En 1968, la proximidad de un asteroide llamado Icaro despertó un temor ligero pero muy concreto de que llegaba el fin del mundo. Ya habían circulado rumores de que una serie de cataclismos en todo el mundo iban a empezar en 1968. Cuando se conocieron las noticias de que el Icaro se dirigía a la Tierra e iba a acercarse al máximo él 15 de junio de 1968, de alguna manera se combinaron con los rumores del fin del mundo. En California, grupos de hippies se dirigieron a las montañas de Colorado, diciendo que querían estar seguros en terreno alto, antes de que cayera él asteroide y originase él hundimiento de California en el mar.
Daniel Cohen, Cómo terminará el mundo.
—¡Oye, pueblo mío, las palabras de Mateo! ¿No dice él que el sol se oscurecerá, que la luna no emitirá su luz y que las estrellas caerán de los cielos? ¿Y no es esto lo que ocurre en esta misma hora?
«¡Arrepentios! Arrepentios, hermanos y observad el cometa del Señor, el Martillo que cae sobre esta malvada Tierra. Escuchad las palabras del profeta Miqueas: “Porque he aquí que el Señor sale de su lugar, y bajará y pisará los lugares altos de la tierra. Y las montañas se derretirán bajo él, y los valles se hendirán, como cera ante el fuego, como aguas que se precipitan por un lugar empinado”».
«¡El llega pues! ¡Llega para juzgar a la Tierra, para juzgar justamente al mundo y a los pueblos con su verdad!».
—Han escuchado al reverendo Henry Armitage en «La hora que se aproxima». Esta y todas las emisiones del programa han sido posibles gracias a sus donaciones, y pedimos al Señor que bendiga a quienes han dado tan generosamente.
«No se necesitarán más donaciones. La hora llega y está ya al alcance de la mano».
Era un día de verano brillante y sin nubes. Soplaba una viva brisa marina, y la cuenca de Los Angeles estaba despejada.
A Tim Hamner no le entusiasmó aquel buen tiempo. La espectacularidad de los cielos nocturnos pudo verse mejor desde las montañas, y Tim permaneció en su observatorio de Angeles Forest la mayor parte de la semana anterior, pero la mejor visión del Hamner-Brown en el momento de máxima aproximación se tendría desde el espacio. Como él no podía estar en el espacio, quería otra cosa casi tan buena: contemplarlo todo en televisión a color. No le había sido difícil persuadir a Charlie Sharps para que le invitara al JPL.
Tenía que llegar allí a las nueve y media, pero los claros cielos con sus brillantes cintas de luz aterciopelada, le habían mantenido despierto hasta la madrugada. Se había estirado en el sofá. No quería acostarse en la cama, pero unos minutos de descanso no harían daño…
Naturalmente, durmió más de la cuenta. Ahora, con la cabeza espesa y los ojos acuosos, Tim apuntaba, más que conducir, su Grand Prix por la autopista de Ventura, hacia Pasadena. A pesar de que había salido tarde, esperaba llegar a tiempo. No había mucho tráfico.
—Estúpidos —murmuró Tim.
La fiebre del Martillo. Millares de habitantes de Los Angeles partían hacia las colinas. Harvey Randall le había dicho que el tráfico por la autopista sería escaso durante toda te semana, y había tenido razón. Aquel día, el martes de portento, como lo había llamado Mark Czescu, el tráfico era escaso.
De pronto vio delante el destello de luces rojas. El tráfico se hizo más lento. Tim soltó una maldición. Había un camión delante de él, de modo que no podía ver qué era lo que estaba aguando la fiesta. Pasó automáticamente al carril derecho, adelantándose a una señora mayor que conducía un Ford verde y que le dirigió horribles maldiciones mientras se colocaba ante ella.
—Probablemente se acuesta con las zapatillas de tenis puestas —murmuró Tim. ¿Pero qué pasaba allí adelante? El tráfico parecía haberse detenido del todo. La autopista se había convertido en un aparcamiento que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, tal vez, pensó Tim, hasta el cruce de Golden State. Miró por encima de su hombro. No vio a ningún policía de tráfico. Se metió en el arcén y avanzó, dejando atrás a los coches detenidos, hasta llegar a una salida.
A su derecha se encontraba el cementerio de Forest Lawn, no el original, que tantas canciones e historias había inspirado sino la colonia de Hollywood Hills. Las calles también estaban llenas de tráfico. Tim giró a la izquierda y pasó por debajo de la autopista. Su rostro era una sombría máscara de ansiedad y odio. Ya era bastante malo no estar en su observatorio el martes del portento, ¡pero tener que soportar además aquello! Estaba en el hermoso centro de la ciudad de Burbank, y su cometa se aproximaba al perigeo.
—¡No es justo! —gritó. Los peatones le miraron y continuaron su camino, pero a Tim no le importó—. ¡No es justo!
Había en el aire la carga eléctrica de la tormenta y el desastre. Eileen Hancock lo notaba como si unos dedos espectrales le pasaran por el cabello, en la nuca. Lo vio de forma más concreta mientras se dirigía en su coche al trabajo. A pesar de que el tráfico era escaso, la gente conducía mal. Trataban de adelantar en momentos inadecuados, reaccionaban tarde y entonces sus reacciones eran excesivas. Había muchos remolques llenos de enseres domésticos, que le recordaron a Eileen imágenes de refugiados de guerra, aunque los refugiados de Asia y África nunca llevaban con ellos jaulas de pájaros, colchones especiales para tratamientos de belleza y tocadiscos estereofónicos. Uno de los remolques había volcado en la dirección de Ventura, bloqueando los tres carriles. Algunos coches pasaban a duras penas por el arcén, pero los demás estaban inmóviles tras un montón de muebles derribados. La camioneta que había arrastrado el remolque estaba cruzada en el carril de la izquierda, con un Volkswagen empotrado en un costado.
«Menos mal que he llegado a Golden State», pensó Eileen. Por un instante sintió lástima por cualquiera que tratara de llegar a Pasadena aquella mañana, y maldijo al remolque y su propietario. Los coches que iban delante se detenían para mirar el accidente, y necesitó cinco minutos para recorrer el centenar de metros hasta la salida de Burbank. Condujo velozmente por las calles, y cuando se detuvo comprobó aliviada que la policía de Burbank parecía estar en otra parte. Dejó el coche en su aparcamiento, cedido por Corrigan y que incluso, ostentaba el nombre de Eileen.
El establecimiento de Corrigan, cercano a un supermercado, era engañosamente pequeño porque los almacenes se encontraban en un callejón situado detrás. El recibidor estaba decorado con nylon azul, skai marrón y cromo, y este último siempre se mostraba desteñido. Eileen creía que los Clientes mayoristas debían tener la impresión de un buen negocio capaz de cumplir con sus compromisos, pero carente de una opulencia que podría tentarles a presionar en los precios. La puerta principal ya estaba abierta.
—¿Quién está ahí? —preguntó Eileen.
—Soy yo. —Corrigan salió de su despacho, seguido por un aroma de café. Hacía tiempo que Eileen había instalado una máquina automática, y la dejaba dispuesta cada noche sotes de marcharse. Aquello había mejorado en gran manera el humor de Corrigan por las mañanas, pero no aquella mañana—. ¿Por qué se ha retrasado?
—Ha sido culpa del tráfico. Un accidente en el ramal de Ventura.
—Vaya.
—También usted está nervioso, ¿eh? —dijo Eileen.
Corrigan frunció el ceño, y luego sonrió tímidamente.
—Sí, supongo que sí. Temía que no se presentara. No hay nadie en la oficina, y sólo tres personas en el almacén. La radio dice que en la mitad de las tiendas de la ciudad faltan la mitad de los empleados.
—Y el resto de nosotros estamos asustados. —Pasó al lado de Corrigan y entró en su despacho. La limpia superficie del vidrio de su mesa relucía como un espejo. Eileen dejó el magnetofón y sacó las llaves, pero no abrió los cajones de su mesa. Salió de nuevo al área de recepción—. Yo me encargaré de la oficina —dijo.
Corrigan se encogió de hombros, mientras miraba a través del gran escaparate.
—Hoy no va a venir nadie.
—Sabrini está citado para las diez —dijo Eileen—. Cuarenta baños y cocinas, si podemos conseguir la decoración que quiere al precio justo.
Corrigan asintió. No parecía escucharla.
—¿Qué demonios es aquello? —preguntó señalando a través de la ventana.
Había una fila de personas, todas ellas vestidas con túnicas blancas y entonando himnos.
Parecían marcar el paso. Eileen miró más atentamente y vio la causa. Estaban encadenadas unas a otras. Se encogió de hombros. Los estudios Disney estaban a pocas manzanas de distancia, y la NBC no mucho más lejos. A menudo utilizaban Burbank para rodar exteriores urbanos.
—Puede que sean participantes en el programa «Hagamos un trato».
—Es demasiado pronto —dijo Corrigan.
—Entonces es algo de Disney. Una forma absurda de ganarse la vida.
—No veo ninguna cámara —opuso Corrigan. No parecía muy interesado. Miró unos momentos más—. ¿Ha tenido noticias de aquel rico amigo suyo? Este es su gran día.
Por un momento Eileen se sintió terriblemente sola.
—Últimamente no sé nada de él.
Empezó a sacar grandes fotos en color y las dispuso en el escaparate para mostrar atractivas combinaciones de muebles y accesorios: el baño con el que sueñan los clientes.
Por Alameda se podía pasar a bastante velocidad. Tim Hamner trató de recordar las conexiones con el norte de Pasadena. Ante él se alzaban altas colinas, las Verdugo Hills, que atravesaban el valle de San Fernando y separaban las ciudades de la ladera de Burbank. Tim sabía que en alguna parte había una nueva autopista, pero no sabía cómo encontrarla.
—¡Maldita sea! —gritó.
Meses de preparación, meses esperando su cometa, y ahora se acercaba a ochenta kilómetros por segundo y él pasaba en aquel momento ante los estudios Walt Disney. Una parte de su mente le decía que aquello tenía su gracia, pero Tim no apreciaba el humor de la situación. Pensó seguir por Alameda hasta Golden State. Si el tráfico era fluido, volvería por allí a la autopista de Ventura. En caso contrario, seguiría todo el trayecto por las calles normales y al diablo con las tarjetas de peaje… ¿Pero qué había allí adelante?
No sólo eran coches atascados en una intersección, inmóviles a pesar de que los semáforos estaban en verde, sino coches que buscaban espacio, que se abrían paso a duras penas entre los demás vehículos, tratando de llegar al callejón situado más allá. Más coches, detenidos, y peatones que se movían entre el enjambre. Apenas había tiempo para situarse en el carril de la derecha. Tim entró en una gran zona de aparcamiento, esperando seguir a los coches que avanzaban hasta un pasillo.
¡Callejón sin salida! Se encontraba en un gran aparcamiento y el camino estaba totalmente bloqueado por un camión de reparto. Tim frenó y puso el punto muerto. Cerró despaciosamente el contacto. Entonces aporreó el tablero y blasfemó, utilizando palabras que no había recordado durante años. No había lugar alguno a donde ir. Tras él se habían detenido más coches. Era imposible moverse.
Pensó que se encontraba en dificultades. Bajó del coche y se dirigió a Alameda. Tal vez encontraría una tienda de electrodomésticos. Si no tenían algún televisor en el escaparate que transmitiera las noticias sobre el cometa, compraría uno en el acto.
Alameda estaba atestada de coches. Los parachoques se tocaban, y ninguno de ellos se movía. Y había gritos allá arriba, en el cruce donde parecía estar el centro de atención. ¿Robo? ¿Un francotirador? Tim no quería estar presente si ocurría algo así. Pero no, aquellos gritos eran de rabia, no de miedo. Y el cruce estaba lleno de policías uniformados de azul. También había algo más. ¿Túnicas blancas? Alguien con una túnica blanca se aproximaba a él. Hamner trató de esquivarlo, pero el hombre se interpuso en su camino.
Probablemente aquella túnica era una sábana corriente, y desde luego el hombre vestía ropas convencionales bajo ella. Era un joven barbudo, con la sonrisa en los labios, pero insistente.
—¡Señor! ¡Rece! ¡Rece para que el martillo de Lucifer pase sin hacer daño! ¡Hay muy poco tiempo!
—Ya lo sé —dijo Tim. Intentó marcharse, pero el hombre avanzó con él.
—¡Rece! La ira de Dios cae sobre nosotros. Sí, la hora se aproxima y está a punto de llegar, pero Dios salvará la ciudad para diez hombres justos. Arrepiéntase y sálvese, y salve a nuestra ciudad.
—¿Cuántos de ustedes hay allí? —preguntó Tim.
—Hay un centenar de Guardianes —respondió el hombre.
—Eso es más que diez. Ahora déjeme marchar.
—Pero usted no comprende. Nosotros, los Guardianes, salvaremos la ciudad. Hemos rogado durante meses. Hemos prometido a Dios el arrepentimiento de millares. —Los intensos ojos pardos miraron fijo a Hamner. Entonces el joven le reconoció—. ¡Es él! ¡Usted es Timothy Hamner! Le vi en la televisión. Rece, hermano. ¡Únase a nosotros en plegaria, y el mundo lo sabrá!
—Desde luego. La NBC está al final de la calle.
Tim frunció el ceño. Dos policías de Burbank se acercaban por detrás al Guardián del Cometa, y no precisamente sonriendo.
—¿Le está molestando este hombre, señor? —preguntó el policía más alto.
—Sí —dijo Tim.
El policía sonrió.
—¡Te cogí! —dijo agarrando al hombre de la túnica por el brazo—. Tienes derecho a permanecer en silencio. Si te entregas…
—Ya sé todas esas chorradas —dijo el Guardián—. ¡Miradle! ¡Es el hombre que inventó el cometa!
—Nadie inventa un cometa, idiota —dijo Tim—. Oiga, oficial, ¿sabe dónde hay una tienda de televisores? Quiero ver las fotos del cometa desde el espacio.
—Siga recto y encontrará una. ¿Quiere darnos su nombre y dirección?
Tim sacó una tarjeta y se la entregó al policía. Luego echó a andar rápidamente hacia el cruce.
Eileen tenía una vista excelente a través del escaparate. Estaba sentada al lado de Joe Corrigan, tomando café. Era evidente que su arquitecto no iba a poder llegar debido al atasco de tráfico. Jefe y empleada habían acercado al escaparate grandes sillas cromadas y la mesita de centro, y se entretenían contemplando a toda aquella gente airada.
La causa de aquel lío estaba al otro lado de la calle, en diagonal. Veinte o treinta hombres y mujeres con túnicas blancas, no todas ellas sábanas de cama, se habían encadenado de un lado a otro de Alameda, a farolas o postes telefónicos, y entonaban himnos. La calidad de sus canciones había sido bastante buena durante un rato, pero la policía se llevó pronto a su líder de barbas blancas, y ahora sonaban discordantes.
A cada lado de la cadena humana una infinita variedad de automóviles estaban amontonados como sardinas en lata. Viejas rancheras Ford para cargar las compras; Mercedes con chofer que transportaban estrellas o ejecutivos de los estudios; camionetas y remolques para acampar, nuevos coches japoneses de importación, Chevrolets y Plymouths, todos juntos e inmóviles. Algunos conductores aún trataban de salir, pero la mayor parte se habían resignado. Una horda de predicadores con túnica andaba entre el enjambre de vehículos. Se detenían para hablar con cada conductor y rezaban. Algunos conductores les gritaban. Unos pocos escuchaban. Uno o dos incluso bajaron de sus coches y se arrodillaron para rezar.
—Es todo un espectáculo, ¿eh? —dijo Corrigan—. ¿Por qué diablos no eligieron algún otro lugar?
—¿Con la cadena de la NBC casi al lado? Si el cometa pasa de largo sin hacer ningún daño, se jactarán de haber salvado al mundo. ¿No ha visto a ninguno de esos locos que salen por la televisión desde hace años?
Corrigan asintió.
—Parece como si esta vez fuera su gran ocasión. Mira, ya llegan las cámaras de televisión.
Cuando vieron a los chicos de la tele, los predicadores redoblaron sus esfuerzos. El himno se detuvo un momento y empezó de nuevo: «Dios mío, estoy más cerca de Ti». Los predicadores tenían que hablar rápido, y a veces se interrumpían a mitad de frase para evitar a la policía. Los uniformes azules iban a la caza de las túnicas blancas mientras sonaban las bocinas de los coches y se oían los gritos de los conductores.
—Será un día memorable —dijo Corrigan.
—Les va a costar despejar todo esto.
—Sí.
Desde luego, el atasco de tráfico tardaría mucho en resolverse. Demasiados coches habían sido abandonados. Muchas personas se movían entre los coches, con camisas deportivas estampadas o trajes de franela gris que destacaban entre las túnicas blancas y los uniformes azules. Algunos conductores iban con ropas de trabajo. Muchos sentían tentaciones de cometer un asesinato. Otras habían cerrado sus coches e ido en busca de una cafetería. El supermercado cercano estaba vendiendo grandes cantidades de cerveza. Aun así, mucha gente se apiñaba en las aceras y rezaba.
Entraron dos policías en el establecimiento. Eileen y Corrigan les saludaron. Ambos solían patrullar por la vecindad, y el más joven, Eric, a menudo tomaba café con Eileen en una cafetería cercana. A Eileen le recordaba su hermano menor.
—¿Tienen unas tijeras para cortar hierro? —preguntó el inspector Harris, yendo al grano de inmediato—. Tenemos un trabajo pesado.
—Creo que sí —dijo Corrigan. Cogió un teléfono y oprimió un botón. Esperó, pero no hubo respuesta—. Vaya, el personal del almacén está afuera contemplando el espectáculo. Iré a por ellas.
—¿No tienen llaves? —preguntó Eileen.
—No. —Larsen le sonrió—. Se libraron de ellas antes de venir aquí. —Entonces meneó la cabeza, con preocupación—. Si no logramos que esos locos se vayan en seguida habrá tumultos. No hay forma de protegerlos.
El otro policía soltó un bufido.
—A mí me importa un rábano lo que les pase. Son estúpidos. A veces creo que los estúpidos heredarán la Tierra.
—Desde luego. —Eric Larsen se detuvo ante la ventana y observó a los Guardianes, mientras silbaba distraídamente entre dientes Adelante, soldados cristianos.
Eileen soltó una risita.
—¿En qué piensa, Eric?
—¿Eh? —La miró con expresión tímida.
—El profesor está escribiendo un guión de cine —dijo Harris.
Eric se encogió de hombros.
—De televisión. Imagine a James Garner inmovilizado ahí afuera. Está buscando a un asesino. Uno de los conductores ha salido dispuesto a cometer un crimen. Lo hace, coge una sábana y una cadena, y nosotros llegamos para llevárnoslo antes de que Garner pueda encontrarlo.
—Dios mío —dijo Harris.
—Me ha parecido bastante bueno —dijo Eileen—. ¿Ya quién mata?
—Pues le mata a usted.
—Oh.
—Con el asesinato de la chica de anoche tengo bastante para los próximos veinte años.
Por un momento Eric pareció como si le hubieran dado un golpe en la nuca.
Joe Corrigan regresó con cuatro pares de tijeras para hierro. Los policías le dieron las gracias. Harris garabateó su nombre y número de placa en un papel y entregó dos pares a Eric Larsen. Salieron para distribuir las herramientas a los otros policías, y los uniformes azules avanzaron a lo largo de la cadena, liberando a los de las túnicas blancas y encadenándolos de nuevo con esposas. A empellones, reunieron a los Guardianes en la acera. Algunos se resistieron, pero la mayoría obedecieron sin rechistar.
Corrigan alzó la vista, sorprendido.
—¿Qué era…?
—¿Eh? —Eileen miró vagamente alrededor de la oficina.
—No lo sé.
Corrigan frunció el ceño, tratando de recordar, pero la visión había sido demasiado vaga, como si las nubes se hubieran apartado para revelar el sol durante breves momentos y se hubieran cerrado de nuevo. Pero no había nubes. Era un brillante día de verano, sin nubes.
Era una hermosa casa, bien planeada en la que los dormitorios se extendían como un brazo, partiendo de la enorme sala de estar. Alim Nassor siempre había deseado poseer una chimenea. Podía imaginar las fiestas en una sala como aquella, los hermanos y hermanas chapoteando en la piscina, el rumor de las conversaciones, el olor de marihuana suficiente para hacerle a uno volar aunque no fume, una camioneta descargando innumerables pizzas… Algún día tendría una casa así. De momento, estaba atracando aquella.
Harold y Hannibal juntaban piezas de plata sobre una sábana. Gay estaba buscando la caja fuerte, a su manera particular: de pie en medio de la estancia, miraba lentamente a su alrededor, luego miraba detrás de los cuadros o levantaba la alfombra… Pasaba a otra habitación, se ponía en el medio, miraba alrededor y abría los armarios… Hasta que encontró la caja fuerte empotrada en cemento, bajo la alfombra de un ropero. Sacó el taladro de su estuche.
—Enchufa esto —dijo.
Alim obedeció. Acataba órdenes cuando era necesario.
—Si esta vez no encontramos nada, se acabó buscar las cajas fuertes —ordenó.
Gay hizo un gesto de asentimiento. Habían abierto cuatro cajas fuertes en otras tantas casas, y todas estaban vacías. Parecía como si todo el mundo en Bel Air hubiera depositado sus joyas en bancos o las hubieran llevado consigo.
Alim regresó a la sala de estar para mirar a través de las transparentes cortinas. Era un brillante día de verano, sin nubes, en el que todo permanecía quieto. No había nadie a la vista. La mitad de las familias se habían ido a las colinas, y el resto de los hombres estaban haciendo las cosas que sabían hacer para poseer casas como aquella, y cualquiera que permaneciese en su casa debía estar contemplando la televisión para ver si los locutores habían cometido un error. Aquella clase de personas eran las que temían al cometa. Pero la gente como Alim, o la madre de Alim, que se ganaba la vida fregando suelos y tenía las rodillas destrozadas, o incluso el tendero a quien él le había disparado, aquella gente que tenía algo real que temer, no se preocupaba por la apariencia de una maldita luz en el cielo.
Bien, la calle estaba vacía. Trabajaban sin sudar y recogían un botín considerable. Al diablo con las joyas. Había objetos de plata, cuadros, receptores de televisión que oscilaban entre diminutos y enormes, dos o tres en cada casa. Habían almacenado en el camión un ordenador electrónico doméstico y un gran telescopio, cosas extrañas, difíciles de vender, y media docena de máquinas de escribir. Generalmente recogían también algunas armas, pero esta vez no. Los blancos en desbandada se habían llevado las armas.
—¡Mierda! Eh, hermanos…
Alim fue corriendo, y casi tropezó con Hannibal en la puerta.
Gay había abierto la caja fuerte y estaba sacando bolsas de plástico. Era un material que no podía guardarse en la bóveda acorazada de ningún banco. Tres bolsas de marihuana de primera calidad. Oh, señor Blanco, ¿estaban sus vecinos enterados de esto? Había también pequeñas cantidades de drogas más duras: coca, hashish oscuro y un frasquito que podría contener aceite de hashish, pero no tenía ninguna etiqueta y sería una locura probarlo. Gay, Harols y Hannibal no podían ocultar su alegría. Gay buscó papeles y empezó a preparar un porro.
—¡Basta! —Alim golpeó las manos de Gay, tirando al suelo el papel y la hierba—. ¿Os habéis vuelto locos? ¿Queréis drogaros en medio del trabajo, cuando todavía nos quedan cuatro casas por visitar? ¡Dadme todo eso! ¡Todo! Queréis una fiesta. Muy bien, tendremos una buena fiesta cuando estemos libres en casa.
A los demás no les hizo ninguna gracia la reprimenda, pero entregaron las bolsas a Alim y este las guardó en los bolsillos de su holgada guerrera. Luego salieron de la casa, cargados con cuatro pesados bultos envueltos en sábanas.
Alim no se lo había llevado todo, pero no importaba. Al menos estarían bien cubiertos hasta que todo aquello pasara.
Alim cogió una radio y un tostador y siguió a los otros. La luz del día le hizo parpadear. Gay estaba en la parte trasera del camión, ajustando el toldo. Harold puso en marcha el motor. Todo iba bien. Alim se detuvo ante la puerta abierta del vehículo y echó un vistazo al camino.
Vio un árbol alto entre el césped que arrojaba dos sombras alargadas. Y un árbol más pequeño también tenía dos sombras. Miró al suelo y vio sus dos sombras, una de ellas moviéndose. Alzó la vista y vio un segundo sol que caía del cielo y se ocultaba tras la colina. Parpadeó. Cerró los ojos con fuerza y vio una intensa luminosidad violeta.
Subió al camión. Mientras bajaban por el sendero conectó la radio.
—Atención, Jackie, atención, Jackie. Maldito hijo de perra, ¡contesta!
—¿Quién es? ¿Alim Nassor?
—Sí. ¿Lo has visto?
—Si he visto, ¿qué?
—El cometa, ¡el Martillo de Dios! Le he visto caer. ¡He visto cómo cruzaba el cielo ardiendo, hasta que se estrelló! Jackie, escucha bien, porque estos cacharros no van a funcionar dentro de un momento. El cometa ha chocado. Todo ha sido verdad, y tenemos que reunimos.
—Alim, debes haber encontrado algo especial. ¿Coca, tal vez?
—Es cierto, Jackie. El mundo ha sido golpeado. Habrá terremotos y mareas inmensas. Llama a todo el mundo y diles que nos encontraremos… en la cabaña cerca de Grapevine. Tenemos que permanecer juntos. No nos ahogaremos porque estamos a mucha altura, pero tenemos que reunimos.
—Alim, esto es una locura. Todavía he de ir a dos casas, hemos recogido un montón de material, ¿y que me dices que ha llegado el fin del mundo?
—¡Llama a alguien, Jackie! ¡Alguien tiene que haberlo visto! Mira, tengo que llamar a los demás mientras todavía funciona la radio.
Alim cerró la comunicación. Todavía estaban en el camino. El rostro de Harold había adquirido un matiz ceniciento.
—Yo también lo he visto. George… Alim, ¿crees que estamos demasiado altos para ahogarnos? No quiero ahogarme.
—Estamos tan altos como es posible. Tenemos que bajar antes de llegar a Grapevine. Muévete, Harols. Tenemos que pasar por la zona baja antes de que llueva demasiado.
Harold aceleró. Alim conectó la radio. ¿Estaban realmente demasiado altos para ahogarse? ¿Había alguien, en alguna parte?