LA CAÍDA DEL MARTILLO: DOS

¡Oh, pecador! ¿Adónde huirás?

¿Adónde irás cuando llegue ese día?

La tienda de electrodomésticos estaba cerrada, y un letrero en la puerta indicaba que no abriría hasta dentro de una hora. Tim Hamner buscó un bar, una barbería, cualquier lugar donde pudiera haber un televisor, pero no vio nada.

Por un instante pensó en tomar un taxi, pero era inútil. Los taxis de Los Angeles no circulaban con el «libre» puesto, sino que era preciso llamarlos por teléfono. Y podrían pasar horas antes de que acudiera uno. No, Tim no podría ir al JPL, ¡y el núcleo del Hamner-Brown debía estar pasando en aquel momento! Los astronautas lo verían todo y enviarían sus películas a la Tierra, pero Tim Hamner no vería nada.

La policía se había llevado algunos de los Guardianes del Cometa, pero aquello no había ejercido ningún efecto sobre el atasco de tráfico. Había demasiados coches abandonados.

Mientras se preguntaba qué podría hacer, vio una luz parecida al de un flash fotográfico. Tim parpadeó. ¿Qué había visto exactamente? Hacia el sur no había más que las colinas verdes y marrones de Griffith Park y dos jinetes que cabalgaban por la pista.

Tim frunció el ceño y se dirigió, caviloso, hacia su automóvil. Este tenía teléfono y Tim podría llamar a un taxi. Dos guardianes con túnicas blancas se le acercaron. Tim les esquivó, y ellos detuvieron a otro transeúnte.

—¡Reza, oh pueblo! Ha llegado la hora pero todavía no es demasiado tarde…

El ruido de los cláxones y los gritos de cólera habían alcanzado un crescendo cuando Tim llegó a su coche.

Entonces la tierra se movió. El primer movimiento fue repentino e intenso; los que siguieron fueron más suaves. Los edificios temblaron. En algún lugar cercano se rompió el vidrio de un escaparate. Se oyeron más ruidos de vidrios que se rompían. Tim podía oírlos porque los cláxones de los coches habían enmudecido de repente. Era como si todo el mundo se hubiera quedado congelado en su sitio. Algunas personas salieron del supermercado. Otras permanecían de pie en los umbrales, dispuestas a salir si los temblores continuaban.

Sonaron de nuevo los cláxones. La gente se lamentaba y gritaba. Tim abrió la portezuela del coche y cogió el radioteléfono.

La tierra tembló de nuevo. Se oyeron más ruidos de cristales, el grito de alguien. Luego, una vez más, se hizo el silencio. Una bandada de cuervos salió del jardincillo junto a los estudios Disney. Las aves chillaron a la gente, pero nadie les prestó atención. Pasaron unos segundos, y los cláxones empezaban a sonar de nuevo cuando Tim fue arrojado violentamente al suelo de asfalto del aparcamiento.

Esta vez los temblores no cesaron. El suelo se agitó y onduló una y otra vez, y cada vez que Tim trataba de levantarse era derribado de nuevo. Parecía como si el terremoto no fuera a cesar jamás.

Eileen había sido derribada al suelo con la silla en la que se sentaba, y un montón de catálogos había caído sobre ella. Le dolía la cabeza y tenía la falda levantada hasta las caderas.

Apartó la silla, lenta y cuidadosamente, porque el suelo estaba lleno de cristales rotos, y se bajó la falda. Tenía las medias destrozadas y una mancha de sangre en la pantorrilla.

Se miró la pierna, temerosa de tocar la herida, hasta que se aseguró de que no brotaba más sangre.

La oficina era un caos. Catálogos, el vidrio de la mesita de café hecha añicos, los estantes caídos y los restos del gran vidrio del escaparate. Movió vigorosamente la cabeza. Se le ocurrían pensamientos absurdos. ¿Cómo podía tener tanto vidrio el escaparate? Luego, a medida que sus ideas se aclaraban, se dio cuenta de que todos aquellos estantes con sus libros no la habían alcanzado al caer. Se apoyó en la mesa de la recepcionista, con una sensación de vértigo.

Entonces vio a Joe Corrigan.

El vidrio del escaparate había caído hacia el interior, y Corrigan se había sentado junto a él. Estaba rodeado de fragmentos de vidrio. Eileen se acercó tambaleándose y se arrodilló. Un fragmento de vidrio le hizo un corte en la rodilla. Un pedazo de vidrio, afilado como una punta de lanza, había atravesado la mejilla de Corrigan, hundiéndose profundamente en su garganta. La sangre se había acumulado bajo la herida, pero ya no manaba más. Tenía los ojos y la boca completamente abiertos.

Eileen extrajo la astilla hundida en la garganta de Corrigan y cubrió la herida con la mano. Le sorprendió que ya no sangrara, y se preguntó qué podría hacer. En la calle estaban los policías, y alguno de ellos sabría qué medidas había que adoptar. Aspiró hondo y se dispuso a gritar. Entonces escuchó.

Se oían los gritos y lamentos de muchas personas. Los ruidos del exterior eran caóticos. Parecía como si los edificios todavía se estuvieran derrumbando. En medio del griterío destacaban los cláxones de algunos automóviles, que sonaban entrecortados, como los estertores de una agonía mecánica. Nadie oiría la llamada de socorro de Eileen.

Miró de nuevo a Corrigan. Le buscó el pulso inútilmente. Probó en el otro lado del cuello. Tampoco allí tenía pulso. Cogió un poco de pelusa de la alfombra y la acercó a las narices del hombre. La pelusa permaneció inmóvil. Eileen pensó que aquello era absurdo. ¡La herida del cuello no podía haberle matado de un modo tan fulminante! Pero lo cierto era que estaba muerto. Se preguntó si le habría dado un ataque al corazón.

Eileen se levantó lentamente. Unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Eran saladas y sabían a polvo. Con gestos automáticos se pasó la mano por el cabello y se limpió la falda antes de salir a la calle. Sintió deseos repentinos de echarse a reír, pero se contuvo. Si empezaba a hacerlo, no podría detenerse.

Llegaban más ruidos del exterior. Eran unos ruidos temibles, pero tenía que salir. Afuera estaba la policía, y entre ellos Eric Larsen. Empezó a llamarle, pero entonces vio lo que sucedía y permaneció quieta junto al umbral de la puerta destrozada.

El patrullero Eric Larsen era de Kansas. Para él, un terremoto era algo totalmente desorientador y aterrador. Sentía impulsos de correr en círculos, agitando los brazos y graznando. Ni siquiera podía ponerse de pie. Cada vez que lo intentaba, caía al suelo, y al final decidió quedarse donde estaba. Apoyó la cabeza en los brazos y cerró los ojos. Trató de pensar en el guión de televisión que escribiría cuando todo aquello hubiera terminado, pero no pudo concentrarse.

Se oyeron ruidos. La tierra gruñó como un toro encolerizado. Larsen reparó en que aquella era una imagen poética. Debía haberla oído en alguna parte. El suelo se movió, derribando coches y edificios, y por todas partes la gente gritaba. Unos lo hacían con miedo, otros con rabia y otros se limitaban a gritar.

Finalmente el suelo dejó de moverse. Eric Larsen abrió los ojos.

El mundo estaba patas arriba. Los edificios estaban derruidos o inclinados, los coches convertidos en chatarra, la calzada de la calle abombada y cuarteada. El suelo del aparcamiento era un rompecabezas de asfalto con las piezas colocadas en ángulos imposibles. Al otro lado de la calle, el Supermercado se había derrumbado, y algunas personas salían andando penosamente entre los escombros. Eric siguió esperando, dispuesto a imitar lo que hicieran los naturales de la región. En Kansas había tornados, en California terremotos. Los naturales sabrían qué hacer.

Pero no parecían saberlo. Los pocos que quedaban permanecían de pie, parpadeando bajo el intenso sol de un impoluto día veraniego, o estaban tendidos en el suelo, formando montones sanguinolentos, o gritaban y corrían en círculos.

Eric buscó a su compañero. Por debajo de unas grandes tuberías que habían caído de un camión sobresalían los pantalones azules de un uniforme y unos zapatos negros. En el lugar donde correspondía la cabeza había una pesada caja, que sin duda había aplastado al policía. Estremecido, Eric se puso en pie. Era incapaz de acercarse a aquella caja, todavía no. Echó a andar hacia el supermercado, preguntándose cuándo llegarían las ambulancias. Debía encontrar a un superior para preguntarle qué debía hacer.

Vio a tres hombres fornidos vestidos con camisas de franela junto a una camioneta ranchera. Uno de ellos dio la vuelta al vehículo, inspeccionando las piezas. La camioneta estaba muy cargada. La barandilla de hierro forjado de un porche se había desplomado sobre la parte trasera. Los hombres maldecían en voz alta. Uno de ellos buscó en el interior del vehículo. Sacó unas escopetas y las entregó a sus amigos.

—No podremos salir de aquí por culpa de esos hijos de puta —dijo el hombre en tono pausado, extrañamente tranquilo. Eric apenas podía oírle.

Los otros asintieron y empezaron a introducir cartuchos en las armas. No se volvieron para mirar a Eric Larsen. Una vez cargadas las escopetas, los tres hombres se las llevaron al hombro y apuntaron hacia una docena de Guardianes. Los predicadores de túnica blanca gritaron y tiraron de sus cadenas. Las escopetas dispararon al unísono.

Eric se llevó la mano a la pistola, pero la apartó en seguida. Estaba asombrado. Se dirigió a los hombres, sintiendo las rodillas inseguras. Los tres estaban cargando de nuevo las armas.

—No hagan eso —les dijo Eric.

Los tres hombres se sobresaltaron y se volvieron hacia el policía. Fruncieron el ceño, mirándole fijamente con expresiones inciertas. Eric les devolvió la mirada. Ya había visto la pegatina en el parachoques de la camioneta. Decía: «Apoya a tu policía local».

El más viejo de los tres hombres soltó un bufido.

—¡Se acabó! Lo que ha visto es el fin de la civilización. ¿No lo entiende?

Eric comprendió de repente. No habría ambulancias que transportaran a los heridos hasta los hospitales. Sobrecogido, Eric dirigió la vista hacia la Alameda, al lugar donde se encontraba el hospital de San José. No vio más que calles resquebrajadas y casas caídas. Eric no podía recordar si el hospital de San José era visible desde el lugar en que se encontraba.

El que parecía portavoz de los tres hombres seguía gritando.

—¡Esos hijos de puta nos han impedido ir a las colinas! ¿Para qué sirven?

Miró su escopeta, con el cargador vaciado. Tenía dos cartuchos en la otra mano y parecía dispuesto a introducirlos en la recámara.

—No lo sé —dijo Eric—. ¿Va a ser usted el primer hombre que empiece a disparar contra la policía? —Miró la pegatina del parachoques. El otro siguió su mirada y luego se quedó cabizbajo—. ¿Va a ser usted el primero? —repitió Eric.

—No.

—Bien. Ahora deme la escopeta.

—La necesito…

—Yo también —dijo Eric—. Sus amigos tienen más armas.

—¿Debo considerarme arrestado?

—¿Adónde le llevaría? Necesito su escopeta. Eso es todo.

El hombre asintió.

—De acuerdo.

—Las municiones también —añadió Eric en tono apremiante.

—Como usted diga.

—Ahora, váyanse de aquí. —Eric tomó la escopeta y las balas, pero no la cargó. Los pocos Guardianes que sobrevivían contemplaban la escena horrorizados y en silencio—. Gracias —dijo Eric, y se marchó sin preocuparse más de lo que hacían los tres hombres.

Era consciente de que había sido testigo de unos asesinatos sin mover un dedo para impedirlo, pero su mente estaba concentrada en otra cosa. Con paso vivo, se alejó del atasco de tráfico. Parecía como si su mente ya no estuviera conectada a su cuerpo y este supiera adónde se dirigía.

Hacia el sudoeste el cielo era extraño. Las nubes se formaban y desaparecían como en una película acelerada. Aquello era familiar para Eric Larsen, tan familiar como la sensación del aire en sus senos nasales. Cualquier habitante de Topeka tendría las mismas sensaciones: era el clima propio del tornado. Cuando el aire se nota así y el cielo tiene ese aspecto, uno se dirige al sótano más próximo, llevándose un receptor de radio y un cántaro de agua.

Eric pensó que habría más de un kilómetro y medio hasta la cárcel de Burbank. Observó el cielo y se dijo que podría hacerlo.

Anduvo rápidamente en dirección a la cárcel. Eric Larsen era todavía un hombre civilizado.

Eileen contempló la escena horrorizada. No había escuchado la conversación, pero lo sucedido era bastante explícito. La policía… ya no había policía.

Dos de los Guardianes habían caído muertos, cinco más se retorcían en agonía, mortalmente heridos, y el resto luchaban por librarse de las cadenas. Uno de los guardianes tenía un par de cortametales. Eileen los reconoció. Joe Corrigan se los había dado al policía, no sabía si minutos o siglos antes.

Lo que ocurría en el exterior no podía abarcarse de una sola mirada. Había cuerpos amontonados en el suelo. Algunas personas trataban de salir arrastrándose de tiendas en ruinas. Un hombre había subido a la cabina de un camión destrozado. Sentado en el techo, con los pies oscilando sobre el parabrisas, bebía sin parar el contenido de una botella de whisky. De vez en cuando, alzaba la vista y se echaba a reír.

Todo el que llevara una túnica blanca peligraba. Los Guardianes encadenados vivían una pesadilla. Estaban rodeados por centenares de conductores fuera de sí, lo mismo que los pasajeros que les acompañaban, muchos de los cuales habían tratado de huir de la ciudad no porque esperasen la caída del cometa, sino sólo por si acaso… Y los Guardianes les habían detenido. La mayor parte de los transeúntes seguían tendidos boca arriba, o bien sin rumbo de un lado a otro, pero eran muchos los hombres y mujeres que se dirigían hacia los Guardianes encadenados, con sus túnicas blancas, y cada uno llevaba algo pesado: desmontadores de neumáticos, cadenas antideslizantes, gatos de coche, bates de béisbol…

Eileen permanecía de pie en el umbral. Miró hacia atrás, al cuerpo de Corrigan. Dos líneas verticales se hicieron más profundas entre sus ojos mientras observaba la retirada del patrullero Larsen. En la calle se estaban iniciando un tumulto, y el único policía presente se alejaba a toda prisa, tras contemplar impasible la matanza. Eileen ya no comprendía al mundo.

El mundo. ¿Qué le había sucedido al mundo? Eileen dio media vuelta y con paso rápido se dirigió a su despacho, pisando los fragmentos de vidrio que cubrían el suelo. Por suerte se había puesto zapatos con tacón bajo. Los vidrios crujían bajo sus pies. Avanzó tan rápidamente como pudo, sin mirar los géneros machacados, los estantes rotos y las paredes combadas.

Un trozo de tubería se había desprendido del techo y caído sobre su mesa de trabajo, rompiendo la cubierta de vidrio. Eileen nunca había levantado un objeto tan pesado, y gimió con el esfuerzo, pero pudo apartar la tubería. Sacó su bolso de debajo y hurgó dentro en busca de su pequeño transistor. El aparato parecía indemne, pero no emitía más que el ruido de las interferencias. Eileen creyó oír algunas palabras, alguien que gritaba: «¡Ha caído el cometa!». Una y otra vez. Pero tal vez aquellas palabras no procedían de la radio, sino que estaban en su cabeza. No importaba. No había una información útil. O tal vez aquel mismo hecho lo fuera. Lo ocurrido no era un desastre local. La falla de San Andrés había cedido, sí, pero había muchas emisoras de radio al sur de California, y no todas se encontraban cerca de la falla. Una, o más, de ellas deberían seguir emitiendo, y Eileen no creía que un terremoto pudiera causar tantas interferencias en las emisiones de radio.

Por la parte trasera de la oficina pasó al almacén. Allí encontró otro cuerpo, el de uno de los empleados. Lo reconoció por las ropas, pues el rostro había desaparecido bajo los cascotes. La puerta que daba al callejón estaba atascada. Tiró de ella y logró moverla un poco. Hizo palanca con su rodilla herida, apoyándola en la pared y tirando de la puerta con todas sus fuerzas. La puerta se abrió lo suficiente para permitirle pasar de lado. Eileen salió afuera y miró el cielo.

Avanzaban unas grandes nubes negras y empezaba a llover. Era una lluvia salada. En lo alto brillaban los relámpagos.

La salida del callejón estaba bloqueada con cascotes. Era imposible salir de allí con un coche. Eileen se detuvo y sacó un espejito de su bolso. Encontró un pañuelo de papel y se enjugó la humedad negruzca de las lágrimas y la sangre. No es que importara un ardite su aspecto, pero así se sentía mejor.

Llovió más intensamente. Oscuridad, relámpagos y una lluvia salada. ¿Qué significaba aquello? ¿Se habría producido un gran choque en el océano? Tim había tratado de decírselo, pero ella no le había escuchado; tenía tan poco que ver con la vida real… Pensó en Tim mientras recorría apresuradamente el callejón, de regreso a la Alameda. Era el único camino practicable, y cuando llegó a la calle no pudo dar crédito a sus ojos. Tim estaba allí, en medio de un tumulto.

La fuerza del terremoto derribó a Tim Hamner y le hizo rodar bajo su coche. Permaneció allí, aguardando la siguiente sacudida, hasta que notó el olor a gasolina. Entonces salió rápidamente, arrastrándose por el pavimento deformado, y se apoyó en el suelo con manos y rodillas.

Oyó gritos de terror y agonía, y nuevos ruidos: bloques de hormigón que chocaban con el suelo y aplastaban las carrocerías de los automóviles, y el interminable tintineo de los vidrios que se hacían añicos. Tim seguía sin poder creer lo que estaba sucediendo. Se incorporó, temblando.

En las calzadas y las aceras cuarteadas yacían cuerpos vestidos con túnicas blancas, uniformes azules y ropas de calle. Algunos se movían. Otros estaban completamente inmóviles. La muerte de algunos, retorcidos o aplastados, era evidente. Los coches estaban volcados, empotrados unos en otros, o habían sido aplastados por el desplome de edificios. Ningún edificio había quedado intacto. El olor de la gasolina era muy intenso. Tim buscó un cigarrillo, apartó violentamente la mano y luego se guardó el encendedor en el bolsillo del pantalón, donde no lo encontraría antes de pensar.

Un edificio de tres plantas había perdido la pared oriental; vidrio y ladrillo se habían desintegrado, y sus fragmentos se habían desparramado por el solar del aparcamiento y la calle lateral, casi hasta el lugar en que se encontraba Tim Hamner. Un cascote, con parte de la luna de un escaparate, había caído en la sección trasera de su coche, haciendo que se derramara la gasolina.

Oyó gritos en algún lugar próximo. Intentó ignorarlos. No sabía qué hacer. Entonces el tumulto llegó a la vuelta de la esquina.

Primero aparecieron tres hombres con túnicas blancas. Ellos no gritaban, sino que jadeaban, y sin duda no les quedaban fuerzas para nada más. Los gritos procedían de la gente que les seguía. Por fin, uno de los perseguidos gritó.

—¡Ayuda, por favor! —exclamó, corriendo hacia Tim Hamner.

Las miradas de los perseguidores se concentraron en Tim. «Creerán que estoy con ellos», pensó. Y a ello se añadió un pensamiento más inquietante: «Podrían reconocerme, como el hombre que inventó el Martillo…».

Disponía de poco tiempo para actuar. Abrió el portaequipajes y sacó el magnetófono. El joven de la túnica que corría hacia él tenía una barbita rubia, y en su rostro delgado se dibujaba una expresión de terror. Tim alargó el micrófono para el Guardián y dijo a voces:

—Un momento, señor. Por favor, dígame cómo…

Insultado y perseguido, el hombre apartó el micrófono de un manotazo y siguió corriendo. Los otros dos fugitivos, seguidos por la mayor parte de la muchedumbre enfurecida, habían continuado calle abajo, hasta quedar bloqueados, lo que era una lástima. Algunos tipos fornidos pasaron corriendo al lado de Tim y dieron alcance al joven de la túnica junto al edificio en ruinas. Uno de ellos se detuvo, jadeando, y miró a Tim.

Hamner alzó de nuevo el micrófono.

—Oiga, señor. ¿Sabe usted cómo se ha iniciado todo esto?

—Claro que sí… amigo. Esos hijos de perra… Esos Guardianes nos detuvieron cuando… cuando nos dirigíamos a Big Bear. Iban a… parar el cometa rezando. No salió bien y… nos quedamos aquí atrapados… Ya hemos matado casi… la mitad de esos hijos de puta.

La estratagema tenía éxito. Por alguna razón, a nadie se le ocurre nunca matar a un reportero. Tal vez se deba al temor de que el mundo entero sea testigo. Otros revoltosos se habían detenido y formaban un grupo alrededor de Tim y su interlocutor, pero no parecían dispuestos a matarle, sino que esperaban una oportunidad para hablar.

—¿A qué emisora pertenece? —le preguntó alguien.

—A la NBS —respondió Tim. Buscó en sus bolsillos y sacó el carnet de prensa que le había dado Harvey Randall. Lo mostró un momento, tapando el nombre con el dedo pulgar.

—¿Puede enviar un mensaje? —preguntó el hombre—. Diga que envíen…

Tim meneó la cabeza.

—Esto es sólo un magnetofón. No puedo emitir nada. Confío en que el resto del equipo llegue pronto. —Se volvió hacia el hombre al que se había dirigido en primer lugar—. ¿Cómo piensa marcharse ahora?

—No lo sé. Supongo que andando. —Parecía haber perdido el interés por los Guardianes que huían.

—Gracias, señor. ¿Le importaría firmar aquí?

Tim sacó unos impresos. Eran unos formularios de la NBS por medio de los cuales la persona entrevistada daba su permiso para aparecer en pantalla. El hombre retrocedió como si hubiera visto escorpiones. Por un momento pareció pensativo.

—Olvídelo, amigo.

Dio media vuelta y se alejó. Los demás le siguieron y pronto la multitud desapareció, dejando a Tim solo junto a la chatarra en que se había convertido su coche.

Hamner se prendió el carnet de prensa en el bolsillo de la camisa, colocándolo de tal forma que fuera visible la palabra «prensa» pero no su nombre. Luego se colgó el magnetófono al hombro, portando en las manos el micrófono y los formularios de la emisora. Era engorroso andar cargado de aquella manera, pero valía la pena.

El horror se había enseñoreado de la Alameda. Una mujer muy bien vestida pisoteaba el cuerpo de un Guardián envuelto en su túnica blanca. Tim apartó la vista. Cuando miró de nuevo vio a más gente que iba de un lado a otro, con herramientas ensangrentadas en las manos. Un hombre se dirigió hacia él y le apuntó al ombligo con una pistola enorme. Tim le alargó el micrófono.

—Disculpe, señor. ¿Cómo se ha encontrado metido en este lío?

El hombre lloró mientras contaba su historia.

Tim notó que alguien le tocaba el brazo. Vaciló. No quería apartar la mirada del hombre que todavía hablaba, con el rostro colérico bañado en lágrimas y sin apartar el arma del ombligo de Tim. Miraba fijamente a los ojos de Hamner. Viera lo que viese en ellos, todavía no había disparado…

¿Quién diablos tiraba de su brazo, tratando de quitarle los impresos?

¡Eileen! Eileen Hancock. Tim permaneció inmóvil, mientras Eileen se ponía a su lado. Tim dejó que tomara los impresos.

—Bien, jefe, ya estoy aquí —dijo la muchacha—. Había un poco de jaleo allá abajo…

Tim estuvo a punto de desmayarse. Eileen no iba a descubrirle. Gracias a Dios, era lo bastante inteligente para no hacerlo. Tim asintió, con la mirada todavía fija en los ojos del entrevistado.

—Me alegro de que hayas podido venir —dijo en voz baja, como si temiera estropear la entrevista, y sin sonreír.

—… ¡y si veo a otro de esos hijos de puta le mato también!

—Gracias, señor —dijo Tim en tono grave—. Supongo que no le importará firmar…

—¿Firmar? ¿Firmar qué?

—Un impreso de la emisora.

El hombre alzó la pistola hasta el rostro de Tim.

—¡Bastardo!

—Señor —dijo Eileen—. ¿Sabe usted que en California existe una ley de protección de periodistas?

—¿Qué quiere decir?

—No pueden obligarnos a revelar nuestras fuentes. No se preocupe. Nos protege la ley.

El hombre miró a su alrededor. Los demás revoltosos se habían ido, y estaba lloviendo. Miró alternativamente a Tim, a Eileen y a la pistola que sostenía en la mano. Nuevas lágrimas corrieron por su rostro. Entonces dio media vuelta y se alejó. Anduvo unos pasos y echó a correr.

En algún lugar una mujer lanzó un grito breve y agudo. Había un ruido de fondo formado por gritos, lamentos y truenos, cada vez más cercanos. Se había levantado un viento enérgico. Sobre el techo de un automóvil intacto, dos hombres con una cámara de televisión al hombro, disfrutaban de una isla de intimidad, al igual que Tim y Eileen.

—Los revoltosos temen la publicidad —dijo Tim—. Me alegro de verte. Había olvidado que trabajas por aquí.

—Trabajaba —puntualizó Eileen, señalando las ruinas de la empresa de Corrigan—. No creo que nadie venda suministros sanitarios…

—En Burbank no, desde luego. Bueno, ¿qué vamos a hacer ahora?

—Tú eres el experto.

Cayó un rayo no muy lejos del lugar en donde estaban. Las colinas de Griffith Park parecían incendiadas con el resplandor azulado de los relámpagos.

—Tenemos que ir a un sitio alto —dijo Tim—, y sin perder tiempo.

Eileen pareció perpleja. Señaló el cielo relampagueante.

—Sí —convino él—, podría alcanzarnos un rayo, pero si logramos salir de este valle fluvial tendremos más posibilidades de salvación. ¿No notas lo salada que es la lluvia? Y tal vez…

—¿Qué?

—Tal vez se produzca un maremoto. Olas gigantescas barrerán la ciudad.

—Dios mío. Subamos a Verdugo Hills. Podemos ir andando. ¿De cuánto tiempo disponemos?

—No lo sé. Depende de dónde se haya producido el choque. Probablemente han caído varios fragmentos del cometa. —El mismo Tim se sorprendió de lo tranquilo que era su tono.

Eileen echó a andar por el lugar más practicable, que conducía al inicio del atasco de tráfico, donde yacían amontonados los cuerpos de los Guardianes. Cuando estaban cerca, un coche salió rugiendo de un cruce, pasó por el medio de una estación de servicio e invadió la acera. Al pasar entre una pared y un poste telefónico, sufrió rozaduras en el lado derecho. El coche que se encontraba detrás tenía ahora el camino expedito. Estaba vacío y sin cerrar. Las llaves colgaban del contacto. Eileen, que se había acercado al vehículo, hizo señas a Tim para que se uniera a ella.

—¿Eres buen conductor? —le preguntó.

—Pasable.

—Yo conduciré —dijo ella con firmeza—. Tengo un gran dominio del volante.

Subió al coche y lo puso en marcha. Era un Chrysler antiguo, en otro tiempo un automóvil de lujo. Ahora las esterillas estaban desgastadas y tenía feas manchas en la tapicería. Cuando el motor funcionó con un firme ronroneo, Tim pensó que era el coche más hermoso que jamás había visto. Eileen siguió la ruta del coche anterior. Pasaron por encima de un cuerpo con túnica blanca. Eileen no aminoró la marcha. El espacio entre el poste telefónico y la pared era estrecho, pero ella pasó por allí a sesenta por hora, sin la menor vacilación. Tim contuvo el aliento hasta que salieron de allí.

Por delante la calle se curvaba suavemente. Los dos carriles de la calzada estaban atestados de coches, y Eileen siguió avanzando por la acera. De vez en cuando, para evitar los postes telefónicos o eléctricos, invadía los jardincillos situados delante de las casas, pasando entre arriates de rosas, sobre céspedes bien cuidados, hasta rebasar el atasco de tráfico.

—Sí, señor, eres una buena conductora —le dijo Tim.

Eileen no le miró. Estaba muy ocupada evitando los obstáculos algunos de los cuales eran personas.

—¿No crees que deberíamos advertirles? —le preguntó.

—¿Servirá de algo? —replicó Tim—. Pero sí, se lo diremos. —Abrió la ventanilla. Ahora llovía intensamente, y el agua salada hizo que le escocieran los ojos—. ¡Váyanse a un sitio alto! —gritó—. Se acerca una oleada. ¡Inundación! Suban a algún lugar elevado.

El viento se llevó sus palabras. La gente le miraba al pasar. Algunos miraron a su alrededor desesperadamente, y en una ocasión Tim vio que un hombre cogía a una mujer de la mano y se precipitaba hacia un coche.

Al volver una esquina vieron un incendio. Toda una manzana de casas ardía incontroladamente, a pesar de la lluvia. El viento esparcía fragmentos ardientes.

Una vez aminoraron la marcha para evitar los cascotes que cubrían la calle. Una mujer corrió hacia ellos, llevando un bulto envuelto en una manta. Antes de que Eileen pudiera acelerar, la mujer alcanzó el coche. Arrojó el bulto a través de la ventanilla.

—¡Se llama John! —gritó—. ¡Cuiden de él!

—Pero, oiga…

Tim no pudo continuar. La mujer se había alejado.

—¡Tengo dos más aquí! —dijo a gritos—. John. John Mason. ¡Recuerden su nombre!

Eileen aceleró de nuevo. Tim separó la manta. Contenía un bebé, inmóvil. Le puso la mano sobre el corazón, para ver si latía, y la retiró ensangrentada. Era una sangre de un rojo brillante, y su olor llenó el coche a pesar del cálido olor salino de la lluvia.

—Está muerto —dijo Tim.

—Échalo por la ventanilla —ordenó Eileen.

—Pero…

—No nos lo vamos a comer. No tendremos tanta hambre.

Angustiado, Tim arrojó el bebé por la ventanilla.

—Yo… he sentido como si dejara caer algo de mi vida al suelo.

—¿Crees que a mí me gusta? —dijo Eileen con acento desesperado. Tim la miró alarmado. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de la mujer—. Aquella mujer cree que ha salvado a su hijo. Al menos cree eso. Es todo lo que podíamos hacer por ella.

—Sí —dijo Tim en voz baja.

—Cuando lleguemos a un sitio alto, cuando sepamos lo que sucede, podremos empezar a pensar de nuevo en la civilización. Hasta entonces, sobreviviremos.

—Si podemos.

—Podremos.

Eileen se concentró en la conducción del vehículo. Su expresión era sombría. La lluvia era tan intensa que no podía ver, a pesar de los limpiaparabrisas.

La autopista de Golden State, agrietada, hendida, era inaccesible. Varios vehículos siniestrados bloqueaban el paso inferior. Una maraña de coches y un gran camión cisterna ardían en medio de un creciente charco de gasolina.

—Dios mío —dijo Tim—. ¿No crees que deberíamos parar?

—¿Para qué? —Eileen giró a la izquierda y condujo paralelamente a la autopista—. Los que vayan a sobrevivir ya habrán salido de ahí.

Avanzaban a través de una zona residencial, cuyas casas casi se habían mantenido intactas. Eileen y Tim se sintieron aliviados; de momento no había nadie herido, destrozado o agonizante. Encontraron otro paso inferior y Eileen se dirigió a él.

El camino estaba bloqueado por una barrera de tráfico. Alguien la había forzado, torciéndola hacia un lado, y Eileen la rebasó. Mientras lo hacía, otro coche salió de la lluvia y pasó a toda velocidad, haciendo sonar el claxon.

—¿Por qué querrá alguien ir al valle? —preguntó Tim.

—Porque tienen esposas, novias, hijos —respondió Eileen. Avanzaron cuesta arriba. Cuando el camino estaba bloqueado por restos retorcidos de edificios y de coches, Eileen giraba a la izquierda y luego volvía a la dirección noreste. Pasaron ante las ruinas de un hospital. Policías uniformados y enfermeras con sus batas blancas empapadas por la lluvia buscaban entre los restos. Uno de los policías se detuvo y miró a Tim y Eileen. Tim se asomó por la ventanilla y le gritó:

—¡Vayan a terreno alto! ¡Inundación! ¡Se acerca un oleaje gigantesco!

El policía le saludó con la mano y luego volvió a ocuparse de las ruinas del hospital.

Tim miró malhumorado la sucia mezcla de agua y polvo que el limpiaparabrisas no podía eliminar. Sintió deseos de llorar y parpadeó para contener las lágrimas.

Eileen le miró un instante y le tocó la mano antes de aferrarse de nuevo al volante.

—No podíamos ayudarles. Tienen coches, y hay bastante gente…

—Sí, tienes razón —dijo Tim.

Se preguntó si lo creía de veras. La carrera de pesadilla continuó. Ascendieron hacia Verdugo Hills, dejaron atrás lujosas casas destrozadas, una escuela derruida, edificios en llamas y otros indemnes. Cada vez que veían a alguien, Tim le advertía a gritos. Así se sentía un poco mejor por no detenerse.

Consultó su reloj. Era increíble, pero habían transcurrido menos de cuarenta minutos desde que viera el primer resplandor.

—Cuarenta minutos —musitó—. Hora H menos cuarenta minutos, y contando.

Desde el centro del Golfo de México, la ola se lanza hacia delante a una velocidad de dos mil kilómetros por hora. Cuando alcanza los bajíos a lo largo de la costa de Texas y Louisiana, el pie de la ola tropieza. Más y más agua se alza velozmente detrás, adquiere una altura vertiginosa hasta que un monstruo de un kilómetro de altura se precipita sobre la tierra.

Galveston y Texas City desaparecen bajo él embate de las olas. El agua que fluye hacia el oeste, arrasa las marismas, penetrando en El Lago y sigue más hacia el oeste, el mismo Houston arrastra innumerables escombros. La ola se estrella contra el arco que se extiende desde Brownsville, en Texas, hasta Pensacola, en Florida, busca las tierras bajas, los ríos, todos los caminos que llevan tierra adentro, alejándose del infierno ardiente en el fondo del Golfo de México.

Las aguas se remontan a lo largo de la costa occidental de Florida; entonces se derraman sobre la tierra, arrastrando con ellas el suelo arenoso. Dejan tras ellas limpios canales, una miríada de pasillos desde el Golfo hasta el Océano Atlántico. La corriente del Golfo será más fría y mucho más estrecha en los siglos venideros.

Las aguas que cruzan Florida son caprichosas. Una ola secundaria se une al cuerpo principal de agua en su veloz carrera, elevándolo aún más; en otro lugar, una ola muere dejando indemnes partes de la marisma de Okefenokee. La Habana y los cayos de Florida desaparecen al instante. Miami disfruta de una hora de tregua hasta que las olas del Atlántico producidas por los choques de varios fragmentos del cometa se encuentran con las veloces olas del Golfo, las superan y se estrellan contra las ciudades orientales de Florida.

Las aguas del Atlántico se vierten en el Golfo de México, a través de los recién formados canales que cruzan Florida. La cuenca del Golfo no puede contener todo ese caudal, y las aguas, una vez más, fluyen hacia el oeste y el norte, a través de las tierras ya anegadas. Una ola invade el río Mississippi, y eleva su caudal a 12 metros por encima del nivel normal cuando pasa por Memphis, Tennessee.

Fred Lauren había pasado toda la noche junto a la ventana, entre cuyos barrotes podía ver el cielo. Después de fotografiarle y tomarle las huellas dactilares, le habían dejado solo en una celda. A mediodía será trasladado a la prisión de Los Angeles.

La prisión de Los Angeles… Fred se echó a reír. A mediodía ese centro penitenciario habría desaparecido. Ni siquiera existiría ya la ciudad de Los Angeles. No tendrían oportunidad de encerrarle en una cárcel junto con otros reclusos. Ahuyentó los recuerdos de sus anteriores estancias carcelarias y pensó en algo más agradable.

Recordó a Colleen. Fue a visitarla llevándole regalos. El sólo quería hablar. La muchacha se asustó, pero Fred entró en el apartamento antes de que ella pudiera impedírselo. Los regalos eran muy bonitos, tanto que Colleen le dejó quedarse junto a la puerta mientras ella, al otro lado de la habitación miraba las joyas, los guantes y los zapatos rojos, preguntándose cómo sabía sus medidas, y él se lo dijo.

Fred habló y habló, y al cabo de un rato ganó la confianza de la chica y ella le permitió que se sentara. Le ofreció una copa y hablaron más, y ella vació tres veces su vaso. Le complacía que aquel hombre supiera tantas cosas de ella. Naturalmente, Fred no mencionó el telescopio, pero le dijo cómo sabía donde trabajaba, dónde compraba y lo bonito que era…

Fred no quería recordar el resto. Colleen acabó bebiendo demasiado y le dijo que, aunque acababan de conocerse, le parecía que se conocían desde hacía mucho tiempo y que, desde luego, él la conocía bien aunque ella no lo había sabido, y le preguntó si quería quedarse…

Una golfa, como todas. Una golfa. O puede que no lo hubiera sido, que realmente le encantara su compañía. Sí, pero ¿por qué se había reído y después había gritado, diciéndole que se marchara cuando…?

—¡No!

Fred siempre se detenía al llegar a ese recuerdo. Miró el cielo. El cometa estaba allí. Su cola brillaba en el firmamento tal como había visto en las ilustraciones de las revistas de astronomía, y cuando llegó el alba a aquel cuadradito de cielo que Fred podía ver a través de la ventana de su celda, los jirones del cometa seguían presentes entre las nubes, y abajo, en la calle, la gente iba de un lado a otro, inconsciente de lo que aquello significaba. ¿No lo sabían, los muy estúpidos?

Se abrió la puerta de la celda y le dejaron el desayuno. Los carceleros no querían hablarle. Todo el mundo le miraba sin disimular su repugnancia…

Lo sabían, lo sabían. Los médicos forenses debían haberla examinado y sabían que no había sido violada, que él no pudo hacerlo, que lo intentó pero no pudo, y ella se reía, se reía… Él sabía cómo hacerlo, pero no quiso, y ella volvió a reírse y él la mordió hasta hacerla gritar. ¡Y entonces pudo hacerlo, pero ella siguió gritando; impidiéndoselo!

Tenía que dejar de pensar, antes de que recordara la forma del cuerpo sobre la cama. Los polis le habían obligado a mirarla. Uno de ellos le cogió la mano y le dobló los dedos hasta que, contra su voluntad, tuvo que abrir los ojos y mirar. Pero ¿no comprendían que él la quería y que no había sido su intención…?

Entre las aberturas de la línea de casas, al otro lado de la calle, el cielo brillaba de un modo extraño. El brillo estaba localizado a la izquierda, hacia el lejano suroeste. El brillo se extinguió en seguida, pero Fred sonrió. Había sucedido. Ahora el fin estaba cercano.

—Eh Charlie —dijo una voz desde el exterior, la voz de un hombre borracho—. ¡Charlie!

—¿Qué quieres? —preguntó el guardián.

—¿Qué diablos ha sido eso? ¿Están rodando una película por ahí?

—No sé de qué me hablas. Pregúntale al maníaco sexual. Su celda está orientada al oeste.

—Eh, maníaco sexual…

De repente, las paredes y el suelo se agitaron furiosamente. Fred salió despedido… Extendió los brazos para evitar que la pared le machacara la cabeza. Las piedras le golpearon los brazos y Fred chilló. Sintió un dolor insoportable en el codo izquierdo.

El suelo pareció estabilizarse. La cárcel estaba sólidamente construida, y había resistido el fuerte temblor de tierra. Fred movió el brazo izquierdo y gimió. Ahora se oían los gritos de otros presos. Los quejidos de uno de ellos eran de agonía. Debía haberse caído desde la litera más alta. Fred ignoró los gritos y lamentos y regresó a la ventana. Estaba poseído por el miedo. ¿Qué era aquello?

El cielo se había cubierto de nubes, que avanzaban velozmente, se agitaban de un modo caótico, se formaban y desvanecían para formarse de nuevo y avanzar hacia el noroeste. Una formación de nubes más bajas, más lentas y estables empezó a moverse hacia el sur y el oeste. Aquello no era lo que Fred había esperado. Él se había preparado para presenciar una oleada de fuego. Pero el día de la condenación parecía tomarse las cosas con calma.

El cielo se oscureció. Ahora todas las nubes eran negras, se revolvían y agitaban, brillaban con un continuo relampagueo. El viento y los truenos aullaban más que los presos.

El fin del mundo llegó con una luz cegadora y un simultáneo estampido de truenos.

Fred se encontró de súbito en el suelo. El codo le dolía intensamente. Pensó que un rayo había caído en la cárcel. El corredor estaba a oscuras, todo estaba envuelto en tinieblas, de modo que la visión sólo era posible cuando restallaban los relámpagos, como las luces estroboscópicas de una discoteca.

Charlie recorría el bloque de celdas, con las llaves en la mano. Dejaba libres a los presos, uno tras otro. Abría las puertas, los presos salían y se marchaban por el corredor… Pero pasó de largo ante la celda de Fred. Todas las celdas a cada lado del corredor estaban abiertas, menos la de Fred Lauren.

Fred gritó, pero Charlie no le hizo caso. Sin volverse, avanzó entre las celdas hasta llegar a la puerta principal y desaparecer.

Fred se quedó solo.

Eric Larsen no miró a la derecha ni a la izquierda. Caminaba a grandes zancadas. Sorteaba muertos y heridos e ignoraba las súplicas de auxilio. Podría haber echado una mano pero avanzaba a impulsos de una terrible determinación. La fría expresión de sus ojos y el arma que llevaba impedían que nadie se interpusiera en su camino.

No vio a otros policías. Apenas percibió a la gente a su alrededor, unos ayudando a los heridos, otros mirando desconsoladamente las ruinas de sus hogares, tiendas y almacenes, y otros corriendo sin rumbo. Ya nada importaba. Todos estaban condenados, lo mismo que Eric Larsen.

El joven patrullero podría haber subido a un coche e ir a las colinas. Vio que algunos coches pasaban velozmente por su lado. Vio a Eileen Hancock en un viejo Chrysler. Si se hubiera detenido, Eric podría haberse ido con ella, pero no lo hizo, y Eric se alegró, porque estaba resuelto a cumplir su propósito.

Pero ¿y si ya no fuera necesario, si estuviera perdiendo el tiempo? No había forma de saberlo.

Pensó que debió haber tomado un coche. Así habría podido terminar con aquel asunto y tener aún una posibilidad de huida. Pero ya era demasiado tarde. Llegó al edificio que albergaba la comisaría y la cárcel municipal. Parecía desierto. Entró en la cárcel. El cadáver de una mujer policía yacía bajo un enorme armario derribado. Eric no vio a nadie más, ni vivo ni muerto. Siguió adelante, pasó por detrás de la sala donde se tomaba la filiación a los detenidos y subió las escaleras. Las celdas estaban en silencio.

Había perdido el tiempo. Allí no era necesario. Estaba a punto de bajar las escaleras cuando se detuvo. Ya que había llegado hasta allí, tenía que asegurarse.

Había oído hablar del enorme oleaje que seguiría a la caída del Martillo. En la cárcel de Burbank había presos a los que Eric Larsen había enviado allí. Borrachos, ladronzuelos, jóvenes vagabundos que decían tener dieciocho años aunque parecían mucho menores. No se les podía dejar que se ahogaran como ratas en las celdas olvidadas. No se lo merecían. Eric les había encerrado allí y era responsable de su liberación en aquellos momentos.

La puerta de barrotes en lo alto de la escalera estaba abierta. Eric la cruzó y encendió su linterna para orientarse en aquella oscuridad casi absoluta. Vio que las puertas de las celdas estaban abiertas. Todas menos una.

Eric se dirigió a la única celda que permanecía cerrada. Fred Laursen estaba de espaldas al corredor. Se sujetaba el brazo izquierdo con el derecho. Miraba por la ventana y no se volvió cuando Eric le enfocó la linterna. Eric permaneció de pie, observándole.

Nadie merecía ahogarse como una rata en una jaula, ningún ser humano, ni los ladrones ni los borrachos ni los chicos que se escapaban de casa ni…

—Vuélvete —ordenó Eric. Lauren no se movió—. Vuélvete o te dispararé a las rodillas. Eso duele mucho.

Gimiendo, Fred se volvió. Vio la escopeta que le apuntaba. El policía sostenía la linterna a un lado, casi detrás de él, de modo que Fred podía ver.

—¿Sabes quién soy?

—Sí. Tú impediste que el otro policía me golpeara anoche. —Fred se acercó y miró el arma—. ¿Eso es para mí?

—Lo he traído para ti —dijo Eric—. He venido para liberar a los otros. A ti no podría liberarte. Por eso he traído la escopeta.

—Es el fin del mundo —dijo Fred Lauren—. Definitivamente. No quedará nada… —Fred soltó un hondo gemido—. ¿Pero cuándo? Dime, por favor, ¿no estaría muerta ahora? ¿No habría muerto ya? Ella no podía sobrevivir al fin del mundo. Habría muerto y yo nunca hubiera podido hablarle.

—¡Hablarle! —Eric alzó el arma, enfurecido. Fred Lauren permanecía en pie, tranquilamente, esperando, y Eric vio el lecho y los restos de una mujer joven, su armario patético, con los pocos vestidos que poseía. Notó el olor a cobre de la sangre. Su dedo se tensó sobre el gatillo y se relajó. Bajó el arma.

—Por favor —imploró Fred Lauren—. Por favor…

La escopeta se alzó rápidamente. Eric no sabía que el retroceso de la culata al disparar era tan fuerte.