EL CARTERO: DOS

Entre las deficiencias comunes a los servicios postales italiano y norteamericano pueden citarse:

ineficiencia y retrasos en las entregas

organización anticuada

escaso rendimiento del personal y salarios bajos

elevado índice de huelgas

déficit económico muy elevado

Roberto Vacca, La próxima Edad Oscura

Carrie Román era una viuda de edad mediana con dos hijos corpulentos que tenían la edad de Harry y le doblaban en tamaño. Carrie era casi tan grande como ellos. Tres gigantes joviales, habitantes de una de las casas en las que Harry se detenía para tomar café. En una ocasión llevaron a Harry a la ciudad, para informar de una avería que había sufrido la camioneta postal.

Cuando Harry llegó a la puerta de los Román se sentía optimista.

Naturalmente, la puerta estaba cerrada con candado, pero Jack Román había instalado un timbre para avisar a la casa. Harry lo pulsó y esperó.

La lluvia seguía cayendo, sin pausa, inexorable. Harry pensó que si el agua empezara a brotar del suelo, ni lo notaría. La lluvia se había convertido en el principal elemento del ambiente.

¿Dónde estarían los Román? Cayó en la cuenta de que no tendrían electricidad. Para asegurarse, oprimió el timbre una vez más.

Por el rabillo del ojo vio a alguien agachado, que había salido de detrás de un árbol. La figura sólo fue visible un instante, pues los arbustos la ocultaron, pero Harry observó que llevaba algo, como una pala o un rifle, y era demasiado pequeña para ser uno de los Román.

—¡El cartero! —gritó Harry jovialmente. ¿Qué diablos ocurría allí?

El sonido de un disparo coincidió con un tenue tirón de la saca de correo. Harry se arrojó al suelo y se arrastró para ponerse a cubierto. La saca, que en aquella posición quedaba más alta que él, se agitó al recibir el impacto de otro disparo. Harry pensó que sería del calibre veintidós. Poca cosa como rifle, al menos para el valle. Se ocultó detrás de un árbol, y su respiración agitada le pareció demasiado ruidosa.

Harry se desprendió de la saca y la dejó en el suelo. En cuclillas, buscó cuatro sobres atados con una goma. Luego tomó impulso y en un instante se lanzó a una carrera frenética hacia el buzón de los Román, echó el paquete al interior y corrió de nuevo a ponerse a cubierto. Sonó otro disparo. Harry se tendió jadeante junto a la saca, tratando de pensar.

Él no era policía, no estaba armado, y no podía hacer nada para ayudar a los Román. Era imposible. Tampoco podía volver a la carretera, donde carecería de toda protección. ¿Y la hondonada que había al otro lado? Estaría llena de agua, pero era lo mejor que podía hacer. Echar a correr, cruzar la carretera y luego arrastrarse… Pero en ese caso tendría que abandonar la saca de correo. ¿Y por qué no? ¿A quién iba a engañar? El cometa había caído y ya no había necesidad de carteros. ¿De qué iba a servirle cargar con la saca?

—Sí que me sirve —dijo en voz alta—. Un tipo que sacó buenas notas durante el bachillerato quemándose las pestañas, que abandonó los estudios universitarios porque no se sentía capacitado, que le echaron de todos los empleos que tuvo.

Con la saca a cuestas seguía siendo un cartero, un hombre con una profesión, así que cargó con ella y se agachó de nuevo. Todo parecía tranquilo ahora. Tal vez le habían disparado para que se alejara, ¿pero con qué objeto?

Respiró hondo. Tenía que hacerlo ahora, antes de que estuviera demasiado asustado para intentarlo. Se lanzó hacia la carretera, la cruzó y se metió en la hondonada. Dispararon otra vez, pero la bala debió pasar muy lejos. Harry se escabulló por la hondonada, medio arrastrándose, medio nadando, levantando la saca por encima de la cabeza para que no se mojara.

Por suerte no dispararon más. El rancho Muchos Nombres estaba a poco más de medio kilómetro carretera abajo. Tal vez allí tendrían armas, o un teléfono que funcionara… ¿Habría algún teléfono en uso? El Shire no era precisamente una fuente oficial de información, pero habían estado seguros de que ya no había ningún servicio en pie.

—Nunca encuentras un poli cuando lo necesitas —murmuró Harry.

Debería tener cuidado al aproximarse a Muchos Nombres. Los propietarios tal vez estarían algo nerviosos. ¡Y si no era así, no les faltarían motivos para estarlo!

Anochecía cuando Harry llegó al rancho Muchos Nombres. La lluvia se había intensificado y caía sesgada, y los relámpagos brillaban en el cielo casi negro.

Muchos Nombres constaba de treinta acres de terreno dedicado al pasto, salpicado con los pedruscos blancos habituales de la región. La propiedad estaba repartida entre cuatro familias, las cuales a veces invitaban a Harry a tomar café. El resultado era que Harry se sentía algo azorado, pues nunca sabía a qué familia le tocaba el turno. Las familias se turnaban en el usufructo del rancho, y cada una de ellas lo ocupaba una semana al mes. Para ellos el rancho era un lugar de asueto. A veces hacían trueques; en ocasiones traían invitados. El excesivo número de propietarios no había podido ponerse de acuerdo para ponerle un nombre al rancho, y al fin le habían puesto Muchos Nombres, en español. Pero aunque estuviera en otro idioma, el nombre aquel no engañaba a nadie.

Aquel día Harry no se sentía en absoluto tímido. Gritó «¡Cartero!», y esperó, sin muchas esperanzas de que le respondieran. Finalmente, abrió la puerta de la valla y entró.

Lleno de aprensiones se acercó a la casa. Llamó a la puerta y esta se abrió.

—El correo —dijo Harry—. Hola, señor Freehafer. Siento llegar tan tarde, pero han surgido algunas emergencias.

Freehafer sujetaba una pistola automática. Miró a Harry con cierta prevención. Tras él, en la sala de estar, iluminada con velas, había varias personas que le miraban con expresiones cautelosas.

—¡Pero si es Harry! —exclamó Doris Lilly—. No te preocupes, Bill. Es Harry, el cartero.

Freehafer bajó el arma.

—Bien, me alegro de verte, Harry. Entra. ¿A qué emergencias te referías?

Harry pasó al interior, librándose de la lluvia. Entonces vio a otro hombre apoyado en el umbral de una puerta, con una escopeta al lado.

—El correo —dijo Harry, sacando de la saca dos revistas, que constituían el correo habitual para Muchos Nombres.

—Alguien me disparó desde la casa de Carrie Román. Un desconocido. Me temo que los Román tienen problemas. ¿Funciona su teléfono?

—No —dijo Freehafer—. No podemos ir allí esta noche.

—Bueno. Mi camioneta se ha despeñado por la ladera de una colina, y no sé cómo estarán las carreteras. ¿Pueden dejarme dormir en un sofá, o una alfombra, y darme algo de comer?

El hombre vaciló de manera ostensible.

—Me temo que tendrá que ser en la alfombra —dijo Freehafer—. ¿Te bastará con un plato de sopa y un bocadillo? Estamos un poco escasos de comida.

—Me comería sus zapatos viejos —dijo Harry.

Le dieron sopa de tomate en lata y un bocadillo de queso caliente, que le supo a gloria. Entre bocados se enteró de lo sucedido. Los Freehafer habían empezado a marcharse el martes, pero al ver el aspecto amenazador que iba adquiriendo el cielo, decidieron regresar al rancho. Entonces llegaron los Lilly, pues aquella semana les tocaba a ellos utilizar el rancho, en compañía de los Rodenberry, a los que habían invitado, con sus dos hijos. Había llegado el fin del mundo y los Rodenberry dormían en los sofás. Nadie había intentado todavía llegar al supermercado de la ciudad.

—¿Qué significa eso de que ha llegado el fin del mundo? —preguntó Harry.

Se lo explicaron, le mostraron las revistas que él mismo había traído. Los ejemplares estaban húmedos, pero todavía podían leerse. Harry leyó las entrevistas a los expertos, a Sagan, Asimov y Sharps. Miró las representaciones artísticas de impactos de grandes meteoros.

—Todos opinan que pasará de largo —comentó Harry.

—Pues no lo hizo —dijo Norman Lilly, que había sido jugador de fútbol y luego ejecutivo de seguros, un hombretón imponente, de anchos hombros, que sin duda no había abandonado sus ejercicios gimnásticos—. ¿Qué vamos a hacer ahora? Hemos traído algunas semillas y material para cultivo, por si acaso, pero no tenemos ningún libro. ¿Tienes alguna idea de cultivos, Harry?

—No. Amigos, he tenido un día muy duro…

—De acuerdo. Es absurdo que gastemos velas —dijo Norman.

Todas las camas, los sofás y las mantas estaban ocupados. Harry pasó la noche sobre una gruesa alfombra, abrigado con tres enormes batas de baño de Norman Lilly y apoyando la cabeza en un cojín. Estaba bastante cómodo, pero no pudo conciliar el sueño.

¿El martillo de Lucifer? ¿El fin del mundo? Se había arrastrado por el barro mientras las balas perforaban la saca del correo y las cartas que contenía. Le mantuvo despierto el recuerdo de aquella pesadilla, una pesadilla que había sido real.

Cuando despertó de su sueño intranquilo, Harry contó los días transcurridos. La primera noche durmió en la camioneta, la segunda en casa de los Miller. La noche pasada era la tercera. Habían pasado tres días desde que se presentara por última vez en la oficina para hacerse cargo de su trabajo.

Definitivamente, era el fin del mundo. El Lobo le habría estado buscando enfurecido. Pero no… La energía eléctrica seguía interrumpida. Los teléfonos no funcionaban. No había piquetes de Obras Públicas reparando las carreteras. El corolario era evidente: había caído el cometa. Era el fin del mundo. Realmente había sucedido.

—¡Arriba, arriba! —exclamó Doris Lilly. Su alegría era artificial pero de todos modos procuraba mantenerla—. Venga, Harry, levántate antes de que no quede ni una migaja del desayuno.

El desayuno fue parco, pero lo compartieron con Harry, lo cual era muy generoso por su parte. Los hijos de los Lilly, de ocho y diez años respectivamente, miraban a los adultos. Uno de ellos se quejó de que la televisión no funcionaba. Nadie le prestó atención.

—¿Y ahora qué? —preguntó Freehafer.

—Hay que buscar comida —dijo Doris Lilly—. Tenemos que encontrar algo para comer.

—¿Dónde sugieres que busquemos? —preguntó de nuevo Freehafer. Su tono no era sarcástico.

Doris se encogió de hombros.

—Puede que en la ciudad. Tal vez las cosas no están tan mal como… quizá no estén tan mal.

—Quiero ver la televisión —dijo Phil Lilly.

—No funciona —replicó Doris, abstraída—. Voto por que vayamos a la ciudad y veamos cómo están las cosas. Podemos llevar a Harry…

—¡Quiero ver la tele ahora mismo! —gritó Phil.

—Cállate —ordenó su padre.

—¡Quiero ver la tele ya! —repitió el muchacho.

Norman Lilly le cruzó el rostro de una bofetada.

—¡Norm! —exclamó su mujer. El niño lloró, más por la sorpresa que por el dolor—. Nunca habías pegado a los niños…

—Oye, Phil —dijo Lilly, con voz calma y decidida—. Ahora todo es distinto, tienes que comprenderlo. Cuando te pidamos que estés quieto tendrás que obedecer. Tú y tu hermana, ambos vais a tener que aprender mucho, y rápidamente. Ahora id a la otra habitación.

Los niños vacilaron un momento. Norman alzó la mano. Ellos le miraron sorprendidos y luego echaron a correr.

—Es un poco drástico —comentó Bill Freehafer.

—Sí —dijo Bill, rehuyendo la observación—. Bill, ¿no crees que deberíamos ir a ver qué les ocurre a nuestros vecinos?

—Deja que se encargue la policía… —Bill Freehafer se interrumpió de pronto—. Bueno, es posible que todavía haya policía.

—Puede que sí, pero ¿quién les dará órdenes a partir de ahora? —preguntó Lilly, y miró a Harry.

Harry se encogió de hombros. Estaba el alcalde. El sheriff había ido al valle San Joaquín, pero probablemente el valle se habría inundado con aquella lluvia.

—¿Tal vez el senador? —preguntó Harry.

—Ah, sí —dijo Freehafer—. El senador vive en aquella Colina. Tal vez deberíamos… Dios mío, Norm, no lo sé. ¿Qué podemos hacer?

—En cualquier caso podemos echar un vistazo, Harry. ¿Conoces a esa gente?

—Sí…

—Tenemos dos coches. Bill, tú llevarás a los demás a la ciudad. Harry y yo echaremos un vistazo. ¿De acuerdo?

Harry parecía dudar.

—Lo que faltaba… —dijo Bill Freehafer.

—Ya les he dejado el correo…

Norman Lilly alzó una mano inmensa.

—Tiene razón, Bill, ya lo sabes. Pero míralo de esta manera, Harry. Eres un cartero.

—Sí…

—Eso es algo muy valioso, pero ya no habrá correo, ni cartas ni revistas. Sin embargo sigue habiendo una necesidad de mensajeros. Alguien tiene que mantener las comunicaciones en funcionamiento, ¿no te parece?

—Sí, claro —convino Harry.

—Muy bien. Ahora serás más necesario que nunca. Y este va a ser tu primer mensaje tras el choque del cometa. Un mensaje a los Román de nuestra parte. Estamos dispuestos a ayudar, si podemos. Son nuestros vecinos. Pero no los conocemos, y ellos tampoco nos conocen a nosotros. Si han tenido problemas estarán al acecho de extraños. Alguien tiene que presentarnos. Es un mensaje que vale la pena, ¿verdad?

Harry meditó en ello. Tenía sentido.

—Después me llevaréis a la ciudad…

—Claro. En marcha. —Norm Lilly salió y regresó armado con un rifle para matar ciervos y la pistola automática.

—¿Has usado alguna vez una de estas, Harry?

—No, y no quiero usarla. Daría una mala imagen.

Lilly asintió y dejó la pistola sobre la mesa.

Bill Freehafer empezó a decir algo, pero Lilly le interrumpió.

—De acuerdo, Harry, vamos —dijo Norm. No hizo ningún comentario cuando Harry llevó su saca de correo al coche.

Habían recorrido medio camino cuando Harry dio unos golpecitos a la saca, sonrió y dijo a su acompañante:

—Oye, no te reirás de mí, ¿verdad?

—¿Cómo puedo reírme de un hombre que tiene un objetivo en la vida?

Se detuvieron ante la puerta de la valla. Las cartas habían desaparecido del buzón. El candado seguía en su sitio.

—¿Y ahora qué? —preguntó Harry.

—Buena pregun…

El disparo alcanzó a Norm Lilly en pleno pecho. Era un impacto de escopeta. Lilly retrocedió y quedó muerto. Harry permaneció un instante inmóvil, conmocionado, y luego echó a correr hacia la carretera. La cruzó y se lanzó a la hondonada. Avanzó por el agua fangosa sin importarle que la saca y sus ropas se mojaran. Luego empezó a correr hacia el Muchos Nombres.

Oyó ruidos tras un recodo del camino, y por detrás también se acercaba alguien. Esta vez no querían dejar que escapara. Desesperado, Harry trepó por el terraplén, lejos de la carretera, y empezó a subir la empinada ladera de la colina, arrastrando la saca de correo. Sus botas se hundían en el barro, resbalaban. Pero él se afianzaba en el suelo y seguía subiendo.

Oyó un disparo. El ruido fue muy intenso, mucho más que el del calibre veintidós con que le habían disparado el día anterior. Quizá era otro tiro de escopeta. Harry siguió adelante. Llegó a la cima de la primera elevación y echó a correr.

No podía saber si aún iban en su busca, ni le importaba. No tenía intención de volver allí. Recordaba la expresión de sorpresa en el rostro de Norman Lilly, aquel hombrote doblándose, muerto antes de caer al suelo. ¿Qué clase de gente era aquella que disparaba sin avisar?

La colina se hizo más empinada, pero el suelo era más duro y la roca abundaba más que el barro. A Harry le pesaba la saca. Probablemente le había entrado agua. ¿Por qué seguía transportándola? «Porque es el correo, estúpido hijo de perra», se respondió a sí mismo.

El rancho Chicken era propiedad de un matrimonio de edad, comerciantes de Los Angeles retirados. Era una granja avícola totalmente automatizada. Las gallinas estaban en diminutos corrales. Los huevos salían rodando de la jaula e iban a parar a una cinta transportadora. El alimento llegaba por otra cinta, y había un suministro continuo de agua. En realidad no era un rancho, sino una fábrica.

Tal vez era un paraíso para las aves. Todos los problemas estaban resueltos, no había luchas, podían comer cuanto querían, estaban protegidos de los coyotes, tenían jaulas limpias —de eso se encargaba otro sistema automatizado—… pero debía ser una existencia bastante aburrida.

El rancho Chicken se encontraba en la siguiente colina. Antes de que Harry llegara allí vio a las aves. Pollos y gallinas deambulaban aturdidos bajo la lluvia, entre las matas mojadas, picoteando el suelo, las ramas de los arbustos, las botas de Harry, y cacareando plañideramente al cartero, como si le pidieran instrucciones.

Harry se detuvo. Debía haber ocurrido algo terrible. Los Sinanian jamás habrían dejado sueltos a los pollos.

¿Habrían atacado aquellos bastardos también allí? Harry se quedó de pie junto a la falda de la colina, sin saber qué hacer, y los pollos se amontonaron en torno suyo.

Tenía que averiguar lo que había sucedido. Eso formaba parte del trabajo. Informador, cartero, pregonero público, mensajero… Era todo aquello o no era nada. Permaneció unos momentos indeciso, tratando de reunir valor, y finalmente se dirigió a la granja.

Todo el pienso de las aves había sido desparramado por el suelo del corral. Las jaulas estaban abiertas. Aquello no era accidental. Harry recorrió la nave entre las aves que no dejaban de cacarear. Allí no había ningún indicio de lo que podía haber pasado. Salió y recorrió el sendero hasta la casa.

La puerta de la granja estaba abierta. Harry llamó, pero nadie le respondió. Finalmente entró. Apenas había luz; las persianas y las cortinas estaban cerradas y no había luz eléctrica. Harry avanzó hasta la sala de estar.

Allí encontró al matrimonio Sinanian. Estaban sentados en unos grandes sillones abultados por un relleno excesivo. Tenían los ojos abiertos y no se movían.

Amos Sinanian presentaba un orificio de bala en la sien. Los ojos sobresalían de sus órbitas. Tenía una pequeña pistola en una mano.

La señora Sinanian no tenía ninguna señal de violencia. ¿Habría muerto de un ataque al corazón? Fuera lo que fuese, su tránsito había sido apacible, sus rasgos no estaban contorsionados, y sus vestidos se encontraban bien arreglados. Ante ella había un televisor apagado. Parecía como si hubiera muerto un par de días atrás, tal vez más. La sangre de la cabeza de Amos no estaba totalmente seca. No habría muerto antes de aquella misma mañana.

No había ninguna nota, ningún signo de explicación. A Amos no le había interesado contárselo a nadie. Había dejado libres a las aves y luego se había pegado un tiro.

Harry tardó largo tiempo en decidir lo que iba a hacer. Finalmente cogió la pistola de la mano de Amos. No le costó tanto retirarla como había creído. Se metió el arma en el bolsillo y buscó en la estancia hasta encontrar una caja de balas que también se metió en el bolsillo.

—El correo se abrirá paso, qué diablos —dijo en voz alta.

En el refrigerador encontró asado frío. Se lo comió, pensando que si no lo hacía se estropearía de todos modos. La cocina de gas funcionaba. Harry no sabía cuánto propano habría en la bombona, pero no importaba. Los Sinanian no iban a usarlo.

Sacó las cartas de la saca y las colocó en el compartimiento del horno, para que se secaran. Las circulares y los prospectos eran un problema. Su información no servía de nada, pero tal vez sus destinatarios querrían aprovechar el papel. Harry llegó a una solución de compromiso, tirando las que eran delgadas, tenues y estaban empapadas y conservando las demás.

Encontró varias bolsas de plástico en la cocina y cuidadosamente introdujo cada paquete de correo en una bolsa. Una vocecilla interior le decía que aquellas eran las últimas bolsas de plástico de la Tierra.

—Muy bien —dijo en voz alta, y siguió con su tarea—. Hay que conservar las bolsas. La gente recibirá su correo, pero las bolsas pertenecen al servicio.

Una vez finalizado aquel trabajo pensó en lo que haría a continuación. Aquella casa podría ser útil. Era una buena casa, de piedra y cemento, no de madera. El corral era también de madera. La tierra no valía mucho, al menos Amos así lo decía, pero los edificios podían utilizarse. Necesitaba un lugar donde alojarse después de repartir el correo.

Su decisión significaba que debía hacerse cargo de los cadáveres. Harry no se sentía con fuerzas para cavar dos fosas, y tampoco iba a arrastrarlos para dejarlos al aire libre y que fueran pasto de los coyotes y los buitres. Tampoco había suficiente madera seca para hacer una pira.

Salió al exterior. Vio una vieja camioneta. Tenía las llaves de encendido en su sitio y la puso en marcha de inmediato. El sonido del motor era bueno, estaba en perfectas condiciones. Había un recipiente de gasolina en el cobertizo, y Harry llenó el depósito de la camioneta, llenó también dos latas para gasolina y luego apiló cachivaches al lado del recipiente, para ocultarlo.

Regresó a la casa, buscó en los armarios y encontró unas mantas viejas con las que envolvió los cadáveres. Luego subió a la camioneta y la condujo hasta la entrada. Mientras batallaba para depositar los cuerpos en la caja del vehículo, las aves correteaban a su alrededor, solicitando su atención. Una vez terminada la operación, Harry se agachó y rápidamente retorció los cuellos de seis pollos antes de que los demás pudieran darse cuenta. Arrojó las aves a la caja del vehículo, al lado del difunto matrimonio Sinanian.

Finalmente, Harry recorrió la casa cerrando puertas y ventanas, se guardó las llaves en el bolsillo, puso en marcha la camioneta y se marchó.

Aún tenía que completar su ruta. Pero primero debía hacer algunas cosas, entre ellas dar sepultura a los Sinanian.