HOMBRE RICO, HOMBRE POBRE

Los cosas se valoran por sus consecuencias.

Máxima legal

Tim y Eileen llegaron a la cima resbaladiza. Se detuvieron para mirar atónitos a Tujunga. ¡La ciudad aún existía! Había electricidad: en las casas todavía en pie brillaban luces amarillas. En los almacenes, con los cristales de sus escaparates intactos, brillaban las luces blanco azuladas de los fluorescentes.

Por el bulevar Foothill avanzaban los coches. Los recién llegados siguieron adelante, con los faros encendidos en la lóbrega tarde. Pasaron por calles azotadas por el viento, bañadas por la lluvia, y cruzaron trechos en los que el agua mezclada con barro formaba arroyuelos de dos palmos de profundidad que atravesaban la calzada. Los vehículos no eran numerosos, pero los pocos que se veían en las calles corrían. Vieron coches de la policía en el aparcamiento junto a un supermercado.

También vieron hombres armados y uniformados. Al aproximarse, Tim y Eileen observaron que los uniformes eran de todos los estilos y épocas, y muchos de ellos ya no iban bien a sus portadores. Parecía como si todo el que tenía un uniforme en casa se lo hubiera puesto. Las armas eran de todas clases: pistolas, escopetas, rifles del calibre 22, Máusers de caza, algunos rifles militares en manos de hombres vestidos con el uniforme de trabajo de la Guardia Nacional.

—¡Comida! —gritó Tim. Cogió a Eileen de la mano y echaron a correr bajo la lluvia hacia la hilera de tiendas—. Te lo dije. ¡Es la civilización!

Dos hombres con anticuados uniformes del Ejército bloqueaban la puerta del supermercado. No se hicieron a un lado cuando Tim y Eileen trataron de entrar. Uno de los hombres ostentaba galones de sargento.

—¿Qué quieren? —les preguntó.

—Tenemos que comprar algo para comer —respondió Tim.

—Lo siento —dijo el sargento—. Todo está confiscado.

—Pero tenemos hambre —dijo Eileen en tono suplicante, que le sorprendió a ella misma—. No hemos comido nada en todo el día.

Entonces habló el otro hombre uniformado. No lo hizo como un soldado. Más bien parecía un agente de seguros.

—Se van a entregar cartillas de racionamiento en el antiguo edificio del Ayuntamiento. Tendrán que ir allí para apuntarse. También tengo entendido que va a organizarse una cola para recibir sopa.

—¿Pero quién está dentro de la tienda? —Eileen señaló con un dedo acusador los pasillos iluminados por la luz eléctrica, donde unas personas amontonaban géneros en carritos de compras. Algunas iban uniformadas y otras no.

—Son nuestros funcionarios. El grupo de suministros —dijo el sargento, que había sido empleado de la ferretería hasta aquella mañana—. En el Ayuntamiento les dirán lo que tienen que hacer. —Miró sus ropas cubiertas de fango y pareció reparar en algo de repente—. ¿Vienen del otro lado de las colinas?

—Sí —dijo Tim.

—Dios mío —murmuró el sargento.

—¿Han salido muchos más? —preguntó el otro hombre.

—No lo sé. —Tim cogió a Eileen de la mano y la retuvo con fuerza, como si ella pudiera desvanecerse, convertida en humo, de la misma manera que se había desvanecido su sueño de la civilización normal—. Apenas nos tenemos en pie —dijo—. ¿Dónde podemos…? ¿Qué podemos hacer?

—No sé qué decirles —dijo el sargento—. Mire, si quieren mi consejo, lo mejor que pueden hacer es marcharse de aquí. De momento, no echamos a los extraños, pero es razonable pensar que pronto nos veremos obligados a hacerlo, al menos hasta que podamos cruzar de nuevo las colinas y ver lo que ha ocurrido en el valle.

—¿Han visto lo que ha ocurrido? —preguntó el otro hombre.

—No. Supongo que el agua ha alcanzado bastante altura. Pero no hemos podido verlo. Sólo lo hemos oído.

—Lo oiré el resto de mi vida —dijo Eileen—. Debe haber mucha gente con vida… Tal vez en Burbank, y en las colinas de Hollywood.

—Seguramente —gruñó el soldado.

—Demasiados para que podamos hacernos cargo. —El sargento asomó la cabeza, como si tratara de ver a través de la lluvia las colinas Verdugo, más allá del aparcamiento—. Sí, demasiados… Será mejor que se apunten en el Ayuntamiento mientras todavía aceptan extraños. Si viene mucha gente, lo más probable es que se les impida quedarse en la ciudad. Es por allí. —Alzó el brazo para señalar el camino.

—Gracias. —Tim dio media vuelta, seguido de Eileen. Empezaron a andar por el aparcamiento.

—Eh, un momento. —El sargento se acercó a ellos, sosteniendo el rifle descuidadamente. Mientras Tim miraba el arma, el sargento se llevó la mano al bolsillo—. Creo que puedo prescindir de esto, y parece que ustedes lo necesitan.

Le entregó un pequeño paquete envuelto en celofán, y se alejó antes de que Tim pudiera darle las gracias, como si no quisiera su agradecimiento.

—¿Qué nos ha dado? —preguntó Eileen.

—Queso y galletas saladas. Un bocado para cada uno. —Abrió el paquete y utilizó la pequeña varilla de plástico para sacar el queso del envase. Untó las galletas con la mitad del contenido—. Toma, aquí tienes tu parte.

Prosiguieron su camino mordisqueando las galletas.

—Nunca creí que estas tonterías pudieran saber tan bien —dijo Eileen—. Y sólo han pasado algunas horas…

Tim, creo que no deberíamos quedarnos aquí. Lo mejor que podemos hacer es tratar de llegar a tu observatorio.

Recordó lo que había visto hacer al patrullero Larsen. Y ella le conocía. En cambio no conocía a aquellos hombres con sus uniformes que les iban demasiado pequeños.

—Pero no creo que podamos llegar muy lejos andando —añadió.

—No tendremos que andar. —Tim señaló hacia un edificio iluminado—. Compraremos un coche.

En el establecimiento se exhibían camionetas usadas y vehículos todo terreno. Entraron y no vieron a nadie. Tim se acercó a uno de los coches.

—Perfecto, justo lo que queríamos.

—Tim…

El tono alarmado de Eileen le hizo volver la cabeza. Había un hombre en el umbral de la puerta, armado con una escopeta de largos cañones. Al principio Tim Hamner sólo vio el arma, cuyos cañones le apuntaban a la cabeza. Luego reparó en el hombre gordo que la sostenía. Era corpulento, más que gordo, con los mofletes rojizos. Vestía ropas caras. Lucía un emblema de plata en su corbata de lazo.

—¿Quiere uno de estos coches, verdad? —preguntó el hombre.

—Quiero comprar uno —explicó Tim—. No somos ladrones. Puedo pagar.

Había cólera e indignación en su voz.

El hombre le miró un momento. Luego bajó la escopeta y echó la cabeza atrás. Soltó una carcajada.

—¿Con qué me va a pagar? —le preguntó. La risa apenas le permitía hablar—. ¿Con qué?

Tim no respondió. Miró a Eileen y se sintió presa del miedo. El dinero ya no servía, y además no tenía dinero en efectivo, sólo cheques y tarjetas de crédito, que no servían para nada.

—No lo sé —dijo finalmente—. O quizá sí. Tengo una casa en las colinas, con alimentos y suministros. Es lo bastante grande para albergar a mucha gente. Le llevaré a usted, y a su familia, les dejaré quedarse allí…

El hombre dejó de reír.

—Es una bonita oferta. No la necesito, pero no está mal. Me llamo Harry Stimms. Soy el dueño de esta tienda.

—Yo soy…

—Timothy Hamner —le interrumpió Stimms—. Veo la televisión.

—¿Y no le interesa mi oferta?

—No —replicó Stimms—. La verdad, creo que los coches ya no me pertenecen. Los chicos de la Guardia Nacional vendrán a llevárselos de un momento a otro. Y ya tengo donde ir. —Permaneció un momento pensativo—. Mire, señor Hamner, a lo mejor las cosas no están tan mal como dicen. ¿Quiere uno de estos coches?

—Sí.

—Muy bien. Le venderé uno. Vale doscientos cincuenta mil dólares.

Eileen abrió la boca, estupefacta. Tim entornó los ojos un instante.

—Hecho. ¿Cómo quiere que le pague?

—Firmará una nota —dijo Stimms—. Dudo de que sirva para algo, pero por si acaso… —Levantó la escopeta y la sujetó entre los brazos—. Vengan al despacho. Tengo impresos apropiados. Nunca extendí uno por esa cantidad… No sé si cabrá la cifra.

—Puedo escribir con letra apretada.

El espesor del agua en las calles era de varios centímetros. El viento aullaba. Las viejas casas, construidas mucho antes del terremoto de Long Beach, eran islas luminosas bajo la lluvia. Tim consultó su reloj. Sólo eran las cuatro de la tarde, pero estaba oscuro. Excepto la zona que alumbraban los faros del coche, todo lo demás estaba sumido en una penumbra grisácea. Habían desaparecido las aceras, y el agua mezclada con barro corría por la calzada. Eileen conducía con todo cuidado, sin apartar la mirada de la calle. De la radio no salía más que el murmullo de las interferencias.

—Es un buen coche —dijo Eileen—. Me alegro de que tenga servodirección.

—Por un cuarto de millón de pavos bien puede tenerla —dijo Tim—. Sólo de pensarlo se me hiela la sangre.

Eileen se echó a reír.

—Es el mejor negocio que has hecho en tu vida. —Eileen pensó que tal vez sería el último negocio.

—No lo digo por el coche —dijo Tim en un tono de indignación—, sino por los cincuenta mil dólares extra que me ha cobrado por la gasolina, el aceite y un gato. —Se echó a reír—. Sin olvidar la cuerda. Menos mal que ese tipo tenía cuerda de sobras. Me pregunto adónde iría.

Llegaron a lo alto de una colina e iniciaron el descenso, tomando una curva. Ya no había más casas. Un barro espeso cubría la carretera y Eileen conectó la tracción en las cuatro ruedas.

—Nunca había conducido un coche así.

—Yo tampoco. ¿Quieres que te sustituya?

—No.

El pie de la colina estaba inundado. El agua llegaba a los tapacubos, y pronto ascendió hasta las portezuelas. Eileen dio marcha atrás. Concentró toda su atención para llevar el vehículo hasta el borde de la carretera, junto al terraplén situado al lado. El coche se ladeó peligrosamente hacia la oscura corriente de agua arremolinada a su izquierda. Prosiguieron la marcha muy lentamente. A la derecha se veían las ruinas de casas y fincas nuevas, pero estaban alejadas y no podían distinguir los detalles. Algunas luces, de linternas y faroles, se movían entre los escombros. Tim lamentó que el vendedor de coches no le hubiera proporcionado una linterna. Tenían un foco, pero era necesario instalarlo en el coche para lograr que diese luz.

Rodearon el valle, manteniéndose por encima del agua, hasta que encontraron de nuevo la carretera por el lugar donde terminaba la inundación. Eileen cambió de marcha.

La carretera se retorcía en su ascensión a las montañas. Pasaron junto a coches detenidos. Alguien apareció ante el automóvil, haciendo gestos para que parase. No llevaba camisa pero tenía una pistola en la mano. Eileen dirigió el coche contra él, obligándole a echarse a un lado. Luego aceleró.

Se oyeron disparos y un ruido de vidrio roto. Tim miró asombrado el limpio agujero redondo en la luneta trasera, y luego al otro agujero en el techo, por donde se filtraba el agua. Eileen pisó el acelerador, tomó la siguiente curva sin frenar y por un momento pareció que el vehículo iba a derrapar. Siguió adelante, frenó en la próxima curva y aceleró de nuevo.

Tim trató de reír.

—Mi coche nuevo…

—Cállate —dijo ella, inclinándose sobre el volante.

—¿Estás bien?

—No.

—¡Eileen!

—No estoy herida. Sólo asustada. Estoy temblando.

—Yo también —dijo él, pero se sintió aliviado. Por un instante había pensado que Eileen había sido alcanzada por una bala. Aquel había sido el instante más terrible de su vida. Ahora que había pasado, le parecía extraño, porque no la había visto desde que ella rechazó su proposición. Claro que no; él tenía su orgullo…

—Tim, más allá hay puentes, y nos estamos acercando a la falla. ¡La carretera puede haber desaparecido!

—Poco es lo que podemos hacer.

—Sí, no podemos volver atrás.

Aminoró la marcha para tomar otra curva y aceleró de nuevo. Todavía se aferraba al volante con demasiada fuerza. Lo estropearía si no se calmaba, y no sabía cómo lograrlo.

A menudo la carretera estaba cortada por deslizamientos de barro, y Eileen finalmente redujo la velocidad al mínimo. En una ocasión tardaron media hora en recorrer quince metros. Cada vez que llegaba a un tramo de carretera expedito, Tim deseaba que su compañera condujera más rápido. Pero ella no lo hacía. Mantenía el coche en primera o segunda marcha, y nunca rebasaba los cuarenta kilómetros por hora, aun cuando la luz de los faros mostrara largos tramos sin obstáculos.

El trayecto se hacía interminable. Tim taponó el agujero del techo con su pañuelo.

Según el reloj, eran las ocho de la tarde, y en el mes de junio, en Los Angeles, debería ser de día, pero afuera estaba tan negro como la tinta. La lluvia caía intermitentemente. Los limpiaparabrisas del coche eran muy buenos, y Stimms les había mostrado cómo llenar los depósitos. Eileen los ponía en marcha con frecuencia.

Al rodear una curva cerrada, la luz de los faros les mostró un espacio vacío delante de ellos. Eileen frenó bruscamente. Los faros abrían pequeños agujeros en la oscura cortina de lluvia, pero la luz era suficiente para ver que la carretera estaba cortada de un modo abrupto.

Tim bajó del coche y se acercó al borde. Cuando vio dónde estaba tragó saliva y regresó al vehículo.

—Retrocede lentamente —ordenó a Eileen.

Ella empezó a preguntarle por qué, pero el temor que se adivinaba en la voz de Tim le hizo callar. Puso la marcha atrás y retrocedió despacio.

—¡Baja y guíame, diablos! —gritó Eileen.

—Perdona.

Tim bajó del coche y la orientó con gestos, hasta indicarle que se detuviera. Eileen cerró el contacto y bajó para ver dónde habían estado. El puente había sido un delgado arco de hormigón que unía los dos lados de una profunda garganta; había cedido por el centro, y ellos habían avanzado bastante antes de detenerse. Ahora estaban de nuevo en terreno sólido.

No podían ver nada. A la izquierda se adivinaba un alto promontorio. A la derecha, más allá de una amplia curvatura del terreno, estaba el vacío. Delante se encontraba el puente desmoronado.

No se veían luces en ninguna parte ni se oía sonido alguno, excepto el ulular del viento que empujaba la lluvia y, muy abajo, el sonido de un torrente.

—¿Fin de la línea? —preguntó Eileen.

—No lo sé. Una cosa es segura: esta noche no podremos hacer nada. Creo que nos quedaremos aquí hasta que se haga de día.

—Si es que vuelve a hacerse de día —dijo ella, con el ceño fruncido, y echó a andar por la carretera.

Tim no la siguió. Se quedó de pie, sintiéndose exhausto, deseando entrar de nuevo en el coche, pero sin atreverse a hacerlo hasta que ella regresara. Le parecía una cobardía quedarse en el coche, a resguardo de la lluvia, mientras ella vagabundeaba por la carretera, buscando… ¿Qué buscaría?

Por fin Eileen regresó y subió al coche. Tim dio la vuelta al vehículo, subió también y se sentó a su lado. Ella puso el coche en marcha y empezó a retroceder despacio, esta vez sin ayuda. Tim quería preguntarle qué estaba haciendo, pero se sentía demasiado cansado. Ella había tomado una decisión y así era mejor para él. El coche llegó a una ancha franja de grava al lado izquierdo de la carretera. Eileen avanzó despacio hasta situarse por completo fuera de la calzada.

—No me convence este sitio —dijo finalmente—. Podría producirse un deslizamiento de barro, pero prefiero que nos quedemos aquí. Imagina si viniera otro coche por la carretera.

—No vendrá nadie.

—Probablemente no. De todos modos nos quedaremos aquí.

—¿Te apetece una cerveza? —le preguntó Tim.

—Claro.

Tim sacó dos latas de una caja que el vendedor les había dejado en el coche. Abrió una de ellas e hizo ademán de tirar la anilla.

—No tires eso —le pidió ella.

—¿Eh? ¿Por qué?

—Hay que guardarlo todo. No tenemos muchas cosas. No sé para qué podrá servirnos eso, pero nunca lo volveremos a tener. Guárdalo. Las latas también. No las tires.

—De acuerdo. Toma.

La cerveza estaba caliente, como la lluvia que caía. No tenían nada más, nada que comer, y la lluvia era un poco salada. Tim se preguntó si podrían beber aquel agua sin peligro. Muy pronto tendrían que hacerlo.

—Por lo menos hace calor —dijo Tim—. No nos helaremos, ni siquiera a esta altura.

Sus ropas estaban empapadas y en realidad no hacía mucho calor. Ojalá hubiera cogido el viejo impermeable que encontraron en el otro coche. Por un momento, Tim pensó en el dueño del Chrysler. ¿Le habrían condenado a morir al robarle el coche? No debía pensar en ello, pero ¿en qué iba a pensar?

—¿Qué hacemos? —preguntó a Eileen—. ¿Guardamos las latas de cerveza o nos emborrachamos?

—Será mejor que conservemos dos por lo menos.

La voz de Eileen era inexpresiva, carente de emoción. Tim se preguntó si a ella también se lo parecería así. Abrió en silencio otro par de latas y los dos se pusieron a beber.

Dos latas de cerveza, y con el estómago vacío, tras un día lleno de excitación… Tim observó que le hacían más efecto de lo que había esperado. Casi volvía a sentirse humano. Sabía que no duraría mucho, pero de momento tenía una cálida sensación en el estómago y notaba la cabeza ligera. Miró a su compañera. No podía verla bien en la oscuridad. Era sólo una sombra en el asiento a su lado. Escuchó el ruido de la lluvia unos instantes más y luego se acercó a ella.

Eileen permaneció rígida, inmóvil. No le rechazó pero tampoco respondió a sus avances. Tim le tomó el hombro y luego su mano descendió hasta el pecho. La blusa estaba húmeda, pero cuando Tim introdujo la mano por debajo notó la piel cálida. Eileen seguía sin moverse. Tim se aproximó más y colocó la cabeza entre sus senos.

—¿Crees que esto es apropiado?

La voz de Eileen parecía la de una persona extraña. Era la suya, sí, pero indiferente, como si hablara desde una gran distancia.

Tim se sintió avergonzado. El agradable calor proporcionado por la cerveza se había desvanecido.

—Lo siento.

—No, no lo sientas. Dormiré contigo, si eso es lo que deseas. Pero preferiría no hacerlo. Ahora no…

—Tienes razón, ya vendrán mejores tiempos.

—No lo creo, si es eso lo que realmente deseas. He estado pensando. ¿Acaso hemos estado enamorados de veras?

—Te pedí que te casaras conmigo…

—Y yo lo deseaba, pero no quería comprometer a nadie. Bueno, ahora es como si estuviéramos casados.

Tim permaneció silencioso en la oscuridad. Sentía absurdos deseos de echarse a reír. Pensó que su madre se sentiría complacida. El pequeño Timmy por fin casado. ¿Dónde estaría su madre y el resto de su familia? ¿Pudo haber hecho algo por ellos? ¿Debió haberlo intentado? No había movido un solo dedo en su ayuda. No hizo más que echar a correr para salvar el pellejo.

—¿Estás segura de que me quieres? —le preguntó Tim.

—¿Sabes? Cuando salí de aquella oficina en ruinas y te vi… me alegré como jamás me había alegrado en mi vida.

Tim se preguntó si le estaría tomando el pelo. ¿Pero de qué servía preocuparse por ello?

—Aprenderemos a querernos —siguió diciéndole Eileen—. Lo hemos estado aprendiendo durante todo el día de hoy. —Dio unas palmaditas en la mano de Tim, que aún permanecía pasivamente sobre su seno—. Así que, si eso es lo que quieres, estoy dispuesta.

Tim se incorporó, apartándose de ella.

—Tim, por favor, no te enfades.

—No te preocupes. Tienes razón, este no es el momento adecuado. Todo el coche está húmedo, las ropas se nos pegan al cuerpo y no sé cómo estarás tú, pero yo me muero de cansancio. Dios mío, ¡hemos estado a punto de despeñarnos por ese puente derrumbado!

Eileen le apretó la mano.

—Sí, ni el momento ni el lugar son apropiados. ¿Qué te parece el hotel Savoy?

—¿Qué?

—El hotel Savoy de Londres. Elegante, con un servicio de habitación increíble y unos baños enormes. Si este no es el lugar apropiado para hacer el amor, el hotel Savoy lo es. Lo malo es que probablemente se encontrará bajo el agua. Claro, debe haber un buen sitio en alguna parte, pero ¿y si nunca lo alcanzamos? Eileen, casi no pude derribar aquella valla, y era preciso hacerlo. Tú no me necesitas. ¡Necesitas a Conan, el bárbaro! El para la fuerza y tú para el talento.

—¿Quieres dejar eso de una vez?

—No puedo. Seguimos avanzando gracias a ti. Si lo que quieres es fuerza viril, me temo que yo no la tengo. Tampoco tengo habilidades. Solía contratar a quienes las tenían.

—Tú me llevaste colina abajo —dijo ella, exagerando para tener más efecto—. Sabías dónde ir. Lo has hecho perfectamente.

Tim no podía verla en la oscuridad, pero sabía que no se estaba riendo de él, porque le apretaba la mano con todas sus fuerzas. Él se aproximó de nuevo y ella fue a su encuentro, abrazándole desesperadamente. Tim no sentía un deseo sexual inmediato, sólo un instinto de protección hacia ella. Una parte de su mente sabía que aquello era absurdo, sabía que Tim Hamner, por mucho que pudiera compartir los antiquísimos instintos del Homo sapiens macho, carecía del adiestramiento y de los músculos necesarios para ponerlos en acción. Pero era muy agradable abrazar a Eileen y dejar que se durmiera quedamente con la cabeza en su regazo, para quedar dormido también él al poco rato.

El mar se retira de Inglaterra.

Lentamente, frenadas por los escombros, las aguas que han conquistado Londres se retiran hacia el Canal. Henchidas de cadáveres, de los automóviles más livianos, de las paredes de madera de los edificios más viejos y de los escombros del fondo marino que fueron impulsados tierra adentro por tres monstruosas oleadas, las aguas tienen que abrirse camino alrededor y a través de masas montañosas que ayer fueron altos edificios. Las ventanas que resistieron la embestida de la ola se rompen ahora para dejar que el agua pase. Inunda los interiores y se lleva muebles, camas, almacenes enteros llenos de ropas.

Los edificios a lo largo de las riberas del Támesis han sido aplastados y hasta sus cimientos arrancados de cuajo. Tremendas presiones despedazan el cemento armado y arrojan los fragmentos, junto con toneladas de barro de las orillas, al lecho del río.

Mañana, y por los siglos de los siglos, no habrá modo de saber dónde estuvo ubicado el hotel Savoy.

Se despertaron con calambres, comenzó en los miembros y escalofríos.

—¿Qué hora es? —preguntó Eileen.

Tim oprimió el botón de su reloj.

—Las dos menos diez. —Trató de cambiar de postura—. Según lo que leíamos en la clase de literatura esto de dormir el uno en los brazos del otro parecía romántico, pero lo cierto es que resulta muy incómodo.

A Tim le pareció adorable la risa de Eileen en la oscuridad. Era ella de nuevo, era su risa, e imaginaba la radiante sonrisa de sus labios aunque no pudiera verla.

—¿Son abatibles estos asientos? —preguntó ella.

—No lo sé.

Tim palpó la parte inferior del asiento, buscando palancas. Encontró una y tiró de ella. El respaldo del asiento se abatió contra el asiento trasero. No quedó del todo horizontal, pero era mucho más cómodo. Le explicó a Eileen lo que debía hacer y ella también abatió su asiento. Ahora estaban casi tendidos el uno al lado del otro. Ella se acercó a Tim.

—Tengo frío.

—Yo también.

Se apretaron el uno junto al otro para darse calor. No estaban cómodos. Les estorbaban los brazos. Ella le rodeó con uno de los suyos y permanecieron inmóviles un momento. Luego Eileen le atrajo hacia sí, apretando las piernas contra las de él. Sintió calor en todo su cuerpo. De improviso, su boca encontró la de Tim y le besó. Sus bocas siguieron unidas unos instantes, hasta que ella se retiró y rió quedamente.

—¿Todavía estás en forma? —le preguntó.

—He vuelto a ponerme en forma —dijo él, y dejó de hablar para pasar a la acción.

Sólo se desvistieron lo imprescindible, levantando la camisa, la falda, la blusa entre risas, y tapándose en seguida para conservar el calor. Se unieron de súbito, con una intensidad que no dejaba tregua para la risa. Ahora a los dos les parecía adecuado, aunque insensato, pero aquella misma insensatez armonizaba bien con lo que estaba sucediendo en el mundo que les rodeaba. Luego cada uno descansó en los brazos del otro.

—Quitémonos los zapatos —dijo Eileen.

Se contorsionaron para no perder el contacto mientras trataban de quitarse los zapatos. Luego se unieron de nuevo. Tim sintió la fuerza nerviosa de las piernas y los brazos de Eileen, que le aprisionaban. Se relajó lentamente y suspiró, y se quedó dormida con la celeridad con que se apaga una vela.

Tim le bajó la falda todo lo que pudo. Eileen dormía profundamente y sólo se agitaba levemente cuando él se movía. Tim permaneció despierto en la oscuridad, deseando que llegara el alba, que llegara el sueño.

Se preguntó por qué lo habían hecho. Era la noche del fin del mundo y habían hecho el amor como monos frenéticos, en la carretera del gran cañón de Tujunga, ante un puente derrumbado y con diez millones de muertos detrás… y no obstante lo habían hecho en el asiento de un coche, como un par de adolescentes.

Ella se movió ligeramente y Tim la rodeó protectoramente con los brazos, sin darse cuenta de lo que hacía. Cuando tuvo conciencia de ello pensó que había sido un reflejo, nada más que un reflejo protector.

De repente, Tim Hamner sonrió en la oscuridad. «¿Por qué diablos no?», dijo en voz alta, y se dispuso a dormir.

Cuando despertaron el cielo estaba teñido de gris. Se incorporaron, llenos de pensamientos y recuerdos, preguntándose qué les habría despertado. Lo oyeron por encima del tamborileo del agua sobre el metal. Era el ruido de un motor, un coche o un camión que venía muy rápido por la carretera. Vieron luces detrás de ellos.

Tim sintió un tremendo impulso. Tenía que hacer algo, avisar a aquel coche. Meneó la cabeza con violencia, procurando despertarse del todo. Alargó un brazo por encima de Eileen y apretó la palanca del claxon.

El coche pasó junto a ellos como un murciélago huido del infierno, seguido por el sonido agudo del claxon. Se oyó el chirrido de los frenos y luego nada. Pasó un buen rato hasta que oyeron el ruido del metal chocando contra las rocas y vieron la luz de llamaradas.

Bajaron del coche y corrieron hacia la mitad del puente. Por debajo del extremo retorcido del puente había fuego. El coche ardía, arrojando la luz de sus llamas sobre el cañón y el torrente que corría por su fondo.

La mano de Eileen buscó la de Tim. Él la cogió, apretándola fuertemente.

—Pobres desgraciados —musitó, temblando en el alba fría. La lluvia había disminuido, pero el viento era frío. El aire que ascendía del coche en llamas parecían luchar con el viento helado.

Eileen soltó la mano de Tim y avanzó por el puente en ruinas. Volvió la cabeza hacia las paredes de la garganta, en el lado donde seguía Tim. Señaló con la mano.

—Creo que podemos cruzar —le dijo—. Ven a ver. —Su voz era ahora tranquila e indiferente.

Tim se acercó a ella, andando con precaución, temeroso de que el resto del puente se derrumbara. Miró hacia el lugar que ella indicaba. Había un camino de grava, apenas de la anchura de un coche, abierto a un lado de la garganta y que descendía en zigzag por el cañón.

—Debe ser el antiguo camino —dijo Eileen—. Pensé que debería haber uno.

No parecía un buen camino ni siquiera para andar por él, pero Eileen retrocedió hasta el coche y puso el motor en marcha.

—¿No deberíamos esperar a que haya más luz? —le preguntó Tim.

—Probablemente, pero no quiero esperar.

—De acuerdo. Yo conduciré. Tú irás caminando.

Había luz suficiente para verle la cara. Ella se inclinó y le besó levemente en la mejilla.

—Eres muy amable, pero conduzco mejor que tú. Tú irás andando, porque alguien ha de ir delante para asegurar que el coche puede seguir por el camino.

—No, iremos juntos.

Tim sabía que aquello era absurdo, y se preguntó si lo hubiera dicho de no haber sabido que ella le haría bajar e ir andando.

—Será mejor para los dos que tú vayas delante —dijo ella—. Anda, vamos.

El viejo camino era una pesadilla. A veces se inclinaba terriblemente hacia el cañón, con su precipicio de vértigo. Tim pensó que por lo menos no podían ver el coche en llamas. Sólo era visible una débil luminosidad de la hoguera que se iba extinguiendo.

En los zigzags Eileen tenía que avanzar en maniobras cortas, retrocediendo y girando, una y otra vez, con las ruedas a escasos centímetros del borde. Tim se sentía aterrorizado en cada giro. Bastaba cometer un solo error, equivocarse de marcha o presionar demasiado el acelerador, y Eileen se despeñaría, ardería viva y Tim se quedaría solo. Cuando llegaron al fondo, Tim apenas era capaz de seguir andando.

—¿Qué profundidad tiene? —preguntó Eileen.

Tim retrocedió y subió al coche.

—Lo averiguaré en seguida. —Tendió los brazos hacia ella desesperadamente. Eileen le rechazó.

—Mira, cariño.

La luz era suficiente para ver. Más allá de los restos del coche quemado se alzaba un muro macizo de cemento, muy por encima de ellos. Era una presa. Tim se estremeció. Salió del coche y se internó en el torrente, avanzando contracorriente. El agua sólo le llegaba a las rodillas y empezó a cruzarlo. Luego hizo señas a Eileen para que le siguiera.