Y el Señor colgó un arco iris como señal, La próxima vez no será agua sino fuego.
Canto espiritual tradicional
Mark Czescu miró la casa y emitió un silbido. Era de estilo Tudor californiano, de estuco blanquecino con macizas vigas de madera insertas en los ángulos, de auténtica madera. Algunos lugares, como Glendale, tenían el mismo estilo de casa con vigas de imitación en madera contrachapada, pero no Bel Air.
La casa destacada por su tamaño entre todas aquellas casas notablemente grandes. Mark pulsó el timbre de la puerta de entrada, que fue abierta al instante por un hombre joven de largos cabellos y fino bigote, el cual miró los bastos pantalones de Mark, sus botas y las grandes cajas marrones que había dejado en el porche.
—No necesitamos nada —le dijo.
—No vendo nada. Soy Mark Czescu, de la NBS.
—Oh, perdone. Suele venir toda clase de gente a vender cosas. Pase, por favor. Me llamo George y ayudo en la casa. —Levantó una de las cajas—. Cómo pesa.
—Sí —convino Mark, mirando a su alrededor. Había cuadros, un telescopio, globos de la Tierra, Marte y la Luna, estatuillas de cristal, piezas de cristal de Steuben, recuerdos de viajes. La sala había sido dispuesta como para una representación teatral, con los sofás de cara al receptor de televisión—. Debe haber sido muy duro mover todo esto.
—Desde luego. Deje la caja ahí. ¿Se trata de algo complicado?
—No, si uno entiende de grabadores de vídeo.
—Yo debería entender —dijo George—. Soy estudiante de teatro, de la UCLA. Pero todavía no hemos cursado esas técnicas. Usted podría enseñarme.
—¿Va usted a manejarlo esta noche?
—No, tengo un ensayo, El pato salvaje, con un buen papel. El señor Hamner lo hará.
—Entonces le enseñaré a él.
—En ese caso tendrá que esperar. Aún no ha llegado a casa. ¿Le apetece una cerveza?
—Me irá muy bien. —Mark siguió a George a la cocina, una estancia grande con cromo brillante y formica por doquier. Tenía dos picas, dos hornos de gas y dos cocinas económicas. Un largo mostrador exhibía bandejas de canapés cubiertos con papel de celofán. Había también una mesa y estantes con libros de cocina, las últimas novelas de acción de Travis McGee y Un actor se prepara de Stanislavski. Sólo las novelas y el libro de Stanislavski mostraban signos de haber sido usados—. Hubiera pensado que Hamner buscaría para que le ayudara a un estudiante de astronomía…
—El chico anterior lo era —dijo George mientras sacaba latas de cerveza del frigorífico—. Se peleaban mucho.
—Así que Hamner lo despidió.
—No, lo envió a su centro en las montañas. A Hamner le gusta pelear, pero no cuando está en casa. Es fácil trabajar para él. Tengo televisor en color en mi habitación y puedo usar la piscina y la sauna.
—Vaya, esto es una bicoca. —Mark tomó un sorbo de cerveza—. Aquí deben celebrarse fiestas cada dos por tres.
George se rió.
—Qué va. Sólo hay fiestas cuando traigo a compañeros de reparto. O parientes, como esta noche.
Mark miró a George cuidadosamente: el fino bigote, los finos rasgos del actor. Le acometió un súbito pensamiento.
—¿Hamner es marica o algo por el estilo?
—No, por Dios —replicó George—. No. Lo que ocurre es que no sale mucho. Le busqué un ligue con la segunda actriz de nuestra última obra. Una buena chica, de Seattle. Hamner salió con ella un par de veces y luego, nada. Irene dijo que fue cortés y un perfecto caballero hasta que estuvieron solos. Entonces se abalanzó sobre ella.
—Ella debió haberse abalanzado a su vez.
—Eso es lo que le dije, pero no lo hizo. —George inclinó la cabeza a un lado—. Vaya, ya ha llegado el señor Hamner. Reconozco el ruido del motor.
Tim Hamner se dirigió a la puerta lateral y entró en el pequeño apartamento que consideraba su hogar. Era la parte de la casa que le parecía más cómoda, aunque utilizaba todo el edificio. A Hamner no le gustaba su casa. Había sido elegida por los administradores del dinero de su familia a causa de su valor de reventa, y se notaba. Aquel lugar proporcionaba a Hamner mucho espacio para exhibir las cosas que coleccionaba, pero no parecía un hogar.
Se sirvió un whisky y se dejó caer en un sillón, colocando los pies en un taburete a juego. Se sentía bien tras haber cumplido con su deber. Había asistido a una reunión de directores, escuchado todos los informes y felicitado al presidente de la empresa por los beneficios del trimestre. Tim tenía una inclinación natural a dejar que quienes les gustaba jugar con el dinero lo hicieran, pero un primo suyo había perdido toda su fortuna de esa manera. Nunca estaba de más hacer saber a los directivos financieros que uno miraba por encima de su hombro.
Pensar en la reunión le hizo recordar a la secretaria de la oficina, que había charlado animadamente con Tim antes de la reunión, pero cuando la invitó a cenar al día siguiente ella adujo una cita. Tal vez era cierto que estaba citada con alguien. Había sido muy cortés, pero le había rechazado. Tal vez, pensó, tal vez debía haberle pedido que salieran el viernes, o la próxima semana. Pero si ella le hubiera dicho que no, entonces no habría tenido duda de la razón de su negativa.
Oyó que George hablaba con alguien en la sala de estar y se preguntó quién podría ser. George no le molestaría hasta que saliera de aquel lugar. Aquello era lo bueno de su casa: podía disponer del pequeño apartamento para él solo. Entonces recordó que el visitante debía ser el hombre de la NBS, el cual traería las escenas cortadas, las que a Tim le gustaban pero que no saldrían en el documental. Se levantó entusiasmado y empezó a cambiarse de ropa.
Penelope Wilson llegó cerca de las seis. Jamás respondía al diminuto Penny. Su madre había insistido en que no lo hiciera. Al verla a través de la mirilla de la puerta, Tim Hamner recordó que también había renunciado a Penelope y utilizaba sólo su segundo nombre, el cual no podía recordar.
«Sé valiente», pensó. Abrió la puerta y, sin ocultar su desconcierto, espetó a la muchacha:
—¡Rápido! ¿Cuál es tu segundo nombre?
—Joyce. Hola, Tim. ¿Soy la primera en llegar?
—Sí. Vaya, estás muy elegante —observó él, ayudándola a quitarse la chaqueta.
La conocía desde siempre, es decir, desde la escuela primaria. Penelope Joyce había asistido a la misma escuela preparatoria de niñas que la hermana de Tim y media docena de primas. Ella era la más fea, con su ancha boca, su mandíbula demasiado cuadrada y una figura de la que lo más amable que podría decirse es que era robusta. Pero en la universidad había empezado a mejorar.
Aquella noche estaba realmente elegante. Su cabello era largo y ondulante, y estaba muy bien arreglado. El corte de su vestido era impecable, y de un color y textura suaves a la vista. Tim sintió deseos de tocarlo. Había vivido con su hermana lo suficiente para saber que conseguir aquel efecto debía costar mucho tiempo, aun cuando él no tuviera la menor idea de cómo lo hacía.
Tim deseó que la aprobación de la muchacha fuera total. Esperó mientras ella inspeccionaba su sala de estar, preguntándose por qué no la había invitado hasta entonces. Finalmente, ella le miró con una expresión que no había vuelto a ver en ella desde los tiempos escolares, cuando ella se erigió en juez de toda moral.
—Es bonita esta habitación —aprobó, y a continuación soltó una risita tonta que dio al traste con su pose.
—Me alegro de que te guste. En serio, me alegro mucho.
—¿De veras? ¿Tan importante es mi opinión? —dijo ella, bromeando todavía con las expresiones faciales de su infancia.
—Sí. Dentro de unos minutos toda la maldita familia estará aquí, y la mayoría de ellos no han visto este lugar. Tú piensas como ellos, así que, si a ti te gusta, a ellos también les agradará.
—Ya. Creo que me merecía eso.
—Eh, no quería decir…
Ella le interrumpió con su risa. Tim le alargó un vaso y se sentaron.
—He estado pensando… —dijo ella en tono meditativo—, ¿por qué me has pedido que venga esta noche cuando hace al menos dos años que no nos vemos?
Tim estaba preparado en parte para esa pregunta. Ella siempre había sido directa, y decidió ser franco.
—Pensé en quién quería que viniera esta noche, para mayor satisfacción de mi ego, porque nada me satisfará tanto como hablar de mi cometa. Pensé en Gil Waters, el número uno de mi clase en Cate, en mi familia y en ti. Entonces me di cuenta de que pensaba en todas las personas a las que más quería impresionar.
—¿A mí también?
—Exacto. ¿Recuerdas que solíamos charlar? Y yo nunca pude decirte lo que quería hacer con mi vida. El resto de mi familia, todos aquellos con quienes me crié, ganan dinero, coleccionan obras de arte o coches de carreras, o hacen algo. Pero yo… yo sólo quiero observar el cielo.
Ella sonrió.
—Me siento realmente halagada, Tim.
—Estás elegante de veras. ¿Ese vestido es creación propia?
—Sí, gracias.
Era agradable charlar con aquella muchacha. Tim lo consideraba un delicioso redescubrimiento cuando sonó el timbre de la puerta. Los demás habían llegado.
Fue una velada placentera. Los proveedores habían hecho bien su trabajo, de modo que no hubo problema alguno con la comida, incluso sin la ayuda de George. Tim se relajó y descubrió que se divertía.
Los demás escucharon. Nunca lo habían hecho hasta entonces. Escucharon a Tim, que les contaba cómo lo había logrado: las horas de observación, bajo el frío y la oscuridad, estudiando diseños estelares y manteniendo el registro al día; las horas interminables revisando fotografías, todo ello sin ningún resultado, excepto la alegría de conocer el universo. Y ellos le escucharon, incluso Greg, quien no solía ocultar lo que le inspiraban los hombres ricos que no prestaban la atención adecuada a su fortuna.
No era más que una reunión de familia en la sala de estar de Tim, pero se sentía exaltado, nervioso, con todos sus sentidos alerta. Vio cómo Barry sonreía y meneaba la cabeza, y por estos gestos pudo leer su mente: ¡Vaya forma de emplear la vida! Tim pensó que en realidad le envidiaba, y aquello le encantó. Alzó la vista para mirar el rostro burlón y divertido de su hermana. Jill siempre había sido capaz de decir lo que Tim estaba pensando. Había estado más unido a ella que a su hermano Pat. Pero fue este último quien le acorraló detrás del bar para hablarle.
—Me gusta este sitio —le dijo—. Mamá no sabe cómo juzgarlo. —Ladeó la cabeza para señalar a su madre, que paseaba por la estancia mirando los diversos objetos—. Apuesto a que sé lo que está pensando. ¿Lo haces?
—¿Hacer qué?
—Traer chicas aquí… Orgías salvajes.
—Eso no es asunto tuyo.
Pat se encogió de hombros.
—Lástima. Sabes, hay veces en que desearía… Bah, al diablo con ello. Pero tendrías que aprovecharte mientras puedas. Tu libertad no va a durar para siempre. Mamá tomará cartas en el asunto.
—Sí, claro —dijo Tim. ¿Por qué diablos Pat tenía que sacar el tema a colación? Ya lo haría su madre, antes de que finalizara la velada. Timmy, volvería a preguntarle, ¿por qué no te has casado todavía?
Un día responderé, se dijo Tim. Un día le diré: «Porque cada vez que encuentro una chica con la que creo que podría vivir, tú la asustas tanto que echa a correr. Esa es la razón».
—Aún tengo apetito —anunció Penelope Joyce.
—Dios mío. —Jill le dio unas palmaditas en el vientre—. ¿Dónde lo metes? Quiero saber tu secreto. Pero no me digas que es tu ropa. Según Greg, no podemos permitirnos tus creaciones.
Penelope cogió la mano de Tim.
—Vamos, enséñame dónde está el maíz. Yo preparo las palomitas. Tú saca los platos.
—Pero…
—Ellos mismos se servirán bebidas. —Condujo a Tim a la cocina—. Dejemos que hablen de ti mientras no estás presente. Te admirarán todavía más. Después de todo, esta noche eres la estrella.
—¿Lo crees así? —preguntó, mirándola a los ojos—. Nunca sé cuándo me tomas el pelo.
—Es una suerte. ¿Dónde está la mantequilla?
La exhibición fue magnífica. Tim lo supo cuando vio a su familia contemplarla, mirándole a él en el televisor.
Randall había recorrido el mundo y mostraba astrónomos aficionados que observaban el cielo.
—La mayoría de los cometas han sido descubiertos por aficionados —decía la voz de Randall—. El público casi nunca aprecia hasta qué punto estos observadores del cielo ayudan a los grandes observatorios. Naturalmente, algunos de estos aficionados no son tales.
La escena terminaba con la imagen de Tim Hamner enseñando su observatorio en la montaña, y a su ayudante, Marty, que demostraba el funcionamiento del equipo. Tim había pensado que la secuencia sería demasiado corta, pero cuando vio a su familia contemplándole y como, al terminar, parecían ansiosos por ver más, se dio cuenta de que Harv Randall había tenido razón. Siempre hay que dejar al público con deseos de ver más. La voz de Randall proseguía:
—Y algunos son más aficionados que otros. —La cámara se centró en un sonriente muchacho junto a un telescopio. El aparato parecía de alcance, pero no cabía duda que era de fabricación casera—. Gavin Brown, de Centerville, Iowa. Gavia, ¿cómo es que buscabas cometas en el momento y lugar apropiados?
—Nos los buscaba. —La voz de Brown no era agradable. Era joven, tímido y hablaba demasiado alto—. Hice algunos ajustes en el aparato porque quería observar Mercurio a la luz del día, pero hay que tenerlo todo perfectamente ajustado para encontrar a Mercurio, pues está muy cerca del sol, y…
—Así que descubriste el cometa Hamner-Brown por casualidad —dijo Harvey Randall.
Greg McClave se echó a reír. Jill dirigió una dura mirada a su marido.
—Dime, Gavin —preguntó Randall—. Puesto que no viste el cometa hasta bastante después que el señor Hamner, pero informaste de él casi al mismo tiempo, ¿cómo supiste que era un cometa nuevo?
—Era algo que no tenía que estar allí.
—¿Quieres decir que conoces todo lo que ha de estar ahí? —La pantalla mostró una fotografía del cielo alrededor del cometa Hamner-Brown. Estaba lleno de estrellas.
—Claro, como todo el mundo, ¿no?
—Es cierto —dijo Tim a los demás—. Estuvo aquí una semana, y juro que es capaz de dibujar mapas estelares de memoria.
—¿Estuvo aquí? —preguntó la madre de Tim.
—Sí, en el cuarto de los invitados.
La madre de Tim dirigió una mirada inquisitiva al televisor.
—¿Adónde ha ido George esta noche? —preguntó Jill—. ¿Tenía otra cita? Mamá, ¿sabías que el ayudante de Tim ha estado saliendo con Linda Gillray?
—Dame palomitas —pidió Penelope Joyce—. ¿Dónde está Brown ahora, Tim?
—Ha vuelto a Iowa.
—¿Esos anuncios venden mucho jabón? —preguntó Greg, señalando el televisor.
—Kalva va muy bien —replicó Tim—. El año pasado vendimos el veintiséis coma cuatro por ciento del mercado.
—Vaya, deben ser mejores de lo que creía —comentó Greg—. ¿Quién es tu publicitario?
El programa continuó. Tim Hamner ya no aparecía mucho más. Una vez descubierto, el cometa Hamner-Brown pertenecía al mundo. Ahora la estrella del programa era Charles Sharps, quien hablaba de los cometas y de la importancia de conocer el sol, los planetas y las estrellas. Tim no estaba decepcionado, pero pensó que los demás sí lo estaban, con excepción de Pat, quien contemplaba a Sharps y asentía con la cabeza. En una ocasión, Pat alzó la vista y dijo:
—Si hubiera tenido un profesor de ciencias como él en mi primer año de colegio superior, yo mismo habría descubierto un cometa. ¿Le conoces bien?
—¿A Sharps? Nunca he hablado con él. Pero sale más en las cintas de vídeo, y yo también.
Greg echó un vistazo al reloj.
—He de estar en la oficina a las cinco de la madrugada. El mercado se está volviendo loco. Y después de este programa, irá peor.
—¿Eh? ¿Por qué lo dices? —preguntó Tim con el ceño fruncido.
—Cometas, signos en el cielo —dijo Greg—, portentos de cambios malignos. Te sorprendería saber cuántos inversores se toman estas cosas en serio. Y no hablemos del diagrama que ha dibujado el profesor. El que mostraba al cometa chocando con la Tierra.
—Pero no chocaba —protestó Pat.
—¡Tim! ¿Podría chocar? —preguntó su madre.
—¡Claro que no! ¿No habéis oído? Sharps ha dicho que hay miles de millones de posibilidades de que choque contra una.
—Lo he visto —dijo Greg—. Y él ha dicho que, a veces, los cometas chocaron con la Tierra. Y este pasará cerca.
—Pero no quería significar eso —protestó Tim.
Greg se encogió de hombros.
—Conozco el mercado. Tengo que estar en la oficina cuando abra la bolsa…
Sonó el teléfono, y Tim pareció sorprenderse. Antes de que tuviera tiempo de levantarse, Jill respondió. Escuchó un momento y luego pareció también sorprendida.
—Quieren saber si pueden pasar una conferencia de Nueva York.
—¿Eh? —Tim se levantó para atender al teléfono. Escuchó, mientras en la pantalla de televisión un funcionario de la NASA explicaba cómo sería posible, sólo posible, enviar una sonda para estudiar el cometa. Tim colgó el auricular.
—Pareces aturdido —le dijo Penelope Joyce.
—Lo estoy. Era uno de los productores. Quieren que salga en el «Show de medianoche», junto con el doctor Sharps. Mira por dónde al fin voy a conocerle, Pat.
—Yo veo ese programa todas las noches —dijo la madre de Tim en tono admirativo. La gente que salía en el «Show de medianoche» era importante.
El documental de Randall terminaba de una manera apoteósica, con fotografías del sol y las estrellas tomadas por el Skylab y un elocuente ruego para que se enviara una sonda tripulada a explorar el cometa Hamner-Brown. Tras el último anuncio comercial, la familia empezó a despedirse. Una vez más, Tim se percató de lo poco que tenían en común. ¿De qué hablar con el gerente de una agencia de bolsa o con un constructor de casas, aunque fueran su cuñado y su hermano? Al fin se quedó a solas con Penelope Joyce, y le preparó una bebida.
—¿Sabes? —le dijo a la muchacha—. Me siento como en la noche de estreno de una mala comedia.
—Como una de aquellas obras de ciencia ficción que solíamos ver. ¿Recuerdas la que trataba de la invasión de la ciudad por los «guardianes del recinto sagrado»?
Tim se echó a reír.
—Ah, sí. No he visto Iluminad el cielo desde… Dios mío, desde que estuviste enrolada en aquel grupo teatral durante las vacaciones de verano. Tienes razón. Este programa ha sido algo parecido.
—¡Bah!
—¿Bah?
—Sí, ¡bah! Siempre has pensado así sin ninguna razón para ello, y ahora tampoco la tienes. Puedes estar orgulloso, Tim. ¿Qué harás ahora? ¿Buscar otro cometa?
—No, creo que no. —Exprimió una lima en el gintonic de la muchacha y le alargó la bebida—. No lo sé. No domino lo bastante bien la teoría para hacer realmente lo que quiero.
—Entonces, aprende la teoría.
—Tal vez. —Se sentó al lado de ella—. De todos modos, habré entrado en los libros de historia. Salud.
Penelope alzó el vaso, respondiendo al brindis. No se burlaba de él.
—Salud.
—Lo seguiré hasta donde vaya, haga lo que haga. Randall quiere otro documental, y lo haremos, si no nos regañan demasiado.
—¿Si no te regañan? ¿Te preocupa eso?
—Me estás tomando el pelo de nuevo.
—Esta vez no.
—Humm. Bien. Apoyaré financieramente otro documental. Porque lo quiero así. Haremos cuanto podamos para conseguir el envío de una sonda espacial. Si la publicidad es suficiente, podríamos lograrlo. Y ese Sharps realmente entiende de cometas.
Ella le puso una mano en su brazo.
—Adelante, Tim. Ninguno de los que esta noche han estado aquí ha realizado la mitad de lo que quiere hacer. Tú ya has conseguido tres cuartas partes, y has empezado a obtener el resto.
Él la miró y pensó que si se casara con ella su madre soltaría un gran suspiro de alivio. Pertenecía a una clase limitada de mujeres todas las cuales parecían conocer a su hermana Jill. Habían ido al este para estudiar en la universidad, y a Nueva York en vacaciones. Habían roto las mismas reglas, no temían a sus madres, eran hermosas y temibles. El impulso sexual de un muchacho adolescente era demasiado poderoso, demasiado fácil de torcer y reprimir. Convertía la belleza de una mujer joven en una llama, y cuando a la llama se unía una total confianza en sí misma… una muchacha como cualquiera de las amigas de Jill podría ser algo temible para un chico que jamás había creído en sí mismo.
Joyce no era temible, porque no era lo bastante bonita.
Ella frunció el ceño.
—¿En qué estás pensando?
Oh, no, no podía responder a aquella pregunta.
—Recordaba muchas cosas.
¿Acaso le habían dejado deliberadamente a solas con Joyce? Desde luego, ella se había quedado después de que todos los demás se marcharan. Si él ahora diera un paso…
Pero no tenía valor para hacerlo. O, se dijo a sí mismo, la amabilidad necesaria. Joyce era elegante, sí, pero uno no se acuesta con un jarrón de cristal de Steuben. Se levantó y fue al grabador de vídeo.
—¿Quieres ver algunas de las otras escenas?
Ella vaciló un momento. Le miró atentamente y luego, con idéntico cuidado, vació su vaso y lo dejó sobre la mesita.
—Gracias, Tim, pero será mejor que me vaya a dormir. Mañana tengo mucho trabajo.
Se despidió sonriente, y Tim pensó que su sonrisa era un poco forzada.
El torbellino estaba intolerablemente atestado. Masas de todos los tamaños se arremolinaban, curvando el espacio en una compleja topología que cambiaba sin cesar. Los satélites y planetas interiores estaban llenos de cicatrices: cráteres bajo las atmósferas de la Tierra y Venus, desnudos muros circulares y lagos helados de magma extendidos de un lado a otro en las superficies de Marte, Mercurio y la luna de la Tierra.
Aquí existía incluso la posibilidad de huida. Los campos de gravedad alrededor de Saturno y Júpiter podían arrojar de nuevo un cometa hacia el frío y la oscuridad. Pero Saturno y Júpiter estaban mal colocados, y el cometa continuó cayendo, acelerando, hirviendo.
¡Hirviendo! Bolsas de sustancias químicas volátiles estallaron y arrojaron chorros de polvo y cristales de hielo. Ahora el cometa se movía en una nube radiante que podría haberlo protegido del calor, pero no lo hizo, sino que la niebla captó la luz del sol a través de millares de kilómetros cúbicos y la reflejó de nuevo sobre la cabeza del cometa desde todas direcciones.
El calor en la superficie del núcleo fue absorbido hacia el interior. Más bolsas de gas se rompieron y actuaron como toberas de maniobras en una nave espacial, lanzando la cabeza del cometa a un lado y a otro. Las masas tiraban de él al pasar, perdido, ciego, cayendo… El cometa moribundo cayó más allá de Marte, invisible dentro de una nube de polvo y cristales que tenía el mismo tamaño de Marte.
En la Tierra, un telescopio lo descubrió como un punto difuminado cerca de Neptuno.