EL MARTES DEL PORTENTO: TRES

Cuando Adán trabajaba la tierra y Eva tejía,

Kyrie Eleison,

¿Quién era entonces el caballero?

Kyrie Eleison.

Canción-marcha de la Compañía Negra durante la Revuelta Campesina, Alemania, 1525.

Harvey Randall se encontraba a quince minutos de su casa cuando golpeó el Martillo.

El día se convirtió en noche y a la noche la iluminó una fantástica pirotecnia. A través de la negra nube asomaban retazos de la luz diurna, pero los relámpagos eran mucho más brillantes. Las colinas aparecían bajo una luz blanco azulada y se desvanecían. Ora el cielo era blanco sobre el recortado perfil negro de los montes, ora se iluminaba el cañón a la izquierda, ora la negrura era profunda, apenas iluminada por los faros de los coches… A veces, la caída de un rayo en las cercanías hacía que Randall cerrara con fuerza los ojos doloridos. Los limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad, pero la lluvia caía aún más veloz. Randall había abierto ambas ventanillas. Era mejor mojarse que avanzar a ciegas.

Conducir en semejantes condiciones era una locura, pero el tráfico todavía era denso. Tal vez todos los conductores habían perdido el juicio. Entre el fragor de los truenos y la lluvia que golpeaba el metal se oía el estruendo de innumerables cláxones. Los coches cambiaban de carril sin avisar, avanzaban en sentido contrario y volvían apresuradamente a su carril cuando se encontraban ante las luces de otros coches que venían de frente.

El furgón de Randall era demasiado grande para tales piruetas. Un corrimiento de tierras había bloqueado la mitad de la carretera, y un conductor poco decidido, se había detenido para dejar que pasaran los demás. Randall pasó por encima del obstáculo, el furgón osciló peligrosamente pero se mantuvo, invadió la calzada contraria y volvió a su carril. Más adelante se encontró con nuevos corrimientos, brechas en la carretera, coches parados… Harvey se preguntó si la casa se habría derrumbado con Loretta dentro, o si Loretta, cegada por el pánico habría salido para ver si él llegaba en el coche. No podría sobrevivir sola, y nunca se encontrarían. Le pareció que había transcurrido una hora desde el choque del cometa.

Más tarde o más temprano llegarían los saqueadores. Loretta sabía dónde estaba la escopeta, pero ¿la usaría? Randall giró para entrar en Fox Lañe, donde el agua llegaba hasta los tapacubos del coche, llegó a la casa y accionó el dispositivo de apertura a distancia. Todas las casas estaban a oscuras. La puerta del garaje no se abrió, pero la de la casa estaba abierta de par en par.

El saqueo no podía haber empezado tan pronto, pero por si acaso cogió la linterna y una pistola, bajó del furgón, echándose al suelo, y rodó hasta quedar debajo del vehículo. Desde allí estudió la situación.

La casa parecía vacía y la lluvia entraba por la puerta abierta.

Salió rodando de debajo del vehículo y echó a correr hacia la casa. Cruzó la puerta sin encender la linterna. La enfocaría al rostro de la primera persona que viera. Pensó que Loretta podría ir a cerrar la puerta, tal vez armada con la escopeta, en cuyo caso él se apartaría, lanzándose por los escalones. Su vida dependería de sus reflejos: tal como actuaba, Loretta se asustaría lo bastante para disparar.

Harvey avanzó un poco más y enfocó la linterna. Los relámpagos sólo permitían ver sombras confusas. Los truenos apagaban todos los demás sonidos. En cuanto encendió la linterna vio a Loretta. Estaba tendida en el suelo, boca arriba. El rostro y el pecho eran una informe masa húmeda: el destrozo que deja el disparo de una escopeta. Kipling, sin cabeza, era un amasijo de sangre y pelo a su lado.

Harvey se acercó. Al andar no sentía sus piernas. Era como si caminara sobre almohadas, la última etapa del agotamiento antes del colapso. Se arrodilló y dejó el arma en el suelo. No se le ocurrió que alguien podría estar todavía allí. Tocó la garganta de Loretta. Apartó la mano, con un estremecimiento, y le buscó el pulso de la muñeca. No lo encontró y pensó que era una suerte. ¿Qué hubiera hecho si su mujer hubiese estado aún con vida? ¿A quién recurrir?

No la habían violado, pero ¿qué importaba eso ahora? Tampoco le habían arrebatado las pulseras. Y aunque habían abierto y vaciado los cajones del bufet, las piezas de plata seguían allí. ¿Por qué habían hecho aquello? ¿Qué buscaban?

Los pensamientos de Randall eran lentos y confusos, y seguían sendas extrañas. Por un lado no podía creer nada de aquello; no podía aceptar que allí estaba tendido el cadáver de su mujer, iluminado a intervalos por los relámpagos. No podía creer en el siniestro clima, en los terremotos ni en que un gran espectáculo luminoso se hubiera transformado en el fin del mundo. Cuando se levantó y fue al dormitorio en busca de algo con que cubrir a Loretta, lo hizo porque la había estado contemplando hasta que no pudo soportarlo más.

Los cajones del tocador estaban fuera de su sitio y volcados. Randall vio las pulseras, un anillo de oro, el broche de amatista de Loretta y los pendientes a juego entre el revoltijo. Los armarios roperos también habían sido revueltos. ¿Dónde estaban…? Sí, se habían llevado sus dos abrigos. Harvey deambuló entre los objetos tirados por el suelo. Sobre la cama había un montón de cosas: medias, frascos de cosméticos, barras de labios. Harvey lo arrojó todo al suelo, cogió las ropas de cama y las arrastró hasta el vestíbulo. Algo pugnaba por abrirse paso en su mente, pero lo rehuyó. Cubrió a Loretta y se sentó de nuevo.

En ningún momento se había preguntado si los asaltantes seguirían allí, pero trató de imaginar a los que habían hecho aquello. ¿Un hombre, una mujer, un grupo? ¿Qué podían haber querido? Habían abandonado la plata y las joyas, pero se habían llevado los abrigos.

Tambaleándose, Harvey se dirigió a la cocina.

Los asaltantes habían encontrado su provisión de tasajo, vitaminas y sopa enlatada. Se lo habían llevado todo. Harvey comprendía ahora lo que habían estado buscando, e inspeccionó los lugares donde había almacenado el material de supervivencia. Las latas de gasolina habían desaparecido del garaje. Las armas tampoco estaban en su sitio. ¡Los asaltantes habían actuado de acuerdo con un plan! En cuanto cayó el cometa supieron lo que tenían que hacer. ¿Habían elegido su casa al azar? ¿Tal vez su calle? Tal vez habían asaltado todas las casas de la manzana.

Volvió al vestíbulo, junto a Loretta. «Querías que me quedara», le dijo. Sintió un nudo en la garganta y no pudo decir nada más. Meneó la cabeza y entró en el dormitorio.

Se sentía mortalmente fatigado. Permaneció de pie al lado de la cama, contemplando los objetos desparramados por el suelo. Aquello no tenía sentido. Medias todavía en sus envases, champú, lociones para el cabello y la piel, esmalte de uñas, media docena de grandes frascos, barras de labios, cajas de rulos… docenas de objetos. Si hubiera podido imaginar aquello… Si hubiera llegado antes, tal vez habría encontrado a los asaltantes, o podría haberlos perseguido. Todavía tenía su pistola.

En medio de su estupor, seguía sin poder creerlo. Los asaltantes se habían ido y allí estaba él con Loretta. Se sentó en la cama y contempló el cepillo de pelo de Loretta y sus gafas de sol…

Poco a poco comprendió la lógica de todo aquello. El Martillo había golpeado y Loretta había empezado a preparar su equipo de supervivencia, las cosas sin las cuales no podría vivir. Entonces habían llegado los asesinos y le habían dado muerte, dejando atrás, como basura, los lápices de labios y cejas y las medias sin los que Loretta no podría enfrentarse a la vida. Pero se habían llevado la maleta.

Harvey se echó boca abajo y ocultó la cabeza entre los brazos. Los truenos y la lluvia rugían en sus oídos, ahogando los pensamientos que él quería ahogar.

Tuvo conciencia de que alguien le miraba. Los truenos seguían sin cesar y no hubiera podido oír ruido alguno, pero notó la mirada fija en él y recordó que no debía moverse antes de recordar por qué. Cuando se moviera, debería hacerlo de súbito y… Había dejado el arma al lado de Loretta. No había nada qué hacer. Se puso boca arriba.

—¿Harv? —preguntó alguien. Él no respondió—. Harv, soy yo, Mark. Dios mío, ¿qué ha ocurrido?

—No lo sé. Han asaltado la casa.

Casi se había adormecido cuando Mark habló de nuevo.

—¿Estás bien, Harv?

—Yo no estaba aquí. Fui a entrevistar a un maldito profesor de la universidad, me metí en un atasco de tráfico y… no estaba aquí. Déjame solo.

Mark fue de un lado a otro de la habitación, examinando los armarios.

—Harv, tenemos que irnos de aquí. Tú y tu maldito pastel helado celeste… Toda la depresión de Los Angeles está bajo el océano. ¿Lo sabías?

—Ella quería que me quedara. Estaba asustada —dijo Harvey—. Trató de pensar en algo para que Mark se marchara—. Vete y déjame solo.

—No puedo, Harv. Tenemos que enterrar a tu mujer. ¿Tienes una pala?

Harvey abrió los ojos. La estancia parecía iluminada por una luz estroboscópica surrealista. Curiosamente, ya no oía los truenos. Se levantó.

—Creo que hay una en el garaje. Gracias.

Cavaron en el jardín trasero. Harvey quería hacerlo solo, pero pronto se le agotó la energía y Mark le sustituyó. La pala chapoteaba en el barro demasiado húmedo y era muy difícil avanzar en la tarea bajo aquella lluvia intensa.

—¿Qué hora es? —preguntó Mark. Estaba metido en el hoyo hasta la cintura y el agua casi le cubría las botas.

—Mediodía —dijo una voz femenina.

Harvey miró a su alrededor, sorprendido. Vio a Joanna apostada en la suave pendiente detrás de la casa. La lluvia le corría por el rostro. Tenía una escopeta y parecía vigilar con toda su atención.

—Ya es lo bastante profundo —dijo Mark—. Quédate aquí, Harv. Jo, vamos adentro. Dale la escopeta a Harv.

—De acuerdo.

La muchacha bajó la cuesta. Su figura diminuta contrastaba con la gran escopeta. Se la dio a Harvey sin decir una palabra.

Harvey permaneció de pie bajo la lluvia, montando guardia junto a una tumba vacía. Si alguien se hubiera acercado a él por detrás, ni siquiera se habría dado cuenta, pero vio a Mark y Joanna.

El robusto Mark y la pequeña Joanna, que llevaban un Imito envuelto en una manta. Harvey quiso echar una mano, pero llegó tarde. Depositaron el cadáver en la fosa, y el agua del fondo rodeó la manta y la cubrió. Harvey vio que era una manta eléctrica, la manta eléctrica de Loretta. Nunca lograba estar bastante caliente por la noche.

Mark cogió la pala y Joanna la escopeta. Mark cubrió la fosa con rápidas paladas. Harvey trató de encontrar algo que decir, pero no le salió nada. Finalmente se limitó a dar las gracias.

—De nada. ¿Quieres leer algunas palabras?

—Debería hacerlo —dijo Harvey. Echó a andar hacia la tasa, pero no pudo entrar.

—Toma. Esto estaba en el dormitorio —dijo Joanna.

Era el librito de oraciones que usó Andy en su confirmación. Loretta debía haberlo incluido entre el equipo de supervivencia. Harvey lo abrió por la parte dedicada a las oraciones para los difuntos. La lluvia empapó la página antes de que pudiera leer, pero encontró una línea apropiada. La leyó a medias, recordando el resto de memoria.

—Oh, Señor, concédele el descanso eterno y haz que la luz perpetua luzca sobre ella.

No pudo ver nada más. Al cabo de un largo rato, Mark y Joanna acompañaron a Harvey a la casa.

Se sentaron a la mesa de la cocina.

—No tenemos mucho tiempo —dijo Mark—. Creo que vimos a los asaltantes.

—Mataron a Frank Stoner —añadió Joanna.

—¿Quién ha sido? —preguntó Harvey—. ¿Qué aspecto tenían? ¿Podemos seguirles la pista a esos bastardos?

—Te lo diré más tarde —dijo Mark—. Primero, recojamos las cosas y vayámonos.

—Dímelo ahora.

—No.

Joanna había dejado la escopeta encima de la mesa. Harvey la cogió, calmosamente, y comprobó si estaba cargada. Manejaba el arma con la precisión de quien tiene un excelente adiestramiento.

—Quiero saberlo —insistió.

—Eran motoristas —dijo Joanna—. Media docena de ellos que escoltaban una gran camioneta azul. Los vimos girar por Fox Lañe.

—Esos bastardos —dijo Harvey—. Sé donde viven. Es una callejuela a un kilómetro de aquí. Ellos mismos cambiaron el nombre de la calle y pusieron en el letrero «Montaña nevada».

Harvey se puso en pie.

—Ya no los encontrarás ahí —dijo Mark—. Fueron hacia el norte, en dirección a Mulholland.

—Frank, Mark y yo… —dijo Joanna— íbamos en las motos.

—Bajaban por tu calle —dijo Mark—. Quise saber lo que ocurría. Me detuve y alcé la mano, ya sabes, como hacen los motoristas cuando quieren que otro se pare para hablar. ¡Y uno de aquellos hijos de puta me disparó con una escopeta!

—Erraron el tiro y dieron a Frank —dijo Joanna—. Lo derribaron. Si el tiro no le mató, lo hizo la caída, porque se golpeó contra el bordillo. Los motoristas siguieron adelante. No sabíamos qué hacer, así que vinimos aquí tan rápido como pudimos.

—Dios mío —dijo Harvey—. Llegué aquí media hora antes que vosotros. Estaban aquí, en alguna parte, muy cerca, mientras yo estaba… mientras…

—Sí —dijo Joanna—. Los conoceremos si volvemos a verles. Llevan motos grandes, y la camioneta llena de pintadas. Podremos reconocerles.

—Nunca había visto antes a esa banda —añadió Mark—. Ahora no hay modo de darles alcance. Harv, no podemos quedarnos aquí. La depresión de Los Angeles se ha inundado. El maremoto ha matado a todo el mundo allá abajo, pero debe haber un millón de personas en estas colinas, y seguro que no hay comida para alimentar a tanta gente. Ha de haber un lugar mejor adónde ir.

—Frank quería ir al desierto Mojave —dijo Joanna—. Pero Mark pensó que deberíamos venir a ver qué hacías…

Harvey no dijo nada. Dejó la escopeta y se quedó mirando la pared. Tenían razón. No podía dar alcance al grupo de motoristas, y estaba muy cansado.

—¿Han dejado alguna cosa? —preguntó Mark.

Harvey no respondió.

—Hagamos un registro de todos modos —dijo Mark—. Jo, tú mira en la casa. Yo miraré afuera, en el garaje, donde sea. Pero no podemos dejar el furgón solo. Vamos, Harv.

Cogió a Harvey de un brazo y le obligó a incorporarse. Mark tenía una fuerza sorprendente. Harvey no se resistió y dejó que su amigo le llevara hasta el furgón y le depositara en el asiento del pasajero, dejando la pistola de tiro olímpico en su regazo. Luego cerró todas las puertas, dejando a Harvey sentado en el interior, mirando fijamente la lluvia.

—¿Crees que estará bien? —preguntó Joanna.

—No lo sé, pero nos hará caso. Anda, veamos lo que podemos encontrar.

Mark encontró las botellas de agua en el garaje, junto con otras cosas: sacos de dormir, húmedos, pero útiles todavía. Sin duda los motoristas tenían los suyos y no se habían molestado en llevárselos. Mark pensó que eran unos estúpidos. Los sacos militares de Harv, diseñados para temperaturas glaciales, eran mejores que cualquier saco que pudieran poseer los motoristas.

Poco después, Mark llevó lo que había rescatado al furgón y abrió la puerta trasera. Luego recogió las pequeñas y sucias motos en las que él y Joanna habían viajado. Pensó en pedir ayuda a Harvey, pero encontró unos tablones y los usó como rampa. Auxiliado por Joanna, subió una de las motos al furgón y puso encima las cosas que había recogido.

—Harv, ¿dónde está Andy? —preguntó Mark finalmente.

—Está seguro, en las montañas. Ha ido de excursión con Gordie Vanee… ¡Marie!

De repente se acordó de la mujer de Gordie. Bajó de un salto y corrió hacia la casa de su vecino. La puerta de entrada estaba abierta. Harvey se quedó ante el umbral, temeroso de entrar. ¿Y si los asaltantes hubieran estado en casa de Gordie mientras él permanecía al lado de Loretta? Maldijo su inutilidad.

Mark entró en la casa y salió poco después.

—La han saqueado, pero no hay nadie, ni tampoco sangre. —Se dirigió al garaje y trató de abrir la puerta. No le costó hacerlo; la cerradura estaba rota. El garaje estaba vacío—. Harv, ¿qué clase de coche tenía tu vecino?

—Un Cadillac —respondió Harvey.

—Entonces la mujer se ha ido, porque aquí no hay ningún coche y los saqueadores no llevaban un Cadillac. Regresa y vigila el furgón. Tenemos que recoger más cosas. O ayúdanos a llevarlas.

Harvey volvió al vehículo y pensó a dónde podría haber ido Marie Vanee. Se sentía responsable de ella. Gordie cuidaba de su hijo, y él debía ocuparse de la mujer de Gordie, pero no tenía la menor idea de dónde podría estar…

De súbito, su mente se iluminó. Sí, sabía donde estaba. En el Country Club de Los Angeles, donde el gobernador daba una fiesta para recaudar fondos con destino a los niños minusválidos. Marie formaba parte de la junta. Debía estar allí cuando se produjo la catástrofe.

Y si todavía no había regresado, ya no lo haría. Harvey ya no era responsable de Marie.

Mark salió de la casa y, al verle, Harvey se sobresaltó. Llevaba algo entre las manos… Una ballena de cristal de Steuben que valía cinco mil dólares. Era el regalo de bodas que les había hecho la familia de Loretta. Un par de años atrás, Mark se había atrevido a poner las manos en aquel objeto y Loretta le había echado de casa.

Mark llevó cuidadosamente la ballena de cristal a la camioneta. La envolvió con sábanas, fundas de almohada y mantas.

—¿Para qué es todo eso? —preguntó Harvey. Señaló la ballena, el bote de crema para la piel, las cajas de Kleenex y los restos del equipo de supervivencia de Loretta, junto con otras cosas.

—Son artículos para trueque —dijo Mark—. Tus cuadros, algunos objetos lujosos. Si encontramos algo mejor, tiraremos todo eso, pero tenemos que llevar algo. Me alegro de que la cabeza te funcione de nuevo, Harv. Casi vamos cargados hasta los topes. ¿Quieres subir o prefieres echar otro vistazo a la casa?

—No puedo volver ahí…

—Bien, de acuerdo. —Alzó la voz para llamar a la muchacha—: Jo, nos marchamos.

—Ya voy.

Joanna salió de su puesto de vigilancia detrás de un seto, totalmente empapada, sosteniendo todavía la escopeta.

—¿Estás en condiciones de conducir, Harv? —le preguntó Mark—. El vehículo es demasiado grande para que lo conduzca Joanna.

—Puedo conducir.

—Muy bien. Yo iré de escolta con la moto. Dame la pistola, y tú, Jo, quédate con la escopeta. Una cosa, Harv. ¿Hacia dónde vamos?

—No lo sé —dijo Harvey—. Hacia el norte. Ya pensaré algo cuando estemos en camino.

—De acuerdo.

El ruido de la motocicleta apenas fue audible bajo el rugido de los truenos. Emprendieron la marcha en dirección al norte, hacia Mulholland, por la misma ruta que habían seguido los saqueadores, y Harvey no perdió la esperanza de dar con ellos.

Bajo la cortina de lluvia Dan Forrester sólo podía ver el camino en las breves fracciones de tiempo en que el limpiaparabrisas despejaba el agua. El diluvio difuminaba la luz de los faros antes de que pudiese llegar a la carretera. Los continuos relámpagos proporcionaban más luz, pero no pasaba de una luminosidad blancuzca en aquella lobreguez. Torrentes de agua cruzaban la retorcida carretera de montaña, y el coche avanzaba penosamente.

Se preguntó qué ocurriría en los valles, pero pronto lo sabría. Antes tenía que hacer algunos preparativos.

Charlie Sharps lo sabría antes. Dan estaba preocupado por Charlie. Las posibilidades de este no eran escasas, pero no hubiera debido viajar con aquella camioneta cargada. Se veía en seguida que valía la pena robarla. Pero Masterson también debía llevar algunas armas.

Aunque llegaran al rancho, ¿les dejaría quedarse el senador Jellison? El rancho estaba muy por encima de la zona inundada. Si aceptaban a todos los que llegaran, sus reservas de alimentos se agotarían en un día, y al día siguiente desaparecería el ganado. Tal vez sólo admitirían a Charlie Sharps. Probablemente no necesitarían los servicios de Dan Forrester, doctor en Humanidades y exastrofísico. ¿Quién iba a necesitarlos?

Le sorprendió encontrarse de repente ante su casa. El aparato de apertura de puertas a distancia funcionaba, y abrió la puerta del garaje. Todavía disponía de fuerza eléctrica, pero no sería por mucho tiempo. Dan dejó la puerta abierta. Una vez en el interior de la casa, encendió algunas luces y luego sacó un montón de velas, de las que encendió dos.

La casa era pequeña. Tenía una habitación grande, con las paredes forradas de libros, colocados en estanterías que iban del suelo al techo. Sobre la mesa del comedor, Dan había amontonado su equipo. Compró una buena provisión de alimentos congelados mientras los hubo en existencia, pero no se paró ahí, sino que se llevó a casa una buena cantidad de grandes bolsas de plástico, sprays de insecticida y bolas de naftalina, todo lo cual cubría la mesa. Dan se puso a trabajar en el suelo.

Silbaba a medida que realizaba su labor: rociaba un libro con insecticida, lo metía en una bolsa, con algunas bolas de naftalina, y la cerraba herméticamente. Luego metía el envoltorio en otra bolsa que también cerraba, y esta en otra más… Los paquetes iban amontonándose en el suelo, y cada uno de ellos contenía un libro cubierto con cuatro bolsa de plástico. En un momento determinado se levantó para ponerse unos guantes y colocar un ventilador a su espalda; así evitaría que el insecticida le impregnara las manos y penetrara en sus pulmones.

Cuando el montón de bolsas sobre el suelo alcanzó una altura considerable, cambió de sitio, y cuando el segundo montón llegó a ser tan alto como el primero, se levantó lentamente. Tenía rígidas las articulaciones. Le dolían los pies. Movió las piernas para activar la circulación. Preparó café en la cocina. La radio no emitía más que los ruidos confusos de las interferencias. Puso un rimero de discos en el tocadiscos automático. Ahora tenía suficiente espacio en la mesa de la cocina y reanudó allí su trabajo.

Los dos montones separados de bolsas fueron acercándose hasta convertirse en uno solo.

Las luces se apagaron, las voces de los Beatles se hicieron graves y lentas hasta desvanecerse. Dan se vio de repente inmerso en la oscuridad y oyó los sonidos a los que hasta entonces no había prestado atención: los truenos encadenados, el ulular del viento y el fragor de la lluvia que se abatía contra la casa. El agua había empezado a filtrarse por un ángulo del techo.

Tomó un sorbo de café en la cocina y volvió a la habitación grande, iluminada por las velas situadas en estantes. Habían transcurrido varias horas. El café, olvidado, se había recalentado en exceso. Una quinta parte de los estantes todavía estaban llenos, pero la mayoría de los libros importantes habían sido empaquetados.

Dan anduvo junto a los estantes. El cansancio aumentaba su profunda melancolía. Había vivido en aquella casa doce años, pero hacía el doble de tiempo que leyó Alicia en el país de las maravillas, Los hijos del agua y Los viajes de Gulliver. Esos libros se pudrirían en una casa abandonada, junto con su colección de novelas de ciencia ficción y brujería. Los libros que había empaquetado no eran para entretenimiento, ni siquiera sobre filosofías de la vida, sino para reconstruir la civilización. Iba a dejar incluso Los planetas habitables por el hombre, de Dole…

¡No, maldita sea!, se dijo y, obedeciendo a un súbito impulso, arrojó el libro de Dole sobre la mesa. No era demasiado probable que cuando existiera de nuevo la NASA tuviese necesidad de aquel libro, convertido ya en polvo. Pero ¿qué importaba? Dan añadió algunos libros más: El shock del futuro, Los cultos de la sinrazón, el Infierno de Dante, Tau Cero… Decidió que ya era suficiente. Quince minutos más tarde había terminado. No quedaba ni una bolsa más.

Tomó café, que estaba todavía caliente, y se obligó a descansar antes de abordar lo más duro de la tarea. Consultó el reloj. Eran las diez de la noche. Había perdido la noción del tiempo.

Se dirigió al garaje y cogió una carretilla. Era nueva, todavía tenía las etiquetas. Dan se resistió a la tentación de sobrecargarla. Se puso un impermeable, botas de agua y un sombrero. Cargó la carretilla con bolsas de libros y salió al exterior a través del garaje.

El moderno sistema de desagüe de Tujunga era relativamente nuevo. El territorio estaba sembrado con depósitos sépticos abandonados, uno de los cuales se encontraba detrás de la casa de Dan Forrester. Lo malo era que se encontraba cuesta arriba, pero no se puede encontrar todo fácil.

El viento aullaba. La lluvia era salada y arenosa. La luz de los relámpagos guió precariamente a Dan. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para empujar la carretilla cuesta arriba, mientras buscaba el depósito séptico. Cuando lo encontró estaba lleno de agua, porque Dan había retirado la tapa la noche anterior.

Fue arrojando al depósito las bolsas de libros, empujándolas hacia el fondo con la ayuda de un largo trozo de tubería. Antes de regresar, abrió una bengala de emergencia y la dejó sobre la tapa del depósito.

Hizo el segundo viaje en traje de baño. La cálida lluvia que azotaba su cuerpo era menos desagradable que las ropas empapadas y pegajosas. Para el tercer viaje se puso el sombrero. Al regresar se sentía muy débil. Pensó que debería tomarse un descanso o no podría continuar. Se quitó el traje de baño mojado y se tendió en el sofá, cubriéndose con una manta… y se quedó profundamente dormido.

Cuando despertó, el estruendo de los truenos, el viento y la lluvia era infernal. Se sentía completamente rígido. Se levantó con esfuerzo, lentamente, y fue a la cocina, dándose ánimos. Primero desayunaría y luego volvería al trabajo. Su reloj se había parado. No sabía si era de día o de noche.

Llenó la carretilla sólo hasta la mitad y la empujó por el barro resbaladizo, cuesta arriba. Se dijo que en el próximo viaje debería llevar otra bengala. Cargó con todas las bolsas que pudo a la vez y las echó al depósito, empujándolas al máximo. Era improbable que nadie, estúpido o genial, buscara allí semejante tesoro, aun cuando supiera que existía. El olor apenas le molestaba, pero aquellos vientos huracanados no podían durar eternamente, y luego el tesoro estaría doblemente seguro. Fue en busca de otra carga…

Una de las veces resbaló y cayó cuesta abajo. No soltó la carretilla vacía, que le arrastró un buen trecho por el barro. Se incorporó con todo el cuerpo dolorido y sucio, y decidió que redoblaría sus precauciones.

Finalmente llevó la última carga. Se esforzó para levantar la tapa, descansó y probó de nuevo. Tardó mucho en retirarla y en ponerla de nuevo en su sitio. Luego bajó la cuesta con la carretilla vacía. Al cabo de un día sus huellas habrían sido borradas por la inundación. Dan pensó en enterrar la última prueba de su proyecto, la carretilla, pero la mera idea de emprender aquel trabajo le hizo estremecer.

Se secó con todas las toallas del baño y utilizó las mismas toallas para secar el equipo de lluvia. Sacó más toallas del armario. Rellenó las botas con pequeñas toallas de mano antes de meterlas en el coche, junto con el impermeable y el sombrero. El agua rezumaba ahora por las viejas paredes de la casa. Dan se preguntó si también se filtraría en el coche. En última instancia, no importaría. Al final tendría que abandonar el coche y andar bajo la lluvia, llevando una mochila a la espalda por primera vez en su vida. Estaría a salvo, o muerto, mucho antes de que la lluvia empezara a remitir.

Dan introdujo en el coche la mochila que había preparado la noche anterior, en la que había incluido una jeringa y un poco de insulina. En previsión de que alguien le robara la mochila, había colocado otras dos jeringas y medicamentos en dos lugares distintos del coche.

El coche era un viejo modelo, sin ningún atractivo para los ladrones. Dan había incluido algunos objetos que, en un momento determinado, podrían servirle para canjearlos por su vida. Uno de los objetos era realmente valioso; un saqueador corriente no podría distinguirlo, pero a Dan le podría servir para ponerse a seguro.

Daniel Forrester, doctor en humanidades, era un hombre de edad mediana sin una profesión útil. En lo sucesivo, su doctorado no valdría tanto como una taza de café. Sus manos eran blandas, pesaba demasiado, era diabético. Sus amigos le habían dicho que a menudo subestimaba su propia valía. Aquello era una lástima, porque restringía su capacidad para negociar. Sabía cómo fabricar insulina. Necesitaba un laboratorio y matar una oveja al mes.

Desde el día anterior, Dan Forrester se había convertido en un lujo caro.

En su mochila había algo más: un libro. Era el segundo volumen de Cómo funcionan las cosas. El volumen primero estaba en el foso séptico.

Harvey Randall vio el Cadillac blanco que avanzaba hacia él. Tardó un momento en reaccionar. Luego frenó tan bruscamente que Joanna salió despedida hacia adelante y sólo el cinturón de seguridad impidió que se estrellara contra el parabrisas. La escopeta que sostenía golpeó la guantera.

—¿Te has vuelto loco? —le gritó, pero Harvey ya había abierto la puerta y echaba a correr, agitando los brazos frenéticamente. ¡Dios! ¡Ella tenía que verle!

—¡Marie! —gritó.

El Cadillac aminoró la marcha y se detuvo. Harvey corrió hacia él.

Era increíble, pero Marie Vanee no estaba alterada en absoluto. Llevaba un vestido de verano de lino blanco, decorado con una filigrana dorada, pendientes de oro y un colgante con un pequeño diamante suspendido de una cadena también de oro, todo lo cual armonizaba a la perfección. La lluvia le había desbaratado el peinado, pero no demasiado, porque llevaba el cabello corto y poco rizado. Parecía como si hubiera pasado todo el día en el Country Club y se dirigiera a su casa para ponerse un vestido de noche.

Harvey la miró asombrado. Ella sostuvo su mirada tranquilamente, y Harvey sintió una vez más el desagrado que le producía aquella mujer. Quería gritarle, alterarla. ¿No se daba cuenta…?

—¿Cómo has llegado aquí? —le preguntó.

Cuando ella respondió, Harvey se sintió avergonzado. Marie Vanee habló con calma, con demasiada calma. Parecía como si tuviera que esforzarse para hacerlo.

—He subido por las colinas. La carretera estaba bloqueada por coches, pero unos hombres los apartaron. Fui… ¿Por qué quieres saber cómo he llegado aquí, Harvey?

Él se echó a reír a carcajadas, y su risa atemorizó a la mujer. Harvey pudo ver el miedo en su mirada.

Llegó Mark en la moto. Miró al Cadillac y luego a Marie. En otras circunstancias hubiera emitido un silbido, pero se limitó a preguntar:

—¿Es tu vecina?

—Sí. Marie, tendrás que venir con nosotros. No puedes quedarte en casa…

—No tengo intención de quedarme en casa —replicó ella—. Voy a buscar a mi hijo. Y a Gordie —añadió tras una breve pausa. Bajó la vista hacia sus zapatos dorados—. Cuando coja un poco de ropa… Harvey, ¿dónde está…? —Antes de que pudiera terminar la frase vio el dolor y el aturdimiento en los ojos de Harvey—. ¿Dónde está Loretta? —preguntó en voz baja, vacilante.

Harvey no respondió. Mark, detrás de él, meneó lentamente la cabeza. Su mirada se encontró con la de Marie. Ella asintió.

Harvey Randall dio media vuelta. Se quedó de pie bajo la lluvia, silencioso, con la mirada perdida.

—Deje su coche y suba al furgón —dijo Mark a Marie.

—No. —La mujer trató de sonreír—. Por favor, ¿no pueden esperar hasta que coja algunas ropas? Harvey…

—Él no está en condiciones de tomar decisiones —dijo Mark—. Mire, ya encontraremos ropas. No habrá mucha comida, pero sobrará la ropa.

—En casa tengo unas prendas perfectamente adecuadas para estas circunstancias —dijo ella con firmeza. Sabía cómo hablar a los empleados, ya fueran de Gordie o de Harvey—. Y unas buenas botas. No es fácil encontrar unas botas que me vayan bien. No puede decirme que diez minutos más o menos supongan una gran diferencia.

—Tardará más de diez minutos, y no disponemos en absoluto de tiempo —insistió Mark.

—Desde luego que tardaré más si nos quedamos aquí hablando. —Marie puso el coche en marcha y empezó a avanzar lentamente—. Por favor, espérenme —dijo mientras se alejaba.

—Lo que faltaba —dijo Mark—. Harv… ¿Qué hacemos aho…? —Dejó la pregunta sin terminar. Harvey Randall no podía decidir nada en aquellos momentos—. ¡Sube de una maldita vez al coche, Harv! —le ordenó Mark.

El tono imperioso de Mark hizo que Harvey se dirigiera al furgón. Al principio se sentó en el asiento del conductor.

—Joanna, coge la moto —dijo Mark—. Yo conduciré el furgón.

—¿Adónde vamos?

—Supongo que a casa de Harvey. Diablos, no sé lo que debemos hacer. Quizá deberíamos seguir nuestro camino.

—No podemos abandonarla —dijo Joanna con firmeza. Bajó del furgón y montó en la moto. Mark se encogió de hombros y subió al furgón. Cambió de sentido invadiendo un camino particular y recorrió a la inversa el trayecto que habían seguido, blasfemando sin cesar.

Cuando llegaron a la casa, vieron a Marie sentada en el porche, esperándoles. Llevaba unos pantalones de un caro tejido artificial, que parecían muy resistentes, una camisa de algodón y una blusa de lana. Se había puesto también calcetines de lana y estaba atándose los cordones de las botas. A su lado había una manta, muy abultada.

Joanna dejó la moto en el césped. Mark bajó del furgón y se unió a ella. Miró alternativamente a Marie y Joanna.

—Vaya, es el cambio más rápido que he visto en mi vida. Podría sernos de utilidad.

—Depende de para qué —dijo Marie en tono neutro—. ¿Quienes son ustedes dos y qué le pasa a Harvey? —Siguió atándose los cordones.

—Han matado a su mujer, los mismos malhechores que asaltaron su casa. Oiga, ¿adónde iba en ese Cadillac? ¿Está su marido con Andy Randall?

—Sí, claro —dijo Marie—. Andy y Bert están allá arriba, con Gordie. —Terminó de atarse los cordones y se levantó—. Pobre Loretta. Ella… Oh, ya no tiene remedio. ¿Quieren decirme sus nombres?

—Me llamo Mark, y esta es Joanna. Trabajaba para Harv…

—Ya lo sé. —Marie había oído hablar de Mark—. Hola. Así pues, se quedan con Harvey, ¿no?

—Desde luego.

—Entonces, vámonos. Por favor, ponga este bulto en el coche. Yo iré en seguida.

Mark pensó que aquella mujer era dura como un clavo, la zorra más fría que jamás había visto. Cogió la manta, que contenía ropas y otros objetos. Marie salió de la casa con una bolsa de viaje de plástico, de las que se utilizan para colgar trajes cuando se viaja en avión. No había mucho espacio en la parte trasera del furgón, pero ella colocó cuidadosamente la bolsa, procurando que no se arrugara.

—¿Qué es eso? —preguntó Mark.

—Cosas que necesitaré. Ya estoy lista.

—¿Puede usted conducir el trasto de Harv?

—En carretera, sí —respondió Marie—. Nunca he conducido a campo traviesa. Pero si es necesario puedo aguantar un largo turno.

—Muy bien. Usted conducirá. El cacharro es demasiado grande para Joanna.

—Puedo hacerlo —dijo la aludida.

—Claro que sí, Jo, pero no es necesario. Dejemos que la señora…

—Marie.

—Dejemos que la señora Marie…

Ella se echó a reír.

—Llamadme Marie y basta. Yo conduciré. ¿Tenéis mapas? No tengo un buen mapa de la región. Sé que los chicos están cerca del borde meridional del parque nacional Sequoia, pero no sé muy bien cómo llegar allí.

Tal como iba vestida ahora, Marie parecía más pequeña de lo que Mark recordaba, y de alguna manera menos competente. Mark no tuvo tiempo para preguntarse por qué.

—Yo iré delante, en la moto. Joanna viajará en el coche y se hará cargo de la escopeta. Creo que deberíamos colocar a Harv en el asiento trasero. Tal vez si duerme un poco su cerebro volverá a funcionar. Dios mío, nunca había visto a un tipo destrozado de ese modo. Parece como si él mismo la hubiera matado.

Marie le miró un poco sorprendida, pero él no hizo caso. Fue a la moto y la puso en marcha.

Desandaron el camino y giraron hacia el norte de nuevo. La carretera estaba desierta. Mark se preguntó adónde irían. Si lo consultaba a Harv no era seguro que obtuviera la respuesta correcta, ni tampoco podría saberlo. ¿Por qué diablos estaba tan afectado por lo sucedido? Al fin y al cabo, se dijo, Loretta no había sido una esposa modelo. Jamás iba a ninguna parte con Harv. Estaba de buen ver, pero no era una gran compañera… ¿Por qué tomárselo tan a pecho? Si Mark tuviera que enterrar a Joanna no lo haría con gusto, pero tampoco estaría tan deshecho. Seguiría en pleno uso de sus facultades, sin dejarse abatir. Y, además, Harv siempre había sido un hombre duro.

Mark consultó su reloj. Se estaba haciendo tarde. Tenían que moverse rápidamente entre lo que quedaba de Burbank y del valle de San Fernando. ¿Cómo lo harían? Si las autopistas todavía seguían en pie, estarían atestadas de coches.

Las perspectivas no eran buenas. Mark pensó en las rutas posibles y deseó que la cabeza de Harvey funcionara de nuevo. Pero Harvey seguía ensimismado, sumido en su obsesión, y Mark no tenía más remedio que tomar las decisiones. Cuando llegaron a Mulholland giró a la izquierda.

Oyó el claxon del coche que le seguía. Marie se había colocado en el cruce.

—¡Este no es el camino! —gritó.

—Claro que lo es. ¡Sigamos!

—No.

Mark soltó una maldición y se acercó al vehículo en el que viajaban los otros. Marie y Joanna estaban tensas. Joanna sostenía la escopeta apuntando hacia adelante. Marie tenía un brazo colocado descuidadamente cerca del arma. Era mucho más corpulenta que Joanna.

—¿Qué significa esto? —preguntó Mark.

—Los chicos. Vamos a buscar a nuestros hijos —dijo Marie—. Y están en dirección este, no al oeste.

—Lo sé perfectamente —le gritó Mark—, pero este es el mejor camino. Tenemos que permanecer en terreno elevado. Cruzaremos el valle por Topanga, pasaremos por las colinas de Santa Susana y subiremos entre los cañones. Así nos ahorraremos las autopistas y los pasos que utilizará todo el mundo.

Marie frunció el ceño y trató de imaginar un mapa de la depresión de Los Angeles. Luego hizo un gesto de asentimiento. Aquella ruta les llevaría al parque nacional Sequoia. Puso de nuevo el coche en marcha.

Mark arrancó la moto, mascullando. Frank Stoner había dicho que el desierto Mojave era el mejor lugar, y Stoner lo sabía todo. Para Mark, era suficiente: un lugar al que dirigirse, un destino. Una vez allí ya pensarían qué hacer. Pero Harv querría recoger a su hijo. Y la Vanee quería al suyo. Era curioso que apenas mencionara a su marido. Quizá no se llevaban bien. Mark recordó a Marie tal como la había visto por primera vez. Tenía clase, mucha clase. Aquel podría ser un asunto interesante.

Avanzaron bajo la lluvia, por la espina dorsal de Los Angeles. La lluvia les impedía ver la destrucción en los valles a cada lado. No había tráfico en las carreteras y el furgón corría a buena velocidad. Cada vez que la carretera descendía, pasaban por tramos llenos de barro que se acumulaba rápidamente. Pero corrían sin parar, y Mark estaba satisfecho.

Randall dormitaba y se despertaba una y otra vez. El vehículo saltaba, se ladeaba, daba sacudidas. Oía el fragor de los truenos y la lluvia. Sus terribles recuerdos le asaltaban impidiéndole abandonarse al sueño. Cada vez que restallaba un relámpago volvía a ver la misma escena, la sala de estar iluminada por aquella luz espectral, las piezas de cristal y de plata intactas, el perro y su esposa muertos sobre la alfombra… Cuando oía a los otros creía escuchar sus propios pensamientos:

—Sí, estaban muy unidos… Ella dependía por completo de él…

Las voces le llegaban y se apartaban. En una ocasión tuvo conciencia de que el coche se había detenido, y oyó tres voces distintas mezcladas, pero tal vez también estaban dentro de su cabeza.

—… su mujer muerta… no estaba allí… sí, dijo que iba a pedirle que se quedara en casa… ha perdido su casa, su empleo y todo cuanto tenía… no sólo su empleo, sino su profesión. Ya no se harán más documentales de televisión en un millar de años. Dios mío, Mark, tú tampoco lo tienes nada claro.

—Lo sé, pero… no esperaba… acurrucarse y morir.

Acurrucarse y morir, pensó Randall. Sí. Se acurrucó más en el asiento del vehículo. Este empezó a moverse de nuevo y le dio una sacudida. Harvey gimió.