Sé el primero en tu manzana que ayude a paralizar la red de energía eléctrica del nordeste.
El Otro East Village se enorgullece en anunciar el primer apagón anual de los Hombres Lobo, fijado para las tres de la tarde del miércoles, 19 de agosto de 1970. Pongamos a prueba el sistema una vez más. Conecta todos los aparatos eléctricos que estén a tu alcance. Ayuda a las compañías que producen y distribuyen la energía eléctrica a mejorar sus balances consumiendo tanto como puedas. E incluso entonces busca la manera de consumir un poco más. Conecta, en especial, calentadores eléctricos, tostadores, aparatos de aire acondicionado y cualquier otro aparato de un consumo elevado. Si los refrigeradores se conectan al máximo, dejando las puertas abiertas, pueden enfriar un piso grande con facilidad. Tras toda una tarde de alegre consumo a tope, nos reuniremos.
El Otro East Village (publicación underground). Julio de 1970
En un día claro el panorama se extendía sin límites. Desde su posición ventajosa en el piso superior del Proyecto Nuclear San Joaquín, el supervisor local Barry Price tenía una vista excelente del vasto terreno en forma de plato romboidal que en otro tiempo había sido un mar interior y ahora era el centro de la industria agrícola californiana. El valle de San Joaquín se extendía 320 kilómetros al norte y 50 al sur. El complejo incompleto de energía nuclear se alzaba en una pequeña elevación de seis metros por encima del valle totalmente llano, y era la colina más alta a la vista.
Incluso a aquella hora temprana se oía el fragor de una actividad industrial. Los obreros que construían el complejo trabajaban durante toda la noche, en tres turnos completos, los sábados y domingos, y si Barry Price hubiera tenido autoridad para ello habrían trabajado también en Navidad y Año Nuevo. Trabajando a este ritmo, habían terminado el reactor número uno y avanzado bastante en el número dos, mientras otros obreros iniciaban las excavaciones para emplazar los números tres y cuatro. Pero aquel apresuramiento no servía de nada. El número uno estaba terminado, pero los tribunales y los abogados no permitían que se pusiera en marcha.
La mesa de trabajo de Barry Price estaba llena de papeles. El supervisor llevaba el pelo muy corto y un bigote fino como el filo de una navaja. Vestía lo que su exesposa había denominado su uniforme de ingeniero: pantalones color caqui, camisa y chaqueta también caqui y ambas con hombreras. De su cinturón pendía una calculadora de bolsillo (en otro tiempo había sido una regla de cálculo), llevaba lápices en los bolsillos de la camisa y un cuaderno de notas en el de la chaqueta. En ocasiones obligadas —como sucedía cada vez con más frecuencia con las presentaciones ante el tribunal, el informe de sus actuaciones ante el alcalde de Los Angeles y sus concejales encargados del agua y la energía, los testimonios ante el Congreso y la Comisión Reguladora Nuclear o la legislatura del Estado— se ponía a desgana un traje de franela gris y corbata. Pero cuando estaba en el césped de su hogar se ponía de nuevo, aliviado, sus ropas de trabajo, y le molestaba en grado sumo tener que cambiarse si venían visitantes.
Su taza de café estaba vacía, y aquella era su última excusa. Conectó el intercomunicador.
—Dolores, pueden pasar esos bomberos que vienen a visitarnos.
—Aún no están aquí —dijo la interpelada.
Era un respiro momentáneo. Volvió a enfrascarse en sus papeles, asqueado por lo que estaba haciendo. Mientras trabajaba se decía a sí mismo: «Soy un ingeniero, maldita sea. Si hubiera querido dedicar todo mi tiempo a informes legales o a sentarme en una sala de justicia, habría sido abogado, o un asesino de masas».
Lamentaba haber aceptado aquel trabajo cada vez más. Él era un técnico en sistemas energéticos, y muy bueno además. Lo había demostrado al convertirse en el supervisor de planta más joven en la Edison de Pennsylvania y al lograr el funcionamiento de la central nuclear de Milford con la mayor eficacia y el mejor récord de seguridad en el país. Y había querido aquel puesto, estar al frente de San Joaquín y poner la planta en marcha, con sus cuatro mil megavatios de limpia energía eléctrica cuando el proyecto se hubiera completado. Pero su trabajo consistía en construir, actuar, no en explicar. La maquinaria era lo suyo, y aún lo eran más los obreros de la construcción, los operarios eléctricos, los instaladores de líneas y los trabajadores del patio de maniobras. Su entusiasmo por la energía nuclear era contagioso y se extendía a todos cuantos trabajaban para él… ¿Y qué?, pensó con amargura. Ahora tenía que dedicar todo su tiempo a tareas burocráticas.
Entró Dolores, con más memorándums urgentes a los que había que responder. Cada uno de ellos requería la pericia de un especialista en relaciones públicas, y procedía de alguna persona lo bastante importante para exigir el tiempo del ingeniero supervisor. Barry levantó la pila de memorándums y documentos que la mujer había depositado en la bandeja de «pendiente».
—Mira cuánta basura —le dijo—. Hasta el último de estos papeles es cosa de los políticos.
Ella le guiñó un ojo.
—Donde hay patrón no manda marinero.
Barry le devolvió el guiño.
—No es tan sencillo. ¿Quieres cenar conmigo?
—Claro.
Por la sonrisa de la muchacha, él notó la ilusión con que esperaba su encuentro. ¡Barry Price se acuesta con su secretaria! Supongo, pensó, que el Departamento se molestaría si llegara a saberlo. Al infierno con ellos.
Percibió la calma, aquel silencio enervante. El edificio debería zumbar con las tenues vibraciones de las turbinas y el sonido de los megavatios vertiéndose en la rejilla, alimentando la ciudad de Los Angeles y sus industrias. Pero no había nada. Allá abajo estaba el edificio rectangular que contenía las turbinas, hermosas máquinas, una alabanza a la ingenuidad humana, con un peso de centenares de toneladas y equilibradas hasta el microgramo, capaces de revolucionar a velocidades fantásticas sin vibrar en absoluto… ¿Por qué la gente no podía comprender? ¿Por qué no apreciaba todo el mundo la belleza de la maquinaria de precisión, su magnificencia?
—Animo —le dijo Dolores, leyendo sus pensamientos—. Los operarios están trabajando. Tal vez esta vez nos dejarán terminar.
—Eso sería toda una noticia, ¿verdad? Pero lo cierto es que preferiría que no lo fuera. Cuanta menos publicidad tenemos, mejor vamos. Es una idiotez.
Dolores asintió y se acercó a las ventanas. Su mirada recorrió el valle San Joaquín, hacia la lejana sierra del Temblor.
—Hay bastante neblina —comentó—. Uno de estos días…
—Sí —dijo Barry, animado por la idea. California meridional necesitaba energía, y debido a la escasez de gas natural, sólo quedaban las alternativas del carbón y la energía nuclear… y no había forma de evitar la niebla y la contaminación quemando carbón—. Nosotros tenemos el único procedimiento limpio. Y hemos ganado cada vez que el público ha ido a votar. Se diría que hasta los abogados y los políticos han comprendido el mensaje.
Barry sabía que estaba predicando a un converso, pero le aliviaba hablarle a alguien, a cualquiera, que estuviera de su lado y comprendiera.
Una lucecita se encendió en el intercomunicador y Dolores Sonrió a su jefe antes de salir apresuradamente para recibir a la delegación de la Junta estatal. Barry se preparó para otra larga jornada.
Era una hora punta en la mañana de Los Angeles: torrentes de coches en movimiento, el tenue olor de la neblina y los gases de escape a pesar del viento Santa Ana que había soplado la noche anterior, retazos de niebla matinal procedente de la costa que se disolvían a medida que avanzaban los vientos más cálidos del interior. Pero una hora punta por la mañana también tiene sus ventajas. Las autopistas estaban atestadas, pero los conductores no eran necesariamente idiotas. La mayoría hacían el mismo camino a la misma hora todos los días. Tenían experiencia. En los accesos nadie hacía adelantamientos absurdos para ganar unos metros, y en las salidas los automóviles parecían guardar turnos.
Eileen lo había observado en más de una ocasión. A pesar de su afición a los tebeos, que había hecho de los conductores californianos el hazmerreír de todo el mundo, en las autopistas eran mucho mejores que las gentes de cualquier otro lugar que ella hubiera visto, pues podían conducir con la atención dividida. También ella tenía experiencia.
Ahora las costumbres de Eileen apenas variaban. Dedicaba cinco minutos a una última taza de café antes de entrar en la autopista. Depositaba la taza en el pequeño anaquel que había conseguido en J. C. Whitney, y se cepillaba el cabello durante otros cinco minutos. En aquel momento ya estaba lo bastante despierta para hacer un trabajo efectivo. Necesitaba otra media hora para llegar a «Suministros para instalaciones sanitarias Corrigan», en Burbank, y durante ese tiempo podía despachar bastantes asuntos utilizando el dictáfono. Así mejoraba también su habilidad como conductora. Sin el dictáfono estaría tensa y nerviosa, y a cada atasco, por pequeño que fuera, sentiría una irremediable frustración.
—Martes. Habla con Corrigan sobre los filtros de agua —emitió el aparato—. Un par de clientes han instalado esos condenados aparatos sin saber que faltaban piezas. —Eileen hizo un gesto de asentimiento. Ya se había encargado del asunto y aplacado las iras de un tipo con aspecto de piloto de gabarra que resultó estar relacionado con uno de los más importantes urbanizadores del valle. Aquello era una prueba palpable de que nunca debe darse por concluida una operación sólo porque parezca una venta de un sólo artículo. Pulsó el botón y grabó—: Jueves. Ordena al almacén que verifiquen todos los filtros en existencia, que busquen los que carecen de tuercas Leed. Y envía una carta al fabricante. —Pulsó de nuevo el botón para escuchar lo que había grabado.
Eileen Susan Hancock tenía treinta y cuatro años. Era muy bonita, sin duda, pero ciertos ademanes disminuían el efecto de su belleza. Movía las manos en exceso y su forma de sonreír era demasiado abrupta, como si encendiera de pronto una bombilla. También su manera de andar dejaba mucho que desear: tendía siempre a dejar atrás a los demás. Alguien le dijo una vez que aquello era simbólico, que dejaba a la gente atrás tanto física como emocionalmente. No dijo «intelectualmente», y si lo hubiera hecho ella no lo habría creído, pero en gran parte era verdad. Había decidido ser algo más que una simple secretaria mucho antes de que existiera el movimiento proderechos de la mujer, y se las había arreglado para conseguirlo, a pesar de su responsabilidad para criar a un hermano menor.
Si alguna vez hablaba de la situación, se reía de lo trivial que resultaba. Una hermana mayor logra que su hermano pequeño vaya a la universidad, pero ella misma no puede ir. Colabora para que su hermano se case, pero ella permanece soltera. Pero la verdad era diferente. Eileen había detestado la universidad. Tal vez, pensaba a veces, aunque nunca se lo decía a nadie, una universidad realmente buena, un lugar donde le hagan a uno pensar, le habría entusiasmado. Pero sentarse en un aula mientras un profesor desganado explicaba un texto que ella ya había leído para enseñarle algo que ya sabía, había sido superior a sus fuerzas, y cuando abandonó los estudios universitarios no fue por razones económicas. En cuanto al matrimonio, no había nadie con quien pudiera vivir. Una vez lo había intentado, con un teniente de policía —al que le había puesto muy nervioso vivir con ella sin la oportuna licencia del Ayuntamiento— y lo que había sido una buena relación se deshizo en menos de un mes. Hubo otro hombre, pero estaba casado y no quería dejar a su mujer. Y un tercero, que se marchó al Este para realizar un trabajo que debía durar tres meses y no había terminado aún cuatro años después… Cuando pensaba en estas cosas, Eileen se decía que la culpa no era suya. Los hombres la llamaban «hipertiroidea» o decían que era «del tipo nervioso», según su educación y vocabulario, y la mayoría no intentaban mantenerse a su altura. Tenía un ingenio mordaz que utilizaba con demasiada frecuencia. Odiaba las conversaciones aburridas y hablaba con una rapidez excesiva. Por otra parte, su voz estaba dotada de un tono gutural debido a un consumo excesivo de cigarrillos.
Eileen recorría la misma ruta desde hacía ocho años. Tomaba la curva del cruce de cuatro niveles sin notarlo. Pero una vez, años antes, había lanzado el coche por aquella curva, abandonando la autopista por el siguiente carril de salida, y, tras estacionar el vehículo, había retrocedido para contemplar aquel laberinto formado por fideos de cemento armado. Dándose cuenta de que parecía una turista embobada, se había echado a reír, pero aun así había seguido contemplando el espectáculo.
—Miércoles —emitió el magnetófono—. Robin va a tratar de cerrar el trato con Marina. Si lo logra, seré ayudante del director general. Si no lo consigue, no hay posibilidad. Problema… —Las orejas y la garganta de Eileen habían enrojecido, y movía demasiado a menudo las manos sobre el volante, pero escuchó todo lo que decía su voz del miércoles—: Quiere acostarse conmigo, está claro que no todo han sido bromas y juegos de palabras. Si le paro los pies, ¿pondré en peligro la venta? ¿Voy a la cama con él para asegurar el trato? ¿O me pierdo algo bueno debido a las implicaciones?
—Oh, qué mierda —dijo Eileen entre dientes. Hizo retroceder la cinta y grabó sobre aquel segmento—: Todavía no he decidido si voy a aceptar la invitación a cenar de Robin Geston. Nota: debo podar adecuadamente esta cinta. ¿Qué pasaría si alguien robara el magnetófono? Recuerda a Nixon.
Con un gesto brusco, apagó el magnetofón.
Pero el problema seguía pendiente, y Eileen sentía un vivo resentimiento por hallarse en un mundo donde tenía esa clase de problemas. Pensó en lo que diría en la carta al maldito fabricante que había despachado los filtros sin cerciorarse de que tenían todas las piezas, y aquello le hizo sentirse mejor.
Anochecía en Siberia. La doctora Leonilla Alexandrovna Malik había terminado su jornada. Su último paciente había sido una niña de cuatro años, hija de un ingeniero del centro de desarrollo espacial en las inmensidades septentrionales de la Unión Soviética.
Era a mediados del invierno, y soplaba un frío viento del norte. En el exterior de la enfermería se amontonaba la nieve, e incluso dentro la doctora podía sentir aquel frío que odiaba. Había nacido en Leningrado, por lo que los inviernos rigurosos le eran familiares, pero alentaba la esperanza de que la transfiriesen a Baikunyar, o incluso a Kapustin Yar, en el mar Negro. Le molestaba tener que dedicarse a aquel trabajo, aunque, naturalmente, poco era lo que podía hacer al respecto. Por aquellos parajes no había demasiadas personas con experiencia pediátrica. De todos modos, era una lástima que todo su esfuerzo fuera sólo en aquella dirección. También se había entrenado como cosmonauta, y confiaba en que le asignaran una misión espacial.
Tal vez no tendría que esperar demasiado. Se decía que los americanos entrenaban ya a mujeres astronautas. Si parecía que los americanos iban a enviar una mujer al espacio, la Unión Soviética también lo haría, y con rapidez. El último experimento soviético con una mujer cosmonauta había sido un desastre. Leonilla se preguntaba si la mujer había tenido la culpa. Conocía a Valentina Tereskovna y al cosmonauta con el que se había casado, pero nunca hablaban de las causas que habían provocado la caída de su nave espacial, perdiendo así la oportunidad de que la Unión Soviética efectuara el primer acoplamiento espacial de la historia. Desde luego, pensó Leonilla, Valentina era mucho mayor. Aquel incidente había ocurrido en los primeros tiempos de la exploración espacial. Ahora las cosas eran diferentes. En cualquier caso, los cosmonautas tenían poco qué hacer. El control en tierra tomaba todas las decisiones importantes. A Leonilla le parecía que este sistema era bastante absurdo, y sus colegas cosmonautas, todos ellos masculinos, compartían esta opinión, pero no en voz alta.
Leonilla colocó el último de los instrumentos que había utilizado en el autoclave y preparó su maletín. Cosmonauta o no, era también médico, y llevaba las herramientas del oficio a dondequiera que fuese, por si alguien necesitaba sus cuidados. Se puso el gorro de piel y una pesada chaqueta de cuero. Se estremeció un poco al oír el sonido del viento en el exterior. En la estancia contigua una radio emitía noticias, y Leonilla se detuvo a escuchar cuando oyó una palabra clave.
Un cometa. Un nuevo cometa.
Se preguntó si existirían planes para explorarlo. Luego suspiró. Si había una misión espacial para estudiar el cometa, no la incluiría a ella. No tenía capacidad para esa misión. Podía ser piloto, médico, técnico en sistemas de salvamento, pero el campo de la astronomía no era el suyo. Una misión así sería adjudicada a Pieter, Basil o Sergei.
Era una verdadera lástima. Pero el acontecimiento era interesante. Un nuevo cometa.
Una plaga se extendía por la Tierra. Tres mil millones de años después de la formación del planeta se produjo una virulenta mutación, una forma de vida que utilizaba directamente la luz solar. La fuente energética más eficaz dio al mutante verde un vigor hiperactivo, feroz, y a medida que avanzaba para conquistar el mundo, emitía raudales de oxígeno que envenenaba el aire. El oxígeno puro abrasó los tejidos de la vida dominante en la Tierra, que sirvieron para fertilizar al mutante.
Aquel fue también un período desastroso para el cometa. El gigante negro se interpuso en su camino por primera vez. Un inmenso calor se había generado durante la formación del planeta, e irradiaría hacia las estrellas durante los siguientes mil millones de años. Un torrente de luz infrarroja hacía hervir el hidrógeno y el helio que envolvían al cometa. Luego pasó el intruso y volvió la calma. El cometa siguió navegando a través del frío y negro silencio, ahora un poco más ligero, moviéndose en una órbita levemente cambiada.