JUNIO: DOS

¡General, usted no tiene un plan de guerra! ¡Todo lo que usted tiene es una especie de horrible convulsión!

Secretario de Defensa Robert S. McNamara, 1961

La política de los Estados Unidos continúa sin variación. En cuanto se confirme que se ha producido un ataque nuclear a esta nación, nuestras fuerzas estratégicas infligirán un daño irreparable al enemigo.

Portavoz del Pentágono, 1975

El sargento Mason Jefferson Lawton pertenecía al Mando Estratégico de la Fuerza Aérea y estaba orgulloso de ello. Estaba orgulloso del arrugado traje de faena, del pañuelo azul al cuello y los guantes blancos. Estaba orgulloso del revólver de calibre 38 que llevaba a la cadera.

Caía la tarde en Omaha. El día había sido caluroso. Mason consultó de nuevo su reloj, y en el mismo momento en que lo hacía el KC-135 apareció en el cielo y aterrizó. Se detuvo en el área de descarga donde Mason esperaba. El primer hombre que descendió era un coronel destinado permanentemente en Offutt. Mason le reconoció. El hombre siguiente respondía a la foto que le había proporcionado el departamento de Seguridad. Los dos se acercaron al jeep del sargento.

—¿El documento de identidad, por favor? —pidió Mason.

El coronel exhibió el suyo sin decir una palabra. El senador Jellison frunció el ceño.

—He venido en el avión del general, con su propio coronel…

—Sí, señor —dijo Mason—. Pero necesito ver su documento de identidad.

Jellison asintió, divertido. Sacó una cartera de piel y sonrió mientras el sargento leía atentamente el documento. La tarjeta mostraba que Jellison era teniente general en reserva de la Fuerza Aérea. El senador pensó que aquello impresionaría al muchacho.

Pero si el rango de Jellison le impresionó, Mason no mostró señal alguna de ello. Esperó mientras otro oficial traía el equipaje del senador y lo cargaba en el jeep. Avanzaron por la pista, pasando junto a los aviones especialmente equipados. Eran tres en total, y uno de ellos siempre estaba en el aire. Transportaban a las jerarquías y el personal del Mando Aéreo Estratégico.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, los cuarteles generales del Mando Aéreo Estratégico se emplazaron en Omaha, en el centro del país. El centro de mando ocupaba cuatro plantas subterráneas, reforzadas con hormigón y acero. El centro, conocido como el agujero, había sido diseñado para resistirlo todo, pero eso fue antes de que existieran los misiles balísticos intercontinentales y las bombas de hidrógeno. Ahora ya nadie podía hacerse ilusiones. En caso de bombardeo nuclear, el agujero estaba condenado. Eso no impediría que el Mando Aéreo Estratégico controlara sus fuerzas, puesto que los aviones especialmente equipados no podían ser derribados. Sólo sus pilotos sabían dónde se encontraban.

Mason acompañó al senador al interior del gran edificio de ladrillo, hasta el despacho del general Bambridge. La estancia tenía un aire anticuado. Los muebles de madera, la mayoría tapizados en cuero, eran antiguos, lo mismo que el enorme escritorio. Las paredes estaban forradas con estantes que contenían maquetas de los aviones de la Fuerza Aérea: cazas de la Segunda Guerra Mundial, un voluminoso B-36 con su mezcla de hélices y reactores, un B-52 y toda clase de proyectiles que, junto con los teléfonos, constituían los únicos rasgos modernos.

Sobre la mesa había tres teléfonos, uno negro, otro rojo y otro dorado. En una mesita cercana descansaba una caja portátil que contenía un teléfono rojo y otro dorado, y que el general Bambridge se llevaba consigo en toda ocasión: en su coche, en su casa, en su dormitorio, en el lavabo… Nunca se alejaba más de cuatro pasos del teléfono dorado. Era una servidumbre de su cargo como comandante en jefe del Mando Aéreo Estratégico. El teléfono dorado le ponía en contacto con el presidente de la nación. El rojo comunicaba con el centro subterráneo de control, y podía desencadenar una potencia de fuego superior a la que habían empleado todos los ejércitos en la historia.

El general Thomas Bambridge hizo una seña al senador Jellison para que se sentara cerca del gran ventanal que daba a la pista, y tomó asiento frente a él. Bambridge no permanecía tras su escritorio para hablar con la gente, a menos que algo estuviera mal. Se contaba que en cierta ocasión un comandante se desmayó tras permanecer cinco minutos ante la mesa de trabajo de Bambridge.

—¿Qué diablos te ha hecho venir en persona? —preguntó Bambridge—. ¿No podíamos hablar por teléfono?

—¿Son totalmente seguros tus teléfonos? —replicó Jellison.

Bambridge se encogió de hombros.

—Son tan buenos como podemos hacerlos…

—Tal vez los tuyos sean seguros —dijo Jellison—. Dispones de personal propio que los revisa. Yo estoy convencido de que los míos no lo son. El motivo oficial de esta visita es el que te dije: necesito ayuda para la solicitud de presupuestos.

—Claro. ¿Te apetece una copa?

—Tomaré un whisky, si tienes aquí.

—Muy bien. —Bambridge sacó una botella y vasos del armario situado detrás de su escritorio—. ¿Un cigarro? Te gustará.

—¿Es habano? —preguntó Jellison.

Bambridge volvió a encogerse de hombros.

—Los chicos los consiguen en Canadá. Nunca me he acostumbrado a los cigarros de este país. Los cubanos puede que sean unos bastardos, pero nadie puede negar que saben preparar el tabaco. —Depositó la botella de whisky sobre la mesita y sirvió dos vasos—. Bueno, ¿de qué se trata?

—Del Martillo —dijo Jellison.

El rostro del general Bambridge permaneció impasible.

—¿Qué ocurre con él?

—Se está acercando mucho.

Bambridge asintió.

—Nosotros también tenemos buenos matemáticos y computadoras, ¿sabes?

—¿Y qué pensáis hacer?

—Nada. Es una orden del presidente. —Señaló el teléfono dorado—. No va a suceder nada, y no debemos alarmar a los rusos. —Bambridge hizo una mueca—. No debemos alarmar a los bastardos. Están matando a nuestros amigos en África, pero no hemos de molestarlos porque eso podría hacer peligrar nuestra amistad.

—El mundo es duro —comentó Jellison.

—Desde luego. Bueno, ¿qué es lo que quieres?

—Tom, esa cosa se aproxima demasiado. No creo que el presidente comprenda lo que eso significa.

Bambridge se quitó el cigarro de la boca e inspeccionó el extremo mascado.

—El presidente no se interesa mucho por nosotros. Eso es bueno, porque así el Mando Aéreo Estratégico puede funcionar sin interferencias. Pero bueno o malo, él es el presidente, es decir, mi comandante en jefe, y yo tengo algunas ideas curiosas, por ejemplo, la de que debo obedecer las órdenes.

—Tú has prestado juramento a la Constitución —dijo Jellison—. Has pasado por West Point, ¿no? Recuerda la trilogía: deber, honor, país, por ese orden.

—¿Y qué?

—Tom, ese cometa se nos echa encima, de veras. Me han dicho que invalidará todos tus sistemas preventivos de radar.

—A mí también me lo han dicho —dijo Bambridge—. Art, no quiero parecer sarcástico, pero ¿no te parece que están tratando de enseñar a tu abuela cómo se bebe un huevo? —Fue a su escritorio y volvió con un expediente de cubiertas rojas—. Veremos cómo es un ataque supuesto y no podremos ver uno verdadero… si se produce. Claro, el día que los rusos vean que tienen todas las de ganar nos atacarán, pero según los servicios de inteligencia, por allá las cosas están ahora muy tranquilas. —Bambridge hojeó de nuevo el documento—. Naturalmente, si no podemos verles venir, ellos no podrían vernos tampoco…

—¿Pero qué estás diciendo?

—Bueno, no pueden someterme a un consejo de guerra sólo por pensar.

—Esto es serio, Tom. No creo que los rusos vayan a iniciar algo, mientras el cometa sólo pase cerca, pero…

Bambridge ladeó la cabeza.

—¡Por Dios, mis técnicos no me han dicho que fuera a chocar con nosotros!

—Ni los míos tampoco —dijo Jellison—. Pero ahora las posibilidades de que no suceda son de centenares contra una. Antes fueron miles de millones, luego millares y ahora sólo centenares. Es para asustarse un poco.

—Lo es, desde luego. ¿Qué crees que debo hacer? El presidente me ordenó que no me pusiera en estado de alerta.

—No puede darte esa orden. Tu cargo te autoriza a tomar toda medida necesaria para proteger a tus fuerzas. Todo menos el ataque nuclear.

Bambridge miró por la ventana. El avión especial KC-135 estaba despegando para cumplir con su misión rutinaria.

—Me pides que desafíe una orden directa del presidente.

—Sí, pero si lo haces tendrás amigos en el Congreso. Podrías perder tu cargo, pero eso sería todo. —El tono de Jellison era bajo y apremiante—. Tom, ¿crees que me gusta esto? Dudo de que ese condenado cometa choque con la Tierra, pero si lo hace y no estamos preparados… Dios sabe lo que ocurrirá.

—Sí, es cierto. —Bambridge trató de imaginarlo—. Si un asteroide cayera en alguna zona remota de la Unión Soviética, ¿no creerían que era un ataque solapado de Estados Unidos? ¿Y si no era en una zona remota sino en el mismo Moscú? Pero si entramos en estado de alerta, ellos lo sabrán, y tendrán muchas más razones para creer que lo hemos hecho.

—Claro, pero ¿y si nosotros no hemos declarado la alerta y ellos consideran esta circunstancia como una estupenda oportunidad? Si cae el Martillo, Tom, Washington puede desaparecer. Washington, Nueva York y la mayor parte de la costa oriental.

—Maldición. No faltaría más que encima de todo eso tuviéramos una guerra —dijo Bambridge—. Si el Martillo golpea realmente, ya habrá suficiente desastre en el mundo sin necesidad de añadir la catástrofe nuclear. Pero si nos golpea a nosotros y no a ellos, querrán rematar el trabajo. Es lo que yo haría en su caso.

—Pero tú no…

—No desde este despacho —le interrumpió Bambridge—. Ni siquiera si recibo unas órdenes que, gracias a Dios, nunca recibiré. —El general miró las maquetas de proyectiles en su estante—. Mira, lo que puedo hacer es vigilar que mi personal esté en su sitio. Que mis hombres clave estén alerta en sus agujeros mientras yo lo dirijo todo desde el avión especial. ¿Pero cómo puedo distinguir el choque de un meteoro de un ataque nuclear?

—Creo que lo distinguirás —dijo Jellison.

Afuera se extendían la noche y la inmensidad del espacio. Dentro de la cápsula Apolo Rick Delanty estaba tendido en el breve lecho. Tenía los ojos fuertemente cerrados, el cuerpo rígido y los puños apretados.

—Sí, de acuerdo, me encuentro mal desde que partimos, pero no se lo digas a Houston. De todos modos no podrían hacer nada.

—Pero si no comes vas a morirte de hambre —le dijo Baker—. No te lo tomes así. Todo el mundo tiene trastornos cuando viaja al espacio.

—Pero no durante toda una semana.

—MacAlliard estuvo mal toda la misión. No tanto como tú, pero él tenía ayuda. Voy a buscar a la doctora Malik.

—¡No!

—Sí. No tenemos tiempo para satisfacer el orgullo masculino.

—No se trata de eso, y tú lo sabes —dijo el acongojado Delanty—. Informará de lo que ocurre y…

—Y nada. No vamos a detener esta misión sólo porque tienes las tripas revueltas.

—¿Estás seguro?

—Sí. No pueden cancelarla a menos que yo lo diga. Y no voy a decirlo, a menos que…

—No hablemos más. Dios mío, Johnny, si esto fracasa por mi culpa… Diablos, ojalá hubieran elegido a otro en mi lugar. Entonces no importaría tanto. Pero yo tengo que seguir.

—¿Por qué? —preguntó Baker.

—Porque soy…

—¿Un caballero de color?

—Un negro. —Rick trató de sonreír—. De acuerdo, haz que venga la doctora. Algo ayudará.

—Lo mejor que puedes hacer es mantener los ojos cerrados.

—Ya lo hago, hago todo lo que puedo —dijo Delanty en tono amargo—. Yo, el gran Rick, con la enfermedad del espacio. Es absurdo.

Se dio cuenta de que Baker había salido y nerviosamente empezó a abrocharse la bragueta.

Vestía una especie de calzones largos de lana, lo más apropiado para llevar bajo el traje espacial. Era una prenda muy práctica, pero Rick Delanty no podía ocultar del todo su nerviosismo. No estaba acostumbrado a que las mujeres le vieran en paños menores, sobre todo las mujeres blancas.

Cuando Leonilla entró en la cápsula preguntó por qué no habían informado de lo que le ocurría a Rick. Su voz era áspera, totalmente profesional, y Rick se sintió algo intimidado. La prenda interior de cuerpo entero que vestía Rick tenía unos engarces. Leonilla tomó uno de ellos en un termómetro eléctrico. Introdujo el otro extremo del engarce en el año de Rick Delanty.

—¿No ha comido nada? —preguntó Leonilla, mientras leía el termómetro y tomaba nota.

—Lo vomito todo.

—Por eso está deshidratado. Primero probaremos con estas cápsulas. Másquela. No, no se la trague, másquela.

Rick obedeció.

—Cielo santo, ¿qué es esto? Es lo más asqueroso…

—Ahora tráguela por favor. Dentro de dos minutos probaremos con un líquido nutritivo. Necesita hidratación y alimento. ¿Tiene la costumbre de no informar cuando está enfermo?

—No. Creí que no sería nada.

—En toda misión espacial aproximadamente un tercio del personal ha experimentado trastornos espaciales entre suaves y agudos. La probabilidad de que a uno de nosotros le sucediera era muy alta. Ahora beba esto lentamente.

Rick bebió. Era un líquido espeso que sabía a naranja.

—No está mal.

—Se basa en el Tang americano —dijo Leonilla—. He añadido azúcares de fruta y una solución vitaminada. ¿Cómo se siente? No, no me mire. Es importante que no lo vomite. Mantenga los ojos cerrados.

—Así no me siento muy mal.

—Estupendo.

—¡Pero no sirvo para nada con los ojos cerrados! Y tengo que…

—Tiene que rehidratarse y seguir vivo, para que el resto de nosotros podamos continuar.

Delanty notó algo frío en el antebrazo.

—¿Qué…?

—Una inyección para que duerma. Relájese. Ya está. Dormirá varias horas. Durante ese tiempo le suministraré suero. Luego, cuando despierte, podemos probar otros fármacos. Buenas noches.

La doctora regresó al compartimiento principal del laboratorio del Martillo. Ahora había espacio en el centro, pues el equipo había sido colocado en lugares apropiados, y muchos de los paquetes habían sido lanzados al espacio.

—¿Cómo está? —preguntó John Baker. Pieter Jakov hizo la misma pregunta en ruso.

—Mal —dijo ella—. Creo que ha carecido de agua en su organismo al menos durante veinticuatro horas, tal vez más. Tiene treinta y ocho grados y ocho décimas de temperatura. Está muy deshidratado.

—¿Qué podemos hacer? —inquirió Baker.

—Creo que las medicinas que le he dado le ayudarán a conservar el líquido. Ha bebido casi un litro, sin mostrar síntomas negativos. ¿Por qué no nos lo dijo antes?

—Diablos, es el primer negro que ha ido al espacio, y no quiere ser el último —dijo Baker.

—¿Cree acaso que es el único que se siente presionado para tener éxito? —preguntó Leonilla—. Es el primer negro en el espacio, pero las diferencias fisiológicas entre razas son pequeñas comparadas a las que hay entre sexos. Yo soy la segunda mujer en el espacio, y la primera falló…

—Ya es hora de hacer más observaciones —dijo Pieter Jakov—. Ayúdame, Leonilla. ¿O debes atender a tu paciente?

Aunque el equipo estaba adecuadamente distribuido, seguía habiendo muy poco espacio en el laboratorio del Martillo. Los astronautas se habían esforzado para conseguir alguna intimidad: Delanty en el Apolo y Leonilla Malik en el Soyuz. Baker y Jakov se turnaban en la observación y, en los breves momentos que dedicaban al sueño, lo hacían en el laboratorio. Como tres tenían que hacer el trabajo de cuatro, no había mucho tiempo para dormir.

Y el cometa Hamner-Brown se acercaba, con la cola por delante, directamente hacia ellos. El tenue gas que desprendía ya estaba envolviendo a la Tierra, la Luna y el laboratorio espacial. Los astronautas realizaban observaciones visuales a cada hora, y cada día salían al exterior para recoger muestras de nada: envasaban el tenue vacío espacial para llevarlo a la Tierra, donde instrumentos muy sensibles podrían descubrir unas pocas moléculas de la cola de un cometa.

Al principio había poco que ver. Sólo en la dirección del cometa era evidente que la cola se extendía por el espacio para abarcar centenares de millares de kilómetros. Pero más tarde, a medida que se acercaba, podían verlo en cualquier dirección que mirasen.

Cuando no contemplaban el cometa podían hacer observaciones del Sol. Y si aún disponían de algún tiempo podían dedicarlo a otros varios experimentos, cristalográficos o de investigación de gases. Su jornada era muy apretada.

Tenían la intimidad imprescindible. Por mutuo acuerdo, el ingenio espacial había sido diseñado de manera que los dispositivos que hacían las veces de lavabo estaban en la nave espacial y no en la cápsula del laboratorio. Para Baker y Delanty el sistema era muy sencillo: un tubo que se colocaba en su órgano viril, con un depósito para orinar. El contenido fluía.

En una ocasión, mientras Baker utilizaba el sistema, notó que Delanty le miraba.

—Tendrías que estar durmiendo, no mirando cómo meo.

—No estoy interesado en cómo lo haces, Johnny… ¿cómo se las arreglará Leonilla para mear en el espacio?

—La verdad es que no lo sé. Se lo preguntaré, ¿eh?

—Sí, pregúntaselo, porque yo, desde luego, no voy a hacerlo.

—Ni yo tampoco. —Johnny abrió una válvula y la orina fue proyectada al espacio. Las gotitas heladas formaron una nube alrededor de la nave, como una nueva constelación de estrellas, y gradualmente se disiparon.

—¿Por qué diablos me has preocupado de nuevo con eso?

—¿He de ser el único que tenga problemas?

—¿Cómo te encuentras?

—Bastante bien.

Dos días después Delanty estaba mucho mejor, pero Baker no tenía la respuesta.

Acababa de volver del exterior, donde había tomado una muestra del vacío, y estaba a solas con Jakov.

—No puedo soportarlo —dijo Baker.

—¿Cómo dice? —preguntó el ruso.

—Hay algo que no deja de preocuparme. ¿Cómo mea Leonilla cuando vuela en caída libre?

—¿Eso le preocupa?

—Desde luego. Y no es simple curiosidad. Una razón por la que nunca hemos enviado mujeres al espacio es que los chicos de diseño no han podido dar con un servicio higiénico adecuado. Alguien sugirió un catéter, pero eso es doloroso. —Jakov no dijo nada—. ¿Cómo lo hace ella?

—Eso es un secreto de Estado. Lo siento —dijo Pieter Jakov. Si estaba bromeando no lo mostraba—. Ya es hora de hacer una nueva serie de observaciones solares. Ayúdeme con el telescopio, por favor.

—Claro.

Johnny pensó que se lo preguntaría a Leonilla antes de que regresaran a tierra. Miró de reojo al ruso. A lo mejor, Jakov tampoco lo sabía.

—¿Cómo estás? —preguntó Baker.

—Bien —respondió Delanty—. ¿Lo sabe Houston?

—Yo no se lo he dicho, pero tal vez les ha informado Bakunyar. No creo que Jakov oculte algo a los suyos. Pero ¿por qué tienen que decírselo a Houston?

—Es lamentable —dijo Rick.

—Sí, pero no te preocupes. Has probado todo lo que necesitabas probar. Estás aquí y hemos desplegado las alas. Si has podido hacer un trabajo así estando enfermo, deberían llamarte titán. Mañana estarás trabajando.

—Sí. ¿Has resuelto ese problema que te molestaba?

Baker se encogió de hombros.

—No. Se lo pregunté a Pieter y me dijo nada menos que es un «secreto de Estado».

—Bueno, tal vez podamos averiguarlo. Tenemos suficientes cámaras…

—Sí, eso quedaría muy bien en el informe. Dos oficiales de la Fuerza Aérea de Estados Unidos fisgando con cámaras de televisión en el tocador de la señora. Bien, tengo que ir a observar. Despertaré al camarada brigadier. Hasta luego.

Johnny Baker cruzó flotando la cápsula Apolo y el laboratorio. Todo estaba tranquilo. Leonilla dormía en el Soyuz, y Delanty, atado, estaba tendido en el Apolo, y Jakov debía estar echando unas cabezadas antes de su turno de observación.

Baker se deslizó hasta la litera del ruso. Jakov flotaba en el laberinto de telescopios, cámaras, lentes y detectores de rayos X, ligeramente retenido por una malla de nylon. Estaba sonriente, con el rostro hacia la mampara. Cuando Johnny le dio alcance, la sonrisa desapareció.

Era como si acabara de gastarle a alguien una broma y le hubieran descubierto en el acto de hacerlo.

«Secreto de Estado…», se dijo Johnny.