El Señor mismo descenderá del cielo con una llamada imperativa, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los que están muertos en unión con Cristo se levantarán primero. Después, los que sobrevivamos seremos arrebatados, junto con ellos, en las nubes, y nos encontraremos con Dios en los aires. Y así siempre estaremos con el Señor.
Pablo de Tarso, Primera epístola a los Tesalonicenses.
En lo más alto del gran poste totémico a punto de desintegrarse, en aquel reducido espacio de la punta, Rick Delanty yacía boca arriba con una sonrisa incierta en los labios. Su voz clara y firme no traslucía ningún indicio de tensión. Sonaba como la de Johnny, y Johnny Baker fruncía ligeramente el ceño, como un hombre que está haciendo un trabajo delicado.
—Conexión de energía interna.
—Verificación de energía interna. En verde.
—T menos quince minutos, y contando.
Cada vez que miraba a Rich veía aquella sonrisa nerviosa, Johnny hacía una ligera mueca de desdén. Pero aquella no era la primera vez que Johnny Baker volaba y podía permitirse ser desdeñoso. Quince minutos, y ni un solo fallo, llevaría la vida entera de un hombre anotar todos los fallos que pueden detener el lanzamiento de un Apolo.
Delanty seguía sonriendo. ¡Le habían elegido! Había realizado los entrenamientos y practicado con los simuladores, y luego había viajado a Florida. Dos días atrás había realizado vuelos acrobáticos sobre Florida y las Bahamas. Aquel vuelo acrobático final que coronaba el entrenamiento era una tradición demasiado consolidada para que se pudiera prescindir de ella. Eliminaba la tensión de los astronautas elegidos y la traspasaba al personal de tierra. Pensar que después de todo aquel minucioso entrenamiento los astronautas podrían sufrir algún percance pilotando un avión a reacción era para volverse loco…
—T menos un minuto, y contando.
Aquellas horas finales, apresuradas, concluyeron cuando Wally Hoskins le condujo en el ascensor y le instaló, apretadamente debido al volumen del traje espacial, en la cápsula del Apolo. Después quedó tendido boca arriba, con las rodillas por encima de la cabeza, al acecho de un posible fallo. Pero este aún no se había producido, y parecía que no iba a ocurrir, que realmente iban a salir…
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Ignición. Primer movimiento…
¡Estaban en marcha!
—Hemos partido…
El cohete Saturno se elevó entre llamaradas y un ruido ensordecedor, contemplado por un centenar de visitantes oficiales y periodistas, escritores de ciencia ficción que se habían agenciado pases de prensa, familiares de astronautas, personalidades y amigos…
—Allá va —dijo Maureen Jellison a su padre, preguntándose por qué tenía la sensación de que jamás vería de nuevo aquella nave espacial.
Tras ella, el vicepresidente musitaba, lo bastante alto para que le oyeran:
—Vuela, vuela, pájaro. —Cuando se dio cuenta de que los demás le escuchaban se encogió de hombros y añadió—: ¡Vuela, pequeño!
Aquel grito repercutió en los espectadores. Parecía condensar la potencia del cohete atronador y todos los conocimientos que habían sido necesarios para su creación. Para los espectadores de más edad era algo imposible, una aventura propia de un tebeo de su infancia. Para los más jóvenes era algo inevitable y previsible, y no podían comprender por qué los mayores se emocionaban tanto. Las naves espaciales eran algo real y, naturalmente, funcionaban bien…
En la cápsula Apolo los astronautas estaban contentos. Su sonrisa parecía el rictus de un cadáver, pues la gravedad estiraba sus músculos faciales entre las mejillas. Finalmente la primera etapa del proyectil se desprendió y cayó, la segunda hizo lo mismo y la tercera les dio un impulso final… hasta que la cápsula entró en caída libre mientras Rick Delanty seguía sonriendo.
—Apolo, aquí Houston —dijo una voz a través de los auriculares—. Vais muy bien.
—Recibido el mensaje, Houston. —Delanty se volvió hacia Baker—. ¿Ahora qué, general?
Baker se sintió satisfecho. Poco antes del lanzamiento había sido ascendido, para que tuviera el mismo rango que el cosmonauta soviético. El presidente le había puesto una sola condición al hacerle entrega de las estrellas militares. «No se burle del nombre de su colega ruso. Resista la tentación». Y él se lo había prometido al presidente, pero iba a resultarle difícil mantener su promesa. Pieter Jakov no tenía un doble significado en ruso, pero el camarada general Jakov hablaba un inglés muy bueno, como Baker sabía por su reunión de toma de contacto en Houston. También había conocido a la otra, una chica atractiva… pero sólo la había visto en Rusia. Oficialmente, había estado muy ocupada para viajar a Estados Unidos.
—Ahora vamos a encontrar ese maldito cubo de basura, teniente coronel Delanty —dijo Baker—. Es bonito el panorama desde aquí, ¿verdad?
—Desde luego.
Delanty atisbo a través de la mirilla. Muchas veces le habían mostrado todo aquello en simuladores de vuelo. Había Visto películas, y los demás astronautas hablaban constantemente del espacio. Les hacían zambullirse bajo el agua, vestidos de hombres rana, para simular la falta de gravedad. Pero no había nada comparable a la realidad.
Delante de ellos estaba la absoluta negrura del espacio, y las estrellas brillaban aunque, abajo, el sol iluminaba la Tierra. Pasaron por encima de islas atlánticas y vieron aproximarse la línea costera de África, que parecía un mapa con trozos de algodón pegados a modo de nubes. Luego, hacia el norte, apareció España y el mar Mediterráneo, y poco después la hendidura de un verde oscuro que cruzaba los desiertos de Egipto, el Nilo con todas sus curvas y pliegues.
Entraron en la zona donde se ponía el sol y vieron las luces de las fabulosas ciudades de la India.
Estaban por encima de la oscuridad, a la altura de Sumatra, cuando Delanty observó la señal en su pantalla de radar.
—Ya está —dijo—. El laboratorio del Martillo.
—Sí —asintió Baker. Miró los instrumentos y vio que se acercaban lentamente a la cápsula. La alcanzarían al alba, sobre el Pacífico, tal como había predicho el ordenador electrónico de Houston. Esperaron y, finalmente, Baker dijo—: Preparémonos para la acción. Hemos de dar alcance a nuestra casa. —Conectó el transmisor—: Goldstone, aquí el Apolo. Tenemos al laboratorio del Martillo dentro del campo visual, y estamos iniciando la maniobra final de acoplamiento.
—Apolo, aquí Houston. ¿Qué ha dicho que estaba en su campo visual? Interrogativo.
—El laboratorio del Martillo —dijo Baker. Miró a Delanty y sonrió. Oficialmente era el «Laboratorio Espacial Dos», pero ¿quién le llamaba así?
Se acercaron rápidamente, pero a los astronautas, que avanzaban a una velocidad de ocho kilómetros por segundo, les parecía lento. Llegó el momento y Delanty se encargó personalmente de dirigir el Apolo. Los reactores aproximaron más la nave a su objetivo: un gran cubo de basura de acero, de doce metros de largo por tres de diámetro, con ventanillas a los lados, una esclusa de aire y escotillas de acoplamiento en cada extremo.
—El laboratorio espacial de clase económica —musitó Baker—. Está moviéndose para colocarse en posición horizontal. Voy a establecer esa rotación en cuatro minutos ocho segundos.
Lo primero que debía hacer para encajar perfectamente con el laboratorio del Martillo era situar las toberas de maniobra para que la cápsula rotara con el objetivo. Luego debía aproximarse más a la nave y esperar la oportunidad, hasta que la gran sonda de ensamblaje del Apolo pudiera penetrar en el agujero situado en el extremo del laboratorio del Martillo… De nuevo estaban envueltos por la negrura. Rick estaba asombrado de lo larga que había sido la operación de conducir la cápsula cuando la distancia no parecía superior a un par de kilómetros. Naturalmente, ellos también habían avanzado veintidós mil kilómetros en los mismos cincuenta minutos…
Al alba, Rick estaba dispuesto. Avanzó un poco, otro poco, maldijo, siguió un poco más adelante y notó el ligero contacto de las dos naves. Los instrumentos indicaron que el contacto se había establecido en el centro, y Rick empujó con fuerza…
—¡Ha dejado de ser virgen! —gritó.
—Houston, aquí el Apolo. Hemos ensamblado. Repito, hemos ensamblado —dijo Baker.
—Ya lo sabemos —respondió una voz seca desde tierra—. El micrófono del coronel Delanty estaba abierto.
—Vaya por Dios —musitó Rick.
—Apolo, aquí Houston, sus colegas se aproximan. Están ustedes en el campo visual del Soyuz. Repito, el Soyuz tiene contacto visual.
—Recibido el mensaje, Houston. —Baker se volvió a Rick—. Ahora encárgate de estabilizar a esta madre mientras yo hablo amistosamente con el hermano asiático… y la hermana. Soyuz, Soyuz, aquí Apolo. Corto.
—Apolo, aquí Soyuz —dijo una voz masculina. El inglés de Jakov era gramaticalmente perfecto, y casi sin acento. Lo había estudiado con maestros de habla norteamericana, no británicos—. Apolo, copiamos sus operaciones. ¿Ha completado su maniobra de ensamblaje? Interrogativo. Corto.
—Estamos acoplados al laboratorio del Martillo. Podemos acercarnos con seguridad. Corto.
—Apolo, aquí el Soyuz. ¿Con la expresión «laboratorio del Martillo» se refiere al laboratorio espacial dos? Interrogativo. Corto.
—Afirmativo —respondió Baker.
Delanty sabía que estaba utilizando demasiado combustible. Sólo un perfeccionista se habría percatado de ello. La maniobra estaba dentro de los límites de error incorporados al programa de Houston. Pero Rick Delanty lo tenía todo en cuenta.
Finalmente quedaron estabilizados, el Apolo con el morro introducido en el orificio de ensamblaje situado en el extremo del cubo de basura llamado laboratorio del Martillo, sin bambolearse ni rotar. El Apolo avanzó a ocho kilómetros por segundo. Baker y Delanty, sentados en sentido inverso al de la marcha, giraban en torno a la Tierra, dando una vuelta completa cada noventa minutos.
—Listo —dijo Rick—. Ahora veamos cómo lo hacen ellos.
Baker activó un sistema de televisión. Había un cable conector en el mecanismo de ensamblaje, y la imagen apareció perfectamente nítida: una vista del Soyuz, macizo y más cercano de lo que habían esperado, que se iba aproximando al otro extremo del laboratorio del Martillo. El Soyuz fue haciéndose mayor, se bamboleó ligeramente en su órbita, mostrando su considerable volumen. Era mucho más grande que el Apolo. Los soviéticos habían utilizado siempre sus enormes secciones propulsoras militares para ayudar a la realización de su programa espacial, mientras que la NASA diseñaba y construía un equipo especial.
—Espero que esa buena madre no se haya olvidado del almuerzo —dijo Delanty—. De lo contrario vamos a pasar hambre.
Baker asintió y siguió observando.
El Soyuz era esencial para la misión del laboratorio del Martillo, pues contenía la mayor parte de los víveres. El laboratorio estaba lleno de instrumentos, película y material para experimentos, pero sólo tenía alimentos, agua y aire para algunos días. Necesitaban el Soyuz para permanecer a la espera del cometa Hamner-Brown.
—A lo mejor pasaremos hambre de todos modos —dijo Johnny Baker. Miró con preocupación la pantalla y las maniobras del vehículo soviético.
Aquella observación resultaba penosa. El Soyuz se movía torpemente, como una ballena muerta a impulsos del oleaje. Cabeceó violentamente contra la cámara y retrocedió con igual violencia. Se bamboleó y casi se detuvo. Lo intentó de nuevo, pero tampoco acertó.
—Y ese es su mejor piloto —murmuró Baker.
—Yo tampoco lo hice muy bien…
—Tonterías. El objetivo estaba rotando, pero ahora estamos tan estabilizados como un tranvía. —Baker miró un poco más y meneó la cabeza—. No es culpa suya, desde luego, sino de los sistemas de control. Nosotros tenemos computadores a bordo, y ellos no. Pero es una vergüenza.
Los surcos del rostro color caoba de Rick Delany se intensificaron.
—No sé si voy a poder aguantarlo mucho más, Johnny.
Aquel espectáculo era atroz para ambos astronautas. Sentían una comezón en los dedos, unas ganas imperiosas de sustituir a sus colegas al frente de la maniobra. Tales tensiones son las que sienten los conductores que viajan en los asientos traseros de los coches.
—Y ellos tienen los víveres —dijo Baker—. ¿Cuándo piensan claudicar?
Entraron en la zona oscura. Las comunicaciones con el Soyuz se limitaban a mensajes oficiales. Cuando volvieron a la luz, la astronave soviética se acercó una vez más.
—Vamos a pasar hambre… —dijo Delanty.
—Calla.
—Sí, señor.
—Vete a freír espárragos.
—Imposible con un traje espacial.
Miraron de nuevo. Finalmente se oyó la voz de Jakov:
—Estamos gastando un combustible que necesitamos. Solicito pasar al plan B.
—Soyuz, mensaje recibido. Estén preparados para poner en práctica el plan B. —Baker pareció visiblemente aliviado. Hizo un guiño a Delanty—. Ahora muestra a los comunistas lo que puede hacer un verdadero americano.
El plan B era oficialmente una medida de emergencia, pero todos los planificadores de la misión norteamericana habían predicho en privado que sería necesario. En Estados Unidos los entrenamientos se llevaban a cabo como si el plan B fuera el modo normal de operación. Confiaban en que no sería necesario al cruzar el Atlántico, pero de todos modos lo habían tenido en cuenta al efectuar la planificación. El plan B era muy simple: El Soyuz se estabilizaba por sí mismo, y el monstruo formado por la cápsula Apolo y el laboratorio del Martillo maniobraba hacia él.
Delanty pilotaba una nave espacial y, a la vez, una lata enorme y maciza. Era como si un portaaviones tratara de maniobrar para recibir adecuadamente a un avión en descenso. Pero también disponía del sistema electrónico más complejo del mundo, toberas de dirección minuciosamente fabricadas por un personal especializado con millares de horas de experiencia e instrumentos producidos en una docena de laboratorios acostumbrados a confeccionar material de precisión.
—Houston, Houston, plan B en marcha —informó Baker.
Rick Delanty pensó que ahora el mundo entero estaría mirándole, o escuchando. Y si se equivocaba…
Aquello era impensable.
—Tranquilo —dijo Baker.
Pero era evidente que él tampoco lo estaba. Había llegado el momento. Igual que en el simulador.
Un impulso directo, la verificación un instante antes de establecer el contacto, y una débil propulsión de los reactores para unir las dos naves. De nuevo la sensación mecánica de contacto y, simultáneamente las luces verdes en el tablero de mandos.
—Asegúralo —dijo Rick.
—Soyuz, estamos ensamblados, aseguren la sonda de unión —pidió Baker.
—Apolo, afirmativo. Estamos ensamblados.
—El que entre el último es un tarugo —dijo Baker.
Se estrecharon formalmente las manos, mientras flotaban dentro de la gran lata. En tierra, los comentaristas hablarían de una ocasión histórica, pero a Baker no se le ocurrían palabras históricas para pronunciarlas en aquel momento.
Había demasiadas cosas que hacer. Aquello no era un espectacular apretón de manos en el espacio, como la primera vez que se ensamblaron un Apolo y un Soyuz, sino que era una misión de trabajo, con un programa peligroso que probablemente no podrían realizar en su integridad, ni siquiera con suerte…
Y sin embargo… Baker sintió deseos de reír. Lo habría hecho si ello no hubiera requerido tantas explicaciones. Se habría reído ante el fantástico aspecto de los cuatro y la certidumbre de que no había nadie como ellos en el mundo. Leonilla Alexandrovna Malik poseía una misteriosa belleza. Tenía tal dominio de sí misma que podría haber representado el papel de una zarina, pero sus músculos suaves y duros habrían sido más adecuados para el de primera bailarina. Era una mujer fría y encantadora.
Johnny Baker pensó que era indiferente, pero secretamente vulnerable, y se preguntó si era tan fríamente cortés con todo el mundo como lo era con el brigadier Jakov.
El brigadier Pieter Ivanovitch Jakov era Héroe del Pueblo, pero Baker no sabía de qué clase. Era el hombre perfecto para ilustrar un cartel de propaganda solicitando el alistamiento. Apuesto, con una buena musculatura y mirada fría, se parecía mucho al mismo Johnny Baker, lo cual no era más sorprendente que el parecido superficial de Rick Delanty con Muhammad Ali.
Eran cuatro especímenes en plena madurez, llenos de una salud atlética. Lástima que aquel tipo de la NBS, Randall, no estuviera allí para hacerles un retrato de grupo. Pero Blas tarde o más temprano se lo haría.
La falta de gravedad les hacía flotar e impedía que estuvieran en la posición normal de unas personas que se encuentran y sostienen una conversación. Iban de un lado a Otro como impulsados por brisas errabundas. La situación era hilarante incluso para Baker y Jakov, que ya la habían vivido en otra ocasión. Rick y Leonilla estaban entusiasmados. Procuraban, en su vagar, acercarse a las mirillas y contemplar las estrellas y la Tierra.
—¿Habéis traído el almuerzo? —preguntó Delanty.
—Desde luego —respondió Leonilla con una fría sonrisa—. Creo que os gustará. Pero es una sorpresa del camarada Jakov.
—Primero hemos de encontrar un lugar para comer —dijo Baker, mirando a su alrededor. La cápsula estaba atestada.
Los equipos ocupaban casi todo el espacio. Había dispositivos electrónicos adheridos a las mamparas, paquetes amorfos suspendidos de cordeles de nylon amarillo, cajas de plástico, estantes llenos de objetos, carretes de película, microscopios, un telescopio desmontado, juegos de herramientas y soldadores. Había varias copias de diagramas que mostraban dónde estaba cada cosa, y Baker y Delanty se habían ejercitado hasta ser capaces de tocar cada objeto en plena oscuridad. Pero no había allí el menor sentido del orden.
—Podemos comer en el Soyuz —sugirió Leonilla—. Está lleno, pero… —Hizo un gesto de resignación.
—No es lo que nos habían hecho creer —dijo Jakov—. He hablado con Bakunyar y ahora disponemos de varias horas hasta que podamos desplegar las alas solares. Pero sugiero que comamos primero.
—¿Qué nos habían hecho creer? ¿A qué te refieres? —preguntó Delanty.
—A esto —dijo Jakov, haciendo un gesto expresivo que abarcaba toda la cápsula. John Baker se echó a reír.
—No hubo tiempo para planificar como es debido. Sólo pudieron amontonar las cosas a bordo. De lo contrario, todo habría sido diseñado especialmente para la observación del cometa, con la mitad del peso…
—Y un coste nueve veces superior —intervino Delanty.
—Y entonces no habría habido necesidad de nosotros —dijo Leonilla Malik.
Jakov la miró fríamente. Empezó a decir algo, pero se interrumpió. Aquello era bastante cierto, y todos lo sabían.
—Desde luego, han aprovechado bien el espacio —dijo Delanty—. Bueno, vamos a comer.
—¿No notas el efecto de la caída libre? —preguntó Leonilla.
—¿Este? —John Baker se echó a reír—. Este es capaz de comer mientras da vueltas en las montañas rusas. Yo sí que lo noto un poco, aunque no es la primera vez que subo. Pero ya se está pasando.
—Debemos comer ahora —dijo Jakov—. Estamos entrando en la zona oscura y tenemos que desplegar las alas solares con luz. Yo también sugiero el Soyuz, hay más espacio. Y tenemos una sorpresa: caviar. Debe comerse en boles, pero sin duda podemos hacerlo también con tubos.
—¿Caviar? —preguntó Baker.
—Tiene un alto valor alimenticio —explicó Leonilla—. Y pronto terminarán el nuevo canal y habrá agua de sobras en el Caspio y el Volga para nuestro esturión. Espero que le guste el caviar.
—Claro —dijo Baker.
—¿Entramos? —Jakov les precedió al interior del Soyuz.
Ninguno se dio cuenta de que Rick Delanty permanecía atrás, como si en realidad no tuviera ganas de comer.
Delanty y Baker estaban en el exterior. Unos delgados cables les mantenían conectados al laboratorio del Martillo. Les rodeaba el vacío del espacio, brillante bajo la luz del sol, pero oscuro como la cueva más negra en la zona de sombra.
El Skylab tenía alas cubiertas con células solares, y, en caso de necesidad, podían desplegarse automáticamente.
El diseño del laboratorio del Martillo era diferente. Las alas estaban plegadas contra el fuselaje, y se habían concebido para ser desplegadas mediante la fuerza muscular. Baker y Delanty se encargarían de ello.
La energía de las células solares era imprescindible. Sin ella, los astronautas no podían hacer funcionar el laboratorio, ni siquiera mantenerlo lo bastante frío para vivir en él. El espacio no es frío. Carece de temperatura, puesto que no hay aire para proporcionarla. Los objetos expuestos a la luz del sol absorben el calor, que debe ser eliminado. Los seres humanos generan incluso más calor; ninguna persona puede vivir mucho tiempo en un medio aislado, ya sea un traje de presión ya una cápsula espacial. Un hombre genera más calor en cada centímetro cúbico de su cuerpo que el sol en cada centímetro cúbico de su superficie. Naturalmente, hay muchísimos centímetros cúbicos de sol…
Así pues, necesitaban las células solares, lo cual requería trabajo. Movían grandes masas —en el espacio no existe el peso, pero la masa permanece— contra la fricción. Sus trajes de presión oponían resistencia a cada movimiento, pero finalmente concluyeron la tarea. No se rompió ni atascó nada. El sistema había sido diseñado con la máxima simplicidad… y para usar el talento de hombres inteligentes en órbita.
—Por fin —dijo Johnny Baker—. Y tenemos aún oxígeno para algunos minutos. Rick, descansa un momento y disfruta del panorama.
—Muy bonito —dijo Rick a través del micrófono. Pero su tono era malhumorado.
A Baker no le gustó aquel tono. Delanty, además, respiraba con demasiada intensidad e irregularmente. Pero Baker no dijo nada.
—Creí que la última ala nunca se desprendería —dijo Delanty con un bufido.
—Pero lo ha hecho. Y si no lo hubiera hecho, la habríamos arreglado —replicó Baker—. Esos bastardos con sus perfectas cajas negras… Bueno, esta vez me han dado las herramientas para el trabajo. No hay nada que un hombre no pueda hacer si tiene las herramientas adecuadas.
—Claro, ahora todo es coser y cantar.
—Exacto. No hay que preocuparse. ¿Qué puede pasar salvo algunas tensiones internacionales, un posible golpe de un secuestrador aéreo cubano y varias masas de hielo sucio moviéndose a ochenta kilómetros por segundo… en nuestra dirección?
—Eso es un alivio. ¡Uf! Eh, John, veo África del Sur. Pero no se ven las fronteras nacionales. Johnny, estoy a punto de hacer un descubrimiento filosófico.
—Tampoco puedes ver las líneas de latitud y longitud, pero eso no significa que carezcan de importancia.
—Ya.
—A todo el mundo le parece extraordinario eso de que no se vean las fronteras desde el espacio. ¿Sabes qué sucederá si insistimos en ello?
Rick se echó a reír.
—Sí. Todos empezarán a pintar sus fronteras con líneas de color naranja neón de un kilómetro de anchas. Entonces, todos los chicos universitarios pondrán el grito en el cielo por el daño causado al medio ambiente…
—Y te culparán por haber sido el instigador. Anda, entremos.