Entonces, los que estén en Judea huyan a las montañas.
Mateo, 24
La recepcionista de la antesala era nueva y no hizo pasar directamente a Harvey Randall al gran despacho en el tercer piso del Ayuntamiento de Los Angeles. A Harvey no le importó. Otras personas esperaban también, y además su equipo con las cámaras tardaría aún varios minutos en llegar. Harvey se había presentado temprano a la cita.
Tomó asiento y se dedicó a su pasatiempo favorito: observar a la gente. A la mayor parte de los visitantes se les notaba su condición. Eran vendedores y tipos relacionados con la política, y todos ellos estaban allí para ver a uno de los tenientes de alcalde o a un ayudante ejecutivo. Entre ellos destacaba una mujer, de edad indefinida entre los veinte y los treinta. Llevaba pantalones tejanos y una blusa estampada, pero se notaba que eran prendas caras. Miraba directamente a Harvey, y cuando este sostuvo su mirada ella no se azoró lo más mínimo. Harvey se encogió de hombros y cruzó la estancia para sentarse a su lado.
—Dígame, ¿qué tengo yo que le interesa tanto?
—Le he reconocido. Usted hace documentales para la televisión. Recordaré su nombre en seguida.
—Muy bien —dijo Harvey.
Ella apartó un momento la vista, pero en seguida se volvió a él, con una leve sonrisa.
—Está bien. ¿Cómo se llama?
—Usted primero.
—Mabe Bishop —dijo ella con un inequívoco acento californiano.
Harvey trató de recordar.
—Aja. Pertenece usted a la Tribuna del Pueblo.
—Exacto —confirmó ella, sin cambiar de expresión, lo cual era curioso. A la mayoría de la gente le complacería que un reportero de documentales que tenían alcance nacional reconociera su nombre. Harvey seguía considerándolo sorprendente cuando ella añadió—: Todavía no me lo ha dicho.
—Harvey Randall.
—Ahora me toca a mí decir «aja». Usted realiza los programas sobre el cometa.
—Correcto. ¿Le han gustado?
—Creo que son terribles, peligrosos y estúpidos.
—Vaya, no tiene pelos en la lengua. ¿Le importaría decirme por qué?
—En absoluto. En primer lugar, ha puesto usted los pelos de punta a cincuenta millones de imbéciles…
—Yo no…
—¡Y deberían estar asustados, pero no por un condenado cometa! ¡Signos en los cielos! ¡Portentos malignos! Basura medieval, cuando hay tanto de qué preocuparse aquí en la Tierra.
El tono de su voz era enérgico y amargo.
—¿Y de qué deberían tener miedo? —preguntó Harvey. La verdad es que no lo quería saber, y se arrepintió en el mismo momento en que formuló la pregunta. Era una pregunta automática de reportero, pero el problema consistía en que ella iba a responderle sin duda alguna.
—De esos sprays que arruinan la atmósfera, destruyen el ozono y causan cáncer. ¡De una nueva central nuclear en el valle de San Joaquín, cuyos residuos radiactivos durarán medio millón de años! De los grandes Cadillacs y Lincolns que consumen innumerables toneladas de gasolina. Esas son las cosas que asustan, las cosas contra las que tendríamos que hacer algo, y en cambio todo el mundo se oculta en el sótano temeroso de un cometa.
—Es una opinión —dijo Randall—, aunque creo que no tiene razón en todo…
—¿Ah, no? ¿En qué no tengo razón? —preguntó ella en tono desafiante, con un dejo de odio, dispuesta al ataque.
A Harvey no le gustaba el sesgo que estaba tomando aquella conversación. Había ocasiones en que deseaba coger su objetividad periodística, enrollarla fuertemente e introducirla en un lugar anatómicamente incómodo de la persona de un pomposo profesor de periodismo.
—Se lo diré —dijo al fin—. La razón por la que la gente todavía quema gasolina en esos grandes y cómodos coches es que no pueden disponer de electricidad suficiente para utilizar coches eléctricos. No pueden conseguir electricidad porque el aire ya está lleno de porquería procedente de las fábricas de energía fósil, se nos están terminando los combustibles fósiles y unos condenados estúpidos se empeñan en retrasar el funcionamiento de las centrales nucleares que podrían sacarnos del atolladero. —Harvey se levantó—. Y si vuelvo a escuchar las palabras «spray» y «ozono», la buscaré dondequiera que se encuentre y vomitaré en su falda.
—¿Eh?
Harvey se acercó de nuevo a la recepcionista.
—Dígale a Johnny Kim que Harvey Randall está aquí, por favor —dijo en tono imperativo. La nueva recepcionista le miró alarmada y luego conectó el intercomunicador.
Harvey podía oír a Mabe Bishop que farfullaba detrás de él, y aquello le produjo una gran satisfacción. Se acercó a la puerta que daba acceso al despacho y esperó. Poco después se oyó un zumbido.
—Pase, señor Randall, haga el favor —dijo la recepcionista—. Siento haberle hecho esperar.
—No importa —murmuró Harvey.
Entró en un largo corredor, con despachos a ambos lados. Un oriental de edad indeterminada, más de treinta y menos de cincuenta, salió de uno de ellos.
—Hola, Harv. ¿Te ha hecho esperar mucho esa chica?
—No tanto. ¿Cómo estás, Johnny?
—Bastante bien. El alcalde está en una reunión que se prolonga más de lo previsto. ¿Te importa esperar un segundo?
—Pues no… El equipo vendrá dentro de poco.
—Ya están subiendo —dijo John Kim. Era el secretario de prensa del alcalde Bentley Allen, el redactor de sus discursos y en ocasiones su encargado de asuntos políticos, y Harvey sabía que Kim podría estar en Washington o Sacramento si quisiera, y probablemente lo estaría si seguía al lado de Bentley Allen—. He dado instrucciones para que suban por el ascensor privado.
—Gracias —dijo Harvey—. Te lo agradecerán.
—Ah, la conferencia está terminando. Ven, te acompañaré.
El despacho del alcalde estaba formado por dos piezas. Una de ellas era grande, con muebles caros y gruesas alfombras. De las paredes colgaban banderas, y por todas partes había trofeos, placas y certificados enmarcados. La estancia interior era mucho más pequeña, y la mayor parte de su espacio estaba ocupada por una gran mesa, sobre la que se apilaban papeles, informes, libros, salidas impresas de IBM y memorándums, algunos de los cuales tenían impresas grandes estrellas rojas. Unos presentaban dos estrellas, mientras que otro tenía tres. El alcalde estaba cogiendo ese memorándum cuando entraron Kim y Harvey Randall.
Randall pensó que el alcalde tenía buen aspecto. Era el segundo alcalde de raza negra de Los Angeles. Alto y robusto, vestía como un acomodado profesional, que era lo que había sido antes de dedicarse a la política. Exhibía por igual su sangre mestiza y su educación. Bentley Allen no hablaba con altivez a la gente. No tenía necesidad de dedicarse a la política como medio de vida. Técnicamente estaba con licencia temporal de un cargo en la facultad de una importante universidad privada.
—¿Qué hay, señor Randall? ¿Viene a rodar un documental? —preguntó Bentley Allen, dejando el memorándum en una bandeja.
—No, señor —respondió Johhnny Kim—. Esta vez se trata del noticiario de la noche.
—¿Hay algo noticiable acerca de mí esta noche? —preguntó el alcalde.
—Las consecuencias de los documentales —dijo Harvey Randall—. Todas las cadenas de televisión están interesadas por las mismas noticias. ¿Qué van a hacer los funcionarios públicos el día en que el Hamner-Brown pase de largo sin chocar con la Tierra?
—¿Todas las cadenas? —preguntó Johnny Kim.
—Sí.
—¿No se habrá ejercido una cierta presión para que las noticias se ocupen de eso? —inquirió Kim—. Por ejemplo, una presión procedente de cierta casa blanca en la avenida de Pennsylvania.
—Podría ser —admitió Harvey.
—Y lo que quiere el gran hombre son unos buenos vibráfonos —dijo el alcalde—. Manteneos tranquilos, serenos y recogidos el día en que se ha calculado que podría caer el enorme helado.
—Que por cierto es el próximo martes —respondió Harvey automáticamente—. Sí, señor.
—¿Y qué pasaría si yo mostrara pánico? —preguntó el mayor Allen, con un alegre destello en la mirada—. O si dijera: «¡Esta es vuestra oportunidad, hermanos! ¡Acabad con los blancos, nunca tendréis mejor ocasión!».
—Oh, tonterías —dijo Harvey—. Creí que todo el mundo querría salir en las noticias nacionales.
—¿Usted no tiene nunca esa clase de impulsos? —preguntó Bentley Allen—. Ya sabe. Impulsos irresistibles de hacer la única cosa que te haría acceder a una nueva modalidad de trabajo. ¿Algo así como derramar un martini sobre el vestido de la mujer del decano? Lo cual, por cierto, hice una vez. Fue puramente accidental, se lo aseguro, pero mire adónde me condujo.
Ahora Harvey parecía realmente preocupado, pero el alcalde seguía sonriente.
—No se preocupe, señor Randall. Me gusta este trabajo… u otro en un despacho algo mayor allá en el este…
Bentley Allen dejó que su voz se desvaneciera. No era ningún secreto que le gustaría ser el primer presidente negro de la nación, y algunos políticos serios creían que podría llegar a conseguirlo dentro de diez o doce años.
—Seré buen chico —dijo el alcalde Allen—. Diré a la gente que esperamos una plena asistencia en todos los ayuntamientos, y yo estaré aquí, bueno, literalmente aquí, pero se lo diré ahí —señaló la otra pieza mayor y más lujosa del despacho—, y espero que todos mis funcionarios sigan el mismo ejemplo. Puedo decir o no decir que tengo el televisor encendido, porque por nada del mundo me perdería un espectáculo así.
—Se trata de que la actividad sea normal, con tiempo libre para ver un programa entretenido.
El alcalde asintió.
—Naturalmente. —Su rostro adoptó una expresión grave—. Entre nosotros, le diré que estoy un poco preocupado. Demasiada gente emprenderá el vuelo. ¿Sabe que ya han sido alquilados casi todos los remolques de la ciudad? Y para toda la semana. Y por parte de la policía y los bomberos hemos tenido una gran cantidad de solicitudes de permiso que, desde luego, no hemos concedido. Se han cancelado todos los permisos para el día en que nos visite el cometa.
—¿Le preocupa la posibilidad de saqueos? —preguntó Harvey.
—No tanto como para decirlo en público, pero sí, me preocupa —dijo el alcalde Allen—. Los saqueos y los robos en las casas que han sido y serán abandonadas. Pero dominaremos la situación. Si su equipo está preparado ahí afuera, será mejor que empecemos. Dentro de media hora tengo una reunión con el director de Defensa Civil.
El tráfico en Beverly Glen era desahogado, muy fluido para la noche de un jueves. Harvey, al volante de su coche, sonreía, pensando que tenía entre manos un relato magnífico. No sólo millones de personas creían que el mundo se iba a terminar, sino que más millones esperaban que así fuera. Se notaba en sus actitudes. Odiaban lo que estaban haciendo, y suspiraban con nostalgia por la vida «sencilla». Desde luego, no elegirían voluntariamente ser granjeros o vivir en una comuna, pero si todo el mundo tenía que hacerlo…
Aquello carecía de sentido, pero así ocurría a menudo con las actitudes de la gente. Y a Harvey Randall no le molestaba en absoluto.
Sí, era una historia jugosa, pero no la única. A ella seguiría el relato del día siguiente al del frustrado fin del mundo. Un día después de que el mundo sobreviviera. Harvey pensó que ese sería un buen título para un libro. Naturalmente, un millar de novelistas se disputarían la publicación de sus obras, libros con títulos como El día en que el mundo no terminó, que no era tan bueno como el suyo, y Roca, ¿no me ocultarás? Por cierto que algunas emisoras de radio tocaban canciones religiosas relacionadas con el desastre las veinticuatro horas del día, y los predicadores que anunciaban el fin del mundo estaban haciendo su agosto.
Había una secta al sur de California, los Guardianes del Cometa, que se ponían túnicas blancas y rezaban al cometa. Habían puesto en práctica algunos ardides publicitarios, y la mitad de sus dirigentes habían sido encarcelados y dejados en libertad bajo fianza por impedir el tráfico o irrumpir en el campo durante partidos televisados de béisbol. Pero aquello había cesado, debido a la orden de un juez de que no se permitiera más la libertad bajo fianza hasta el próximo miércoles…
La idea de escribir un libro seguía rondando la mente de Harvey. Debería hacerlo, aunque nunca lo había intentado, pero era culto y había efectuado los estudios necesarios. Estaba muy por delante de los demás. El día siguiente al día en que el mundo no acabó. No, no era un buen título. En primer lugar, era demasiado largo. Podría titularlo La fiebre del Martillo. Le darían mucha publicidad, le dedicarían un programa en la televisión en cuanto saliera al mercado.
Incluso podría ganar dinero, mucho dinero, el suficiente para pagar las cuentas y la matrícula para la escuela de su hijo en Harvard y…
La fiebre del Martillo. Era un buen título.
El único problema era que se trataba de algo real, como el temor a una guerra.
Lo había observado por todas partes. Escaseaba el café, el té, el azúcar, cualquier alimento básico que pudiera acapararse. Se habían agotado todos los alimentos deshidratados y congelados. Las tiendas informaban que se habían terminado las existencias de equipos para lluvia, lo que era muy raro en California meridional, donde las próximas lluvias no llegarían hasta noviembre. En ningún sitio se encontraban prendas para excursionistas ni botas. Y nadie compraba trajes, camisas blancas o corbatas.
Pero la venta de armas estaba en alza. En Beverly Hills o en el valle de San Fernando no se encontraba una sola arma de fuego, y también se habían agotado las existencias de munición.
Las tiendas de artículos deportivos se habían quedado sin género, desde botas camperas y alimentos preparados para ir de campo hasta equipos de pesca. Se vendían más anzuelos que moscas artificiales. Aún podían conseguirse moscas, pero sólo las caras de fabricación americana, no las baratas importadas de la India. No quedaba una sola tienda de campaña, ni un saco de dormir. ¡Hasta se habían agotado los chalecos salvavidas! Esta última noticia hizo sonreír a Harvey. Jamás había visto un tsunami, uno de esos maremotos que levantan olas gigantescas, pero había leído algo sobre ellos. Tras la explosión de Krakatoa una gran ola había depositado un buque de guerra holandés varios kilómetros tierra adentro, en una elevación de sesenta metros.
Hubo también una fuerte demanda de «equipos de supervivencia» por correo durante las últimas semanas, pero últimamente, cuando estaba tan próxima la caída del cometa ya no se aceptaban más pedidos. ¿Tal vez no tenían intención de suministrarlos? Habría que investigarlo, pensó Harvey. Cuatro empresas se dedicaban a la venta de aquellos equipos. Los precios variaban entre cincuenta y dieciséis mil dólares y los equipos podían limitarse a un simple suministro de alimentos o abarcar todo lo necesario para subsistir en caso de catástrofe. Los alimentos eran imperecederos y constituían una dieta más o menos equilibrada. Por cierto, una secta religiosa había solicitado a todos sus miembros que conservaran un suministro de alimentos para todo un año… Era una costumbre que venían observando desde los años sesenta. Harvey tomó otra nota mental. Sería interesante entrevistar a aquella gente, cuando todo hubiera pasado.
Los equipos más baratos sólo contenían alimentos. El número de artículos aumentaba progresivamente, hasta llegar a los grandes equipos que incluían un vehículo todo terreno, ropas especiales contra el frío, machete, saco de dormir, hornillo de butano y bombona, balsa hinchable, casi todo lo imaginable. Uno de los equipos incluía la pertenencia a un club de supervivientes. Si uno conseguía llegar al club, que estaba en algún lugar de las montañas Rocosas, se le garantizaba una plaza. Las distintas compañías no vendían artículos auténticos, y ninguna de las cuatro incluía armas. Habría que ver cuántas personas respetaban o hacían caso omiso de la prohibición de adquirir armas por correo, según que el cometa cayera o no.
Pero las cuatro empresas vendían el mismo equipo tanto si uno vivía en la montaña, a la orilla del mar o en los altiplanos. Harvey sonrió, recordando aquella expresión latina aplicable a las ventas, caveat emptor, que significa «tenga cuidado el comprador», es decir, que el comprador debe asegurarse de la calidad de las mercancías que compra. Los precios de todos los artículos eran excesivos. Dios mío, se dijo Harvey, qué estúpidos podemos llegar a ser los mortales…
El tráfico era muy fluido. Harvey ya había llegado a Mulholland y el valle de San Fernando se extendía bajo él. Había soplado un fuerte viento durante el día y no había niebla.
El valle ocupaba una extensión de varios kilómetros, y en él se alzaban hilera tras hilera de casas suburbanas, repartidas en zonas ricas y pobres, fincas lujosas y viejas casas de madera. De vez en cuando se veía una magnífica mansión al estilo de Monterey, restos únicos de la época en que el valle fue un inmenso naranjal. Ahora lo cruzaban las autopistas, por las que circulaban pocos vehículos.
Desde hacía cuatro días, las autopistas de salida estaban más frecuentadas que las de entrada. Coches, camiones y remolques alquilados, cargados con los cachivaches acumulados durante toda una vida, salían de la depresión de Los Angeles y se dirigían a las colinas o los pasos para acceder al valle San Joaquín. En toda la ciudad y su comarca, las tiendas habían cerrado para toda la semana, el mes o indefinidamente, y el absentismo era general en los comercios que no habían cerrado. Era la fiebre del cometa.
En Benedict Canyon apenas había tráfico. Harry se rió entre dientes. Aquel era el punto donde se producían formidables atascos cuando la gente volvía del trabajo en sus vehículos… pero ahora la fiebre del Martillo los había dispersado, convirtiéndolos en inesperados clientes de los albergues de montaña en todo el país, establecimientos que veían ahora considerablemente incrementadas sus ganancias. El departamento de Hacienda estaba preocupado. Se habían disparado los créditos al consumo. La gente compraba equipos de supervivencia utilizando tarjetas de crédito, con lo cual había un alza del empleo, la economía y la inflación, todo ello debido al cometa.
Sí, sería un magnífico relato.
A menos que el condenado cometa chocara con la Tierra. Harvey se dio cuenta de ello en aquel momento: si el Martillo caía, nadie iba a dar un céntimo por la historia. No habría programas, ni televisión. No habría nada de nada.
Harvey meneó la cabeza y su sonrisa se desvaneció mientras echaba un vistazo al paquete sobre el asiento del pasajero. Era su participación en la fiebre del Martillo: una pistola de tiro olímpico de calibre 22, con una culata de madera diseñada para que mantuviera la muñeca firme. Sería de una precisión inhumana, pero nadie podría echarle en cara que también él hubiera contraído la fiebre del Martillo.
¿Pero bastaría con aquel arma? Empezó a efectuar un inventario mental. Tenía una escopeta y equipo de excursión, pero sólo para él. La idea de Loretta llevando una mochila a la espalda era ridícula. Sólo una vez la había llevado con él de excursión. ¿Conservaría todavía los zapatos? Probablemente no. Loretta no podía vivir a más de diez kilómetros de distancia de un salón de belleza.
Pero quería a su mujer. Podía hacer una escapada de vez en cuando, pero siempre volvía a casa. Recordó sin querer a Maureen Jellison, allá en lo alto, en una roca hendida, con su larga cabellera pelirroja flotando al viento. En seguida borró aquella imagen de su mente.
Se preguntó cómo podría prepararse. Ya no quedaba mucho tiempo. Podía almacenar alimentos enlatados. Era un buen sistema para frenar la inflación. Les servirían para resistir al desastre, si ocurría, y podrían consumirlos una vez que hubiera pasado todo aquello. Y agua mineral… Pero no, tanto los alimentos como el agua se habían agotado. Era difícil encontrar algo aquella semana, y tendría que pagarlo a precios exorbitantes. Giró para entrar en el sendero que conducía a la casa y frenó abruptamente. Loretta había dejado la ranchera en medio del camino y transportaba paquetes al interior de la vivienda. Harvey bajó del coche y empezó a ayudar a Loretta, automáticamente, y poco a poco se dio cuenta de que se trataba de alimentos congelados.
—¿Qué es esto? —le preguntó.
Loretta, resoplando un poco, dejó su carga sobre la mesa de la cocina.
—No te enfades, Harvey. No pude evitarlo. Todo el mundo dice… bueno, dicen que el cometa puede chocar. Así que he comprado algo de comida, por si acaso.
—Alimentos congelados.
—Sí, casi se habían agotado las latas. Confío en que nos quepa todo en el congelador.
Era absurdo. ¿Confiaba acaso en que la electricidad funcionaría si caía el cometa? Era evidente que sí. Harvey no dijo nada. Al fin y al cabo su intención había sido buena, y mientras ella se había molestado en conseguir unos suministros inútiles, él había estado divagando sin hacer nada. El resultado era el mismo, excepto por el dinero, pero si el Martillo no golpeaba, probablemente Loretta habría ahorrado dinero. Y si el maldito cometa caía… de todos modos el dinero no tendría importancia.
—Has hecho bien —dijo Harvey. La besó y salió a buscar más paquetes.
—Eh, Harvey.
—Hola, Gordie —respondió Harvey a su vecino, acercándose a la valla.
Gordie Vanee le ofreció una cerveza.
—Te vi llegar y te he traído una —le dijo.
—Gracias. ¿Quieres decirme algo?
Esperaba que Gordie quisiera. Estaba raro desde hacía algunos días. Había algo que le molestaba. Harvey podía notarlo, sin saber qué era y sin que Gordie supiera que él lo sabía.
—¿Dónde estarás el próximo martes? —le preguntó Gordie.
—En algún lugar de Los Angeles. Tengo que informar para el noticiario nacional.
—Siempre trabajando —dijo Gordie—. ¿Estás seguro de que no quieres unirte a la excursión? Hará buen tiempo en las montañas. La semana que viene tendré unos días libre.
—Ojalá pudiera, pero es imposible.
—¿Por qué no? ¿De veras quieres quedarte aquí para ver el fin del mundo?
—No será el fin del mundo —dijo Harvey automáticamente. Observó un destello en la mirada de Vanee—. Y en cualquier caso, si ese martillo no cae y yo no me dedico a cubrir la noticia, será el fin de mi propio mundo. No puedo hacerlo, Gordie.
—Comprendo —dijo Vanee—. Entonces, préstame a tu chico.
—¿Qué?
—Es sensato, ¿no? Supón que esa cosa cae. Andy tendría muchas más posibilidades de salvarse si está en las colinas conmigo. Y si no cae… bueno, preferirás que tu hijo vaya de excursión en vez de vagabundear bajo la niebla de Los Angeles, ¿verdad?
—Tienes razón, pero… ¿Dónde estaréis? Quiero decir que en caso de que suceda algo, ¿cómo os encuentro a ti y a Andy?
Vanee adoptó una expresión seria.
—Sabes muy bien que tus posibilidades de sobrevivir son muy escasas si eso choca con la Tierra y tú te quedas en Los Angeles…
—Sí, son muy escasas —convino Harvey.
—Y además iré a un sitio que te gustaría, en los alrededores de Quaking Aspen, lo bastante bajo para salir aunque el tiempo sea malo pero con altura suficiente para estar a seguro pase lo que pase. A menos que el cometa nos caiga directamente encima, y eso es poco probable, ¿no te parece?
—Claro. ¿Se lo has preguntado a Andy?
—Sí. Me dijo que le gustaría ir, si tú estabas de acuerdo.
—¿Quiénes más irán?
—Yo y siete muchachos. Marie tiene que ir a una de esas sesiones de caridad, así que no puede venir…
Harvey envidiaba una sola cosa a Gordie Vanee. A Marie Vanee le gustaban las excursiones. Por otro lado, en la ciudad no era fácil convivir con ella.
—… Y según el reglamento de los exploradores, las chicas no pueden ir —decía Gordie—. Oye, Harvey, ya conoces el lugar. Será una excursión estupenda.
Harvey asintió. Era un lugar seguro y agradable.
—De acuerdo. —Apuró su cerveza—. ¿Estás bien, Gordie? —le preguntó de repente.
Hubo un cambio sutil en la expresión de Vanee, pero trató de ocultarlo.
—Claro, ¿por qué no iba a estarlo?
—No sé, últimamente no pareces el mismo.
—Es el trabajo —dijo Vanee—. Trabajo demasiado. Esta excursión me pondrá en forma.
—Estupendo —dijo Harvey.
La ducha le relajó. Dejó que el agua caliente se derramara sobre su cuello, mientras pensaba que era demasiado tarde. Los seres sensatos y flemáticos lo soportarían: las posibilidades todavía eran de centenares, tal vez millares, contra una a su favor. Los que habían sido presa del pánico ya habían adquirido suministros y partido hacia las colinas. Estaban también los juiciosos y cautos, como Gordie Vanee, que habían planeado su excursión con meses de adelanto y podían decir que no iban a permitir que un cometa diera al traste con sus vacaciones…, pero que de todos modos estarían en las colinas.
Entre estas categorías de personas estaban todas las intermedias. Deba haber decenas de millones, y Harvey Randall era uno de ellos. El miedo le había acometido demasiado tarde, y no podía hacer nada más que esperar el acontecimiento. Dentro de cinco días el núcleo del Hamner-Brown habría pasado, siguiendo su camino hacia la extraña y fría región más allá de los planetas…
O quizá habría finalizado su trayectoria al chocar con la Tierra.
Harvey hablaba consigo mismo en la intimidad de la ruidosa ducha.
«Tiene que haber algo, algo que yo pueda hacer. ¿Qué espero de todo esto? Si esa condenada y sucia bola de nieve acaba con las ventajas de la civilización y la industria de la publicidad… Bien, volveremos a las cosas básicas. Comer, dormir, pelear, beber y correr, no necesariamente por este orden. ¿De acuerdo? De acuerdo».
Harvey Randall se tomó el viernes libre. Llamó a la emisora para decir que no se encontraba bien, y tuvo la mala suerte de que Mark Czescu estuviera allí y atendiera la llamada.
—¿Se trata de la fiebre del Martillo, Harv? —le preguntó Mark con evidente placer.
—Déjalo correr…
—Muy bien. Yo también he hecho unos planes. Iré con un par de amigos a un sitio tranquilo y seguro. Me olvidé decírtelo. El martes de la semana que viene, cuando caiga del cielo la tarta helada, no estaré aquí. ¿Quieres que pasemos por tu casa cuando todo haya terminado?
Mark no obtuvo respuesta, porque Harvey Randall ya había colgado el auricular.
Se dirigió a unos almacenes y efectuó cuidadosamente sus Compras, pagando con tarjetas de crédito o cheques.
En un supermercado compró seis grandes trozos de carne para asar, que en conjunto pesaban doce kilos, la mitad de las existencias de vitaminas y especias y una considerable cantidad de bicarbonato de soda.
En una tienda vecina de alimentos para régimen compró más vitaminas y especies envasadas, una respetable cantidad de sal y pimienta y tres molinillos de pimienta.
En el comercial de al lado adquirió un juego de buenos cuchillos de trinchar. Hacía tiempo que necesitaban cuchillos de cocina. También compró una piedra de afilar y un afilador manual de hojas.
Hacía años que deseaba poseer un equipo de herramientas, y aquel era el momento más apropiado para adquirirlo. Mientras estaba en la ferretería eligió algunas otras cosas. Piezas de plástico para reparaciones de fontanería, cosas baratas que podría insertar en las tuberías de metal, servirían para un día, si era necesario, y si no, valdría la pena tenerlas a mano. No había en la tienda ningún hornillo portátil, pero el dependiente conocía a Harvey y le proporcionó gustoso varias linternas que acababa de recibir, así como lámparas a gas y bombonas de combustible.
En un establecimiento de licores se gastó ciento noventa y tres dólares en vodka, bourbon y whisky escocés, además de pequeños frascos de Grand Marnier, Drambuie y otros licores esotéricos y caros. Lo cargó todo en la ranchera y luego fue en busca de botellas de agua mineral. Lo pagó todo con tarjetas de crédito. La mirada del dependiente fue como la del empleado de la ferretería, reveladora de que comprendía la situación.
Kipling, el perro, golpeaba su asiento con la cola.
—Estoy preparado para dar una gran fiesta —le dijo Harvey.
Al perro le gustaba salir con su amo, aunque no lo lograba con frecuencia. Observaba cómo Harvey iba de una tienda a otra, entraba en farmacias para comprar somníferos y más vitaminas, yodo, pomadas para primeros auxilios y las últimas vendas que quedaban, volvía al colmado para adquirir comida canina y luego entraba en la droguería y salía cargado de jabón, champú, dentífrico, cepillos de dientes, crema para la piel, loción bronceadura…
—¿Dónde paramos? —preguntó Harvey. El perro le lamió la cara—. Tenemos que parar en alguna parte. Dios mío, nunca pensé mucho en las bendiciones de la civilización antes de ahora, pero hay montones de cosas de las que no quisiera prescindir.
Llevó las compras a casa y luego bajó de nuevo la colina para recoger el furgón en el taller del mecánico que solía revisarlo. Si Harvey no hubiera sido un cliente muy antiguo y valioso, no le habrían aceptado su vehículo para ajustarlo, cambiarle el aceite, engrasarlo y hacerle una revisión general. El garaje no aceptaba nuevos encargos durante toda la semana, y había docenas de coches esperando para revisiones de última hora.
Harvey recogió el vehículo y llenó de combustibles sus dos depósitos. Llenó también los depósitos adicionales que el furgón llevaba incorporados, pero para hacerlo tuvo que recorrer tres estaciones de servicio. Aunque no era oficial, se había establecido el racionamiento de gasolina en toda la cuenca de Los Angeles.
Después de almorzar, Harvey se aplicó a la dura tarea. Primero tuvo que convertir el montón de carne que había comprado en finos filetes. Los nuevos cuchillos le ayudaron, pero cuando llegó la noche tenía los brazos agarrotados y la tarea aún no había concluido.
—Necesitaré el horno eléctrico para los próximos tres días —le dijo a Loretta.
—Ese cometa va a chocar con nosotros —dijo ella con firmeza—. Lo sabía.
—No. Las probabilidades son de centenares o millares contra una a que eso no suceda.
—Entonces, ¿a qué viene todo eso? Tengo la cocina totalmente cubierta de filetitos de carne.
—Por si acaso —dijo Harvey—. Esa carne se conserva, y si nosotros no la consumimos, Andy puede utilizarla para sus excursiones.
Harvey volvió al trabajo.
La forma más fácil de preparar tasajo de carne no es la empleada por los indios. Estos utilizaban fuego lento, o el sol del verano, y su control de calidad era deficiente. Resultaba mucho mejor usar un moderno horno eléctrico, dejando en él los finos filetes de carne durante veinticuatro horas, a la temperatura justa. La carne se cuece y reseca. Una buena tira de tasajo es seca como un hueso y lo bastante dura para matar a uno si se afila un extremo. Se conserva prácticamente para siempre.
El tasajo es una dieta demasiado limitada para mantenerle a uno vivo de manera indefinida. El tiempo puede prolongarse mucho con complementos de vitaminas, pero aún así la dieta sigue siendo inadecuada. ¿Cómo resolver el problema? Si el Martillo caía, el aburrimiento no figuraría entre las principales causas de muerte…
Harvey disponía de maíz a medio moler para aportar los hidratos de carbono. Al parecer, nadie en Beverly Hills había pensado en eso, aunque se encontraba en varias tiendas. También había conseguido un saco de harina de maíz; la harina de trigo y centeno estaba totalmente agotada.
Con la grasa de la carne preparó pemicán, mezclándolo con la poca azúcar que había en la casa, sal, pimienta y un poco de salsa de Worcestershire para darle un toque aromático. Luego coció la preparación, conservando la grasa desprendida para preparar más pemicán, a fin de utilizarlo para el tocino. El tocino cubierto con grasa y resguardado del aire se mantenía mucho tiempo antes de volverse rancio.
Una vez realizadas todas estas operaciones, Harvey decidió que ya era suficiente en cuanto a la comida. Ahora debía ocuparse del agua. Se dirigió a la piscina, que había empezado a vaciar la noche anterior. Casi se había secado, y empezó a llenarla de nuevo. Esta vez no contendría cloro. Mientras se llenaba, colocó la cubierta para evitar que cayeran hojas y suciedad al agua.
Pensó que beber toda aquella agua requeriría bastante tiempo. Disponía también del contenido del calentador para un momento dado, y… Buscó en el garaje hasta encontrar varias botellas viejas de plástico. Algunas habían contenido líquido blanqueador y todavía olían a él. Perfecto. Harvey las llenó sin lavarlas primero. Las otras las lavó cuidadosamente. Aunque el agua de la piscina se agotara, aún dispondrían de un poco más.
Comer, beber. ¿Qué venía ahora? Dormir. Eso no constituía un problema. Harvey Randall nunca tiraba nada y, además del saco de dormir adosado a su mochila, disponía de un saco de dormir militar, de los utilizados bajo temperaturas árticas, otro saco de verano, varios forros de saco, el saco que Andy ya no utilizaba e incluso el que compró cuando Loretta fue en aquella única ocasión de excursión con él. Cogió todos aquellos sacos y los colgó en el tendedero, para que los secara el calor del sol. Era el sistema de energía solar más sencillo y eficaz conocido por el hombre: colgar la ropa para que se seque al aire libre en vez de utilizar un secador a gas o eléctrico. Naturalmente, era algo que no hacían muchos «conservacionistas». Estaban demasiado ocupados predicando la conservación. Harvey se dijo que era injusto al pensar así, y se preguntó por qué lo hacía.
Porque le había atacado la fiebre del Martillo, y su esposa lo sabía. Loretta creía que se había vuelto loco, y además la estaba asustando. Estaba convencida de que él pensaba que el cometa chocaría. Y cuanto más se preparaba para la caída del Martillo, más real se volvía este. Pensó que también él estaba asustado. Debía recordar aquello para incluirlo en el libro. La fiebre del Martillo.
—Oye, cariño.
—Dime, querido.
—No estés tan preocupada. Estoy investigando.
—¿Sobre qué? —preguntó ella, ofreciéndole una cerveza.
—Sobre la fiebre del Martillo. Voy a escribir un libro, cuando el cometa haya pasado. He hecho todo el trabajo. Hasta podría ser un best-seller.
—Oh, me encantaría que escribieras un libro. La gente admira a los escritores.
Harvey pensó que era cierto. A veces. Su mente pasó en seguida a otra cosa. Ahora podían comer, beber y dormir. Quedaban dos aspectos a considerar: la lucha y la huida.
La lucha era un mal asunto. Harvey no confiaba en su habilidad con las armas, ni con la escopeta ni con la pistola olímpica. Ningún arma le habría proporcionado una verdadera confianza. No había límites a la destreza o la calidad de las armas de un posible enemigo, y por otra parte Harvey Randall había pasado la guerra como corresponsal, no como soldado.
Pero disponía de un arma más sutil: el soborno. El licor y las especias podrían sacarle de apuros. Y si lograba conservarlos, al cabo de algunos años serían cosas literalmente sin precio. Si alguien dispusiera de un excedente de alimentos intercambiable por lujos —y siempre habría alguien en esas condiciones— el licor y las especies serían valiosísimos. Durante siglos, el precio de la pimienta negra estuvo fijado en toda Europa: valía su peso en oro, onza por onza, y no todo el mundo iba a tener la idea de acaparar pimienta.
Harvey estaba orgulloso de haber tenido aquella idea.
Quedaba, pues, la huida, y el furgón estaba en la mejor forma posible. Si fuera necesario, podría atar las motocicletas en el techo. Y además disponía aún del domingo para ir en busca de cosas en las que todavía no había pensado.
Harvey entró en la casa, exhausto, pero sintiéndose satisfecho. Aún no estaba en las mejores condiciones, pero al menos podía considerarse preparado, y mucho mejor que la mayoría. Loretta le había esperado despierta. No le hizo muchas preguntas. Le acarició, llegó a la conclusión de que él no estaba interesado en algo más íntimo y le dejó dormir.
Mientras llegaba el sueño, Harvey pensó en lo mucho que quería a su mujer.