¡Oh! Corrí a las colinas, y se desmoronaban, Corrí al mar, y hervía, Corrí al cielo, y ardía… Todo en aquel día.
En la sala llena de gente se oía el ruido de las interferencias eléctricas. En la gran pantalla de televisión aparecían manchas y colores al azar, pero una veintena de hombres y mujeres contemplaban aquella pantalla en la que habían visto las luces brillar y extinguirse sobre el Atlántico, Europa, el Norte de África y el Golfo de México. Sólo Dan Forrester continuaba trabajando. Sobre su consola había un mapamundi trazado por ordenador en una pantalla, y Forrester reunía laboriosamente todos los datos recibidos en el JPL, diseñando el plano de los impactos y utilizando sus localizaciones como datos que introducía en el ordenador para realizar más cálculos.
A Charles Sharps le parecía que debería interesarse por los cálculos de Forrester, pero la verdad era que no le interesaban. Miraba a los presentes. Con las bocas abiertas y los ojos hinchados, se retrepaban en sus asientos, apartándose de sus consolas y pantallas, ahora cegadas, como si estas constituyeran el peligro. Y sin embargo Forrester tecleaba instrucciones, hacía movimientos precisos, estudiaba los resultados y tecleaba de nuevo…
«El Martillo ha golpeado», se dijo Sharps. ¿Qué diablos podían hacer ahora? No podía pensar en nada, y aquella sala le deprimía. Se dirigió a la larga mesa apoyada en una pared, donde había café y pasteles, y Sharps se sirvió una taza. La miró y luego la alzó en un remedo de brindis.
—Condenación —dijo en voz baja.
Los demás empezaron a levantarse de sus asientos.
—Condenación —repitió Sharps. El fin del mundo. ¿De qué servía ahora la orgullosa civilización del hombre? Era Glacial, Edad del Fuego, Era del Hacha, Edad del Lobo… Se volvió y vio que Forrester había abandonado su máquina y se dirigía hacia la puerta—. ¿Qué pasa ahora? —le preguntó Sharps.
—Terremoto. —Forrester siguió andando rápidamente hacia la salida—. Terremoto. —Lo dijo a plena voz, de modo que todo el mundo pudo oírle, y se precipitaron hacia la puerta.
El doctor Charles Sharps llenó la taza de café casi hasta el borde. La puso bajo el grifo y vertió un chorrito de agua fría. El café era una mezcla de Moka y Java preparado hacía menos de una hora con un filtro Melitta y conservado caliente en un limpio termo. Era una pena aguarlo, pero así estaba lo bastante frío para poder beberlo. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los barcos volvieran a cruzar los grandes océanos? Años, décadas, tal vez nunca más volverían a hacerlo. A lo mejor jamás volvería a probar el café. Sharps tragó el contenido de la taza en cuatro sorbos y la arrojó al suelo. La gruesa loza rebotó y rodó hasta una consola. Sharps echó a correr hacia la salida.
En el pasillo, los demás habían rebasado a Forrester. En aquel momento las puertas de vidrio de la entrada se cerraban tras él. Dan Forrester correteaba como un pato despavorido. Nunca había sido un atleta, pero sin duda podía correr un poco más rápido. ¿Significaba aquella lentitud que todavía tenían tiempo? Sharps corrió hasta llegar a su altura.
—Al aparcamiento —dijo Dan resoplando—. Cuidado…
Sharps tropezó pero recobró el equilibrio sin caer. Dan daba saltos sobre una sola pierna. El suelo se había movido una sola vez, sin ningún género de dudas. Sharps pensó que no había sido tan malo. Los edificios ni siquiera habían sufrido daños…
—Ahora —dijo Forrester, reemprendiendo la marcha hacia el aparcamiento, que se encontraba en lo alto de una larga escalera de cemento.
Dan se detuvo cerca del final, respirando pesadamente, y Sharps le pasó un brazo por encima de su hombro y casi a rastras le llevó hasta arriba. Allí Dan se dejó caer al suelo. Sharps le miró preocupado.
Forrester resoplaba, tratando en vano de decir algo. Estaba sin aliento. Alzó un brazo e hizo un gesto con la palma hacia abajo, indicando a su compañero que se sentara, pero era demasiado tarde. El suelo osciló bajo sus pies, Sharps se desplomó y fue rodando hacia las escaleras. Esta vez oyó ruido de cristales rotos, pero cuando miró los edificios del JPL no vio ningún daño aparente. Abajo, los periodistas comenzaban a salir en trompa del centro Von Karman, pero muchos se detuvieron una vez hubo pasado el suave temblor, y algunos regresaron al interior del centro.
—Diles… —Dan resoplaba penosamente—. Diles que salgan. Ahora viene lo peor…
Charles Sharps llamó a gritos a los periodistas.
—¡Va a producirse una gran sacudida! ¡Que salgan todos! —Reconoció al reportero del New York Times y Sharps se dirigió a él—. ¡Haz que salga todo el mundo!
Al volverse vio que Forrester se había levantado y avanzaba rápidamente hacia el fondo del aparcamiento, alejándose de los coches. Andaba más rápido de lo que Sharps le había visto andar jamás—. ¡Daos prisa! —gritó Sharps a los otros.
Hombres y mujeres salían de los edificios del JPL. Algunos se dirigieron hacia Sharps y al aparcamiento. Otros circulaban entre los edificios, sin saber hacia dónde dirigir sus pasos. Sharps les hizo gestos frenéticos y luego miró a Forrester, el cual había llegado a una zona despejada y se estaba sentando…
Sharps se volvió y corrió hacia Forrester. Al llegar a su lado se tendió sobre el asfalto. De momento, no sucedió nada.
—La primera sacudida… fue la onda superficial… causada por el choque de un fragmento en el Valle de la Muerte. —Forrester resopló—. Luego… el choque en el Pacífico. No sé cuánto tiempo pasará hasta que se desencadene…
La tierra gruñó. Unos pájaros emprendieron el vuelo. Los dos hombres tuvieron la galvanizante sensación del desastre inminente. Un grupo había llegado a lo alto de las escaleras y se dirigían hacia Forrester y Sharps.
La tierra gruñó de nuevo, con un ruido más intenso.
—La falla de San Andrés —dijo Forrester—. Cederá por completo, soltando centenares de megatones de energía, tal vez más.
Media docena de personas habían llegado a lo alto de la escalera. Dos se dirigieron hacia Sharps y Forrester. Los demás fueron en busca de sus automóviles.
—Diles que se aparten de ahí —dijo trabajosamente Forrester.
—¡Poneos a descubierto! —gritó Sharps—. ¡Y salid de esa escalera! ¡Rápido!
Un hombre seguido por una mujer aparecieron en lo alto de la escalera. El hombre cargaba con una cámara de televisión. Les seguía un grupo de gente, y se dispusieron a cruzar el aparcamiento.
La tierra se movió. Los recién llegados apenas tuvieron tiempo de acurrucarse abrazándose las rodillas en los dos o tres segundos que transcurrieron hasta que el temblor adquirió fuerza. La tierra rugió una y otra vez, y a aquel horrendo bramido se unieron los gritos de la gente, el ruido de vidrios rotos y de bloques de cemento que se desmoronaban, hasta que todos los ruidos se mezclaron y el estruendo se convirtió en el caos informe de una pesadilla. Sharps trató de incorporarse y mirar hacia el JPL, pero no había nada sólido. El asfalto ondulaba y se cuarteaba. El pavimento caliente se fragmentó y separó, derribando a Sharps y haciéndole dar un doble vuelco, y luego se levantó y abombó una vez más, entre el fragor de la destrucción y los gritos.
Cuando el temblor finalizó, Sharps se sentó y trató de centrar la mirada. El mundo había cambiado. Alzó la vista hacia las altas montañas Angeles, y vio que su perfil era diferente. El cambio era sutil, pero perceptible. No tuvo tiempo para ver más. Oyó un fuerte ruido detrás de él y al volverse vio que una parte del aparcamiento había desaparecido y que el resto estaba ladeado en extraños ángulos. Muchos coches habían desaparecido también, despeñados por el precipicio que se había abierto entre el aparcamiento y las escaleras… pero estas ya no existían. También se habían derrumbado sobre la parte inferior del aparcamiento elevado. Los coches restantes topaban unos con otros como animales en lucha. Por todas partes había ruido, de coches, edificios y rocas, todo en movimiento y chocando entre sí.
Un Volkswagen avanzó dando tumbos hacia Sharps, como una de esas plantas rodadoras del desierto, sólo que de acero. Sharps gritó y trató de echar a correr, pero sus piernas no le sostenían. Cayó, se arrastró y vio que el coche daba una de sus vueltas rozándole los talones, como una montaña de metal pintado, que fue a estrellarse contra un Lincoln… La masa de hierros retorcidos resultante volvía a tener el tamaño de un pequeño Volkswagen.
Otro coche pequeño estaba volcado y había alguien debajo, debatiéndose. Sharps reconoció a Charlene, pero no había modo de llegar hasta ella. La muchacha dejó de moverse súbitamente. El suelo continuó temblando y gruñendo, hasta que se produjo otra violenta sacudida. Otra parte del aparcamiento se separó, inclinándose, y se deslizó lentamente hacia abajo, arrastrando a Charlene y el coche que la había matado. Ahora Sharps ya no oía el rugido. Estaba sordo. Permaneció tendido sobre el suelo en movimiento, esperando que todo terminara.
La torre, el gran edificio central del JPL, había desaparecido. En su lugar había una masa informe de vidrio, trozos de hormigón, metal retorcido y ordenadores destrozados. El centro Von Karman estaba igualmente en ruinas. Una pared había caído, y a través del espacio abierto, Sharps vio el primer módulo lunar no tripulado, la araña metálica que había llegado a la Luna para excavar su superficie. El ingenio espacial estaba desvalido bajo el techo a punto de desmoronarse. Entonces las paredes se derrumbaron también, enterrando al módulo espacial y también el centro de prensa científica.
—¡No se acaba! —gritaba alguien—. ¿Cuándo terminará?
Sharps apenas podía oír las palabras.
Finalmente los temblores empezaron a disminuir. Sharps permaneció tendido. No quería tentar a los hados. Lo que quedaba del aparcamiento estaba inclinado y en precario equilibrio. Ahora Sharps tuvo tiempo de preguntarse quién había estado en la escalera detrás de los cámaras. Ya no importaba, puesto que el equipo de televisión había desaparecido. Quienquiera que se encontrara a quince metros de la escalera se había desintegrado entre la masa de abajo, cubierto por los cascotes de los muros y los restos destrozados de los coches.
El día estaba oscureciéndose de una manera ostensible. Sharps alzó la vista para descubrir la razón. Un telón negro se deslizaba por el cielo. Entre las agitadas nubes negras, los relámpagos brillaban como docenas, centenares de enormes flashes fotográficos.
A su derecha un rayo cayó sobre un árbol y lo partió en dos. El trueno inmediato fue ensordecedor, y el aire olió a ozono. Más rayos se abatieron sobre las colinas cercanas.
—¿Sabes adónde vamos? —preguntó Tim Hamner.
—No —respondió Eileen. Corrían por calles vacías, azotadas por la lluvia—. Por aquí debe haber una carretera que lleve a las colinas. He subido un par de veces.
A la izquierda y detrás de ellos había más casas, intactas en su mayoría. A la derecha se encontraban las elevaciones de Verdugo Hills. Las casas se encaramaban a las laderas, formando pequeñas calles de un par de manzanas de extensión, y en cada una de ellas había letreros que indicaban «terreno cerrado». Excepto por la lluvia y los relámpagos, todo parecía normal en aquella zona. La intensa lluvia sólo permitía ver los objetos más cercanos, y las casas, en su mayor parte antiguas, estucadas, de estilo español, permanecían sin daños apreciables.
—¡Ahí está! —exclamó Eileen.
Giró bruscamente a la derecha y enfiló una carretera alquitranada que serpenteaba por el pie de un alto risco, un espolón de las montañas más lejanas iluminadas por los relámpagos. Era una carretera con muchas curvas, y pronto no vieron más que la colina a la derecha, las sombrías montañas que se alzaban en la distancia y un campo de golf a la izquierda. No se veían automóviles ni personas.
Giraron una y otra vez, hasta que Eileen pisó el freno y el coche patinó y se detuvo, ante un corrimiento de tierras. Más de tres metros de piedras y barro bloqueaban el camino.
—Tendremos que andar —dijo Tina. Miró en dirección a los relámpagos y se estremeció.
—La carretera sigue mucho más —dijo Eileen—. Creo que llega hasta lo alto de las colinas. —Señaló a su izquierda, al campo de golf protegido por una valla metálica—. Abre un espacio en la valla.
—¿Con qué? —preguntó Tim, pero bajó del coche. La lluvia le empapó casi al instante. Permaneció de pie, impotente. Eileen salió por el otro lado, con las llaves del maletero en la mano.
El maletero contenía un gato, varias bengalas de señales y un viejo impermeable manchado de aceite, como si lo hubieran usado para limpiar el motor. Eileen sacó el mango del gato.
—Usa esto. Tim, no tenemos mucho tiempo.
—Lo sé.
Tim cogió la delgada vara metálica y se dirigió a la valla. Se quedó allí inmóvil, con el mango del gato en la mano derecha. La tarea parecía inútil. Oyó que se cerraba la cubierta del maletero y luego la portezuela del coche. A ello siguió el ruido del motor. Tim miró a su alrededor, sorprendido, pero el coche no se movía. No podía ver el rostro de Eileen a través de la intensa lluvia y el vidrio húmedo del parabrisas. ¿Iba a abandonarle allí?
Decidió ponerse manos a la obra. Colocó el mango del gato entre la alambrada y un poste de la valla, tratando de torcer el alambre. No ocurrió nada. Hizo presión, volcando su peso sobre el mango, pero tropezó y cayó contra la valla. Una punta afilada desgarró sus ropas y le hizo un corte. Notó la sal que impregnaba sus ropas en la herida. Dobló los hombros, bajo el dolor y la impotencia, y se levantó.
—¡Tim! ¿Cómo va eso?
El quiso volverse y llamarla, decirle que aquello no tenía sentido, que estaba abatido, se había desgarrado la ropa y… Pero no dijo nada. Se agachó e insertó el mango del gato otra vez, torciéndolo y haciendo palanca contra el cable metálico, hasta que este se soltó del poste. Repitió la operación una y otra vez, hasta dejar expedito todo un trozo de valla. Entonces fue al siguiente poste y empezó de nuevo la tarea.
Eileen apuntó el coche hacia la valla. Tocó el claxon y gritó: «Hazte a un lado». El automóvil se desvió de la carretera y penetró en la valla, arrancando los cables de otro poste, que cayeron sobre la hierba, y pasando sobre ellos. Eileen aceleró el vehículo.
Tim echó a correr. El coche no se había detenido del todo y parecía que no iba a hacerlo. Corrió hasta ponerse a su altura y abrió la portezuela de un tirón, arrojándose sobre el asiento. Eileen condujo el coche por una calle del campo de golf, dejando en ella surcos profundos, y llegó a una extensión de césped. Siguió adelante destrozando la cuidada superficie de hierba.
Tim se echó a reír, con un deje histérico.
—¿Qué pasa? —le preguntó Eileen, sin apartar la vista de la calle cubierta de hierba que se extendía hacia adelante.
—Recuerdo que cierta vez una señora entró en el césped del Country Club de Los Angeles con zapatos de tacón alto —dijo Tim—. ¡El camarero por poco se muere! Creía comprender la caída del cometa y lo que significa, pero no lo he comprendido hasta verte conducir a través del césped.
Ella no dijo nada, y Tim volvió a contemplar malhumorado el terreno. ¿Cuántas horas de trabajo se habrían invertido para producir aquella perfecta superficie de césped? ¿Volvería a molestarse alguien en hacerlo? Tim sintió de nuevo intensos deseos de reír. Si hubiera palos de golf en el coche, podría salir y dar el primer golpe a la pelota…
Eileen recorrió todo el campo de golf, salió de nuevo a la carretera alquitranada y enfiló hacia las colinas. Ahora estaban en plena naturaleza, con altas colinas a cada lado de la carretera. Pasaron junto a un terreno de acampado y vieron muchachos exploradores. Habían levantado una tienda de campaña y parecían discutir con el jefe de tropa. Tim abrió la ventanilla del coche.
—¡Quedaos en terreno alto! —gritó.
—¿Qué ha sucedido abajo? —preguntó el jefe de tropa.
Eileen redujo la velocidad y se detuvo.
—Incendios, inundaciones, atascos de tráfico —dijo Tim—. Aquello estará inhabitable durante algún tiempo. —Hizo una seña al adulto para que se acercaba—. Quédense aquí, al menos durante la noche.
—Pero nuestras familias… —dijo el hombre.
—¿Dónde?
—En Studio City.
—Ahora no pueden ir allí —dijo Tim—. El tráfico es imposible por el valle. Las carreteras están cortadas, las autopistas se han hundido y hay muchos incendios. Lo mejor que pueden hacer por sus familias es quedarse aquí, donde están a salvo.
El hombre asintió. Tenía grandes ojos castaños y un rostro cuadrado, de expresión franca. Llevaba una barbita rojiza en el mentón.
—Ya se lo he dicho a los chicos. Julie-Ann, ¿has oído eso? Tu madre sabe donde estamos. Si las cosas fueran realmente mal allí, avisarían a la policía para que nos buscaran. Lo mejor que podemos hacer es quedarnos aquí. —Bajó la voz y se dirigió a Tim—: Supongo que habrá mucho que reconstruir después de ese terremoto. ¿Hay muchos heridos?
—Sí —dijo Tim, apartando la vista. No podía sostener la mirada del jefe de tropa.
—Entonces, nos quedaremos aquí otro día —dijo el hombre—. Mañana habrán de empezar a poner las cosas en orden. Pero los chicos no están preparados para esta lluvia. Nadie espera que llueva en junio. Quizá deberíamos bajar a Burbank y quedarnos en una casa, o una iglesia. Nos alojarían…
—No lo haga —dijo Tim en tono imperioso—. Todavía no. ¿Lleva esta carretera a lo más alto?
—Sí. —El hombre acercó su rostro al de Tim—. ¿Por qué quieren subir ahí? —Señaló los relámpagos que restallaban en las cumbres—. ¿Por qué?
—Tenemos que ir —dijo Tim—. Ustedes quédense aquí, al menos esta noche. Sigamos, Eileen.
Ella arrancó sin decir nada. Entraron en una curva, dejando al jefe de tropa de pie en la carretera.
—Yo tampoco he podido decírselo —dijo Eileen—. ¿Estarán seguros ahí?
—Creo que sí. Parece que estamos a bastante altura.
—La cumbre está a unos mil metros —dijo Eileen.
—Y ahora debemos encontrarnos a más de seiscientos. Estamos seguros. Tal vez sería mejor esperar aquí, hasta que pase la tormenta eléctrica, si es que para alguna vez. Luego podemos seguir o regresar. ¿Adónde iremos a parar si seguimos?
—A Tujunga. Está a más de seiscientos metros de altura. Si nosotros estamos a salvo, Tujunga también ha de estarlo.
Siguieron adentrándose en las colinas, por la carretera serpenteante. Tim frunció el ceño. Nunca había tenido un buen sentido de la dirección, y no había mapas en el coche.
—Mi observatorio está más arriba del gran cañón de Tujunga… Se puede ir subiendo por aquella carretera. Yo lo he hecho alguna vez. En el observatorio hay comida, equipo de emergencia y suministros.
—¿También te dio a ti la fiebre del Martillo? —bromeó Eileen.
—No. Es un lugar muy apartado. Más de una vez me he quedado bloqueado por la nieve, en ocasiones durante más de una semana. Por eso lo tengo bien aprovisionado. ¿Adónde vamos? ¿Por qué no paras?
—Yo… no lo sé.
Eileen redujo la velocidad y avanzó pausadamente, casi a paso de hombre. La lluvia había disminuido, aunque todavía caía en exceso para una zona de escasas precipitaciones, como Los Angeles, y era un fenómeno insólito en verano, pero al menos ahora no era más que lluvia, no un diluvio. En cambio se había levantado el viento, que aullaba por el cañón y obligaba a los dos viajeros a comunicarse a gritos, pero el viento era un compañero tan constante que ya no lo notaban.
Pasaron otra curva y se encontraron en una alta cornisa que miraba al sur y el oeste. Eileen frenó, a pesar del peligro de desprendimientos desde arriba, y cerró el contacto. El viento aullaba y los relámpagos no cesaban. La lluvia impedía la visibilidad del valle de San Fernando, pero a veces el viento la despejaba y se podían ver formas borrosas a lo lejos. Había brillantes resplandores anaranjados en la superficie del valle, docenas de ellos.
—¿Qué es eso? —preguntó Eileen.
—Casas. Estaciones de servicio. Almacenes de combustible. Coches, hogares, camiones cisternas volcados… todo cuanto puede arder.
—Lluvia y fuego. —Eileen se estremeció a pesar del calor que hacía dentro del coche. El viento aulló de nuevo.
Tim tendió los brazos hacia ella. Eileen retrocedió un instante, luego se aproximó a él y apoyó la cabeza en su pecho. Permanecieron así, escuchando el ulular del viento, contemplando las llamas anaranjadas difuminadas a través de la lluvia.
—Lograremos llegar al observatorio —dijo Tim—. Puede que tengamos que andar, pero no está tan lejos. No habrá más de treinta y cinco o cuarenta kilómetros de distancia. Andando, podemos llegar en un par de días. Entonces estaremos a salvo.
—No —dijo ella—. Nadie estará jamás a salvo, nunca más.
—Claro que sí. —Tim permaneció un instante en silencio—. Yo… Me alegro mucho de que me hayas encontrado. No tengo pasta de héroe, pero…
—Lo estás haciendo muy bien.
Volvieron a quedarse en silencio. El viento siguió silbando, pero gradualmente tuvieron conciencia de otro sonido, bajo, sordo, aumentando de volumen, como un avión a reacción, diez reactores, mil reactores rugiendo para despegar. Procedía del sur, y mientras ellos observaban, algunas de las llamas anaranjadas a lo lejos se apagaron. No vacilaron y se extinguieron, sino que se apagaron de súbito, arrebatadas de la vista en un instante. El ruido creció, acercándose.
—Maremoto —dijo Tim en voz baja—. Al fin ha llegado. Una oleada gigantesca, de docenas, tal vez centenares de metros de altura.
—¿Centenares de metros? —preguntó Eileen en tono nervioso.
—Estaremos a salvo. Las olas no pueden avanzar mucho a través de la tierra. Se requiere mucha energía para ello, muchísima. Escucha. Está subiendo por el viejo lecho del río Los Angeles, no a través de las colinas de Hollywood. Quienes se encuentren allí probablemente estarán seguros. Dios ayude a la gente del valle…
Permanecieron sentados, abrazados, mientras los relámpagos restallaban a su alrededor, por encima de ellos, y oían los truenos y, sobreponiéndose a ellos, el rugido del maremoto, a medida que una tras otra las luces anaranjadas en el valle de San Fernando iban apagándose.
Entre la Baja California y la costa occidental de México hay un estrecho espacio de agua cuyas costas parecen las dos púas de un diapasón. El mar de Cortés es tan cálido como el agua de un baño y tan tranquilo como un lago, un verdadero terreno de juego para nadadores y navegantes deportivos.
Pero ahora los fragmentos del núcleo del Hamner-Brown atraviesan la atmósfera terrestre como diminutas estrellas de un blanco azulado. Uno cae hacia la boca del mar de Cortés hasta que choca con el agua entre las púas.
Se abre un cráter blanco anaranjado y las aguas se alzan. El maremoto avanza hacia el sur, en forma de media luna creciente, pero, confinado entre las costas, la ola avanza hacia el norte, como la avanzada de la onda en el cañón de una escopeta. Parte del agua se derrama al este, en México; parte al oeste, cruzando la Baja California, hasta el Pacífico. La mayor parte del agua abandona el extremo septentrional del mar de Cortés, como una cadena montañosa en movimiento, de crestas blancas.
El Valle Imperial, la segunda de las mayores regiones agrícolas de California, está en la misma situación que si estuviera colocado ante la boca del cañón de una escopeta.
Por el deshecho aparcamiento del JPL los supervivientes se arrastraban unos al encuentro de otros. Eran una docena de hombres y cinco mujeres, todos aturdidos, arrastrándose juntos. Abajo había más gente, entre las ruinas de los edificios. Todos gritaban. Otros supervivientes se acercaron a ellos. Sharps se puso en pie, aturdido. Quería ir abajo y ayudar, pero las piernas no le respondían.
Las nubes cubrían totalmente el cielo. Pasaban raudas, formando extraños dibujos. La escasa luz del día que atravesaba aquella negrura era mucho más débil que el continuo relampagueo en todas direcciones.
Sharps oyó llantos de niños. Luego una voz le llamó por su nombre.
—¡Doctor Sharps! ¡Auxilio!
Era Al Masterson, el portero del edificio de Sharps, que se había reunido con otros dos supervivientes. Los tres estaban junto a una camioneta que había chocado con un gran Lincoln verde. La camioneta estaba inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, con dos ruedas sobre el asfalto y las otras dos en el aire. Los niños que lloraban se encontraban dentro del vehículo.
—Por favor, señor, dese prisa —urgió Masterson.
Aquello rompió el hechizo. Charlie Sharps echó a correr a través del aparcamiento para ayudar. Junto con Masterson y los otros dos hombres, empujaron la camioneta con su pesada carga hasta ponerla de nuevo en posición vertical. Masterson abrió la puerta. Los rostros de los dos niños estaban bañados en lágrimas. La mujer, June Masterson, no lloraba.
—Están bien —les dijo—. De veras, están bien.
La camioneta estaba cargada hasta el techo con alimentos, agua, latas de gasolina atadas a la puerta trasera, ropas, una escopeta y municiones. Parecía mentira que cupiera allí todo aquel material además de los niños y sus mantas.
—Le oí decir que el Martillo podría golpearnos —decía Masterson a todo el que se paraba a oírle—, le oí decir…
Sharps se rió para sus adentros. Masterson, el portero, había oído hablar a los ingenieros y, naturalmente, no había entendido las posibilidades en contra de que ocurriera algo, así que había estado preparado, bien pertrechado para sobrevivir, con su familia esperando en el aparcamiento, por si acaso. Los demás, pensó Sharps, sabían demasiado…
—¿Qué vamos a hacer, doctor Sharps? —preguntó Masterson.
—No lo sé. —Sharps se volvió a Forrester. El rechoncho astrofísico no había podido echar una mano para enderezar la camioneta. Parecía perdido en sus pensamientos, y Sharps desvió la vista de él—. Creo que haremos lo que podamos por los supervivientes… ¡Pero tengo que ir a casa!
—Yo también —dijo uno, al que se adhirió un coro de voces.
—Pero debemos permanecer juntos —dijo Sharps—. No habrá mucha gente en la que podamos confiar…
—Formemos una caravana —dijo Masterson—. Cogemos algunos coches y vamos todos en busca de nuestras familias. ¿Dónde vivís?
Resultó que había demasiada variedad de direcciones. Sharps vivía cerca de allí, en La Cañada, al igual que otros dos. Los hogares de los demás estaban esparcidos, y algunos vivían muy lejos, incluso en Burbank y Canoga Park, en el valle de San Fernando. Los que vivían en el valle parecían despavoridos.
—Yo no me iría —dijo Forrester—. Esperad. Un par de horas…
Los demás asintieron. Todos estaban enterados.
—Seiscientos kilómetros por hora —dijo Hal Crayne, que hasta hacía pocos minutos había sido geólogo.
—Más —replicó Forrester—. El maremoto se producirá unos cincuenta minutos tras la caída del cometa. —Consultó su reloj—. Menos de media hora.
—¡Pero no podemos quedarnos aquí! —gritó Crayne. Todos los demás gritaron con él. No podían oír sus propias voces.
Entonces empezó a llover, pero no era lluvia lo que caía sino barro. A Sharps le sorprendió ver bolitas de barro que salpicaban el asfalto. Bolitas de barro, duras y secas en el exterior, con centros blandos, y que producían un fuerte sonido al chocar con las carrocerías de los automóviles. Una granizada de barro. Los supervivientes se apresuraron a buscar refugio, en el interior de los coches, bajo ellos o entre la chatarra.
—¿Barro? —preguntó Sharps.
—Sí. Debí haber pensado en ello —dijo Forrester—. Barro salado procedente del fondo del mar, arrojado al espacio y…
La extraña granizada cesó y todos salieron de sus refugios. Ahora Sharps se sentía mejor.
—Todos los que vivís demasiado lejos para ir a vuestras casas, id abajo y ayudad a los supervivientes en la zona de edificios. El resto iremos a por nuestras familias, en caravana, y volveremos aquí si podemos. Dan, ¿cuál es nuestro mejor destino final?
Forrester parecía preocupado.
—Hacia el Norte, fuera del terreno bajo. La lluvia… podría durar meses. Todos los viejos valles fluviales pueden llenarse de agua. No hay ningún lugar seguro en la depresión de Los Angeles. Y habrá sacudidas secundarias a causa del terremoto…
—¿Dónde entonces? —preguntó Sharps.
—En última instancia, al desierto Mojave —dijo Forrester, sin apresurarse—. Pero no al principio, porque ahora no hay nada allí. En última instancia…
—¡Sí, pero ahora, Dan, ahora!
—Las laderas de la sierra, encima del valle San Joaquín.
—¿La zona de Porterville? —preguntó Sharps.
—No sé dónde cae eso…
Masterson buscó en la guantera de su camioneta. Ahora llovía intensamente y mantuvo el mapa desplegado dentro del vehículo. Los demás permanecieron en el exterior, mirando a June Masterson y sus hijos. Los niños estaban quietos. Observaban a los adultos con expresión atemorizada.
—Exactamente aquí —dijo Masterson.
Forrester estudió el mapa. Nunca había estado allí, pero era fácil memorizar la localización.
—Sí, yo diría que es un buen sitio.
—El rancho de Jellison —dijo Sharps—. ¡Está ahí! Él me conoce y nos acogerá. Iremos allí. Si tenemos que separarnos, nos reuniremos en ese lugar. —Señaló el punto en el mapa—. ¡Preguntad por la finca del senador Jellison! Ahora, los que no vienen de inmediato con nosotros, que bajen a ayudar a los supervivientes. Al, ¿puedes poner en marcha alguno de estos coches?
—Sí, señor.
Masterson pareció aliviado, lo mismo que los otros. Hacía años que estaban acostumbrados a acatar las órdenes de Sharps, y les parecía bien que él estuviera al mando de nuevo. No le obedecerían como si fueran soldados, pero necesitaban que les dijeran lo que deseaban hacer.
—Dan, tú vendrás en la caravana con nosotros —dijo Sharps—. No serías de mucha utilidad abajo…
—No —dijo Forrester.
—¿Qué? —Sharps estaba seguro de que había entendido mal. El fragor de los truenos era constante y ahora se añadía el sonido del viento que se había levantado.
—No puedo. Necesito insulina —explicó Forrester.
Entonces Sharps recordó que Dan Forrester era diabético.
—Podemos pasar por tu casa…
—¡No! —exclamó Forrester—. Tengo otras cosas qué hacer. No haría más que retrasarte.
—Tienes que venir…
—No te preocupes —dijo Forrester—, estaré bien. —Se volvió y echó a andar bajo la lluvia.
—¡No lo hagas, Dan! —gritó Sharps—. ¡Ni siquiera puedes poner el coche en marcha cuando se agota la batería!
Forrester no se volvió. Sharps miró a su amigo, sabiendo que no lo volvería a ver. Los otros se apiñaron a su alrededor. Todos querían consejo, órdenes, decisión, y esperaban que Charles Sharps se los proporcionara.
—¡Te veremos en el rancho! —gritó Sharps.
Forrester se volvió ligeramente y saludó con la mano.
—Vámonos —dijo Sharps—. La camioneta en el medio.
—Miró al pequeño grupo bajo sus órdenes—. Preston, tú irás conmigo en el coche en cabeza. Coge esa escopeta y tenía cargada.
Todos subieron a sus coches y se pusieron en marcha a través del destrozado aparcamiento, moviéndose cuidadosamente para evitar las enormes grietas y los hoyos.
El coche de Forrester estaba intacto. Lo había aparcado en la zona más alta, muy alejado de los demás coches, los árboles y el borde del risco, lateral a la inclinación de la colina. Sharps pudo distinguir las luces del vehículo de Forrester que seguía a la caravana calle abajo. Confió en que Dan hubiera cambiado de idea y les siguiera, pero cuando llegaron a la autopista, vio que Dan Forrester había girado en dirección a Tujunga.
La carretera se estrechaba hasta convertirse en un camino estrecho e inclinado, a cuya derecha había un precipicio de quince metros o más. Eileen se esforzó por dominar el coche, hasta que se detuvo.
—Caminaremos a partir de aquí —dijo, pero no hizo ademán alguno para bajar del coche. La intensidad de la lluvia había disminuido, pero ahora era más fría, y el relampagueo en todas direcciones era constante. Había en el aire un fuerte y acre olor a ozono.
—Vámonos pues —dijo Tim.
—¿A qué tanta prisa?
—No lo sé, pero vámonos.
Tim no podría haberle explicado su urgencia. Ni siquiera estaba seguro de comprenderla él mismo. Para Hamner, la vida era civilizada y relativamente simple. Uno se mantenía alejado de las zonas de la ciudad donde el dinero y la posición social no eran importantes, y dondequiera que fuese contrataba personas para que hicieran las cosas o compraba herramientas para hacerlas. Mentalmente sabía que todo eso había llegado a su fin. Emocionalmente… aquello no podía ser el fin del mundo. El mundo seguía allí, y Tim quería ayuda. Quería una policía educada, unos tenderos vivaces y corteses, funcionarios eficientes… En una palabra, la civilización.
Una inmensa muralla de agua avanza hacia el Este a través del Atlántico Sur. Su borde de la izquierda pasa por el cabo de Buena Esperanza, anegando tierras que pertenecieron sucesivamente a los hotentotes, holandeses, británicos y sudafricanos blancos, hasta llegar al pie del monte Mesa e inundar el ancho valle contiguo.
El borde derecho de la ola choca con la Antártida, quebrando glaciares de quince kilómetros de largo por ocho de ancho. La inmensa ola irrumpe entre África y la Antártida. Cuando llega al espacio más amplio del Océano Indico, la ola ha perdido la mitad de su fuerza. Ahora sólo mide ciento veinte metros de altura, y avanza hacia la India, Australia y las islas de Indonesia a ochenta kilómetros por hora.
La ola barre las tierras bajas de la India meridional y luego, encauzada por la estrecha bahía de Bengala, recobra gran parte de su fuerza y altura y rompe en las marismas de Bangladesh. Después sigue hacia el Norte, atravesando Calcuta y Dacca. Finalmente las aguas se detienen al pie del Himalaya, donde se reúne con las inundaciones del valle del Ganges. Cuando las aguas se retiran, el sagrado Ganges rebosa de cadáveres.
Caminaron penosamente a través del barro, cuesta arriba. El camino conducía a un collado en lo alto de la colina, no lejos de las cumbres, pero la distancia era considerable en aquellas condiciones. Los relámpagos se sucedían sin tregua.
Grandes masas de barro se adherían a sus zapatos, que pronto pesaban tres o cuatro veces más de su peso normal. Caían en el barro y se levantaban, ayudándose como podían y así llegaron poco a poco a lo alto de la colina y bajaron por el otro lado. Paso a paso, sin detenerse, se acercaron a la ciudad que Tim imaginaba indemne, con moteles, agua caliente, luz eléctrica y un bar donde servirían Chivas Regal y Michelob…
Llegaron a un tramo asfaltado y la marcha fue más fácil.
—¿Qué hora es? —preguntó Eileen.
Tim presionó el botón de su reloj digital.
—Las doce en punto.
—Y está tan oscuro… —Eileen resbaló con unas hojas mojadas y cayó sobre el asfalto. No se levantó.
—Eileen… —Tim se inclinó para ayudarla.
La muchacha estaba sentada en el pavimento y no parecía herida, pero no intentaba incorporarse. Lloraba silenciosamente.
—Tienes que levantarte.
—¿Por qué?
—Porque no puedo cargar contigo e ir muy lejos.
Ella casi se rió, pero en seguida se cubrió el rostro con las manos y permaneció acurrucada bajo la lluvia.
—Vamos —le dijo Tim—. Las cosas no están tan mal. Es posible que aquí no ocurra nada. Habrá salido la Guardia Nacional, la Cruz Roja. Habrá tiendas de emergencia.
Tim tuvo la impresión de que aquellas cosas se evaporaban a medida que las evocaba, como si pertenecieran al mundo de los sueños, pero siguió hablando, desesperadamente.
—Y compraremos un coche. Hay centros de venta más adelante. Compraremos un cacharro y nos llevará hasta el observatorio. Y llevaremos una cesta de pollo frito para el camino. ¿Te parece bien?
Ella meneó la cabeza y se rió, pero sin levantarse. Tim se agachó y le tocó los hombros. Eileen no se resistió, pero tampoco hizo el menor esfuerzo para incorporarse. Tim la levantó en brazos y empezó a caminar penosamente por la carretera.
—Esto es absurdo —dijo Eileen.
—Apuesto a que sí.
—Puedo caminar.
—Muy bien. —Tim la soltó y ella permaneció en pie, pero se aferró a él y apoyó la cabeza en su hombro.
Finalmente se separó de Tim.
—Me alegro de haberte encontrado. Anda, vamos.
—Numeraos —ordenó Gordie.
—Uno —respondió Andy Randall.
Los demás pronunciaron su número sucesivamente: «Dos». «Tres». «Cuatro». «Cinco».
Bert Vanee llegó un poco tarde y miró nerviosamente a su padre mientras decía: «Seis». Pero Gordie no pareció percatarse.
—Y yo —dijo Gordie—. Muy bien, Andy, encabeza la marcha. Yo iré detrás de Charlie.
Empezaron a bajar por el sendero. El precipicio estaba a menos de dos kilómetros. No tardarían más de veinte minutos en llegar. Rodearon una curva y tuvieron una vista magnífica que se extendía hacia el este, por encima de las copas de los pinos. El aire matinal era límpido y la luz tenía una tonalidad… curiosa.
Gordie consultó su reloj. Llevaban diez minutos andando. Se sentía tentado a prescindir de su parada obligatoria para atarse los cordones de las botas. El esfuerzo para parecer natural le costaba más de lo que le había costado tomar su decisión.
Hubo un intenso resplandor hacia el este, brillante pero breve. Demasiado brillante para ser un relámpago, y, además, el cielo estaba despejado. Su impresión en los ojos no desaparecía ni siquiera parpadeando.
—¿Qué ha sido eso, papá? —preguntó Bert.
—No lo sé. Tal vez un meteoro. Vamos a detenernos para que os atéis bien las botas.
Los chicos se desprendieron de las mochilas y buscaron piedras para sentarse. La brillante impresión visual se desvanecía lentamente. Gordie no podía mirar directamente los cordones de sus botas. Entonces notó que el viento había cesado. El bosque estaba totalmente inmóvil.
Un vivo resplandor, una inmovilidad súbita. Era como si…
La onda expansiva pasó con estruendo por el lugar en que se hallaban. En alguna parte cayó un árbol muerto, agitándose en la agonía final entre sus hermanos. El fragor prosiguió largo tiempo, y se levantó el viento.
¿Habría estallado una bomba atómica en la zona de pruebas de Frenchman Fiat? No podía ser. Jamás hacían pruebas que tuvieran tales efectos. ¿Qué era entonces?
Los muchachos charlaban. Entonces el suelo se movió con estruendo, se onduló. Cayeron más árboles.
Gordie cayó sobre su mochila. Los muchachos habían salido despedidos de las piedras en las que se habían sentado. Uno de ellos, Herbie Robinett parecía herido. Gordie se acercó a él arrastrándose. El muchacho no sangraba y no tenía nada roto. Sólo estaba conmocionado.
—¡No te levantes! —le gritó Gordie—. ¡Y cuidado con las ramas y troncos de los árboles que caen!
La intensidad del viento aumentaba, pero estaba cambiando de dirección moviéndose hacia el sur, y ya no soplaba del este, donde habían visto el vivo resplandor. La tierra tembló de nuevo.
En la lejanía, mucho más allá del horizonte y alzándose hacia la estratosfera, se veía una extraña nube en forma de hongo, cuyas horribles volutas subían más y más. Aquel era el lugar preciso donde se había producido el resplandor.
Uno de los muchachos tenía una radio y se la acercó al oído.
—No se oyen más que interferencias, señor Vanee. Creo haber oído algo más, pero no lo he entendido.
—No es de extrañar —dijo Gordie—. En las montañas, casi nunca podemos oír nada en pleno día.
Pero aquel viento le inquietaba. ¿Y qué era aquella cosa? ¿Un fragmento del cometa? Gordie se rió amargamente. Tanto alboroto acerca del fin del mundo y no era nada. Un vivo resplandor en el valle de la Muerte… o quizá no se tratara del cometa. La zona de experimentación atómica estaba en aquella dirección, a unos quinientos kilómetros…
El suelo había dejado de temblar.
—Vámonos —ordenó Gordie—. En pie.
Mientras recogía su mochila se preguntó que haría ahora. Si cumplía su designio, ¿podrían arreglárselas los muchachos sin él? ¿Qué sucedía allá abajo? Nada. No debía ser más que un meteoro, tal vez de gran tamaño, quizá tan grande como el que cayó en Arizona, el que abrió un cráter con más de medio kilómetro de diámetro. Era algo impresionante, y los chicos hablarían de aquel suceso durante años. Pero aquello no resolvía su problema. Los auditores del banco estarían allí el viernes próximo y…
—Mirad que nubes más curiosas —dijo Andy Randall en tono preocupado.
—Ah, sí —dijo Gordie distraídamente. Entonces reparó en lo que Andy señalaba.
Era al sudoeste, casi en el sur, como si hubieran vertido desde el cielo un gran charco de tinta negra. Inmensas nubes negras, cada vez más altas, lo cubrían todo…
Y el viento ululaba entre los árboles. Más y más nubes que parecían formarse de la nada corrían hacia ellos a una velocidad tremenda, más rápidas que aviones a reacción…
Gordie miró frenéticamente a su alrededor. No había ningún lugar donde resguardarse.
—¡Coged los ponchos! —gritó.
Los muchachos sacaron sus capotes de monte. Mientras Gordie se ponía el suyo, la lluvia cayó como un torrente de agua cálida. Gordie notó el sabor salado del agua. ¡Agua salada!
—¡Ha sido el cometa! —musitó.
Y aquello era el fin de la civilización. Los documentos que probaban su delito en el banco habrían desaparecido. Ya no importaban. ¿Y Marie? Las nubes se acumulaban sobre Los Angeles, y no había un vehículo en muchos kilómetros a la redonda. No podía hacer nada por ella, no tenía ninguna posibilidad de ayudarla. En aquel preciso momento, el problema de Gordie eran los muchachos.
—Volvemos a Soda Springs —les dijo. Era el mejor lugar, hasta que supieran lo que iba a suceder. Estaba a cubierto y en terreno llano.
—¡Quiero ir a casa! —gritó Herbie Robinett.
—Haz que se muevan, Andy —ordenó Gordie. Les hizo señas con la mano para que avanzaran, dispuesto a empujarlos si era necesario, pero los chicos se pusieron en marcha. Cuando pasó Bert, Gordie creyó ver lágrimas en sus ojos, lágrimas que se confundían con la sucia agua de lluvia que caía intensamente.
Dentro de poco los senderos estarían inundados, desaparecerían. Y aquella lluvia cálida derretiría la nieve de las cumbres. El río Kern se desbordaría y todas las carreteras quedarían inutilizadas.
De repente, Gordie Vanee echó la cabeza atrás y lanzó un grito de triunfo. Iba a vivir.