SANTUARIO

Dios da a todos los hombres la tierra entera para amar, pero, como el corazón del hombre es pequeño, dispone que cada uno ame a su terruño por encima de todos los demás.

Rudyard Kipling

Unos ruidos estridentes despertaron a Harvey Randall. Alguien le gritaba.

—¡Harvey! ¡Socorro!

¿Era Loretta? Se incorporó de súbito y se dio un golpe en la cabeza. Se había quedado dormido en el furgón, y la voz no era de Loretta. Permaneció un momento perplejo, sin saber si aquello era una pesadilla o no.

—¡Harvey! —La voz era real. Y Loretta estaba muerta.

Llovía, pero el furgón estaba a cubierto. Harvey abrió la portezuela y la débil luz le hizo parpadear. Consultó su reloj. Eran las seis, pero no sabía si de la madrugada o de la tarde.

El furgón estaba aparcado bajo un desvencijado cobertizo, poco más que un techado con postes para sostenerlo. En un extremo se encontraba Marie Vanee. Joanna le apuntaba con la escopeta. Mark gritaba y Marie pedía ayuda a Harvey.

Todo aquello era insensato. La escasa luz, la intensa lluvia y el ulular del viento, los gritos de la mujer y de Mark y Joanna con la escopeta… ¿Era un sueño o era real? Se acercó a los demás.

—¿Qué sucede, Mark?

Mark se volvió hacia él, sonriente, pero su sonrisa se desvaneció, igual que la esperanza de Harvey de que aquello fuera un sueño, igual que…

—¡Díselo, Harvey! —gritó Marie.

Las telarañas en la mente de Harvey se resistían a desaparecer.

—Explícate, Mark —pidió a su amigo.

Marie hizo un movimiento violento y repentino, como una marioneta. Harvey la miró sorprendido mientras ella repetía el gesto, como si luchara con un enemigo invisible. Luego, también de repente, se relajó y habló en tono casi calmado.

—Harvey Randall, ya es hora de que te despiertes —dijo la mujer—. ¿No te preocupa tu hijo? Has enterrado a Loretta, ahora piensa en Andy.

—Pero ¿a qué viene todo esto?

Ambos hablaron a la vez. La necesidad de entendimiento, más que cualquier otra emoción, hacía que Harvey levantara el tono de voz.

—¡De uno en uno! Mark, por favor, déjala hablar.

—Este… hombre quiere abandonar a nuestros chicos —dijo Marie.

—No es cierto. Sólo trato de decirle…

Ella le interrumpió.

—Los chicos están en el parque Sequoia. Se lo he dicho. En el Sequoia. Pero él nos lleva hacia el oeste, y esa no es la dirección correcta.

—¡Callaos todos! —gritó Joanna, con un dejo de histeria en la voz que acalló a Mark antes de que pudiera decir algo más.

Mark nunca había visto a Joanna temblar de aquella manera. Y, además, tenía la escopeta.

—¿Adónde vamos, Mark? —preguntó Harvey.

—Al Sequoia —dijo Mark—. Es un sitio muy grande y ella no sabe dónde…

—Yo lo sé —declaró Harvey—. ¿Dónde estamos?

—En el valle Simi —respondió Mark—. ¿Quieres escucharme?

—Sí, habla.

—Harvey, este hombre…

—¡Cállate, Marie! —exclamó Harvey en un tono deliberadamente brutal. La mujer se calló.

—Mira, Harv, hay gente por todas partes —explicó Mark—. Empezaba a haber atascos en las carreteras, así que tomé un camino que conozco. Lo usan muchos motociclistas. Ese camino nos llevará a través de la reserva de cóndores. Es cierto que se dirige un poco al oeste, pero así nos apartamos de las malditas autopistas. ¿Te has parado a pensar cuánta gente está intentando salir de Los Angeles en estos momentos? Poca gente conoce este camino, y discurre por terreno elevado. No nos equivocamos al seguir esta ruta. —Se volvió hacia Marie—. Eso es lo que intentaba decirle. Tenemos que cruzar las montañas, llegar al valle de San Joaquín, en terreno llano, y dirigirnos hacia el Sequoia desde allí.

—Veamos un mapa —sugirió Harvey.

—No sale en los mapas —protestó Mark—. De lo contrario todo el mundo lo conocería…

—Creo que esa ruta es correcta —dijo Harvey—, pero quiero ver lo que ocurre después. Tengo mapas en el furgón.

Joanna se le adelantó. Fue hasta la moto y buscó en la bolsa que colgaba del sillín.

—Frank Stoner nos hizo tres copias, una para cada moto —les dijo al regresar a su lado, con una gran carta geográfica en las manos. Aquel mapa mostraba los accidentes del terreno en colores—. También hay mapas del club del automóvil.

Estaba demasiado oscuro para poder ver el mapa. Mark fue al furgón y regresó con una linterna. María continuaba apartada, rígida y silenciosa, con la mirada todavía acusadora.

—¿Lo ves? —dijo Mark—. Hemos de pasar por aquí. La carretera pasa entre lagos con presas y por la parte más alta de la falla de San Andrés. ¿Crees que la carretera grande aún se podrá usar?

Harvey meneó la cabeza. No importaba. Si la carretera estuviera en uso, un millón de personas tratarían de utilizarla. De lo contrario…

—Siguiendo este camino saldremos por Frazier Park.

—Exacto. Luego bajamos al valle y seguimos en línea recta hacia el norte. Pensaba llegar hasta el Mojave porque Frank creía que ese sería el mejor sitio, pero por ahí no podríamos llegar al Sequoia. —Señaló un lugar en el mapa—. Todas las rutas orientales pasan por el lago Isabella, siguiendo el curso del río Kern. Harv, con esta lluvia, ¿cuántos puentes quedarán sobre el Kern?

—Ninguno. Tiene razón, Marie. Si seguimos por la ruta directa, jamás llegaremos allí.

Mark pareció complacido. Joanna apoyó la escopeta en la moto y se sentó en el sillín.

—Si te hubieras explicado antes… —empezó a decir Marie.

—¡Por Dios, lo intenté! —exclamó Mark.

—No me refiero a ti —dijo ella.

Harvey pensó que se refería a él, y tenía razón. No podía abandonarse. Su hijo estaba en las colinas y tenía que ir en su busca. Menos mal que Marie le había hecho salir de su letargo.

—¿Cómo estamos de gasolina? —preguntó Harvey.

—Bastante bien. Hemos hecho unos ochenta kilómetros…

—Sólo eso —musitó Harvey. Naturalmente, era cierto, podía verlo en el mapa, pero tenía la impresión de que habían avanzado mucho más. Debían haber ido bastante despacio—. Mark, ¿crees que este camino de montaña es seguro? ¿No le interrumpirán las lluvias?

—Es probable —dijo Mark. Señaló en silencio las presas situadas por encima de la carretera interestatal número cinco—. ¿Prefieres arriesgarte a que todo esto se rompa?

—No. Será mejor que nos vayamos cuanto antes —dijo Harvey—. Yo conduciré.

—Yo iré delante con la moto, Joanna puede ir a tu lado, con la escopeta.

Mark no mencionó a Marie. No hablaba con ella.

Hacer algo, cualquier cosa, era agradable. Harvey empezaba a sentir dolor de cabeza, el principio de una migraña, y tenía los hombros y el cuello tan tensos que casi podía sentir los nudos en ellos, pero era mejor que acurrucarse en el asiento.

—Vámonos —dijo Harvey.

El camino discurría entre montículos, rodeaba colinas, siempre en dirección noroeste. Nunca abandonaba el terreno alto. De trecho en trecho lo cruzaban rocas y montones de barro, pero gracias a la altura los escombros no eran profundos. Además, como era muy poco transitado, los bordes no estaban desgastados.

Las montañas habían cambiado de posición. El camino hubiera podido finalizar en cualquier momento. Al igual que el juicio de Mark Czescu, aquel camino no era algo con lo que se pudiera contar de una manera absoluta, pero ninguno de los dos había fallado esta vez. Por fin llegaron a una calzada asfaltada y Harvey pudo aumentar la velocidad.

Le gustaba conducir. Lo hacía con una concentración total, sin abandonarse a otros pensamientos. Estaba al acecho de posibles obstáculos, reducía la marcha al llegar a una curva. Sigue adelante, se decía, devora kilómetros, prosigue sin mirar nunca atrás, sin pensar en lo que queda detrás de ti.

Iniciaron el descenso hacia el valle de San Joaquín. Por todas partes había agua, y el panorama era estremecedor. Harvey se detuvo y consultó el mapa. Su camino conducía directamente al lecho de un lago seco. Ahora no estaría seco, así que cruzarían el río Kern por la carretera, luego se desviarían hacia el nordeste…

¿Tendrían suficiente gasolina? Hasta entonces no les había faltado. Harvey pensó en la gasolina extra que había almacenado, y en los ladrones y asesinos en una camioneta azul. Algún día los encontraría, no importaba dónde se escondieran. Pero no habían tomado aquella carretera, pues de lo contrario lo habría notado. Hasta entonces habían tenido la carretera casi para ellos solos.

Al alba estaban al nordeste de Bakersfield. Habían avanzado bastante, a ochenta kilómetros por hora, y ahora se encontraban en terreno elevado, rodeando el borde oriental del San Joaquín, sin que nada les detuviera.

Harvey se percató de que aquella ruta les conduciría directamente al rancho de Jellison.

El río Tule era demasiado profundo. Nadie se había atrevido a utilizar la carretera paralela a su cauce. Cuando Harvey lo comprendió, era demasiado tarde. Pudo ver la presa allá adelante.

El agua se derramaba por un costado y a lo largo de la parte superior. Podía deducirse dónde estaba el aliviadero por la agitada corriente del río que vertía sobre el paramento de la presa. Harvey hizo sonar el claxon para alertar a Mark. Sacó un brazo por la ventanilla, cerró el puño y lo movió vigorosamente arriba y abajo, haciendo la señal con que en el Ejército se indica el paso ligero. Luego señaló la presa.

Mark comprendió el mensaje y aceleró fuertemente la motocicleta. Harvey pisó gas y avanzó velozmente tras él. Casi habían llegado a la presa…

Un río de barro había inundado la carretera. Media docena de personas y otros tantos vehículos estaban atrapados en el fango. Habían tratado de rebasar el deslizamiento, pero había sido en vano.

Harvey conectó la tracción en las cuatro ruedas y prosiguió sin detenerse. Un hombre saltó hacia adelante para tratar de detener el furgón, con los brazos extendidos. Harvey pasó lo bastante cerca para ver su rostro, en el que se reflejaba un rictus de terror y determinación… y el hombre vio también el rostro de Harvey. El furgón pasó casi rozándole y el hombre saltó hacia atrás.

El barro se deslizaba y el vehículo lo hacía con él. Harvey cambió de marcha, pisó el acelerador a fondo y entabló una frenética carrera entre su tracción sobre el barro y la adherencia de este a la carretera. Las piedras esparcidas por la calzada golpeaban constantemente la carrocería. Por fin llegaron a otro trecho de pavimento expedito. Harvey oyó el suspiro de alivio de Marie.

Llegaron a un brazo del lago. El puente que lo salvaba normalmente estaba sumergido, y era imposible saber a qué profundidad. Harvey aminoró la marcha.

De repente se oyeron otros sonidos entre los ruidos del río, la lluvia y los truenos. Eran gritos. Joanna miró atrás.

Harvey frenó. La presa había cedido. Uno de sus lados se había derrumbado en un instante, y las aguas avanzaban formando un muro impetuoso cuyo fragor ahogaba los gritos de la gente.

—Nos hemos salvado por los pelos —dijo Joanna.

—Pobre gente —musitó Harvey.

Todos los que viajaban en coches no tan buenos como el furgón de Harvey, todos los granjeros que decidieron esperar, los que iban a pie, los que se habían quedado aislados en tejados y puntos altos, en medio de la inundación, habrían sucumbido bajo la muralla de agua. Y sería peor cuando las demás presas también cedieran. Todo el valle quedaría inundado. Ninguna presa resistiría la acción de aquella lluvia implacable.

Harvey respiró hondo.

—Bien, ya está. Hemos conseguido pasar. Quaking Aspen está sólo a cuarenta kilómetros de aquí. Gordie habrá llevado allí a los chicos.

Trazó un mapa mental de la ruta al norte de Springville. Cruzaba muchos torrentes, y en algunos de ellos había pequeñas plantas eléctricas y embalses. Presas situadas por encima de la carretera. ¿Se habrían derrumbado? ¿Se derrumbarían? Si seguían por aquella carretera tal vez serían arrasados por las aguas, pero no había otro camino.

—Vamos —dijo Marie.

Se pusieron en marcha. Las aguas se habían retirado del puente, abriéndose camino hacia el valle de San Joaquín. Al cruzar el puente vieron, sorprendidos, un gran camión que venía en sentido contrario, y que se detuvo en el extremo del puente. Bajaron dos hombres de la cabina y miraron el furgón que pasó junto a ellos sin detenerse. Uno de los hombres empezó a gritar algo y luego se encogió de hombros.

Vieron otro puente anegado y Harvey tomó una decisión: se desviarían hacia las posesiones del senador Jellison. Era el mejor sitio para enterarse de lo que ocurría en las montañas. Pensó entonces en algo que hasta entonces no habían considerado. ¿Adónde irían una vez encontraran a los muchachos? Ni Marie y Harvey habían pensado más que en encontrar a sus hijos, pero luego…

Aquel desvío era lo más indicado. El grupo de excursionistas tendría que pasar forzosamente junto al rancho de Jellison. Y Maureen estaría allí.

Harvey se despreció a sí mismo por pensar en ella. Veía ante él los rasgos de Loretta, su cuerpo envuelto en una manta eléctrica. Aminoró la marcha hasta detenerse.

—¿Por qué nos para…?

Antes de que Marie pudiera terminar la frase se oyó una explosión detrás de ellos. Y luego otra más.

—¿Qué diablos ocurre? —preguntó Harvey mientras ponía el coche de nuevo en marcha. El miedo sustituyó al remordimiento. ¿Explosiones? ¿Se habrían metido en medio de una guerra en las montañas o algo parecido? El furgón prosiguió su marcha mientras Joanna y Marie estiraban los cuellos tratando de ver atrás.

Mark dio media vuelta, aceleró la moto e hizo un gesto con la mano al pasar el lado del furgón.

—Su maldita curiosidad acabará matándole —dijo Joanna.

Harvey se encogió de hombros. No le era imprescindible saber qué ocurría, pero valdría la pena averiguarlo. A poco más de tres kilómetros se encontraba el desvío hacia el rancho. Entonces disfrutarían de seguridad, refugio, descanso… Avanzó lentamente, y acababa de llegar al inicio del camino que conducía a la finca del senador, cuando vi que Mark se aproximaba por detrás. Frenó.

—Aquel puente —dijo Mark.

—¿Qué ha pasado?

—El puente que cruzamos… Los dos tipos que vimos lo han volado. Con dinamita, creo. La hicieron estallar en ambos extremos. Harvey, si hubiéramos llegado media hora más tarde estaríamos encallados allí.

—Dos minutos más tarde —dijo Joanna—, y nos habrían sepultado un millón de toneladas de agua. No podemos… Harv, no tendremos esta suerte continuamente.

—Pues se necesita suerte —replicó Harvey—. Estamos en combate, y la suerte es tan necesaria como el talento. Pero creo que no la vamos a necesitar durante algún tiempo. Entraré allí —concluyó señalando el camino del senador.

—¿Por qué? —preguntó Marie, dispuesta a batallar.

—Para enterarnos de las condiciones de la carretera y obtener información.

Harvey avanzó por el sendero. Empezaba a pensar en algo que hasta entonces no se le había ocurrido ni por un instante, en que tal vez un profesional de la televisión no sería bien recibido en casa de un político. Bajó del furgón para abrir la puerta de la valla.

Detrás de la valla había un coche aparcado, del que bajó un hombre joven que se acercó cautelosamente al furgón.

—¿Qué quieren? —preguntó. Miró a Joanna, que sostenía la escopeta, y mostró sus manos vacías—. Yo no estoy armado, pero mi compañero está escondido donde no pueden verle y tiene un rifle con mira telescópica.

—No causaremos problemas —dijo Harvey. El joven había visto las siglas NBS pintadas en el furgón, sin que le impresionaran lo más mínimo—. ¿Puede llevar un mensaje a la casa?

—Podría. Depende del mensaje.

Harvey lo había pensado bien.

—Dígale a Maureen Jellison que Harvey Randall está aquí con tres parientes.

El hombre pareció reflexionar.

—Bien, el nombre es correcto. ¿Les espera ella?

Harvey se echó a reír. Aquella pregunta le pareció insensatamente divertida. Se apoyó en la valla, riendo entre dientes, y tocó el brazo del joven.

—¿Eres de Los Angeles? —le preguntó.

El hombre retrocedió un poco. Su rostro rojizo empalideció Había cosas que no quería saber, pero… El senador había dicho en la reunión que le gustaría hablar con alguien que hubiera presenciado lo ocurrido en Los Angeles, y aquel ciudadano conocía el nombre del senador y el de Maureen.

Con la misma celeridad con que la pregunta le había parecido divertida, dejó de parecérselo. Harvey dejó de reír.

—Maureen debe creer que he muerto. Le alegrará saber que no es así. —¿Le alegraría realmente? No podía saberlo—. Sé que querrá hablar conmigo. Dile que quiero… No importa.

Estuvo a punto de decirle que quería hablar de imperios galácticos pero decir aquello no sería lo más apropiado.

El hombre parecía reflexionar. Finalmente asintió.

—De acuerdo, creo que puedo hacer eso. Pero quédense aquí, sin moverse. ¿Me comprende? Y ojo con esa escopeta.

—No queremos disparar a nadie. Sólo quiero hablar con Maureen.

—Bien. Esperen aquí. Volveré dentro de un rato.

El joven se dirigió al coche, lo cerró y subió andando por el camino.

Harvey reparó en aquello. Ya estaban ahorrando gasolina. Sí, el senador había organizado su residencia. Harvey regresó al furgón. Marie trató de decir algo, pero él la interrumpió sin ningún miramiento.

—Despliega el mapa.

Ella lo pensó un momento, antes de hacer lo que le ordenaba. Harvey habló acompañándose del dedo índice para señalar en el mapa.

—Los chicos están en esta zona. La única ruta a seguir pasa por aquí. No tienen que preocuparse por estas presas, aquí y aquí, porque no han de ir por la carretera, como nosotros, a menos que decidamos ir andando, pero no estamos bien equipados para andar.

Marie reflexionó en lo que había dicho Harvey. Miró sus botas y se palpó la chaqueta. Estaba preparada para andar, lo mismo que Harvey, pero lo que este decía tenía sentido. Desde luego, si tenían que andar, no venía de algunas horas.

—¿Entonces vamos a esperar aquí? —preguntó Joanna.

Mark metió la cabeza por la ventanilla.

—Claro, esta es la finca del senador Jellison. Ya me parecía que los alrededores eran familiares. Harv, ha sido muy inteligente eso de enviar un mensaje a la hija del senador en vez de dirigirlo a él directamente.

—Espera —dijo Mane—. ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?

—¿Cómo diablos voy a saberlo? —estalló Harvey—. Todo el tiempo que nos dejen estar. Este rancho está organizado, ¿no te has dado cuenta? Y tienen comida. Ese guarda no parecía hambriento. Cuando lleguen los chicos querremos alimentarlos, ¿no? Y nosotros también tenemos que comer.

Marie asintió, sumisa.

—El problema estriba —prosiguió Harvey— en cómo logramos que nos dejen permanecer aquí. La voladura de aquel puente puede haber sido una sutil indicación de que los refugiados no son bien recibidos en este valle. Hemos de ser útiles, lo cual significa que prometeremos hacer lo que quieran que hagamos, sin discutir nada. Marie, no lo eches a rodar. Aquí somos mendigos.

Hizo una pausa para que sus palabras calaran en Marie antes de dirigirse a Joanna.

—Y eso vale también para tu escopeta. No sé si habrás notado los sutiles gestos con la mano del tipo que nos paró, pero lo cierto es que movía la mano izquierda de una manera extraña. Creo que atacarle no sería una buena idea.

—Ya lo sabía —dijo Joanna.

—Bien. —Harvey se volvió hacia Mark—. Deja que hable yo.

Mark pareció herido. ¿Quién había sacado a Harvey de su cama y lo había llevado a través de todo el estado hasta aquel lugar? Pero siguió inmóvil bajo la lluvia, dejando que el agua empapara su chaqueta y sus botas, y esperó en silencio.

—Viene gente —dijo Mark finalmente, señalando hacia el camino.

Aparecieron tres hombres a caballo. Llevaban impermeables amarillos y sombreros de lluvia. Uno de ellos no cabalgaba muy bien. Cuando se acercaron, Harvey reconoció a Al Hardy, el ayudante administrativo de Jellison y quien se ocupaba de las tareas desagradables o poco escrupulosas propias de la actividad política. Harvey pensó que este último cometido sería más propio allí de lo que había sido en Washington.

Hardy desmontó y entregó las riendas a uno de los hombres montados. Se acercó al furgón y se asomó a la ventanilla.

—Hola, señor Randall.

—Hola. —Harvey esperó en tensión.

—¿Quiénes son estas personas? —Hardy miró fijamente a Marie, pero no dijo nada más.

Harvey pensó que aquel hombre había visto a Loretta una sola vez, meses atrás, no recordaba exactamente cuándo. No había visto nunca a Marie, pero sabía que no era Loretta. Una buena memoria para los nombres y las fisonomías forma parte del trabajo del consejero político…

—Una vecina —dijo Harvey—, y dos empleados.

—Ya veo. Y vienen ustedes de Los Angeles. ¿Saben en qué condiciones están allí?

—Ellos lo saben —dijo Harvey, señalando a Mark y Joanna—. Vieron la gran oleada que se abatió sobre la ciudad.

—Puedo permitir que vengan dos de ustedes —dijo Hardy—. Más no.

—Entonces ninguno —replicó Harvey, rápidamente, antes de que el otro pudiera añadir algo más—. Gracias, seguiremos nuestro camino…

—Espere. —Hardy pareció pensativo—. De acuerdo. Déme la escopeta, despacio y sin apuntarme. —Cogió el arma y la entregó al guarda que habían visto al principio y que también había desmontado—. ¿Tienen más armas de fuego?

—Esta pistola. —Harvey le mostró la pistola de tiro olímpico.

—Vaya, es muy bonita. Démela también. Les devolveré estas armas si no se quedan. —Hardy cogió la pistola y se la colocó bajo el cinturón—. Ahora háganme sitio en el Miento trasero.

Subió al furgón y sacó la cabeza por la ventanilla para que los demás pudieran oírle.

—Usted síganos en la moto —le dijo a Mark—. No se aleje. Los llevo arriba, Gil. Todo está en orden.

—Si usted lo dice —dijo el guarda.

—Vámonos —ordenó Hardy a Randall—. Conduzca con cuidado.

La puerta de la valla se abrió y Harvey pasó seguido por Mark y, más atrás, por el tercer hombre a caballo, el cual sujetaba las riendas de los otros dos animales.

—¿Por qué no le deja un caballo al guarda? —preguntó Harvey.

—Tenemos más coches que caballos. Preferimos perder un coche si algún loco intenta algo —explicó Hardy.

Harvey asintió. El coche estaba allí por si era necesario subir urgentemente a la casa. Era evidente que su mensaje no se había considerado lo bastante urgente para gastar gasolina.

El furgón avanzó a través del espeso barro, y Harvey se preguntó cuándo terminaría el camino. Pasaron ante la casa del capataz y se dirigieron a la gran casa en lo alto de la colina. Las plantaciones de naranjos tenían un aspecto lastimoso. Muchos árboles habían sido derribados por los fuertes vientos, pero no había fruta desparramada por el suelo. Harvey aprobó semejante previsión.

No era Maureen sino el senador Jellison quien se encontraba en la sala. Había desplegado varios mapas sobre la mesa del comedor, y en otras mesitas cercanas había listas y otros papeles. Una botella de bourbon, casi llena, descansaba en la mesa.

Los recién llegados dejaron sus botas en el porche y entraron en la gran casa de piedra. El senador se levantó, pero no tendió la mano.

—Le daré un trago si reconoce de antemano que esto no es permanente —dijo Jellison—. Hace tiempo, si uno ofrecía a un hombre alimentos y bebida, indicaba con ello que le consideraba un huésped. Eso no está aún decidido.

—Comprendo —dijo Harvey—. Me iría bien un trago.

—Bien. Al, lleva a las mujeres a la cocina. Ahí podrán secarse. Perdonen mis maneras, señoras, pero ahora estoy un poco apurado. —Esperó hasta que las mujeres salieron de la estancia e hizo una seña a Harvey para que se sentara. Mark permanecía indeciso junto a la puerta—. Usted también —dijo Jellison—. ¿Quiere beber algo?

—Desde luego, gracias —dijo Mark. Cuando el senador le pasó la botella, vertió una enorme cantidad de licor en su vaso. Harvey hizo una mueca y escrutó el rostro del senador. La expresión de este no había cambiado.

—¿Está bien Maureen? —preguntó Harvey.

—Sí, está aquí —dijo Jellison—. ¿Dónde está su esposa?

Harvey notó que se sonrojaba.

—Murió. La asesinaron. Estaba en la casa cuando unos tipos decidieron atracarla. Si se entera de que pasa por aquí una camioneta azul escoltada por unos motociclistas…

—Eso no figura en mi lista de prioridades, pero lamento lo de su esposa. ¿Quiénes son las personas que ha traído con usted?

—La mujer más alta es Marie Vanee, mi vecina. Gordie Vanee se encuentra en Quaking Aspen, con un grupo de muchachos exploradores. Mi hijo está con él, y yo estoy con su mujer.

—Aja. Es una mujer elegante. ¿Puede andar por las montañas o esas botas que lleva son sólo de adorno?

—Puede andar por las montañas. También puede cocinar. No puedo abandonarla.

—Ya tengo cocineros. ¿Y los otros?

—Me salvaron la vida. Cuando descubrí el cadáver de Loretta quedé conmocionado. No hubiera podido sobrevivir sin su ayuda. —El whisky le animaba, y notaba la intensidad del interrogatorio del senador. Aquel hombre era juez y jurado, y no tardaría mucho en tomar su decisión—. Mark y Joanna me encontraron y cargaron conmigo hasta que volví a la vida. También trajeron a Marie. Están conmigo.

—Claro. Bien, ¿qué tiene para ofrecer?

Harvey se encogió de hombros.

—Un furgón todo terreno que sé cómo manejar. Alguna… qué diablos, mucha experiencia en prácticas de supervivencia. He sido corresponsal de guerra, piloto de helicóptero…

—Usted estaba en Los Angeles. ¿Vio lo que ocurrió?

—Mark y Joanna lo vieron. Tenemos información, si eso es útil.

—La información vale una comida y un trago. Usted me está diciendo que si le dejo quedarse, los otros también se tendrán que quedar.

—Sí; me temo que así es. Haremos lo que nos corresponda, suponiendo que pueda alimentarnos.

Jellison se quedó pensativo.

—Tiene usted un voto —dijo—. El de Maureen. Pero el mío es el que cuenta.

—Lo suponía. Entiendo que no están dispuestos a recibir refugiados. Después de lo del puente…

—¿El puente?

—El puente que salvaba un brazo del lago. Después que la presa cediera…

—¿La presa ha cedido? —Jellison frunció el ceño—. ¡Al! —gritó.

—Dígame, señor.

Hardy se presentó de inmediato, con la mano en el bolsillo del impermeable, que revelaba el bulto de un arma. Se relajó al ver a los tres hombres sentados en sillones, bebiendo tranquilamente.

—Dice que la presa ha reventado —le informó Jellison—. ¿Te han dicho algo de eso?

—Aún no.

—Ya. —Jellison hizo un gesto de asentimiento. Hardy pareció comprender lo que significaba—. Díganme qué pasó con el puente —solicitó el senador.

—Dos hombres lo volaron, poco después de que reventara la presa. Pusieron dinamita en ambos extremos.

—Maldita sea. ¿Cómo eran esos hombres? —Jellison escuchó y luego asintió de nuevo—. Sí, son los Christopher. Podemos tener problemas con ellos. —Se volvió hacia Mark—. ¿Ha estado en el ejército? —le preguntó.

—En la Marina —respondió Mark.

—¿Recibió entrenamiento básico? ¿Puede disparar?

—Sí, señor.

Mark empezó a contar una de sus historias de Vietnam. Podría ser cierta o no, pero Jellison no le escuchaba.

—¿Puede hacerlo? —preguntó a Randall.

—Sí, le he visto disparar —dijo Harvey. Empezó a relajarse, a sentir que se aflojaban los nudos de su cuello. Parecía como si el senador fuera a decidirse en su favor…

—Si se quedan aquí, formarán parte de mi equipo. Su lealtad me pertenecerá.

—Comprendo —dijo Harvey.

Jellison asintió.

—Bien, lo intentaremos.

Mientras las aguas del Mediterráneo se retiran de las ciudades anegadas de Tel Aviv y Haifa, las tormentas de lluvia azotan las tierras altas de Sudán y Etiopía. Inmensas avenidas de agua se precipitan Nilo abajo para estrellarse contra la presa de Asuán, ya debilitada por los terremotos que Siguieron al choque del cometa. La presa estalla y añade millones de toneladas de agua a la enorme crecida del río. Las aguas arrasan el delta del Nilo, las antiguas ciudades, El Cairo, socavan la Gran Pirámide, que se derrumba bajo el torrente.

Diez mil años de civilización son arrasados y transportados por el agua, desde la primera catarata hasta el Mediterráneo. Nada queda vivo en el delta del Nilo.