LA MAÑANA DE LA CAÍDA DEL MARTILLO

Hay un lugar con cuatro soles en el cielo, rojo, blanco, azul y amarillo. Dos de ellos están tan próximos que se tocan, y entre ellos fluye material de estrellas.

Conozco un mundo con un millón de lunas. Conozco un sol del tamaño de la Tierra, hecho de diamante.

Carl Sagan, La conexión cósmica: una perspectiva extraterrestre

Cuando Rick Delanty se despertó la mañana era maravillosa. Un rectángulo de luz avanzaba por su brazo. Aquellas magníficas mañanas llegaban cada hora y media a bordo del laboratorio espacial, y todavía no se había cansado de ellas. Utilizó el tubo y salió del Apolo. Ante las grandes ventanillas del laboratorio espacial se amontonaban telescopios, cámaras y otros instrumentos. Para poder ver el exterior había que alzar el cuello por encima de ellos, sujetándose a los pasamanos de las mamparas, flotando en los espacios abiertos.

Baker y Leonilla Malik estaban introduciendo datos en el ordenador de a bordo. Ella alzó la vista hacia el recién llegado.

—Hola, Rick —le saludó, pero volvió en seguida al trabajo sin llegar a ver la viva sonrisa de Rick. Era hora de trabajar, pero Rick Delanty aún era en parte un turista, y estaba ansioso de ver la aparición del cometa. Encontró un telescopio de observación que no había sido usado hasta el momento. Tenía un gran protector contra el sol empotrado, de modo que Rick podía mirar el cometa sin temor a que la luz le cegara.

Ante los ojos se ofrecía una especie de representación estilizada del resplandor solar en pintura de brillantes colores. Era como caer en un pozo profundo durante un viaje con LSD. Los alegres regueros luminosos de la cola fluían hacia el exterior tan lentamente como un eclipse lunar. En el corazón del cometa la superficie parecía granulosa.

—Atención, Houston —dijo Baker—. Observamos un movimiento lateral relativo hacia nosotros. Creo que podréis verlo con vuestro sistema telemétrico. Y todavía hay actividad, aunque ha estado disminuyendo desde que el Martillo rodeó el Sol. En la última observación sólo hemos registrado una explosión, pero poca cosa, no como el gran estallido que observamos ayer.

—Atención, laboratorio, parece que hay algún error en los datos. El JPL solicita el seguimiento óptico de la porción más grande que podáis encontrar. ¿Podéis hacerlo?

—Lo intentaremos, Houston.

—Yo lo haré, Johnny —dijo Rick. Hizo girar la manivela del telescopio y atisbo la oscuridad—. Leonilla, ¿quieres echarme una mano? Ajusta la telemetría.

—De acuerdo —dijo ella.

Baker prosiguió su informe.

—Houston, el núcleo está muy extendido, y el coma es enorme. He introducido el diámetro angular en el ordenador y el resultado es de ciento cuarenta mil kilómetros. Tan grande como Júpiter. Podría envolver la Tierra sin que nos diéramos cuenta.

—No diga tonterías —respondió una voz familiar—. La gravedad lo desmenuzaría…

La voz de Charlie Sharps empezó a desvanecerse.

—Houston, no les oímos bien —dijo Baker.

—Eso no es Houston. Es Sharps, del JPL —dijo Rick sin apartar la vista del telescopio.

—Pero lo recibimos a través de Houston. Maldición. El material del cometa está trastornando la ionosfera. Vamos a tener problemas de comunicaciones hasta que esa cosa haya pasado. Será mejor que grabemos las observaciones que hagamos, por si no nos oyen.

—De acuerdo —dijo Delanty, y siguió mirando a través del telescopio.

Ante él se extendía el núcleo del Hamner-Brown. Le resultaba difícil centrar el aparato en la masa que había escogido. No había suficiente contraste para utilizar un sistema de seguimiento automático, y había que hacerlo a ojo. Delanty sonrió. Era un contratiempo más para el hombre espacial.

Vio una gruesa masa de polvo brillante que se movía lentamente, unas cuantas montañas volantes y muchas más partículas menores, todas mezcladas, sin orden, moviéndose al parecer caprichosamente mientras respondían a la presión luminosa y proseguían la actividad química. Era la materia primigenia del caos. A Rick se le hacía la boca agua: pensaba en la posibilidad de ir allí con una nave espacial, aterrizar en una de aquellas montañas y salir para echar un vistazo. La velocidad de ochenta kilómetros por segundo a la que se movían aquellas montañas no se apercibía.

Pero habrían de transcurrir décadas antes de que la NASA pudiera construir aquella clase de naves tripuladas, si es que alguien las construía alguna vez. Y cuando lo hicieran, Rick Delanty sería un viejo fatigado.

Entonces pensó que aquella no sería su última misión. Pronto funcionaría la lanzadera espacial, si aquellos malditos congresistas dejaban de poner pegas a los gastos de exploración espacial…

Pieter Jakov había estado trabajando con un espectroscopio. Finalizó sus observaciones y dijo:

—Para esta mañana nos han impuesto un programa febril. Veo que la actividad fuera del vehículo para la comprobación final de los instrumentos externos es optativa. ¿Qué os parece? Nos quedan dos horas.

—Loco ruso. No, no vamos a salir con eso ahí afuera. Un copo de nieve a esa velocidad no puede hacer un agujero en el laboratorio, pero no te quepa duda de que puede hacer un agujero del tamaño del puño en tu traje espacial. —Baker echó un vistazo a la lectora del ordenador y frunció el ceño—. Rick, ¿dónde has efectuado esa última observación óptica?

—Una gran montaña —respondió Rick—. Hacia el centro del núcleo, como ellos pidieron. ¿Por qué?

—No, por nada. —Baker conectó el micrófono—. Houston, Houston, ¿les han llegado las lecturas ópticas?

—… Negativo, laboratorio… Envíen de nuevo.

—¿Qué diablos ocurre, Johnny? —preguntó Rick.

Johnny se quedó pensativo.

—Tanto Houston como el JPL perciben la distancia con un error de nueve mil kilómetros.

Introduciendo tus datos en el ordenador de a bordo obtengo un cuarto de esa distancia. Ellos disponen de mejores medios para calcular, pero nosotros tenemos datos mejores.

—Bueno, dos mil kilómetros son dos mil kilómetros —dijo Delanty, pero no pareció convencido.

—Ojalá no tuviéramos ningún fallo en la antena principal.

—Saldré a repararla —dijo Jakov.

—No —negó Baker abruptamente, con la autoridad del comandante—. Todavía no hemos perdido a nadie en el espacio. ¿Por qué empezar ahora?

—¿No deberíamos preguntar al control de Tierra? —inquirió Leonilla.

—Ellos me pusieron al frente de esto —dijo Baker—. Y digo que no. Pieter Jakov guardó silencio. Rick Delanty recordaba que los soviéticos habían perdido hombres en el espacio: los tres pilotos de Soyuz perdidos en el vuelo de regreso, y que todo el mundo conocía, y otros más, de los que sólo se sabía por rumores e historias contadas por la noche al calor del vodka. Se preguntó, y no era la primera vez que lo hacía, si la NASA no había sido demasiado cauta. Con menos precauciones de seguridad, los Estados Unidos podrían haber llegado un poco antes a la Luna, habrían explorado mucho más, habrían aprendido más y, sí, habrían creado uno o dos mártires. La Luna había sido demasiado costosa en dinero, pero demasiado barata en vidas para obtener la popularidad que necesitaba. Cuando el Apolo XI llegó a ella, la misión era rutinaria.

Tal vez era aquello lo que deberían hacer. La imagen de Johnny Baker avanzando por el ala rota del laboratorio espacial, la imagen de un hombre en aquel medio hostil, arriesgándose a la más solitaria de las muertes… aquello había dado al programa espacial un impulso casi tan grande como el paso gigantesco de Neil Armstrong.

Se oyó el ruido de un impacto, luego otro, y en el tablero de control se encendieron luces rojas de aviso.

Sin pensar nada, Rick Delanty saltó hacia la caja roja más próxima. Era una caja cuadrada, igual que otras colocadas en diversos lugares del laboratorio espacial. La abrió y extrajo varias placas de metal con uno de los lados cubiertos por una materia adhesiva, y una especie de parches mayores, que parecían de caucho. Miró a Baker, esperando instrucciones.

—No hay ningún agujero —dijo Johnny—. Es arena. —Miró el tablero y frunció el ceño—. Y estamos perdiendo eficacia en las células solares. Pieter, cubre todos los instrumentos ópticos. Tendremos que reservarlos para una observación más de cerca.

—De acuerdo —dijo Jakov, avanzando hacia los instrumentos.

Delanty seguía sosteniendo los parches contra meteoros, por si acaso.

—Depende de lo grande que sea el núcleo —dijo Pieter Jakov desde el extremo distante de la cápsula espacial—. Y todavía hemos de obtener cálculos exactos de la anchura que abarca la materia sólida. Me parece muy probable que la Tierra… y nosotros… seamos golpeados por grava a elevada velocidad, si no es algo peor.

—Sí, eso es lo que pensaba —dijo Johnny Baker—. Hemos estado buscando el movimiento lateral. Bien, lo hemos encontrado, pero ¿es suficiente? Tal vez deberíamos dar por terminada esta misión.

Hubo un momento de silencio.

—No, por favor —dijo Leonilla.

—Secundo esa negativa —añadió Rick—. Tú tampoco quieres que finalice la misión. ¿Quién lo desea?

—Yo no —dijo Jakov.

—Hay unanimidad. Pero esto apenas es una democracia —dijo Baker—. Hemos perdido mucha energía. Va a hacer calor aquí dentro.

—Lo aguantaste en el otro laboratorio espacial mientras arreglaban el ala —dijo Delanty—. Si pudiste antes, podrás ahora. Y nosotros también.

—Muy bien —concluyó Baker—. Pero tú tendrás que ocuparte de esos parches contra meteoros, por si hay una emergencia.

—Sí, señor.

Minutos después, el núcleo del Hamner-Brown se precipitó detrás de la Tierra. La Luna surgió envuelta en su red espectral de ondas de choque. Leonilla sirvió el desayuno.

Al alba, Harvey Randall estaba sentado en una tumbona, en el césped. Sobre una mesita tenía tabaco y café, mientras que otra sostenía el televisor portátil. Con el alba desapareció el extraordinario espectáculo celeste, y se quedó un poco deprimido. Aún estaba bajo los efectos del alcohol y no se encontraba en condiciones para trabajar. Loretta le encontró en el mismo estado dos horas después.

—He ido a trabajar en peores condiciones —le dijo a su esposa—. Valía la pena.

—Muy bien. ¿Estás seguro de que puedes conducir?

—Claro que sí —respondió él. Aquella era la canción de siempre.

—¿Dónde irás hoy?

Él no notó la preocupación en su voz.

—Me ha costado mucho decidirlo, porque la verdad es que deseo estar en todas partes a la vez. Pero el equipo científico de la emisora estará en el JPL, y también hay un buen equipo en Houston. Creo que empezaré por el Ayuntamiento. Bentley Allen y su personal dirigen serenamente los asuntos de la ciudad mientras la mitad de la población corre hacia las colinas.

—Pero eso está en el centro de la ciudad.

—¿Y qué?

—¿Qué ocurrirá si choca el cometa? Estarás a kilómetros de distancia. ¿Cómo podrás volver?

—Loretta, no va a chocar. Escucha…

—¡Has llenado la piscina de agua, y no pude usarla ayer porque la has cubierto! —Alzó la voz—. Te has gastado doscientos dólares en carne seca, has enviado al chico a las montañas, has llenado el garaje con licores caros y…

—Loretta…

—… y no bebemos esas cosas, ni nadie puede comer esa carne a menos que se esté muriendo de hambre. Así que crees que vamos a pasar hambre, ¿no?

—No, cariño. Las posibilidades son de centenares contra una…

—Harvey, por favor, quédate hoy en casa. Sólo esta vez. Nunca he puesto dificultades por el hecho de que estés siempre fuera. No me quejé cuando te ofreciste como voluntario para hacer otra gira por Vietnam. No me quejé cuando te fuiste al Perú. No me quejé cuando pasaste tres semanas en Alaska. Nunca puse pegas por tener que educar yo sola a nuestro hijo, que nunca ve a su padre. Ya sé que tu trabajo significa más que yo para ti, pero, por favor, Harvey, ¿no significo algo para ti?

—Claro que sí. —La cogió y la atrajo hacia él—. Dios mío, ¿eso es lo que sientes? El trabajo no significa más que tú.

Es sólo el dinero, pensó. Pero no podía decirlo, no podía decir que él no necesitaba el dinero, pero ella sí.

—Entonces, ¿te quedarás?

—No puedo. De veras, Loretta. Esos documentales han Sido buenos, muy buenos incluso. Es posible que reciba una oferta de la ABC. Muy pronto necesitarán un nuevo director de programas científicos, y eso significa mucho dinero. Y existe la auténtica posibilidad de escribir un libro…

—Has estado levantado toda la noche, Harvey, y no estás en condiciones de ir a ningún sitio. Y estoy asustada.

Harvey la abrazó fuerte y la besó. Pensó que la culpa era suya. ¿Cómo no iba a estar asustada después de que hubiera comprado todo aquello? Pero no podía perderse el día del Martillo…

—Mira, enviaré a algún otro al Ayuntamiento.

—¡Muy bien!

—Y diré a Charlie y Manuel que se reúnan conmigo en la universidad de California y Los Angeles.

—Pero ¿por qué no puedes quedarte aquí?

—Tengo que hacer algo, Loretta. Llámalo orgullo viril si quieres. ¿Cómo voy a decir a la gente que me he quedado escondido en casa después de haber proclamado que no había ningún peligro? Mira, haré algunas entrevistas. El gobernador está en la ciudad, para asistir a no sé qué acto caritativo en el Club de Campo de Los Angeles. Iré allí después de que haya pasado el cometa. Y no estaré a más de diez o quince minutos de aquí. Si algo sucede, volveré rápidamente a casa.

—De acuerdo, pero todavía no has terminado el desayuno. Se está enfriando. Te he llenado el termo y he dejado una cerveza en el furgón. Harvey comió con rapidez. Ella se sentó y le contempló mientras lo hacía, sin probar bocado por su parte. Rió sus gracias y le dijo que tuviera cuidado cuando bajara la colina.

Las comunicaciones seguían siendo malas. Los astronautas grababan la mayor parte de sus observaciones. Sería importante registrarlas, puesto que los instrumentos no iban a ser de mucha utilidad. Demasiada arena azotaba el ingenio espacial. Cuidaron de resguardar el gran telescopio, al que podía acoplarse el televisor en color, y habían efectuado una grabación en vídeo a la vez que trataban de enviarla a la Tierra.

—La energía solar ha descendido en cerca del veinticinco por ciento —informó Rick Delanty.

—Ahorremos las baterías —dijo Baker.

—Bien.

El calor aumentaba en la nave espacial, pero necesitaban la energía para los grabadores y otros instrumentos.

Leonilla Malik hablaba en rápido ruso al micrófono. Jakov accionaba los controles de transmisión, tratando de obtener alguna respuesta de Bakunyar, pero era en vano. Leonilla siguió grabando. En aquel medio ingrávido, en el que flotaban los hombres y las cosas, la cosmonauta se había colocado en una posición extraña, con el cuerpo torcido para atisbar por la mirilla de observación sin dejar de ver el tablero de instrumentos. Rick trataba de comprender lo que decía, pero utilizaba demasiadas palabras desconocidas. Pensó que se estaba poniendo lírica y que lo mejor sería dejar que siguiera en su vena poética. ¿Por qué no? ¿De qué otro modo podría describirse la circunstancia de estar dentro de un cometa?

Ahora sabían menos sobre la ruta del Hamner-Brown que Houston. El último informe de Houston decía que el cometa pasaría a mil kilómetros, pero Rick no estaba seguro. ¿Se basaba aquella cifra en su observación visual? Si así era, significaba sólo que aquella montaña en concreto estaría a esa distancia, y la nube de material sólido era grande, aunque no tanto. Seguramente no era tan grande.

—Estamos en efecto dentro del coma —decía Leonilla—. Esto no se nota especialmente. Hace rato que ha pasado la actividad química. Pero vemos la sombra de la Tierra como un largo túnel a través de la cola.

Rick entendió la última frase y pensó que estaba bien. Si tenían ocasión de transmitir a la Tierra, la utilizaría.

Todos ellos tenían trabajo, y lo hacían mientras grababan sus observaciones. Rick tenía una cámara Canon, con la que se afanaba, cambiando lentes y película con la mayor rapidez posible. Confiaba en que funcionaran bien los mecanismos automáticos, y procuraba efectuar tomas con velocidades y aperturas muy distintas, por si acaso.

El reloj de a bordo iba marcando inexorablemente los segundos.

La larga lente proporcionaba un buen panorama a través de la mirilla de observación. Rick vio media docena de grandes masas, otras muchas más pequeñas y una miríada de diminutos puntos brillantes, todo ello mezclado en una especie de niebla perlina. Oyó la voz de Baker tras él.

—Una perdigonada vista por el pato.

—Una buena frase.

—Espero que no sea tan buena.

—He perdido toda señal del radar —dijo Pieter Jakov.

—Entendido. Déjalo y efectúa señales visuales —ordenó Baker—. Houston, Houston, ¿reciben algo por televisión?

—… recibido, laboratorio… JPL… Sharps está encantado, envíen más… transmisión de potencia más alta…

—Daré más potencia cuando se acerque más el Martillo —dijo Baker, sin saber si le oían—. Estamos ahorrando batería. —Miró el reloj. Faltaban diez minutos para que los objetos sólidos llegaran a su mayor proximidad. Tal vez veinte minutos o media hora para que todo pasara—. Aumentaré la potencia de transmisión dentro de cinco minutos. Repito, aumentaré la potencia de transmisión dentro de cinco minutos.

En aquel instante se oyó un fuerte estrépito.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Baker.

—La presión continúa invariable —dijo Jakov—. Se mantiene en las tres cápsulas.

—Bien —murmuró Rick.

Habían cerrado las esclusas de aire del Apolo y el Soyuz. Parecía una precaución razonable. Rick seguía sujetando los parches contra impactos de meteoros. El laboratorio espacial era con mucho el mayor de los blancos.

Rick se preguntó cómo calcularían los ingenieros el tamaño que debería tener un meteoro. Estaban pensados para cubrir un agujero de un determinado tamaño máximo. Si se rebasaba aquel tamaño, no valía la pena intentar la reparación del agujero. De todos modos estarían condenados. ¿Sería realmente así? Rick dejó de pensar en ello y volvió a sus fotografías. A través de la lente Canon observó una galaxia de hielo espumoso, un tremendo y lento cañonazo que visiblemente avanzaba hacia ellos, extendiéndose alrededor del laboratorio más que deslizándose lateralmente.

—Dios mío, Johnny, se acerca mucho.

—Sí. Pieter, quita la cubierta al telescopio principal. Voy a dar potencia máxima. Enviaremos transmisiones a partir de aquí. Houston, Houston, la observación visual indica que la Tierra está en la ruta de los ejes externos del núcleo. Repito, la Tierra está en la ruta del núcleo externo. Es imposible calcular el tamaño de los objetos que pueden chocar con la Tierra.

—Asegúrate de que llega ese mensaje —dijo Leonilla Malik—. Pieter, comprueba si Moscú también está enterado. —Había ansiedad y miedo en el tono de su voz.

Rick Delanty se sorprendió.

—¿Qué ocurre?

—Pasa por el este de la Tierra —dijo Leonilla—. Los Estados Unidos estarán más expuestos, pero habrá más objetos cercanos a la Unión Soviética. Las oportunidades para que se produzca una deliberada interpretación errónea son demasiado grandes. Algún fanático…

—¿Por qué dices eso? —preguntó Jakov.

—Sabes que es cierto —gritó ella—. Fanáticos. ¡Como los locos que mataron a mi padre porque el gran Stalin no era inmortal! No finjas que no existen.

—Es ridículo —dijo Jakov soltando un bufido, pero se dirigió a la consola de comunicaciones, y Rick Delanty pensó que hablaba de un modo apremiante.