LA FORTALEZA: UNO

Es cierto que las sociedades libres se enfrentarían a grandes dificultades en una futura edad oscura. La rápida vuelta a la penuria universal iría acompañada de una violencia y unas crueldades de naturaleza ya olvidada. La fuerza de la ley sería escasa o nula, ya fuera por la caída o la desaparición del aparato estatal, ya por las dificultades de comunicación y transporte. Sólo sería posible delegar la autoridad en poderes locales que la mantendrían únicamente por la fuerza.

Roberto Vacca, La próxima Edad Oscura

La fatídica mañana en que el Hamner-Brown iba a golpear la Tierra, el senador Arthur Jellison estaba malhumorado. En el JPL sólo consiguió que le atendieran empleados de relaciones públicas, los cuales no sabían más de lo que informaban la radio y la televisión. Era imposible llegar hasta Charlie Sharps, lo cual tenía su lógica, dadas las circunstancias, pero el senador Jellison no estaba acostumbrado al hecho de que hubiera gente demasiado ocupada para hablar con él. Finalmente se conformó con obtener una conexión telefónica con la red de comunicaciones espaciales, lo que, a través de un altavoz, le permitiría escuchar desde su casa lo que decían los astronautas.

Aquello no parecía muy útil, debido a las constantes interferencias. Y las imágenes de televisión tampoco eran buenas. ¿Iba a chocar o no la maldita cosa?

En caso de que chocara, había una serie de acciones que Jellison podría haber emprendido pero que no lo hizo porque no podía permitirse dar una impresión de frivolidad a sus votantes, ni siquiera allí, en el valle, donde en todas las elecciones se llevaba el ochenta por ciento de los votos. Había reunido a su familia y un par de ayudantes, y todo el equipo que pudo adquirir sin llamar demasiado la atención. No podía hacer mucho más. Y ahora estaban todos en la casa, la mayoría sentados con él en la sala de estar.

El altavoz emitió unos graznidos y luego se oyó la voz de Johnny Baker. Maureen prestó una atención excesiva. Hacía mucho tiempo que Jellison estaba enterado de la relación de su hija con aquel astronauta, pero no creía que Maureen supiera que él lo sabía. Baker tenía su divorcio en curso y estaba ocupado en su misión espacial. Tal vez cuando bajara… Al senador le parecía una buena idea. Maureen necesitaba a alguien.

Y Charlotte también, aunque ella no lo creyera así. Jellison no tenía en mucha estima a Jack Turner, su yerno, un hombre demasiado guapo, demasiado dispuesto a hablar de sus trofeos de tenis y totalmente reacio a devolver los considerables «préstamos» que pedía cuando sus inversiones no tenían unos resultados satisfactorios… como casi siempre ocurría. Pero Charlotte parecía feliz con él y sus hijos recibían una buena educación. Además, Maureen iba haciéndose mayor y posiblemente los hijos de Charlotte serían los únicos nietos de Jellison, aunque él esperaba que no.

—Qué imágenes tan malas —dijo Jack Turner.

—El abuelo nos conseguirá otras buenas —afirmó Jennifer Turner.

La niña, de nueve años, había descubierto que su abuelo podía proporcionarle fotos y cosas que tenían un gran éxito en clase, y había leído mucho sobre los cometas.

—Laboratorio espacial, aquí Houston. No recibimos bien —se oyó por el altavoz del teléfono.

—Abuelo…

—Silencio, Jenny —le ordenó Maureen. La tensión en su voz hizo que todos guardaran silencio.

La imagen del televisor se descompuso en una serie de líneas absurdas y manchas. Luego se hizo nítida de nuevo y mostró una miríada de rocas envueltas en vapor y bruma que avanzaban hacia los espectadores, como si fueran a salir de la pantalla.

—¡Dios mío, se acerca mucho! —se oyó por el altavoz.

—Ese es Johnny…

—Parece como si fuera a chocar…

La imagen de la televisión se desvaneció. La voz seguía oyéndose a través del altavoz.

—¡Bola de fuego por encima de nosotros! Houston, Houston, ha habido un gran impacto en el Golfo de México…

—¡Dios mío!

—Calla, Jack —dijo Jellison en tono contenido.

—… Solicitamos que envíen un helicóptero para recoger a nuestras familias… El cometa ha chocado.

—No debes hablar a Jack de ese modo…

Jellison pasó por alto la observación de Charlotte.

—¡Al! —gritó.

—Sí, señor —respondió Hardy, desde la estancia vecina, y se presentó al instante.

—Reúne a todos los trabajadores del rancho, rápido. Todos los que tengan camionetas que las traigan. Y rifles también. Date prisa.

—De acuerdo —dijo Hardy. Salió apresuradamente de la sala.

Los demás parecían estupefactos.

—¿Qué ha ocurrido, abuelo? —preguntó Jennifer, quejumbrosa.

—No lo sé —respondió Jellison—. No sé cuál es la gravedad de la situación. Ese maldito teléfono se ha interrumpido. Maureen, a ver si puedes averiguar algo, si logras hablar con alguien del JPL. Utiliza aquel teléfono, corre.

—Voy.

Jellison miró a Jack Turner. Aquel hombre era desconocido en el valle. Nadie aceptaría órdenes suyas. ¿Para qué podría servir?

—Jack, me llevarás a la ciudad. Quiero ver al jefe de policía y al alcalde.

Turner fue a decir algo, pero la expresión del senador no le dejó hacerlo.

—No puedo comunicar con Los Angeles, papá —dijo Maureen—. El teléfono funciona, pero…

La interrumpió el terremoto. No fue muy fuerte, pues se encontraban lejos de las principales fallas californianas, pero fue suficiente para que la casa temblara. Los niños parecían asustados, y Charlotte los llevó al dormitorio.

—Puedo llamar a los teléfonos de la zona —dijo por fin Maureen.

—Bien. Llama a la policía y diles que voy a la ciudad para hablar con su jefe y con el alcalde. Es importante, y diles también que ya estoy en camino. Vamos, Jack. Maureen, cuando Al haya reunido a los trabajadores del rancho, tú y Al hablad con ellos. Necesitamos a todos sus amigos, sus vehículos, rifles, todo. Hay mucho que hacer. Envía la mitad de ellos a la ciudad, para reunirse conmigo, y el resto que se quede para asegurar la protección en caso de tormentas, deslizamientos de tierras… —Se quedó un momento pensativo— y nieve, si Charlie Sharps sabe lo que se dice. Dentro de una semana nevará.

—¿Nieve? Eso es estúpido —protestó Jack Turner.

—Muy bien —dijo Maureen—. ¿Algo más, papá?

El Ayuntamiento hacía las veces de biblioteca, prisión y comisaría de policía. El jefe local disponía de dos patrulleros fijos y varios voluntarios auxiliares que no cobraban salario. El alcalde era propietario del almacén de piensos. El gobierno en Silver Valley no era una actividad importante ni complicada.

Empezó a llover antes de que Jellison llegara al Ayuntamiento. Al este de Sierra Alta restallaban los relámpagos. La lluvia parecía agua caliente de baño, llenaba las calles y corría por los puentes bajos que salvaban las hondonadas. El alcalde Gil Seltz parecía preocupado. Se alegró mucho cuando vio al senador Jellison.

Había una docena de personas en la gran sala de la biblioteca. El jefe de policía Randy Hartman, un policía retirado procedente de una de las grandes ciudades del Este, tres alguaciles, un par de dueños de tiendas de la localidad. Jellison reconoció a un hombre de cuello corto y robusto, como un toro, sentado detrás de los demás, y le saludó con la mano. Era su vecino George Christopher, al que no veía muy a menudo.

Jellison presentó a su yerno y estrechó las manos que se le tendían. Todos guardaron silencio.

—¿Qué ha ocurrido, senador? —preguntó el alcalde—. Esa cosa ha… ha chocado realmente con nosotros, ¿verdad?

—Así es.

—Leí varios artículos en revistas —musitó el alcalde Seltz—. Los glaciares, la desaparición de la costa oriental… —Se oyó un potente trueno y Gil Seltz señaló las ventanas—. Antes no lo creí. Ahora supongo que debo hacerlo. ¿Cuánto tiempo durará esta lluvia?

—Semanas —respondió Jellison.

Todos adoptaron una expresión grave. Eran granjeros y agricultores, o vivían en una comunidad donde la agricultura, y el clima, eran los temas de conversación más importantes. Todos sabían cuáles podían ser las consecuencias de una lluvia continua durante semanas.

—Los animales se morirán de hambre —dijo Seltz. Asomó a sus labios un conato de sonrisa al pensar en los precios que llegarían a tener los artículos de su almacén; pero un pensamiento más detenido le hizo fruncir el ceño—. ¿Cuáles han sido los daños? ¿Camiones volcados, trenes detenidos, interrupción de los suministros de alimentos?

Jellison permaneció un momento silencioso.

—Los científicos dicen que lloverá así en todo el país —dijo lentamente.

—Estamos aviados —dijo el alcalde—. Este año nadie va a cosechar nada. Nadie. No habrá más que lo que hay en los silos y los graneros.

—Y no creo que nadie nos envíe gran cosa —observó George Christopher. Todos asintieron—. Si las cosas están tan mal… ¿Lo están?

—No lo sé —dijo Jellison—. Es muy posible que estén peor.

Seltz se volvió para estudiar el gran mapa de Tulare y los condados adyacentes colgado en la pared de la biblioteca.

—Dios mío, senador, ¿qué vamos a hacer? El valle de San Joaquín va a inundarse con esta lluvia. Se llenará hasta los bordes. Y ahí vive mucha gente… mucha.

—Y todos se dirigirán aquí, en busca de tierras altas —añadió George Christopher—. ¿Dónde les alojaremos? ¿Cómo podremos alimentarlos a todos? Es imposible.

Jellison se sentó en el borde de la mesa de lectura.

—Habéis dado en el clavo, amigos. Ese es el problema, no lo dudéis. En el valle de San Joaquín vive medio millón de personas, quizá más, y todos buscarán terrenos elevados. En la Sierra hay más gente, los que se marcharon para alejarse del cometa, y ahora bajarán aquí. Vendrá gente incluso de Los Angeles. ¿Qué haremos con todos ellos?

—A ver si aclaramos las cosas —dijo uno de los concejales—. Ha habido un desastre, pero ¿dicen ustedes… —Se interrumpió, incapaz de proseguir por un momento—, ¿dicen ustedes que el Ejército, el presidente, la ciudad de Sacramento, todo el mundo ha quedado fuera de combate? ¿Que nos hemos quedado solos para siempre?

—Es posible —dijo Jellison—, pero también pudiera ser que no.

—Hay algo fundamental —dijo George Christopher—. Podemos ocuparnos de toda esa gente durante una semana, tal vez dos, pero no más. Después alguien tendrá que morirse de hambre. ¿Quién será? ¿Todos nosotros porque hemos tratado de mantener viva a demasiada gente durante un par de semanas?

—De acuerdo, ese es el problema —convino el alcalde Seltz.

—Yo no pienso dar de comer a nadie —dijo George Christopher en un tono duro como el granito—. Tengo que cuidar de los míos.

—Usted no puede… —intervino Jack Turner—, no puede abandonar todas sus responsabilidades.

—No creo tener ninguna responsabilidad con respecto a los forasteros —dijo Christopher—, sobre todo considerando que van a morir de todas maneras.

—Algunos no vendrán aquí —dijo el jefe de policía Hartman, señalando el gran mapa—. Porterville y Visalia se encuentran en antiguos cauces de ríos, en cuencas que pueden inundarse fácilmente. Con esta lluvia, dudo que las presas para el control de las crecidas aguanten mucho tiempo.

Todos miraron el mapa. Era cierto. Más arriba de Porterville se encontraba el lago Success, con miles de millones de toneladas de agua que se derramaría sobre la ciudad. Al norte, Visalia no estaba en mejor situación.

—No es sólo la lluvia —dijo el mayor Seltz reflexivamente—. Es lluvia cálida, y en las zonas elevadas todavía hay nieve. Supongo que ya se habrá derretido, y si todavía no lo ha hecho no pasará de esta tarde.

—¡Tenemos que advertir a esa gente! —exclamó Jack Turner.

—¿De veras? —preguntó el concejal.

—Claro que sí —dijo el jefe de policía—. ¿Y con qué los alimentaremos cuando los tengamos aquí? ¿Con las existencias de la tienda de Granny Mason?

Hubo un confuso rumor de voces en la estancia.

—¿Cuánto resistirán esas presas? —preguntó Jellison—. ¿Todo el día?

Nadie lo sabía con seguridad. El teléfono no funcionaba, de modo que no podían llamar a los ingenieros del condado.

—¿Qué cree que debemos hacer, senador? —preguntó el jefe de policía.

—¿Hay tiempo para ir con camiones a esa zona? Vaciaríamos los supermercados, los almacenes, las ferreterías, lo que sea, antes de que cedan las presas…

Se hizo un largo silencio. Entonces se levantó uno de los concejales.

—Calculo que esa presa aguantará todo el día. Y de todos modos, si el agua no baja demasiado rápida, no podrá detener mi camión. Es un mastodonte de diez ruedas. Iré.

—No vayas solo —le advirtió Jellison—. Y lleva armas.

—Haré que mis hombres le acompañen —dijo el jefe de policía.

—¿Qué haremos con el género? —preguntó George Christopher.

—Lo compartiremos —dijo Jellison.

—Compartirlo… Si compartes algo conmigo, esperarás que yo comparta contigo otra cosa. No creo que eso me guste.

—Diablos, George, todos estamos metidos en esto —dijo el alcalde.

—¿Todos? ¿Quiénes somos todos? —inquirió Christopher.

—Nosotros, tus vecinos, tus amigos —dijo uno de los concejales.

—Con eso estoy de acuerdo —convino Christopher—. Mis vecinos y mis amigos. Pero no voy a pasar privaciones por culpa de la gente de allá abajo, sobre todo si de todos modos están condenados. —El corpulento granjero parecía tener dificultades para expresarse—. Mirad, yo soy un cristiano tan caritativo como cualquier otro, pero no voy a permitir que los míos se mueran de hambre para ayudar a otros.

Cuando terminó de hablar, Christopher se dispuso a marcharse.

—¿Adónde vas, George? —le preguntó el jefe de policía.

—El senador ha tenido una buena idea. Voy a buscar a mi hermano e iremos al llano con mi camión. Allí debe haber muchas cosas que necesitaremos. Es absurdo permitir que se las lleve el agua cuando se rompa la presa.

Salió de la estancia antes de que nadie pudiera añadir algo más.

—Va a tener problemas con él —dijo el alcalde Seltz, dirigiéndose al senador.

—¿Quién, yo?

—Claro, ¿quién si no? Yo tengo un almacén de piensos. Soy el alcalde, pero no estoy preparado para esto. Espero que usted tome el mando. ¿Les parece bien?

Hubo un coro de voces afirmativas. Todos esperaban que el senador tomara el mando.

George Christopher y su hermano Ray avanzaban por la carretera hacia Porterville. A su derecha se encontraba el lago Success, a la derecha había una sucesión de montículos. La lluvia caía sin cesar. El nivel del lago ya casi alcanzaba el puente por donde la carretera cruzaba. El barro desprendido de las colinas y arrastrado por las aguas cubría la calzada. El voluminoso camión pasaba sobre los tramos enlodados sin aminorar la marcha.

—No hay mucho tráfico —dijo Ray.

—Todavía no. —George estaba ceñudo. Su boca formaba una línea severa y arqueaba el cuello bovino hacia el volante, concentrándose en la carretera—. Pero no pasará mucho tiempo antes de que empiece el gran desfile. Subirán por la carretera en busca de tierras altas…

—La mayoría se quedarán en Porterville —dijo Ray—. Está bastante más alto que el valle San Joaquín.

—Lo estaba. Después de los temblores de tierra, cualquiera sabe. La tierra se mueve, sube y baja… Además, cuando ceda la presa, Porterville desaparecerá. No se quedarán ahí.

Ray no dijo nada. Nunca discutía con George. George era el único miembro de la familia que había ido a la universidad. Cierto que no terminó los estudios, pero algo aprendió mientras estuvo allí.

—¿Qué van a comer, Ray? —preguntó George de pronto.

—No lo sé.

—¿Estás preparado para ver a tus hijos morirse de hambre?

—No llegaremos a eso.

—¿Ah, no? La gente está en todas partes. La lluvia salada cae sin parar en el San Joaquín. La parte inferior del valle se inunda. Porterville desaparece cuando cede la presa. La gente se dirige a las tierras altas, y ahí estamos nosotros. Los tenemos en todas partes, acampados en los caminos, apiñados en la escuela, en corrales, en donde sea. Y todos hambrientos. Al principio hay mucha comida. Durante un tiempo es suficiente para todos. Ray, no puedes mirar a un chiquillo hambriento y no darle de comer.

Ray permaneció en silencio.

—Piensa en ello. Mientras haya comida, alimentaremos a la gente. ¿Te negarías a hacerlo mientras todavía tengamos ganado? ¿Estás preparado a cocer tus perros para alimentar a un puñado de hippies de Porterville?

—No hay ningún hippy en Porterville.

—Ya sabes a qué me refiero.

Ray lo pensó detenidamente. Llegarían a través de Porterville. Al norte y al sur había ciudades de diez millones de habitantes cada una, y sólo con que uno de cada diez mil habitantes viviera lo bastante para llegar a Porterville y girar al este…

Ahora los labios de Ray formaban una línea sombría, como los de su hermano. Los músculos sobresalían en su cuello como gruesas cuerdas. Ambos eran corpulentos; era una característica familiar. Cuando eran más jóvenes, a veces George y Ray iban a los bares donde se reunían los matones en busca de camorra. Sólo una vez recibieron una paliza, y en aquella ocasión volvieron a casa y regresaron con sus dos hermanos más jóvenes. Después de aquello les era casi imposible encontrar alguien con quien pelear.

Y ambos pensaban de la misma manera, aunque los pensamientos de Ray eran más lentos. Ahora veía el panorama: miles de extraños extendiéndose por la tierra como una plaga de langostas, de todos los tamaños, formas y edades… Profesores universitarios, asistentes sociales, actores de televisión, moderadores de concursos, escritores, neurocirujanos, arquitectos de urbanizaciones, diseñadores de modas y las nutridas hordas de los eternos parados… todos ellos gentes sin tierras, sin trabajo ni habilidades ni herramientas ni hogares. Como langostas, y a las langostas se las podía combatir. Pero ¿y los niños? A los extraños se les podía echar, pero los niños…

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Ray finalmente.

—Si no llegan hasta aquí, no pueden causar problemas —dijo George. Miró las colinas por encima de la carretera—. Si un centenar de toneladas de roca y barro caen sobre la carretera un poco más adelante, nadie llegará al valle. En cualquier caso, no será fácil hacerlo.

—Tal vez deberíamos rezar para que llueva más —dijo Ray. Miró por la ventanilla la interminable cortina de lluvia.

George se aferró al volante. Creía en el valor de las plegarias y no le había gustado el tono burlón de su hermano. No es que Ray tuviera mala idea. Ray también iba a la iglesia, a veces, casi con tanta frecuencia como George, pero no se podía rezar por algo así.

Pensó en toda aquella gente condenada irremisiblemente a morir y por cuya culpa morirían también sus familiares. Se imaginó a su hermana pequeña, delgada, con el vientre prominente, en los estadios finales de la consunción por hambre, con el mismo aspecto que aquellas criaturas de Vietnam. Todos los niños de un pueblo atrapados en la zona de combate, sin nadie que cuidara de ellos, sin ningún lugar a donde ir, hasta que llegó la patrulla de reconocimiento que buscaba Vietcongs y encontró a los niños. George supo de repente que no podría soportar aquello de nuevo. Tenía que hacer algo.

—¿Cuánto tiempo calculas que resistirá esa presa? —preguntó Ray—. Eh, ¿por qué paras?

—He traído un par de barrenos al cuarenta por ciento —dijo George—. Los pondremos allí. —Señaló una cuesta pronunciada carretera arriba—. Dos barrenos allí y nadie podrá usar esta carretera por algún tiempo.

Ray pensó en ello. Había otra carretera que subía desde el valle de San Joaquín, pero no aparecía en los mapas de las gasolineras. Mucha gente la conocería. Si la carretera principal estaba interrumpida, tal vez buscarían otro camino.

El camión se detuvo del todo y George abrió la portezuela.

—¿Vienes?

—Sí, supongo que sí.

Solía estar de acuerdo con George, sobre todo desde que murió su padre. Los otros dos hermanos, sus primos y sobrinos, también aceptaban sus decisiones. Había traído muchas ideas nuevas y un buen equipo de aquella facultad de agricultura. George sabía en general lo que hacía.

Pero a Ray no le gustaba lo que iba a hacer. No le gustaba nada, y suponía que a George tampoco le complacía, pero ¿qué podían hacer? ¿Esperar hasta encontrarse con aquella gente cara a cara y expulsarlos entonces?

Subieron por el empinado montículo. La lluvia les empapaba, encontraba el medio de introducirse por debajo de sus impermeables, corría por el ala de los sombreros para seguir avanzando cuello abajo. Era una lluvia cálida. Caía con fuerza y Ray pensó en la cosecha de heno, en que el forraje ya estaría estropeado. ¿Con qué diablos alimentarían al ganado cuando llegara el invierno?

—Creo que por aquí estará bien —dijo George. Raspó la base de una roca de mediano tamaño—. Si echamos esto abajo, arrastrará un montón del barro que hay arriba a la carretera.

—¿Y qué me dices del jefe de policía, Hartman? Y, además, Dink Latham ya ha salido hacia Porterville…

—Encontrarán la carretera interrumpida cuando regresen —dijo George—, pero conocen el otro camino.

Sacó del bolsillo un abultado estuche de cartón. Contenía cinco detonadores, cada uno bien encajado en un compartimiento. George tomó uno de ellos, lo colocó en el extremo de una mecha, lo dobló hacia adentro con los dientes y utilizó un cortaplumas para abrir un agujero en un barreno de dinamita. Introdujo el detonador en el cartucho y lo empujó para que entrara por el agujero.

—Tendremos que colocar los dos barrenos en el mismo hoyo. Creo que funcionará.

Cerró con barro el agujero que había abierto, cubriendo la dinamita. Sólo sobresalía el extremo de la mecha.

Ray se puso de espaldas al viento y sacó un cigarrillo. Con la cabeza gacha, y utilizando una mano como pantalla protectora, accionó la ruedecilla de su encendedor de mecha hasta que el tabaco prendió. Luego, cuidadosamente, protegiendo el pitillo encendido con su sombrero, lo acercó al extremo de la mecha. Esta chisporroteó una vez y se encendió. Siseó suavemente bajo la lluvia.

—Vámonos —dijo Ray. Bajó el montículo a toda prisa, seguido por George. Disponían de varios minutos antes de que se quemara toda la mecha, pero corrieron como si les persiguiera el diablo.

Habían rodeado el recodo cuando oyeron la explosión. No fue muy fuerte. La lluvia amortiguaba todos los ruidos. George hizo retroceder despacio el camión, hasta que pudieron ver lo ocurrido.

La carretera estaba cubierta por barro y piedras, formando un obstáculo de más de un metro de espesor. Los materiales desprendidos habían rebasado también la carretera, cayendo al valle fluvial que se encontraba abajo.

—Sólo se podría pasar por ahí con un todo terreno —dijo George—, nada más.

—¿Qué diablos esperas aquí? ¡Vámonos!

Ray había gritado más de la cuenta, pero sabía que su hermano no iba a reprochárselo.

Cuando llegaron a Porterville, las calles estaban inundadas de agua, pero sólo llegaba a los tapacubos del camión. La presa aún resistía.

La sala de juntas del Ayuntamiento olía al queroseno de las lámparas y a sudor. Se notaba también el débil olor de los libros y la pasta de encuadernación. Los libros no eran muy numerosos, y sólo ocupaban las paredes, pero no el centro de la estancia.

El senador Jellison miró su reloj eléctrico e hizo una mueca. Las pilas durarían aún un año, pero luego… ¿Por qué diablos no tenía un anticuado reloj a cuerda? Eran las 10:38':35", y podía confiar en que el reloj no se equivocaría en más de un segundo hasta que las pilas se agotaran.

La sala estaba casi llena. Habían apartado todas las mesas de lectura para que cupieran más sillas plegables. Había unas pocas mujeres y el resto eran hombres, la mayoría vestidos con indumentaria rural y prendas para la lluvia, y casi todos sin armas. Olían a sudor y estaban empapados y exhaustos. Tres botellas de whisky iban rítmicamente de mano en mano, y había un montón de latas de cerveza. Esperaban que diera comienzo la reunión sin hablar demasiado.

Había en la sala tres grupos diferenciados. El senador Jellison destacaba en uno de ellos. Estaba sentado junto al alcalde Seltz, el jefe de policía Hartman y los ayudantes de este. Maureen Jellison formaba parte de este grupo, y en las filas delanteras estaban sus amigos más cercanos, que constituían un sólido bloque de apoyo para el grupo del senador Jellison.

A continuación estaba el grupo más numeroso, formado por personas neutrales que esperaban que el senador y el alcalde les dieran instrucciones. Ellos no lo habrían considerado así, ni al senador se le hubiera ocurrido plantearlo de esta manera. Se trataba de granjeros y comerciantes que necesitaban ayuda, y no estaban acostumbrados a pedir consejo. Jellison los conocía a todos, no mucho, pero lo suficiente para saber que podía contar con ellos hasta cierto punto. Algunos habían traído a sus esposas.

Detrás, en un rincón, estaba George Christopher rodeado de su clan. Arthur Jellison pensó que «clan» era la palabra adecuada. Una docena de hombres armados. Bastaba mirarles para saber que eran parientes. Jellison sabía que dos de ellos eran cuñados, pero su aspecto no se diferenciaba de los Christopher: robustos, de rostro rojizo y lo bastantes fuertes para levantar vehículos todo terreno en su tiempo libre. Los Christopher no se sentaban precisamente separados de los demás, pero permanecían juntos, hablaban entre sí y dirigían pocas palabras a sus vecinos.

Entró Steve Cox acompañado de dos trabajadores del rancho de Jellison.

—La presa sigue aguantando —dijo a gritos para hacerse oír por encima del fragor de la lluvia, los truenos y el murmullo de las conversaciones—. No sé qué puede mantenerla en pie. El agua está más alta que el aliviadero de detrás. Está rebasando los terraplenes a los lados.

—No durará mucho —dijo uno de los granjeros—. ¿Hemos avisado a la gente de Porterville?

—Sí —dijo el jefe de policía—, el guardia Mosey avisó a la policía de Porterville. Harán que la gente abandone la zona inundada.

—¿Qué zona inundada? —preguntó Steve Cox—. Todo el condenado valle se está inundando, y la carretera está cortada, así que no pueden venir aquí…

—Vendrán algunos —declaró el alcalde Seltz—. Trescientos, más o menos. Subirán por la carretera comarcal. Es de esperar que estén aquí mañana.

—Son demasiados —dijo Ray Christopher.

Se oyó un galimatías de voces, unos a favor y otros en contra de que admitiera a los extraños. El alcalde Seltz dio unos golpes sobre la mesa, exigiendo orden.

—Averigüemos lo que se nos avecina —dijo Seltz—. Senador, ¿qué es lo que usted sabe?

—Bastante. —Jellison se levantó de su silla y rodeó la mesa, sobre la que apoyó sus posaderas en una postura informal cuya eficacia le constaba.

—Tengo un buen equipo de radio de onda corta. Sé que hay radioaficionados que intentan comunicarse, pero no capto nada más que interferencias, y no sólo en las bandas de radioaficionados, sino en las emisoras nacionales, comerciales, hasta militares, lo cual significa que la atmósfera está trastornada. Es evidente que hay tormentas eléctricas.

—Sonrió y señaló expresivamente las ventanas. En aquel momento restalló un relámpago como para corroborar sus palabras. Los truenos y relámpagos no eran tan intensos como a primeras horas del día, pero su constancia era tal que nadie reparaba en ellos a menos que se lo propusiera.

—Y la lluvia salada —dijo Jellison—, y el terremoto. Las últimas palabras que me llegaron del JPL fueron: «El cometa ha chocado». Quise hablar con alguien que estuviera en las colinas por encima de Los Angeles cuando sucedió, pero aunque no fue posible, creo que los indicios que tenemos son suficientes. El cometa ha chocado y ha sido una catástrofe de proporciones gigantescas. Podemos estar seguros de ello.

Nadie dijo nada. Todos lo sabían. Habían abrigado la esperanza de averiguar algo distinto, pero en el fondo no se engañaban. Eran granjeros y hombres de negocios, en gran manera dependientes de la tierra y el tiempo atmosférico, y vivían en las laderas de la Sierra Alta. Habían conocido desastres en otras ocasiones, y habían llorado y maldecido en sus casas. Ahora les preocupaba no saber lo que habrían de hacer.

—Hoy hemos cargado en Porterville cinco camiones con piensos y herramientas, y dos con alimentos —dijo Jellison—, y tenemos las existencias de nuestros almacenes y lo que vosotros tenéis en los corrales. Creo que no podremos producir mucho más por nuestros propios medios.

Hubo murmullos. Uno de los granjeros preguntó:

—¿Nunca más, senador?

—Podría ser. Creo que pasarán años antes de que las cosas vuelvan a su cauce. Ahora dependemos de nosotros mismos.

Hizo una pausa para que reflexionaran en sus palabras. La mayor parte de aquellos hombres se enorgullecían de depender de sí mismos. Naturalmente, eso no era cierto, no lo había sido en varias generaciones, y eran lo bastante listos para saberlo, pero de todos modos les costaría comprender plenamente hasta qué punto habían dependido de la civilización.

Fertilizantes, razas de ganado, vitaminas, gasolina y propano, electricidad, agua… Bueno, eso no sería un gran problema durante algún tiempo. Medicamentos, productos químicos, hojas de afeitar, previsiones del tiempo, semillas, pienso para los animales, ropas, municiones… la lista era interminable. Hasta agujas, alfileres e hilo.

—Este año no recogeremos gran cosa —dijo Stretch Tallifsen—. Mis cultivos ya están bastante mal.

Jellison asintió. Tallifsen había ido a ayudar a sus vecinos en la recogida de tomates, y su mujer trabajaba para enlatar cuantos podía. Tallifsen cultivaba cebada, y no resistiría el verano.

—La cuestión estriba en decidir si hacemos un esfuerzo común —dijo Jellison.

—¿Qué significa eso del «esfuerzo común»? —preguntó Ray Christopher.

—Compartir. Unir lo que tengamos —respondió el senador.

—Eso es comunismo —dijo Ray Christopher en un abierto tono de hostilidad.

—No, eso es cooperación. Caridad, si quieres. Más que eso: es un manejo inteligente de lo poco que tenemos, de manera que evitemos el derroche de los recursos.

—Suena a comunismo…

—Cállate, Ray. —George Christopher se levantó—. Senador, comprendo que eso es sensato. Es absurdo utilizar lo poco que quede de gasolina para plantar algo que no crecerá, o alimentar con los últimos brotes de soja a un ganado que de todos modos no durará el invierno. La cuestión es: ¿quién decide? ¿Usted?

—Alguien tiene que hacerlo —dijo Tallifsen.

—Pero no solo —replicó Jellison—. Elegiremos un consejo. En cuanto a mí, probablemente estoy más capacitado que cualquiera de los que estamos aquí, y estoy dispuesto a compartir…

—Claro que sí —dijo Christopher—, pero compartir ¿con quién, senador? Esa es la gran cuestión. ¿Hasta dónde llegamos? ¿Intentamos alimentar a Los Angeles?

—Eso es absurdo —dijo Jack Turner.

—¿Por qué? Todos estarán aquí —gritó Christopher—, todos los que puedan llegar. Vendrán de Los Angeles, del valle San Joaquín, de lo que quede de San Francisco… Quizá no todos, pero muchos sí. Anoche salieron trescientos, y eso sólo son los entremeses. ¿Cuánto tiempo aguantaremos si dejamos que venga esa gente?

—¡También vendrán negros! —gritó alguien sentado en el suelo. Miró tímidamente a dos rostros negros en el extremo de la sala—. De acuerdo, lo siento… No, no lo siento. Lucius, tú tienes tierra y la trabajas. Pero los negros de la ciudad vendrán gimoteando con su cuento de la igualdad… ¡Tú tampoco quieres que vengan!

El hombre negro no dijo nada. Parecía estar alejado del grupo, y permanecía sentado muy quieto con su hijo.

—Lucius Carter es una buena persona —dijo George Christopher—. Pero Frank tiene razón con respecto a los otros, la gente de la ciudad, los turistas, los hippies. No tardarán en llegar aquí a montones. Tenemos que impedírselo.

Jellison pensó que estaba perdiendo la partida. Aquellos hombres tenían demasiado miedo, y Christopher se aprovechaba de ello. Se estremeció. En los próximos meses moriría mucha gente. Muchísima. ¿Cómo seleccionar a los que vivirían y los que morirían? ¿Cómo podía uno decretar la muerte de unas personas determinadas? Él no quería semejante tarea.

—¿Qué sugieres, George? —preguntó Jellison.

—Bloquear la carretera comarcal. No cerrarla, puesto que puede sernos necesaria. Levantar una barricada en la carretera y cerrar el paso a los que vengan.

—Pero no a todo el mundo —dijo el alcalde Seltz—. Las mujeres y los niños…

—¡Todo el mundo! —gritó Christopher—. ¿Mujeres? Ya tenemos. Y niños también. Es suficiente con que nos preocupemos de los nuestros. Si empezamos a aceptar los hijos y las mujeres de otros, ¿cuándo nos detenemos? ¿Cuando llegue el invierno y los nuestros se mueran de hambre?

—¿Y quién va a ocuparse de esa barricada? —preguntó el jefe de policía Hartman—. ¿Quién es lo bastante insensible para ver un coche lleno de gente y decirle a un hombre que ni siquiera puede dejar a sus hijos con nosotros? Tú no, George. Ninguno de nosotros lo es.

—Eso lo dirás tú.

—Además, hay personas que tienen conocimientos especiales —intervino el senador—. Ingenieros, por ejemplo. Algunos buenos ingenieros nos serían de gran utilidad. Médicos, veterinarios, cerveceros. Un buen herrero, si es que queda alguno en este mundo moderno…

—Yo soy experto en eso —dijo Ray Christopher—. Solía herrar caballos para la feria del condado.

—Muy bien —dijo Jellison—, pero hay muchos otros conocimientos que nosotros no tenemos, y creo que las vamos a necesitar.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo George Christopher—, sólo digo que no podemos aceptar a todo el mundo.

—Y, sin embargo, debemos hacerlo —dijo un hombre que hablaba por primera vez.

Habló en tono muy bajo, tanto que era difícil oírle bajo el murmullo de las demás voces y los truenos, pero de todos modos nadie dejó de oírle. Su voz era la de un profesional experimentado.

—Yo fui un extraño, y no me disteis albergue. Estaba hambriento, y me negasteis el alimento. ¿Queréis oír eso el día del Juicio Final?

Todos quedaron un momento en silencio y se volvieron para mirar al reverendo Thomas Varley. La mayor parte de los presentes asistían a su iglesia. Algunos le habían llamado a sus hogares al morir un familiar, le habían confiado a sus hijos para ir de excursión… Tom Varley era uno de ellos, criado en el valle, donde había vivido toda su vida excepto los años de estudio en San Francisco. Era un hombre alto, algo delgado desde que un año antes cumpliera los sesenta, pero lo bastante fuerte para ayudar a un vecino a sacar una vaca de una zanja.

George Christopher le miró con expresión desafiante.

—¡No podemos hacerlo, hermano Varley! Es probable que algunos de nosotros nos muramos de hambre este invierno. Aquí no hay suficientes recursos.

—¿Por qué no aceptar entonces a los que puedan quedarse? —preguntó el reverendo Varley.

—Yo sé lo que ocurriría —replicó George. Alzó el tono de voz y añadió—: Lo he visto con mis propios ojos, créame. He visto gente sin nada que llevarse a la boca, sin fuerzas siquiera para recoger un plato de sopa cuando se lo ofrecen. Hermano Varley, ¿quiere que esperamos hasta que no tengamos elección? Si rechazamos ahora a la gente, es posible que encuentren otro lugar donde puedan arreglárselas. Si los aceptamos, todos estaremos en las mismas condiciones el próximo invierno. Es así de simple.

—¡Así se habla, George! —gritó alguien desde el fondo de la sala de juntas.

George miró a su alrededor, a todos los rostros. No eran hostiles. En la mayoría se reflejaba la vergüenza… el miedo y la vergüenza. George pensó que esa era también la impresión que él debía darles. Prosiguió tenazmente:

—Tenemos que hacer algo, y lo hacemos ahora mismo o no contéis para nada con mi cooperación. Cogeré todo lo que tengo, todo el material que he traído hoy de Porterville, me iré a casa y no tendré reparo en disparar a cualquiera que se acerque.

Hubo más murmullos. El reverendo Varley intentó hablar, pero le hicieron callar.

—¡Tiene mucha razón! —dijo alguien.

—Estamos contigo, George —declaró otro.

Entonces intervino Jellison.

—Yo no he dicho que no debamos tratar de cerrar la carretera. Estábamos discutiendo las dificultades prácticas.

Arthur Jellison no podía mirar al sacerdote a la cara.

—Bien. Entonces lo haremos —dijo George Christopher—. Ray, tú quédate aquí y dime todo lo que ocurra en esta reunión. Cari, Jake y el resto venid conmigo. Mañana por la mañana habrá aquí otro millar de personas si no les detenemos.

Jellison pensó que, además, sería más fácil hacerlo de noche, cuando no podían ver sus caras. Tal vez por la mañana se habrían acostumbrado. Eso es lo que ocurriría: acabarían acostumbrándose a condenar a otros a morir. Lo peor de todo era que George Christopher tenía razón, pero aquello no facilitaba las cosas.

—Ordenaré a algunos de mis hombres que te acompañen, George. Y por la mañana enviaremos a un grupo para que os sustituya.

—Muy bien. —Christopher se dirigió a la salida. Se detuvo un instante para sonreír a Maureen—. Buenas noches, Melisandra —le dijo.

Una lámpara de queroseno ardía en la sala de estar de la casa de Jellison. Arthur Jellison estaba tendido en una tumbona, descalzo y con la camisa parcialmente desabrochada.

—Al, deja esas listas hasta mañana.

—Sí, señor. ¿Necesita algo más? —Al Hardy consultó su reloj. Eran las dos de la madrugada.

—No. Maureen cuidará de mí. Buenas noches.

Hardy miró de nuevo su reloj.

—Se está haciendo tarde, señor, y tiene que levantarse de mañana…

—Me acostaré pronto. Buenas noches.

Esta vez la despedida fue inequívoca. Jellison miró a su ayudante mientras abandonaba la estancia. Los ademanes resueltos de Hardy confirmaban una suposición de Jellison. Aquel condenado doctor del hospital naval de Bethesda había hablado a Hardy acerca de los electrocardiogramas anormales, y Hardy se estaba comportando como una gallina clueca. ¿Se lo habría dicho a Maureen? No importaba.

—¿Quieres un trago, papá? —le preguntó Maureen.

—De agua. Deberíamos conservar el whisky. Siéntate, por favor.

Su tono era cortés, pero no se trataba exactamente de un ruego. Tampoco era una orden. Estaba preocupado.

Ella se sentó junto a su padre.

—¿Qué deseas?

—¿Qué quiso decir George Christopher? ¿Qué es eso de «Melisandra», o lo que dijera?

—Es una larga historia…

—Quiero oírla. Quiero saber todo cuanto concierna a los Christopher.

—¿Por qué?

—Porque ellos son la otra potencia en este valle y hemos de trabajar juntos, no unos contra otros. He de conocer sus puntos flacos. Anda, dímelo.

—Buen, ya sabes que yo y George crecimos prácticamente juntos —dijo Maureen—. Somos de la misma edad…

—Sí, ya lo sé.

—Y antes de que fueras a Washington, cuando eras senador del estado, George y yo estuvimos enamorados. Sólo teníamos catorce años, pero creíamos amarnos. —Y desde entonces Maureen no había sentido algo semejante por nadie, pero no se lo dijo a su padre—. Quería que me quedara aquí, con él. Yo también lo deseaba, pero era imposible. No quería ir a Washington.

Jellison parecía más viejo a la luz de la lámpara de queroseno.

—No lo sabía. Por entonces estaba muy ocupado…

—No te preocupes, papá —dijo Maureen.

—En cualquier caso ya no tiene remedio. ¿Qué era eso de Melisandra?

—¿Recuerdas la obra El brujo? El hombre de confianza adula a la granjera solterona, le dice que deje de llamarse «Lizzie», que vaya con él, y entonces será Melisandra y llevará una vida excitante… Bueno, George y yo la vimos aquel verano e hicimos algunas sustituciones. En lugar de llevar una vida excitante en Washington, yo me quedaría aquí con él. Había olvidado todo eso.

—Lo habías olvidado, ¿eh? Pero ahora lo recuerdas a la perfección.

—Papá…

—¿Qué quiso decir al llamarte eso? —le preguntó Jellison.

—Bien, yo… —Se interrumpió y no dijo nada más.

—Sí, yo también lo he supuesto así. Te está diciendo algo, ¿verdad? ¿Le has visto a menudo desde que nos fuimos a Washington?

—No, no mucho.

—¿Te has acostado con él?

—Eso no es asunto tuyo —dijo Maureen en tono colérico.

—Claro que lo es. Todo cuanto ocurra en este valle es asunto mío a partir de ahora, sobre todo cuando andan por medio los Christopher. ¿Te has ido a la cama con él?

—No.

—¿Lo intentó?

—No fue nada serio —dijo ella—. Creo que es demasiado religioso. Y la verdad es que no tuvimos demasiadas oportunidades después del traslado a Washington.

—Y él no se ha casado —dijo Jellison.

—¡Esto es absurdo, papá! ¡No habrá estado esperándome durante dieciséis años!

—No, supongo que no. Pero lo que te dijo esta noche fue un mensaje muy definido. Bueno, vamos a dormir.

—Papá.

—¿Sí?

—¿Podemos hablar? Estoy asustada. —Se acercó a él. Jellison pensó que en aquel momento parecía mucho más joven, y la recordó cuando era una niña, cuando su madre aún vivía—. Las cosas están mal, ¿verdad?

—Todo lo mal que pueden estar —dijo Jellison. Cogió la botella de whisky y se sirvió un par de dedos—. Aunque se acabe, sabemos cómo fabricar whisky. Si hay grano, tendremos licor. Pero falta que las cosechas vuelvan a crecer.

—¿Qué va a suceder? —le preguntó Maureen.

—No lo sé. Puedo hacer algunas suposiciones. —Miró la chimenea vacía, húmeda a causa de la lluvia que caía por el tiro—. A estas horas los maremotos habrán asolado todo el mundo. Las ciudades costeras han desaparecido. Washington ya no existe. Confío en que el Capitolio haya resistido… Me gustaba aquella vieja masa de granito.

Quedó un momento en silencio. Se oía el ruido monótono de la lluvia y el fragor intermitente de los truenos.

—He olvidado quién lo dijo, pero es bastante cierto —prosiguió Jellison—. A todo país sólo le separan tres comidas de la revolución. ¿Oyes la lluvia? Cae así en todo el país. Las tierras bajas, los cauces de los ríos, los arroyos, los tramos bajos de las carreteras… todo quedará sumergido, de la misma manera que todo el valle de San Joaquín va a quedar bajo el agua. Carreteras, vías férreas, transporte fluvial… No quedará nada. No existe transporte y apenas comunicaciones, lo cual significa que Estados Unidos ha dejado de existir, como la mayor parte de los países.

Maureen se estremeció, aunque no hacía frío en la habitación.

—Pero… Tiene que haber sitios donde no haya ocurrido nada, las ciudades del interior, zonas montañosas sin fallas ni terremotos. Todavía estarán organizados…

—¿Tú crees? ¿En cuántos lugares crees que puede haber suficiente comida para resistir durante semanas?

—Nunca he pensado en ello…

—Bueno, si no son semanas serán meses —dijo Jellison—. ¿Qué va a comer la gente? Estados Unidos dispone de una reserva alimenticia para treinta días en cualquier momento dado, incluyéndolo todo: almacenes, supermercados, silos y barcos en los puertos. Mucho de eso se ha perdido. Otra gran parte es perecedera. Y este otoño apenas van a recogerse cosechas. ¿Crees que alguien sin apenas nada que comer va a ayudar al prójimo?

—Oh…

—Y hay algo peor. —El tono de su voz era ahora brutal, como si tratara de asustarla—. Refugiados por todas partes. En cualquier lugar donde haya suficiente para comer, habrá gente en busca de alimento. No les culpo. ¡Puede que en este momento haya un millón de refugiados en camino hacia aquí! Tal vez en algunos sitios la policía y los gobiernos locales traten de sobrevivir pero ¿cómo se las arreglarán cuando llegue la plaga de langostas? Sólo que no se trata de langostas, sino de personas.

—Pero… ¿qué vamos a hacer? —Maureen sollozó.

—Sobreviviremos. Vamos a resistir y levantaremos una nueva civilización. Alguien tiene que hacerlo. —Alzó el tono de voz—. Podemos conseguirlo. ¿Cuándo? Eso dependerá de la extensión del desastre, pero no vamos a volver al estado salvaje, a los arcos, las flechas y los garrotes. ¡Estamos preparados para hacerlo mucho mejor!

—Sí, claro…

—No, querida, no es tan «claro». —Jellison parecía muy viejo ahora, pero su voz tenía fuerza y decisión—. Depende de lo que podamos conservar aquí. No sabemos lo que ha quedado en otras partes, pero aquí tenemos bastantes recursos si podemos permanecer en el territorio. Aquí tenemos una oportunidad, y por Dios que vamos a aprovecharla.

—Lo lograrás —dijo Maureen—. Es tu trabajo.

—¿Piensas en algún otro que pueda hacerlo?

—No te hice una pregunta, papá.

—Entonces recuérdalo cuando tenga que hacer algo que no me guste. —Apretó la mandíbula—. Vamos a lograrlo, pequeña. Te lo prometo. La gente de este valle va a resistir este desastre sin perder la civilidad. —Sonrió y añadió—: Pero estamos hablando demasiado. Es hora de ir a la cama. Mañana tengo mucho qué hacer.

—De acuerdo.

—No es necesario que me esperes. Me acostaré en seguida. Buenas noches.

Maureen besó a su padre y salió de la sala. Arthur Jellison vació el vaso de whisky y lo dejó sobre la mesa. Miró largamente la botella y luego su mirada se posó en la chimenea vacía. Podía ver la manera de edificar una civilización a partir de las ruinas que había dejado el martillo de Lucifer. Había mucho que salvar en las viejas ciudades costeras. El agua no lo habría destruido todo. Podrían perforarse nuevos pozos petrolíferos y reparar las carreteras. Las lluvias no durarían eternamente.

Lo reconstruirían todo, y esta vez harían las cosas bien.

Los hombres se extenderían más allá de su pequeño globo nativo, llevarían la civilización humana a todo el sistema solar, incluso a las demás estrellas, y no habría nada que pudiera ponerles de nuevo al borde de la extinción.

Claro que podrían hacerlo. Pero había que vivir lo suficiente para iniciar la reconstrucción. Lo primero era lo primero, y el problema inmediato consistía en organizar aquel valle. Nadie iba a ayudar. Tenían que hacerlo por sí mismos. No habría más ley y orden que los que ellos establecieran, y la única seguridad que tendrían Maureen, Charlotte y Jennifer sería la que ellos pudieran defender. Arthur Jellison había sido responsable del pueblo estadounidense, y en especial del californiano. Ya no lo era. Ahora era sólo responsable de su familia, y se preguntaba cómo podía protegerla, lo cual enlazaba con otra pregunta: ¿cómo conservar el rancho? Tal vez no podría hacerlo sin ayuda. Ayuda, ¿de quién? De George Christopher, desde luego. George tenía muchos amigos. Entre los dos podían hacer las cosas bien.

Arthur Jellison se incorporó fatigosamente y apagó de un soplo la lámpara de queroseno. En la repentina oscuridad la lluvia y los truenos sonaban aún con más intensidad. La luz de los relámpagos le permitió ver el camino hasta su dormitorio.

Había luz bajo la puerta de la habitación de Al Hardy. Se apagó cuando el ayudante oyó que el senador iba a acostarse.