Ninguno de los astronautas caminó sobre roca lunar sólida, porque en todos los lugares a los que fueron había «suelo» bajo sus pies. La presencia de esta capa de polvo se debe a que la Luna ha sido bombardeada por meteoritos a lo largo del tiempo geológico. Los continuos impactos han pulverizado de tal manera la superficie que han creado una capa residual de cascotes rocosos de varios metros de espesor.
Dr. John A. Wood, Instituto Smithsoniano
Fred Lauren realizó delicados ajustes en el telescopio. Era un instrumento de gran tamaño, un refractor de diez centímetros sobre un pesado trípode. El piso le costaba demasiado dinero, pero lo necesitaba por el lugar en que se hallaba. Sus únicos muebles eran un sofá barato, algunos cojines en el suelo y el gran telescopio.
Fred observó una ventana a oscuras a unos cuatrocientos metros de distancia. Ella debería volver pronto a casa, como siempre. ¿Qué podría estar haciendo? Se había marchado sola, pues nadie se había presentado para buscarla. La idea le asustó primero y luego le hizo sentirse angustiado. ¿Y si hubiera encontrado un hombre en alguna parte? ¿Si hubieran ido a cenar y luego a su apartamento? En aquel momento el desconocido podría estar tocándole los pechos con sus puercas manos. Tendría unas manos velludas, ásperas, como las de un mecánico, y las deslizaría hacia abajo, acariciándole la suave curva de su vientre.
¡No! Ella no era de esas, no dejaría que nadie le hiciera algo así, de ninguna manera.
Pero todas las mujeres lo hacían. Incluso su madre. Fred Lauren se estremeció. Un recuerdo que rechazaba le vino a la mente. Se vio cuando tenía nueve años recién cumplidos, el día que entró en la habitación de su madre para pedirle que rezara con él, y la encontró tendida en la cama, con el hombre al que llamaba tío Jack encima de ella, emitiendo quejidos y retorciéndose, y el tío Jack había saltado del lecho.
—¡Maldito bastardo, voy a cortarte los testículos! ¿Quieres mirar? ¡Ya lo creo que vas a mirar! ¡Quédate ahí, y si dices una palabra te cortaré lo que tienes entre las piernas!
Él había mirado, y su madre dejó que aquel hombre…
La ventana se iluminó. ¡Ella había vuelto a casa! Fred contuvo el aliento. ¿Estaría sola?
La mujer llevaba una gran bolsa de víveres, que dejó en la cocina. Fred pensó que a continuación se serviría una copa. Ojalá no bebiera tanto. Parecía fatigada. La observó mientras ella se preparaba un martini y llevaba la coctelera a la cocina. Fred no la siguió con el telescopio, aunque podría haberlo hecho. Prefería esperar.
Ella tenía un rostro triangular, con grandes pómulos, la boca pequeña y grandes ojos oscuros. Su cabello rubio, largo y flotante, estaba teñido. Su vello púbico era muy negro. Fred le había perdonado aquella pequeña decepción, pero al principio le había sorprendido.
Regresó con la coctelera y una cuchara de cristal. En una tienda de regalos, en la misma calle, había una cuchara para cóctel de plata, y Fred la miraba a menudo, tratando de reunir el valor suficiente para comprársela. Tal vez ella le invitaría a su apartamento. Pero no lo haría hasta que él le hiciera regalos, y él no podría hacerlo porque sabía lo que a ella le gustaba y, naturalmente, ella querría saber cómo se había enterado. Fred Lauren alargó la mano para tocar a la mujer a través del espejo mágico de su telescopio… pero sólo mentalmente, sólo en su anhelo desesperado.
Ahora, ahora iba a hacerlo. Ella no tenía suficientes vestidos buenos para llevar al trabajo. Trabajaba en un banco, y aunque los bancos permiten que las chicas lleven pantalones y todas las cosas desagradables con que las chicas se visten últimamente, ella no lo hacía. Colleen era distinta. Fred sabía su nombre. Quería abrir una cuenta en su banco, pero no se atrevía. Ella se vestía bien para lograr ascensos y había sido promovida a la sección de cuentas nuevas, y Fred no podría hablarle allí. Estaba orgulloso de su ascenso, pero hubiera preferido que siguiese de cajera, porque entonces él podría entrar, acercarse a su ventanilla y…
Ella se quitó el vestido azul y lo colgó cuidadosamente en el único armario. Su piso era muy pequeño, constaba sólo de una habitación con un baño y una cocina y comedor juntos. Dormía en el sofá.
Sus enaguas estaban raídas. Él la había observado mientras las remendaba por la noche. Bajo las enaguas llevaba unas bragas negras con puntillas. Fred podía ver el color a través de las enaguas. A veces, las bragas eran rosas con listas negras.
Pronto se daría un baño. Los baños de Colleen eran prolongados. Fred podría trasladarse a su casa y llamar a la puerta antes de que ella hubiera terminado. Sin duda abriría la puerta, porque confiaba en la gente. Una vez había abierto la puerta vestida sólo con una toalla, dejando atónito al empleado de la telefónica que había llamado, y otra vez fue el vigilante del edificio. Fred supo que podía imitar la voz del vigilante. Le siguió a un bar y le oyó hablar. Ella abriría la puerta…
Pero no podía hacerlo. Sabía lo que haría si ella le abría la puerta. Sabía lo que ocurriría después. Esa sería la tercera vez, el tercer delito sexual. Entonces le encerrarían con todos aquellos hombres, aquellos animales. Fred recordaba lo que los hombres enjaulados le habían llamado y cómo se habían aprovechado de él. Gimoteó y ahogó el sonido, como si ella pudiera oírle.
La mujer se puso una bata. Mientras se hacía la cena en la cocina, se sentó en el sofá y encendió el televisor. Fred cruzó la habitación para encender su propio aparato y sintonizar el mismo canal, y luego regresó rápidamente al telescopio. Ahora podía mirar por encima del hombro de la mujer, ver la imagen de su televisor y escuchar el sonido, y era como si Fred y su chica estuvieran juntos viendo la televisión.
Era un programa sobre un cometa.
Las manos del hombre eran grandes, esbeltas, suaves, más fuertes de lo que parecían. Se movían expertamente sobre el cuerpo de Maureen. Ella gimió y de súbito atrajo al hombre hacia sí, arqueándose y envolviéndole entre sus largas piernas. Él la apartó poco a poco y siguió acariciándola, actuando sobre ella como… las toberas de un módulo lunar. Aquella imagen extraña y discordante permaneció en su mente, mientras los labios y la lengua del hombre exploraban sus senos. Llegó por fin el momento, y ella pudo perderse en él. Ahora no pensaba en ninguna técnica, pero él la tenía. Nunca perdía el dominio de sí mismo. No terminaría hasta que ella lo hubiera hecho, podía estar segura de ello, y ahora no había tiempo para pensar, sólo las oleadas de una sensación estremecedora…
Le pareció como si volviera a casa después de un largo viaje.
Permanecieron tendidos, cada uno respirando el aliento del otro. Finalmente, él se movió. Maureen le cogió por los cabellos rizados, alzándole la cabeza. De pie, aquel hombre tenía su misma estatura: los astronautas no suelen ser muy altos. Cuando estaba encima de ella, su cabeza le llegaba a la garganta. Ella se incorporó para besarle y exhaló un suspiro de satisfacción.
Ninguna idea extraña cruzaba ya la mente de Maureen. Ojalá le amara, se dijo. ¿Por qué no le quiero? ¿Porque es tan vulnerable?
—Dime, Johnny. ¿Tu mente se distrae alguna vez?
Él pensó la pregunta antes de responderla.
—Cuentan una anécdota de John Glenn… —Se apoyó en un codo—. Los médicos espaciales trataban de averiguar todo lo que podríamos soportar sin perder eficacia. Había un montón de cables conectados al cuerpo de Glenn para que pudieran observar los latidos de su corazón y la respiración mientras se entrenaba en un simulacro de vuelo Géminis. De improviso empezaron a arrojar un chorro de virutas de hierro que caían sobre una bandeja metálica en movimiento, justo a su espalda. El ruido era infernal, y siguió durante mucho rato. El corazón de Glenn se sobresaltó y aparecieron grandes alteraciones en la representación gráfica, pero él ni siquiera se movió. Continuó entrenándose durante todo el programa y al final llamó a los médicos hijos de perra.
Esperó a que ella terminara de reír y luego, un poco tristemente, añadió:
—No podemos distraernos. Oye, si vamos a ver tu programa debemos levantarnos.
—Supongo que sí. Tú primero.
—De acuerdo. —Se inclinó para besarla de nuevo y saltó de la cama.
Ella oyó el ruido de la ducha y pensó en unirse a él, pero ahora Johnny no estaría interesado. Había dicho algo inconveniente y ahora él estaría recordando su frustrada carrera, frustrada no porque hubiera cometido algún error, sino porque el país había dejado en suspenso la exploración espacial.
Encontró su bata en el lugar donde él, previsoramente, la había dejado. No podemos distraernos. Cada cosa a su tiempo, y hacerla perfectamente. Tanto si se paseaba a lo largo de un Skylab averiado para repararlo en órbita como si dirigía una aventura amorosa, lo hacía correctamente. Y nunca tenía prisa.
Cuando se conocieron, Baker estaba en la oficina astronáutica de Houston, y le nombraron agente de enlace entre el senador Jellison y el grupo. Johnny Baker tenía esposa y dos hijos adolescentes, y se había portado como un perfecto caballero, llevando a Maureen a cenar cuando convocaban al senador, acompañándola durante la semana que el senador estaba en Washington, llevándola a Florida para ver un lanzamiento…
Fue un perfecto caballero hasta el momento en que tuvieron que regresar a la habitación de su hotel, donde ella se había dejado el monedero, y todavía no estaba segura de quién había seducido a quién. Maureen no se acostaba con hombres casados. No le gustaba acostarse con hombres a los que no amaba. Pero, dejando el amor aparte, había algo en Johnny que le atraía, y Maureen estaba indefensa ante ello. Aquel hombre tenía un solo objetivo y la capacidad de ir tras él a toda costa. Por otra parte, ella era joven, había estado casada una vez y no había hecho ningún voto de castidad. Al diablo con lo que pensaran los demás. Maureen saltó de la cama y conectó el televisor, para romper la cadena de pensamientos, pero estos siguieron agolpándose en su mente. «No soy una puta, se dijo. Él se divorciará la semana próxima, y yo no tengo nada que ver con ello. Ann nunca estuvo enterada de nuestra relación, y sigue sin saberlo. Pero es posible que, de no ser por mí, él no la hubiera dejado marchar. Puede que yo tenga la culpa, pero ella nunca lo ha sabido. Todavía somos buenas amigas».
Ann le había dicho que su marido ya no era el mismo.
—Ha cambiado desde la misión espacial. Anteriormente nuestra vida fue dura, porque él estaba constantemente entrenándose y nos veíamos poco, pero aún me pertenecía un poco. Después tuvo su oportunidad, todo salió bien y mi marido se convirtió en un héroe… pero lo perdí.
Ann no podía comprenderlo. Maureen, sí. El cambio no se debía a la misión espacial, sino a que ya no había más misiones. Johnny Baker había trabajado toda su vida, se haba entrenado intensamente para una sola cosa, y ya nadie iba a repetirla…
Una meta en la vida. Un poco a la manera de Tim Hamner. Johnny tuvo una meta, y a lo mejor Maureen había tratado de participar un poco de ella. Pero ahora Johnny había agotado aquella meta, y lo más importante en la vida de Maureen Jellison era la lucha con una estúpida dama de Washington. Todavía se sentía molesta cada vez que pensaba en ello.
La dama se llamaba Annabelle Cole y era una mujer liberada. Seis meses atrás se había interesado por la extinción del caracol, y dentro de seis meses puede que le preocupara el declive de la tradición artística entre los aborígenes australianos. De momento se limitaba a culpar a los hombres de todo lo malo que había ocurrido en el mundo. Nadie replicaba a sus excentricidades. No se atrevían. No eran pocos los negocios que se concretaban en las fiestas de Annabelle.
Maureen debió mostrarse desagradable la noche en que Annabelle la abordó en busca del apoyo de su padre. Quería que el Congreso destinara fondos para el estudio de matrices artificiales, a fin de liberar a las mujeres de la esclavitud a sus cuerpos súbitamente alterados. Y Maureen le dijo que tener bebés formaba parte de la relación sexual y que si deseaba librarse del embarazo podía dejar de hacer el amor. Luego le sorprendió haber sido capaz de decir eso, ella que jamás había estado embarazada.
Tal vez su padre perdiera algunos contactos importantes debido a la escasa diplomacia de Maureen, pero ella se las ingeniaría para impedirlo. Dentro de seis meses, cuando Annabelle encontrara una nueva causa, Maureen daría una fiesta e invitaría a alguien cuyo conocimiento fuera imprescindible para Annabelle. Lo tenía todo planeado. Y aquel era precisamente el problema: ¡como si una pelea con Annabelle Cole fuera el acontecimiento más importante en su vida!
—Prepararé algo para beber —dijo Johnny—. Será mejor que te duches, el programa empezará en seguida.
—Ya voy —respondió ella, mientras pensaba en las posibilidades de una vida en común con aquel hombre. Casarse con él, impulsarle a una nueva carrera, hacer que dirigiera un negocio o escribiera sus memorias. Haría bien cualquier cosa que intentara… Pero ¿por qué no podía encontrar ella metas propias?
La estancia era inequívocamente masculina, con libros y modelos de los aviones de combate que Johnny Baker había pilotado, y un Skylab con las alas rotas. Había también una gran foto enmarcada de un hombre embutido en un voluminoso traje espacial avanzando por el vacío a lo largo de una de aquellas alas, una forma sin rostro, extraña, desconectada de la nave espacial, arriesgándose a sufrir la muerte en las condiciones más solitarias posibles si se descuidaba un solo instante. Debajo de la foto colgaba la medalla de la NASA.
Recuerdos de tiempos pasados. Todo pertenecía a otra época. No había fotografías de la lanzadera espacial, cuyo programa se había retrasado una vez más, ni nada que recordara al Pentágono, donde Johnny trabajaba ahora. Dos fotos de los niños, una con Ann al fondo, la pequeña, morena y competente Ann, que ya tenía una expresión de perpleja infelicidad en la foto.
Johnny sujetaba fuertemente el vaso, pero se había olvidado de él. Maureen podía observar su rostro sin que él se diera cuenta. La mirada de Johnny Baker estaba fija en la pantalla.
Se veían órbitas parabólicas trazadas contra los recorridos concéntricos circulares de los planetas. Viejas fotos de los cometas Halley, Brook, Cunningham y otros, culminando con un punto borroso que era el cometa Hamner-Brown. Un hombre con unas gafas que le daban un aspecto de insecto hablaba animadamente.
—Sí, algún día chocarán con nosotros, y probablemente no se tratará de un asteroide, porque las órbitas están demasiado próximas. Han debido existir asteroides cuyas órbitas cruzaran la de la Tierra, pero han tenido cuatro mil millones de años para alcanzarnos, y la mayoría finalmente lo han hecho. Chocaron hace tanto tiempo que incluso los cráteres han desaparecido, excepto los más grandes y recientes. ¡Pero fíjense en la Luna! Los cometas son diferentes.
El puntero del conferenciante señaló una parábola dibujada con tiza.
—Hay una masa más allá de Plutón, tal vez un planeta sin descubrir… Incluso tenemos un nombre para ella: Perséfone. Esa masa altera las órbitas de estas grandes bolas de nieve, y se precipitan sobre nosotros dejando una estela de sustancias químicas hirvientes. Ninguna de ellas ha tenido posibilidad de alcanzar la Tierra hasta que han sido arrojadas al sistema interior. Un día nos alcanzarán. Lo sabremos con un año de anticipación, tal vez más, si podemos aprender lo suficiente sobre el planeta Hamner-Brown.
En aquel momento apareció en la pantalla una joven antiséptica anunciando que no se sentía a gusto en su casa, y alguien le dijo que por ese motivo Jabones Kalva había inventado un nuevo desinfectante para su inodoro. Sonriente, Johnny Baker regresó del mundo estelar.
—Este hombre se explica bien, ¿no te parece?
—Es un programa bien hecho. ¿Te dije que conocí al hombre que lo ha realizado? Y también conocí a Tim Hamner. En la misma fiesta, con Harvey Randall. Hamner es un caso, un maníaco. Acababa de descubrir ese cometa y no podía esperar para decírselo a todo el mundo.
Johnny Baker se llevó el vaso a los labios. Luego, tras una larga pausa, dijo:
—Por el Pentágono corren unos curiosos temores.
—¿Ah, sí?
—Me llamó Gus, de Downey. Parece que Rockwell está restaurando un Apolo, y se hablaba de utilizar las secciones propulsoras Titán de un proyectil Big Bird para otro proyecto. ¿Sabes algo?
Ella tomó un sorbo de su bebida y sintió una oleada de tristeza. Ahora sabía por qué Johnny Baker le había llamado el día anterior. Había estado seis semanas en el Pentágono, seis semanas en Washington sin intentar verla, y ahora… «Está bien, pensó, voy a sorprenderte un poco».
—Papá está tratando de que el Congreso destine fondos para una misión de estudio del cometa.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Johnny.
—Completamente en serio.
—Pero…
Le temblaban las manos, lo cual era muy raro en él. John Baker había pilotado cazas sobre Hanoi, y sus maniobras eran siempre perfectas. Los MIG enemigos nunca tenían una oportunidad. Y una vez había extraído esquirlas de metralla al jefe de su escuadrilla, porque no había tiempo para esperar a los sanitarios. Una esquirla se había clavado en el pecho del jefe y Baker la había extraído y partido diestramente para exponer la arteria, que pinzó con dedos firmes mientras el jefe gritaba y los morterazos del Vietcong llovían sobre el campo. Pero sus manos nunca habían temblado.
Ahora, en cambio, temblaban.
—El Congreso no concederá el dinero.
—A lo mejor sí. Los rusos están planeando una misión. No podemos dejar que nos lleven la delantera —dijo Maureen—. La paz depende de que les mostremos que aún estamos dispuestos a competir, si eso es lo que quieren. Y si competimos, vamos a ganar.
—No me importa si es con los marcianos con quien competimos. Tengo que ir. —Apuró su vaso, con manos súbitamente firmes, y repitió—: Tengo que ir.
Maureen le observaba fascinada. Había dejado de temblar porque tenía una misión. Y ahora ella sabía qué misión era: ella, conseguir que ella le embarcara en aquella expedición. Un minuto antes, Johnny podría haber estado realmente enamorado de ella, pero ahora no.
—Lo siento —dijo abruptamente—. Tenemos poco tiempo para estar juntos y te cargo con esto, pero… Me has puesto sobre ascuas, no puedo pensar en otra cosa.
Bebió de un largo trago su whisky diluido en agua helada y volvió a fijarse en la pantalla. Maureen se preguntó si había estado imaginando cosas. ¿Hasta qué punto John Baker era inteligente?
Por fin terminaron los anuncios y en la pantalla aparecieron de nuevo los Laboratorios de Propulsión a Reacción.
Harry Newcombe mascaba apresuradamente el resto de su bocadillo mientras conducía con una mano la camioneta del correo. El reglamento le facilitaba tiempo libre para almorzar, pero él nunca lo tomaba. Utilizaba el tiempo para cosas mejores.
Bastante después del mediodía llegó al rancho Silver Valley. Como siempre, se detuvo ante la valla. Desde allí podía ver, a través de un paso en las colinas, la majestad de la Sierra Alta, al Este. La nieve resplandecía en sus cumbres. Al oeste había más colinas, y el sol muy bajo por encima de ellas. Harry se bajó del vehículo para abrir la valla, la cruzó y luego la cerró de nuevo cuidadosamente. No hizo caso del gran buzón situado a un lado de la valla.
Se detuvo de nuevo para coger una granada del bosquecillo que se había formado a partir de un solo árbol y que aún, desatendido, se propagaba ladera abajo, hacia el arroyo. Harry lo había visto crecer durante el medio año que hacía aquella ruta, y se preguntaba cuándo llegarían los granados al terreno poblado de cardos. ¿Eliminarían a las matas espinosas? La verdad es que él no tenía idea, pues era un muchacho de ciudad, o, mejor dicho, lo había sido. Y si no volvía a ver una ciudad nunca más en su vida, tanto mejor.
Harry se cargó la saca a la espalda y avanzó ladeado hacia la puerta. Tocó el timbre y dejó la saca en el suelo.
Cesó el tenue fragor de una aspiradora. La señora Cox abrió la puerta y sonrió al ver la voluminosa saca junto a Harry.
—Vaya, el correo. Hola, Harry.
—Hola, señora Cox. Aquí me tiene con un saco de basura.
—Pasa, Harry. ¿Te apetece un café?
—No me retenga, señora Cox. Va en contra del reglamento.
—Café recién hecho. Y panecillos que acaban de salir del horno.
—Bueno… No puedo resistirme a eso. —Harry metió la mano en una pequeña bolsa que colgaba de su hombro.
—Carta de su hermana de Idaho. Y algo del senador. —Le entregó las cartas, luego cargó de nuevo la saca a la espalda y avanzó unos pasos—. ¿Quiere que lo deje en algún sitio en especial?
—La mesa del comedor es lo bastante grande.
Harry vertió el contenido de la saca sobre una hermosa mesa de madera pulida que parecía haber sido tallada de un solo tronco y tener cincuenta años por lo menos. Ya no se fabricaban muebles así. Si había una pieza semejante en la casa del guarda, ¿qué habría en la gran mansión en lo alto de la colina?
La mesa quedó inundada bajo un diluvio de correspondencia: peticiones de ayuda de organizaciones caritativas, cartas de varios partidos políticos y de universidades. Ofertas de participación en sorteos mediante la compra de discos, ropas, libros, suscripciones a revistas. «¡Usted ya puede haber ganado 100$ a la semana durante toda su vida!». Panfletos religiosos y políticos, literatura sobre el impuesto único, muestras gratuitas de jabón, dentífrico, detergente y desodorante.
Alice Cox trajo el café. Sólo tenía once años, pero ya era hermosa, con una larga cabellera rubia y ojos azules. Era una muchacha confiada, como Henry sabía por haberla visto cuando estaba libre de servicio. Pero allí podía ser confiada, puesto que nadie iba a molestarla. La mayoría de los hombres de Silver Valley estaban bien armados, y sabían muy bien qué hacer con cualquiera que molestara a una niña de once años.
Aquella era una de las cosas del valle que a Harry le gustaban. No la amenaza de violencia, porque Harry detestaba la violencia. Pero no era más que una amenaza. Los rifles salían de los armeros sólo para la caza de ciervos, en la temporada o fuera de ella si los rancheros estaban hambrientos o los ciervos se metían en las cosechas.
La señora Cox trajo panecillos. La mitad de las personas en la ruta de Harry le ofrecían café y comida cuando él les llevaba el correo, y Harry solía dejar de lado el reglamento. La señora Cox no hacía el mejor café del lugar, pero sin lugar a dudas la taza en que lo servía era la más elegante, de fina porcelana, demasiado buena para un cartero medio hippie. La primera vez que Harry fue a la casa bebió agua en una taza de hojalata y no pasó de la puerta. Ahora se sentaba ante la mesa y bebía café en taza de porcelana. Aquella era otra razón para mantenerse alejado de las ciudades.
Harry sorbió el café apresuradamente. Había otra muchacha rubia, esta de dieciocho años y abordable, y el cartero tenía también un montón de correo para ella. Estaría en casa. Donna Adams siempre estaba en casa cuando iba Harry.
—Hay mucha correspondencia para el senador —dijo Harry.
—Sí, está otra vez en Washington —informó la señora Cox.
—Pero volverá pronto —terció Alice.
—Ojalá vuelva pronto —dijo la señora Cox—. Cuando el senador está en su residencia hay mucho movimiento, gente que viene y va, todos importantes. El presidente pasó una noche en la mansión. Los del servicio secreto lo pusieron todo patas arriba. Los agentes recorrían el rancho de un extremo a otro. —Se echó a reír y Alice se unió a ella. Harry pareció perplejo—. Como si alguien en este valle pudiera hacer daño al presidente de Estados Unidos —concluyó la señora Cox.
—Sigo pensando que su senador Jellison es un mito —dijo Harvey—. Hace ocho meses que hago esta ruta y todavía no lo be visto ni una vez.
La señora Cox le miró de arriba abajo. Parecía un buen muchacho, aunque la señora Adams decía que su hija le prestaba demasiada atención. Los cabellos largos, flotantes, rizados y castaños de Harry estarían bien en una chica. Tenía una hermosa barba, pero la auténtica obra maestra era el bigote, cuyos largos extremos Harry a veces curvaba y atusaba formando círculos que recordaban unas gafas pequeñas.
La señora Cox pensaba que, a pesar de todo aquel pelo, era pequeño y delgado, menos robusto que ella. No entendía lo que Donna Adams podía ver en él. Tal vez el coche. Harry tenía un coche deportivo, mientras que todos los chicos del lugar conducían camionetas, como sus padres.
—Es probable que conozcas muy pronto al senador —dijo la señora Cox, lo cual era un signo de aprobación definitiva, aunque Harry no lo sabía. La señora Cox era muy meticulosa con respecto a las personas a las que conocía el senador.
Alice había estado hurgando entre el montón de papel multicolor depositado en la mesa.
—Esta vez hay muchas cartas. ¿De cuándo son?
—Es el correo de dos semanas —dijo Harry.
—Bueno, Harry, te lo agradecemos —dijo la señora Cox.
—Y yo también —añadió Alice—. Si tú no lo trajeras a la casa yo tendría que ir a buscarlo.
Harry regresó a la camioneta y bajó por el largo camino, deteniéndose de nuevo para mirar la Sierra Alta, y luego se dirigió al rancho siguiente, que estaba casi a un kilómetro de distancia. El senador tenía una buena extensión de terreno, aunque en su mayoría estaba dedicado a pasto de secano, lleno de agujeros causados por las ardillas listadas. La tierra era buena, pero no había suficiente agua para regarla.
Al llegar a la valla del siguiente rancho, Harry vio que George Christopher estaba haciendo algo incomprensible en los naranjos. Pensó que probablemente los estaba preparando para la fumigación. Cuando Harry abrió la valla de entrada, Christopher se acercó pausadamente. Era un hombre corpulento, de la altura de Harry, pero dos o tres veces su anchura, con el cuello muy grueso. La cabeza era calva y bronceada, pero Christopher no tendría mucho más de treinta años. Llevaba una camisa de franela a cuadros, pantalones oscuros y botas llenas de barro.
Harry dejó la saca en el suelo, y Christopher frunció el ceño.
—¿Otra vez traes esa porquería, Harry? —le preguntó sin apartar la vista de los largos cabellos y la barba extravagantemente arreglada, al tiempo que fruncía más el ceño.
Harry le sonrió.
—Sí, cada dos semanas, como un reloj. Lo llevaré a la casa.
—No es necesario.
—Me gusta hacerlo. —No había una señora Christopher, pero George tenía una hermana más o menos de la edad de Alice Cox, a la que le gustaba hablar con Harry. Era una chica muy lista, con la que resultaba agradable hablar y que tenía muchas noticias sobre el valle de Harry.
—De acuerdo. Ten cuidado con el perro.
—Desde luego. —Harry nunca se preocupaba por los perros.
—¿Te has preguntado alguna vez lo que las empresas publicitarias darían por tu cabeza? —le preguntó Christopher.
—Lo negociaré con ellos con una condición: que me digan por qué el gobierno les hace pagar menos para que puedan hacernos perder más tiempo. ¿Y tus impuestos?
El semblante ceñudo de Christopher se suavizó y casi sonrió.
—Adelante, Harry. Las causas perdidas son las únicas por las que merece la pena luchar, y la causa del contribuyente es la más perdida de todas. Cerraré la valla después de ti.
Final de la jornada. Harry entró en las salas de clasificación, detrás de la oficina de correos. Había una nota para él en el tablón de anuncios:
«Peludo: el Lobo quiere verte. Gina XXX».
Gina, alta, negra, de postura erecta y huesos largos, la única persona de color en el valle, que Harry supiera, estaba tías el mostrador. Harry le hizo un guiño y luego llamó a la puerta del supervisor.
Cuando entró, el señor Wolfe le miró fríamente.
—Feliz día de reparto de basura, Harry —dijo Wolfe.
La entrevista empezaba mal, pero Harry sonrió.
—Gracias, y feliz día para usted también, señor.
—No es gracioso, Harry. ¿Por qué separas la correspondencia comercial y la reservas para entregarla un día cada des semanas?
Harry se encogió de hombros. Podía haberle explicado que clasificar la propaganda le ocupaba tanto tiempo que no tenía oportunidad de charlar con sus clientes, de manera que había empezado a dejar que se acumulara. Así es como había empezado, pero se había hecho popular entre la gente.
—Todo el mundo está contento con este sistema —se defendió Harry—. La gente puede leer la propaganda o arrojarla a la chimenea.
—Es ilegal retener el correo de un ciudadano —dijo Wolfe.
—Si alguien se ha quejado, lo borraré de la lista. Me gusta que mis clientes sean felices.
—Es la señora Adams —le informó Wolfe.
Vaya, qué lástima. Sin el reparto de basura, Harry no tendría una excusa para ir a la casa de los Adams y hablar con Donna.
—A partir de ahora repartirás el correo comercial de acuerdo con el reglamento —dijo Wolfe—. Tal como llegue, no en lotes. Se acabará el día de reparto de basura.
—Sí señor. ¿Puedo hacer algo más para satisfacerle?
—Aféitate la barba y córtate el pelo.
Harry meneó la cabeza. Ya conocía aquella parte del reglamento.
Wolfe suspiró.
—Harry, no tienes la actitud adecuada para ser un cartero.
El despacho de Eileen Susan Hancock era pequeño y estrecho, pero era un despacho. Había luchado durante años para conseguir un despacho propio, lejos de la zona detrás del mostrador. Y por fin lo había conseguido, lo cual demostraba que era algo más que una secretaria.
Ceñuda, estaba haciendo cuentas con su calculadora de bolsillo cuando una idea repentina le hizo estallar en risas. Un instante después se dio cuenta de que Joe Corrigan estaba de pie junto a la puerta. Corrigan entró en el despacho. El botón superior del pantalón volvía a estar desabrochado, y la razón era que su mujer no le dejaba comprar tallas mayores, pues no había perdido la esperanza de que rebajaría de peso. Con los pulgares en el cinto, Corrigan miró a su secretaria burlonamente.
La risa de Eileen se detuvo en seco. Volvió a sus operaciones, sin sonreír siquiera.
—Bueno —dijo su jefe—, dígame qué es lo que le hacía tanta gracia.
Eileen le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué? Oh, no. No podría decírselo.
—Ya sé. Piensa que si consigue volverme loco usted podría hacerse con el mando de la empresa. ¿No es así? Pues no le saldrá bien. Ya he tomado mis precauciones al respecto. —A Corrigan le gustaba verla así. Eileen era todo o nada: muy seria y eficiente en el trabajo o absolutamente divertida—. De acuerdo —suspiró Corrigan—. Le cambiaré mi secreto por el suyo. Han venido los decoradores. Robin Geston ha firmado el contrato para el asunto de la Marina.
—Vaya, es una buena noticia.
—Sí, eso significa que necesitaremos más ayuda. Por de pronto, queda usted nombrada ayudante general de dirección, si le interesa el cargo.
—Oh, sí que me interesa. Gracias.
Sonrió de una manera intermitente, como una bombilla que se enciende y se apaga casi antes de que uno pueda verla, y pulsó de nuevo los botones de la calculadora.
—Sabía que lo aceptaría. Por eso hice que vinieran los decoradores. Van a convertir la habitación que hay junto a mi despacho en un nuevo despacho para usted. Les he dicho que se pongan en contacto con usted. —Corrigan depositó su humanidad en un ángulo de la mesa—. Ya está, guardaba este secreto como una sorpresa para usted. Ahora dígame el suyo.
—Lo he olvidado —dijo Eileen—. Y he de terminar estos cálculos para que usted pueda llevárselos a Bakersfield.
—De acuerdo —dijo Corrigan, y volvió a su despacho derrotado.
Si él supiera… Eileen sintió impulsos de reír, pero se contuvo. En realidad no deseaba tomarle el pelo a Corrigan. «Bien, lo hice», había pensado. Y Robin se portó bien. No era el mejor amante del mundo, pero tampoco pretendía serlo, y le había sugerido una repetición. «Los amantes necesitan práctica», le había dicho, y también: «La segunda vez es siempre mejor que la primera».
Pero no habían concretado un próximo encuentro. Tal vez, sólo tal vez, ella le abordaría alguna vez, pero no era probable. Además, él le había dicho claramente que estaba casado. Hasta entonces ella sólo lo había sospechado.
Nunca había habido el menor indicio de que los negocios tuvieran algo que ver con sus vidas privadas. Pero él había firmado el contrato con Suministros para instalaciones sanitarias Corrigan, un negocio muy importante, y era divertido que hubieran tenido aquella clase de relación. Se preguntaba si se hubiera despreocupado tanto por el estado civil de Robin si el contrato no hubiese estado pendiente de firma. Pero él había firmado. Y ahora ella estaba allí, sumando cifras y revisando papeles, y de repente se preguntó qué tenía que ver aquello con las instalaciones sanitarias. Ella no fabricaba tuberías ni las colocaba, no las escariaba ni decía a la gente dónde ponerlas. Lo único que hacía era manejar papeles.
Su trabajo era importante. Había que medirlo por el caos que podría crear con un error fortuito o malicioso: millares de toneladas de material podrían ser enviadas a cualquier parte de la tierra por un simple desliz de su pluma. Pero lo que hacía no tenía que ver con la creación, con hacer las cosas que mantenían cohesionada la civilización, más que el impuesto sobre la renta o lo que hace el fogonero de una locomotora diésel.
Probablemente el señor Corrigan se pasaría el día entero preguntándose por qué de repente se había echado a reír, pero no podía decírselo de ninguna manera. Le había sobrevenido de una manera inesperada e irresistible. Lo que había hecho con Robin Geston la noche anterior era lo más cerca que había llegado jamás a cualquier actividad verdaderamente relacionada con las instalaciones sanitarias.
Pasarían horas antes de que se informara que el coche había sido robado. Alim Nassor estaba bastante seguro de ello, sabía que podría sentarse en él otros diez minutos. Alim Nassor había sido un gran hombre. Cuando volviera a ser grande tendría que ocultar lo que ahora estaba haciendo.
Antes de ser grande se llamaba George Washington Carver Davis. Su madre había estado orgullosa de ese nombre. Decía que el nombre de la familia era Jefferson Davis. Ese blanco había sido un tipo duro, pero su nombre era el de un perdedor, no tenía fuerza. Desde entonces, Alim había tenido muchos nombres callejeros, ninguno de los cuales había gustado a su madre. Cuando esta le echó de casa, él adoptó su propio nombre.
Alim Nassor significa conquistador sabio tanto en árabe como en swahili. Pocos conocían este significado, pero ¿qué más daba? El nombre tenía fuerza. Alim Nassor tenía mucha más fuerza de la que jamás había tenido George Washington Carver. Los periódicos hablaban de Alim Nassor, y todavía podía entrar en el Ayuntamiento y ver a la gente. Podía hacerlo desde que puso fin a un alboroto callejero con un navaja de resorte, las hojas de afeitar que llevaba en los zapatos y la cadena enrollada a su cintura. Y hubo todo aquel dinero del gobierno para un tipo duro. Los blancos manejaban el dinero a paladas. Lo que fuera, con tal de mantener la tranquilidad en el gueto negro. Había sido un buen juego, lástima que se hubiera terminado.
Maldijo en silencio al pensar en el alcalde Bentley Allen. Los Angeles tenía otro alcalde negro, y el maldito había cerrado la espita. Había nuevas personas en el consistorio. Y aquel estúpido congresista negro hijo de perra que no podía conformarse con el cargo, no, sino que tenía que enchufar a todos sus parientes, y lo descubrieron los puñeteros reporteros de la televisión. En estos tiempos, un político negro necesitaba una reputación impecable…
Bien, el juego había terminado, pero él había comenzado otro. Once trabajos, y todos ellos habían salido a pedir de boca. Habían conseguido… tal vez un botín de un cuarto de millón de dólares en cuatro años. Pero después de traficar con los artículos robados se quedaron reducidos a menos de cien mil. Veinte mil para cada uno de los cuatro hombres en cuatro años. ¡Aquello ni siquiera era un sueldo! Y después de pagar las facturas de los abogados, no sería exagerado decir que las ganancias no habían pasado de cinco mil dólares al año.
Aquel iba a ser el treceavo trabajo. Sería rápido. Era un almacén con un gran movimiento comercial. Alim esperaba, siempre consciente del tiempo. Salieron dos clientes, y nadie bajaba por la calle. Aquel trabajo no le satisfacía. Le disgustaba el derramamiento de sangre. Los blancos no importaba, pero había que tener cuidado para no hacer daño a los hermanos. Había remachado aquello una y otra vez a sus compañeros. ¿Qué pensaban de él ahora? Pero estaba metido hasta el cuello en aquello y tenía que actuar rápido.
El sitio estaba maduro. Lo había reservado para una emergencia y la situación era de emergencia total. Probablemente su abogado blanco no estaría de acuerdo con su acción, pero los abogados y los funcionarios de fianzas querían pan, y en seguida. Era absurdo robar un almacén para pagar a un abogado que le defendería por haber atracado otro almacén. Algún día las cosas serían diferentes. Alim Nassor las haría diferentes.
Era casi la hora. Hacía dos minutos uno de sus hermanos se había hecho detener por una infracción de tráfico a catorce manzanas de distancia, lo cual requirió la presencia de un coche patrulla. Hacía veinte minutos que otro hermano había tenido una «discusión de familia», la hermana había llamado a la comisaría y habían enviado otro coche. Así pues, los dos coches patrulla estaban ocupados. Las zonas negras no eran patrulladas de la misma manera que los distritos de los blancos. Los negros no suscribían importantes pólizas de seguros, ni sabían influir en el Ayuntamiento.
A veces Alim ponía en funcionamiento hasta cuatro tácticas de diversión, incluyendo atascos de tráfico. Se limitaban a repartir pan entre los chicos, para que se entretuvieran en las calles. Alim Nassor era un dirigente nato. No le habían echado el guante desde su juventud, con excepción del último trabajo, cuando un policía fuera de servicio salió de una lavandería automática. ¿Quién habría pensado que aquel hermano era un cerdo policía? Todavía se preguntaba si debía haberlo liquidado o no. En cualquier caso, no lo había hecho. Corrió a un callejón y se desprendió del arma, la máscara y la pistola. Los abogados se encargarían de esas cosas. Sólo había otra prueba, que era la identificación del tendero blanco, pero había maneras de hablar con él para que no testificara.
Llegó la hora Alim bajó del coche. La máscara parecía un rostro. A cinco metros de distancia, nadie diría que se trataba de una máscara. Llevaba el arma bajo la cazadora. Cinco minutos después del trabajo, la cazadora y la máscara habrían desaparecido. Alim dejó de pensar, ahuyentó el pasado y el futuro. Cruzó la calle a su debido tiempo, pues no quería hacer nada que llamara la atención. El almacén estaba vacío.
Todo fue bien, sin problemas. Obtuvo el dinero y estaba a punto de salir cuando entró un hermano. Era un hombre al que Alim conocía desde mucho tiempo atrás. ¿Qué estaba haciendo el muy bastardo en aquella parte de la ciudad? ¡Nadie del barrio de Boyle Heights debería estar más abajo de Watts! Vaya inconveniente. Alim se dio cuenta de que el hermano le había reconocido, tal vez por su forma de andar o por cualquier otra cosa, pero sabía quién era.
Apenas tardó un segundo en tomar una decisión. Se volvió, apuntó el arma y disparó dos veces, para asegurarse. El hombre cayó al suelo. El horror se reflejaba en los ojos del tendero, y Alim disparó tres veces más. Otro atraco no hubiera molestado a nadie, pero los cerdos trabajaban a fondo cuando se trataba de asesinato. Aunque lamentable, era mejor no dejar testigos.
Salió rápidamente y no se dirigió al coche robado que estaba al otro lado de la calle, sino que caminó media manzana, se internó en un callejón y salió a otra calle. Todavía sentía en el brazo ese cosquilleo peculiar y atávico. El hombre había sido hecho para usar una porra, y una pistola es el último grito en porras. Cierra el puño, y si el enemigo está lo bastante cerca para verle el rostro, un golpe lo derribará al suelo, sin vida. ¡Poder! Alim conocía gente a la que había enviciado aquella sensación.
Su hermano, hijo de su misma madre, no sólo de raza, le esperaba en un coche que no era robado. Avanzaron al límite permitido de velocidad, lo bastante rápido para no llamar la atención, pero con suficiente lentitud para que no les detuvieran.
—He tenido que despachar a dos —dijo Alim.
Harold se estremeció, pero su voz era fría.
—Lástima. ¿Quiénes eran?
—Nadie. Nadie importante.