La propiedad no es sólo un derecho, sino un deber. La propiedad obliga. Usa tu propiedad como si el pueblo te la hubiera confiado.
Oswald Spengler, Pensamientos
A mediodía Tim y Eileen llegaron a lo alto de la garganta. Cuando se encontraban a un tercio de la altura vieron que otro coche había llegado al otro lado y empezaba a descender. Era un turismo corriente, sin tracción en las cuatro ruedas, y Tim no comprendió cómo habían podido llegar hasta allí. En aquel coche viajaban dos hombres, una mujer y varios niños. Todavía estaba pegado al lado de la garganta cuando Tim y Eileen llegaron a la cima por el otro lado. Se alejaron, dejando a los otros colgados en el lado del precipicio, preguntándose si deberían haberles hablado, pero sin saber qué podrían haber hecho en su ayuda.
Tim se sentía más desamparado que nunca. Estaba preparado para el fin de la civilización: estar casi solo, encontrar pocos seres humanos y alejados entre sí. Pero no estaba preparado para verla extinguirse así, y se preguntó qué podría hacer. Era inútil, no podía pensar nada.
Por fortuna el siguiente puente estaba intacto, y el próximo también. Ya se encontraban a pocos kilómetros del observatorio.
Tomaron una curva y se encontraron con cuatro coches en la carretera. Había mucha gente en aquel lugar. Eran las primeras personas que Tim y Eileen veían desde que salieron de la garganta.
La carretera se internaba en un túnel, y este se había venido abajo. Los coches estaban detenidos mientras hombres con palas trabajaban para abrir un camino por encima del espolón rocoso creado por el túnel. Ya habían formado parte de un camino, y se turnaban, ya que había más hombres que palas.
Seis mujeres y varios niños estaban reunidos alrededor de los coches. Eileen miró vacilante al grupo y luego se acercó a ellos.
Los niños la miraron sorprendidos. Una de las mujeres se acercó al coche. Parecía una anciana, aunque no tendría más de cuarenta años. Miró el vehículo y observó el agujero en forma de estrella que había dejado la bala en la luneta trasera. No dijo nada.
—Hola —dijo Tim.
—Hola.
—¿Hace mucho que están aquí?
—Llegamos al amanecer —dijo la mujer.
—¿Vienen de la ciudad? —le preguntó Eileen.
—No. Estábamos acampados aquí. Intentamos regresar a Glendale, pero la carretera estaba cortada. ¿Cómo han llegado aquí? ¿Podemos regresar por el mismo camino que ustedes han seguido?
Una vez perdida su reticencia, la mujer hablaba rápidamente.
—Hemos llegado subiendo por el gran cañón de Tujunga —explicó Tim.
La mujer pareció sorprendida y se volvió hacia el montículo donde los hombres trabajaban.
—Eh, Freddie. Han venido por el gran Tujunga.
—Está bloqueado —gritó el hombre. Entregó la pala a otro hombre y bajó el montículo, dirigiéndose a ellos. Tim observó que llevaba una pistola al cinto.
Sus coches no eran muy nuevos. Una destartalada camioneta, cargada con objetos de acampada, una ranchera con la suspensión visiblemente estropeada y un viejo Dodge.
—Nosotros tratamos de llegar al gran Tujunga —dijo el hombre al aproximarse. Llevaba típicas prendas de camping, una camisa de lana y pantalones de tela cruzada. De uno de los lados de su cinturón colgaba una taza metálica. Del otro lado colgaba la pistola en su funda, pero no parecía consciente de que la llevaba—. Me llamo Fred Haskins. ¿Dicen que han llegado cruzando la garganta, por el viejo camino en zigzag?
—Sí —dijo Eileen.
—¿Cómo están en Los Angeles? —preguntó Haskins.
—Mal —dijo Tim.
—Sí. Ha habido un buen terremoto, ¿eh? —Haskins miró detenidamente a Tim. También miró el agujero de la bala—. Oiga, ¿cómo le han hecho eso?
—Alguien trató de detenernos.
—¿Dónde?
—Cuando empezábamos a subir las montañas —dijo Tim.
—La granja de los presos —musitó Haskins—. Habrán matado a los vigilantes y todos los presos estarán sueltos.
—¿Qué ha querido decir con eso de que Los Angeles está mal? —preguntó la mujer—. ¿No puede ser más explícito?
De repente, Tim no pudo soportarlo más.
—Todo ha desaparecido. El valle de San Fernando, todo lo que había al sur de las colinas de Hollywood… Todo inundado por las aguas. Y lo que no ha sido inundado, se ha quemado. Tujunga parecía en bastante buen estado, pero el resto de la depresión de Los Angeles ha dejado de existir.
Fred Haskins le miró fijamente, como si no comprendiera.
—¿Ha dejado de existir? ¿Ha muerto tanta gente? ¿Tantos?
—Más o menos —dijo Tim.
—Probablemente aún queda mucha gente viva en las colinas —dijo Eileen—. Pero, si las carreteras están cortadas, no podrán llegar hasta aquí.
—Dios mío —dijo Haskins—. Ese cometa chocó, ¿verdad? Sabía que iba a chocar, Martha, te dije que estaríamos mejor aquí arriba. ¿Cuánto tiempo…? Supongo que enviarán al Ejército en nuestra busca, pero también podemos abrirnos camino por nuestra cuenta. La carretera al otro lado parece en buenas condiciones. Al menos, hasta donde podemos ver. Martha, ¿todavía no has oído nada por la radio?
—Nada. Sólo interferencias. A veces creo oír algunas palabras, pero no tienen sentido.
—Ya.
—¿Tienen ustedes algo qué comer? —preguntó Martha Haskins.
—No.
—Parecen muertos de hambre. Les daré algo, señor…
—Tim.
—Tim, y usted se llama…
—Eileen. Gracias.
—De nada. Tim, acompañe a Fred y cave con él hasta que prepare el almuerzo.
Mientras subían por el empinado camino, Fred habló a Tim.
—Me alegro de que hayan llegado. No estaba seguro de que pudiéramos poner todos los coches en marcha. Con el cacharro tan potente que usted lleva podrá darles un empujoncito. Luego iremos en busca del Ejército.
La carretera empezó a moverse, el firme se onduló, y el camión en cabeza avanzó dando tumbos.
El cabo Gillings, que dormitaba en su asiento, se despertó bruscamente. Lanzó un juramento y miró a través del toldo. El convoy se había detenido. La tierra se ondulaba como las aguas de un mar.
—El cometa… —murmuró.
Los soldados comentaban lo que ocurría.
—¿Qué es eso? —preguntó Johnson.
—El fin de este maldito mundo, estúpido. ¿Es que no lees nada?
Gillings lo había leído todo. El National Enquirer, los artículos de Time y las entrevistas a Sharps y los demás. Lo había planeado todo un millar de veces, soñando en su litera, añadiendo encantadores detalles a la escena. Gillings sabía lo que ocurriría tras la caída del martillo de Lucifer. Sería el fin de la civilización, y también el fin del maldito Ejército. Cada hombre sería dueño de sí mismo, y uno podría ser un rey si sabía jugar bien sus cartas.
Johnson le miraba fijamente, perplejo y desorientado, deseando que siguiera. Gillings sentía la cabeza ligera. Estaba desorientado: no era corriente que sus sueños se convirtieran en realidad.
—Fuera de los camiones. ¡Todo el mundo fuera! —ordenó el capitán Hora.
La mente de Gillings se aclaró. Las cosas volvían a ponerse en su sitio, y aquel era el primer problema: ¡los malditos oficiales! Hora no era un oficial tan malo, y a los hombres les caía bien. Habría que hacer algo al respecto, y rápidamente. De lo contrario, el Ejército Regular les haría trabajar como esclavos, tratando de salvar a los asnos civiles hasta que las olas gigantescas los ahogaran a todos.
—Estamos atrapados, capitán —gritó el sargento Hooker—. Hay corrimientos de tierras delante y detrás. No creo que podamos sacar los camiones de aquí.
—Los dejaremos aquí, sargento —dijo el capitán Hora—. Iremos andando. Hay mucha gente en estas colinas. Veremos qué se puede hacer por ellos.
—Señor —dijo Hooker. Su voz carecía de entusiasmo—. ¿Qué vamos a comer, capitán?
—Ya tendremos tiempo de preocuparnos por eso cuando estemos hambrientos —dijo Hora—. Echaremos un vistazo adelante. Tal vez podamos pasar sobre el barro.
—Señor.
—Los demás, bajad de los camiones —ordenó el capitán.
Gillings sonrió. Había sido una gran suerte que no llegaran al campamento antes de la caída del cometa. Sonrió de nuevo y tocó los objetos duros que tenía en el bolsillo. No habían dado munición a los soldados, pero le había resultado fácil procurársela, y tenía una docena de cargadores. En los camiones habían muchos más de repuesto.
¿Le seguirían los hombres? Tal vez no. Al principio no lo harían. Tal vez sería mejor dejar con vida a Hooker. Los soldados obedecerían a Hooker, y este no era muy listo, pero sí lo suficiente para saber que no tenía objeto arrestar a Gillings una vez neutralizado el capitán. Ya no habría más consejos de guerra. Se acabaron los tribunales. Hooker lo comprendería.
Gillings introdujo el cargador en su rifle.
El trabajo les llevó la mayor parte del día. Tim nunca había trabajado tan duramente en su vida. Desde luego, había pagado su almuerzo. Aplanaron las partes empinadas y utilizaron el coche de Tim para abrir el camino y empujar a los otros coches por el suelo embarrado. Seguía lloviendo, aunque con mucha menos intensidad.
A Tim le dolían todos los músculos del cuerpo. El camino normal no debería tener más que unos treinta metros, pero el camino que ellos habían abierto superaba cinco veces esa longitud, con todos sus zigzags.
Cuando llegaron a la calzada de la carretera, al otro lado del túnel derruido, avanzaron en caravana. Seis kilómetros más allá se encontraron con un puesto de guardabosques. Había centenares de personas en aquel lugar. Un grupo escolar, con noventa niños, algunos estudiantes universitarios que cuidaban de ellos y un viejo predicador. Excursionistas y grupos de pescadores deportivos. Todos ellos habían acudido por caminos de montaña y a través de los bosques. Había un grupo de estudiantes franceses con bicicletas, y sólo uno de ellos hablaba inglés. En una gran tienda de campaña se alojaba un escritor, su mujer y un nutrido grupo de hijos.
Los guardabosques habían montado un campamento provisional. Cuando pasó el grupo de Tim les hicieron desviarse a un lado. Tim quería seguir adelante, pero un camión verde del Servicio Forestal bloqueaba el camino. Eileen se detuvo y bajaron del coche. Un guardabosques uniformado había estado hablando con Fred Haskins, y ahora se acercó a ellos.
El guardabosques era un hombre de unos veinticinco años, esbelto y con buenos músculos. Su uniforme le daba un aspecto de autoridad, pero no parecía estar muy seguro de sí mismo.
—Dicen que han venido por la carretera del gran Tujunga. —Miró fijamente a Tim—. Usted es Hamner.
—Sí, pero no voy anunciándolo por ahí —dijo Tim.
—No, supongo que no —dijo el guardabosques—. ¿Podemos bajar por esa carretera?
—Ah, ¿no lo sabe? —le preguntó Tim.
—Mire, señor, aquí sólo estamos cuatro. Estamos intentando hacernos cargo de esos chicos. Algunos grupos han salido a buscar gente que había acampado en sitios peligrosos. Por todas partes hay deslizamientos de barro y la mayor parte de los puentes se han desmoronado. No intentamos ir más allá del túnel cuando vimos que se había derrumbado.
—¿No funciona la radio? —preguntó Eileen.
—No se oye nada de la emisora de Tujunga —admitió el guardabosques—. No sé por qué. Hemos recibido algo de otra emisora, en frecuencia corta. Han dicho que hay gente atrapada en el cañón Trail.
—El puente se ha derrumbado —dijo Eileen—. Nosotros hemos llegado cruzando el viejo camino. Había unas personas detrás de nosotros que trataban de hacer lo mismo.
—¿No se pararon para echarles una mano? —preguntó el guardabosques.
—Eran más numerosos que nosotros —explicó Tim—. ¿Y qué podíamos hacer? No es posible empujar un coche en aquel camino, hay demasiadas curvas. Ni siquiera es una carretera.
—Sí, ya lo sé. Nosotros lo utilizamos para ir a pie. Oiga, usted es un experto en cometas. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué debemos hacer con esta gente?
Tim estuvo a punto de echarse a reír ante aquella pregunta, pero la expresión del guardabosques se lo impidió. El joven parecía demasiado tenso, demasiado próximo al pánico y muy contento de ver a Tim Hamner. Quería que un experto le diera instrucciones.
—No pueden regresar a Los Angeles —dijo Tim—. Allí no hay nada de nada. Las olas gigantescas han inundado la mayor parte de la ciudad…
—Dios mío, recibimos algunas noticias al respecto desde el monte Wilson, pero no lo creí…
—Y mucho de lo que quedó fue pasto de las llamas. En Tujunga se ha formado un grupo armado de ciudadanos. No sé si se alegrarían de verles a ustedes o no. La carretera hasta Tujunga no es mala, pero no creo que los turismos corrientes puedan pasar por algunos puntos.
—Si, pero ¿dónde está el Ejército? —preguntó el guardabosques—. La Guardia Nacional. ¡Alguien! Usted dice que no deberíamos volver a Tujunga, pero ¿qué hacemos con estos niños? Un día más y se nos acabarán las provisiones, ¡y tenemos que cuidar de dos centenares de niños!
Demonios, pensó Tim, yo soy el experto. El conocimiento le producía exaltación y depresión extrañamente mezcladas.
—Mire, yo no soy uno de los técnicos que siguieron la trayectoria del cometa, pero… sé que el cometa se fragmentó varias veces…
—¿Se fragmentó?
—Se rompió, convirtiéndose en un enjambre de montañas volantes. ¿Me comprende? Han chocado varios trozos con la tierra. No puedo decirle cuántos, pero… Era de mañana en California, y el cometa venía por la dirección del sol, así que el blanco principal fue el Atlántico. Si en la costa occidental las olas han sido tan grandes como la que se ha producido aquí, lo habrán arrasado todo al este de Castkills y la mayor parte del valle del Mississippi. Ya no han gobierno nacional y tal vez no existe el Ejército.
—¡Jesús! ¿Quiere decir que el país entero ha desaparecido?
—Tal vez el mundo entero —dijo Tim.
Aquello era demasiado. El guardabosques se sentó en el suelo, junto al coche de Tim, y miró al cielo.
—Mi hija vive en Long Beach…
Tim no dijo nada.
—Y mi madre. Estaba en Brooklyn, visitando a mi hermana. Usted dice que todo ha desaparecido.
—Probablemente —dijo Tim—. No puedo decirle más.
—¿Qué hacemos entonces con todos los niños y los excursionistas, con toda esta gente? ¿Cómo vamos a alimentarlos?
—Busquen en almacenes, en ranchos con ganado, en cualquier lugar donde haya comida, hasta que puedan plantar más cultivos. Estamos en junio. Algunas cosechas habrán sobrevivido.
—Al norte —dijo el guardabosques para sí mismo—. Hay ranchos en las colinas, por encima de Grapevine. Sí, al norte. —Alzó la vista hacia Tim—. ¿Qué va a hacer usted?
—No lo sé. Supongo que ir hacia el norte.
—¿Puede llevarse algunos niños?
—No tengo inconveniente, pero carecemos por completo de víveres…
—¿Y quién tiene comida? —preguntó el guardabosques—. Tal vez deberían quedarse ustedes con nosotros. Podemos marcharnos juntos.
—Probablemente tendremos más posibilidades si vamos en pequeños grupos. Y no queremos quedarnos con ustedes.
Tampoco quería cargar con niños, pero a eso no podía negarse. Además, su decisión era la correcta. Lo había leído en alguna parte: en toda duda de conciencia, lo que uno menos desea hacer es probablemente la acción que debe hacerse. O algo por el estilo.
El guardabosques se marchó y volvió al poco rato con cuatro pequeños, el mayor de los cuales tendría seis años. Estaban limpios y bien vestidos, y se les veía muy asustados. Eileen los acomodó en la parte trasera del vehículo y se sentó junto a ellos.
El joven funcionario arrancó una hoja de su cuaderno de notas, en la que había anotado nombres y direcciones.
—Aquí tiene las señas de los niños. Si puede encontrar a sus padres… —No pudo seguir porque se le quebró la voz.
—De acuerdo —dijo Tim, poniendo el vehículo en marcha. Iba a conducirlo por primera vez y el embrague le pareció muy rígido.
En la parte trasera Eileen hablaba con los niños.
—Me llamo Eileen, y este es Tim.
—¿Adónde vamos? —preguntó una chiquilla muy pequeña, con aspecto débil, pero que no lloraba como los demás chicos—. ¿Nos lleváis donde está mi mamá?
Tim echó un vistazo al papel. La niña se llamaba Laurie Malcolm y su madre la había enviado al campamento. No figuraba el nombre del padre. La dirección de la madre estaba en Long Beach. Señor, ¿qué podría decirle?
—¿Podemos ir a casa? —preguntó uno de los niños antes de Eileen pudiera decir algo.
¿Cómo podía decirle a un chico de seis años que su hogar había sido destruido por las aguas? ¿O a una chiquilla que su mamá estaba…?
—Vamos a subir por aquella colina —dijo Eileen, señalando hacia la montaña cercana—. Cuando lleguemos allí esperaremos a tu mamá.
—¿Pero qué ha ocurrido? —preguntó el chico—. Todo el mundo estaba muy asustado. El padre Tilly no quería que lo supiéramos, pero él también lo estaba.
—Ha sido el cometa —le dijo Laurie con voz solemne—. ¿No ha caído en Long Beach, Eileen? ¿Puedo llamarte Eileen? El padre Tilly dice que no debemos llamar a los adultos por su nombre de pila. Nunca.
Tim giró para entrar en la carretera lateral que conducía al observatorio. Tiempo atrás él mismo se había encargado de la mejora de la vieja carretera polvorienta mediante troncos, grava y cemento en los sitios peores. El barro era espeso, pero el vehículo todo terreno avanzó sin problemas. Ahora no tardarían en llegar. Pronto tendrían comida y podrían dejar de correr, al menos durante algún tiempo. Los alimentos no durarían indefinidamente, pero ya habría tiempo para preocuparse por eso cuando llegaran. De momento el observatorio era su hogar, un puerto, un sitio familiar, con calefacción, ropas secas y una ducha. Un lugar seguro para refugiarse mientras el mundo llegaba a su fin.
El vehículo ya no era nuevo y brillante. Las rocas habían arañado los costados y estaba lleno de barro. Pero avanzaba por la carretera embarrada como si fuera una autopista, pasando sobre las piedras desprendidas, vadeando charcos profundos. Tim nunca había poseído un coche así. Tenía la sensación de que podría ir donde quisiera.
Y aquel potente coche les había llevado a casa. Una curva más, una sola curva y estarían a salvo…
El edificio de cemento armado estaba intacto, lo mismo que el garaje de madera situado a su lado. El techo del garaje estaba combado e inclinado, pero no tanto como para que alguien, excepto Tim, pudiera notarlo. La cúpula del telescopio estaba cerrada, y todas las ventanas del edificio principal tenían cerrados los postigos.
—¡Hemos llegado! —gritó Tim. Tuvo que gritar porque Eileen y los niños estaban cantando en el asiento posterior.
—¡Estamos a salvo! Al menos por algún tiempo.
Eileen dejó de cantar.
—Está muy bien —dijo sorprendida. No había esperado ver el lugar intacto. Después de lo de Tujunga, había dejado de esperar nada.
—Claro. Marty es competente —dijo Tim—. Ha cerrado los postigos y…
Se interrumpió de improviso y Eileen siguió la dirección de su mirada. Dos hombres salían del observatorio. Eran mayores, de unos cincuenta años, y llevaban rifles. Se quedaron mirando mientras Tim dirigía el coche hasta detenerlo delante del gran porche de cemento. Los hombres acunaban los rifles entre sus brazos, sin apuntar directamente al vehículo, pero dispuestos a hacerlo en cualquier momento.
—Lo siento, amigo, no hay sitio —dijo uno de los hombres—. Será mejor que se vayan. Lo siento.
Tim miró a los extraños, sintiendo que la ira se acumulaba en su interior.
—Soy Tim Hamner, el dueño de este lugar. ¿Quienes son ustedes?
Los hombres no reaccionaron. Otro hombre, más joven, apareció en el porche.
—¡Marty! —gritó Tim—. ¡Marty, diles quién soy!
«Y cuando sepa qué están haciendo aquí estos tipos, pensó Tim, cambiaré unas palabras, contigo, Marty».
El aludido sonrió de oreja a oreja.
—Larry, Fritz, este es el señor Timothy Gardner Allington Hamner, playboy, millonario… oh, sí, y astrónomo aficionado. El propietario de este lugar.
—Lo había supuesto —dijo Fritz, sin mover el rifle.
Uno de los niños empezó a llorar. Eileen lo atrajo hacia sí y le abrazó. Los otros niños miraban con los ojos muy abiertos.
Tim abrió la portezuela del coche. Los rifles se movieron ligeramente. Él no hizo caso y bajó. Se quedó de pie en el oscuro crepúsculo. La lluvia empapaba sus ropas y corría por la nuca hacia la espalda. Caminó hacia el porche.
—Será mejor que no se mueva —dijo uno de los hombres armados, el llamado Larry.
—Al diablo contigo —dijo Tim. Subió los escalones del porche—. No voy a gritarle y asustar a los niños.
Los hombres no hicieron nada y, por un momento, Tim se sintió valiente. Pensó que a lo mejor todo era una broma. Miró a Marty Robbins.
—¿Qué ha sucedido aquí?
—No sólo aquí —replicó Marty—. En todas partes.
—Sé lo del cometa. ¿Qué están haciendo esos tipos aquí, en mi propiedad?
Tim se dio cuenta en seguida de que había cometido un error, pero ya era demasiado tarde.
—No es tu propiedad —dijo Marty Robbins.
—¡No puedes salirte con la tuya! Hay guardabosques ahí abajo. Vendrán en cuanto puedan…
—No, no vendrán —dijo Robbins—. Ni guardabosques, ni Ejército, ni Guardia Nacional ni policía. Tiene usted un buen equipo de radio, señor Hamner. —Pronunció la palabra «señor» en tono despectivo—. He oído los últimos mensajes del Apolo, y todo lo demás. He oído lo que se comunicaban los guardabosques. Este lugar ya no es tuyo porque nadie es propietario de nada. Y no te necesitamos.
—Pero… —Tim examinó a los otros hombres. No parecían criminales.
Tim se preguntó cómo diablos podía uno saber si un hombre era un criminal. Pero aquellos tipos no lo eran. Tenían las manos ásperas, manos de obreros, no como las manos de Marty o las de Tim. Uno de los hombres se había roto una uña y le estaba creciendo de nuevo. Llevaban pantalones grises, ropas de trabajo. Había una etiqueta en los pantalones de Fritz.
—¿Por qué están haciendo esto? —les preguntó Tim, ignorando a Robbins.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Larry a su vez. Su tono era de disculpa, pero mantenía el rifle firmemente sujeto, apuntando a algún lugar entre Tim y el coche—. Aquí no hay mucha comida, pero algo es algo. Bastará por algún tiempo. Tenemos familias aquí, señor Hamner. ¿Qué podemos hacer?
—Pueden quedarse. Sólo déjennos…
—¿Pero no ve que no podemos permitirles que se queden? —preguntó Larry—. ¿Qué puede hacer usted aquí señor Hamner? ¿Para qué sirve ahora?
—¿Cómo diablos sabe usted lo que puedo…?
—Ya hemos discutido esto antes —gruñó Fritz—. No creíamos que se presentara, pero hablamos de lo que haríamos en caso de que viniera. Y es esto. Váyanse. No les necesitamos.
Marty Robbins no podía sostener la mirada de Tim. Este asintió sombríamente, comprendiendo. Ya no había mucho más que decir. Robbins sabía manejar todo el equipo, la radio, incluso los aparatos astronómicos y meteorológicos, tan bien como él mismo. Mejor incluso. Y Robbins había vivido allí durante casi un año. Tenía un mejor conocimiento de aquellos parajes montañosos que el mismo Tim.
—¿Quién es la chica? —preguntó Robbins. Sacó una gran linterna del bolsillo y la enfocó hacia el coche. Aquella luz no aumentó gran cosa la visibilidad. Sólo mostró, entre la lluvia, el coche lleno de barro y la forma difuminada de la cabeza de Eileen.
—¿Es pariente tuya? ¿Una tía rica?
El pequeño bastardo… Tim trató de recordar a su ayudante tal como lo había conocido. Cuando Marty vivía en Bel Air con Tim se habían peleado, pero no fue nada serio, y Robbins era excelente en el observatorio. Sólo tres semanas antes, Tim había escrito una carta recomendando a Robbins para el observatorio Lowell en Flagstaff. Nunca había supuesto que el muchacho le traicionaría…
—Ella puede quedarse —dijo Robbins—. Nos falta una mujer. Puede quedarse, tú no. Iré a decírselo…
—Se lo preguntarás —puntualizó Larry—. Sólo preguntar. Puede quedarse si quiere hacerlo.
—¿Y yo? —quiso saber Tim.
—Vigilaremos para que se marche —dijo Larry—. No vuelva por aquí.
—Pero hay algunos guardabosques por ahí —dijo Marty Robbins—. Quizá no sea tan buena idea. Tal vez no deberíamos dejarle que se lleve el coche. Es mejor que los que tenemos aquí…
—No hables así. —Larry bajó el tono de voz y volvió la cabeza para mirar hacia la puerta del observatorio.
Tim frunció el ceño. Algo sucedía allí y no lo entendía.
Eileen bajó del coche y se acercó al porche.
—¿Qué sucede, Tim? —Su voz inexpresiva denotaba cansancio.
—Dicen que este lugar ya no me pertenece. Nos echan de aquí.
—Usted puede quedarse —dijo Marty.
—¡No pueden hacer esto! —gritó Eileen.
—¡Cállese! —le ordenó Larry.
Una mujer robusta salió del observatorio. Miró a Larry con el ceño fruncido.
¿Qué es todo esto?
—No te metas —dijo Larry.
—Larry Kelly, ¿qué estás haciendo? —le preguntó la mujer—. ¿Quiénes son estas personas? ¡Le conozco! Salió en «El Show de Medianoche». Es Timothy Hamner. Esta era su casa, ¿no?
—Es mi casa.
—No —dijo Fritz—. Nos pusimos de acuerdo. No.
—Ladrones. Ladrones y asesinos —dijo Eileen—. ¿Por qué no disparan y acaban con nosotros de una vez?
Tim sintió deseos de gritarle, de decirle que se callara. ¿Y si lo hacían? Robbins sería capaz.
—No tiene por qué llamarnos esas cosas —dijo la mujer—. Lo que ocurre es muy simple. Aquí no hay espacio suficiente para todos. No podríamos aguantar mucho tiempo. Cuanta más gente haya, menos sitio habrá, y no necesitamos al señor Hamner dando órdenes, porque me temo que no servirá para nada más. Tendrá que buscarse otro sitio, señor Hamner. Hay otros lugares adónde ir. —Miró a Larry en busca de corroboración—. Nosotros mismos tendremos que marcharnos pronto. Ustedes sólo habrán ido delante.
Lo que decía parecía sensato y razonable. Para Tim era como una pesadilla. La voz de aquella mujer era tranquila, mesurada, y su tono indicaba que estaba segura de que Tim le daría la razón.
—Pero la chica puede quedarse —dijo Robbins de nuevo.
—¿Quieres quedarte? —le preguntó Tim.
Eileen se echó a reír. Era una risa amarga, llena de desprecio. Miró a Marty Robbins y se rió de nuevo.
—Hay niños en el coche —dijo la mujer.
—Eso no es asunto nuestro, Mary Sue —dijo Fritz.
La mujer no le hizo caso y miró a Larry.
—¿De quién son esos niños?
—Estaban en un campamento —dijo Eileen—. Vivían en Los Angeles. Los guardabosques no tenían con qué alimentarlos. Nosotros los trajimos, pensando que…
La mujer abandonó el porche y se dirigió al coche.
—Dile que no —dijo Fritz—. Hazle comprender…
—No he sido capaz de obligarle a nada durante quince años —dijo Larry—. Ya lo sabes.
—Sí.
—¡Aquí no necesitamos niños! —gritó Marty Robbins.
—No creo que coman tanto como esta señora —dijo Larry… Se volvió a Tim y Eileen—. Mire, señor Hamner, ya ve que no tenemos nada contra ustedes, pero…
—Pero os vais a marchar —dijo Marty Robbins, con un evidente tono de satisfacción. Lo dijo en voz baja para que la mujer no pudiera oírle. Había subido al coche y estaba sentada en el asiento trasero, charlando con los niños—. Sigo diciendo que hay guardabosques por aquí. Hamner podría encontrar alguno. Os diré lo que haremos. Yo iré con él cuando se vaya…
—No —dijo Larry, claramente disgustado.
—Quizá debería hacerlo —dijo Fritz—. No creo que nos convenga tener a este tipo tras los talones. Lo mejor sería que se marchara y no volviera más. Podremos arreglárnoslas sin él.
—¡Hicimos un trato! —exclamó Marty—. ¡Lo convinimos cuando vinisteis aquí! Hicimos un trato…
—Claro que lo hicimos —dijo Fritz—. Pero será mejor que dejes de hablar de asesinatos o podemos olvidarnos del trato. Mira, Mary Sue trae a los niños. ¿Quiere que nos los quedemos, señor Hamner?
Tim pensó en que aquellos hombres eran condenadamente tranquilos. Fritz y Larry. ¿Qué serían…? ¿Dos carpinteros? ¿Jardineros? Ahora no eran más que supervivientes, convenciéndose a sí mismos de que todavía eran personas civilizadas.
—Como no queda gasolina en el coche y no es probable que Eileen y yo podamos sobrevivir en las montañas, sería una buena idea que se los quedaran. Eileen, si te quedas aquí, podrías…
—No voy a quedarme aquí con eso —dijo mirando a Robbins.
Fritz y Larry intercambiaron miradas.
—Creo que tenemos un poco de gasolina —dijo Fritz—. Una lata de cincuenta litros más o menos. Quédensela. Y un par de latas de sopa. Ahora vuelvan al coche antes de que cambiemos de idea acerca de la gasolina.
Tim regresó al coche, tirando de Eileen, antes de que ella pudiera añadir algo más. Los chicos estaban apiñados alrededor de Mary Sue, pero miraban al coche. Aquella expresión atemorizada aparecía en sus rostros muchas veces a partir de entonces. Tim les dirigió una sonrisa de ánimo y saludó agitando la mano. Sentía grandes deseos de ponerse en marcha y alejarse de aquellos rifles. Pero esperó.
Larry les llenó el depósito.
Tim hizo marcha atrás, apartándose del camino que conducía al observatorio, y el coche avanzó bajo la lluvia.