Pero ¿qué decir de una colisión directa de frente con un cometa? ¿Qué tamaño y volumen tienen las cabezas de los cometas? La cabeza de un cometa consta de dos partes: el núcleo sólido y el coma resplandeciente. Sólo tenemos que preocuparnos por él núcleo. Naturalmente, los cometas varían mucho en tamaño. Se calcula que el núcleo de un cometa medio es de unos dos kilómetros de diámetro. Cualquier cometa que choque directamente con la tierra asestará un golpe fortísimo.
Daniel Cohen, Cómo será el fin del mundo
—¡Ay de vosotros, hermanos! ¿Pues no habéis suscitado la desolación de un extremo al otro de la tierra? ¿No habéis visto la maldad de las ciudades y olido el hedor del mismo aire? ¿No habéis corrompido la tierra, que es el templo del Señor?
»Escuchad las palabras del profeta Malaquías: “Pues he aquí que llega el día que arderá como un horno, y todos los presuntuosos e inicuos serán rastrojo. Y ese día se consumirán, ha dicho el Señor de los ejércitos, de modo que no les dejará raíz o rama mayor. Mas para quienes temen mi nombre, el Hijo de justicia se alzará con la curación en sus alas”.
»Hermanos, el Martillo de Dios llega para destruir a los malvados y los presuntuosos, pero los humildes serán exaltados. Arrepentios mientras aún estáis a tiempo, pues ningún hombre puede huir del poderoso Martillo que incluso ahora oscurece las estrellas. Arrepentios antes de que sea demasiado tarde. Todavía hay tiempo.
—Gracias, reverendo Armitage. Han oído al reverendo Henry Armitage en «La próxima hora».
Mark Czescu había puesto a calentar el sake en un frasco de reactivo con tapón esmerilado. Llenó dos tazas diminutas, luego vertió más sake en el frasco y volvió a colocar este en la cacerola con agua que se calentaba a fuego lento en la cocina.
—Tenía dos plantas sobre mi mesa —dijo Mark—. Una de ellas era una planta de marihuana en plástico, y debajo de las hojas estaba la inscripción cannabis sativa. La otra era una Aralia elegantissima. Si uno no la conoce se parece mucho a la marihuana. —Ofreció una tacita a Joanna y otra a Lilith—. Un día llegó mi jefe en compañía de un tipo importante de la oficina central. No dijeron nada en aquel momento, pero al día siguiente mi jefe me pidió que me deshiciera de las plantas. —Ofreció a Frank Stoner la tercera taza y, sosteniendo la suya, se arrellanó en el sillón—. Le digo: «¿Cómo?», y me dice: «No soy ignorante del todo, ¿sabes? Sé qué es eso». Carol Miller se puso histérica. Llamó a los demás tipos e hicimos que el jefe lo repitiera. Todos ellos sabían qué era.
Frank Stoner estaba cómodamente tendido en el sofá, rodeando con un brazo a Joana MacPherson y con el otro alrededor de la cintura de Lilith Hathaway. Lilith tenía su misma altura, uno sesenta y tres, pero los breves hombros de Joanna encajaban bien bajo el robusto brazo de Frank.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Frank.
—Un par de años. Dos meses después me despidieron. No tuvieron más remedio.
—¿Por qué? ¿A causa de una de esas interesantes insignificancias estadísticas?
—¿Eh? No, no tuvo nada que ver con la marihuana de caucho. Simplemente, tuvieron que prescindir de algunas personas. Desde entonces… Bueno, el trabajo más fijo que he tenido ha sido el que me ha proporcionado Harv Randall. —Mark se inclinó hacia adelante. Le brillaban los ojos—. Esas entrevistas al hombre-de-la-calle son divertidas. Una vez entrevistamos a un coronel del ejército que temía abrir la boca, no fuera a cometer alguna indiscreción. En un encuentro de lucha había un tipo que estaba deseando la llegada del Martillo. Confiaba en que entonces sería cuando los auténticos machos gobernarían el mundo. —Sonrió a Lilith, una rubia pálida con un hermoso rostro acorazonado y grandes pechos. La había conocido en el Intercambio, el bar de topless donde ella bailaba.
Frank Stoner tomaba el sake justo para ser cortés. Mark no se había dado cuenta de que no le gustaba. Vació su taza de un trago: había que beberlo rápido o de lo contrario se enfriaba.
—Incluso entrevistamos a algunos motoristas. Una noche abordamos a los «Rodillos Atroces», pero creo que no se lo tomaron en serio.
Joanna se rió.
—El fin del mundo. Nada de coches en las carreteras, nada de jaleo, atascos, ruidos. Tus amigos motoristas creerían que eso es Jauja.
—Pero no podían decirlo.
—Quizá sea cierto —dijo Frank Stoner. Había conocido a Mark en los caminos polvorientos, corriendo de un lado a otro del país para ganar un premio en metálico—. Podemos ir a lugares que están vedados a los coches. No gastamos apenas gasolina. Nos ayudamos unos a otros, con los puños si es necesario. Si tuviéramos gasolina escondida en alguna parte… Oye, ¿qué posibilidades hay de que se produzca el choque?
Mark hizo un gesto con la mano y casi derribó su taza.
—Casi ninguna, a menos que creas en los horóscopos. Sharps dice que podría alcanzarnos la cola. ¡Sería digno de ver!
—Sharps es uno de los astrónomos a los que han entrevistado. —Se levantó para llenar de nuevo las tazas.
—Sí, y fue más extraño que cualquiera de ellos. Lo verás por la televisión.
Una hora después Lilith tenía que ir a trabajar. El sake disminuía rápidamente y Mark se sentía bien. Joanna, en su regazo, era ligera como una pluma, mientras él y Frank hablaban.
Mark había vivido con Joanna durante casi dos años. A veces le parecía muy extraño que hubiera llegado a una monogamia total. Aquella relación había cambiado su estilo de vida, y aquel cambio le gustaba. Cierto que no se atrevía a acostarse con ninguna otra, pero tampoco se enzarzaba en tantas peleas. Y seguía conociendo a gente interesante. Había temido que eso terminara…
—Entonces tardarías mucho tiempo en volver a ponerte en forma —dijo Frank.
—¿Eh? —Mark trató de recordar de qué habían estado hablando. Ah, sí, sus competiciones en el circuito de carreras, años atrás. Ahora las carreras por los senderos polvorientos eran un deporte al que Mark sólo asistía como espectador. Todavía poseía los músculos, pero su vientre había adquirido el volumen y la redondez del de un inveterado bebedor de cerveza. Se miró la panza—. Tienes razón. Bueno, estoy embarazado de Joanna.
—La verdad es que ha perdido el interés por estar en forma —dijo Joanna.
—Me estoy haciendo viejo para ocuparme de cosas frívolas. Debería trabajar permanentemente para Randall. —Alzó a Joanna y la puso de pie. Sí, sus músculos seguían funcionando. Luego fue a la cocina en busca del resto de sake—. ¿Qué haremos si choca el Martillo? —preguntó desde la cocina.
—No estar en el lugar donde vaya a producirse el choque —respondió Stoner—. No estar en la playa ni cerca de la costa. Lo más probable es que caiga en el océano. Dame una cerveza.
—Sí.
—Oye, tienes un mapa de carreteras de California, ¿verdad?
Mark estaba seguro de que lo tenía, y empezó a buscarlo.
—Creo que utilizaría la misma moto con la que fui a México. La Honda grande de cuatro tiempos. No cuesta mucho conseguir recambios. —Frank comenzó a considerar mentalmente las posibilidades, tomándose su tiempo. Conocía a Joanna y Mark desde hacía largo tiempo. No era necesario que hablaran sólo para evitar las pausas de silencio, aunque Mark tendía a hacerlo—. Hay que pensar en los alborotos y motines. La lluvia, las mareas y los terremotos arrasarán todos los servicios, incluida la policía. Creo que necesitaré gasolina y piezas de recambio escondidas fuera de la ciudad, en algún lugar donde nadie pueda robarlas.
—¿Y armas?
—Traje un recuerdo de Vietnam. Lo registraron como perdida.
—Yo también. —Mark dejó de buscar sobre el mapa—. Necesitaremos un sifón. Durante algún tiempo encontraremos coches abandonados.
—Yo siempre llevo un sifón.
—Oye, ¿por qué no nos reunimos más o menos en el momento en que se supone que pasará el cometa?
Frank no respondió de inmediato. Joanna lo hizo por él.
—Aunque no suceda nada, contemplar el cometa sería un gran espectáculo. Tal vez Lilith también querría venir.
Frank Stoner siguió en silencio, pensativo. No hacía promesas a la ligera, y el cometa empezaba a ser algo real para él. Mark sabía pelear, pero no siempre era capaz de hacer lo que aseguraba que podía hacer, tendía a abandonar las cosas y, además, tenía aquel vientre prominente de bebedor de cerveza. Para Frank, aquel vientre era una muestra de dejadez personal. Sin embargo…
—Sí. De acuerdo. Pero no nos reuniremos aquí. La noche anterior cogeremos los sacos de dormir y nos iremos al Mulholland.
Mark alzó su taza de sake.
—Estupendo. Haría falta un inmenso maremoto para alcanzar esa altura. Y si fuera necesario, podríamos viajar a campo traviesa.
Frank estaba preocupado por Joanna. No creía que Mark pudiera protegerla. Y Joanna, con su entrenamiento en artes marciales y el dominio de sí misma que le proporcionaba su pertenencia al movimiento de liberación femenina, probablemente pensaba que podía protegerse a sí misma.
Eileen tardó casi medio minuto en darse cuenta de que el señor Corrigan estaba sentado al borde de su mesa, observándola. Permanecía erguida en su asiento, con los dedos inmóviles sobre el teclado de la máquina y la mirada, al parecer, perdida… Y entonces descubrió a Corrigan en primer plano.
—¡Ah! —exclamó.
—Hola, soy yo —dijo Corrigan—. ¿Le importa que hablemos de ello?
—No lo sé, jefe.
—Hace cosa de un mes habría jurado que estaba enamorada. Tenía aquella mirada tierna, y a veces estaba muerta de cansancio pero sonriente. Pensé que descendería su eficiencia, pero no fue así.
—Estaba enamorada —declaró ella, sonriente—. Se llama Tim Hamner y es riquísimo. Quiere casarse conmigo. Me lo dijo anoche.
—Vaya —dijo Corrigan, contrariado—. El punto esencial, desde luego, es saber si el negocio podrá seguir sin usted.
—Naturalmente, eso es lo primero en lo que pensé —dijo Eileen, pero con un dejo reflexivo que Corrigan no supo a ciencia cierta cómo tomar.
—Riesgos del oficio. ¿Y usted le quiere?
—Oh… sí. Pero… está chalado. Ya he tomado una decisión, aunque no me gusta.
Se puso a escribir a máquina con una ferocidad que hizo que Corrigan volviera a su despacho.
Llamó a Tim tres veces antes de encontrarle en casa.
—Tim, lo siento pero la respuesta es no —fueron sus primeras palabras.
Hubo una larga pausa.
—De acuerdo, pero ¿puedes decirme por qué?
—Lo intentaré. Es… Todo lo que he estado haciendo parecería estúpido.
—No veo por qué.
—Poco antes de que nos conociéramos me nombraron ayudante del director general en Suministros para instalaciones sanitarias Corrigan.
—Ya me lo dijiste. Escucha, si temes perder tu independencia, pondré digamos cien mil dólares en tu cuenta y serás tan independiente como cualquiera.
—Sabía que dirías algo así, pero… esa no es la cuestión. Se trata de mí. Cambiaría más de lo que deseo. He llegado a ser lo que soy por mis propios medios, y quiero seguir orgullosa del resultado.
—¿Quieres conservar tu puesto de trabajo? —A Frank la idea le pareció algo absurda, pero de todos modos dijo—: De acuerdo.
Eileen se imaginó llegando todas las mañanas a la oficina en un lujoso automóvil con chofer, y se echó a reír.
Colleen leía una novela. Tenía el cabello lleno de rulos. Había encendido el tocadiscos y a veces seguía el ritmo de la música golpeando con los dedos sobre la mesita al lado de la tumbona.
Fred se preguntó qué estaría escuchando. Sabía lo que estaba leyendo. No podía ver el título, pero la ilustración de la cubierta era una mujer con vestido largo y vaporoso en primer término, y un castillo en el fondo, con una ventana iluminada. Todas las novelas románticas eran iguales.
No le importaban los rulos. Le sentaban bien a Colleen.
La mitad del placer consistía en la espera. Pronto, muy pronto se conocerían.
A veces el sentimiento de culpabilidad era abrumador. Entonces Fred Lauren sentía la loca tentación de destruir su telescopio, de destruirse a sí mismo antes de que pudiera herir a Colleen. Pero aquello era realmente una locura. Dentro de un mes y una semana, habría muerto de todos modos. Y ella también. Cualquier daño que le hiciera sería transitorio, y lo habría hecho por amor.
Por amor. Fred suspiró por la muchacha que veía a través del telescopio. Movía suavemente las ruedecillas que controlaban la imagen, y los dedos le temblaban. Era pronto, demasiado pronto.