El origen de todo aquello que se llama deber, el requisito previo de toda ley auténtica y la sustancia de toda noble costumbre, pueden encontrarse en el honor. Pero, si uno ha de pensar en ello es que carece de honor.
Oswald Spengler, Pensamientos
Harry Newcombe no fue testigo de la caída del cometa, y la culpa la tuvo Jason Gillcuddy, el cual se había recluido en los bosques, según decía, para hacer régimen y escribir una novela. Había perdido casi seis kilos en medio año, pero aún podía permitirse perder más. En cuanto a su aislamiento, con toda certeza preferiría hablar con el cartero de paso que escribir.
Ya que el mejor café de aquellos contornos se servía en el rancho de Silver Valley, Gillcuddy se propuso preparar el mejor café al otro lado del valle.
—Pero se me van a llenar las tripas si dejo que todo el mundo me sirva dos tazas —le dijo Harry, sonriente—. Qué popular soy.
—Será mejor que las aceptes, chico. Mi contrato vence el jueves y he terminado la novela. La próxima vez que pases por aquí ya me habré ido.
—Has terminado la novela. ¡Eh, eso es estupendo! ¿Salgo yo en ella?
—No. Lo siento, Harry, pero estaba tomando unas proporciones desmesuradas. Ya sabes cómo son estas cosas.
Lo que más te gusta suele ser lo que debes dejar fuera. Pero el café es Jamaica, marca Blue Mountain. Cuando celebro…
—Bueno, sírveme una taza.
—¿Un poco de coñac?
—Ten un poco de respeto por el uniforme… Bueno, diablos, no puedo negarme.
—Por mi editor —dijo Gillcuddy levantando la taza—. Dijo que si no cumplía con el contrato no me quedarían ganas de firmar más.
—Es una profesión dura.
—Sí, pero se gana dinero.
Harry creyó oír vagamente el estruendo de un trueno en la distancia. ¿Se acercaba una tormenta de verano? Sorbió el café. Desde luego, era un brebaje de primera.
Cuando salió afuera no vio ninguna nube de tormenta. Harry estaba en pie desde la madrugada. Los granjeros del valle seguían extraños horarios, lo mismo que los carteros. Había visto el brillo perlino de la cola del cometa que envolvía la Tierra. Era como la neblina formada por el humo y la contaminación, sólo que limpia. Había una extraña inmovilidad en el ambiente, como si el tiempo hubiera quedado en suspenso, esperando algo.
De modo que Jason Gillcuddy regresaba a Chicago, hasta la próxima vez que tuviera que recluirse para ponerse a régimen y escribir otra novela. Harry le echaría de menos. Jason era el hombre más culto del valle, tal vez con la excepción del senador… que era realmente un hombre de carne y hueso. Harry lo había visto ayer desde lejos, cuando llegó en un vehículo del tamaño de un autobús. Tal vez le vería hoy.
Harry conducía a buena marcha en dirección a la casa de Adams cuando la camioneta empezó a dar saltos. Frenó. ¿Se habría pinchado un neumático? La carretera se movía y parecía retorcerse, y el vehículo se bamboleaba locamente. ¡A pesar de que se había detenido seguía moviéndose! Cerró el contacto. ¿Aun así seguiría moviéndose?
Pensó que no debería haberse fijado en aquella botella de coñac, pero en seguida le asaltó la idea de que podría tratarse de un terremoto. Los temblores habían cesado. Se dijo que en aquella región no había líneas de fallas.
Prosiguió la marcha, más lentamente. La granja de Adams se encontraba a bastante distancia en la nueva ruta que había trazado para llegar allí temprano. No se atrevía a subir a la casa, con lo que ganaba un par de minutos. La señora Adams no había vuelto a quejarse, pero hacía semanas que Harry no veía a Donna.
Harry se quitó las gafas de sol. El día había oscurecido sin que se diera cuenta, y seguía oscureciéndose: las nubes recorrían el cielo con una velocidad desacostumbrada, y los relámpagos brillaban entre sus negras masas. Harry no había visto nunca algo parecido. Sí, era una tormenta de verano. Iba a llover.
Soplaba un viento de todos los demonios. El aspecto del cielo había pasado de feo a horrendo. Harry no había visto jamás semejante agitación de nubes negras ni tal aparato eléctrico. Pensó que debería haber dejado el correo en el buzón de la entrada. Así se vengaría de la señora Adams. Pero tal vez sería Donna la que tendría que ir a buscar las cartas bajo la tormenta. Harry avanzó hasta la casa y aparcó bajo el voladizo del porche. Al bajar del coche empezó a llover, y aquel voladizo apenas ofrecía protección. El viento lanzaba la lluvia en todas direcciones.
Si al menos fuera Donna quien abriera la puerta… Pero lo hizo la señora Adams, cuyo rostro no mostró el menor signo de placer al verle. Harry alzó la voz por encima del fragor de la tormenta.
—Su correo, señora Adams —le dijo en un tono tan frío como la expresión de la dama.
—Gracias —dijo ella, y cerró la puerta bruscamente.
Llovía a cántaros, y el agua, al mezclarse con el polvo acumulado en la camioneta, formaba sucios arroyuelos marrones que avergonzaron a Harry. No creía que el vehículo estuviera tan sucio. Subió a bordo, ya medio empapado, y arrancó.
¿Sería frecuente en el valle aquella clase de tiempo? Hacía un año que Harry vivía allí, y no había visto nada ni remotamente parecido. ¡Era como el Diluvio Universal! Estaba deseando preguntarle a alguien qué opinaba de aquello, a cualquiera, menos la señora Adams.
Hasta aquel día, el valle había estado bajo los efectos de la estación seca. El breve curso de agua de Carper Creek apenas tenía espesor, era un riachuelo que mojaba la base de los pulidos cantos rodados blancos que formaban su cauce, por lo menos hasta aquella mañana. Pero cuando Harry Newcombe pasó por el puente de madera, las aguas arremolinadas llegaban a tal altura que de vez en cuando rebasaban la orilla. La lluvia seguía cayendo furiosamente.
Harry siguió adelante. Tenía que dejar dos sobres en el buzón de Gentry. Sólo había visto una vez al granjero, y en aquella ocasión Gentry le había apuntado con una escopeta. Era un ermitaño y no tenía necesidad de recibir puntualmente el correo. A Harry no le gustaba aquel hombre.
Las ruedas de la camioneta perdieron el contacto con el suelo firme y giraron de un modo desconcertante antes de volver a posarse en la carretera. Harry se dijo que antes o después quedaría atrapado en el fango. Ya había perdido la esperanza de completar su ruta. Tal vez podría pedir un poco de comida y un sitio para dormir en casa de los Miller.
Llegó a un tramo de la carretera muy empinado. Avanzó lentamente, cegado por la lluvia, los relámpagos y la oscuridad en los intervalos. Vio un espacio vacío a su izquierda y la ladera de una colina a la derecha, todo ello cubierto de árboles. Empezó a rodear la colina. Dentro del vehículo el aire era caliente y estaba completamente húmedo.
De repente frenó en seco. Se había producido un deslizamiento de tierras que cruzaba la carretera, arrastrando troncos desgajados y ramas. Pensó por un momento en volver atrás, pero ello significaba pasar de nuevo por las casas de Gentry y los Adams, lo que no le hacía ninguna gracia. La lluvia ya había disuelto parte del barro acumulado, y la cuesta arriba no era tan pronunciada. Metió la primera marcha y avanzó sobre el barro. La camioneta se tambaleó. Harry trató de enderezarla usando el volante y el acelerador, mordiéndose los labios. Era inútil, pues el mismo barro estaba en movimiento. ¡Tenía que salir de allí! Dio gas y las ruedas giraron en vano mientras el vehículo se ladeaba. Harry cerró el contacto, se echó al suelo del vehículo y se cubrió el rostro con los brazos.
La camioneta empezó a oscilar, balanceándose como un barco anclado, hasta que el balanceo la hizo volcar. Cayó sobre algo sólido, rodó por encima y chocó con otro obstáculo. Finalmente se detuvo. Harry levantó la cabeza.
Un tronco de árbol había roto el parabrisas. Antes de quebrarse, el vidrio de seguridad se había curvado hacia adentro. Aquel tronco y otro más mantenían el vehículo sujeto, como si fueran cuñas. Estaba volcado sobre el lado del pasajero, y para levantarlo haría falta bastante ayuda, por lo menos un remolque y hombres provistos de sierras mecánicas.
Harry había sido retenido por el cinturón de seguridad. Lo desabrochó cautelosamente y llegó a la conclusión de que no estaba herido.
¿Qué haría ahora? Tenía el deber de proteger el correo, pero no podía quedarse allí todo el día. Consideró las posibilidades de completar la ruta, y se echó a reír, porque era evidente que no podría hacerlo en lo que restaba del día. Tendría que dejar que el correo se acumulara hasta el día siguiente. El Lobo se pondría furioso… y Harry no podría evitarlo.
Cogió la carta certificada para el senador Jellison y se la guardó en el bolsillo. Había un par de paquetes pequeños que a Harry le parecieron valiosos, y se los metió en otro bolsillo. Los paquetes grandes, los libros y el resto del correo tendrían que esperar.
Salió de la camioneta y empezó a andar bajo la lluvia, que le azotaba el rostro, le cegaba y empapaba. El barro se deslizaba bajo sus pies, y tuvo que agarrarse a un árbol para no caer al turbulento torrente en que se había convertido el riachuelo. Permaneció allí inmóvil durante largo rato.
Pensó que le sería imposible llegar hasta un teléfono. Era insensato aventurarse bajo aquella tormenta. Lo mejor sería esperar a que amainara. Por suerte había vuelto a seguir la ruta establecida, sin apartarse un ápice, así que el Lobo sabría dónde encontrarle… Pero ¿qué vehículo podría llegar hasta él en aquellas condiciones?
Restallaron dos relámpagos, muy juntos, seguidos por el estallido del trueno. Harry notó un cosquilleo en sus pies húmedos y al instante fue consciente del peligro. Se abrió camino penosamente hasta la camioneta y subió a ella. No estaba aislada del suelo, pero parecía el lugar más seguro para esperar a que pasara la tormenta eléctrica… y por lo menos no había dejado el correo abandonado. Aquello le había preocupado. Era mejor entregarlo tarde que exponerse a que lo robaran.
Se dispuso a ponerse tan cómodo como pudiera. Las horas pasaban y no había signo alguno de que la tormenta fuese a amainar.
Harry durmió mal. Se preparó un nido en el compartimiento de carga, utilizando circulares de compras y el periódico de la mañana. Se despertó a menudo, oyendo siempre el interminable tamborileo de la lluvia sobre la chapa. Cuando la tierra y el cielo, confundidos primero en una negrura iluminada por los relámpagos, pasaron a un gris opaco, Harry miró atentamente a su alrededor y encontró la botella de leche del día anterior. Su premonición de que podría necesitarla se había cumplido. Pero la leche no bastaba. Tenía hambre. Y además echaba en falta su café matinal.
—Lo tomaré en la siguiente casa que visite —se dijo, e imaginó una gran taza de café humeante, quizá con un chorrito de coñac, aunque nadie más que Gillcuddy iba a ofrecérselo.
La lluvia había aflojado un poco, y la intensidad del viento también había disminuido. «O es eso o me estoy quedando sordo. ¡Me estoy quedando sordo! Bueno, tal vez no». Alegre por naturaleza, encontraba con rapidez el lado divertido de una situación difícil. «Menos mal que hoy no es el día de reparto de basura».
Apartó los pies de la saca de cuero donde habían permanecido secándose durante la larga noche, y se puso las botas. Luego miró el correo. La luz apenas era suficiente.
—Sólo cogeré las cartas. Dejaré los libros.
Se preguntó si debería llevarse también el Congressional Record del senador Jellison y las revistas. Decidió hacerlo. Al final habían metido en la saca todo menos los paquetes más grandes. Se levantó y abrió con dificultad la portezuela, que ahora era como una escotilla, pues el lateral y el techo del vehículo habían invertido sus posiciones. Arrojó la saca al exterior y luego salió él. La lluvia seguía cayendo, y colocó un trozo de plástico sobre la saca.
El barro se había ido acumulando junto a la camioneta y llegaba al nivel de las ruedas. Harry se echó la saca al hombro y empezó a andar. Notó el suelo inestable bajo sus pies y se apresuró a salir de allí.
Tras él, los árboles cedieron bajo el peso de la camioneta y el barro. Las raíces se separaron del suelo y el vehículo, perdidos sus apoyos, empezó a deslizarse, cada vez con más rapidez.
Harry meneó la cabeza. Aquel había sido probablemente su último circuito. A Wolfe no le gustaría perder un vehículo. Harry empezó a subir la resbaladiza cuesta embarrada, mirando a su alrededor en busca de un palo. Por fin encontró un tronco que sobresalía del barro, largo y flexible.
La marcha fue más fácil una vez llegó a la carretera. Iba cuesta abajo, desandando el largo desvío desde la casa de los Adams. El pesado barro se desprendió de sus botas y notó los pies más ligeros. No perdía de vista la falda de la colina, en previsión de que hubieran más deslizamientos de barro.
—Tengo el pelo completamente mojado —refunfuñó—, pero así conservo el cuello caliente.
La carga era pesada. Lástima que no tuviera un cinto para sujetarla a la cadera. Decidió cantar para entretenerse:
«Salí a dar un paseo junto al estanque, qué suerte si encontrara un machacante y pudiera pagar la maldita cuenta. Tenía la garganta seca y sedienta, y elevé una plegaria a las alturas rogando me sacaran de tales apreturas…».
Llegó al final de la pendiente y vio una torre de transmisión destrozada. Los cables de alta tensión cruzaban la carretera de un lado a otro. La torre de acero había sido alcanzada por un rayo, quizá por varios, y parecía retorcida en la punta. ¿Cuánto tiempo llevaría así? ¿Y por qué no había ido nadie a repararla? Harry se encogió de hombros. Entonces observó los cables telefónicos. También habían sido derribados. No podría llamar desde el próximo lugar al que llegara.
«Y un halcón llegó volando sobre las aguas.
¡Milagro!, me dije, y entoné un par de estrofas
de un canto religioso de mi niñez.
El ave alzó el vuelo y ¡qué estupidez!
dejó caer a plomo en mi cabeza
lo que ya le estorbaba en la molleja.
Me hinqué de rodillas y, juntando las manos,
recé tres avemarías por todos los fulanos
que descansan a dos metros bajo el suelo;
el pájaro seguía tan tranquilo su vuelo.
Me puse pues en pie y elevé otras preces,
el halcón se incendió… y me arrojó más heces».
Llegó a la puerta de los Miller. No se veía a nadie. En el sendero de acceso no había huellas recientes de automóviles. Harry se preguntó si se habrían marchado la noche anterior. Desde luego, no lo habían hecho hoy. Sus pies se hundieron en el barro mientras subía el largo camino hasta la casa. El teléfono no funcionaría, pero podría conseguir una taza de café, a lo mejor hasta le llevarían a la ciudad.
«El pajarraco ardió cual un nuevo lucero
y deslumbró mis ojos con su potente fuego.
Corriendo por el cielo se fue hacia el horizonte,
avanzando veloz como una estrella errante.
Fui a contárselo al cura, y el muy pillo
fue y se quedó con mi último pitillo.
Yo le hablé del milagro, él me habló de los Cielos,
yo le mostré la mierda del pájaro en los pelos.
El gesto le ofendió, sería idiota,
y se tapó la sucia narizota.
Como no me hizo caso, me fui al obispado,
pero el obispo tampoco se puso de mi lado.
¡Vete a casa a dormirla!, dijo sin miramiento,
jamás vi un borracho con tanto atrevimiento.
Anda, sigue el consejo, y con toda presteza
hazte un buen lavado de cabeza».
Harry llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. La puerta estaba ligeramente entreabierta. Dio una voz a través de aquella abertura, pero nadie contestó. Notó el olor de café.
Se quedó inmóvil un momento, y luego sacó dos cartas y un ejemplar de Ellery Queen's Mistery Magazine, empujó la puerta y entró en la casa, con la correspondencia en la mano, como el pasaporte de un embajador. Cantó en voz alta:
«Encontré de improviso a un viejo conocido, Jock O'Leary de nombre, alcohólico perdido. Estaba alicaído por falta de cerveza. Fui hasta su yacija y le acerqué mi cabeza. Se puso muy contento, pero le duró poco: su mujer de un disparo le atravesó el coco. Le acerqué nuevamente la cabeza y resucitó, mas la testa sonriente por el suelo rodó, esta vez su mujer se la había cortado. Para ella llegó el momento esperado. Se puso de rodillas y así al cielo oró: ¡Cuarenta años aguanté y por fin se acabó!».
Harry dejó el correo sobre la mesa de la sala, donde solía amontonar los impresos el día de reparto de basura, y se dirigió a la cocina, atraído por el olor del café. Siguió cantando en voz alta. Así no le dispararían creyéndole un intruso.
«Vagué por la ciudad, entre desamparados,
se alzaban a mi paso los cojos y lisiados
y caían de nuevo víctimas de otro mal…
pues son muchos los caminos del amor celestial,
pero el amor del hombre marcado por los cielos
seguirá estando vivo los siglos venideros».
¡Sí, había café! Una gran cafetera sobre el fogón encendido, y en la mesa esperaban tres tazas. Harry llenó una y cantó, exultante:
«Y sé que estoy marcado por un signo divino: ¡Me lavo la cabeza y el agua se vuelve vino! Con él alegro la vida de los pobres obreros, así no van por ahí pateando a los perros. Y evito a sus mujeres los malos tratos que les dan a menudo esos pazguatos».
Vio una fuente con naranjas, resistió la tentación unos segundos y luego cogió una. La peló mientras salía por la puerta de la cocina al naranjal situado detrás de la casa. Los Miller eran naturales de la región. Ellos sabrían lo que sucedía. Y tenían que estar por allí cerca.
Hay milagros inútiles, como andar por el mar.
¡Mataron al Hijo de Dios, pero yo me voy a librar!
Pues no doy la luz a los ciegos,
ni curo leprosos ni resucito muertos,
pero no pasa día, con ganas o pereza,
sin que me dé un buen lavado de cabeza».
—¡Hola, Harry! —gritó alguien desde algún lugar a la derecha. Harry avanzó en aquella dirección a través del denso barro, entre los naranjos.
Jack Miller, su hijo Roy y su nuera Cicelia estaban recogiendo apresuradamente tomates. Habían extendido una gran tela encerada en el suelo y colocaban en ella todo lo que podían recoger, maduro y semiverde.
—Se pudrirían si los dejáramos aquí —dijo Roy, resoplando—. Tenemos que llevarlos adentro en seguida. Nos iría bien tu ayuda.
Harry miró sus botas llenas de barro, la saca del correo y el sucio uniforme.
—No debéis retenerme —dijo—. Va contra las ordenanzas gubernamentales…
—Sí. Oye, Harry, ¿qué pasa ahí afuera?
—¿No lo sabes? —preguntó Harry, perplejo.
—¿Cómo podría saberlo? —dijo Roy—. El teléfono no funciona desde ayer por la tarde. No hay fuerza y la tele no va. Por la radio no se oye más que el puñetero… perdona, Cissy, no se oye más que el ruido de las interferencias. ¿Qué pasa en la ciudad?
—No he estado en la ciudad —confesó Harry—. La camioneta se averió, no lejos de la granja de Gentry. Ocurrió ayer, y he pasado la noche en el vehículo.
—Vaya. —Roy dejó de recoger los frutos un momento—. Cissy, será mejor que entres y empieces a enlatar. Sólo los maduros. Harry, haré un trato contigo. Desayuno, almuerzo y te llevaré a la ciudad. Además no diré a nadie lo que cantabas dentro de mi casa. A cambio, tú nos ayudas el resto del día.
—Yo te llevaré y hablaré con tu jefe —dijo Cissy.
Los Miller tenían cierta importancia en el valle. Tal vez el Lobo no le despidiera por haber perdido la camioneta si intercedían por él.
—No puedo ir más rápido andando —dijo Harry—. Trato hecho.
Harry se puso a trabajar. No hablaban mucho, tenían que economizar fuerzas. En un momento determinado Cissy trajo bocadillos. Los Miller apenas se detuvieron el tiempo justo para comer, y volvieron al trabajo.
Cuando hablaban, se referían invariablemente al tiempo. Jack Miller no había visto nada parecido en los cincuenta y dos años que llevaba en el valle.
—Esto es cosa del cometa —dijo Cissy.
—Tonterías —comentó Roy—. Ya oíste lo que dijeron por la televisión. El cometa pasó a miles de kilómetros de nosotros.
—¿De veras? Me alegro —dijo Harry.
—No oímos decir que había pasado de largo, sino que iba a pasar —puntualizó Jack Miller.
El granjero volvió a los tomates. Cuando los recogieran todos, empezarían con las judías y las calabazas.
Harry nunca había trabajado tan duramente en toda su vida. De pronto se dio cuenta de que se estaba haciendo tarde.
—¡Eh, tengo que volver a la ciudad! —insistió.
—De acuerdo —dijo Jack Miller—. Cissy, coge la camioneta. Y pasa por el almacén de piensos. Vamos a tener que alimentar al ganado y los cerdos. La maldita lluvia se ha cargado la mayor parte del pasto. Será mejor que consigamos pienso antes de que todo el mundo piense lo mismo. El precio se pondrá por las nubes dentro de una semana.
—Si es que hay algún sitio donde comprar dentro de una semana —dijo Cissy.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó su marido.
—Nada.
La muchacha se dirigió al establo. Sus ceñidos tejanos y el sombrero con que se tocaba estaban completamente mojados. Regresó con una camioneta Dodge. Harry subió y se puso la saca del correo sobre el regazo, para protegerla de la lluvia. La había dejado en el establo mientras trabajaba.
La camioneta recorrió sin problemas el sendero embarrado. Cuando llegaron a la puerta exterior de la granja, Cissy bajó para abrirla. Harry no podía moverse debido a la gran saca. Cuando regresó, la muchacha se rió de él.
Apenas habían recorrido un kilómetro cuando vieron que la carretera terminaba en una grieta gigantesca. La calzada se había separado, y con ella el flanco de la colina, y toneladas de barro viscoso se habían volcado para cubrir la carretera más allá de la grieta.
Harry observó atentamente aquel desastre. Cicelia dio marcha atrás e hizo una maniobra para dirigir el vehículo en sentido contrario. Harry empezó a andar hacia aquel desastre.
—¡No vas a ir andando! —exclamó ella.
—El correo debe seguir su curso —musitó él. Se echó a reír—. Ayer no finalicé la ruta…
—¡No seas tonto, Harry! Hoy o mañana vendrán a arreglar la carretera. ¡Espera un poco! No llegarás a la ciudad antes de que oscurezca, tal vez ni siquiera podrás llegar con esta lluvia. Vuelve a casa.
Harry pensó en las palabras de Cissy. Tenía razón. Los cables eléctricos habían sido derribados, los teléfonos no funcionaban. Alguien tendría que poner remedio a todo aquello. La saca de correo parecía terriblemente pesada.
—De acuerdo —dijo al fin.
Como era de esperar, le hicieron trabajar de nuevo. No cenaron hasta que anocheció, pero fue una cena copiosa, adecuada para los granjeros tras un día de dura labor. Harry estaba cansado y se durmió en el sofá. Ni siquiera se dio cuenta cuando Jack y Roy le quitaron el uniforme y le cubrieron con una manta.
Cuando se despertó no había nadie en la casa. Habían colgado su uniforme para que se secara, pero aún estaba húmedo. Afuera seguía lloviendo de un modo implacable. Harry se vistió y vio que le habían dejado café. Mientras lo tomaba entraron los demás.
Cicelia sirvió un desayuno con jamón, tostadas y más café. Era una mujer fuerte y alta, pero ahora parecía cansada. Roy la miraba con semblante preocupado.
—Estoy bien —dijo ella—. Lo que ocurre es que no estoy acostumbrada a hacer el trabajo de los hombres además del mío propio.
—Hemos podido salvar la mayor parte de las cosas —dijo Jack Miller—, pero jamás vi una lluvia así. —El tono de su voz reflejaba un cierto temor supersticioso—. Esos idiotas del Servicio Meteorológico nunca nos dan un informe exacto. ¿Qué diablos hacen con todos esos relucientes satélites artificiales?
—Tal vez el cometa los derribó —sugirió Harry.
Jack Miller le dirigió una mirada iracunda.
—El cometa. ¡Bah! ¡Los cometas son cosas del cielo! ¡Por favor, Harry, vive en el siglo veinte!
—Lo intenté una vez. Me gusta más aquí. —Le complació la suave sonrisa de Cissy—. Bueno, será mejor que me ponga en camino.
—¿Con este tiempo? —preguntó Roy Miller, incrédulo—. No puedes decirlo en serio.
Harry se encogió de hombros.
—Tengo que completar mi ruta.
Los demás parecieron apenados.
—Supongo que podremos llevarte hasta el lugar en que está cortada la carretera —dijo Jack Miller—. A lo mejor ya estarán arreglándola.
—Gracias.
No había nadie trabajando. Durante la noche se había deslizado más barro desde la ladera de la colina.
—Me gustaría que te quedaras —dijo Jack—. Tu ayuda es muy valiosa.
—Gracias. Diré a la gente de allá abajo que tal se trabaja contigo.
—De acuerdo. Gracias y buena suerte.
No le resultó fácil salvar el tramo interrumpido de la carretera, por encima del espeso barro. La saca de correo le pesaba en el hombro. Era de cuero, impermeable, y además estaba cubierta por el plástico. Harry pensó que tenía suerte, porque todo el papel que contenía la saca podía absorber varios litros de agua, lo cual la haría mucho más pesada.
—Y además sería más difícil leer las cartas —dijo Harry en voz alta.
Ando penosamente por la carretera, tropezando, resbalando, hasta que encontró otro tronco para sustituir al que había dejado en casa de los Miller. Tenía muchas raíces, pero le ayudaba a mantenerse derecho.
—Esto es la pera —gritó Harry al viento cargado de lluvia. Luego se echó a reír y añadió—: Pero no es tan duro como trabajar en una granja.
La lluvia había detenido el reloj de Harry. Cuando llegó a la puerta del rancho Shire eran casi las dos, pero él creía que no pasaban de las once.
Volvía a encontrarse en terreno llano. Las colinas habían quedado atrás y, una vez superada la grieta cerca de casa de los Adams, la carretera no presentó más interrupciones. Pero el agua y el barro seguían presentes. No podía ver la calzada de la carretera. Tenía que inferirla por la forma del paisaje. Su cuerpo y las ropas que lo cubrían estaban húmedos. El uniforme se adhería a la piel, la rozaba y irritaba ligeramente. Tenía que vencer la resistencia de su uniforme y el barro adherido a las botas. Teniendo en cuenta todo aquello, Harry consideró que había aprovechado bien el tiempo.
Seguía confiando en completar su ruta en el coche de alguien, pero no era probable que en el Shire se ofrecieran a acompañarle.
No había visto a nadie mientras caminaba a lo largo de la valla de troncos del Shire. Nadie en los campos, nadie tratando de salvar las cosechas. Si cultivaban algo, Harry no podía reconocerlo, pero él no era granjero.
La puerta era pesada. Tenía un candado nuevo, grande y reluciente. El buzón estaba ladeado hacia atrás, con una inclinación de cuarenta y cinco grados, como si lo hubiera atropellado un coche. La caja rebosaba agua.
Harry se sintió fastidiado. Llevaba ocho cartas para el Shire, y un sobre grueso y abultado de papel de Manila. Echó atrás la cabeza y vociferó:
—¡Eh, los de la casa! ¡Visita del cartero!
La casa estaba a oscuras. ¿También allí faltaría la fuerza eléctrica? ¿O acaso Hugo Beck y su grupo de extraños invitados se habían cansado de la vida rural y se habían ido?
Los inquilinos del rancho Shire formaban una comuna. Todo el mundo en el valle lo sabía, y eran pocos los que sabían algo más. Los del Shire no se comunicaban con la gente del valle. Harry, gracias a su privilegiada profesión, había conocido a Hugo Beck y algunos de los otros.
Hugo heredó la finca tres años atrás. Perteneció a sus tíos, que tuvieron un accidente de automóvil durante unas vacaciones en México el cual nunca pudieron contar. Antes tuvo otro nombre, el Rancho de la Horquilla Invertida o algo así, probablemente inspirado en un hierro de marcar reses. Hugo Beck asistió a los funerales. Era un muchacho de dieciocho años, regordete, con una lisa cabellera negra que le llegaba a los hombros y un asomo de barba en el rostro, excepto el mentón. El chico revisó el lugar, se quedó para vender el ganado y la mayor parte de los caballos y luego se marchó. Volvió un mes más tarde, seguido por un montón de hippies, cuyo número variaba según la apreciación de los diversos lugareños. De algún modo disponían de suficiente dinero para vivir con bastante holgura. Cierto que el Shire, como negocio, no era un éxito, pues no exportaba nada. Pero los chicos debían cultivar algo comestible, porque tampoco importaban gran cosa de la ciudad.
Harry vociferó de nuevo. La puerta principal se abrió y una forma humana avanzó hacia la entrada del rancho. Era Tony. Harry le conocía. Flaco y tostado por el sol, sonriendo para mostrar los dientes que le habían enderezado en su niñez y vestido como siempre, con tejanos y camiseta de lana, sin camisa, sombrero de paja y sandalias. Miró a Harry, al otro lado de la valla.
—¿Qué pasa, hombre? —le preguntó. La lluvia no parecía molestarle en absoluto.
—Se acabó la fiesta. He venido a decírtelo.
Tony pareció perplejo, pero en seguida sonrió.
—¡La fiesta! Qué divertido. Se lo diré a los otros. Están todos acurrucados en la casa. A lo mejor piensan que se van a derretir.
—Yo estoy ya medio derretido. Aquí está vuestro correo. —Harry le entregó las cartas—. Vuestro buzón está hecho cisco.
—Qué más da —dijo Tony, sonriendo como si alguna broma que sólo él conocía le hiciera gracia.
Harry pasó por alto su actitud.
—Oye, ¿quieres preguntar si alguien puede llevarme a la ciudad? Se me averió la camioneta.
—Lo siento. Tenemos que ahorrar la gasolina para emergencias.
Pero ¿en qué estaba pensando aquel tipo? Harry sintió un acceso de cólera, pero se refrenó.
—Bueno, así es la vida. ¿Podrías darme un bocadillo por lo menos?
—Ni hablar. Se acerca una era de hambre. Tenemos que pensar en nosotros mismos.
—No te entiendo. —A Harry empezaba a caerle mal la sonrisa de Tony.
—El Martillo ha caído —dijo Tony—. El Sistema ha sucumbido. Se acabó la mili, se acabaron los impuestos, se acabaron las guerras. Nadie más irá a la cárcel por fumar hierba. Ya no será necesario elegir entre un chorizo y un idiota como presidente del país. —Tony seguía sonriendo bajo su sombrero informe y calado—. Tampoco habrá más días de reparto de basura. ¡Creí estar borracho cuando vi un cartero en la puerta!
Harry pensó que Tony realmente estaba borracho. Intentó soslayar el asunto.
—Oye, ¿podrías llamar a Hugo Beck? Dile que venga aquí.
—Lo intentaré.
Harry observó a Tony mientras esta entraba de nuevo en la casa. Se preguntó si habría allí alguien vivo. Tony nunca le había parecido un tipo peligroso, pero… si volvía a salir con un rifle, Harry echaría a correr como un gamo.
Salió media docena de muchachos. Una chica vestía equipo de lluvia; el resto parecían ataviados para ir a nadar. Tal vez aquello era juicioso. Nadie podía esperar permanecer seco con aquel tiempo. Harry reconoció a Tony, Hugo Beck y la muchacha de anchos hombros y caderas no menos anchas que se hacía llamar Galadriel, y un gigante silencioso cuyo nombre no había logrado retener. Se reunieron junto a la puerta, al parecer sumamente divertidos.
—Bueno, ¿a qué viene todo esto? —preguntó Harry.
Gran parte de la grasa de Hugo Beck se había transformado en músculo en los últimos tres años, pero aun así no tenía aspecto de granjero. Tal vez se debía a las caras sandalias y el gastado traje de baño, o quizá a la forma en que se apoyaba indolentemente en la puerta, en la misma actitud que adoptaba el escritor Jason Gillcuddy para apoyarse en su barra de bar, dejando una mano libre para gesticular.
—Mira, chico —dijo Hugo—, por fin cayó el cometa. Puede que seas el último cartero que veamos jamás. Considera lo que eso significa. No habrá más anuncios para comprar cosas que no te puedes permitir. No habrá más amistosos recordatorios de Hacienda para que pagues lo que les debes. Deberían tirar ese uniforme, Harry. El Sistema ha muerto.
—¿El cometa chocó con la Tierra?
—Exacto.
—Hummm.
Harry no sabía si creerle o no. Se había hablado de aquello… pero un cometa no era nada. Polvo sucio iluminado por la luz no filtrada del sol, muy bonito cuando uno lo veía desde una colina con la apropiada chica al lado. Pero ¿y la lluvia? ¿Por qué llovía de aquel modo?
—Humm. ¿Así que soy miembro del Sistema?
—Eso que llevas es un uniforme, ¿no? —dijo Beck, y los demás se echaron a reír.
—Alguien debió decírmelo —dijo Harry bajando la vista—. Bueno, no podéis darme de comer ni llevarme…
—Se acabó la gasolina, tal vez para siempre. La lluvia va a destrozar la mayor parte de los cultivos. Eso está a la vista, Harry.
—Sí. ¿Puedes prestarme un hacha durante un cuarto de hora?
—Tony, dale el hacha.
Tony trotó hacia la granja.
—¿Qué vas a hacer con ella? —preguntó Tony.
—Cortar las raíces de mi bastón.
—¿Y luego qué harás?
No tuvo que responder, porque Tony regresó con el hacha. Harry se puso manos a la obra, observado por los inquilinos del Shire. Finalmente, Hugo volvió a preguntarle:
—¿Qué vas a hacer?
—Entregar el correo —respondió Harry.
—¿Por qué? —preguntó una frágil y bonita chica rubia—. Se acabó todo, hombre. Se acabaron las cartas al diputado de tu demarcación, y los envíos del Playboy. Se acabaron los impresos para pagar la renta o… o las instrucciones para votar. ¡Eres libre! ¡Quítate el uniforme y baila!
—Ya tengo frío, y me duelen los pies.
—Toma, dale una calada —dijo el gigante silencioso, alargándole un grueso cigarrillo de hechura casera a través de los barrotes de la puerta, y protegiéndolo con el sombrero de Tony. Harry observó las expresiones de desaprobación de los demás, pero no dijo nada y aceptó el obsequio, resguardándolo con su propio gorro mientras lo encendía y aspiraba.
¿Tal vez cultivaban allí marihuana? Harry no hizo preguntas, pero…
—Tendréis problemas para conseguir papel de fumar.
Los muchachos intercambiaron miradas. No se les había ocurrido.
—Será mejor que conservéis las últimas cartas. No habrá más día de reparto de basura. —Harry devolvió el hacha a través de los barrotes—. Gracias. Y gracias también por la calada.
Cogió el palo debidamente podado. Pesaba menos y estaba mejor equilibrado. Se echó la saca del correo al hombro.
—El correo es el correo. Nada puede impedir su entrega, ni la lluvia, ni el aguanieve, ni el calor del día, ni las tinieblas de la noche, etcétera… Está en el reglamento.
—¿Y qué dice el reglamento sobre el fin del mundo? —preguntó Hugo Beck.
—Creo que es eventual. Me voy a repartir el correo.