. Es la línea del ferrocarril Southern Pacific. Da la vuelta y enfoca los faros en esa dirección.

Tim maniobró el automóvil tal como ella le decía.

—¿En qué estás pensando? ¿En coger el tren?

—No exactamente.

La luz de los faros no llegaba muy lejos a través de la lluvia. No mostraban más que aquel mar omnipresente en todas direcciones y la incesante cortina de agua.

—Tendremos que subir al terraplén a ciegas —dijo Eileen—. Ponte al lado.

Eileen se colocó ante el volante. Tim no adivinaba lo que pensaba hacer, pero se puso el cinturón de seguridad mientras ella ponía el motor en marcha y giraba hacia el sur, como si fueran a desandar el camino por el que habían venido.

—Hay gente allá abajo —dijo Tim—. Dos tipos armados. Además, no tenemos un sifón para robar gasolina, así que no debemos gastar demasiada.

—Vaya, todo son buenas noticias.

—Sólo lo digo para tu información.

Tim observó que el agua ya no llegaba a los tapacubos.

Hacia el oeste, las tierras más altas formaban negras jorobas en aquel mar poco profundo. Aquí había una plantación de almendros, allí una granja. Llegó un momento en que desapareció la carretera y Eileen giró bruscamente a la derecha. El coche empezó a hundirse al salir de la calzada firme y luego avanzó a través del agua y el barro.

Tim temía hablar y casi respirar. Eileen siguió un camino que cruzaba algunas de las negras jorobas de tierra emergida, pero no eran continuas. Estaban en un océano con islas, y avanzaban por él en medio de una interminable tormenta de lluvia. Tim se apoyaba con ambas manos en el tablero de instrumentos, y esperaba que el coche se hundiera de un momento a otro y llegara su fin.

—Allí —murmuró Eileen—. Allí.

El horizonte parecía algo más elevado. Poco a poco aquella elevación de la tierra fue haciéndose más nítida. Cinco minutos después se encontraban en la base del terraplén del ferrocarril, pero el coche no podría subir por allí.

Tim bajó del coche con la cuerda de remolque. La pasó por debajo de un raíl y tiró de ella en dirección contraria, empujando con todas sus fuerzas por encima del terraplén, mientras Eileen intentaba que el coche subiera por la pendiente embarrada. Pero el vehículo resbalaba hacia atrás. Tim pasó la cuerda por debajo del otro raíl. La cogió por la parte floja, tirando de ella poco a poco. El coche subía y empezaba a caer de nuevo, momento en el que Tim tiraba con fuerza de la cuerda. Un movimiento en falso podría costarle caro. Había dejado de pensar. Así era más fácil aguantar la lluvia, el cansancio y la tarea imposible. Había olvidado sus inútiles triunfos anteriores.

Lentamente se dio cuenta de que el coche estaba sobre el terraplén, casi nivelado, y que Eileen hacía sonar el claxon. Retiró la cuerda, la enrolló y subió al coche.

—Buen trabajo —dijo Eileen.

Tim hizo un gesto de asentimiento y esperó. Si la energía y la determinación de Tim se habían agotado, ella aún conservaba las suyas.

—Muchos policías conocen este truco. Eric Larsen me lo explicó. Yo nunca lo había intentado… —Las ruedas del coche estaban sobre un raíl; Eileen dio marcha atrás y giró, y el vehículo se inclinó sobre el terraplén, avanzó de nuevo y de repente quedó equilibrado sobre ambos raíles—. Naturalmente, se necesitaba un coche adecuado —dijo Eileen, ya con menos tensión y más confianza—. Allá vamos…

El coche avanzó equilibrado sobre los raíles. Las ruedas tenían la anchura justa. Un nuevo mar plateado relucía a ambos lados. El coche se movía lentamente, se bamboleaba y recobraba el equilibrio, como si danzara, y el volante se movía constantemente bajo la dirección experta de Eileen.

—Si me hubieras contado esto no te habría creído —dijo Tim.

—No creía que tú pudieras subir aquí.

Tim no respondió. Vio claramente que las vías se hundían gradualmente en el agua, pero se reservó sus pensamientos.

Se deslizaban por aquel mar. Hacía horas que Eileen conducía sobre el agua. Tenía el ceño ligeramente fruncido, los ojos muy abiertos y estaba en una rígida postura vertical. Tim no se atrevía a hablarle.

No había nadie que les pidiera ayuda ni les encañonara. La luz de los faros y el resplandor de algún relámpago esporádico sólo les mostraba el agua y los raíles. Estos en algunos lugares quedaban totalmente sumergidos, y entonces Eileen reducía la marcha al mínimo y avanzaba a tientas. En una ocasión un relámpago iluminó el tejado de una gran casa, sobre el que había seis formas humanas embutidas en impermeables, las cuales se quedaron mirando aquel coche fantasmal que avanzaba a través del agua. Luego vieron otra casa, derrumbada y flotando sobre un costado, sin nadie en sus proximidades. En otra ocasión recorrieron kilómetros al lado de una plantación rectangular, un gran campo anegado del que sólo sobresalían las copas de los árboles.

—Me da miedo que nos paremos —dijo Eileen.

—Lo suponía. A mí me da miedo distraerte.

—No, háblame. No dejes que me amodorre. No quiero perder el contacto con la realidad. Esto es de pesadilla.

—Sí que lo es. Yo podría reconocer la superficie marciana de una ojeada, pero no hay ningún sitio así en el universo. ¿Viste a aquella gente que nos miraba?

—¿Dónde?

Naturalmente, ella no se había atrevido a apartar la vista de los raíles. Tim le habló de las seis personas en el tejado.

—Si sobreviven iniciarán una leyenda sobre nosotros, si alguien les cree.

—Me gustaría.

—Sería una leyenda como la del holandés errante… Pero no estaremos aquí para siempre. Estas vías nos llevarán hasta Porterville, y nadie tratará de detenernos.

—¿Crees que el senador Jellison nos admitirá en su propiedad?

—Claro que sí.

Y aunque aquella esperanza no se cumpliera, por lo menos estarían en una zona segura. Ahora lo importante era un truco mágico: ir hasta Porterville sobre vías de ferrocarril. Tim tenía que lograr que la mente de su compañera se concentrara en ello. Pero no esperaba la siguiente observación que ella le hizo.

—¿Me admitirán a mí?

—¿Estás loca? Eres mucho más valiosa que yo. Recuerda lo que ocurrió en el observatorio.

—Claro, después de todo soy una buena contable.

—Si en Springville están tan organizados como lo estaban en Tujunga, necesitarán un contable que se ocupe de la distribución de bienes. Es posible que tengan un sistema de trueque. Eso podría complicarse, si el dinero no vale nada.

—Tú si que estás loco, Tim —dijo Eileen—. Todo el que hace su propia declaración de la renta puede hacer cuentas. Todo el mundo menos tú. Tim. Los contables y los abogados dirigen este país, y quieren que todo el mundo sea como ellos, lo cual casi han conseguido.

—Ya no es así.

—Es mi opinión. Ahora hay contables a patadas.

—No me quedaré sin ti —dijo Tim.

—Ya lo sé. La cuestión es si nos dejan entrar o no. ¿Tienes hambre?

—Claro que tengo hambre, pequeña. —Tim buscó en el asiento trasero—. Tim nos dio crema de tomate y pollo con arroz. Todo concentrado. Podría poner las latas junto a la calefacción. ¿Puedes conducir con una sola mano?

—Me temo que no, en estas condiciones.

—Oh, no importa. Tampoco tenemos abrelatas.

Los pequeños milagros son más fáciles de comprender. Un pequeño milagro fue una carretera que sobresalía del mar y cruzaba las vías. Estas, de repente, aparecieron incrustadas en asfalto, y Eileen pisó el freno tan bruscamente que Tim estuvo a punto de golpearse con el parabrisas.

Pusieron los respaldos de los asientos en posición horizontal, se abrazaron y se dispusieron a dormir.

Eileen no tuvo un sueño tranquilo. Se movía, daba patadas, gritaba. Tim descubrió que si le pasaba la mano por la espalda se relajaba y dormía de nuevo, con lo que él también podía dormir un poco hasta la próxima vez. Se despertó sobresaltado en plena noche. El viento rugía, Eileen le clavaba las uñas y el coche se bamboleaba peligrosamente. Eileen tenía los ojos abiertos y apretaba los labios.

—Huracanes —dijo Tim—. Los han provocado los impactos en el océano. Por suerte hemos encontrado un lugar seguro. —Eileen no pareció tranquilizarse—. Aquí estamos a salvo —repitió Tim—. Podemos dormir tranquilos, que no nos ocurrirá nada.

Ella se echó a reír.

—¿Y qué ocurrirá si nos alcanza uno de estos huracanes cuando estemos en las vías?

—En ese caso, ojalá seas tan buena conductora como crees que eres.

—Oh, Dios mío —dijo ella y volvió a echarse a dormir, lo que a Tim le pareció increíble.

Se tendió junto a ella y se preguntó si los huracanes podían volcar coches. Uno podía apostar a que sí. Cuando se cansó de pensar en ello, pensó en el hambre que tenía. Talvez podría utilizar el parachoques para abrir una lata de sopa. Después de que pasara el huracán.

Dormitó un poco, hasta que le despertó el silencio total. Ni siquiera llovía. Buscó una lata de sopa y bajó del vehículo. Dobló un poco el parachoques, pero logró abrir la lata. Tomó un poco de la crema condensada de tomate y, al alzar la vista, vio estrellas en el firmamento.

—Qué hermoso —murmuró, y entró precipitadamente en el coche.

Eileen estaba sentada. Tim le dio la lata de tomate.

—Creo que estamos en el centro del huracán. Si quieres ver las estrellas, míralas rápidamente y vuelve.

—No, gracias.

La sopa estaba fría y viscosa. Ambos tenían sed. Eileen puso la lata sobre el techo para recoger agua de lluvia, y se acostaron de nuevo para esperar la mañana.

Llovió de nuevo, violentamente. Tim sacó un brazo por la ventanilla para coger la lata, pero esta ya no estaba. Encontró la lata de cerveza abandonada en el suelo y la llenó dos veces con el agua que caía desde el techo del coche.

Horas después remitió la violencia de la lluvia y empezó a caer con suavidad. La luz grisácea era suficiente para ver el mar que les rodeaba y en el que flotaban multitud de cosas. Había cadáveres de perros, conejos y ganado, pero los cadáveres humanos les superaban en número. Abundaba la madera, procedente de árboles, muebles y paredes de casas. Tim bajó del coche, recogió un montón de madera a la deriva y la colocó ante el calefactor del vehículo.

—Si encontramos refugio, aún nos queda la otra lata de sopa —dijo Tim.

—Muy bien.

Eileen se sentó erguida ante el volante y puso en marcha el motor. Tim no se ofreció a sustituirla. Sabía que ella liaría mucho mejor aquel trabajo, y, además, tampoco querría dejárselo a él.

Eileen entró una marcha, pero Tim le puso una mano •obre el hombro.

—Espera —le dijo, señalando afuera.

Ella asintió y colocó la palanca de cambios en punto muerto. Una ola gris plateada se acercaba a ellos. No era alta. Cuando llegó al coche no tendría más de sesenta centímetros de altura, pero el mar se había elevado por la noche, hasta llegar a los neumáticos. La ola chocó con el coche, lo elevó, lo arrastró y lo dejó de nuevo en el suelo con el motor todavía en marcha.

—¿Qué ha sido eso? ¿Otro terremoto? —preguntó Eileen en tono de fatiga.

—Yo diría que una presa se ha derrumbado en alguna parte.

—Vaya, sólo ha sido eso. —Eileen trató de reír—. ¡La presa se ha roto! ¡Poneos a salvo!

—Hay demasiada agua… Esta no será la única presa que ha cedido. Probablemente se han roto todas. Es posible que en algunos lugares los ingenieros hayan podido abrir aliviaderos a tiempo, pero la mayor parte de las presas han cedido.

Aquello suponía que habría desaparecido la mayor parte de la energía eléctrica. Ni siquiera habría bolsas locales de electricidad. Tim se preguntó si las plantas eléctricas y los generadores habrán sobrevivido. Las presas podían reconstruirse.

Eileen puso el coche en marcha y empezó a avanzar lentamente.

Las vías del Southern Pacific les condujo la mayor parte del camino hasta Porterville. Las vías y el terraplén se elevaron gradualmente, hasta que ya no se vieron rodeados por agua, sino por tierra que parecía como si hubiera emergido recientemente de las profundidades. Era como si hubiera retornado la Atlántida. No obstante, Eileen siguió avanzando por las vías, aunque los hombros le temblaban a causa de la tensión.

—En las vías no hay gente ni coches parados —dijo a Tim—. Así evitamos todos esos obstáculos, ¿no te parece?

Sin embargo, no estaban totalmente solos. A veces pasaban junto a grupos aislados de refugiados, casi siempre familias, que caminaban penosamente siguiendo las vías.

—Siento dejarlos —dijo Eileen—, pero ¿cuáles deberíamos aceptar? ¿Los primeros que veamos? ¿Hemos de ser selectivos? Hagamos lo que hagamos, el coche se nos llenará de gente hasta el techo y habrá muchos más a los que no podremos llevar…

—Tienes razón —dijo Tim—. Tampoco nosotros tenemos ningún lugar donde ir.

Pero se preguntó hasta qué punto era correcta su actitud. ¿Qué derecho tenían a esperar que alguien les ayudara, cuando ellos mismos no ayudaban a nadie?

Al sudeste de Porterville enlazaron de nuevo con la autopista. Tim se puso al volante y Eileen se tendió en el asiento abatible, agotada pero incapaz de dormir.

La tierra parecía anegada recientemente. Tim estudió los edificios y vallas derrumbados, los árboles arrancados de cuajo, y llegó a la conclusión de que la inundación había llegado desde la dirección por la que viajaban. Había barro por todas partes, y Tim tuvo muchas ocasiones para sentirse orgulloso de su buen juicio. No creía que ningún coche del mundo pudiera llevarles por algunos de los lugares que habían recorrido.

—El lago Success —dijo Eileen—. Ahí había un gran lago, y la presa debe haber cedido. La carretera pasa al lado…

—¿Y qué?

—No sé si seguirá habiendo carretera —concluyó ella.

Siguieron adelante, hasta que llegaron a la bifurcación que, en condiciones normales, les habría llevado a las colinas.

La tierra estaba cubierta de barro, salpicada de vehículos en todas las posiciones imaginables. Había cadáveres, pero no personas vivas. La lluvia les impedía ver la zanja fangosa a su izquierda. La calzada empeoró, apareció inundada en algunos lugares y cubierta de barro en otros. Eileen volvió a ponerse al volante. Avanzó tratando de adivinar dónde estaba la carretera y esperando que aún se encontrara bajo el barro. El coche siguió moviéndose, pero más lentamente…

Finalmente vieron un campamento. Había media docena de coches, algunos de ellos tan buenos como el suyo. Había gente de ambos sexos y de todas las edades, una reunión de desamparados. A pesar de la lluvia, se las habían ingeniado para encender una hoguera, y tenían un montón de leña bajo una cubierta de plástico. La gente permanecía bajo la lluvia, mientras la madera se mantenía cerca del fuego para que se secara.

Tim bajó del coche llevando la madera que había recogido. Nadie le habló. Los niños le miraron desesperanzados. Finalmente, uno de los hombres se dirigió a él:

—No lo conseguirán —le dijo.

Tim no dijo nada y miró el barro que se había deslizado sobre la carretera, en el que se veían huellas de neumáticos. Si un coche podía atravesarlo…

—Ese no es el problema —dijo el hombre—. Nosotros pasamos ese obstáculo, pero más adelante hay un puente derrumbado.

—Se puede ir andando…

—Y un hombre con un rifle. No pierden tiempo en hablar. La primera vez que disparó, la bala pasó entre mi mujer y yo. Tuve la impresión de que el segundo tiro terminaría el trabajo. Ni siquiera vimos al tipo que disparaba.

De modo que habían llegado al final de la línea. Tim se sentó junto al fuego y se echó a reír, primero suavemente y luego de una manera histérica. Habían transcurrido dos días después del martes fatídico, las carreteras que conducían a las tierras altas habían desaparecido y era imposible llegar a la propiedad del senador. Había más hombres armados. El mundo les pertenecía. Tal vez el que disparaba era el senador. La idea era divertida, el senador Jellison vestido de etiqueta y armado con un rifle…

—Es verdad —dijo Tim—. Cuenta tu sueño y lo matarás. ¡Es verdad! —Se echó a reír de nuevo.

—Tenga. —Un hombre grueso, de hirsutos antebrazos, usó un pañuelo para retirar una pequeña lata del fuego. Vertió su contenido en un vaso de papel encerado y luego, como si le doliera hacerlo, sacó un frasco plano del bolsillo de su chaqueta. Echó un poco de ron al vaso y se lo ofreció a Tim—. Bébase esto y no tire el vaso. Y deje de reírse así. Está asustando a los niños.

¿Y qué importaba que se asustaran? Pero Tim se sintió avergonzado, lo cual era natural en él. ¿Cuántas veces le había dicho su madre que no hiciera escenas? ¿Y su padre, y todos los demás…?

El café perfumado tenía buen sabor y le reconfortó un poco. Eileen trajo la lata restante de sopa y la ofreció. Se sentaron en silencio, compartiendo lo que había: la copa, café instantáneo y un poco de conejo ahogado y asado sobre ascuas.

La conversación fue escasa. Finalmente los otros se levantaron.

—Vamos a ir hacia el norte —dijo un hombre, el cual reunió a su familia—. ¿Viene alguien conmigo?

—Desde luego.

Otros se unieron a él. Tim se sintió aliviado. Se marchaban, dejándole solo con Eileen. ¿Debería ir con ellos? ¿Para qué? Tampoco ellos tenían ningún lugar donde ir.

Los demás se levantaron y se dirigieron a sus coches, excepto el hombre corpulento que les había ofrecido el café. Permaneció sentado con su mujer y sus dos hijos.

—¿Vienes también, Brad? —preguntó el nuevo líder.

—El coche no funciona. —Señaló un Lincoln aparcado cerca del barro—. Creo que se ha roto un eje.

—¿Te queda gasolina? —preguntó el líder.

—No mucha.

—De todos modos lo intentaremos, si no te importa.

El hombre corpulento se encogió de hombros. Los demás utilizaron un sifón para extraer del Lincoln la poca gasolina que quedaba en el depósito. Sus coches ya estaban llenos y no quedaba sitio para nadie más. El líder de la expedición se detuvo y les miró como quien mira a los muertos.

—Ahí queda tu cubierta de plástico y tu café instantáneo.

Lo dijo en tono anhelante, pero como no obtuvo respuesta, dio media vuelta y se alejó. Los coches se pusieron en marcha y desaparecieron colina abajo.

Ahora eran seis personas junto al fuego.

—Me llamo Brad Wagoner —dijo el hombre corpulento—. Esta es Rosa, mi mujer, y mis hijos Eric y Concepción. El nombre del chico corresponde a mi familia y el de la niña a la de Rosa. Queríamos mantener esta distribución si teníamos más.

El hombre parecía contento de poder hablar con alguien.

—Yo soy Eileen, y él se llama Tim. Estamos… —Eileen hizo una pausa—. Naturalmente, en realidad no estamos encantados de conocerles, pero supongo que debo decirlo de todos modos. Y les agradecemos mucho el café.

Los niños estaban muy callados. Rosa Wagoner los abrazó y les habló en un español suave. Eran muy pequeños, de cinco o seis años como máximo, y se aferraban a su madre. Llevaban anoraks amarillos de nailon y zapatillas de tenis.

—No tienen adónde ir —dijo Tim.

Wagoner asintió en silencio.

Tim pensó que aquel hombre lo doblaba. Y tenía esposa y dos hijos. Sería mejor que se marcharan de allí antes de que le partiera el cuello y se quedara con el coche. Tim sentía miedo y estaba avergonzado, porque los Wagoner no habían dicho o hecho nada que mereciera sospechas. Pero estaban allí…

—No hay ningún sitio al que dirigirse —dijo Brad Wagoner—. Nosotros somos de Bakersfield. No queda mucho de la ciudad. Supongo que debimos haber ido de inmediato a las colinas, pero pensamos que tal vez encontraríamos suministros en la ciudad. Por poco nos ahogamos cuando reventó la presa. —Miró la empinada colina por encima de ellos—. Si dejara de llover quizá podríamos ver algún sitio por donde se pueda andar. ¿Tienen ustedes algún plan? —No pudo disimular la súplica en su voz.

—Pues no. —Tim se quedó mirando el fuego agonizante—. Conozco a alguien ahí arriba. Un político al que di un montón de dinero, el senador Jellison.

Pero ya había perdido la esperanza de llegar hasta el senador. ¿Qué harían ahora?

—Jellison —musitó Wagoner—. Yo voté por él. ¿Cree que eso podría contar? ¿Todavía va a intentar llegar allí?

—No se me ocurre qué otra cosa puedo hacer —dijo Tim en tono desesperanzado.

—¿Y ustedes qué harán? —preguntó Eileen, mirando los niños.

Wagoner se encogió de hombros.

—Supongo que buscar algún lugar y empezar de nuevo. —Se echó a reír—. Soy constructor de apartamentos. Gané mucho dinero con ese trabajo, pero… no tengo un coche tan bueno como el suyo.

—Le sorprendería saber cuánto me ha costado —dijo Tim.

El fuego se extinguió. Era hora de marcharse. Eileen se dirigió al coche, seguida de Tim. Brad Wagoner se quedó sentado con su mujer y sus hijos.

—No puedo soportarlo —dijo Tim.

—Yo tampoco. —Eileen le cogió la mano y se la apretó—. Señor Wagoner. Brad…

—¿Sí?

—Vamos, suban.

Eileen esperó hasta que los Wagoner estuvieron a bordo, los adultos en el asiento trasero y los niños en el suelo, detrás. Eileen dio media vuelta y bajó por la colina.

—Ojalá tuviera un buen mapa.

—Yo tengo mapas —dijo Wagoner. Sacó un papel mojado de un bolsillo interior—. Tenga cuidado, se rompe fácilmente cuando está húmedo.

Era un mapa del Auto Club del condado de Tulare, mucho mejor que el mapa que ellos habían usado.

Eileen detuvo el coche y examinó el mapa.

—Este puente de aquí, ¿es el que se ha derrumbado?

—Sí.

—Mira, Tim. Si hacemos marcha atrás y vamos hacia el sur, hay una carretera que va hacia las colinas.

—Sí, iremos más rápidos por ahí que por el Southern Pacific.

—¿Southern Pacific? —preguntó Rosa Wagoner.

Tim no le explicó a qué se refería. Avanzaron hacia el sur, hasta que encontraron un lugar resguardado junto a la carretera, en una pequeña elevación, y se detuvieron para dormir. Se turnaron para dejar que los Wagoner usaran los asientos abatibles mientras ellos se acurrucaban bajo la cubierta de plástico.

—Terreno elevado —dijo Tim—. Va hacia el noroeste, y esa carretera no está en el mapa.

Señaló un camino de grava pero que parecía en buenas condiciones y transitado. Se extendía en la dirección correcta.

A Eileen se le estaban terminando las esperanzas y al coche se le acababa la gasolina, pero avanzó por aquella carretera que serpenteaba cuesta arriba adentrándose en las colinas. Fue una suerte encontrarla, y más suerte aún que la lluvia, el barro y los huracanes no la hubieran destrozado. Pero la suerte no podía protegerles del bloqueo con que se encontraron.

Había cuatro hombres robustos, como figuras del fútbol o matones mañosos de los seriales televisivos. Su corpulencia y sus armas les daban un aspecto poco amistoso, y no sonreían. Tim bajó del coche y uno de los hombres fue a su encuentro, mientras los otros no se movían de su sitio. Uno de ellos le pareció a Tim algo familiar. ¿Sería alguien que había visto en el rancho del senador? Eso no serviría de nada. Además, era otro hombre armado el que se había acercado a la barrera.

Tim era consciente de que tenía el aspecto de un mendigo, pero habló en tono tajante.

—Venimos a visitar al senador Jellison.

El tono imperioso le había costado la mayor parte de sus reservas de autodominio, pero no pareció impresionar al otro.

—¿Nombre?

—Tim Hamner.

El hombre hizo un gesto de asentimiento.

—¿Quiere deletrearlo?

Tim así lo hizo, y se alegró de que no reconocieran su nombre. El hombre se volvió hacia uno de sus compañeros.

—Chuck, mira si Hamner figura en la lista del senador. H-A-M-N-E-R.

Uno de los guardas pareció reaccionar al oír el nombre y se acercó a la barricada. Tim estaba seguro de que le había visto antes.

—Tenemos una lista de la gente a la que podemos dejar pasar —dijo el primer guarda—. Y usted no figura en ella, amigo. Tenemos otra lista de profesiones. ¿Es usted médico?

—No…

—¿Herrero? ¿Maquinista? ¿Mecánico? ¿Carpintero?

—¿No consta playboy retirado? ¿O astrónomo? —Tim recordó a Brad Wagoner—. ¿O contratista de edificios? —Había tenido una idea repentina, pero le interrumpieron.

Se oyó una voz desde un camión aparcado.

—No figura ningún Hamner.

—Lo siento —dijo el guarda—. No queremos que bloqueen la carretera, así que le agradeceremos que aparten ese coche para que no podamos verlo. Y no vuelvan por aquí.

Si uno cuenta sus sueños, no se realizarán. Tim empezó a marcharse, pero no podía hacerlo sin intentarlo más. Vio a Eileen, y Rosa Wagoner que le miraban desde el coche. Sus rostros lo decían todo. Sabían lo que pasaba.

No había más carreteras a la vista. Apenas les quedaba gasolina y, aunque encontraran otra carretera, aquella gente conocía bien la región. Si había algún buen camino de acceso al rancho lo habrían bloqueado.

¿Ir andando? El rancho del senador Jellison terminaba en un gran monolito blanco del tamaño de un edificio de apartamentos, y tal vez les matarían a tiros cuando llegaran allí.

Tim pensó que, en definitiva, si valía para algo era para hablar, no para encontrar la forma de colarse entre los arbustos… Volvió a la barricada. El hombre pareció decepcionado, pero no apuntaba directamente a Tim con el rifle.

—Su coche funciona bien y no está herido —dijo el hombre—. ¿Qué más quiere?

—¡Chescu! —gritó Tim—. ¡Mark Chescu!

—Es Czescu —dijo uno de ellos—. Hola, señor Hamner.

—¿Ibas a dejar que me marchara, sin hablar conmigo siquiera?

Mark se encogió de hombros.

—La verdad es que no soy quien manda aquí.

—¿Quién si no? —dijo uno de los hombres fornidos.

—Pero… Mark, ¿podemos hablar? —preguntó Tim—. Tengo una idea…

Pensó rápidamente en algo que Wagoner había dicho. Era constructor de apartamentos, pero…

—Sí, podemos hablar —le dijo Mark—, pero no servirá de mucho. —Entregó su rifle a uno de sus compañeros y rodeó la barrera—. ¿De qué quiere hablar?

Tim le llevó hasta el coche.

—Brad, usted dijo que construye apartamentos. ¿Es contratista o arquitecto?

—Ambas cosas.

—Eso me parecía —dijo Tim. Hablaba apresuradamente—. Así pues, entiende de cemento armado y trabajos de construcción. ¡Podría construir una presa!

Wagoner frunció el ceño.

—Supongo…

—¿Lo ves? —dijo Tim en tono de triunfo—. Presas. —Señaló el mapa del Auto Club—. Mira, hay centrales eléctricas y presas junto a la carretera, a partir de aquí y hasta la Sierra, y esas presas reventarán, pero algunas de las pequeñas centrales eléctricas seguirán ahí. Y yo sé bastante de electricidad para hacerlas funcionar si alguien puede construir la presa. Tenéis aquí un equipo completo de electricidad y construcción. Eso debe valer algo.

Tim mentía, pero no creía que aquellos hombres supieran lo bastante de electricidad para hacerle un examen. Y, por otra parte, conocía la teoría, aunque se le hubieran olvidado un poco los aspectos prácticos de los alternadores polifásicos.

Mark pareció pensativo.

—¡Maldita sea! —gritó Tim—. ¡Le di a Jellison cincuenta mil dólares cuando el dinero valía para algo! ¡Al menos puedes decirle que estoy aquí!

—Sí, déjame pensar en ello —dijo Mark.

Lo que Tim decía tenía sentido. Y aquel hombre había sido amigo de Harvey Randall. Si Hamner se hubiera marchado sin reconocerle, hubiera podido olvidar eso, pero no ahora. Harv lo descubriría y tal vez no le gustara. Y cincuenta mil dólares… Mark no había pasado mucho tiempo con el senador, pero Jellison estaba, en cierta forma, chapado a la antigua y tal vez pensara que eso era importante. Estaba también lo que Tim había dicho sobre las presas y las centrales eléctricas. Mark les hubiera dejado pasar, pero no podía. Los Christopher no se lo permitirían, pero todavía escucharían a Jellison.

Mark miró al hombre que acompañaba a Tim, un tipo robusto.

—¿Ha estado en el Ejército? —le preguntó.

—En los marines —dijo Wagoner.

—¿Sabe disparar?

—Todos los marines son primero fusileros. Sí.

—De acuerdo. Lo intentaré. —Mark regresó a la barricada—. Este tipo parece ser un viejo amigo del senador —dijo a los otros—. Iré a decírselo.

El guarda corpulento pareció pensativo. Tim contuvo el aliento.

—Puede esperar —dijo finalmente. Alzó la voz y añadió—: Pónganse al lado y quédense en el coche.

—De acuerdo. —Tim subió al vehículo. Lo apartaron de la carretera hasta dejarlo casi al borde de la cuneta—. Si viene alguien en plan de pelea, estaremos apartados de las balas perdidas.

Observó que Mark ponía en marcha una moto y se alejaba.

—¿Es probable que haya lucha? —preguntó Rosa Wagoner.

—No lo sé —respondió Tim, acurrucándose en el asiento—. Ahora vamos a esperar y a ver.

Eileen se rió. Imaginó a Tim tratando de poner en marcha un enorme generador.

—Toca madera —le dijo.

—Usted le conocía, yo no —dijo el senador Jellison—. ¿Es de alguna utilidad?

Harvey Randall se quedó un momento pensativo.

—Sinceramente no lo sé. Ha llegado hasta aquí y eso dice mucho en su favor. Es un superviviente.

—O ha tenido suerte —dijo Jellison—. Hamner, el Hamner-Brown. No ha sido afortunado para el mundo. Sí ya sé que descubrir no es inventar. Mark, ¿dices que el otro tipo ha sido marine?

—Eso dice. Y lo parece, senador. Es cuanto sé.

—Seis personas más. Dos mujeres y dos niños. —Jellison reflexionó—. Harvey, ¿qué le parece ese proyecto de hacer que las plantas de electricidad funcionen de nuevo?

—La idea parece útil.

—Sí, pero ¿puede hacerlo ese Hamner?

Harvey se encogió de hombros.

—La verdad es que no lo sé, senador. Es universitario. Debe saber algo, aparte de astronomía.

—Y yo estoy en deuda con él —dijo Jellison—. La cuestión es si le debo suficiente. Aquí podemos pasar hambre este invierno. —Se quedó de nuevo pensativo—. El tipo que descubrió el cometa. Eso me dice una cosa, que probablemente tiene paciencia. Y podemos establecer un puesto de vigilancia en lo alto del despeñadero, donde esté alguien que vigile de veras. Y tenemos un marine que tal vez construya presas o no. ¿Fue oficial o soldado raso, Mark?

—No lo sé, senador. Supongo que oficial, pero no podría asegurarlo.

—Sí. Bien, siempre me gustaron los marines. Mark, ve y dile al señor Hamner que hoy es su día de suerte.

El rostro de Mark lo dijo todo. Tim lo supo cuando Mark se acercó al coche.

Estaban a salvo. Después de todo lo ocurrido, estaban a salvo. A veces los sueños se convierten en realidad, aunque uno los cuente.