Por otro lado, es necesario configurar la estructura social del mundo obrero de tal manera que se elimine su temor de ser una simple pieza de una máquina impersonal. Una auténtica solución sólo puede darse a través de la concepción de que el trabajo, cualquiera que sea, es al servicio de Dios y de la comunidad y, en consecuencia, es la expresión de la dignidad humana.
Emil Brunner, Conferencias de Gifford, 1948
El bulevar Westwood no se encontraba precisamente en el camino entre la sede de la NBS y el hogar de los Randall, cerca de Beverly Glen, y este alejamiento era la razón principal por la que a Harvey Randall le gustaban sus bares. No era probable que tropezara con ningún empleado de la emisora ni que encontrara a ninguno de los amigos de Loretta.
Los estudiantes recorrían la ancha calle, con toda clase de atuendos. Los había barbudos y con tejanos, con el pelo bien cortado y peinado y pantalones caros, otros deliberadamente extravagantes, jóvenes de tradicional aspecto conservador y todas las variaciones imaginables entre estos extremos. Harvey paseó con ellos. Pasó ante librerías especializadas. Una de ellas se dedicaba al movimiento de liberación gay. Otra ostentaba el rótulo agresivo y excluyente «Librería para machos adultos». Otra librería atraía a una muchedumbre interesada por la ciencia ficción. Harvey tomó mentalmente nota para visitarla. Probablemente tendrían allí mucho material sobre cometas y astronomía dirigido a un público general. Más tarde se enteraría de que en la librería de la universidad UCLA podría obtener el material realmente técnico.
Más allá del edificio de la Hermandad Femenina había un establecimiento en cuyo ventanal de vidrio cilindrado se leía: «Primer bar federal de protección». En el interior había taburetes, tres mesitas, cuatro reservados, un billar mecánico y un tocadiscos automático. Las paredes estaban decoradas con los caprichos de la clientela. En la barra había provisión de rotuladores, y las paredes se blanqueaban de vez en cuando. En algunos lugares la pintura se desprendía y revelaba comentarios escritos años atrás, como una especie de arqueología de la cultura pop.
Como un viejo fatigado, Harvey avanzó con dificultad en la penumbra. Cuando sus pupilas se adaptaron, descubrió a Mark Czescu en un taburete. Se detuvo junto a él y apoyó los codos en la barra.
Czescu tendría más de treinta años, pero su edad era indefinida, un perpetuo hombre joven dispuesto a iniciar su carrera. Harvey sabía que Mark había servido en la Armada durante cuatro años, y que había pasado por varias universidades, empezando por la UCLA, así como por diversos institutos de rango inferior. A veces todavía se refería a sí mismo como estudiante, pero nadie creía que jamás llegara a terminar una carrera. Llevaba botas de motorista, unos tejanos viejos, una camiseta y un arrugado sombrero australiano. Lucía una larga cabellera negra y una barba no menos negra y poblada. Sus uñas presentaban una suciedad compacta, y había manchas recientes de grasa en sus pantalones, pero aparte de eso las manos y la ropa estaban limpias. Simplemente, no tenía una necesidad patológica de restregarse hasta parecer inmaculado.
Cuando Mark no sonreía, tenía un aspecto temible, a pesar de su barriga respetable de bebedor de cerveza. Sonreía mucho, pero podía tomarse muy en serio ciertas cosas, y a veces se relacionaba con un grupo de matones, que formaban parte de su mundo. Mark Czescu podría correr con los motoristas verdaderos si quisiera, pero no quería. En aquel momento parecía preocupado.
—No tienes buen aspecto —dijo a modo de saludo.
—Tengo ganas de matar a alguien —dijo Harvey.
—Si eso es lo que deseas, tal vez podría encontrar a alguien.
—No. Se trata de mis jefes, maldita sea su alma. —Harvey pidió una jarra y dos vasos, y pasó por alto la sugerencia de Mark. Sabía que este podía encargarse de un verdadero asesinato. También aquello formaba parte de la imagen de Czescu: saber más que su interlocutor sobre cualquier tema que se planteara. A Harvey solía divertirle, pero en aquel momento no estaba de humor para bromas—. Quiero algo de ellos —prosiguió— y ellos saben que van a dármelo. ¿Cómo diablos no van a saberlo? ¡Si hasta tengo comprometido al patrocinador! Pero los hijos de puta tienen que seguir la comedia. Si mañana uno de ellos se cae de un balcón, necesitaré otro mes para convencer a su sustituto, y no dispongo de tiempo.
No era malo seguirle el humor a Czescu. El tipo podía ser útil, era muy divertido y… tal vez podría cometer un asesinato. Uno nunca sabía realmente de lo que era capaz.
—Bueno, ¿y qué es lo que te van a dar? —preguntó Mark.
—Un cometa. Voy a hacer toda una serie de documentales sobre un nuevo cometa. Resulta que el tipo que lo descubrió posee el setenta por ciento de la empresa que patrocinará los programas.
Czescu soltó una risa ahogada, y Harvey hizo un gesto de asentimiento.
—Es un proyecto precioso. Ahora tengo la oportunidad de hacer la clase de películas que realmente quiero hacer, y de aprender mucho. No como la última basura que rodé, entrevistando a fatalistas, cada uno con su visión particular del fin del mundo. Antes de terminarlo tenía ganas de cortarme el cuello y acabar con todo.
—¿Y qué es lo que no marcha bien?
Harvey suspiró, tomó un trago de cerveza y prosiguió:
—Mira, hay tres o cuatro tipos que podrían enviarme realmente a freír espárragos. Pero eso sería un error, ¿sabes? Los de Nueva York no tolerarían que se malogre una serie patrocinada. Así que van a aceptarla. Pero ¿cómo se sabría que tienen el poder de decir que no si no vacilaran y exigieran que redacte tratos y prepare presupuestos y toda esa basura? Nada de eso sirve para maldita la cosa, pero ellos han de tener «una base firme para tomar decisiones». Cuatro divos asquerosos que son los que tienen el auténtico poder.
»Bueno, podría soportarlos, pero es que no son sólo ellos, sino que hay un par de docenas más que serían incapaces de impedir la reposición de un tostón insufrible, pero también quieren demostrar lo importantes que son. Y para demostrarse unos a otros que podrían impedir la realización de ese programa, si quisieran, ponen todas las objeciones que pueden. Ten en cuenta los intereses preferentes del patrocinador. No hagas nada que pueda enfurecer a Jabones Kalva. Tonterías. Pero tengo que aguantarlas. —De repente Harvey se dio cuenta de que hablaba demasiado sobre algo que no le importaba al otro gran cosa—. Mira, cambiemos de tema.
—De acuerdo. ¿Has observado el nombre de este sitio?
—Sí, no deja de ser chocante. «Primer bar federal de protección». Tiene algo de establecimiento bancario.
—Exacto. A lo mejor otros hacen suya también la idea. ¿Qué te parece «Seguros del loco Eddie»?
—No está mal. A ver que tal suena este: «Clínica oncológica del gordo Jack».
—Quedaría mejor «Clínica oncológica y cementerio del gordo Jack» —dijo Czescu.
La rigidez que Harvey sentía en el cuello y los hombros iba desapareciendo. Bebió más cerveza y luego fue a uno de los reservados, donde podía apoyarse en la pared. Mark fe siguió y se sentó frente a él.
—Oye, Harv, ¿cuándo haremos otro viaje? ¿Aún funciona tu moto?
—Sí. —Un año atrás, no, dos años o más atrás, se tomó Oto respiro y Mark Czescu le llevó consigo en un viaje por la costa. Bebieron en pequeños bares, hablaron con tipos que, como ellos, iban sin rumbo y acamparon donde les vino en gana. Czescu cuidó de las motos y Harvey pagó las cuentas, pero no subieron mucho. Fue una época sin preocupaciones—. La moto funciona, pero no podré usarla. Cuando empiece esta serie necesitaré todo mi tiempo.
—¿No tendrás algún trabajito para mí? —le preguntó Mark.
Harvey se encogió de hombros.
—¿Por qué no? —Mark solía trabajar en los programas de Harvey. Llevaba cámaras o tablillas sujetapapeles, se ocupaba del mantenimiento o manejaba la claqueta—. Pero tendrás que cerrar la boca durante algún tiempo.
—Te doy mi palabra. Soy un hippie.
El bar se estaba llenando. El tocadiscos automático dejó de funcionar y Mark se levantó.
—Voy a tocar algo para ti —dijo a su amigo—. Sacó una guitarra de doce cuerdas que estaba detrás de la barra y se sentó en el extremo de la sala. También esto formaba parte de su modo de vida: Czescu cantaba a cambio de bebida y comida en los bares. Mientras viajaban costa arriba, Mark había logrado alimentar gratis a los dos en la mitad de los lugares entre Los Angeles y Carmel. Era buen músico, tanto que parecía profesional, pero le faltaba disciplina. Cada vez que lograba un trabajo regular, no duraba en él más de una semana. Para Mark, los que ganaban grandes sumas eran magos poseedores de un secreto que él jamás llegaría a aprender del todo.
Mark tañó un acorde de prueba y luego inició una estrofa. La melodía era una vieja canción vaquera, Frías y limpias aguas.
Me paso el día ante la sucia tele, sin gota de cultura, Pura cultura.
Cháchara política a todo pasto y concursos con premios que duran demasiado y te hacen hablar de cultura. Pura… dulce… cultura.
Harvey mostró riendo su aprobación. Un hombre gordo que estaba ante la barra le envió una jarra de cerveza, y Mark dio las gracias con un movimiento de cabeza.
El sol se pone, y en la ciudad oyes el grito que pide cultura.
Dulce cultura.
Mientras los abogados sonríen y los polis se aprestan a reprimir
el pecado de cultura.
Cultura. Pura… cultura.
Hubo una breve pausa mientras Mark tañía la guitarra. Los acordes sonaban de manera discordante. Era evidente que estaban mal, pero no menos evidente que eran adecuados, como si Mark buscara algo que nunca podría encontrar.
Sigue sintonizando, amigo, eso te instalará en una tendencia.
Y tu mente va a doblegarse,
Para atraparte al final,
Con cultura. Cultura. Pura cultura.
Ya ves, amigo, para ti y para mí, para una mente libre,
está la tele, para ti y para mí.
Y la cultura. Cultura. Pura… dulce… cultura.
La guitarra se detuvo y con voz seca, punteando las palabras, Mark añadió:
—Es casi tanto como lo que consigues de una vieja película de Bogart. ¡Pura, dulce, cultura! Leonard Bernstein dirige la orquesta sinfónica de Londres y los Rolling Stones en una deslumbrante exhibición de ¡cultura! Pura, dulce, cultura. Amigos, esta noche tenemos un debate entre los Trabajadores Agrícolas Unidos y veintidós amas de casa enloquecidas por el hambre armadas con cuchillos de carnicero. Es cultura. P-u-r-a, d-u-l-c-e, c-u-l-t-u-r-a.
«Dios mío, pensó Harvey, me gustaría grabar eso y reproducirlo durante una de las malditas reuniones del consejo ejecutivo en la emisora». Harvey se recostó, disfrutando de aquel instante. Dentro de poco tendría que regresar a casa para cenar, volvería a Loretta, Andy y Kipling, y al hogar que amaba pero cuyo precio era tan condenadamente elevado.
El viento Santa Ana, cálido y seco, soplaba todavía de uno a otro lado de la depresión de Los Angeles. Harvey conducía con las ventanillas abiertas, la chaqueta amontonada en el asiento contiguo y la corbata encima del montón. Los faros revelaban a veces las laderas verdes de las colinas entre árboles desnudos y palmeras. Sumido en la total oscuridad veraniega del febrero californiano, Harvey estaba abstraído mientras conducía. Tarareaba la canción de Mark. «Un día, pensó, un día me las ingeniaré para introducir una cinta en el sistema de hilo musical, de modo que el setenta y cinco por ciento de los empleados y directivos de Los Angeles y Beverly Hills tendrán que escucharla». Sólo se concentraba a medias en la carretera, entregado a pensamientos aislados que se desvanecían cuando algún coche delante de él reducía la velocidad y surgía como una ola el brillo de las luces de frenado.
Al llegar a lo alto de la colina giró a la derecha en dirección a Mulholland, después realizó otro giro a la derecha, hacia Benedict Canyon, y descendió ligeramente para dirigirse en línea recta a Fox. Fox Lañe formaba parte del conjunto de calles curvas y cortas entre casas construidas quince años atrás. Una de ellas pertenecía a Harvey, y era una cortesía de la Caja de Ahorros y Préstamos de Pasadena. Más abajo, siguiendo Benedict Canyon, se encontraba el desvío que conducía a Cielo Drive, donde Charlie Manson había demostrado al mundo que la civilización no es ni eterna ni segura. Después de aquella horrible mañana de domingo en 1969, se habían agotado las existencias de armas y perros guardianes en Beverly Hills. Los pedidos de pistolas tardaban semanas en servirse. Y desde entonces, a pesar de la pistola, la escopeta y el perro de Harvey, Loretta quería mudarse, deseosa de seguridad.
El hogar de Harvey era una gran casa blanca con tejado verde, precedida de una franja de césped bien cuidado, un árbol corpulento y un pequeño porche. Su valor de reventa era considerable, pues aunque se trataba de la casa menos cara, Harvey sabía bien que este último extremo es relativo.
Su casa tenía un camino de acceso convencional, no una gran senda circular como la casa de enfrente. Harvey dobló la esquina con rapidez, aminoró la marcha en el camino de acceso y abrió la puerta del garaje desde el interior del coche mediante un aparato electrónico. La puerta se abrió un instante antes de que llegara a ella, con una sincronización perfecta, y Harvey se anotó mentalmente un tanto. La puerta del garaje se cerró tras él, y permaneció un momento sentado en medio de la oscuridad. A Harvey no le gustaba conducir en horas punta, y lo hacía dos veces al día casi todos los días de su vida. Pensó que era un buen momento para darse una ducha. Bajó del vehículo, salió del garaje y desando el camino hacia la puerta de la cocina.
—Eh, Harv —gritó alguien con voz de barítono.
—¿Sí? —respondió Harvey. Era Gordie Vanee, el vecino de la izquierda, y se acercaba cruzando su césped y arrastrando su rastrillo. Se apoyó en la valla y Harvey le imitó, pensando mientras lo hacía en las caricaturas de amas de casa que cuchichean de esa manera. Pero a Loretta no le gustaba Marie Vanee, y de todos modos nunca se le ocurriría apoyarse en una valla—. ¿Qué hay, Gordie? ¿Cómo van las cosas en el banco?
La sonrisa de Gordie fluctuó.
—Van tirando. En cualquier caso, no creo que tengas ganas de una charla sobre la inflación. Oye, ¿tienes libre el fin de semana? Pensé que podríamos llevar a los chicos de excursión a la nieve.
—Chico, eso es estupendo. —Nieve limpia, pensó Harvey. Era difícil de creer que a menos de una hora de distancia, en las montañas cercanas a Los Angeles, había nieve espesa y un viento silvestre que soplaba entre la vegetación siempre verde, mientras ellos estaban allí, en mangas de camisa y en la oscuridad—. Pero no creo que pueda, Gordie. Voy a tener trabajo. —«O así lo espero, por Cristo», dijo para sus adentros—. Será mejor que no cuentes conmigo.
—¿Y qué me dices de Andy? Pensé que podría venir como jefe de patrulla.
—Es un poco joven para eso…
—No creas, tiene experiencia. Algunos chicos vienen de excursión por primera vez. Andy nos sería útil.
—Claro, está arriba, haciendo los deberes. ¿Adónde iréis?
—A la cumbre Cloudburst.
Harvey se echó a reír. El observatorio de Tim Hamner no estaba lejos de allí, aunque Harvey nunca lo había visto. Durante sus excursiones había pasado cerca, por lo menos una docena de veces.
Los dos vecinos comentaron los detalles. Con el viento Santa Ana la nieve se fundiría excepto en las cumbres más altas, pero sin duda habría nieve en las laderas septentrionales. Una docena de muchachos exploradores y Gordie. Parecía divertido, y lo era. Harvey meneó la cabeza con pesar.
—¿Sabes, Gordie? Cuando yo era chico la excursión a Cloudburst necesitaba una buena semana, porque no había carreteras. Ahora podemos ir en una hora. Es el progreso.
—Sí, pero también tiene sus ventajas. Gracias al progreso podemos ir allí y no perder el trabajo.
—Claro. Cuánto me gustaría ir. —Cuando llegaran arriba, tras una hora de viaje, buscaran un lugar adecuado, sacaran las cosas de las mochilas y levantaran el campamento, buscaran leña húmeda y lograran hacerla arder, y encendieran sus hornillos portátiles, los alimentos congelados les sabrían como siempre deliciosos. Y el café a media noche, bajo un refugio a resguardo del viento y escuchando el sonido de este por encima… Pero todo aquello no valía un cometa—. Siento mucho tener que quedarme.
—No te preocupes. Hablaré con Andy. ¿Querrás encargarte de preparar su equipo?
—Desde luego.
Lo que Gordie quería decir era: «No dejes que Loretta prepare la mochila de tu hijo. Ya es bastante duro ir de excursión a esas alturas sin todos los cachivaches que le hace llevar. Botellas de agua caliente, mantas adicionales, una vez incluso llevaba un despertador».
Harvey tuvo que volver al coche para recoger la chaqueta y la corbata. Cuando salió del garaje tomó otra dirección, pasando por el jardín trasero. Había pensado preguntarle a Gordie: «¿Qué te parecería llamar a tu banco “Banco de Gordo y Tertulia de Señoras”?». Pero por la expresión del rostro de Gordie cuando le mencionó el banco, prefirió dejarlo correr. Sin duda su vecino tenía algún problema personal relacionado con su trabajo.
Andy estaba en el jardín trasero, al otro lado de la piscina, jugando a baloncesto en solitario. Randall permaneció inmóvil, observándole. En un tiempo mínimo, en lo que debía haber sido un año pero parecía una semana, Andy había pasado de ser un chiquillo a… a una especie de figura leñosa, todo brazos, piernas y manos, largos huesos en equilibrio tras una pelota de baloncesto. Lanzó el balón con exquisito cuidado, brincó para cogerlo de rebote, hizo una finta y volvió a lanzar para marcar un tanto perfecto. Andy no sonrió, y se limitó a hacer un gesto de asentimiento con una grave satisfacción.
Harvey pensó que el chico no era malo.
Sus pantalones eran nuevos, pero no le llegaban a los tobillos. El próximo septiembre cumpliría quince años y ya podría ir a la escuela superior. Había pensado matricularle en la Escuela Juvenil de Harvard, que era la mejor de Los Angeles, pero aquel centro pedía una fortuna sólo por reservarle una plaza, y el especialista en ortodoncia quería unos miles de dólares en el acto y algunos más posteriormente. Andy estaba metido en un club de electrónica y no pasaría mucho tiempo antes de que quisiera tener un microordenador propio, cosa de la que nadie podría culparle, y… Randall entró sigilosamente en la casa, satisfecho de que Andy no se hubiera percatado de su presencia.
Un adolescente solía ser un bien. Podía trabajar en los campos, dirigir una yunta o hasta conducir un tractor. La presión podía ser compartida, traspasada a unos hombros más jóvenes. Y un hombre podía descansar.
En la papelera de la cocina había papel de envolver. Loretta había estado de compras otra vez. La Navidad se había convertido en una serie de cuentas por pagar, y aquellas facturas acabarían posándose en la mesa de Harvey, el cual ya había oído el informe radiado sobre las cotizaciones de bolsa. El mercado estaba bajo.
Loretta no estaba presente. Harvey entró en el gran vestuario al lado del baño, se desnudó y se metió en la ducha. El agua caliente le golpeó la nuca, llevándose la tensión. Su mente cambió de rumbo, y se imaginó como una masa de carne a la que daban masaje con presión hidráulica. Deseó que su mente cambiara realmente de rumbo.
Andy tiene conciencia. Sabe Dios que nunca he tratado de hacer que se sintiera culpable. Disciplina, sí. Castigos, de cara a la pared, incluso algún cachete, pero cuando se ha terminado, se ha terminado, sin que queden rastros de culpabilidad… De todos modos sabe lo que es la culpa. Si supiera lo que me cuesta en dinero y en años de vida, si supiera hasta qué punto influye en la manera en que me veo obligado a vivir, la mierda que tengo que soportar para conservar ese maldito trabajo y conseguir las pagas que nos mantienen a jiote… ¿Qué haría Andy si lo supiera? ¿Se iría de casa? ¿Conseguiría un empleo como barrendero en San Francisco para tratar de reembolsarme? No, no hay miedo de que llegue a saberlo.
Entre el ruido del agua oyó el sonido de una voz. Salió de su mundo interior y encontró a Loretta sonriente a través de la puerta de vidrio de la ducha.
—Hola. ¿Cómo ha ido? —preguntó, pero sus palabras eran inaudibles.
Harvey la saludó con la mano y ella lo tomó como una invitación. Observó cómo se desvestía lenta, lascivamente y se deslizaba apresuradamente a través de la puerta de vidrio para que el agua no saliera afuera… Y no era miércoles. Harvey la rodeó con sus brazos. El agua caía sobre los dos, y se besaron. Y no era miércoles.
—¿Cómo ha ido? —preguntó ella de nuevo.
Él había leído sus labios la primera vez, pero sin pensar que le preguntaba aquello. Ahora tenía que responder.
—Creo que lo harán.
—Claro, sería absurdo que se negaran. Si esperan demasiado, la CBS les quitará la idea.
—Tienes razón —convino él, consciente de que aquella charla ponía fin a la magia de la ducha orgiástica.
—¿No hay alguna forma de decirles lo estúpidos que son?
—No. —Harvey movió la rosca de la ducha y el agua cayó en forma de fina lluvia.
—¿Por qué no?
—Porque ya lo saben, porque no están jugando el mismo juego que nosotros.
—Todo depende de ti. Si insistes en hacerlo a tu manera, sólo por una vez…
El cabello de Loretta se oscurecía y mojaba bajo la ducha. Abrazó a su marido y le miró al rostro, buscando la expresión resuelta que significaría que le había convencido, que defendería sus principios y obligaría a sus superiores a enfrentarse con las consecuencias de sus errores.
—Sí, todo depende de mí, lo cual me convierte en el blanco perfecto si algo sale mal. Vuélvete y te frotaré la espalda.
Loretta se volvió. Harvey cogió el jabón. Los músculos de su rostro se distendieron, sus manos jabonosas trazaron dibujos en los resbaladizos contornos de la espalda de su esposa… lentamente, cada movimiento una caricia… pero estaba pensando. ¿No sabes lo que me harán? Nunca me despedirían, pero un día mi despacho es un cuarto para guardar las escobas, y al día siguiente la alfombra ha desaparecido. Luego mi teléfono no funciona. Y cuando no pueda más y me vaya, todo el mundo en la empresa habrá olvidado que existo. Y todavía dependemos de cada centavo que gano.
Siempre le había encantado la espalda de Loretta. Trató de concentrarse para sentir lujuria… pero no sintió nada.
Ella estaba interesada por el asunto desde el principio. Al fin y al cabo, se trata también de su vida. Sería injusto mantenerla al margen. Pero ella no comprenderla. ¡Puedo escamotearle a Mark el tema! Se beberá mi cerveza y hablará de cualquier otra cosa, si lo planeo bien. Pero no puedo hablar con Loretta de la misma manera… Lo que necesito es un trago.
Loretta le enjabonó la espalda, y luego se secaron mutuamente con las grandes toallas de baño. Ella todavía trataba de decirle cómo debía enfocar la situación en la emisora. Sabía que algo iba mal y, como solía hacer, le sondeaba, intentando comprender y ayudar.
Miríadas de órbitas más tarde, cuando los verdaderos humanos se extendían por un mundo sometido al rigor de una era glacial, el planeta negro se presentó de nuevo.
Ahora el cometa era más grande. Había crecido copo a copo aislado de nieve, a lo largo de mil millones de años, hasta medir siete kilómetros de un lado a otro. Pero ahora su superficie bullía en un baño de calor infrarrojo. Dentro de las capas del cometa, bolsas de hidrógeno y helio se vaporizaban y rezumaban a través de la corteza. El pequeño sol fue eclipsado. El disco negro cubrió un tercio del cielo, dejando escapar el calor de su nacimiento.
Luego pasó y retornó la calma.
El cometa se había recuperado de su paso anterior. ¿Qué son los siglos y milenios en el halo de los cometas? Pero el tiempo había llegado por fin a este cometa. El gigante negro lo había detenido al pasar por su órbita.
Lentamente, impulsado por el débil tirón de la gravedad solar, empezó a caer hacia el torbellino.