Hacia los años 1790, los filósofos y científicos tenían conocimiento de que numerosas personas afirmaban haber visto caer piedras del cielo, pero los científicos más eminentes se mostraban escépticos. El primer avance importante tuvo lugar en 1794, cuando un abogado alemán, E. F. F. Chladni, publicó un estudio de algunos presuntos meteoritos, uno de los cuales se había encontrado después de avistar una bola de fuego. Chladni aceptó la evidencia de que estos meteoritos habían caído del cielo e infirió correctamente que se trataba de objetos extraterrestres que se habían calentado al atravesar la atmósfera de la Tierra. Chladni incluso postuló que podrían ser fragmentos de un planeta destrozado, idea que dio pie a las primeras teorías sobre los asteroides, y el primero de ellos fue descubierto siete años después. Las teorías de Chladni fueron rechazadas en general, no porque estuvieran mal concebidas, pues había podido obtener pruebas convincentes, sino porque sus contemporáneos no estaban dispuestos a aceptar la idea de que piedras extraterrestres pudieran caer del cielo.
William K. Hartmann, Satélites y Planetas: Una introducción a la ciencia planetaria
El hombre joven andaba cojeando ostensiblemente. Casi tropezó con la gruesa alfombra del gran despacho, y Carrie, la recepcionista del senador Jellison, le cogió un momento del brazo. Él la rechazó con brusquedad.
—El señor Colin Saunders —anunció Carrie.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó el senador Jellison.
—Necesito una pierna nueva.
Jellison intentó no parecer sorprendido, pero no lo logró. «Creí que ya los había escuchado a todos», pensó.
—Siéntese, por favor —Jellison consultó su reloj—. Son más de las seis…
—Sé que le estoy haciendo perder su valioso tiempo —dijo Saunders en tono agresivo.
—No pensaba en mi tiempo —replicó Arthur Jellison—. Como pasan de las seis, podemos tomar un trago. ¿Le apetece algo?
—Pues… sí, señor. Gracias.
—Muy bien.
Jellison se levantó de su barroca mesa de trabajo y se acercó a un armario de estilo antiguo, en la pared. El edificio no era precisamente viejo, pero parecía como si aquellos armarios hubieran podido ser usados por Daniel Webster, del que se sabía que no esperaba a las seis para beber. El senador abrió la puerta del armario y exhibió una gran cantidad de botellas de licor, casi todas con la misma etiqueta.
—¿Son de buena marca? —preguntó el visitante.
—Claro, no se deje engañar por las etiquetas. La botella negra contiene bourbon Jack Daniels. Las restantes también son buenas marcas. ¿Por qué pagar los precios de las marcas registradas cuando puedo conseguir la misma calidad en mi tierra, mucho más barata? ¿Qué quiere tomar?
—Un escocés.
—En seguida. A mí me gusta más el bourbon. —Jellison sirvió dos vasos—. Ahora, dígame que desea de mí.
—Se trata de la Asociación de Veteranos.
Saunder contó su historia. Aquella sería su cuarta pierna artificial. La primera que le dieron en la Asociación de Veteranos había encajado bien, pero se la habían robado, y las dos siguientes no encajaron, le hacían daño, y ahora la Asociación ya no quería saber nada más del asunto.
—Me parece que ese problema corresponde más bien a su diputado en el congreso —dijo amablemente Jellison.
—Traté de ver al honorable Jim Braden. —El tono del joven volvió a tener un dejo de amargura—. Ni siquiera pude lograr una cita.
—Ya veo. Perdone un segundo. —Jellison sacó un cuaderno de notas de un cajón de su mesa y escribió: «Que Al se encargue de poner en cintura a ese hijo de perra. El partido no necesita tipos así, y esta no es la primera vez». Luego cogió un bloc de papel—. Será mejor que me dé los nombres de los médicos que le han tratado.
—¿Quiere decir que realmente va a ayudarme?
—Haré que alguien se encargue del asunto. —Jellison empezó a escribir los detalles—. ¿Dónde le hirieron?
—En Khe Sanh.
—¿Medallas? Pueden ser de ayuda.
El visitante se encogió de hombros.
—La estrella de plata.
—Y el corazón de púrpura, naturalmente —dijo Jellison—. ¿Quiere otro trago?
El visitante sonrió y meneó la cabeza. Miró a su alrededor. Las paredes de la gran estancia estaban decoradas con fotografías en las que aparecía el senador Jellison en una reserva india, ante los mandos de un bombardero de la Fuerza Aérea, los hijos de Jellison, los miembros de su personal y sus amigos.
—No quiero robarle más tiempo. Debe estar ocupado.
El visitante se puso en pie trabajosamente, y Jellison le acompañó hasta la puerta.
—Ese ha sido el último —dijo Carde.
—Bien. Todavía me quedaré un rato. Haz que entre Alvin, y tú puedes irte a casa… Ah, una cosa. Primero mira si está el doctor Sharps en el JPL, ¿quieres? Y llama a Maureen para decirle que llegaré un poco tarde.
—De acuerdo.
Carne sonrió mientras el senador volvía a su despacho. Antes de que se fuera a casa, le encargaba una decena de cosas de última hora. Ya estaba acostumbrada. Inspeccionó las salas de trabajo. Todo el mundo se había ido excepto Alvin Hardy, el cual siempre esperaba, por si acaso.
—Quiere verte —le dijo Carrie.
—¿Qué querrá ahora?
Cuando Al entró en el gran despacho, Jellison estaba repantigado en su sillón. La chaqueta y la corbata yacían sobre la mesa, y la mitad de los botones de la camisa estaban desabrochados. Un largo vaso de bourbon descansaba junto a la botella.
—¿Qué desea, señor? —le preguntó Al.
—Un par de cosas. —Entregó a Al los apuntes que había tomado—. Verifica esto. Si es verdad, quiero que se dé un buen rapapolvo a esa gente. Que ahorren dinero de sus salarios, no escatimando una pierna artificial a un veterano de guerra con una estrella de plata.
—Sí, señor.
—Y luego puedes echar un vistazo al distrito de Braden. Me parece que el partido debería tener ahí a un muchacho brillante. Me refiero a un miembro del consejo municipal…
—Ben Tyson —dijo Al, acudiendo en su ayuda.
—Ese es su nombre. Tyson. ¿Crees que podría superar a Braden?
—Desde luego, si usted colabora.
—Pues adelante. Ya estoy harto de que el señor Braden esté tan ocupado salvando al mundo que no tenga tiempo de preocuparse por sus votantes.
El senador Jellison no sonreía en absoluto. Al asintió, pensando que Braden estaba acabado. Cuando el jefe estaba de aquel humor…
Se oyó el zumbido del intercomunicador y Carrie anunció que el doctor Sharps estaba al aparato.
—Bien. No te vayas, Al. Quiero que oigas esto. ¿Charlie?
—Sí, senador. Dime.
—¿Cómo va el lanzamiento? —preguntó Jellison.
—Todo va bien. Iría mejor si todos los peces gordos de Washington no me llamaran para preguntármelo.
—Diablos, Charlie, he hecho mucho por ti. Si alguien tiene derecho a saber soy yo.
—Sí, perdona —dijo Sharps—. La verdad es que las cosas van mejor de lo que esperábamos. Los rusos están ayudando mucho. Tienen una gran sección propulsora y embarcarán muchos artículos de consumo que compartirán con nuestro equipo, así que podemos llevar más instrumentos científicos. Por una vez tenemos una juiciosa división del trabajo.
—Muy bien. Nunca sabrás cuántos favores he tenido que solicitar para conseguir ese lanzamiento. Ahora dime de nuevo cuál es el valor de todo esto.
—Esta misión será del máximo valor, senador. No servirá para curar el cáncer, pero con toda seguridad aprenderemos muchas cosas sobre planetas, asteroides y cometas. Otra cosa, ese individuo de la televisión, Randall, quiere que salgas en su próximo documental. Al parecer, considera que la emisora debe estarte agradecida por conseguir este lanzamiento.
Jellison miró a Al Hardy, el cual sonrió y asintió vigorosamente.
—Causaremos impacto en Los Angeles —dijo Al.
—Dile que me parece bien. Cuando quiera. Que se ponga en contacto con mi ayudante, Al Hardy. ¿Entendido?
—De acuerdo. ¿Eso es todo, Art? —preguntó Sharps.
—No, no. —Jellison apuró su vaso de whisky—. Charlie, por aquí no para de venir gente convencida de que el cometa va a chocar con nosotros. No son locos, sino buenas personas, algunas incluso con tantos grados universitarios como tú.
—Conozco a la mayoría de ellos —admitió Sharps.
—¿Y bien?
—¿Qué puedo decir, Art? —Sharps permaneció un instante en silencio—. La órbita mejor proyectada sitúa a ese cometa exactamente encima de nosotros…
—Dios mío —dijo el senador Jellison.
—Pero hay varios millares de kilómetros de error en esas proyecciones. Y varios miles de kilómetros es una gran diferencia. No puede alcanzarnos tan fácilmente…
—Pero podría chocar.
—Bueno… Esto no es para darlo a la luz pública, Art.
—No lo he pedido para eso.
—De acuerdo. Sí, podría chocar con la Tierra. Pero las probabilidades están en contra.
—¿Qué clase de probabilidades?
—Miles contra una.
—Recuerdo que hablaste de miles de millones contra una…
—Sí, pero las probabilidades se han reducido —dijo Sharps.
—¿Lo suficiente para que podamos hacer algo al respecto?
—¿Qué podríamos hacer? He hablado con el presidente.
—Yo también.
—No quiere que cunda el pánico, y estoy de acuerdo. Sigue habiendo millares de probabilidades de que no ocurra contra una, y la absoluta certeza de que mucha gente morirá si empezamos a hacer preparativos. Ya estamos dando lugar a locuras por parte de fanáticos y chalados, gente que ve el fin del mundo como una oportunidad…
—Háblame de ello —dijo Jellison secamente—. Ya te he dicho que también he visto al presidente y es de tu misma opinión, o tú eres de la suya. No hablo de advertir a la gente, Charlie, hablo de mí. ¿Dónde caerá esa cosa, si es que cae?
Hubo otro momento de silencio.
—Tú lo has estudiado, ¿no? —añadió Jellison—. O ese genio loco que está contigo, ese Forrester, lo ha hecho, ¿no es así?
—Sí. —En la voz de Sharps se notaba su renuencia a hablar—. El Martillo, como se conoce ya al cometa, se ha fragmentado. Si se precipita contra nosotros, probablemente lo hará en una serie de choques, a menos que el calor central se abata sobre nosotros. Si eso sucede, no te preocupes por hacer preparativos. No hay nada que hacer.
—Vaya.
—Pues sí. Así están las cosas.
—Pero si sólo choca una parte…
—Con toda seguridad sería en el océano Atlántico —dijo Sharps.
—Lo cual significa Washington… —dijo despaciosamente Jellison.
—Washington quedaría cubierta por las aguas, como toda la costa oriental hasta las montañas. Habría inmensas mareas. Pero las probabilidades son muy escasas, Art. Lo mejor que puedes suponer es que tendremos un bonito espectáculo luminoso y nada más.
—Claro, claro. De acuerdo, Charlie. Te dejo que vuelvas al trabajo. A propósito, ¿dónde estarás el día que suceda?
—En el JPL.
—¿A qué altura?
—A unos trescientos metros, senador, a unos trescientos metros. Adiós.
La conferencia finalizó abruptamente. Jellison y Hardy se quedaron mirando un momento el instrumento silencioso.
—Al, creo que nos daremos una vuelta por el rancho —dijo Jellison—. Es un buen sitio para observar cometas.
—Sí, señor.
—Pero hemos de tener cuidado, no dejarnos llevar por el pánico. Si esto se divulgara, todo el país podría arder. Confío en que la semana en que vaya a producirse el acontecimiento, el Congreso encontrará una buena razón para entrar en receso, así que no tendremos que preocuparnos en ese aspecto. Pero también quiero a mi familia en el rancho. Yo me encargaré de Maureen, y tú de que vayan Jack y Charlotte.
Al Hardy se sobresaltó. Al senador Jellison no le gustaba su yerno, ni a Al tampoco. Sería desagradable persuadir a Jack Turner para que llevara a su mujer e hijos al rancho de Jellison en California.
—Tú vienes con nosotros, naturalmente —dijo Jellison—. Necesitaremos equipo… todo lo necesario para el fin del mundo. Un par de vehículos con tracción en las cuatro ruedas…
—Land Rovers —ofreció Al.
—No, diablos, Land Rovers no. —Vertió otros dos dedos de whisky en su vaso—. Compremos artículos norteamericanos. El cometa probablemente no chocará, y no es nada conveniente que tengamos vehículos extranjeros una vez todo haya pasado. Jeeps, o algo de la General Motors.
—Lo miraré —dijo Al.
—Y todo lo demás. Tiendas de campaña, pilas, hojas de afeitar, calculadoras de bolsillo, sacos de dormir, toda la quincalla que puedas comprar…
—Va a salir caro, senador.
—¿Y qué? No estoy arruinado. Cómpralo al por mayor, pero con discreción. Si alguien te pregunta dile que… que te vas de safari a África. Debe haber algún proyecto de la Fundación Científica Nacional en África…
—Sí, señor.
—Muy bien. Ya tienes la respuesta si alguien te pregunta. Puedes hablar a Rasmussen de esto, pero a ningún otro miembro del personal. ¿Hay alguna chica a la que quieras llevar?
Estaba claro que no lo sabía, pensó Al. Ignoraba lo que sentía por Maureen.
—No, señor.
—De acuerdo. Lo dejo todo en tus manos. Supongo que te das cuenta de que todo esto es una locura y que vamos a sentirnos terriblemente estúpidos una vez haya pasado.
—Sí, señor.
Ojalá fuera así. ¡Sharps llamaba al cometa el Martillo!
—No hay ningún peligro en absoluto. El asteroide Apolo se aproximó hasta tres millones doscientos mil kilómetros, que es muy cerca en distancias cósmicas, en 1936. Y no pasó nada. ¿Recuerdan el pánico de 1968? La gente, sobre todo en California, se subió a las colinas. Todo el mundo se olvidó de ello al día siguiente, es decir, todos los que no se habían arruinado comprando equipo de supervivencia que no necesitaban.
«El cometa Hamner-Brown es una maravillosa oportunidad de estudiar una nueva clase de cuerpo extraterrestre a una distancia relativamente cerca, y recalco la palabra relativamente, y eso es todo».
—Gracias, doctor Treece. Han escuchado una entrevista con el doctor Henry Treece del Centro de Investigación Geológica de Estados Unidos. Volvemos ahora a nuestro programa habitual.
La carretera se extendía hacia el norte, a través de plantaciones de naranjos y almendros que bordeaban el lado oriental del valle San Joaquín. A veces ascendía por colinas bajas o serpenteaba entre ellas, pero durante la mayor parte del camino el panorama a la izquierda era el de una vasta planicie en la que destacaban los edificios de granjas y los terrenos cultivados, cruzados por canales, y que se perdía en el horizonte. Los únicos edificios de gran tamaño eran los de la central nuclear San Joaquín, todavía en construcción.
Al llegar a Porterville, Harvey Randall giró a la derecha y enfiló hacia el este, en dirección a las estribaciones. Al salir de una curva cerrada pudo ver por un momento el paisaje de la magnífica Sierra Alta con las cumbres aún cubiertas de nieve. Finalmente encontró el desvío a la carretera secundaria y poco después estuvo ante una valla en cuya puerta de acceso no había señal alguna. Acababa de pasar una camioneta de correos, y el conductor regresaba para cerrar la puerta. Era un hombre de largos cabellos y poblada barba.
—¿Se ha perdido? —preguntó el cartero.
—Creo que no. ¿No es este el rancho del senador Jellison?
El cartero se encogió de hombros.
—Eso dicen. Yo nunca le he visto. ¿Cerrará usted la puerta?
—Desde luego.
—Bueno, hasta la vista.
El cartero volvió a su camioneta. Harvey cruzó la entrada, se bajó del coche y cerró la valla, siguiendo el camión por el camino polvoriento hasta lo alto de la colina, donde se levantaba una casa de madera blanca. Allí el camino se dividía. La rama derecha conducía a un granero y una serie de pequeños estanques comunicados entre sí, sobre los que se alzaban altos riscos de granito. Había varios grupos de naranjos y mucho terreno de pastos. Algunas piedras enormes, más grandes que una casa suburbana de California, se habían desprendido de los riscos y yacían entre los pastos.
Una mujer robusta salió de la casa y saludó al cartero agitando el brazo.
—¡El café está caliente, Harry!
—Gracias. Feliz día de entrega de basura.
—Vaya, ¿otra vez? ¿Tan pronto? Bueno, ya sabes dónde ponerla. —La mujer avanzó hasta el furgón de Randall—. ¿En qué puedo servirle?
—Busco al senador Jellison. Soy Harvey Randall, de la NBS.
La señora Cox asintió.
—Le están esperando arriba, en la casa grande. —Señaló hacia la parte izquierda del camino—. Tenga cuidado al aparcar, y esté atento a los gatos.
—¿Qué es eso del día de entrega de basura? —preguntó Harvey.
El rostro de la señora Cox, suspicaz hasta entonces, se volvió impenetrable.
—Nada importante —dijo, regresando al porche. El cartero ya había desaparecido en el interior de la casa.
Harvey se encogió de hombros y puso en marcha el vehículo. El camino discurría entre vallas de alambre espinoso. A la izquierda había naranjos y a la derecha más pastos. Al doblar una curva apareció la casa. Era grande, con paredes de piedra y tejado de pizarra, un edificio sólido, de construcción irregular, que no parecía apropiado para aquella región remota. Estaba enmarcado por más riscos, y, a través de un cañón, podía verse la Sierra Alta, a lo lejos.
Estacionó el vehículo cerca de la puerta trasera. Cuando se disponía a dar la vuelta para entrar por el gran porche frontal, se abrió la puerta de la cocina.
—Hola —le saludó Maureen Jellison—. No es necesario que dé la vuelta. Entre por aquí.
—Muy bien. Gracias.
Era tan encantadora como Harvey la recordaba. Llevaba unos pantalones de color canela, bastante toscos, y zapatos de tacón alto, no muy adecuados para el campo pero buenos para andar. Sus cabellos pelirrojos parecían recientemente peinados. Le llegaban a los hombros, ondulados y algo rizados en las puntas. El sol se reflejaba en ellos.
—¿Le ha costado llegar hasta aquí? —preguntó ella.
—No. Ha sido un viaje bastante agradable.
—A mí me gusta mucho el recorrido hasta aquí desde Los Angeles. Pero supongo que le apetecerá tomar algo. ¿Qué desea beber?
—Un whisky, gracias.
Maureen le invitó a pasar. La cocina era muy moderna y tenía un armario lleno de botellas de licor. La muchacha cogió una botella de escocés y luego trató de despegar el hielo de la bandeja.
—Siempre está demasiado helado cuando llegamos —explicó—. Este es un rancho de trabajo, y los Cox no tienen tiempo para venir aquí y poner las cosas en orden. Tome. Estaremos mejor en la otra sala.
Acompañó a Randall al salón de la casa. A través de los ventanales se veía una amplia terraza. Harvey pensó que era una habitación agradable. Las paredes estaban recubiertas de madera clara, y los muebles eran de estilo ranchero, no muy apropiados para una casa tan sólida como aquella. Había fotografías de perros y caballos en casi todas las paredes, y un estuche con cintas y trofeos, la mayoría ganados por caballos, pero también por reses.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Harvey.
—De momento estoy yo sola —dijo Maureen.
Harvey reprimió con firmeza el pensamiento que acudió a su mente.
—El senador ha tenido que asistir a una votación. Pasará la noche en Washington y llegará aquí por la mañana. Ha dicho que le enseñe todo esto. ¿Quiere otra copa?
—No, gracias. Con una es suficiente. —Dejó el vaso pero lo cogió de nuevo al ver que lo había depositado sobre una mesita de madera muy fina. Limpió el círculo de agua con la mano—. Menos mal que el equipo no ha venido conmigo. Tenían que terminar un trabajo y confiaba en que podríamos filmar al senador Jellison mañana por la mañana, pero por si acaso he traído los trastos. En otro tiempo fui un cámara bastante bueno. El equipo vendrá a primera hora, y había pensado en pasar la velada hablando con el senador, para saber lo que quiere decir ante las cámaras…
Harvey pensó que estaba hablando por hablar, lo cual era estúpido.
—Bueno, ¿quiere que le enseñe el rancho? —preguntó Maureen. Miró los pantalones de pana de Harvey y sus botas—. No es necesario que se cambie. Si está dispuesto a una dura caminata, le mostraré el mejor panorama del valle.
—De acuerdo, vamos allá.
Salieron de la cocina y cruzaron el naranjal. Un arroyo corría a su izquierda.
—Ahí se puede nadar muy bien —dijo Maureen—. A lo mejor, si volvemos pronto, nos daremos un chapuzón.
Llegaron a una valla. Maureen apartó el alambre espinoso y la salvó sin esfuerzo. Luego se volvió para observar a Harvey. Sonrió cuando le vio tras ella, sin duda satisfecha de su eficiencia.
Al otro lado de la valla crecía libremente la maleza. El camino se hacía empinado, y había huellas de conejos y cabras. Subieron bastantes metros antes de llegar a la base de un gran risco granítico, que tendría por lo menos sesenta metros de altura.
—Ahora tenemos que ir hacia la izquierda —dijo Maureen—. A partir de aquí el camino es difícil.
Harvey pensó que era más duro de lo que había creído, pero no iba a permitir que una aristócrata washingtoniana le diera lecciones. Al fin y al cabo, estaba muy acostumbrado al aire libre.
No había salido de excursión con una muchacha desde que Maggie Thompkins murió al tropezar con una mina en Vietnam. Maggie fue una reportera activa, siempre en pos de la noticia directa. No le interesaba sentarse en un bar y obtener el material de tercera o cuarta mano. Harvey había ido con ella al frente, y en una ocasión habían tenido que alejarse juntos de las líneas de retaguardia del Vietcong. Si no hubiera muerto… Harvey desechó también aquel pensamiento. Había transcurrido mucho tiempo.
Avanzaron a gatas a través de una hendidura en las rocas.
—¿Sube aquí con frecuencia? —preguntó Harvey, procurando que su voz no reflejara tensión.
—Sólo lo hice otra vez —confesó Maureen—. Papá me dijo que no lo hiciera sola.
Finalmente llegaron a la cumbre. Harvey comprobó que no estaban en lo alto de una montaña, sino en el extremo de un cerro que se extendía hacia el sudeste, en dirección a Sierra Alta. Un estrecho sendero conducía a lo alto del risco rocoso. Ellos habían subido por la dirección opuesta, de modo que desde aquella altura podían ver todo el rancho.
—Tiene razón —dijo Harvey—. El panorama merece la pena.
Estaba en lo alto de una especie de monolito, notando la agradable brisa que soplaba a través del valle. Dondequiera que mirase había enormes rocas blancas. Un glaciar debía haber pasado por allí, esparciendo aquellos monolitos por la tierra.
Abajo se extendía el rancho del senador. El pequeño valle labrado por el arroyo avanzaba varios kilómetros hacia el oeste. Luego había más colinas, salpicadas también de grandes piedras blancas. Mucho más lejos de las colinas, y muy por debajo del nivel del rancho, se encontraba la vasta extensión de San Joaquín. Aunque estaba cubierto por la niebla, Harvey creyó reconocer la forma oscura de la cordillera del Temblor, en la ladera occidental del valle central de California.
—El valle de Plata —anunció Maureen—. Así se llaman nuestras tierras. Y más allá está el rancho de George Christopher. Una vez estuve a punto de casarme con él…
Se interrumpió para echarse a reír.
Harvey se preguntó por qué sentía una punzada de celos.
—¿En dónde está la gracia? —le preguntó.
—Sólo teníamos catorce años cuando él me lo propuso —dijo Maureen—. Hace casi dieciséis. Papá acababa de salir elegido y nos íbamos a trasladar a Washington. George y yo hicimos planes, buscando la manera de que pudiera quedarme.
—Pero usted no se quedó.
—No. A veces desearía haberlo hecho. Sobre todo cuando estoy aquí.
La muchacha hizo un expresivo gesto que abarcaba el panorama. Harvey se volvió y vio más colinas, cuyas alturas eran gradualmente mayores hasta fundirse con la Sierra Nevada. Las grandes montañas parecían vírgenes, como si nunca hubieran sido holladas por seres humanos. Harvey sabía que aquello era una ilusión. Si uno se detenía para atarse los cordones de las botas en el camino, era probable que los excursionistas tropezaran con él.
La gran roca sobre la que se encontraban estaba hendida hacia el borde del risco. La hendidura no tendría más que un metro de ancho, pero era profunda, tanto que Harvey no podía ver el fondo. La parte superior de la roca se inclinaba hacia la hendidura, y el borde situado más allá, por lo que Harvey no se sentía tentado de acercarse.
Maureen fue hasta allí y, sin pensarlo dos veces, se introdujo en la hendidura. Se apoyó en una estrecha franja rocosa, de poco más de medio metro de anchura, un precipicio de noventa metros por delante y la desconocida profundidad de la hendidura por detrás. Miró hacia afuera, satisfecha, y luego se volvió.
Vio que Harvey Randall estaba de pie, con expresión sombría, tratando de avanzar pero incapaz de hacerlo. Ella le miró perpleja, y luego pareció preocupada. Salió de aquel peligroso lugar y se reunió con el hombre.
—Perdone. ¿Acaso tiene problemas con las alturas?
—A veces —admitió Harvey.
—No debí hacer eso… Pero dígame, ¿en qué pensaba?
—En cómo podría llegar ahí si ocurría algo. Si hubiera podido arrastrarme hasta esa hendidura…
—No, desde luego no debí hacer eso. Bueno, déjeme que le muestre el rancho. Desde aquí puede verse casi todo.
Más tarde Harvey no pudo recordar de qué habían hablado. No era nada importante, pero habían pasado una hora agradable. Él no podía recordar un momento mejor.
—Deberíamos empezar a bajar —dijo Maureen.
—Sí. ¿Hay un camino más fácil que el de subida?
—No lo sé. Podemos mirarlo.
Ella fue delante, rodeando el lado contrario de la superficie rocosa, a la izquierda. Se abrieron paso a través de arbustos espinosos, y cruzaron estrechos senderos de cabras.
Había montones de excrementos de cabra y oveja. A Harvey le pareció reconocer también excrementos de ciervo, aunque no podía estar seguro. El suelo era demasiado duro para que hubiera huellas.
—Es como si nadie hubiera estado jamás ahí antes de nosotros —dijo Harvey entre dientes, y Maureen no le oyó. Se encontraban en una estrecha hondonada, una especie de corte al lado de la empinada colina, y la vista del rancho había desaparecido.
Se oyó un ruido detrás de ellos. Harvey se volvió, sobresaltado. Un caballo se aproximaba a ellos.
El caballo no iba solo. Lo montaba una muchachita rubia, una chiquilla que no tendría más de doce años. Montaba sin silla, y parecía formar parte del enorme animal, encajada tan bien con él que podría haber sido un centauro poco desarrollado.
—Hola —exclamó.
—Hola —respondió Maureen—. Harvey, esta es Alice Cox. Los Cox trabajan el rancho. ¿Qué haces aquí, Alice?
—Os vi subir —dijo la niña. Su voz era aguda, pero bien modulada, no chillona.
Maureen se acercó a Harvey y le guiñó un ojo. Él asintió, complacido.
—Y nosotros creíamos que éramos exploradores intrépidos —dijo Maureen.
—Sí. Ya ha sido bastante difícil subir a pie, sin llevar un caballo con nosotros.
Harvey miró al frente. El camino era empinado, y parecía imposible que un caballo pasara por allí. Cuando se volvió para decirlo, Alice había desmontado y conducía tranquilamente al caballo por el camino. El animal parecía comprenderla perfectamente. Se deslizaba, se arrastraba y seguía los lugares que la muchacha le indicaba para subir.
—¿Vendrá pronto el senador? —preguntó la niña.
—Sí, mañana por la mañana —dijo Maureen.
—Me gusta hablar con él. Todos los chicos de la escuela quieren conocerle. Sale mucho por la tele.
—Harvey… El señor Randall hace programas de televisión —explicó Maureen.
Alice miró a Harvey con renovado respeto. Por un momento no dijo nada. Luego le preguntó:
—¿Le gusta Star Trek?
—Sí, pero yo no tuve nada que ver con ese programa. —Harvey bajó con cuidado otro tramo empinado. Seguro que el caballo no pasaba por allí.
—Es mi programa favorito —dijo Alice—. Vamos, Tommy, vamos. Ya falta poco… Yo escribí un guión para la tele. Trata de un platillo volante y cómo todos huimos de él y nos escondemos en una cueva. Es muy bueno.
—Apuesto a que sí. —Harvey miró a Maureen y vio que sonreía de nuevo—. Apuesto a que no hay nada que no pueda hacer —añadió en voz baja.
Maureen asintió. Cuando el arroyo seco por el que avanzaban empezó a internarse entre matorrales espinosos, se encaramaron a los costados. El rancho volvía a ser visible, pero aún estaba bastante abajo y la pendiente de la colina era tan pronunciada que si uno caía probablemente saldría mal librado. Harvey miró atrás y observó un momento a Alice, pero en seguida dejó de preocuparse por ella y el caballo para concentrarse en su propio descenso.
—¿Subes aquí a menudo, Alice? —preguntó Maureen—. ¿Con el caballo?
—Sí.
—Pero tus padres estarán preocupados —intervino Harvey.
—Oh, conozco muy bien el camino. Me perdí un par de veces, pero Tommy sabe volver a casa.
—Es un caballo muy bonito —dijo Maureen.
—Claro, es mío.
Harvey miró el animal. Era un semental, no un caballo castrado. Esperó a que Maureen llegara junto a él. Su orgullo masculino le había hecho ir delante, aunque estaba claro que quien debería llevar la delantera era Alice.
—Debe ser muy agradable vivir en un sitio donde lo único que puede preocuparte es perderse… Y el caballo se encarga de que no ocurra —dijo Harvey a Maureen—. Ella ni siquiera sabe de qué estoy hablando. La semana pasada una niña de unos once años fue violada en las colinas de Hollywood, a menos de un kilómetro de mi casa.
—Una de las secretarias de mi padre fue violada el año pasado en el Capitolio —dijo Maureen—. ¿No es maravillosa la civilización?
—Ojalá mi hijo pudiera criarse aquí. Pero ¿qué haría yo? ¿Tareas agrícolas? —La idea le hizo reír, pero no siguió hablando. La pendiente era demasiado pronunciada para ello.
Al pie de la abrupta ladera había un camino polvoriento. El rancho todavía estaba lejos, pero ahora el recorrido era mucho más fácil. Alice se las arregló para montar el caballo sin que Harvey descubriera cómo, aunque la había estado mirando. Estaba de pie junto al animal, con la cabeza más baja que la grupa de este, y al instante siguiente lo había montado. Chascó la lengua y partió al galope. La ilusión de que la niña formaba de alguna manera parte del animal fue todavía más intensa. Muchacha y caballo se movían con un ritmo perfecto, y sus largos cabellos rubios flotaban al viento.
—Cuando crezca será una auténtica belleza —dijo Harvey—. ¿Será el aire de aquí? Todo este valle es mágico.
—A mí a veces también me lo parece —convino Maureen.
El sol ya estaba bajo cuando llegaron a la casa de piedra del rancho.
—Es un poco tarde, pero ¿quiere darse un baño? —preguntó Maureen.
—¿Por qué no? Pero no tengo traje de baño.
—Oh, debe haber alguno por ahí. —Maureen entró en la casa y poco después apareció con un bañador que entregó a Harvey—. Venga, le mostraré el baño para que se cambie.
Cuando Harvey se cambió y salió, Maureen ya le esperaba, luciendo un bañador de una pieza y color blanco satinado, con una bata doblada al brazo. Le hizo un guiño, indicándole que la siguiera, y se internó en un sendero que discurría entre granados hasta una pequeña playa de arena junto a un arroyo de aguas burbujeantes. La muchacha sonrió y se metió en el agua sin vacilación. Harvey la siguió.
—¡Por todos los diablos! —gritó—. ¡Está helada!
Maureen chapoteó en el agua, salpicándole el pecho y el cabello.
—Vamos, no le hará daño.
Harvey avanzó penosamente hasta la mitad del arroyo. A aquella distancia de las orillas la corriente era rápida, y el fondo rocoso. Le costaba mantenerse de pie, pero siguió a Maureen corriente arriba, hasta un estrecho hueco entre dos grandes piedras. El agua discurría por allí velozmente, y amenazaba con cubrirlos a los dos. A Harvey ya le llegaba hasta el pecho.
—Esto te hace entrar en calor rápidamente —comentó.
Chapotearon de un lado a otro, y contemplaron el paso raudo de pequeñas truchas cerca de la superficie. Harvey trató de descubrir peces mayores, pero estos se mantenían alejados. El arroyo, con sus rebalsas bajo breves y rápidas cascadas, parecía perfecto para las truchas. Las orillas rebosaban de árboles, excepto en dos lugares donde habían sido talados, sin duda por algún aficionado a la pesca que necesitaba espacio para lanzar el sedal.
—Creo que me estoy volviendo azul —dijo por fin Maureen—. ¿Tiene suficiente?
—La verdad es que hace diez minutos que estoy listo para salir del agua.
Treparon a una enorme piedra blanca, con las aristas suavizadas por el agua. Aunque el sol estaba bajo, el cuerpo helado de Harvey agradecía su calor, y la piedra aún estaba caliente por haber recibido los rayos solares durante todo el día.
—Necesitaba esto —dijo Harvey.
Maureen se volvió, apoyándose en el vientre y los codos, para mirarle.
—¿A qué se refiere? ¿Al agua helada, la acrofobia o la escalada?
—Todo ello. Y también necesitaba pasar un día entero sin hacer entrevistas. Me alegro de que su padre no estuviera. Mañana el sueño terminará y volveré a ser Harvey Randall.
Maureen volvió a adelantarse: cuando él salió a su encuentro, ya vestido, ella se había cambiado e incluso había tenido tiempo de preparar unas bebidas.
—¿Quiere quedarse a cenar? —le preguntó.
—Pues… sí, pero ¿puedo llevarla a alguna parte?
Maureen le sonrió.
—Se nota que usted desconoce cómo es la salvaje vida nocturna de Springfield y Porterville. Estaremos mejor aquí. Además, me gusta cocinar. Si lo desea, puede ayudarme.
—Claro.
—Bueno, la verdad es que no hay mucho que hacer. —Sacó unos filetes del frigorífico—. Hornos de microondas y alimentos congelados. La manera civilizada de saborear la comida.
—Ese cacharro tiene más mandos que una cápsula Apolo.
—No lo crea. He estado en una de ellas. Eh, usted también ha estado, ¿no?
—He visto la réplica —dijo Harvey—, no la cápsula verdadera. Pero me gustaría volar en uno de esos aparatos y contemplar al cometa en órbita, sin el obstáculo de la atmósfera.
Maureen no respondió y Randall tomó un sorbo de whisky. Estaba muy hambriento. Miró en el frigorífico y encontró verduras chinas congeladas para acompañar la carne.
Después de cenar tomaron café en el porche, sentados en unos cómodos sillones cuyos brazos, anchos y planos, permitían depositar las tazas. Hacía frío y no estaban bien abrigados, pero prefirieron seguir allí, hablando de infinidad de cosas, de los astronautas a los que Maureen había conocido, de las matemáticas en la obra de Lewis Carroll, de la política social en Washington. En un momento determinado, Maureen entró en la casa, apagó todas las luces y regresó al porche a tientas. La oscuridad era absoluta.
—¿Por qué ha hecho eso? —le preguntó Randall.
—Lo verá en seguida —replicó la voz incorpórea de Maureen. El sillón crujió y Harvey supo que la muchacha se había sentado.
Era una noche sin luna, y las estrellas sólo brillaban con su propia luz, pero Harvey, gradualmente, comprendió lo que Maureen había pretendido. Cuando las Pléyades aparecieron sobre las montañas, no las reconoció. El grupo estelar brillaba intensamente. ¡La Vía Láctea resplandecía, pero él ni siquiera podía ver su taza de café!
—Mucha gente de la ciudad jamás tiene ocasión de ver este espectáculo —le dijo Maureen.
—Tiene razón. Gracias.
Ella se echó a reír.
—Podría haber estado nublado. Mis poderes son limitados.
—Si pudiéramos… —empezó a decir Harvey—. No, estoy equivocado. Pensaba en lo que ocurriría si pudiéramos mostrar este panorama al público, a los votantes… Los periódicos y revistas ofrecen constantemente imágenes de las estrellas, hablan de agrupaciones estelares, de agujeros negros, sistemas múltiples y todo cuanto es posible encontrar allá arriba. Pero habría que traer a la gente aquí, sólo una docena de personas a la vez, y entonces sabrían cómo es en realidad, comprenderían que todo eso es auténtico, y que está ahí en espera de que lo alcancemos.
Maureen, cuya vista se había adaptado ya a la oscuridad, le tomó una mano, lo que sorprendió un poco a Harvey.
—No serviría de nada —le dijo—. Si así fuera, el principal apoyo de la NASA provendría de la comunidad campesina.
—Pero si uno jamás hubiera visto algo así… Ah, probablemente tienes razón. —Era muy consciente de que seguían con las manos unidas, pero no podía interrumpirse en aquel momento—. Oye, ¿te gustan los imperios interestelares? —añadió, satisfecho de haber encontrado un tema inocuo.
—No lo sé. Háblame de los imperios interestelares.
Harvey señaló algún punto en el cielo y se inclinó hacia ella para que pudiera seguir la dirección de su brazo. Allí donde la Vía Láctea se engrosaba y brillaba, en Sagitario, allí estaba el eje galáctico.
—Ahí es donde tiene lugar la acción, en la mayoría de los imperios más antiguos. Las estrellas están mucho más juntas. Ahí está Trantor y los mundos del Eje. Pero resulta arriesgado construir ahí. A veces los soles situados en el centro han estallado, pero la radiación aún no nos ha alcanzado.
—¿Y la Tierra siempre domina la situación?
—Desde luego. Pero en la mayoría de los casos la Tierra ha sufrido una gran guerra nuclear.
—Oh. Quizá no debería preguntártelo, pero ¿de dónde obtienes tu información?
—Solía leer revistas de ciencia ficción. Luego, hacia los veinte años, empecé a estar demasiado ocupado para continuar con esa afición. Veamos, los imperios que tienen a la Tierra en el centro tienden a ser pequeños, pero… una pequeña fracción de cien mil millones de soles. Encuentras imperios enormes que ni siquiera cubren uno de los brazos galácticos. —Harvey se interrumpió. Ahora el brillo de las estrellas era increíblemente vivo. Casi creía ver las naves guerreras partiendo de Sagitario—. Maureen, es una fantasía que parece tan real…
La muchacha se rió, y él pudo ver su rostro sin detalles, pálido. Se inclinó por encima del ancho brazo del sillón y la besó. Ella se hizo a un lado, invitándole a que se sentara. En el sillón apenas había sitio para los dos.
No hay asuntos sin riesgos.
Sólo el pensamiento de que al día siguiente terminaría el sueño y volvería a ser el Harvey Randall de siempre podría haberle impedido seguir adelante, pero no permitió la presencia de aquel pensamiento.
La casa estaba completamente a oscuras. Sin soltar su mano, ella le condujo, valiéndose del tacto y la familiaridad con el lugar, a uno de los dormitorios. Se desvistieron mutuamente. Pareció como si sus ropas cayeran del universo. La piel de Maureen estaba tibia, casi cálida. Por un momento él deseó ver su rostro, pero sólo por un momento.
Cuando Harvey se despertó una luz gris clareaba la habitación. Sintió frío en la espalda. Estaban tendidos en una cama sin deshacer. Maureen dormía apaciblemente, con una ligera sonrisa en los labios.
Harvey se estaba helando y pensó que a ella le ocurriría lo mismo. Se preguntó si debería despertarla, pero su cerebro, que se desperezaba con lentitud, le proporcionó una respuesta mejor. Se separó de la muchacha con tiento, procurando no despertarla. Luego cogió las ropas de la cama gemela y cubrió a Maureen con ellas. Permaneció de pie, inmóvil, durante casi un minuto, sintiendo deseos de arrebujarse también entre las mantas, al lado de ella. Pero no era su esposa…
—Se acabó el sueño —dijo en voz muy baja.
Recogió sus ropas cuidadosamente, para no dejarse ninguna prenda, y caminó sin hacer ruido hasta la sala de estar. Empezaba a temblar de frío. Abrió la primera puerta que tuvo a mano y vio que era otro dormitorio. Arrojó sus ropas sobre una silla y se metió en la cama.
¡No muerto, sino transmutado! El cometa está magnífico en su agonía. La estela de su materia desgarrada alcanza millones de millas, y está compuesta por extrañas sustancias químicas que regresan hacia el halo cometario en forma de viento de luz reflejada. Tal vez algunas de sus moléculas brillarán en las superficies heladas de otros cometas.
Los telescopios de la Tierra descubren al cometa obstaculizado por él mismo sol llameante.
La magnificencia de su cola consiste en la luz reflejada del sol, pero en el coma hay algo más que luz solar. Algunas sustancias químicas pueden hallarse íntimamente mezcladas cerca del cero absoluto, pero si se calentaran arderían. El coma bulle mientras cambia.
La cabeza es más pequeña cada día. La superficie es una mezcla de hielo y polvo, y en ella hierve el amoníaco. La masa se contrae y su densidad aumenta. Pronto quedará poco más que polvo de roca consolidado por él granizo. Una piedra monolítica de la altura de una colina cierra el paso a una bolsa de gas cuyo calor aumenta a cada hora, hasta que cede en algún punto. El gas estalla contra el coma. La masa pétrea se aleja lentamente, agitándose. La órbita del Hamner-Brown ha sufrido un leve cambio.