La Tierra es una cesta demasiado pequeña y frágil para que la especie humana conserve en ella todos sus huevos.
Robert A. Heinlein
Abajo, en la Tierra, era de noche. Cada noventa minutos, el laboratorio del Martillo pasaba del día a la noche. A bordo, un reloj regía el tiempo, no la luz y la oscuridad del exterior.
Brillaban las ciudades de Europa, en el borde del mundo, pero la negra superficie del Atlántico cubría la mitad del cielo, ocultando el núcleo y el coma del Hamner-Brown. En la otra dirección, las estrellas resplandecían a través de la tenue neblina. La cola del cometa se extendía desde el horizonte en todas direcciones, y cubría la negra Tierra con luminosos tonos azules, anaranjados y verdes, que se dirigían hacia el ápex oscuro de la bóveda celeste, tachonado de estrellas. A lo lejos media luna flotaba en una matriz de ondas de choque que le daban un aspecto diamantino, como las llamaradas de un cohete en una foto instantánea. Nadie podía cansarse de contemplar aquel espectáculo.
Los astronautas habían hecho un alto en el trabajo para cenar. Rick Delanty comía sin parar, con la mirada fija en la visión magnífica a través de las mirillas. Todos habían perdido peso, como siempre ocurría, pero Rick había perdido más de la cuenta y procuraba compensarlo. Había sido necesaria una considerable inventiva para diseñar un mecanismo que midiera el peso del ser humano en un medio carente de gravedad.
—En cuanto tienes salud, lo tienes todo —dijo Rick—. Es estupendo no sentir vómitos.
Los cosmonautas soviéticos le miraron perplejos. Nunca habían visto anuncios televisivos americanos. Baker no le hizo caso.
Apareció el Sol sobre el borde del mundo. Rick cerró los ojos unos momentos y luego los abrió para contemplar el arco azul y blanco del alba que se deslizaba hacia ellos. El huracán del día anterior todavía estaba posado sobre el Océano Indico como un monstruo marino en un mapa antiguo. Era el tifón Hilda. En el extremo izquierdo se alzaba el Everest y el macizo del Himalaya.
—Jamás me cansaré de mirar esto.
Leonilla se acercó a la mirilla.
—Sí, pero parece tan frágil. Como si uno pudiera alargar la mano y pasar el pulgar por encima de la tierra, dejando un reguero de destrucción con una anchura de kilómetros. Es una sensación incómoda.
—Tiene razón. La Tierra es frágil —dijo Johnny Baker.
—¿Está preocupado por el cometa? —preguntó Leonilla. No era fácil descifrar la expresión de su rostro. Las expresiones faciales y el lenguaje corporal rusos no son del todo parecidos a los norteamericanos.
—Olvídese del cometa. Cuanto más sabemos, más frágiles nos volvemos —dijo Johnny—. Una nova cercana podría esterilizar todo en la Tierra excepto las bacterias. El sol podría estallar o enfriarse mucho. Nuestra galaxia podría explotar y acabar con la vida…
Leonilla le miró divertida.
—No tenemos que preocuparnos durante treinta y tres mil años. La velocidad de la luz, ya sabe.
Johnny se encogió de hombros.
—Podría haber sucedido hace treinta y dos mil novecientos años. O podríamos ser nosotros los causantes. Desperdicios químicos que matan la vida de los océanos, el calor generado por la contaminación…
—No vayas tan rápido —intervino Rick—. El calor generado por la polución podría ser lo único que nos salvara de los glaciares. Algunos creen que la próxima Era Glacial empezó hace siglos. Y se nos está agotando el carbón y el petróleo.
—Parece que no hay nada que hacer.
—Guerras atómicas —dijo Pieter Jakov—. Impactos de meteoros gigantes. Aviones supersónicos que destruyen las capas de ozono. ¿Por qué hacemos todo eso?
—Porque ahí abajo no estamos seguros —dijo Baker.
—La Tierra es grande, y probablemente no tan delicada como parece —terció Leonilla—. Pero el ingenio del hombre… A veces eso es lo que temo.
—Sólo hay una respuesta —dijo Baker. Se había puesto muy serio—. Tenemos que irnos, colonizar los planetas. No sólo aquí, sino en otros sistemas solares. Construir enormes naves espaciales, más móviles que los planetas. Poner nuestros huevos en muchas cestas, y es menos probable que algún accidente estúpido, o la obra de algún fanático nos haga desaparecer precisamente cuando la especie humana está llegando a ser algo que podemos admirar.
—¿Qué es lo admirable? —preguntó Jakov—. Creo que usted y yo no estaríamos de acuerdo. Pero si pretende llegar a presidente de Estados Unidos, tiene mi apoyo. Le haré los discursos, pero ellos no me dejarán votar.
—Es una lástima —dijo Johnny Baker, y por un momento pensó en John Glenn, que había buscado un cargo y lo consiguió—. Bueno, volvamos a las minas de sal. ¿Quién sale a buscar muestras esta mañana?
El núcleo del Hamner-Brown estaba a treinta horas de distancia. En los telescopios aparecía como un enjambre de partículas, con mucho espacio entre ellas. Los científicos del JPL estaban entusiasmados por el descubrimiento, pero a Baker y los demás astronautas les planteaba serios problemas. No era fácil centrar los instrumentos en las masas sólidas, porque todo se hallaba inmerso en la cola, y el gas y el polvo se extendían a tremendas velocidades, impulsados por la presión de la luz solar. Las masas se aproximaban a la Tierra a unos ochenta kilómetros por segundo. Descubrir desviaciones laterales era todavía más difícil.
—Viene directamente hacia nosotros —informó Baker.
—Sin duda habrá algún movimiento lateral —dijo la voz radiofónica de Dan Forrester.
—Sí, pero no es medible —replicó Rick Delanty—. Mire, doctor, le hemos dado cuanto hemos podido. Tendrá que bastar con eso.
—Lo siento —dijo Forrester en tono de disculpa—. Sé que están haciendo cuanto pueden. Lo que ocurre es que resulta difícil trazar la proyección sin datos mejores.
Tras aquel intercambio, tuvieron que dedicar cinco minutos a alisar las plumas arrugadas de Forrester y asegurarle que no estaban enfadados con él.
—Hay momentos en que los genios me vuelven loco —dijo Johnny Baker.
—Eso es fácil de solucionar —comentó Delanty—. Dale sólo lo que quiere. Ya ves que no se queja de mis observaciones.
—Vete a freír espárragos —dijo Baker.
Delanty le miró con fingida perplejidad.
—¿De dónde voy a sacarlos? —Se acercó a Baker—. Toma, yo apretaré los botones y tú lee las cifras.
Cuando finalizaron las observaciones de la mañana y dispusieron de unos momentos de descanso, Pieter Jakov carraspeó un poco.
—Hay algo que me intriga —les dijo—. Hace mucho tiempo que quiero preguntarlo, pero, por favor, no lo tomen en un sentido equivocado.
Johnny se dio cuenta de que Pieter había esperado a que Leonilla hubiera entrado en el Soyuz y cerrado la escotilla.
—Adelante.
La mirada de Pieter se fijó alternativamente en los dos americanos.
—Nuestros periódicos nos dicen que en América los negros están por debajo de los blancos, que los blancos dominan a los negros. Pero ustedes parecen entenderse muy bien. Lo diré sin ambages: ¿son ustedes iguales?
Rick soltó un bufido.
—Qué va. El tiene más graduación que yo.
—Pero ¿y si no fuera así? —sugirió Pieter.
La expresión de Rick habría parecido bastante seria a cualquiera que no fuera americano.
—General Baker, ¿puedo ser tu igual?
—¿En? Oh, claro, Rick, puedes ser mi igual. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Bueno, ya sabes, es un tema delicado.
Por la expresión de Jakov parecía que estaba a punto de echarse a reír. Antes de que pudiera hacerlo, Johnny le preguntó:
—¿De veras le interesa una conferencia sobre relaciones raciales?
—Sí, por favor.
—¿Cómo mea Leonilla cuando vuela en caída libre?
—Humm. Ya veo…
—¿Qué es lo que ves? —preguntó Leonilla, que apareció a través de la doble escotilla.
—Es una discusión sin importancia —dijo Johnny—. No intervienen secretos de Estado.
Leonilla se sujetó a un pasamanos y observó a los tres hombres. John Baker tecleaba números en un ordenador programable manual, Pieter Jakov sonreía de oreja a oreja, observando lo que hacía su compañero con aparente admiración… pero los tres tenían la expresión irritante de quien guarda un secreto.
—Desde luego tenéis muy buen equipo —dijo el cosmonauta—. Pocas cosas podemos hacer en el espacio mejor que vosotros.
Delanty parecía tener problemas respiratorios. Baker intervino con rapidez.
—Oh, este computador de bolsillo no es de la NASA. Es mío.
—Vaya. ¿Es un instrumento caro?
—Doscientos pavos —dijo Baker—. En rublos es mucho dinero, pero no tanto si lo traduces en tasa de productividad. Puede que baste con el semanal de un trabajador medio, y será menos caro para alguien que realmente tenga que utilizarlo.
—Si tuviera el dinero, ¿cuánto tardaría en conseguir uno? —preguntó Leonilla.
—Unos cinco minutos —respondió Baker—. Allá abajo, en una tienda. Aquí no sería tan fácil.
Ella se echó a reír.
—Me refería abajo. ¿Puede comprarse eso en las tiendas?
—Si tienes el dinero, o un buen crédito, o aunque el crédito no sea tan bueno —dijo Baker—. ¿Por qué? ¿Le interesa uno? Encontraremos la manera de conseguírselo. ¿Usted también quiere uno, Pieter?
—¿Podrían arreglarlo?
—Claro, no hay problema. Llamaré al encargado de relaciones públicas de Texas Instruments. Les regalarán un par de ordenadores manuales, para publicidad. Eso les ayudará a vender más. ¿O preferirían un Hewlett-Packard? Utilizan una clase distinta de notación, pero son rápidos…
—Eso es lo que me confunde —dijo Pieter—. Dos empresas, dos rivales diferentes que fabrican un equipo tan bueno. Es una pérdida.
—Tal vez sea una pérdida —dijo Rick Delanty—, pero yo puedo llevarle a cualquier tienda de aparatos electrónicos del país y comprar uno.
—No hablemos de política —advirtió Johnny Baker.
—No se trata de política.
Se hizo un pesado silencio. Pieter Jakov se deslizó hacia la terminal, con su teclado y su pantalla lectora. Pasó cuidadosamente una mano sobre el aparato.
—Es tan precisa, tiene tal complejidad electrónica… Es un verdadero placer trabajar con su maquinaria americana. —Hizo un gesto que abarcaba el laboratorio espacial, los recipientes de cristal esmerilado, las cámaras, radares y grabadoras—. Es sorprendente lo que hemos aprendido en esta breve misión, gracias a su equipo. Creo que tanto como en cualquiera de nuestro vuelos Soyuz anteriores.
—¿Tanto? —dijo Leonilla Malik con un dejo de sarcasmo—. Más. —Los tres hombres volvieron sus cabezas hacia ella—. Nuestros cosmonautas se limitan a volar en el aparato, como pasajeros, para demostrar que podemos enviar hombres al espacio y a veces hacer que vuelvan sanos y salvos. Para esta misión no hemos podido contribuir con nada más que alimentos, agua y oxígeno…
—Alguien tenía que llevar el almuerzo —dijo Rick Delanty—. Estaba muy bien preparado.
—Sí, pero eso es todo lo que hemos aportado. Una vez tuvimos un programa espacial…
Jakov la interrumpió hablando velozmente en ruso. Ni Johnny ni Rick podían seguirle, pero era evidente lo que decía.
Ella respondió con un monosílabo breve y brusco, y prosiguió:
—La base del marxismo es la objetividad, ¿no es así? Es el momento de ser objetivos. Una vez tuvimos un programa espacial. ¡Sergei Korolev fue un genio tan grande como cualquier otro que haya existido! Pudo haber convertido nuestra actividad espacial en el mayor instrumento de conocimiento en el mundo, pero aquellos locos del Kremlin querían espectáculos. Kruschev ordenó que se hicieran números de circo para avergonzar a los americanos, y en vez de desarrollar nuestras capacidades ofrecimos al mundo juegos malabares. Fuimos los primeros en poner tres hombres en órbita, a base de eliminar todos los instrumentos científicos e introducir a duras penas un tercer hombre, un hombre muy pequeño, en una cápsula construida para dos, para una órbita. ¡Juegos de circo! Pudimos ser los primeros en la Luna, pero ahora todavía tenemos que ir ahí.
—¡Camarada Malik!
Ella se encogió de hombros.
—¿Se trata acaso de algo nuevo? No, creo que no. Dimos nuestros espectáculos y agotamos nuestras oportunidades para ocupar los titulares de los periódicos, y hoy el mejor piloto de la Unión Soviética no puede ensamblar su nave espacial en un objetivo del tamaño de una cómoda dascha. Y usted se ofrece para darnos, regalarnos como publicidad, algo que los mejores ingenieros de la Unión Soviética no pueden fabricar o comprar por sí mismos.
—Eh, no tenía la intención de molestarla —dijo Johnny Baker.
Jakov hizo una última observación en ruso y se alejó, disgustado. Rick Delanty movió la cabeza. Sentía simpatía por la chica. ¿Qué le habría pasado?
Permanecieron tranquilos y formalmente corteses hasta que ella regresó al Soyuz. Entonces Baker y Delanty intercambiaron miradas. No necesitaron decir nada más. Baker se dirigió al rincón donde Jakov se había enfrascado en hacer algo.
—Tenemos que dejar algo en claro —le dijo Johnny.
—¿Sí?
—No irá a crearle problemas a Leonilla, ¿verdad? Quiero decir, que no es necesario informar de todo lo que se dice aquí.
—Claro que no —convino Jakov, encogiéndose de hombros—. Todos somos hombres corridos y sabemos que cada veintiocho días las mujeres se vuelven irracionales. ¿Qué hombre casado no lo sabe?
—Sí, debe ser eso —dijo Johnny Baker, y cambió otra mirada con Delanty.
—Además, el Estado se ha ocupado de ella —dijo Jakov—. Sus padres murieron cuando era muy joven. No es sorprendente que quiera ver nuestro país más avanzado de lo que es.
—Claro.
Tonterías, pensó Rick Delanty. Si tuviera problemas con la regla, se lo habría dicho al control de tierra ruso y habrían enviado a otra persona. Era indudable. Él habría informado de su tendencia a contraer la enfermedad del espacio si hubiera sabido que iba a experimentarla. Estaba seguro de que lo habría hecho…
Fuera cual fuese su problema, sería prudente tratar a Leonilla Malik con cuidado durante uno o dos días. Qué fastidio. ¡Y el Hamner-Brown estaba tan cerca!
Barry Price colgó el teléfono y alzó la vista, excitado. Dolores acababa de entrar para servirle café.
—¡Adivina qué sucederá el próximo martes! —exclamó jubiloso.
—Un cometa chocará con la Tierra.
—¿Qué? No, no, esto es serio. ¡Empezamos a funcionar!
Tengo todos los permisos. El último pleito ha sido desestimado. La central nuclear de San Joaquín se convierte en un servicio totalmente operativo.
Dolores no parecía tan satisfecha como él había esperado.
—¿Habrá alguna ceremonia inaugural? —le preguntó.
—No, ¿por qué?
—Porque no estaré aquí, a menos que tengas una absoluta necesidad de mí…
Él frunció el ceño.
—Siempre tengo una absoluta necesidad de ti.
—Mejor que sea así —dijo ella, dándose unas palmaditas en el vientre. Estaba del todo liso, pero él comprendió—. De todos modos he de visitar al doctor Stone en Los Angeles. Pensé quedarme allí, visitar a mi madre y regresar el martes por la noche.
—Claro. Escucha, Dolores.
—¿Qué?
—Quieres tener este niño, ¿verdad?
—Sí, voy a tenerlo.
—Entonces, casémonos.
—No, gracias. Ambos lo hemos intentado ya.
—Pero no entre nosotros —dijo él, tratando de parecer convincente, aunque en secreto se sentía aliviado. Pero no podía dejar las cosas así—. No será justo para con el chico. No tendrá padre…
Ella se echó a reír.
—No nacerá por partenogénesis. Estoy relativamente segura de que tiene padre, y creo saber bastante bien quien es.
—Vamos, Dolores, ya sabes a qué me refiero.
—Claro. —Dejó la taza de café sobre la mesa y abrió la agenda de Barry—. Tienes que almorzar con el vicegobernador. No lo olvides.
—Ese imbécil. Es lo único que podía haberme hecho perder mi euforia. Pero me portaré bien, puedes estar segura.
—Muy bien —dijo Dolores, y se dispuso a salir.
—Espera. —Dolores se detuvo y él añadió—: Mira, hablemos de ello, cuando vuelvas de Los Angeles. También es hijo mío.
—Claro —dijo ella, y se marchó.
—Eh, chico, ese Martillo va a borrar del mapa esta ciudad.
—No digas sandeces. —Alim Nassor sonrió—: Nosotros sí que vamos a hacer algo sonado.
Alim había oído todo cuanto se decía del cometa. Los predicadores tenían cada vez más audiencia, y se forraban. El fin del mundo se aproxima, haz las paces con el buen Jesús y da dinero…
Más poder para ellos. Una de las consecuencias del cometa era que los blancos estaban abandonando sus casas. Durante sus merodeos por Brentwood y Bel Air, Alim descubrió muchas casas en cuyos porches se amontonaban periódicos atrasados y botellas de leche. Viajaba en una vieja camioneta, cargada con cortacéspedes y herramientas de jardinería en la caja. ¿Quién iba a fijarse en unos jardineros negros? Por eso cuando se detuvieron para recoger los periódicos y las botellas de leche nadie reparó en ellos. Y ahora Alim tenía las direcciones y lo limpiarían todo, de modo que nadie más podría intentar robar…
Pasarían por Bel Air y Brentwood como una máquina segadora. Alim Nassor se había aliado con media docena de delincuentes, con hombres a los que no les gustaba demasiado acatar órdenes, pero que vieron muy claro el asunto. El Martillo de Dios no era algo que se presentara dos veces en la vida de un hombre.
En algunas de las casas tenían que despistar, pues la policía rondaba por allí. Siempre tenían que ocuparse de ese pequeño problema. Sólo requería planificación. Incluso segaban algunos metros de césped. Hacían un buen trabajo, y de esa manera podían observar toda la manzana, ver a la gente que cargaba los remolques y se marchaba. Bel Air estaba semidesierto.
¡Aquella noche iba a resultar fácil recoger un buen botín! Y después… tal vez podrían intervenir de nuevo en el juego político. Muchos hermanos tendrían pan por algún tiempo. Sin embargo… Demasiados blancos tomaban el portante. Eran ricos, personas instruidas. También en el Ayuntamiento todo el mundo estaba nervioso. ¿Tal vez aquella cosa podría chocar realmente?
Alim había echado un vistazo a los periódicos y revistas. Podía leer bastante bien. Tal vez un poco lento, pero entendía las frases, y algunos de los dibujos aclaraban las cosas. No había que estar en terreno bajo. ¡Olas de trescientos metros de altura! Al tipo que las había dibujado no le faltaba imaginación. Mostraba parte del Ayuntamiento de Los Angeles sumergido, con la torre que emergía por encima del nivel del agua, mientras que apenas sobresalían los tejados de la Administración del Condado y el Palacio de Justicia. Todos los cerdos muertos. Aquello sí que sería algo grande. Pero él no quería estar allí para verlo cuando sucediera.
Tal vez no ocurriría, y todos los blancos volverían a sus casas.
—Vaya sorpresa que se llevarán —murmuró Alim.
—¿Qué?
—Los blancos. ¿Verdad que tendrán una sorpresita cuando vuelvan a casa?
—Sí, pero ¿por qué sólo estos sitios? Si sólo atacamos las casas más ricas en un territorio mayor…
—Cállate.
—Bueno.
—Quiero que estemos juntos. Si una de estas casas estuviera llena de cerdos, podremos defendernos.
—De acuerdo.
El Martillo de Dios. ¿Y si fuera algo real? ¿Adónde podrían ir? Al sur no, desde luego. Los políticos podían hablar de la unidad de negros y morenos, pero eso no era más que cháchara. A los chicanos no les gustaban los negros, y los negros odiaban a los chicanos. Había clubs donde uno tenía que matar a un negro para que le admitieran entre la chusma chicana, eran matones peligrosos, y cuanto más al sur, tanto más.
—Esta noche llevaremos armas —dijo Alim—. Todas las armas.
Harold se sobresaltó, y la camioneta se desvió un poco.
—¿Crees que vamos a tener problemas?
—Sólo quiero estar preparado —dijo Alim.
Y aquel maldito cometa… Mejor sería tener pistolas y munición para la noche y el día siguiente. Y también comida. Él mismo la conseguiría, para no molestar a los hermanos.
Por lo menos, si caía el cometa, estarían a bastante altura.
El patrullero Eric Larsen había llegado a Los Angeles procedente de Topeka, con un grado universitario en lengua inglesa y el ferviente deseo de escribir guiones para televisión y cine. La necesidad de mantenerse y una imprevista oportunidad le hizo ingresar en el departamento de policía de Burbank. Se dijo a sí mismo que sería una valiosa experiencia. ¡Grandes guionistas, como Joseph Wambaugh, habían sacado un excelente partido a su carrera policial! Y Eric podía escribir, al menos eso era lo que garantizaba su título.
Tres años más tarde todavía no había escrito un solo guión, pero tenía confianza en sí mismo, curiosas historias que contar y una mejor comprensión tanto de la naturaleza humana como de la industria cinematográfica y televisiva. También había madurado mucho. Había vivido con una mujer, se había comprometido en un par de ocasiones y había vencido su incapacidad de tener libres amistades con muchachas, aun cuando no había perdido su fuerte tendencia a idealizar a las mujeres. A Eric le hería ver a las jóvenes que huían de su casa y eran explotadas por los hampones callejeros. No dejaba de pensar en qué podrían haberse convertido.
También aprendió la visión policial del mundo: toda la humanidad se divide en tres partes: policías, chorizos y civiles. Todavía no había adoptado una actitud de desprecio hacia los civiles. Eran las personas a las que se suponía que debían proteger, y tal vez aquella actitud se debía además a que él no era un policía de carrera —aunque en Burbank no lo sabían— y podía tomar en serio su trabajo. Los civiles le pagaban. Un día él sería uno más de ellos.
Había aprendido a maldecir el sistema judicial, aunque conservaba suficiente objetividad literaria para admitir que no sabía con qué sustituirlo. Algunas personas podían ser «rehabilitadas». No muchas. La mayoría de los chorizos no eran más que eso, y lo mejor que se podría hacer con ellos sería llevarlos a la isla San Nicolás y abandonarlos allí, para que se mataran entre sí. El problema estribaba en que no siempre se podía saber cuáles debían ser apartados para siempre de la sociedad y cuáles podrían encajar de nuevo en la misma. A menudo se enfrascaba en discusiones sobre el particular con sus colegas. Sus compañeros policías le llamaban «el profesor», y bromeaban con sus ambiciones literarias y el diario íntimo que llevaba. Pero Eric se llevaba bien con casi todo el mundo, y su sargento le había recomendado para su promoción al grado de inspector.
El cometa fascinaba a Eric, y había leído todo cuanto pudo sobre él. Ahora dominaba el firmamento, mañana habría pasado. Eric patrullaba con su compañero por las calles de Burbank, extrañamente activas. La gente iba de un lado a otro, amontonando objetos en remolques, haciendo cosas dentro de sus casas. Había mucho tráfico.
—Tengo ganas de que pase todo esto —dijo su compañero, el inspector Harris. Era un policía de la cabeza a los pies. El brillante espectáculo luminoso que tenía lugar en los cielos no era más que otro problema para él. El espectáculo era bonito, y cuando hubiera pasado él miraría las películas sobre el fenómeno. Pero de momento era una especie de patada en la espinilla.
—Coche cuarenta y seis —se oyó por la radio—. Vean a la mujer de Alamont ocho, nueve, siete, seis. Informa de gritos en el piso por encima del suyo. Utilicen el código tres.
—Diez, cuatro —dijo Eric al micrófono. Harris ya había girado en redondo.
—No se trata de una pelea familiar —dijo Harris—. Son apartamentos de solteros. Probablemente algún tipo no acepta un no por respuesta.
El coche se detuvo ante el edificio de apartamentos. Era una casa grande y lujosa, con piscina y sauna. Árboles del caucho se elevaban a ambos lados de la entrada. Tras las puertas de vidrio del vestíbulo esperaba, de pie, una muchacha con una bata de noche de seda azul. Parecía asustada.
—Es en el tres, catorce —les informó—. ¡Era horrible! Gritaba pidiendo auxilio…
El inspector Harris se detuvo un instante para mirar el buzón del apartamento 314. Leyó «Colleen Darcy». Fue el primero en subir las escaleras, blandiendo la porra que acababa de desenfundar.
Los apartamentos del tercer piso daban a un corredor interior. Eric recordó haber visto el edificio desde el otro lado. Tenía unos pequeños balcones individuales, con unas mamparas que los ocultaban desde la calle. Probablemente eran buenos sitios para que las chicas tomaran el sol. El corredor estaba recién pintado, y todo daba la impresión de un edificio agradable, un buen sitio para albergar a jóvenes solteros. Naturalmente, los mejores apartamentos estarían al otro lado, frente a la piscina.
El corredor estaba en silencio. No podían oír nada a través de la puerta del 314.
—¿Y ahora qué? —preguntó Eric.
Harris se encogió de hombros y luego dio unos fuertes golpes con la mano en la puerta. No hubo respuesta. Llamó de nuevo.
—Abran a la policía. ¿La señorita Darcy?
Tampoco hubo respuesta. La muchacha que les había llamado subía las escaleras detrás de ellos.
—¿Está segura de que se encuentra ahí dentro? —preguntó Eric.
—¡Sí! Estaba gritando.
—¿Dónde está el encargado?
—No está aquí. Le llamé, pero no había nadie.
Eric y su compañero intercambiaron miradas.
—¡Gritaba pidiendo socorro! —dijo la joven llena de indignación.
—Probablemente tendremos problemas por hacer esto —murmuró Harris. Se hizo a un lado, comunicando a Eric por gestos lo que pensaba hacer. Entonces sacó su revólver reglamentario.
Eric retrocedió, alzó un pie y pateó la puerta cerrada, una y otra vez. La puerta cedió y Eric se precipitó al interior del apartamento, haciéndose rápidamente a un lado, tal como le habían enseñado.
Había una sola habitación, y algo sobre la cama. Más tarde Eric pensaría que sólo había pensado eso: «algo». Parecía tan pequeña como una muchacha veinteañera…
Había sangre en la cama y en el suelo. La estancia olía a perfume caro.
La muchacha estaba desnuda. Eric vio sus largos cabellos rubios, extendidos cuidadosamente sobre la almohada. El pelo estaba manchado de sangre. Uno de los pezones había desaparecido. La sangre rezumaba de las punzadas debajo de la carne desgarrada. Alguien había hecho dibujos en la sangre, trazando una flecha hacia abajo para señalar el oscuro vello púbico. Allí había más sangre.
Eric sintió náuseas y contuvo el aliento. Su compañero entró en la habitación.
Harris echó un vistazo a la cama y apartó la vista en seguida. Sus ojos registraron la habitación, no vio a nadie, y luego buscó las puertas. Había una puerta al otro lado de la estancia, y Harris se dirigió a ella. En aquel momento se abrió la puerta, que pertenecía a un armario empotrado, y un hombre salió precipitadamente, lanzándose hacia el corredor. Pasó al lado de Joe Harris, en dirección a la mujer que había llamado a la policía y que ahora gritaba aterrorizada.
Eric aspiró hondo, se dominó y corrió a interceptar al intruso. Este tenía un cuchillo manchado sangre. Lo alzó, señalando con la punta hacia Eric, el cual desenfundó su pistola y la apuntó al pecho del hombre. Tensó el dedo sobre el gatillo.
El hombre levantó los brazos, dejando caer el cuchillo. Luego se arrodilló, sin decir nada.
La pistola de Eric seguía los movimientos del hombre. El dedo volvió a tensarse sobre el gatillo. Una leve presión y… ¡No! Soy un policía, no un juez ni un jurado.
El hombre mantenía sus manos en actitud suplicante, casi como si rezara. Cuando Eric se acercó, vio sus ojos. En su mirada no había terror, ni siquiera odio. Tenía una curiosa expresión, que era a la vez de resignación y de satisfacción, y que no cambió lo más mínimo cuando miró más allá de Eric Larsen, a la muchacha muerta.
Más tarde, después de que hubieran llegado los detectives y el forense, Eric Larsen y Joe Harris llevaron a su prisionero a la cárcel municipal de Burbank.
Mientras estaban interrogando al prisionero se presentó un abogado que vivía en el edificio de apartamentos, diciendo a gritos que la policía no tenía derecho a hacerle confesar. Aconsejó al hombre que se mantuviera en silencio. Él se echó a reír.
—Tiene que llegar vivo a su destino —dijo el abogado en voz quejumbrosa.
Eric y Harris hicieron subir al prisionero al coche patrulla. Al día siguiente lo enviarían a la prisión del condado de Los Angeles.
Desde su detención el hombre no había abierto la boca. Los policías sabían cómo se llamaba por los documentos de su cartera: Fred Lauren. Se habían enterado también de sus antecedentes: seis delitos sexuales anteriores, dos de ellos con violencia. Un período de prueba tras otro y luego libertad condicional después de tratamiento psiquiátrico.
Cuando llegaron a la comisaría, Eric sacó a Lauren del coche a empellones.
—Me hace daño —dijo el hombre.
—Te hace daño. ¡Hijo de perra! —Harris se acercó a Lauren y le dio un codazo en la boca del estómago. Repitió el golpe—. Nada de lo que pueda ocurrirte hará el daño que tú… —Se interrumpió, incapaz de proseguir.
Eric se interpuso entre su compañero y el prisionero.
—No vale la pena, Joe.
—¡Le denunciaré! —gritó Lauren. Entonces se rió—. No. ¿De qué serviría? No.
—Ahora está asustado —dijo Eric—. En cambio no lo estaba cuando lo arrestamos.
—Pero tampoco ahora lo estaba.
En cuanto Harris se apartó e hicieron avanzar a Lauren hacia el interior de la comisaría, el miedo se desvaneció y fue reemplazado por la expresión resignada.
—Muy bien, dime —le dijo Eric—. ¿Crees que el juez volverá a concederte libertad condicional, que estarás en la calle dentro de una semana?
El hombre se echó a reír.
—Dentro de una semana no habrá calles. ¡No habrá nada!
—La fiebre del Martillo —musitó Harris.
No era la primera vez que sucedía. ¿Por qué no cometer un crimen? El fin del mundo se acercaba. Los periódicos Contaban muchos relatos sobre aquel tema. Pero ninguno de los crímenes era como aquel. Nunca había ocurrido algo así en Burbank.
—Tengo ganas de que pase todo esto —dijo Harris. No mencionó el cadáver en la cama. Uno ha de soportar ciertas cosas o cambiar de oficio.
—Esta noche va a ser larga —dijo Eric.
—Sí, y mañana tenemos turno de vigilancia. —Harris miró el cielo brillante—. Qué ganas tengo de que pase todo esto.
Acamparon en Soda Springs. Era un buen lugar para acampar, y sorprendía que hubiera poca gente. Gordie Vanee había esperado encontrar allí una docena de grupos excursionistas, pero todo el terreno era para él y sus seis muchachos exploradores. Gordie pensó que ello se debía a la fiebre del Martillo. Nadie quería hallarse tan lejos de las carreteras y la civilización.
Se desembarazaron con alivio de las mochilas. Los chicos fueron corriendo al arroyo. Había dos corrientes de agua. Una era clara y burbujeante agua de montaña, pura y fría; la otra era de color rojizo y tenía mal sabor, aunque los chicos decían que les gustaba. Era un agua carbonatada naturalmente, y con ella se preparaba una clase de cerveza no alcohólica. Gordie no se molestó en pedirles que no bebieran demasiado. Nadie lo haría.
Prepararon la cena en los hornillos de petróleo portátiles. Gordie dejó que Andy Randall eligiera lo que iban a cenar. El chico tenía que acostumbrarse a dirigir el grupo. No pasaría mucho tiempo antes de que…
—Pero mi maestro dijo que sería posible —decía uno de los chicos.
—Tonterías —replicó Andy Randall—. Mi padre ha estado en el JPL docenas de veces, y su ordenador dice que no ocurrirá. Además, el señor Hamner me contó…
—¿Le conoces? —preguntó el chico más pequeño.
—Claro.
—Pero él inventó el Martillo. —Sin querer, todos alzaron la vista al cielo vespertino, en el que brillaba el inmenso velo gaseoso—. Desde luego, parece que está muy cerca —concluyó el muchacho.
Terminó el largo crepúsculo en la montaña y aparecieron las estrellas. El Martillo brillaba intensamente en el cielo nocturno antes de desaparecer tras la sierra. Gordie hizo que los chicos se metieran en los sacos de dormir. Ellos querían estar levantados y observar el cielo, cruzado por una aurora brillante, con líneas melladas verdes y rojas entre las que se veían las estrellas.
Gordie se metió en su saco. Tenía un control absoluto del sueño. Podía quedarse dormido de inmediato y despertarse dos horas más tarde, para dar una vuelta y comprobar si los chicos seguían bien. «Soy un hijo de perra a conciencia», se dijo antes de dormir. No dejaba de tener su gracia, pero Gordie no se reía.
Se despertó a media noche, y ya no durmió más.
Había un frenesí en el cielo. Parecía surcado por leche luminiscente en agua negra. En la cola del Hamner-Brown titilaban las estrellas, y se desvanecían al fondo mientras surgían resplandores de color de un horizonte a otro. A lo tejos los resplandores eran más brillantes, y más tarde se oyó un fragor de truenos. Gordie fue a hacer su ronda casi en estado de trance.
Andy Randall estaba despierto. No se había molestado en plantar la tienda, aunque en junio llueve con frecuencia en la sierra. Estaba tendido a la intemperie, con la cabeza apoyada en la mochila y sus largos brazos bajo el cuello.
—Es todo un espectáculo —susurró.
—Así es —convino Gordie, procurando que el tono de su voz fuera alegre y sereno. Cuando le interrogaran, Andy tendría que decir que Gordon Vanee no había mostrado signos de depresión.
—Duerme un poco —dijo Gordie—. Mañana no tenemos que ir lejos, pero el camino es difícil en algunos tramos.
—Lo sé.
—Muy bien.
Gordon caminó un poco colina arriba, para estar a solas, y se dejó caer entre la alta hierba.
Pensó que mañana no importaría. No necesitaba dormir.
Había elegido el precipicio. Una caída fatal… Tendría que ser fatal. Un error podría dejarle herido pero vivo, los chicos estarían desesperados mientras llegada un equipo de rescate para recogerle y llevarle al hospital. Sí, estaría en una cama de hospital cuando los auditores del banco descubrieran el desfalco. Tal vez estaría inválido. Ni siquiera podría huir.
No es que tuviera intención de huir. Ya había tenido la oportunidad de hacerlo, pero la rechazó. ¿Adónde iría? El dinero se había esfumado, y de nada le valdría exiliarse sin dinero. Además, los chicos deberían crecer en su propio país. Miró a su hijo de doce años, acurrucado en el saco de dormir. Sería un golpe duro para Bert, pero era inevitable.
Pensó en el precipicio. Podía recordarlo perfectamente. El camino no era tan estrecho como para presentar peligro, fiero las piedras y la tierra del borde se desprendían con facilidad, y si uno se acercaba demasiado… Se había dado cuenta dos años atrás, cuando pasaron por allí. Entonces había tenido otros pensamientos.
Deseó que Bert no estuviera con él.
Una cortina de terciopelo rojo ondeaba en el cielo. Gordie pensó que era un magnífico espectáculo para su última noche. Trató de contemplar el cielo, pero siguió viendo el precipicio.
Un instante, un momento de descuido cuidadosamente elegido y estaría abajo con el cuello roto o algo peor. Por debajo se deslizaba un sendero bastante seguro para los chicos. Andy haría que lo siguieran, y luego Andy Randall tomaría el mando y todo iría bien. Gordie había entrenado a Andy durante dos años. No para aquello… o sí, por si había un verdadero accidente. Era curioso ver cómo salían las cosas.
La luna creciente apareció sobre las colinas, difuminando algunas de las estrellas y mezclando sus propios colores espectrales con los del espectáculo luminoso. Gordie imaginó que podía ver ondas de choque en la cola del cometa, pero probablemente se debía a su imaginación. Pero allá arriba los astronautas lo estarían viendo, por medio de sus instrumentos si no era a simple vista. Gordie se preguntó qué sentiría uno allá en lo alto. Gordie había sido aviador, durante un breve período, hasta que puntuó bajo en su clase y quedó excluido de la escuela de vuelo para convertirse en piloto de la Fuerza Aérea. Debió haberse quedado. Pero tenía que dedicarse a la banca…
Lamentó una vez más estropear la excursión de los chicos, pero no había elección. Tenía que hacerlo. Un accidente resolvía todos los problemas. El seguro de vida ascendería a medio millón de dólares, suficiente para cubrir los déficits del banco y dejar a Marie y Bert en posición holgada. Pongamos que quedaran trescientos mil, al siete por ciento. No es una gran fortuna, pero mucho mejor que tener a tu padre en la cárcel y nada de qué vivir…
Hacia el alba el frenesí del cielo se intensificó. Destacaba un punto brillante. Si se trataba de la cabeza del cometa resultaba difícil de ver cuando se miraba a través del túnel luminoso de la cola. Luz fría y sombras cambiantes, débiles toques de color de la aurora aun en plena luz del día. Luego el alba enrojeció la tierra, pero la luz seguía siendo extraña, mágica. Gordie se estremeció.
Regresó a su saco de dormir y se introdujo en él. No valía la pena que tratara de dormir. El sueño no sería largo…
Junto al hornillo portátil estaba la botella de combustible y el perol de agua. Gordie sacó un brazo y cargó el hornillo. Su forma de desayunar todavía en el saco de dormir era motivo de bromas por parte de quienes acampaban con él. No tenía ganas de comer, pero sería peligroso cambiar los hábitos. Puso al fuego el perol de agua y preparó chocolate caliente. Le sorprendió encontrarlo tan bueno, y después tomó un tazón de copos de avena y un té Sherpa, muy fuerte, con azúcar moreno y un pedazo de mantequilla…
Los muchachos se despertaron uno tras otro. Gordie rió alegremente al oír que Andy Randall le preguntaba a Bert:
—¿Quieres decir que has estado durmiendo mientras duraba ese espectáculo? ¿Toda la noche?
No encendieron una hoguera porque no había suficiente leña. Cada año había menos lugares donde uno pudiera encender un auténtico fuego. Pocos chicos sabían cocinar con un fuego de madera. Sería malo que ellos tuvieran que cuidarse por sí mismos, pero eso no sucedería más. Actualmente, si uno se pierde, limpia una zona de quince metros de diámetro y enciende una cerilla en el centro. Muy pronto una patrulla contra incendios se pone en marcha para entregar una citación al presunto incendiario. Ya no quedan bosques profundos, espesos, como cuando era niño…
Pensó que debía haber dormido un poco, porque su mente divagaba. Pero no importaba. Faltaba poco. Decidió tomar otra taza de chocolate.
Puso a hervir el agua.
—Vamos a recoger las cosas —ordenó a los chicos—. Es hora de movernos. Plegad los sacos y ataos las botas. Os quiero en el camino dentro de cinco minutos.
El núcleo del cometa está bañado en luz, la cola y el coma recogen la luz del sol en un inmenso volumen y la reflejan, enviando parte a la Tierra, parte al espacio, parte al mismo núcleo.
El cometa ha sufrido. Las explosiones en la cabeza lo han dividido en porciones montañosas. Megatones de sustancias químicas volátiles se han esfumado. Las grandes masas en la cabeza tienen incrustado barro helado del que ha desaparecido la mayor parte del granizo.
Sin embargo las incrustaciones retardan una mayor evaporación. Otros cometas han sobrevivido a muchos de tales pasos a través del torbellino. Han perdido una gran cantidad de masa, vertida en la cola, pero una considerable parte del coma se helará de nuevo, y las porciones rocosas podrían fusionarse. Cristales de extrañas formas heladas pueden unirse y engrosar un cometa, allá en la oscuridad y el frío, durante millones de años… Ojalá el Hamner-Brown pudiera regresar al halo cometario.
Pero parece que hay algo en su camino.