Hace cincuenta años, en Atizona: La fricción con él aire hace incandescente la superficie, a medida que el oxígeno de la atmósfera suelda el hierro. De esta gran masa flotante, pedazos chisporroteantes tan grandes como casas salen disparados mientras que el meteoro, viajando en ángulo bajo, se aproxima al suelo. Un enorme cilindro de aire supercalentado es impulsado por el meteroide y, al golpear, este aire es impelido hacia él campo circundante, produciéndose una violenta explosión que abrasa instantáneamente todo ser vivo en casi doscientos kilómetros a la redonda.
Frank W. Lane, La furia de los elementos (Chilton, 1965).
Leonilla Malik garabateó una receta y la entregó a su paciente. Era el último de la mañana, y cuando el hombre salió del consultorio, Leonilla sacó la botella de Grand Marnier que guardaba en el cajón inferior de su mesa y se sirvió un vasito. El caro licor era un regalo de uno de sus Compañeros cosmonautas, y beberlo le proporcionaba una deliciosa sensación de decadencia. Su amigo también le trajo unas prendas interiores de seda, de París. Mientras saboreaba el dulce licor, Leonilla pensó que nunca había salido de Rusia. Por mucho que lo intentara, nunca la dejarían salir.
No estaba muy segura de su posición en el sistema. Su padre había sido un médico con una reputación bastante sólida entre la élite del Kremlin. Luego vino el «complot de los médicos», una absurda patraña estalinista de que los médicos del Kremlin trataban de envenenar al líder revolucionario de nuestros tiempos, héroe del pueblo, maestro e inspirado dirigente del proletariado mundial, el camarada Josef Vissarionovich Stalin. Su padre y otros cuarenta médicos habían desaparecido en la Lubianka.
Uno de los legados de su padre era un ejemplar del Pravda de 1950, en el que había subrayado todas las menciones del nombre de Stalin: noventa veces sólo en la primera página, diez veces como gran líder y seis como gran Stalin.
Leonilla pensó que su padre debería haber envenenado a aquel bastardo. Al fin y al cabo, en el país había una larga tradición en esa práctica. En las facultades de medicina soviéticas no se enseñaba el juramento de Hipócrates, pero ella lo había leído.
Como hija de un enemigo del pueblo, el futuro de Leonilla no se presentaba muy brillante, pero luego advino una nueva era y el doctor Malik fue rehabilitado. A modo de reparación, Leonilla se libró de un empleo de secretaria en una oscura ciudad ucraniana y fue a la universidad. Su relación con un coronel de la Fuerza Aérea le sirvió para aprender a volar, y de ahí su extraña y ambigua situación entre la corporación de cosmonautas. El coronel ya era general y hacía mucho tiempo que se había casado, pero seguía ayudándola.
Leonilla no había estado nunca en el espacio. Se había entrenado para ello, pero jamás la habían elegido. Entretanto, trataba a los aviadores y sus familiares, volaba siempre que podía y confiaba en que algún día tendría una oportunidad.
Se oyeron unos golpes en la puerta. El sargento Breslov, un muchacho que no tendría más de diecinueve años, orgulloso de ser un sargento del Ejército Rojo, aunque, naturalmente, ya no se llamaba así desde que Stalin se vio obligado a darle otro nombre durante lo que él llamó la gran guerra patriótica. Breslov hubiera preferido que siguiera llamándose Ejército Rojo. A menudo expresaba sus deseos de llevar la libertad al mundo a punto de bayoneta.
—Hay un largo mensaje para ti, camarada capitán. Te han transferido a Baikunyar.
Frunció el ceño al ver la botella que Leonilla se había olvidado de guardar.
—De vuelta al trabajo —dijo Leonilla—. Esto hay que celebrarlo. ¿Quieres un trago?
Sirvió un vaso a Breslov y este lo bebió en posición de firmes. Era una forma de demostrar desaprobación ante los oficiales que bebían antes del almuerzo. Naturalmente, muchos lo hacían, lo que para Breslov era otra indicación de lo mal que habían ido las cosas desde los tiempos gloriosos del Ejército Rojo, de los que tanto se jactaba su padre.
Tres horas después, Leonilla volaba en dirección al aeropuerto espacial. Apenas podía creerlo. Habían llegado órdenes urgentes autorizándola a pilotar un caza de entrenamiento y disponiendo que sus pertenencias se enviaran tras ella. Aquella prisa indicaba que debía tratarse de algo muy importante. Dejó de lado las elucubraciones y se entregó a la alegría de volar. Sola, en los cielos transparentes, sin que nadie mirase lo que hacía por encima de su hombro, sin otros pilotos ansiosos de su oportunidad. Era el éxtasis. Una sola cosa podría ser mejor.
¿Tal vez era aquella la razón de que la hubieran llamado? Ella no tenía experiencia en misiones espaciales, pero tal vez… Había sido afortunada durante largo tiempo. ¿Por qué no iba a tener más suerte? Se imaginó tripulando un Soyuz auténtico, esperando que los grandes cohetes propulsores rugieran y lanzaran la nave espacial. Entusiasmada, emprendió con el avión de entrenamiento una serie de ejercicios acrobáticos que habrían supuesto su descalificación si alguien la hubiera visto.
Una súbita ventolera en el valle San Joaquín sacudió levemente el remolque, haciendo que Barry Price se despertara al instante. Permaneció tendido, inmóvil, escuchando el ruido tranquilizador de las excavadoras. Su equipo trabajaba todavía en la planta de energía nuclear. Había luz en el exterior. Se sentó cautelosamente, para no despertar a Dolores, pero ella se agitó y abrió un ojo.
—¿Qué hora es? —preguntó, todavía adormilada.
—Cerca de las seis.
—Oh, Dios mío. Vuelve a la cama.
Tendió los brazos hacia él. Las sábanas cayeron, descubriendo sus senos bronceados.
Él se apartó, y luego cogió sus manos y las retuvo mientras se inclinaba para besarla.
—Mujer, eres insaciable.
—Todavía no he tenido ninguna queja. ¿De veras tienes que levantarte?
—Sí. He de adelantar trabajo antes de que vengan unos visitantes, y he de leer ese informe que McCleve envió ayer. Tenía que haberlo hecho anoche.
Ella sonrió con picardía.
—Lo que hicimos ha sido más divertido. ¿No vas a acostarte de nuevo?
—No. —Fue hasta el lavabo y dejó correr el agua para que se calentara.
—Te despiertas antes que cualquier otro hombre que haya conocido —dijo Dolores—. Pero yo no voy a levantarme de madrugada.
Se tapó la cabeza con la almohada, pero siguió moviéndose ligeramente bajo las sábanas, haciendo saber a su amante que estaba despierta.
Todavía disponible, pensó Barry mientras se vestía. Si por ella fuera, nunca saldrían de la cama. Una vez vestido fingió creer que ella dormía y abandonó rápidamente el remolque. En el exterior, estiró sus miembros y respiró hondo el fresco aire matinal. Su remolque se encontraba en el borde del campamento que albergaba a la mayor parte de los trabajadores del Proyecto Nuclear San Joaquín. Dolores también disponía de uno de aquellos remolques, bastante alejado del suyo, pero ella no lo usaba mucho últimamente. Barry se encaminó hacia la planta con una sonrisa que se desvaneció al pensar en Dolores.
Era una mujer estupenda, y lo que hacían en su abundante tiempo libre no había afectado en absoluto a su trabajo. Era más ayudante administrativa que secretaria, y Barry sabía demasiado bien que no podría hacer nada sin ella. Por lo menos era tan importante para su trabajo como el director de operaciones, y aquello aterraba a Barry Price. Esperaba el sentido de posesión, las exigencias para que le dedicara tiempo y atención que habían hecho tan desagradable la vida con Grace, su esposa. No podía creer que Dolores quedara satisfecha con ser simplemente su… ¿Qué era?, se preguntó. No sería correcto considerarla su querida. Él no la mantenía. Dolores no estaba dispuesta a permitir a ningún hombre que tuviera esa clase de dominio sobre su vida. Pensó que la mejor calificación sería la de amante, y que no debía darle más vueltas, sino disfrutar de la situación y estar contento.
Se detuvo para servirse un café de la gran cafetera que estaba en la cabaña del supervisor de construcción. Siempre tenían un café excelente. Se llevó una taza a su despacho y cogió el informe de McCleve.
Un minuto después gritaba enfurecido.
Todavía no se había calmado cuando llegó Dolores, hacia las ocho treinta, provista de otra taza de café. Encontró a Barry andando de un lado a otro de la estancia.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
Barry pensó que aquella era otra de las cosas que le gustaban de ella. Nunca pedía nada personal en la oficina.
—Esto. —Le mostró el informe—. ¿Sabes lo que quieren esos idiotas?
—Desde luego que no.
—¡Quieren que oculte la planta! ¡Pretenden que excavemos un terraplén de quince metros alrededor de todo el complejo!
—¿Eso proporcionaría mayor seguridad a la planta? —inquirió Dolores.
—¡No! Sería un puro afeite, ni siquiera eso. Maldita sea, San Joaquín es bonito, la planta es hermosa. Deberíamos estar orgullosos de ella y no tratar de esconderla tras un montón de tierra.
Dolores dejó la taza sobre la mesa y en su rostro se dibujó una sonrisa incierta.
—¿Estás obligado a hacerlo?
—Espero que no, pero McCleve dice que a los miembros de la junta les gusta la idea, lo mismo que al alcalde. ¡Si me obligan a eso se va a retrasar todo el programa! Tendré que distraer hombres de las excavaciones del cuarto reactor y…
—Y entretanto van a venir las damas de la Asociación de Padres y Maestros. Estarán aquí dentro de un cuarto de hora.
—Dios mío. Gracias, querida. He de recobrar la compostura.
—Sí, será mejor que lo hagas. Pareces un oso. Sé agradable, que esas señoras están de nuestro lado.
—Me alegro de que alguien lo esté.
Barry regresó a su mesa de trabajo y miró el montón de trabajo que aún había de hacer, esperando que las señoras no le robaran demasiado tiempo. Tal vez tendría ocasión de telefonear al alcalde y quizá este sería razonable y él podría volver al trabajo de nuevo.
La planta bullía de actividad. Excavadoras, elevadores de cargas y camiones cargados de cemento se movían sin cesar, trazando un intrincado dibujo que no parecía tener orden ni concierto. Los obreros acarreaban materiales de construcción. Barry Price condujo al grupo a través de aquel torbellino, casi sin percibirlo.
Las señoras habían visto las películas del departamento de relaciones públicas, y juiciosamente se habían vestido con pantalones y llevaban zapatos de tacón bajo. No tuvieron ningún inconveniente en ponerse los cascos que les entregó Dolores. Hasta entonces, tampoco habían formulado demasiadas preguntas.
Barry las llevó al emplazamiento del reactor número tres. Era un laberinto de vigas de acero y estructuras de madera terciada, visible porque la cúpula cobertora no estaba terminada. Sería un buen lugar para mostrar a las visitantes las características de seguridad. Barry confiaba en que le escucharían. Dolores dijo que le habían parecido muy razonables, y él tenía esperanzas, pero la experiencia pasada le hacía mantenerse en guardia. Llegaron a una zona más tranquila donde en aquel momento había pocos obreros de la construcción. Seguía oyéndose el ruido de las excavadoras, los carpinteros que elevaban estructuras y los soldadores que unían tuberías…
—Ya sé que le hacemos perder mucho tiempo —dijo la señora Gunderson—, pero creemos que es importante. Muchos padres nos preguntan sobre la planta. La escuela está sólo a pocos kilómetros…
Barry sonrió, mostrando su acuerdo y dando a entender que todo estaba bien, que conocía la importancia de su visita. Pero no lo decía de corazón. Seguía pensando en el informe de McCleve.
—¿Trabajan todos esos obreros para usted? —preguntó otra señora.
—Bueno, son obreros de Bechtel, la empresa que construye las plantas. El departamento de agua y energía no puede mantener permanentemente en nómina a tantos obreros de la construcción.
La señora Gunderson no se interesaba por los detalles administrativos. Su carácter era parecido al de Barry: quería ir al grano, y en seguida. Era una mujer robusta y bien vestida. Su marido poseía una granja en algún lugar de la vecindad.
—Iba usted a enseñarnos el equipo de seguridad —le dijo.
—Exacto. —Barry señaló la cúpula en construcción—. En primer lugar tenemos la misma cobertura. Es de hormigón armado y muy gruesa, por lo que si algo ocurre dentro, el problema no sale al exterior. Pero lo que ustedes querían ver es esto. —Indicó una gran tubería que se introducía en la cúpula incompleta—. Es nuestro primer sistema de enfriamiento, de acero inoxidable y con sesenta centímetros de diámetro. El grosor de la pared es de dos centímetros y medio. Ahí hay un trozo cortado. Apuesto a que no pueden levantarlo.
La señora Gunderson decidió probarlo. Intentó levantar el trozo de tubería, que medía más de un metro, pero no pudo moverlo.
—Para que perdiéramos líquido refrigerante, esa tubería tendría que romperse del todo —explicó Barry—. No sé cómo podría suceder, pero imaginemos que ocurre. Dentro de la cobertura los hombres están colocando ahora los tanques para enfriamiento de emergencia. Sí, esos grandes objetos. Si desciende alguna vez la presión del agua de los sistemas primarios de enfriamiento, esos tanques lanzan agua a presión elevada, dirigida al mismo núcleo del reactor.
Barry condujo a las visitantes a través de la estructura, haciendo que reparasen en todo. Les mostró las bombas que mantendrían lleno de agua el depósito del reactor, y el inmenso tanque que contendría el agua para las turbinas.
—Todo esto puede utilizarse para un enfriamiento de emergencia.
—¿Cuál es la cantidad de agua suministrada? —preguntó la señora Gunderson.
—Unos cuatrocientos litros por minuto. Más o menos lo que pueden expulsar seis mangueras de jardín.
—Eso no parece mucho. ¿Y es todo lo que necesitan?
—Todo cuanto necesitamos. Créame, señora Gunderson, no hay nadie más preocupado por la seguridad de los niños que nosotros. La mayor parte de los llamados accidentes, para los que nos preparamos, nunca han ocurrido. Tenemos personal cuyo trabajo consiste en imaginar extraños accidentes, cosas absurdas que estamos seguros de que jamás sucederán, de modo que estemos preparados para cualquier eventualidad.
Barry dejó que las señoras fueran de un lado a otro, inspeccionando las instalaciones, sabiendo que les impresionaría el imponente tamaño de todo, como le impresionaba a él. Amaba aquellas plantas de energía. Había pasado la mayor parte de su vida preparándose para aquel trabajo.
Cuando lo hubieron visto todo, las acompañó al centro de visitantes, donde los encargados de relaciones públicas le sustituirían. Confiaba en que hubiera cumplido bien con su cometido. Aquellas personas podían ser de gran ayuda, si querían. Pero también podían hacer mucho daño…
—Hay otra cosa que me preocupa —dijo la señora Gunderson—. El sabotaje. Ya sé que ustedes han hecho todo lo posible para prevenir accidentes, pero suponga que alguien tratara deliberadamente de… de hacer que estalle la central. Después de todo, aquí no tienen muchos guardas, y hay un montón de gente loca en este mundo.
—Sí, ya hemos pensado en todas las formas en que podrían intentarlo —dijo Barry, sonriente—. Disculpen si no se las cuento.
Las señoras le devolvieron la sonrisa, inseguras. Finalmente, la señora Gunderson preguntó:
—¿Está entonces convencido de que un puñado de locos puede dañar la planta?
Barry meneó la cabeza.
—No, señora. Estamos convencidos de que nada que puedan hacernos les perjudicará a ustedes, pero nadie puede proteger a la planta en sí. Considere las turbinas, por ejemplo. Giran a tres mil seiscientas revoluciones por minuto. Esas hojas giran a tal velocidad que si cayeran unas gotas de agua en las tuberías de vapor, las turbinas se romperían. El patio de maniobras es vulnerable a cualquier idiota que tenga dinamita. No, no podemos impedirles que destruyan la planta, como tampoco podemos impedirles que incendien los tanques de petróleo de una planta de combustible fósil. Lo que podemos hacer es poner los medios para que nadie Ajeno al recinto de la planta de energía reciba daño alguno.
—¿Y sus propios operarios?
Barry se encogió de hombros.
—Mire, nadie considera notable que la policía y los bomberos se entreguen a su trabajo —replicó—. No se habla mucho de los trabajadores de centrales energéticas. Tal vez sería distinto si la gente viera a uno de nuestros aprendices metido en aceite hasta la cintura para ajustar una válvula, o a un electricista subido a un poste en medio de una tormenta eléctrica. Haremos nuestro trabajo, señora Gunderson, si nos dejan.
En El Lago, suburbio de Houston, el tiempo era despejado y soplaba un viento cálido. La estación lluviosa había finalizado, y un centenar de familias disfrutaban del buen tiempo en los jardines traseros de sus casas. En el supermercado se habían agotado las existencias de cerveza.
Activo, hambriento y feliz por estar en casa durante todo un fin de semana, Rick Delanty recogió las hamburguesas de la parrilla y las depositó en los panecillos. Al calor y el humo de su jardín trasero se unía el bullicio de una docena de amigos con sus esposas. A lo lejos se oían los gritos de los niños que jugaban a algún juego nuevo. Rick pensó que los chicos se acostumbraban pronto a pasarlo bien, aunque no lo hicieran muy a menudo. Tener a su padre en casa no era nada especial para ellos.
—… Esa idea no es nada nueva —decía su mujer—. Hace décadas que los escritores de ciencia ficción empezaron a hablar de grandes colonias espaciales. —Era alta y muy morena, y llevaba el cabello recogido en pequeñas trenzas—. Precisamente, Heinlein escribió sobre ellas. —Miró a Rick en busca de confirmación, pero su marido estaba atareado ante la parrilla, mientras recordaba cómo era su mujer cuando ambos estudiaban en Chicago.
—No, la idea es nueva —dijo un miembro de cierto club muy selecto. Evan había estado en la Luna… o casi. Fue el hombre que permaneció en la cápsula Apolo—. O'Neill ha calculado el coste económico de construir esas colonias espaciales gigantes. Ha demostrado que podemos hacerlo, que no se trata de cuentos.
—Me gusta —dijo Gloria—. Un proyecto de una familia de astronautas. ¿Firmamos un contrato?
—Ya lo hiciste al casarte con el piloto de pruebas —dijo Jane Ritchie.
—Oh, ¿estamos casados? —preguntó Gloria—. Evan, ¿es posible que los que trabajáis en el departamento de entrenamiento seáis capaces de cumplir con un horario?
John Baker salió de la casa.
—¡Eh, Rickie! Creí que me había equivocado de casa. Desde ahí afuera no se veía ninguna señal de actividad.
Hubo un coro de saludos, calurosos por parte de los hombres que no habían visto al coronel John Baker desde que se marchó a Washington, y no tan calurosos por parte de las mujeres. Baker había conseguido divorciarse después de su misión. Ocurría con muchos astronautas, y el regreso de Baker a Houston despertaba en los otros curiosidad.
Baker saludó a todos con la mano y luego olisqueó.
—¿Hay uno de esos bocadillos para mí?
—Tomaré nota de su pedido, señor, pero a menos que haya una cancelación…
—¿Por qué no sirves nunca pollo frito?
—No quiero parecer poco original, porque yo soy…
—Negro —dijo Johnny Baker.
—¿Eh? —Rick se miró las manos con aparente consternación—. No, eso es sólo grasa de hamburguesa.
—¿Sabes a quien van a elegir para el vuelo de observación del cometa? —preguntó Evan.
—No tengo ni idea —dijo Baker—. Nadie habla de ello en Washington.
—Diablos, van a enviarme a mí —declaró Rick Delanty—. Lo sé de buena fuente.
Baker se quedó inmóvil, con su lata de cerveza a medio abrir. Otros tres hombres que se encontraban cerca dejaron de hablar, y las esposas contuvieron el aliento.
—Fui a ver a una adivina en Texarkana, y ella…
—¡Por Dios, dame su nombre y dirección, rápido! —exclamó Johnny. Los otros se limitaron a sonreír y reanudaron su conversación—. Has hecho algo terrible —susurró Johnny, y se rió por lo bajo.
—Sí —dijo Rick sin la menor vergüenza. Empezó a dar la vuelta a las hamburguesas con una espátula de largo mango—. ¿Por qué no nos lo dirán antes? Nos tienen a doce de nosotros bajo entrenamiento durante semanas y aún no dicen ni una palabra. Y este será el último vuelo para todos hasta que terminen el proyecto de la lanzadera espacial. Hace seis años que estoy en la lista y no he subido ni una sola vez. A veces me pregunto si vale la pena. —Dejó la espátula a un lado y añadió—: Me lo pregunto, y entonces me acuerdo de Deke Slayton.
Baker asintió. Deke Slayton fue un miembro del primer grupo de siete, uno de los primeros astronautas que eligieron, y no voló hasta el encuentro entre el Apolo y el Soyuz en el espacio. Pasaron trece años antes de que le asignaran una misión espacial. Era un astronauta tan bueno como cualquier otro, pero era mejor en actividades de tierra, como entrenamiento y control de la misión. Demasiado bueno en tierra.
—No comprendo cómo resistió —dijo Johnny Baker.
—Yo tampoco. Pero soy el único astronauta negro del mundo. Sigo pensando que eso ha de servir para algo.
Gloria se acercó a la parrilla.
—Hola, Johnny. ¿De qué estáis hablando?
Jane, que estaba cerca del refrigerador portátil que contenía las cervezas, gritó:
—¿De qué hablan siempre los astronautas cuando hay una misión planeada?
—Tal vez esperan el momento apropiado —dijo Johnny Baker—. Cuando haya disturbios raciales. Entonces pueden enviar un negro al espacio para demostrar que todos somos iguales.
—Eso no tiene gracia —dijo Gloria.
—Pero es una teoría tan buena como cualquier otra —terció Rick—. Si supiera cuáles son los métodos de elección de la NASA, volaría en todas las misiones. Pero bueno, ¿por qué has vuelto del Pentágono?
—Son órdenes. He de empezar a entrenar de nuevo. Estoy en el grupo de posibles observadores del cometa.
—Humm. —Rick examinó con la espátula una de las hamburguesas. Estaba casi hecha—. No creo que nos enviaran a los dos. Tú irías primero.
Baker se encogió de hombros.
—Yo tampoco entiendo cómo lo hacen. Nunca he comprendido como logré ir en el Skylab.
—Esta misión es muy adecuada para ti —dijo Rick—. Tienes experiencia en trabajos de reparación en el espacio. Y esta vez lo van a decidir rápido, pues no hay tiempo para hacer todas las pruebas. Sería lógico que te eligieran.
Gloria asintió, así como los demás, que escuchaban atentamente. Luego volvieron a sus conversaciones. Johnny Baker engulló su cerveza, ocultando una expresión de alivio. Si a ellos les parecía lógico, probablemente también se lo parecía al Departamento Astronáutico de Houston.
—Sin embargo, os traigo algo de lo que se dice en Washington. No es oficial, pero sí de fiar. Los rusos van a enviar una mujer.
Se hizo un profundo silencio entre los presentes.
—Se llama Leonilla Malik. Es doctora en medicina, de modo que no tendremos necesidad de llevar un médico con nosotros. —Johnny Baker alzó la voz para que todos le oyeran—. Es definitivo: los rusos envían a esa astronauta, y nosotros ensamblaremos con su Soyuz. La fuente que me ha proporcionado esta información es confidencial, pero digna de toda confianza.
Drew Welling fue el único que habló.
—Tal vez piensen que tienen algo que demostrar.
—Quizá nosotros también —replicó alguien.
Rick sintió como si algo estallara suavemente en su estómago. Nadie le había prometido nada en absoluto, pero hasta aquel momento no había sido consciente de ello.
—¿Por qué de repente todo el mundo me mira?
—Se te están quemando las hamburguesas —dijo Johnny.
Rick miró la carne humeante y dijo:
—Arded, pequeñas, arded.
A las tres de la madrugada Loretta Randall oyó extraños ruidos en la cocina y fue a ver qué ocurría.
El periódico del día anterior estaba extendido sobre el suelo. El mayor de sus moldes rectangulares para pasteles estaba en el medio, lleno con una capa de harina, que se había extendido por el periódico y más allá de sus bordes. Harvey arrojaba algo al interior del molde. Parecía cansado y triste.
—¡Dios mío, Harvey! —exclamó Loretta—. ¿Qué estás haciendo?
—Hola. Mañana vendrá la señora de la limpieza, ¿no?
—Sí, claro, es viernes, pero ¿qué va a pensar?
—El doctor Sharps dice que todos los cráteres son circulares. —Harvey alzó la mano por encima del molde, con una nuez entre los dedos, que dejó caer. La harina se esparció—. Sea cual sea la velocidad o la masa o el ángulo de vuelo de un meteoro, deja un círculo. Creo que tiene razón.
La harina estaba desparramada junto con guisantes y piedrecillas. Un pesacartas había dejado un círculo del tamaño de un plato, que ya estaba casi borrado bajo cráteres más pequeños. Harvey retrocedió, se agachó y lanzó un tapón de botella en un ángulo bajo. La harina se esparció por el papel. El nuevo cráter era un círculo.
Loretta suspiró, convencida de que su marido estaba majareta.
—Pero, Harvey, ¿por qué haces esto? ¿Sabes la hora que es?
—Y si tiene razón, entonces…
Harvey echó un vistazo al globo terráqueo que había traído de su despacho, sobre el que había trazado círculos con rotulador: el mar de Japón, la bahía de Bengala, el arco de islas que señala el mar de las Indias, un doble círculo dentro del golfo de México. Si aquellos accidentes geográficos hubieran sido causados por la caída de un meteorito, los océanos habrían hervido y toda vida habría sido arrasada. ¿Con qué frecuencia se había iniciado la vida en la Tierra, para ser arrasada de su superficie y formada de nuevo?
Si pudiera explicárselo a Loretta con suficiente brevedad, ella permanecería despierta hasta el alba, aterrorizada.
—No te preocupes —dijo a su mujer—. Es para el documental.
—Ven a la cama. Mañana limpiaremos todo esto, antes de que llegue María.
—No, no lo toques, no dejes que lo quite. Quiero sacar fotografías… desde muchos ángulos…
Se apoyó en ella, vacilante, y sus caderas chocaron entre sí mientras volvían a la cama.