EL MARTES POR LA TARDE

Desgraciadamente, por lo que respecta a los aspectos básicos, como la defensa del territorio, nuestros centros cerebrales superiores son demasiado susceptibles a las instancias de los inferiores. El control intelectual puede ayudarnos exactamente hasta ahí, pero no más allá. Como último recurso es incierto, y un solo acto no razonado, emocional, puede dar al traste con todo lo bueno que ha logrado.

Desmond Morris, El mono desnudo

La Tierra había girado durante dos horas, mientras el laboratorio espacial completaba algo más de un círculo. Europa y África occidental habían pasado de la puesta de sol a la noche.

Tal vez todos temían hablar. Rick sabía que tenía miedo. ¿Qué diría si hablaba? La exesposa y los hijos de Johnny no habían estado en Texas. Rick detestaba aquello: un secreto vergonzoso. Contempló en silencio cómo giraba la Tierra.

Hacia calor en el laboratorio. El sudor no corría, sino que permanecía en el lugar en que se formaba. Cada vez que Rick lo recordaba, se enjugaba con el paño empapado que sostenía en la mano izquierda. Cuando brotaban las lágrimas se le cubrían los ojos como lentes de aumento, y el parpadeo sólo servía para distorsionar estas lentes. Pero tenía que limpiarse las lágrimas. Y, al hacerlo, vio lo que ocurría allá abajo.

Unos hoyos anaranjados brillaban en la Tierra oscura, como puntas de cigarrillo encendido que se hubieran aplicado por el dorso de un mapa. Era difícil determinar dónde se encontraba cada punto brillante. Las luces de las ciudades se habían extinguido en toda Europa. Las habían cubierto las nubes o se habían apagado. El mar tenía aspecto de tierra. Rick había observado que la tierra se convertía en mar en algunos lugares: en la costa oriental norteamericana, en Florida y hacia el interior de Texas. Texas… ¿Podía un helicóptero del Ejército avanzar más rápidamente que un muro de agua? ¡Pero los vientos…! No, ella habría muerto…

Había visto los choques a la luz del día, y recordaba como el brillo en el Mediterráneo se había extinguido. El impacto en el Báltico, más pequeño, se había apagado casi de inmediato.

Aún se veían impactos mayores en medio del Atlántico. Sólo se distinguía un difuminado brillo perlino hasta que el laboratorio espacial se encontraba exactamente encima. Entonces podía mirarse el centro nítido del tremendo huracán: a través de una columna de vapor ardiente se atisbaba un resplandor blanco anaranjado. Podían distinguirse tres resplandores similares, ahora mucho más pequeños, pues el mar estaba regresando.

Cuatro pequeños cráteres brillantes estaban repartidos en Sudán, y tres en Europa. Cerca de Moscú había uno mucho mayor, y todavía retornaba al espacio su luz blanco anaranjada.

Johnny Baker suspiró y apartándose de la ventanilla. Se aclaró la garganta y dijo:

—Bien, tenemos cosas que discutir.

Los demás le miraron como si hubiera interrumpido un panegírico. Johnny prosiguió tenazmente.

—No podemos utilizar el Apolo. Ese gran impacto en el Pacífico se ha producido precisamente en el lugar donde estaba nuestra flota de recuperación. El Apolo está construido para amerizar, y el mar… todos los océanos… diablos…

—Tenéis que pedir que os llevemos a casa —dijo Pieter Jakov, moviendo la cabeza—. Sí, disponemos de espacio. Aceptad nuestra hospitalidad.

—No tenemos casa —dijo Leonilla Malik—. ¿Adónde iremos?

—Moscú no es toda la Unión Soviética —le reconvino amablemente Pieter.

—¿No lo es?

Rick no aportaba ayuda alguna. Estaba como pegado a la ventanilla, y Johnny sólo le veía la espalda.

—Glaciares —dijo Johnny. Hizo una pausa: sí, los otros le atendían—. Ha habido un impacto sobre Rusia, en el… ¿Cómo se llama?

—El mar de Kara. No lo hemos visto. Debe haber sido muy al norte. Sólo lo hemos inferido por la forma en que se extendían las nubes.

—Sí, las nubes se han extendido de tal modo que ha debido ser un impacto en el océano, y seguirán bajando por Rusia hasta que se cierre el cráter en el fondo marino. Verterán millones de toneladas de nieve en todo el continente. Nubes y nieve blancas. La luz del sol será reflejada al espacio durante los dos próximos siglos. Yo… —Johnny hizo una mueca—. Bien sabe Dios que lamento estropearos el día, pero esos glaciares van a deslizarse directamente hacia China. Creo que deberíamos dirigirnos a algún lugar cálido.

Pieter Jakov le miró con expresión fría.

—¿A Texas quizás?

El rostro de Rick se contrajo.

—Muchísimas gracias —dijo Johnny.

—Mi familia estaba en Moscú. Han muerto por el fuego y la conflagración. Vuestras familias mueren a causa del agua. Ya veis que puedo saber como os sentís. Pero la Unión Soviética ha sobrevivido a otros desastres, y los glaciares se mueven lentamente.

—La revolución se mueve con rapidez —dijo Leonilla.

—¿Qué?

Leonilla habló precipitadamente en ruso. Pieter le respondía del mismo modo.

Johnny se dirigió a Rick en voz baja.

—Dejémosles hablar. Qué diablos, la nave es suya. Oye, Rick, es posible que hayan podido enviar un helicóptero a tiempo. ¿Rick?

Rick no le escuchaba. Finalmente Johnny miró hacia el mismo lugar que Rick miraba, hacia la oscura masa de Asia…

En aquel momento Leonilla empezó a hablar en inglés. Lo hizo de un modo vivo, casi alegre.

—Los glaciares se mueven lentamente, pero las revoluciones lo hacen con rapidez. La mayoría de los miembros del Partido, y todos los del gobierno, fueron grandes rusos, como yo, como Pieter. Bien, una enorme extensión de la Gran Rusia ha sucumbido bajo el impacto. ¿Qué ocurrirá ahora cuando los ucranianos, los georgianos, todos los pueblos sometidos, se den cuenta de que Moscú ya no dirige sus vidas? He tratado de convencer al camarada general Jakov… ¿Qué estáis mirando?

Rick Delanty se volvió hacia ella, y Leonilla se estremeció. Las expresiones faciales difieren entre razas y culturas, pero la de Rick era sin duda alguna de odio asesino. Un instante después Rick se movió, pero sólo para hacerle sitio a Leonilla ante la ventanilla.

Había docenas de diminutos centelleos sobre la negra nube producida por la caída del cometa. Avanzaban, seguidos por otros. Todo un campo de breves destellos, como luciérnagas en formación…

Leonilla soltó la manilla a la que se sujetaba y se deslizó flotando hasta el otro lado del laboratorio, seguida por la mirada de odio de Rick. Pieter observó aquella mirada y se preparó, sujetándose fuertemente a la manilla y cerrando el puño de la otra mano, dispuesto a defender a la mujer de una amenaza que no comprendía.

Johnny Baker se lanzó hacia el panel de comunicaciones. Su cuerpo ingrávido trazó un limpio arco en el espacio de la nave. Giró los mandos de frecuencia con una rapidez cuidadosamente controlado, oprimió unos botones y habló.

ATENCIÓN ESPEJO, AQUÍ PÁJARO BLANCO. ESPEJO, AQUÍ PÁJARO BLANCO. LA UNIÓN SOVIÉTICA HA LANZADO UNA FUERZA MASIVA DE PROYECTILES BALÍSTICOS INTERCONTINENTALES. REPITO, SE ESTÁN ELEVANDO COHETES SOVIÉTICOS. OBSERVACIÓN CONFIRMADA. ¡Maldita sea, los bastardos están lanzando todo lo que tienen! ¡Quinientos pájaros, tal vez más!

Pieter Jakov alcanzó la consola. Tiró frenéticamente de los interruptores de circuito. Las luces indicadoras del panel se extinguieron. Baker y Jakov quedaron frente a frente.

—¡Delanty!

—Señor.

Rick se lanzó hacia Jakov. Mientras su cuerpo avanzaba por la cápsula, Leonilla gritó algo en ruso. Rick cogió a Jakov, pero el ruso se había quedado pasivo. Su rostro era una máscara de odio, como la de Rick.

—Envíales tu aviso —dijo Jakov—. No les dirás nada que ya no sepan.

—¿Qué diablos quieres decir? —gritó Rick Delanty.

—Mira —dijo Pieter.

Leonilla habló en un tono extrañamente apagado.

—Hay otro resplandor encima de Moscú. Es nuevo.

—¿Eh?

La mirada de Johnny Baker se desvió del general ruso a la mujer, y finalmente la dirigió a la ventanilla. Ya lo sabía. Sabía lo que iba a ver, y no se equivocó. En el borde del resplandor rojo anaranjado donde estaba emplazado Moscú, un pequeño hongo florecía con vivos colores rojo, violeta y blanco.

—Ha sido un impacto tardío —dijo Johnny Baker. Pero sabía que no era cierto, pues hacía dos horas que el Hamner-Brown había pasado. Con la mirada buscaba las demás explosiones. Descubrió dos pequeñas nubes en forma de hongo y un sol diminuto que iba creciendo—. Dios mío, el mundo entero se ha vuelto loco.

—Eso es dorar la píldora —dijo Rick Delanty—. No ha sido suficiente que chocara un cometa. Algún hijo de perra ha tenido que apretar el botón. Qué asco.

Los cuatro astronautas contemplaron la escena que se desarrollaba abajo: las luciérnagas ascendentes de los cohetes soviéticos y los súbitos resplandores blanco azulados desparramados por lo que había sido la Rusia europea. Si el choque del cometa había respetado alguna industria, ahora todo habría desaparecido definitivamente…

Johnny Baker pensó en aquella locura, preguntándose inútilmente por qué.

—No creo que nos reciban bien ahí abajo —dijo Rick Delanty, con voz extrañamente calmada, y Johnny se preguntó si Rick se habría vuelto también loco. No podía mirar a Leonilla.

Finalmente Rick soltó una especie de gruñido, un simple ruido sin significado que no iba dirigido a nadie. Luego se volvió, apartándose de los demás, y permaneció en un extremo de la nave. Jakov estaba en el otro extremo, cerca de la esclusa de aire del Soyuz, y Johnny Baker tuvo la idea insensata de que el ruso iba a sacar un arma oculta. «Eso es lo que necesitamos, pensó. Una lucha armada en órbita». ¿Por qué no? La locura y la venganza eran viejas tradiciones del lugar de donde Jakov procedía.

—Así son las cosas —dijo Johnny pausadamente—. Hubiera estado bien que permaneciéramos juntos, ya que somos los últimos astronautas. Pero supongo que no podrá ser. ¿Rick?

Rick se había acercado a la esclusa de aire del Apolo y maldecía quedamente, pero lo bastante alto para que pudieran oírle.

Johnny se volvió para mirar a Jakov. El ruso no hizo ademán alguno para abrir la esclusa de aire del Soyuz. Permanecía colgado en el aire, en una actitud como si estuviera preparado para hacer algo, pero no se movía. Miraba fijamente hacia la Tierra golpeada.

—¡Maldita sea! —gritó Rick. Su voz resonó de un lado a otro de la nave—. Señor, el Apolo está en vacío. ¿Me pongo la escafandra para comprobar si está averiado el sistema de protección contra el calor?

—Déjalo. No te molestes.

Un agujero en cualquier parte del Apolo acabaría con ellos durante la reentrada en la atmósfera. Tenían que permanecer todos en una sola nave. Johnny se volvió de nuevo a Pieter Jakov, que seguía mirando a través de la ventanilla.

Johnny Baker pensó que aquel era el momento para asestar un golpe a la nuca del general Jakov, cuando estaba desprevenido. Eso o volver a Rusia. ¿Cómo prisioneros de guerra? Sería difícil. Recordó escenas del Archipiélago Gulag.

Arqueó la mano para golpear. Rick podía encargarse de Leonilla, y tendrían…

Lo pensó, pero no hizo nada. Y Pieter Jakov se volvió hacia ellos y dijo despaciosamente:

—Se mueven hacia el este. A Oriente.

Baker y Jakov se miraron fijamente por un momento que pareció alargarse una eternidad. Luego, ambos se abalanzaron hacia el panel de comunicaciones.

Johnny tenía que comunicarse con Espejo, nombre en clave del avión especial del mando aéreo estratégico.

—Atención, espejo, aquí pájaro blanco.

—¿Has entrado en contacto? —preguntó Rick.

—Sí, por lo menos alguien ha respondido. —Johnny Baker echó un vistazo al formidable desbarajuste de la Tierra—. Creo que Dios nos oye muy bien aquí arriba. De lo contrario no comprendo cómo hemos podido recibir un mensaje a través de ese desastre.

—Saltos de distancias —dijo Jakov—. Pautas de ionización al azar.

Johnny Baker se encogió de hombros. No estaba interesado en discutir temas teológicos. El silencio se hizo en la cápsula mientras observaban el vuelo de los misiles, cuyos centelleos se apagaban a medida que alcanzaban sus trayectorias. Arderían de nuevo, pero con un brillo mucho más intenso…

Pero antes de que las llamas se extinguieran, había sido fácil comprobar que los misiles no ascendían para pasar por el Polo Norte. Apareció un delgado creciente de Tierra, suficiente para que los astronautas pudieran orientarse, comprobando que los misiles se dirigían directamente al Este, hacia China.

Y en Rusia se habían producido explosiones nucleares. Los chinos habían atacado primero, y lo que no había sido devastado por el Martillo era ahora un infierno radiactivo.

Johnny pensó que la familia de Pieter se encontraba allá abajo. Y la de Leonilla, si la tenía, lo cual no le parecía probable. Pensó también que él era un hombre afortunado. Su mujer, Ann, se había marchado de Houston semanas atrás.

Johnny rió para sus adentros. Ann Baker no tenía razón alguna para quedarse en Texas. Se había llevado a los chicos a Las Vegas, para un divorcio que probablemente salvaría su vida. En cuanto a Maureen… Sí, Maureen. Si alguna mujer podía haber sobrevivido a la caída del cometa gracias a su talento y decisión, esa era Maureen. Y le había dicho que se iría a California con su padre.

—Hay que hacer muchas cosas —dijo Pieter Jakov, con la objetividad de un profesional modélico, aunque había un leve dejo de nerviosismo en su voz—. No podemos sobrevivir aquí más que algunas semanas como máximo. General, carecemos de computador a bordo. Tiene usted que utilizar su equipo para calcular nuestra reentrada.

—Desde luego —dijo Johnny.

—Les necesitaremos a los dos —añadió Jakov, inclinando la cabeza hacia el extremo de la cápsula, donde Rick Delanty parecía absorto en sus pensamientos.

—Nos ayudará cuando le necesitemos —dijo Baker—. Esto es un duro golpe para él. Aunque su mujer e hijos estén todavía vivos, aunque los encuentren, nunca lo sabrá.

—No saberlo es mejor —comentó Pieter—. Mucho mejor.

Johnny recordó Moscú, destruido por partida doble, y asintió.

—Tal vez la doctora Malik debería administrarle un tranquilizante —dijo Jakov.

—Le he dicho que el coronel Delanty estará bien. Rick, tenemos que hablar.

—Sí.

—¿Por qué? —preguntó Jakov—. ¿Por qué han hecho eso?

La repentina pregunta no sorprendió a Baker. Había estado esperando que Jakov la formulara.

—Sabes por qué —respondió Leonilla Malik, apartándose de la ventanilla—. Nuestro gobierno ya había codiciado China. Con la amenaza de los glaciares que se avecinan, los rusos sólo tienen un lugar donde ir. Europa ha sido destruida, y queda muy poco al sur. Si nosotros podemos llegar a esa conclusión, los chinos también pueden.

—Y por eso han atacado —dijo Jakov—. Pero no en el momento adecuado. Hemos podido lanzar nuestro propio ataque.

—Bien, ¿dónde vamos a aterrizar? —preguntó Leonilla.

—Te tomas esto con mucha calma —dijo Jakov—. ¿No te preocupa que tu país haya sido destruido?

—Me preocupo menos y más de lo que tú crees. Era mi patria, pero no mi país. Stalin mató mi país. En cualquier caso, ya no podemos ir allí. Aterrizaríamos en medio de una guerra, eso suponiendo que pudiéramos encontrar un lugar donde hacerlo.

—Somos funcionarios de la Unión Soviética, y esta guerra no ha terminado —dijo Jakov.

—Tonterías —dijo Rick Delanty. Todos se volvieron hacia él—. Tonterías —repitió—. Sabéis muy bien que no podéis hacer nada allá abajo. ¿Adónde iríais? ¿A China, para esperar al Ejército Rojo? ¿O acaso os quedaríais debajo de la precipitación radiactiva atmosférica para esperar la llegada de los glaciares? Por Dios, Pieter, esta guerra no es la vuestra, aunque seas lo bastante loco para creer que continúa. Para vosotros ha terminado.

—¿Adónde vamos entonces? —inquirió Jakov.

—Al hemisferio sur —dijo Leonilla—. Las variaciones climáticas no suelen pasar del Ecuador, y la mayor parte de los impactos se han producido en el hemisferio septentrional. Creo que Australia y Sudáfrica son sociedades industriales intactas. Sería difícil dirigirnos a Australia desde esta órbita. Tendríamos escaso control sobre el lugar de aterrizaje, y nos moriríamos de hambre si cayéramos en la llanura desierta. Sudáfrica…

Johnny se rió amargamente.

—Si no os importa, yo preferiría quedarme aquí —dijo Rick.

Todos rieron. Baker notó que la tensión se distendía levemente.

—Mirad, probablemente conseguiríamos llegar a Sudamérica, y allí no se habrán producido muchos daños. Pero ¿para qué molestarnos? Seríamos cuatro extraños, y ninguno de nosotros habla el idioma. Sugiero que vayamos a casa. La nuestra. Podemos posarnos muy cerca del lugar establecido para el regreso, y seremos dos extraños con guías nativos. Y vosotros habláis inglés.

—Las cosas están bastante mal —dijo Delanty.

—Desde luego.

—¿Dónde, pues?

—En California. La zona agrícola alta de California. Allí tardarán mucho en llegar los glaciares.

Leonilla no dijo nada, pero Pieter mencionó los terremotos.

—Sí, es cierto, pero habrán terminado antes de que podamos aterrizar. Las ondas de choque deben haber activado todas las fallas. No habrá otro terremoto en California durante cien años.

—Lo que hagamos, debemos hacerlo sin pérdida de tiempo —dijo Pieter. Señaló el tablero de controles—. Estamos perdiendo aire y energía. Si no actuamos rápidamente, no podremos hacerlo. Habéis dicho California. ¿Recibirán allí a dos comunistas?

Leonilla le dirigió una mirada extraña, como si estuviera a punto de decir algo, pero guardó silencio.

—Mejor ahí que en otros sitios —dijo Baker—. Sería peor en el Sur o el medio Oeste.

—Johnny —intervino Rick Delanty—, allá abajo habrá gente convencida de que todo esto ha sido un complot de los rusos.

—Sí, pero más en el Sur y el medio Oeste que en California. Y el Este ha desaparecido. ¿Qué nos queda? Además, ten en cuenta que todos nosotros somos héroes. Los últimos hombres del espacio. —Si trataba de convencerse a sí mismo, no resultaba.

Leonilla y Pieter intercambiaron miradas. Hablaron entre sí en voz baja.

—¿Podéis imaginar lo que haría la KGB si aterrizáramos en una cápsula espacial americana? —preguntó Leonilla—. ¿Son también los americanos así de estúpidos?

Rick Delanty rió entre dientes.

—No estamos exactamente en el mismo barco. Yo no me preocuparía por el FBI, sino por los honrados y patrióticos ciudadanos…

Leonilla frunció el ceño y no dijo nada.

—Bien —concluyó Rick—. ¿A qué viene tanta preocupación? Nosotros vamos a aterrizar en una nave espacial soviética con el símbolo de la hoz y el martillo y esas grandes letras CCCP…

—Es mejor que un símbolo marciano —dijo Johnny Baker.

Ninguno se rió. Rick tomó de nuevo la palabra.

—Diablos, si tuviéramos elección, no aterrizaríamos en el mundo. Cabría pensar que la gente estará dispuesta a ayudarse después de esto, pero yo lo dudo.

—Algunos sí estarán dispuestos.

—Claro. Mira, Johnny, la mitad de la gente ha muerto, y el resto estará luchando por lo que quede para comer. El mal tiempo arruina las cosechas, ya lo sabes. Muchos de los supervivientes no resistirán otro invierno.

Leonilla se estremeció. Había conocido gente que vivió a duras penas durante la época de hambre que siguió a la ascensión de Stalin al trono de los zares.

—Pero si queda algo de civilización ahí abajo —dijo Rick Delanty—, alguien a quien le interese lo que hemos hecho, será en California. Tenemos el material del cometa Hamner-Brown. La última misión espacial por…

—Por largo tiempo —concluyó Pieter.

—Sí, y tenemos que salvar el material recogido. Eso tendrá alguna importancia.

Pieter Jakov pareció aliviado, pues ya no habían más elecciones difíciles.

—Muy bien. ¿Hay centrales nucleares en California? Sí. Tal vez habrán resistido. La civilización se formará alrededor de la energía eléctrica. Ahí es donde deberemos ir.

Las comunicaciones del Mando Aéreo Estratégico están diseñadas para resistir, han sido pensadas para operar incluso después de un ataque atómico. No se tuvo en cuenta, al instalar los servicios de comunicaciones, la posibilidad de un desastre a escala planetaria, pero contienen tantos duplicados y sistemas paralelos que, incluso bajo el impacto del cometa, los mensajes pudieron emitirse.

El comandante Bennet Rosten escuchaba la charla que emitía el altavoz. La mayor parte de lo que decían no iba dirigido a él, pero escuchaba de todos modos. Si las comunicaciones se cortaban, el comandante Rosten disponía de sus propios misiles y, una vez agotados los plazos de tiempo reglamentarios, podría lanzarlos. Era mejor que supiera más de lo necesario que demasiado poco.

—Atención, atención, órdenes de emergencia de guerra. A todos los mandos del MAE. —La voz del general Bambridge se oía mal a través de las intensas interferencias. Rosten apenas podía entenderle—. El presidente ha muerto en un accidente de helicóptero. Repito, el presidente ha muerto en un accidente de helicóptero. No tenemos pruebas de un ataque enemigo contra Estados Unidos. No tenemos comunicación con la autoridad superior.

—Por los clavos de Cristo —musitó el capitán Luce—. ¿Qué hacemos ahora?

—Aquello para lo que nos pagan —dijo Rosten.

Las interferencias cubrieron la voz del locutor.

—… No tenemos informes de la oficina principal… Hay huracanes… repito… tornados.

—¡Jesús! —exclamó Luce. Pensó en su familia, en la superficie. En la base había refugios. Millie sería lo bastante sensata para dirigirse a ellos. ¿O no? Era la esposa de un miembro de las Fuerzas Aéreas, pero era joven, demasiado joven, y…

—… la condición sigue siendo roja, repito, la condición sigue siendo roja. Cierro.

—Abriremos las tarjetas de objetivos —dijo Rosten.

Harold Luce asintió.

—Supongo que eso es lo mejor, jefe.

Tal como se había entrenado para hacerlo, Luce anotó la hora en el registro. «Cumpliendo órdenes del comandante en jefe, las tarjetas de objetivos e interpretaciones han sido trasladadas a 1841 ZULÚ». Luce usó sus llaves y luego giró el panel de comunicaciones. Sacó un montón de tarjetas de IBM y las dejó sobre la consola. Las tarjetas no tenían indicación alguna de lo que significaban, pero había un libro de claves y podían interpretarlas. En circunstancias normales, ni Luce ni Rosten sabían a dónde apuntaban sus misiles. Pero ahora, como era casi seguro que de ellos dependía exclusivamente el destino de los proyectiles, era mejor saberlo.

Pasó el tiempo. La voz sonó de nuevo:

—El Apolo informa de un lanzamiento de misiles soviéticos… Repito… Masivo… Quinientos misiles…

—¡Los bastardos! —gritó Rosten—. ¡Malditos hijos de perra rojos!

—Calma, jefe. —El capitán Luce manoseó las tarjetas y el libro de claves. Miró el tablero de controles. Los misiles estaban todavía cerrados. No podían lanzarlos si no recibían órdenes desde el avión especial en que viajaba el mando.

—Espejo, aquí Rebote. Espejo, aquí Rebote. Tenemos mensajes del primer ministro soviético. Los soviéticos afirman que han respondido a un ataque chino a la Unión Soviética con un lanzamiento de misiles. Los soviéticos solicitan ayuda a Estados Unidos contra el ataque chino que no ha sido provocado.

»A todas las unidades. Aquí Mando Aéreo Estratégico. El Apolo informa que los misiles soviéticos se dirigen al Este. Repito… No… Por lo que sabemos…

—Atención, comandantes de escuadras, aquí Espejo. No se ha producido un ataque soviético contra Estados Unidos. Repito, ataque soviético sólo contra China, no contra Estados Unidos…

Los altavoces callaron. Luce y Rosten intercambiaron miradas. Luego miraron sus tarjetas de objetivos.

Cambiaron las luces de su tablero de control y un nuevo cronómetro digital empezó a contar los segundos.

Pasadas cuatro horas, serían los dueños de sus propios pájaros.

Un puñado de carbones ardientes desparramados por México y el Este de Estados Unidos: los impactos del Martillo en tierra. Columnas de aire supercaliente ascienden hacia la estratosfera, arrastrando millones de toneladas de polvo y tierra vaporizados. Los vientos se abaten contra la columna de aire ascendente y, al encontrarse, producen media docena de gigantescas espirales que giran en él sentido de las agujas del reloj. En las espirales se forman remolinos que salen despedidos, convertidos en huracanes.

Sobre México se forma un gigantesco huracán que se mueve hacia él Este, cruzando él Golfo, e incorpora energía calorífica del agua marina hirviente que cubre él lugar donde se produjo el impacto en el Golfo. El huracán se dirige al Norte, desde él mar a la tierra, originando tornados en su avance. Los vientos huracanados intensifican las inundaciones en él valle del Mississippi.

A medida que él aire húmedo caliente se alza por encima de los océanos, fríos vientos bajan del Ártico. A lo largo del valle de Ohio se forma un enorme frente. Nacen tornados, se liberan y desparraman. Cuando el frente pasa, se forma otro, y otro más detrás de él, liberando centenares de tornados que abaten su furia contra las ruinas de las ciudades. Los frentes se mueven hacia el Este. En el Atlántico se forman más, y sobre Europa, y a través de África. Densas nubes cargadas de lluvia cubren la Tierra.