EL MARTES DEL PORTENTO: UNO

Corrí hacia la roca para ocultar mi rostro, pero la roca gritó: ¡No hay lugar para ocultarse! No hay lugar para ocultarse aquí abajo…

Las cumbres de las montañas Santa Mónica eran sitio adecuado para vivir. Las tiendas estaban muy lejos. Trasladarse por carretera constituía una aventura. Los caminos eran casi verticales en algunos puntos. Sin embargo, había muchas casas allí arriba que, desde luego, no eran la consecuencia directa del exceso de población. El exceso de población dio lugar a la formación de las ciudades.

El panorama desde lo alto, el lunes por la noche, era increíble, único. En uno de los lados, Los Angeles se extendía a partir de la falda de la montaña. Al otro lado estaba el valle de San Fernando. De noche las ciudades se convertían en alfombras de luces multicolores que se extendían hasta el infinito. Las autopistas eran ríos de luz moviéndose entre mares luminosos. Parecía como si el mundo entero se hubiera convertido en ciudad.

Pero en las cumbres había también lugares vacíos. Mark, Frank y Joanna dejaron la carretera de Mulholland al caer el sol y subieron sus motocicletas por la falda de una colina. Acamparon en una zona rocosa, desde donde no se veían los automóviles en su interminable ir y venir, a cierta distancia de las casas a ambos lados. Frank Stoner dio una vuelta por la cumbre de la colina, miró las vertientes a ambos lados e hizo un gesto de asentimiento. Allí no se podía construir. Había demasiado peligro de corrimiento de tierras. No es que importara para nada la razón por la que nadie había construido allí una casa, pero a Frank Stoner no le gustaba dejar las preguntas sin respuesta. Regresó al lugar donde Joanna y Mark estaban montando el hornillo portátil.

—Puede que tengamos unos vecinos nerviosos —dijo Frank—. Cenemos mientras hay luz todavía. Cuando oscurezca no encenderemos linternas ni fuegos.

—No veo por qué… —empezó a decir Mark.

Joanna le interrumpió con un tono de impaciencia.

—Mira, estas casas están muy alejadas de la comisaría más próxima. Si se dan cuenta de que hay alguien merodeando cerca de sus casas lo más seguro es que se pongan nerviosos, y no queremos pasar la vigilia del martes del acontecimiento en la comisaría de Malibu.

La muchacha volvió a la lectura de las instrucciones en los paquetes de alimentos congelados que habían llevado consigo. No era una buena cocinera, pero si dejaba que Mark se encargara de la comida, él lo haría a su manera, que podría ser buena o mala, según su estado de ánimo. Si seguía las instrucciones era seguro que prepararía al menos algo comestible, y estaba hambrienta.

Miró a los dos hombres. Frank Stoner era mucho más alto que Mark, un hombre robusto, fuerte, físicamente atractivo. Joanna había tenido antes aquella sensación. Sería muy bueno en la cama.

No era la primera vez que sentía aquello, pero hasta entonces no había pensado que se había equivocado de hombre al unirse a Mark. Aquella idea la dejó perpleja. Vivir con Mark era muy divertido. No sabía si estaba enamorada de Mark, porque no estaba segura de qué era el amor, pero se entendían en la cama y no se enfadaban con frecuencia. ¿Por qué pues aquella súbita atracción por Frank Stoner?

Vació la lata de carne en una cacerola y sonrió, oculta a las miradas de los hombres. Querrían saber qué le hacía sonreír, y ella no quería explicarlo. Si ella misma se preguntaba por qué Frank Stoner le hacía tilín…

Pero la cuestión le tenía preocupada. Joanna había recibido una buena educación, gracias a sus padres de clase media alta. No la utilizaba mucho, pero al menos gracias a aquella educación sentía una considerable curiosidad, sobre todo por la gente, incluida ella misma.

—Esto es casi perfecto —dijo Mark.

Frank hizo un gruñido de desaprobación.

—¿No? ¿Por qué no? —preguntó Mark. Él había elegido aquel lugar y estaba orgulloso de su elección.

—Es mejor el desierto Mojave —dijo Frank en tono distraído. Tendió en el suelo su saco de dormir y se sentó sobre él—. Pero está demasiado lejos para ir por nada. Con todo… Estamos sobre una mala capa.

—¿Una capa? —preguntó Joanna.

—Es una capa tectónica —dijo Mark—. Ya sabes, los continentes flotan encima de las rocas fundidas del interior de la tierra.

Frank escuchaba en silencio. No había motivo para corregir a Mark. El Mojave era desde luego un sitio mejor. Se encontraba en la plataforma norteamericana. Los Angeles y la Baja California estaban situadas en otra. Ambas se unían en San Andreas Fault, y si el Martillo golpeaba allí, San Andreas se convertiría en un infierno. Haría que ambas plataformas temblaran, pero en la norteamericana tendría menor repercusión.

De todos modos, sólo se trataba de un ejercicio. Frank había preguntado al JPL, y las probabilidades de que el Martillo chocara con la Tierra eran escasas. Había más peligro en las autopistas. Aquella acampada era un ejercicio de entrenamiento, pero cuando Stoner hacía algo lo hacía bien. Estaba en su naturaleza. Había hecho que Joanna llevara su propia moto, aunque ella prefería montar detrás de Mark. Frank insistió en que llevaran las tres, por si perdían una.

—Todo es por puro entrenamiento —dijo Frank—, pero tal vez el entrenamiento merezca el esfuerzo.

—¿Eh? —Joanna haba encendido el hornillo. Ya empezaba a oscurecer.

—No es inútil estar preparado para el colapso de la civilización —dijo Frank—. La próximo vez no será el Martillo, sino alguna otra cosa. Pero será algo. Lee tus periódicos.

Joanna pensó que aquella era la razón de su interés por Frank. Le hacia reflexionar. Sin duda era más sensato estar unida a Frank Stoner que a Mark Czescu, si llegaba el fin de la civilización.

Y Frank había querido ir al desierto Mojave, pero Mark le convenció para que fueran a otro sitio. Mark no podía admitir del todo que le afectaba la fiebre del Martillo. Parecería estúpido.

Comieron más temprano de lo acostumbrado. Frank insistió en ello. Cuando terminaron, todavía había bastante luz para lavar las cacerolas. Entonces se tendieron sobre sus sacos de dormir, ya casi a oscuras, contemplando cómo la luz se disipaba sobre el Pacífico, hasta que con la noche llegó el frío y se metieron en los sacos. Joanna había llevado su propio saco de dormir. Normalmente, en sus salidas al campo con Mark, unían los dos sacos, pero aquella noche no lo hizo.

La luz desapareció al oeste. Las estrellas aparecieron una a una. Al principio eran sólo estrellas. Luego apareció en el cielo una película luminosa procedente del este, que se mezcló con las luces resplandecientes sobre Los Angeles, luego se hizo más brillante, hasta que hacia medianoche era más brillante que la misma ciudad, tan brillante como una gran aurora boreal. Fue agrandándose y brillando más hasta que sólo se veían unas pocas estrellas a través de la cola del cometa Hamner-Brown que envolvía a la Tierra.

Hablaron para mantenerse despiertos. Los grillos chirriaban a su alrededor. Aquella tarde habían dormido, aunque ni Frank ni Mark se lo dirían a los otros. Eso hubiera sido admitir que ambos estaban en la treintena y lo notaban. Frank contó anécdotas sobre las formas en que el mundo podría terminar. Mark le interrumpía una y otra vez para añadir sus propias opiniones, ampliar detalles o anticiparse a lo que Frank iba a decir.

Joanna escuchaba a los dos con creciente impaciencia. Estaba silenciosa, pensativa. Mark siempre hacía aquello. Nunca la había molestado hasta entonces. ¿Por qué se sentía ahora enojada con él? Todo formaba parte del mismo proceso. ¿Eran instintos femeninos? ¿Se debía a la atracción hacia el hombre más fuerte? Aquello no tenía sentido. Desde luego no formaba parte de su filosofía. Ella era Joanna, una mujer totalmente liberada, su propia persona, con dominio sobre su vida…

El dilema le hizo pensar en otras cosas. Todavía no tenía treinta años, pero no le faltaba mucho, ¿y qué había hecho? ¿Qué estaba haciendo? No podía seguir así, ganando unos pocos dólares cuando Mark estaba sin trabajo, yendo de un lado a otro en una motocicleta. Aquello era muy divertido, pero demonio, debería hacer algo serio, una cosa permanente…

—Apuesto a que puedo colocar las mochilas de tal manera que nadie pueda ver el hornillo —decía Mark—. Jo, ¿quieres hacer café? ¿Me oyes, Jo?

Al alba Frank y Joanna dormían. Mark sonrió como si hubiera ganado un concurso. Disfrutaba mirando el rayar del alba, algo que no podía hacer con frecuencia en los últimos tiempos. El alba de aquel día venía con una luz mágica, la luz del sol débilmente rebajada y transmutada por gases y polvo procedentes del espacio interestelar.

Se le ocurrió que si empezaba en seguida a preparar el desayuno podría llegar a un teléfono antes de que Harvey Randall hubiera salido de su casa. Randall le había invitado para que se uniera al equipo que cubriría las noticias en el martes del acontecimiento, pero Mark había vacilado, y seguía vacilando. Preparó el hornillo y las cacerolas para el desayuno, decidió no despertar a los otros y regresó a su saco de dormir.

Le despertó el olor de tocino frito.

—No has llamado a Harv, ¿eh? —dijo Joanna.

Mark se desperezó estirando los brazos.

—He decidido mirar las noticias en vez de hacerlas. ¿Sabes dónde está ahora el mejor panorama del mundo? Ante un televisor.

Frank le miró con curiosidad. Volvió la cabeza para indicar la altura del sol, pero Mark no le entendió.

—Echa un vistazo al reloj.

¡Eran casi las diez! Joanna se rió al ver la expresión de Mark.

—¡Diablos! Nos lo vamos a perder —se quejó Mark.

—Ahora no tiene sentido que echemos a correr —dijo Frank riendo alegremente—. No te preocupes, mostrarán repeticiones durante todo el día.

—Podríamos llamar a una de las casas —sugirió Mark.

Los otros se rieron de él, y Mark admitió que no tenía reparos para hacerlo. Comieron rápidamente, y Mark sacó una botella de vino y la ofreció a sus compañeros.

—Será mejor que recojamos las cosas y…

Frank se detuvo a mitad de la frase.

Había una luz brillante por encima del Pacífico. Estaba lejos, muy alta, y avanzaba hacia abajo con rapidez. Una luz muy brillante.

Los hombres no hablaron. Se limitaron a mirar. Joanna alzó la vista, alarmada, cuando Frank quedó en silencio. Nunca le había visto asustado por nada, y ella giró en redondo, esperando ver a Charles Manson corriendo hacia ellos y armado de una sierra eléctrica. Miró en la misma dirección que los hombres.

Un pequeño sol de un blanco azulado se hundió rápidamente en el sur, más allá del liso horizonte azul del Pacífico. Dejó una estela ardiendo tras él. En cuanto desapareció, algo parecido a los rayos de un reflector recorrió su trayectoria y subió más alto, por encima del cielo sin nubes.

Pasó uno, dos, tres segundos, sin que ocurriera nada más.

—El portento… —dijo Mark.

Una bola de fuego blanco apareció un instante sobre el borde del mundo.

—El portento. Es real. Todo es real. —Mark parecía a punto de reír—. Tenemos que empezar a movernos…

—Tonterías —dijo Frank, en tono lo bastante firme para atraer la atención de los otros—. No debemos movernos cuando empiecen los terremotos. Vamos a acostarnos, poniéndonos alrededor los sacos de dormir. Ven aquí, Joanna, tiéndete, te sujetaré el saco. Mark, ve un poco más allí.

Luego Frank corrió hacia las motos. Con cuidado, puso a una de lado, tendida en el suelo, apartó a la siguiente y también la tumbó. Se movía con rapidez y decisión. Volvió a por la tercera moto y la apartó.

Vieron brillar tres puntos blancos. Dos de ellos centellearon y desaparecieron… El tercero y más brillante debió haber chocado a lo lejos, en el sudeste. Frank consultó su reloj y contó los segundos. Joanna y Frank estaban a cubierto. Frank cogió su saco y se tendió cerca de ellos. Sacó unas gafas de sol y los otros le imitaron. El abultado saco de dormir hacía que Frank pareciera muy grueso. Las gafas de sol daban a su rostro una expresión impenetrable. Permaneció tendido boca arriba con los brazos detrás de la cabeza.

—Magnífico panorama.

—Sí, a los Guardianes del Cometa les encantará —dijo Mark—. Me pregunto dónde habrá ido Harv. Me alegro de no haberme decidido a ir con él. Aquí podríamos estar seguros, si las montañas aguantan.

—Calla —dijo Joanna—. Calla, calla.

Pero no lo dijo lo bastante alto para hacerse oír. Lo susurró, y su susurro quedó ahogado por el rugido que se acercaba a ellos, y entonces las montañas empezaron a moverse.

El centro de comunicaciones del JPL estaba lleno de gente: periodistas con pases especiales, amigos del director e incluso algunas personas, como Charles Sharps y Dan Forrester, que pertenecían a aquel organismo.

Las pantallas de televisión exhibían las imágenes. La recepción no era muy buena, pues la cola ionizada del cometa trastornaba la atmósfera superior y las imágenes de televisión tendían a disolverse en líneas ondulantes. Sharps pensó que no importaba. A bordo del Apolo efectuarían grabaciones y más tarde las recuperarían. Además se tomarían muchas fotografías a través del telescopio. En la próxima hora se aprendería más sobre los cometas de lo que se había aprendido en los últimos cien mil años.

Era una idea sensata, y Sharps acostumbraba a ser sensato. Ocurría lo mismo con los planetas, con todo el sistema solar. Hasta que los hombres viajaban o enviaban sondas al espacio, todo eran suposiciones acerca de su universo. En cambio, ahora tenían conocimientos ciertos. Y ninguna otra generación haría tantos descubrimientos, puesto que la siguiente generación aprendería de los libros de texto, no directamente del universo. Los niños crecerían con aquellos conocimientos. No sería, pensó Sharps, como en su infancia, cuando no sabían nada. La época en que vivía era emocionante, y a Sharps le encantaba.

Un reloj digital señalaba los segundos. Un panel de vidrio con un mapamundi mostraba la posición actual de la cápsula Apolo.

Sharps recordó que debería decir Apolo-Soyuz y sonrió, porque si uno no hubiera sido lanzado, el otro tampoco lo habría sido. La rivalidad entre soviéticos y norteamericanos aún servía, a veces, para algo, para obligar a la cooperación entre ambos, por lo menos. Lástima que tuvieran problemas con las comunicaciones. En el laboratorio espacial, el «laboratorio del Martillo» como le llamaban familiarmente, se producían pérdidas de energía. No habían previsto aquello, pero deberían haberlo hecho. No pudieron prever que el cometa se acercaría tanto cuando efectuaron el lanzamiento de las cápsulas espaciales.

—¿A qué distancia? —preguntó Sharps.

Forrester alzó la vista de la consola del ordenador.

—Es difícil decirlo. —Pasó los dedos por el teclado, como si tocara el órgano—. Si esa última información no hubiera llegado mutilada lo sabría. El mejor cálculo lo sitúa todavía a mil kilómetros, suponiendo que fuera cierta aquella lectura confusa, y si la que yo envié porque no coincidía con las otras está equivocada. Hay muchos condicionantes.

—Sí.

—Estoy tomando fotos… filtro número treinta y uno… a mano…

Apenas pudieron reconocer la voz de Rick Delanty.

—Uno de tus logros —dijo Dan Forrester.

—¿Mío? ¿Cuál es?

—Conseguir que el primer astronauta negro participara en una misión —dijo Forrester, pero habló distraídamente, porque se estaba fijando en los rasgos ondulantes que aparecían en el osciloscopio. Apretó unos botones y una de las imágenes de televisión mejoró enormemente.

Charlie Sharps miró la nube que se aproximaba. La vio sólo como un conjunto de tonos grises no muy contrastados, pero era evidente que no se movía en sentido lateral. El reloj señalaba inexorable los segundos.

—¿Dónde diablos está el cometa? —preguntó Sharps de repente.

Le oyera o no, Forrester no respondió.

—… trayectoria de los bordes externos del núcleo. Repito, Tierra… externos… imposible… puede chocar…

La voz radiofónica se desvaneció.

—Atención, laboratorio, aquí Houston, no entendemos, utilicen plena potencia y repitan. Repito, no entendemos.

Pasaron más segundos. Entonces, de súbito, las imágenes surgieron en las pantallas de televisión, al principio borrosas, pero luego fueron aclarándose, llenas de color, debido a que el Apolo había utilizado el telescopio principal y la máxima potencia de transmisión.

—Dios mío, ¡se acerca mucho! —exclamó Johnny Baker—. Parece como si fuera a chocar…

Las imágenes de las pantallas cambiaron rápidamente mientras Rick Delanty seguía con el telescopio principal la cabeza del cometa. Este fue aumentando de tamaño, aparecieron formas en el torbellino brumoso, formas más grandes, detalles, porciones de roca, chorros de gas. Todo sucedía mientras los espectadores contemplaban la imagen. Esta fue descendiendo hasta que la misma Tierra apareció a la vista.

Y en la Tierra aparecieron puntos brillantes. Durante un largo momento, un momento que pareció prolongarse para siempre, las imágenes permanecieron en la pantalla de televisión: la Tierra con puntos destellantes, de una luz tan brillante que la televisión sólo podía mostrarlos como manchas luminosas y ausencias de detalle.

La imagen permaneció en la mente de Charlie Sharps. Destellos en el Atlántico. Europa salpicada de manchas brillantes por todas partes, con una de gran tamaño en el Mediterráneo. Un punto brillante en el golfo de México. El oeste era invisible para el Apolo, pero Dan Forrester accionaba el ordenador. Suponían que estaban llegando todos los datos disponibles, desde todas las fuentes. Los locutores gritaban. Varios de ellos en distintos canales, de fuentes diferentes, hacían oír sus voces sobre las repentinas interferencias.

—¡Bola de fuego sobre nuestras cabezas! —gritó una voz.

—¿Dónde ha sido eso? —preguntó Forrester, con voz lo bastante alta para imponerse al barullo que reinaba en la sala.

—Flota de recuperación del Apolo —respondieron—, y hemos perdido las comunicaciones con ellos. Las últimas palabras que llegaron a nosotros fueron: «Bola de fuego al sudeste», y luego «Bola de fuego sobre nuestras cabezas». Luego nada.

—Gracias —dijo Forrester.

—Houston, Houston, se ha producido un gran choque en el golfo de México. Repito, gran choque en el golfo de México, a quinientos kilómetros al sudeste de vosotros. Solicitamos el envío de un helicóptero para recoger a nuestras familias.

—Dios mío, ¿cómo puede Baker estar tan tranquilo? —preguntó alguien.

¿Quién sería el estúpido que preguntaba aquello?, se dijo Sharps. Debía ser nuevo en el campo y nunca había oído a los astronautas cuando hay un verdadero problema. Echó una mirada a Forrester. Este asintió.

—El Martillo ha caído —dijo.

Las imágenes desaparecieron de todas las pantallas de televisión, y los altavoces sólo emitieron los ruidos de las interferencias.

Tres mil kilómetros al nordeste de Pasadena, en un agujero forrado de cemento armado a ochenta metros bajo el suelo, el comandante Bennet Rosten tocaba distraídamente la pistola que colgaba de su cadera. Se dio cuenta de su distracción y colocó las manos sobre la consola de control de lanzamiento de los misiles Minuteman. Las mantuvo allí un momento, y luego tocó la llave colgada de una cadena alrededor de su cuello. «Maldita sea, pensó Rosten, el viejo me pone nervioso».

Rosten tenía justificación para pensar así. La noche anterior había recibido una llamada directa del general Thomas Bambridge, y el comandante en jefe del Mando Aéreo Estratégico no solía dirigirse personalmente a los jefes de brigada al frente de los misiles. El mensaje de Bambridge fue corto. «Quiero que vaya al agujero mañana. Y, para su información, sepa que volaré en el avión especial».

—Arrea —respondió el comandante Rosten—. Señor… ¿esto significa que ha llegado la hora del gran chupinazo?

—Probablemente no —le dijo Bambridge, y pasó a darle explicaciones, las cuales no fueron muy tranquilizadoras para Rosten. Si los rusos creían en serio que los Estados Unidos estaban ciegos y paralíticos…

Miró a su izquierda. Su ayudante, el capitán Harold Luce, estaba ante una consola idéntica a la de Rosten. Las consolas se encontraban a gran profundidad, rodeadas de cemento armado y acero, y estaban construidas para resistir el impacto cercano de una bomba atómica. Los dos hombres eran necesarios para echar a volar sus pájaros. Ambos tenían que girar llaves y apretar botones, y la secuencia cronométrica estaba dispuesta de tal modo que un hombre no podía hacerlo solo.

El capitán Luce estaba relajado ante su consola, con varios libros desparramados delante de él. Estaba siguiendo un curso de historia del arte oriental por correspondencia. Coleccionar grados universitarios por correspondencia era el pasatiempo habitual de los hombres destinados a los agujeros, ¿pero podía Luce dedicarse a aquello cuando estaban oficiosamente en alerta?

—Oye, Hal… —le llamó Rosten.

—Sí, jefe.

—Tienes que estar alerta.

—Lo estoy. No va a suceder nada, ya verá.

—Espero que no. —Rosten pensó en su esposa y sus cuatro hijos que se hallaban en Missoula. Al principio detestaron la idea de trasladarse a Montana, pero ahora les gustaba aquel estado con una magnífica naturaleza, cielos abiertos y sin los problemas de las grandes ciudades—. Desearía…

Le interrumpió la voz impersonal del altavoz cubierto por tela metálica, en el techo.

OEG, OEG —dijo la voz—. Ordenes de emergencia de guerra, órdenes de emergencia de guerra. Esto no es un ejercicio. Autentificación 78-43-76 854-87 902-1735 Zulú. Alerta roja. Están ustedes en situación roja.

Sonaron las sirenas en todo el búnker de cemento armado. El comandante Rosten apenas se dio cuenta de que un sargento bajaba la escalera de acero que conducía a la entrada y cerraba la puerta acorazada de la cámara. El sargento la cerró desde el exterior e hizo girar el disco de combinaciones. Nadie entraría en el agujero a menos que se produjera una explosión. Entonces, tal como ordenaba el reglamento, el sargento empuñó su metralleta y se apostó dando la espalda a la gran puerta de la cámara acorazada. Las líneas de su rostro eran duras y permanecía de pie en una postura rígida, tragándose el tenso nudo del miedo.

En el interior, Rosten había tecleado los números de autentificación en su consola y abierto los sellos de un sobre extraído de su libro de órdenes. Luce hacía las mismas operaciones en su consola.

—Certifico que esta autentificación es verdadera —leyó Luce.

—Bien, inserta —le ordenó Rosten.

Simultáneamente se quitaron las llaves que colgaban de sus cuellos y las introdujeron en las cerraduras pintadas de rojo de sus consolas. Una vez insertas, y tras darles un primer giro, las llaves no podían retirarse sin otras llaves que ni Luce ni Rosten tenían. Era el procedimiento del Mando Aéreo Estratégico…

—Contando —dijo Rosten—. Uno, dos.

Dieron otros dos giros a las llaves y esperaron. Aún no era el momento de hacerlas girar más.

Era media mañana en California y la caída de la tarde en las islas griegas. Los últimos rayos del sol se habían desvanecido cuando dos hombres alcanzaron la cima del macizo de granito. Al este apareció una primera estrella. Muy por debajo de los dos hombres, unos campesinos griegos conducían asnos sobrecargados a través de un laberinto de muros bajos de piedra y viñedos.

La ciudad de Akrotira se extendía entre dos luces. Era una ciudad llena de incongruencias: casas con paredes de barro pintadas de blanco que podrían haber sido construidas hace diez siglos, la fortaleza veneciana en lo alto de una colina, la escuela moderna cerca de la antigua iglesia bizantina, y, por debajo, el campo donde Willis y MacDonald estaban poniendo al descubierto restos de la Atlántida. El lugar era casi invisible desde lo alto de la colina. Al oeste parpadeó una estrella, se encendió y apagó al instante. Luego otra hizo lo mismo.

—Ha empezado —dijo McDonald.

Jadeando, Alexander Willis se acomodó en la roca. Estaba un poco irritado. Aquella ascensión de una hora le había dejado sin aliento, aunque tenía veinticuatro años y se consideraba en buena forma física. Pero MacDonald le había precedido durante todo el camino, ayudándole a subir a la cima, y aquel hombre, cuyos cabellos pelirrojos habían retrocedido para exponer la mayor parte de su cráneo bronceado, ni siquiera tenía el aliento entrecortado. MacDonald se había ganado a pulso su fuerza, pues los arqueólogos trabajan más duro que los cavadores de zanjas.

Los dos hombres se sentaron con las piernas cruzadas, mirando al oeste, contemplando los meteoros.

Se encontraban a noventa metros por encima del nivel del mar, en el punto más alto de la extraña isla de Thera. Aquella protuberancia granítica había recibido muchos nombres por parte de una docena de civilizaciones, y había sobrevivido a numerosos cataclismos. Ahora era conocida como monte del profeta Elias.

Las aguas de la bahía al pie del promontorio destacaron de la oscuridad. Era una bahía circular, rodeada por altos acantilados, la caldera de una explosión volcánica que destruyó dos tercios de la isla, acabó con el imperio minoico y creó las leyendas de la Atlántida. Ahora una nueva isla, de aspecto sombrío y árido, se alzaba en el centro de la bahía. Los griegos la llamaban la Nueva Tierra Quemada, y los isleños sabían que algún día también estallaría, como Thera lo había hecho tantas veces antes.

Rojas estelas se reflejaban en la bahía. En el cielo ardía algo blanco azulado. Al oeste se desvaneció el resplandor dorado, pero no le sustituyó el negro sino un extraño brillo verde y anaranjado, de consistencia casi sólida, como un telón de fondo para los meteoros. Una vez más, Faetón conducía el carro del sol…

¡Los meteoros llegaban cada pocos segundos! Esquirlas de hielo entraban en la atmósfera y ardían con un resplandor. Las bolas de nieve trazaban estelas de un blanco verdoso. La Tierra se encontraba muy dentro del coma del Hamner-Brown.

—Curiosa distracción para nosotros —dijo Willis.

—¿Contemplar el cielo? Siempre me ha gustado —confesó MacDonald—. No me imaginas excavando en Nueva York, ¿verdad? Los lugares desiertos, donde el aire es claro, donde los hombres han observado las estrellas durante diez mil años, ahí es donde encuentras las civilizaciones antiguas. Pero jamás he visto un cielo como este.

—Me pregunto cuál sería su aspecto después de lo que… ya sabes.

MacDonald se encogió de hombros, con un gesto apenas perceptible en la semioscuridad.

—Platón no lo describe. Pero los hititas dicen que un dios de piedra surgió del mar para desafiar al cielo. Tal vez vieron la nube. También hay ciertos pasajes en la Biblia que podrían considerarse como relatos de testigos presenciales, pero desde una larga distancia. Nadie querría estar cerca de Thera cuando estalló.

Willis no respondió. No era de extrañar. Una gran luz verdosa cruzó ardiendo el cielo, hacia arriba, y duró unos segundos antes de que estallase y se extinguiera. Willis miró hacia el este. Una exclamación se quedó insonora en sus labios.

—¡Mac! ¡Vuélvete!

MacDonald se volvió.

El cielo apelmazado se alzó como un telón, permitiendo la vista por debajo del borde, perfectamente recto, a pocos grados por encima del horizonte. Encima estaba el brillo verde y anaranjado del coma del cometa. Debajo, la negrura en la que brillaban las estrellas.

—La sombra de la Tierra —dijo MacDonald—. Una sombra arrojada a través del coma. Ojalá mi mujer hubiera vivido para ver esto, sólo un año más…

Una gran luz brilló detrás de ellos. Willis se volvió. La luz se hundió lentamente… Era demasiado brillante para mirarla, cegadora, engullía el fondo… Willis la miró fijamente. ¿Qué era aquello? Se hundía, y desapareció.

—Espero que hayas apartado la vista —dijo MacDonald.

Willis no veía nada. Parpadeó inútilmente.

—Creo que estoy ciego —dijo. Tendió un brazo, palpó piedra y buscó la seguridad de una mano humana.

—No creo que importe —dijo en voz baja MacDonald.

Willis sintió un acceso de ira, pero se apaciguó en seguida. Supo al instante lo que quería decir. MacDonald le cogió de las muñecas y se las colocó alrededor de una roca.

—Agárrate fuerte a esta piedra. Te diré lo que veo.

—De acuerdo.

MacDonald habló apresuradamente.

—Cuando la luz se apagó, abrí los ojos. Por un momento creí ver algo así como un rayo violeta que iba hacia el cielo, pero desapareció. Surgió después desde detrás del horizonte. Aún nos queda algún tiempo.

—Thera es una isla que trae mala suerte —dijo Willis. No podía ver nada, ni siquiera la oscuridad.

—¿No te has preguntado alguna vez por qué siguen construyendo aquí? Algunas de las casas tienen centenares de años. Se producen erupciones con intervalos de pocos siglos. Pero ellos siempre regresan. Por eso, lo que estamos haciendo Alex, puedo ver la ola de la marea. A cada segundo que pasa es mayor. No sé si llegará a esta altura o no, pero de todos modos agárrate fuerte para resistir la onda expansiva del aire.

—Primero habrá un temblor de tierra. Supongo que este es el fin de la civilización griega.

—Supongo que sí. Y una nueva leyenda de la Atlántida, si alguien vive para contarlo El telón aún se está alzando.

—Al oeste hay estelas del núcleo, al este la sombra negra de la Tierra, meteoros por todas partes… —La voz de MacDonald se extinguió.

—¿Qué sucede?

—Cerré los ojos, pero ¡fue al noreste! ¡Y enorme!

—Greg, ¿quién llamó a esto el monte del profeta Elias? Es condenadamente apropiado.

El suelo tembló, la onda avanzó desde las entrañas de Thera, a través del canal magmático que el lecho marino había cubierto treinta y cinco siglos antes. Willis notó que la roca se retorcía entre sus brazos. Entonces Thera estalló. Una onda expansiva de vapor ardiente mezclado con lava arrebató a Willis y le mató al instante. Segundos más tarde el maremoto avanzó a través de la herida anaranjada.

Nadie viviría para contar la segunda explosión de Thera.

Mabel Hawker barajó sus cartas y sonrió para sus adentros. Veinte puntos. Tenía una buena mano. Su compañera, lamentablemente, no la tenía. Por la manera como Bea Anderson apostaba, habría en juego un centenar de dólares cuando el aparato aterrizara en el aeropuerto Kennedy.

El Boeing 747 sobrevolaba Nueva Jersey en su descenso hacia Nueva York. Mabel, Chet y los Anderson estaban sentados a una mesa en el departamento de primera clase, demasiado alejados de las ventanillas para ver algo. Mabel sentía que el juego de bridge le impidiera ver Nueva York, desde el aire. Nunca lo había visto, pero no quería que los Anderson lo supieran.

Los resplandores externos volvieron a iluminar las ventanillas.

—Tú apuestas, May —dijo Chet.

Los pasajeros que ocupaban los asientos junto a las ventanillas estiraban el cuello para ver mejor. Las voces se entremezclaban en el compartimiento, y Mabel notaba el miedo que se agazapa en la mente de todo pasajero.

—Lo siendo —dijo—. Dos diamantes.

—Cuatro corazones —dijo Bea Anderson, y Mabel dio un respingo.

Se oyó el suave sonido de un timbre y se encendió el letrero: «Abróchense los cinturones».

—Soy el comandante Ferrar —dijo una voz amistosa—. No sabemos qué ha sido ese resplandor, pero les pedimos que se abrochen los cinturones por si acaso. Sea lo que fuere, lo hemos dejado muy atrás.

La voz del piloto era muy tranquila y reconfortante. ¿Habría hecho Bea una declaración más alta de lo necesario? Oh, Dios, ¿sabía acaso lo que significaba una apertura con dos diamantes? Ahora tendría que jugar al alza…

Se produjo un ruido, como si algo muy grande fuera partido en dos lentamente. De repente el avión empezó a avanzar con dificultades, agitándose.

Mabel había leído que los viajeros experimentados mantenían sus cinturones abrochados holgadamente durante todo el viaje, y ella lo había hecho. Pero ahora se desabrochó el cinturón, dejó las cartas de cara abajo y se precipitó hacia un par de asientos vacíos junto a una ventanilla.

—Madre, ¿por qué haces eso? —le preguntó Chet. Mabel hizo una mueca. Le disgustaba que le llamaran «madre». Era una expresión de palurdo. Se tendió sobre los asientos y miró afuera.

El gran aparato cabeceó, mientras los pilotos trataban de compensar un súbito viento de cola que se movía casi a la misma velocidad que el avión. Las alas perdieron su capacidad de sustentación. El Boeing 747 cayó como una hoja, derrapando, bamboleándose, mientras los pilotos luchaban por dominarlo.

Mabel vio la ciudad de Nueva York a lo lejos. Allí estaba el Empire State Building, la estatua de la Libertad, el World Trade Center, tal como ella los había imaginado, pero emergiendo en un paisaje con una inclinación de cuarenta y cinco grados. En algún lugar su hija estaría en camino hacia el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy para recibir a sus padres y presentarles al muchacho con el que iba a casarse… Los alerones se deslizaban en el borde posterior del ala. El avión se bamboleó y vibró, y las cartas de Mabel volaron como mariposas asustadas. Sintió que el avión se alzaba, saliendo del picado.

Muy por encima corrían negras nubes como una cortina a través del cielo, más rápidas que el avión, centelleando con relámpagos a medida que se movían. Rayos por todas partes. Uno de ellos cayó sobre la estatua de la Libertad y fue absorbido por la antorcha que sostenía en su brazo la gran dama. Entonces, un rayo alcanzó al avión.

Pasado Ocean Boulevard había un risco, a cuyo pie se extendía la autopista costera del Pacífico. Más allá estaba el mar. En el borde del risco, un hombre con barba contemplaba el horizonte. Su expresión era de inefable felicidad.

La luz había brillado sólo uno o dos segundos, pero fue cegadora. Dejó en el campo visual del hombre barbudo la imagen de un globo azul. Un resplandor rojizo… extraños efectos luminosos que trazaban una columna vertical… Se volvió con una sonrisa de felicidad.

—¡Rezad! —gritó—. ¡El Día del Juicio ha llegado!

Una docena de transeúntes se detuvieron para mirarle. La mayoría no le hicieron caso, aunque su figura era impresionante, con los ojos brillantes y la espesa barba negra con dos mechones de un blanco níveo en la barbilla. Pero uno de los transeúntes se dirigió a él.

—Si no bajas de ahí será tu Día del Juicio. Va a producirse un terremoto.

El hombre barbudo apartó la vista. El que le había interpelado, un negro muy bien vestido, le habló de nuevo en un tono más apremiante.

—Si estás en el risco cuando se venga abajo, te perderás la mayor parte del Día del Juicio. ¡Vamos, baja de ahí!

El de la barba hizo un gesto de asentimiento y bajó para unirse al otro en la acera.

—Gracias, hermano.

La tierra tembló y gruñó. El hombre barbudo. Vio que el transeúnte del traje marrón se arrodillaba y le imitó. La tierra se agitó y se desprendieron algunas piedras del risco. Habrían aplastado al hombre barbudo si este hubiese permanecido donde estaba.

—Porque El viene —gritó el hombre barbudo—. Porque El viene para juzgar a la Tierra…

El otro se unió al salmo:

—… y con justicia para juzgar al mundo y a los pueblos con Su verdad.

Otros transeúntes se unieron a ellos. La tierra en movimiento se combó y onduló.

—Gloria al Padre y al…

Una intensa y repentina sacudida los arrojó al suelo. Volvieron a ponerse de rodillas. Cuando se detuvo el temblor del suelo, algunos de los que se habían unido al grupo echaron a correr, en busca de coches para huir tierra adentro…

—Oh, Cielos, glorificad al Señor —gritó el hombre barbudo. Los que se habían quedado se unieron al cántico. Las respuestas eran fáciles de aprender, y el hombre de la barba sabía todos los versículos.

En las aguas del océano se veían practicantes de surf. Habían flotado mientras duraron las violentas sacudidas. Ahora eran invisibles bajo una densa cortina de lluvia salada. Muchos de los que se habían unido al grupo del hombre barbudo huyeron y desaparecieron bajo aquella lluvia, pero él siguió orando, y se unieron a él otras personas que salieron de las casas vecinas.

—Oh, mares y corrientes, alabad al Señor, elogiadle y glorificadle para siempre.

La lluvia era torrencial, pero delante del hombre de la barba y su rebaño, una rara combinación de vientos despejaba un espacio que permitía ver el risco y la playa desierta. Las aguas retrocedían, espumeantes, dejando sobre las arenas mojadas por la lluvia pequeños objetos flotantes.

—Oh, vosotras, ballenas, y todo cuanto se mueve en las aguas, alabad al Señor…

El cántico finalizó. El grupo se arrodilló bajo la intensa lluvia y los relámpagos. El hombre de la barba creyó ver, a lo lejos, a través de la lluvia y más allá de las aguas que retrocedían, en el horizonte, que el océano se alzaba en una especie de joroba, un muro vertical al otro lado del mundo.

—Sálvanos, oh Dios —gritó el hombre de la barba— pues llegan las aguas, incluso hasta mi alma. —Los demás no sabían el salmo, pero escuchaban en silencio. Un siniestro fragor llegó desde el océano—. Me he hundido en cieno profundo, donde el pie no toca fondo. He entrado en aguas muy hondas, y una caudalosa corriente me ha arrollado. —El hombre barbudo pensó entonces que el resto del salmo no era nada apropiado, y empezó de nuevo—: El Señor es mi pastor. No padeceré miseria.

El agua avanzaba velozmente. El grupo terminó el salmo. Una de las mujeres se puso de pie.

—Reza ahora —le dijo el hombre barbudo.

El ruido del mar ahogó el resto de sus palabras, y una cortina de lluvia cayó sobre ellos, una lluvia cálida que ocultaba el mar y las olas. Luego apareció un inmenso muro de agua que superaba en altura al más alto de los edificios, un destructivo monstruo acuático, espumeante, gris y blanco en la base, alzándose como un telón verde. El hombre barbudo vio un objeto diminuto que se movía sobre la superficie del agua. Luego el muro le engulló a él y a su rebaño.

Gil descansaba boca abajo sobre la tabla, entretenido en pensamientos ociosos, esperando con los demás que llegara la gran ola. El agua chapoteaba bajo su vientre. El sol le quemaba la espalda. Otros practicantes de surf se mecían en una hilera a ambos lados de él.

Janine le miró, sonriente, con una sonrisa llena de promesas y recuerdos. Su marido estaría tres días más fuera de la ciudad. Gil le devolvió la sonrisa sin decir nada. Esperaba una ola. Sabía que el oleaje no era muy bueno en la playa de Santa Mónica, pero el apartamento de Janine estaba cerca y ya vendrían días mejores para practicar su deporte favorito.

Las casas y apartamentos situados en el risco parecían subir y bajar. Parecían nuevos, no como las casas de la playa de Malibu, que siempre parecían más viejas de lo que eran. Pero incluso allí se notaban las señales del tiempo. La entropía avanzaba veloz en la línea entre el mar y la tierra. Gil era joven, como todos los hombres que esperaban sobre sus tablas de surf aquella hermosa mañana. Tenía diecisiete, años, estaba bronceado por el sol y sus largos cabellos eran de un rubio casi blanco. Los músculos de su abdomen parecían las placas inconexas de un armadillo. Estaba contento de parecer mayor de lo que era. No había tenido que pagar por un lugar donde cobijarse o por comida desde que su padre le echó de casa. Siempre había mujeres mayores dispuestas a echarle una mano.

El marido de Janine le inspiraba una vaga simpatía. Él no suponía una amenaza para el hombre. No quería nada permanente. Janine podría haberse encaprichado de algún tipo que fuera con ella por su dinero y no estuviera dispuesto a perderla…

Un brillo repentino le hizo entrecerrar los ojos. Los reflejos de las olas eran algo corriente. Cuando cesó el resplandor, volvió a abrir los ojos para ver si se acercaba una ola. Vio una gran nube que se elevaba más allá del horizonte. La contempló, entornando los ojos, queriendo creer que…

—Viene una ola grande —dijo, poniéndose de rodillas sobre la tabla.

—¿Por dónde? —preguntó su amigo Corey.

—Ya lo verás.

Hizo girar su tabla y, utilizando sus largos brazos como remos, la dirigió mar adentro, inclinándose hasta que su mejilla casi tocaba la tabla. Estaba asustado, pero nadie lo sabría jamás.

—¡Espérame! —le gritó Janine.

Gil siguió remando. Otros le siguieron, pero sólo los más fuertes podían seguir su ritmo. Corey llegó a su altura.

—¡He visto la bola de fuego! —exclamó jadeando por el esfuerzo—. ¡Es el martillo de Lucifer! ¡Va a producirse una oleada!

Gil no respondió. No era la mejor ocasión para ponerse a hablar, pero los otros parloteaban entre ellos, y Gil remó con más fuerza dejándolos atrás. Un hombre debía estar solo en un momento así. Empezaba a enfrentarse al hecho de la muerte.

Empezó a llover, y él siguió remando. Miró atrás y vio que las casas y el risco retrocedían, quedaban a más altura, y aparecía una enorme extensión de nueva playa húmeda y brillante. Los relámpagos relucían en las colinas por encima de Malibu.

Las colinas habían cambiado. Los ordenados edificios de Santa Mónica se habían derrumbado. El horizonte ascendió.

La muerte era inevitable. ¿Qué podía hacer? Afrontarla con estilo. No quedaba otra alternativa. Gil siguió remando sobre las aguas que retrocedían, hasta que cesó el movimiento. Se había alejado mucho. Giró su tabla y esperó. Se acercaron otros que también esperaron bajo la intensa lluvia. Tal vez hablaban, pero Gil no podía oírlos. Tras él había un tremendo fragor. Gil aguardó un instante más y luego remó con todas sus fuerzas.

Se deslizó por el gran muro verde mientras las aguas se elevaban. Apoyado en rodillas y codos, notó que la sangre se agolpaba en su rostro, le presionaba los ojos, empezaba a brotarle por la nariz. La presión se hizo enorme, insoportable, pero pronto se suavizó. Aprovechando la velocidad que había adquirido, Gil giró la tabla y se deslizó hacia abajo y lateralmente a lo largo de la pared casi vertical, manteniendo el equilibrio sobre las rodillas…

Se levantó. Necesitaba más ángulo. Si pudiera llegar a la cima de la ola la rebasaría, podría librarse de su acometida.

Los ocupantes de otras tablas también las habían girado. Gil los vio delante de él, por encima y por debajo en la pared verde. Corey seguía una dirección equivocada. Gil le vio pasar a sus pies. Avanzaba a una velocidad endiablada y parecía aterrado.

Se acercaron al risco, que ahora quedaba por debajo de ellos. La casa de la playa y el embarcadero de Santa Mónica, con su tiovivo y todos los yates anclados en la vecindad desaparecieron bajo las aguas. Pudieron ver calles y automóviles. Gil atisbo un instante a un hombre barbudo arrodillado junto con otros. Luego las aguas los engulleron. La base del muro era un infierno de espuma blanca que arrastraba cascotes, cuerpos humanos y coches.

Pasó por encima de Santa Mónica Boulevard. La ola gigantesca barrió el Mall, añadiendo al espumoso caos de su base los restos de tiendas, personas, árboles en macetas y bicicletas. Cada vez que la ola arrollaba un edificio, Gil se agachaba para resistir los efectos del choque. La tabla golpeaba contra sus pies, y estuvo a punto de perderla. Vio que las aguas se tragaban a Tommy Schumacher, cuya tabla rebotaba y giraba locamente. Ya sólo quedaban dos tablas.

La cresta espumosa de la ola estaba muy lejos, y la revuelta base demasiado cerca. Gil notaba que sus piernas exhaustas ya casi no podían sostenerle. Vio una tabla vacía delante de él. ¿Quién era? No importaba. En seguida desapareció en el caos. Gil echó un rápido vistazo atrás. No había nadie. Estaba solo sobre la ola definitiva.

¡Oh, Dios, si viviera para contar aquello, qué película podría hacerse! Más espectacular que El verano interminable, más que El gigante en llamas. ¡Una película de surf que requeriría millones en efectos especiales! Si sus piernas le sostuvieran… Ya había conseguido un récord mundial, pues debía estar por lo menos a un kilómetro y medio tierra adentro, y nadie había corrido esa distancia sobre una ola. Pero la cresta espumosa y ondulante estaba muy alta, y los apartamentos Barrington, con su altura de treinta pisos, se acercaban a él, como un enorme matamoscas.

Lo que fue un cometa es ahora un pobre resto, unos puñados de rocas volantes y fragmentos de hielo sucio. El campo gravitatorio de la Tierra los ha esparcido por él cielo. Todavía pueden alcanzar el halo, pero jamás podrán reagruparse.

A uno y otro lado de la Tierra se han abierto cráteres ardientes. Los impactos en el mar brillan tanto como los de la tierra, pero los marinos se están empequeñeciendo. Muros de agua se ciernen a su alrededor, inclinando sus bordes hacia dentro.