La mayoría de los astrónomos conciben a los cometas como una vasta nube que rodea él sistema solar y que tal vez se extienden hasta llegar a medio camino de la estrella más próxima. El astrónomo holandés J. H. Oort, con cuyo nombre suele designarse la nube, ha calculado que esta podría contener quizá cien mil millones de cometas.
Brian Marsden, Instituto Smithsoniano
Los acomodaron en la confortable Sala Verde. Dos ujieres y una camarera sorprendentemente bonita llenaban sus vasos en cuanto estaban vacíos, por lo que Tim Hamner bebió más de lo que quería. Pero pensó que estaba bien en comparación con Arnold. Arnold era un autor de best-sellers, y nunca hablaba de nada que no saliera en sus libros. Cuando Tim le dijo que el cometa Hamner-Brown ya era visible a simple vista, Arnold no supo de qué le estaba hablando, y cuando Tim se lo dijo, quiso conocer a Brown.
Uno de los ujieres hizo una seña y Tim, vacilante, se puso en pie. Las escaleras no le habían parecido tan empinadas cuando las bajó. Llegó al estudio y escuchó el fin del monólogo profesional de Johnny y los aplausos del auditorio.
Johnny estaba en plena forma y bromeaba con los demás invitados. Tim recordó, por haberlo leído en el cartel de la entrada, que Sharps, del JPL, había dado una conferencia sobre cometas, y que Johnny parecía saber mucho de astronomía. La otra invitada, una matrona respetable cuyo busto, veinte años atrás, había proporcionado un nuevo término a la lengua inglesa, no cesaba de interrumpir con chistes de color subido. La matrona estaba ebria como una cuba. Tim recordó que se llamaba Mary Jane, y que ya nadie la conocía por su nombre artístico. Con su edad y su peso, hubiera sido ridículo.
Las palabras de apertura provocaron en Tim un instante de pánico al verse ante el público. Entonces Johnny se volvió hacia él y le preguntó, completamente serio:
—¿Cómo se descubre un cometa? Ojalá pudiera hacerlo.
—No tendrías tiempo —replicó Tim—. Se necesitan años, décadas a veces, y nunca se tienen garantías. Coges un telescopio y, a través de él, memorizas el cielo. Luego te pasas todas las noches contemplando nada y helándote el culo. Hace frío en ese observatorio en la montaña.
Mary Jane dijo algo. Johnny estaba alarmado, pero no lo mostró. El técnico de sonido, con sus auriculares, hizo a Johnny una seña.
—¿Te gusta poseer un cometa? —preguntó Johnny.
—Medio cometa —dijo Tim automáticamente—. Me encanta.
—No lo poseerá durante mucho tiempo —dijo el doctor Sharps.
—¿Eh? ¿Cómo es eso? —inquirió Tim.
—Los rusos se apropiarán de él —explicó Sharps—. Van a enviar un Soyuz para estudiarlo de cerca desde el espacio. Cuando lo consigan, el cometa será suyo.
La noticia era desoladora.
—¿Pero no podemos hacer nada? —preguntó Tim.
—Claro. Podemos lanzar un Apolo o algo más grande. Tenemos todo el equipo necesario inmovilizado, oxidándose. Incluso llevamos a cabo los trabajos preliminares. Pero el dinero se agotó.
—¿Pero —quiso saber Tim— podríais lanzar un cohete si tuvierais el dinero?
—Podríamos subir allí y observar cómo la cola del cometa envuelve a la Tierra. Es una vergüenza que el pueblo americano no se preocupe más por la tecnología. A nadie le importa un comino, mientras funcionen sus cacharros eléctricos. ¿Te has detenido a pensar en cómo dependemos de cosas que ninguno de nosotros comprende? —Sharps abarcó con un gesto espectacular el estudio de televisión.
Johnny empezó a decir algo, acerca del ama de casa que usaba un computador doméstico como pasatiempo, y cambió de idea. El auditorio en el estudio escuchaba. Había un prudente silencio que Johnny hacía tiempo que había aprendido a respetar. Querían oír a Sharps. Tal vez aquella sería una buena noche y aquel uno de los programas que la gente grabaría para verlo una y otra vez, los domingos, los aniversarios…
—No sólo la televisión —decía Sharps—. La chapa de formica de tu mesa, por ejemplo. ¿Qué es la formica? ¿Alguien sabe cómo se fabrica? ¿O cómo se fabrica un lápiz? Y mucho menos la penicilina. Nuestras vidas dependen de esas cosas, y ninguno de nosotros sabe mucho de ellas. Ni siquiera yo.
—Yo siempre me he preguntado qué es lo que hace crujientes a las tiras de los sostenes —dijo Mary Jane.
Johnny se apresuró a intervenir para centrar de nuevo el programa en Sharps.
—Pero dime, Charlie, ¿qué beneficios producirá el estudio de ese cometa? ¿Cómo cambiará eso nuestras vidas?
Sharps se encogió de hombros.
—Puede que no cambie nada. Tú me preguntas por los beneficios de la nueva investigación, y todo lo que puedo responderte es que siempre ha sido beneficiosa, quizá no de la manera que tú lo considerarías. ¿Quién habría pensado que obtendríamos toda una nueva tecnología médica gracias al programa espacial? Pues la conseguimos. Hoy hay centenares de personas vivas porque los técnicos especializados en el factor humano tuvieron que crear nuevos instrumentos para los astronautas. Johnny, ¿has oído hablar alguna vez del Club de Roma?
Sí, Johnny había oído hablar, pero sería necesario recordárselo al auditorio.
—Son un grupo de personas que realizaron simulaciones mediante ordenadores electrónicos para descubrir cuánto nos durarían nuestros recursos naturales. Incluso con un crecimiento cero de la población…
—Nos dices que estamos acabados —le interrumpió Sharps—, y eso es estúpido. Estamos acabados sólo porque ellos no nos dejarán usar realmente la tecnología. Dicen que se están agotando los metales, pero hay más metal en un pequeño asteroide que todo el extraído en las minas de todo el mundo en los últimos cinco años. Y hay centenares de millares de asteroides. Todo lo que hay que hacer es ir a por ellos.
—¿Podemos hacerlo?
—¡Puedes apostar a que sí! Hasta con la tecnología que ya tenemos, podríamos hacerlo. Johnny, ahí en el espacio está lloviendo sopa, y nosotros ni siquiera sabemos algo sobre los platos para contenerla.
El público del estudio aplaudió. No habían recibido ninguna indicación de los ayudantes de producción, pero aplaudieron. Johnny dirigió a Sharps una sonrisa aprobadora y decidió como iría el resto del programa. Pero primero hubo una señal frenética: pausa para el anuncio de Jabones Kalva.
El programa siguió después del anuncio. Cuando Sharps se calentaba, era realmente dinámico. Sus manos delgadas y huesudas oscilaban como aspas de molino. También habló sobre molinos de viento, y sobre la cantidad de energía que el sol emite a diario, acerca de la llamarada solar que había observado la tripulación del Skylab.
—¡Johnny, había suficiente energía en aquella pequeña llamarada para hacer que funcionara toda nuestra civilización durante siglos! ¡Y esos idiotas hablan de destrucción!
Pero estaban descuidando a Tim Hamner, y Johnny tuvo que hacerle intervenir en la conversación. Hamner permanecía sentado, asintiendo, disfrutando con toda evidencia de lo que decía Sharps. Johnny se las ingenió para que el científico volviera a ocuparse del cometa y entonces vio su oportunidad.
—Charlie, has dicho que los rusos observarían de cerca el cometa Hamner-Brown. ¿A qué distancia?
—Podrán acercarse mucho. Sin ninguna duda atravesaremos la cola del cometa. Ya te he mostrado por qué no podemos saber cuánto se acercará la cabeza… pero pasará muy cerca. Si tenemos suerte, tal vez pasará a una distancia como la que nos separa de la Luna.
—Yo no llamaría a eso suerte —dijo Mary Jane.
—Tim, es tu cometa —dijo Johnny—. ¿Crees que el Hammer-Brown podría realmente chocar con el planeta?
—Es Hamner, no Hammer —puntualizó Tim.
—Oh. —Johnny se echó a reír—. ¿Qué he dicho? ¿Hammer? Si chocara contra nosotros sería un nombre más apropiado, ¿no crees?
—Tú lo has dicho —intervino Charlie Sharps.
—¿Qué haríamos si ocurriera? —preguntó Johnny.
—Bueno, ya tenemos algunos hoyos considerables debidos a impactos de meteoritos —dijo Tim—. El cráter del Meteoro, en Arizona, tiene casi dos kilómetros de anchura. El Vreedevort, en África del Sur, es tan grande que sólo puede verse desde el aire.
—Y esos fueron meteoritos pequeños —comentó Sharps. Todos se volvieron a mirarle y él sonrió—. ¿Os habéis fijado alguna vez en lo circular que es la bahía del Hudson, o el mar del Japón?
—¿Esos accidentes geográficos fueron producidos por impactos de meteoros? —preguntó Johnny. La idea era aterradora.
—Muchos pensamos que sí. Y algo de enorme tamaño chocó con la Luna y casi la partió… Una cuarta parte de su superficie está cubierta por un llamado océano, que en otro tiempo fue un mar de lava que fluyó del punto donde chocó un gran asteroide.
—Naturalmente, no sabemos de qué está formado el Hamner-Brown —informó Tim.
—Tal vez es hora de que lo averigüemos —dijo Mary Jane.
—Es sólo cuestión de tiempo —dijo Sharps—. Cuanto más largo sea el tiempo considerado, mayores son las probabilidades de que un cometa llegue a chocar con nosotros. Pero no creo que debamos preocuparnos por el Hamner-Brown.
Henry Armitage era un predicador que tenía un programa en la televisión. Había predicado por la radio hasta que uno de sus fieles le dejó una herencia de diez millones de dólares. Ahora tenía su propia revista en papel satinado, su programa de televisión se veía en un centenar de ciudades y poseía un complejo de edificios en Pasadena que incluían une editorial.
Con todo, Henry redactaba gran parte de la revista, y siempre hacía los editoriales. Le encantaba mezclarse con los problemas del mundo. Sabía lo que significaban. Eran los signos de una mayor alegría venidera. Estaba escrito:
»—Dinos —habían preguntado los discípulos al Maestro—: ¿Cuándo veremos esos signos? ¿Y cuál será la señal de tu venida y la del fin del mundo?
»Y Jesús respondió diciéndoles:
»—Tened cuidado para que ningún hombre os engañe, pues muchos vendrán en mi nombre diciendo “Yo soy el Cristo”, y engañarán a muchos.
A la entrada del condado Inyo, en California, Henry había visto un aviso de la policía clavado en un poste: «Charles Manson, también conocido como Jesucristo y Dios».
«Y oiréis hablar de guerras y rumores de guerras. Procurad que no os conturbe, pues todas esas cosas deben pasar, pero todavía no son el fin. Pues una nación se alzará contra otra y un reino contra otro reino. Y habrá hambres y pestes y terremotos en diversos lugares».
El Evangelio de Mateo era el favorito de Henry, y su texto preferido entre todos los de la Biblia, que era su libro favorito. ¿No eran estos los tiempos de los que habló Cristo? Los signos estaban presentes por todas partes en el mundo.
Se sentó ante su lujosa mesa de trabajo. El televisor estaba oculto tras un panel que se abría cuando Henry oprimía un botón. Había progresado mucho desde que en los años treinta iniciara su carrera en Idaho. A veces aquella ostentosa riqueza molestaba a Henry, pero sus partidarios insistían en ello, aun cuando Henry y su esposa hubieran sido igualmente felices en un entorno más sencillo.
Henry trataba de redactar su editorial, pero no se sentía inspirado. Como lección de humildad había encendido el televisor, que ofrecía una entrevista. La lección consistía en contemplar aquella superficial frivolidad sin detestar a quienes tomaban parte en ella. Y aquello era duro, muy duro…
Algo llamó su atención. Un hombre delgado y alto que vestía una chaqueta deportiva de punto de espina y movía mucho los brazos. Henry admiró su técnica. Aquel hombre podría ser un formidable predicador. Centró toda su atención en lo que decía.
El hombre hablaba de un cometa. ¿Un cometa? ¿Un signo de los cielos? Henry sabía lo que eran los cometas, pero el hecho de que los cometas fueran fenómenos naturales no significaba que su presencia no fuera milagrosa. Henry había visto a muchos pacientes curados gracias a sus plegarias, mientras que los médicos más tarde «explicaban» el milagro.
Un cometa. Y pasaría muy cerca de la tierra. ¿Podría ser este el signo final de todo? Cogió un bloc de papel y empezó a escribir en desgarbadas letras de imprenta, utilizando una docena de lápices. Llenó tres páginas antes de dar con su titular, y volvió a la primera página.
Dentro de dos semanas su revista estaría en medio millón de hogares de todo el mundo. Y en la portada, en grandes letras de un rojo deslumbrante, se leería este titular:
EL MARTILLO DE DIOS
Sería también un buen texto para sus programas de televisión. Henry empezó a escribir frenéticamente, sintiendo lo que había sentido casi cuarenta años atrás, cuando realmente había empezado a comprender el capítulo 24 del Evangelio de Mateo y transmitiera el mensaje a un mundo al que no le importaba.
El Martillo de Dios llegaba para castigar a los decadentes y los obstinados. Henry escribió afanosamente.