Se han marchitado los laureles de nuestro país y los meteoros hacen que se oculten de espanto las estrellas fijas en el cielo. La Luna, de pálido rostro, lanza resplandores sangrientos sobre la tierra, y los profetas de semblante escuálido cuchichean anuncios de cambios terribles. Signos son estos que presagian la muerte o la caída de los reyes.
William Shakespeare, El rey Ricardo II
El Mercedes azul ingresó en el amplio camino circular de la mansión de Beverly Hills exactamente a las seis y cinco. Era muy comprensible que Julia Sutter se quedara sorprendida.
—¡Dios mío, George, si es Tim! Y a la hora en punto.
George Sutter se aproximó a la ventana, donde estaba ella. Sí, aquel era el coche de Tim. Soltó un gruñido y volvió al bar. Las fiestas de su mujer eran siempre acontecimientos importantes, y él no comprendía que, después de varias semanas de cuidadosa preparación, Julia temiera tanto que nadie se presentase. Era una psicosis tan familiar que debería existir un nombre con que designarla.
Pero allí estaba Tim Hamner, y puntual. Aquello era extraño. La fortuna de Tim se remontaba a la tercera generación. Una fortuna antigua, según el criterio de Los Angeles, y una fortuna muy considerable. Tim sólo acudía a las fiestas cuando le apetecía.
El arquitecto de los Sutter había sido un entusiasta del hormigón. La casa tenía muros y ángulos cuadrados, y en los jardines había estanques de formas irregulares, suavemente curvadas. No era una arquitectura extraña para Beverly Hills, pero sorprendía a los visitantes del Este. A la derecha había un chalet en el estilo tradicional de Monterrey, de estuco blanco y rojos tejados, y a la izquierda un castillo normando trasplantado a California como por arte de magia. La mansión de los Sutter estaba situada a una buena distancia de la calle, de modo que parecía divorciada de las altas palmeras que los prohombres municipales habían decretado para aquella zona de Beverly Hills. Un largo camino curvo conducía a la casa. En el porche, ocho diligentes jóvenes, con chaquetas rojas, se ocupaban del aparcamiento.
Hamner dejó el motor en marcha y bajó del coche. Sonó el dispositivo que advertía de que había dejado puesta la llave de contacto. De ordinario, Tim habría soltado una maldición, pero esta vez ni se dio cuenta. Sus ojos tenían una expresión soñadora. Dio unas palmaditas en el bolsillo de la chaqueta y luego deslizó la mano en su interior. El joven encargado del aparcamiento vaciló. Normalmente, la gente no daba propina hasta que se iba. Hamner echó a andar, con su expresión soñadora, y el muchacho se marchó con el vehículo.
Hamner volvió la cabeza para mirar a los jóvenes de las chaquetas rojas y se preguntó si alguno de ellos estaría interesado por la astronomía. Casi siempre eran estudiantes de la UCLA o la Universidad de Loyola. Tal vez… Decidió que no, aunque de mala gana, y entró en la casa, llevándose de vez en cuando la mano al bolsillo para hacer crujir el telegrama entre sus dedos.
Las grandes puertas dobles daban a una enorme área que abarcaba toda la casa. Amplios arcos, bordeados de ladrillo rojo, separaban la entrada del resto de la casa: una mera sugerencia de paredes entre estancias. El suelo, continuo en todo el amplio espacio, estaba compuesto por baldosas marrones con brillantes dibujos incrustados. De más de doscientos invitados que se esperaban, menos de una docena se agrupaban cerca del bar. Su conversación era animada y alegre, en un tono más alto de lo necesario. Parecían aislados en aquel espacio vacío, sólo ocupado por todas aquellas mesas con velas y manteles lujosos. Había casi tantos sirvientes uniformados como invitados. Hamner no observó nada de esto. Estaba acostumbrado a ello desde niño.
Julia Sutter se apartó del pequeño grupo de invitados y se acercó rápidamente a él. La piel que rodeaba sus ojos estaba tensa, pues se había sometido a una operación de cirugía estética y el rostro parecía más joven que las manos. Hizo ademán de besar a Tim, pero apenas le rozó la mejilla.
—¡Tim, cuánto me alegro de verte! —exclamó, y en seguida observó la radiante sonrisa de él. Retrocedió un poco y entornó los ojos—. Por Dios, Tim, ¿qué has estado fumando? —le preguntó en un tono de fingida inquietud que encubría una preocupación real.
Tim Hamner era alto y huesudo. Apenas un indicio de barriga rompía la estilización de sus líneas. Su largo rostro parecía hecho a propósito para reflejar melancolía. La familia de su madre había sido propietaria de un negocio muy rentable que ofrecía servicios de inhumación y depósito de cadáveres, y aquello se notaba. Pero aquella noche su rostro ostentaba la mejor de sus sonrisas, y había una extraña luz en sus ojos.
—¡El cometa Hamner-Brown!
Julia le miró fijamente.
—¿Cómo dices?
Aquello no tenía sentido. Los cometas no se fuman. Trató de descifrar las palabras de Tim mientras dirigía una mirada a su marido para ver si ya estaba tomando la segunda copa, y luego otra a la puerta. Se preguntó cuándo llegarían los demás. Las invitaciones habían sido explícitas. Los invitados importantes solían llegar temprano y no podían quedarse hasta muy tarde…
Oyó el ruido de un potente vehículo en el exterior y, a través de las estrechas ventanas que enmarcaban la puerta, vio a media docena de personas que bajaban de una limusina negra. Tim tendría que cuidar de sí mismo. Julia le dio unas palmaditas en el brazo al tiempo que decía:
—Eso está muy bien, Timmy. ¿Quieres perdonarme, por favor?
Le dirigió una sonrisa cálida pero apresurada y se marchó.
Si aquello molestó a Tim, no hubo signo alguno que lo mostrara. Se dirigió al bar, lentamente, mientras Julia iba a recibir a su invitado más importante, el senador Jellison, con todo su séquito. El senador siempre llevaba a alguien consigo, tanto familiares como ayudantes administrativos. Cuando Tim llegó al bar, su sonrisa seguía siendo resplandeciente.
—Buenas noches, señor Hamner.
—Buenas son, en efecto. Esta noche ando sobre nubes rosas. Felicítame, Rodrigo. ¡Van a darle mi nombre a un cometa!
Michael Rodríguez, que estaba colocando vasos detrás de la barra, estuvo a punto de dejar caer uno.
—¿Un cometa?
—Exactamente. El cometa Hamner-Brown. Se acerca, Rodrigo, puedes verlo… Será alrededor de junio, semana más o menos.
Hamner se sacó el telegrama del bolsillo y lo abrió con un solo movimiento rápido de la mano.
—No lo veremos desde Los Angeles —dijo Rodríguez, riendo—. ¿Qué le sirvo esta noche?
—Whisky con hielo. Puede que lo veas. Podría ser tan grande como el cometa Halley.
Hamner cogió el vaso y miró a su alrededor. Había un grupo alrededor de George Sutter. Aquella aglomeración atrajo a Tim como un imán. Agarró el telegrama con una mano y el vaso con la otra, mientras Julia iba presentando a los recién llegados.
El cuerpo del senador Arthur Clay Jellison era una especie de mole, más musculoso que grueso. Era voluminoso, alegre y tenía espesos cabellos blancos. Resultaba muy fotogénico, y la mitad de la población del país le hubiera reconocido. Su voz sonaba exactamente como en la televisión, resonante, envolvente, de modo que cualquier cosa que dijera adquiría una misteriosa importancia.
Maureen Jellison, la hija del senador, tenía largos cabellos rojizos y la piel muy blanca. Su belleza habría intimidado a Tim en cualquier otra velada. Pero aquella noche no.
Por fin Julia Sutter se dirigió de nuevo a él.
—¿Qué me decías acerca de un…?
—¡El cometa Hamner-Brown! —exclamó Tim mostrando el telegrama—. ¡El observatorio de Kitt Peak ha confirmado mi observación! ¡Es un cometa auténtico, mi cometa, y van a ponerle mi nombre!
Maureen Jellison enarcó ligeramente las cejas. George Sutter vació su vaso antes de hacer la pregunta elemental:
—¿Quién es ese Brown?
Hamner se encogió de hombros. Un poco del líquido de su vaso, todavía sin probar, se derramó sobre la alfombra, y Julia frunció el ceño.
—Nadie ha oído jamás hablar de él —explicó Tim—, pero la Unión Astronómica Internacional afirma que su observación del cometa ha sido simultánea.
—En ese caso, lo que posees es la mitad de un cometa —dijo George Sutter.
Tim se echó a reír con toda naturalidad.
—El día que poseas medio cometa, George, te compraré todos esos bonos que tanto te empeñas en venderme. Y te pagaré todo lo que bebas por la noche.
Terminó su whisky de un par de tragos, en el mismo momento que perdía a su audiencia. George volvía al bar. Julia tomaba al senador Jellison del brazo y le conducía al encuentro de nuevos invitados, seguidos de cerca por los ayudantes administrativos del político.
—Medio cometa es mucho —dijo Maureen Jellison, la única que no se había movido. Tim Hamner se volvió hacia ella—. Dime, ¿cómo puedes ver algo a través de esa atmósfera tan contaminada?
Por el tono de su voz y la expresión de su rostro parecía interesada. Podría haberse marchado con su padre, pero allí estaba. Tim sentía el calorcillo del licor en la garganta y el estómago. Empezó a hablar a la muchacha de su observatorio en la montaña, que estaba a muchos kilómetros después del monte Wilson, pero lo bastante alejado, en las montañas de Los Angeles, para que las luces de Pasadena no estropearan la visión. Allí tenía víveres y un ayudante, y pasaba las noches de meses enteros observando el cielo, siguiendo la trayectoria de asteroides conocidos y de las lunas exteriores, haciendo que su vista y su memoria se familiarizasen con el territorio estelar, buscando siempre el punto luminoso que no debería estar allí, la anomalía que…
Maureen Jellison tenía la mirada inequívocamente vidriosa, y Tim se interrumpió.
—Oye, ¿no te estoy aburriendo? —le preguntó.
—No, no —se apresuró ella a responder—. Perdona. Ha sido sólo… una idea que me ha pasado por la cabeza.
—Sé que a veces me entusiasmo demasiado.
Ella sonrió y meneó la cabeza, haciendo ondear su magnífica cabellera rojiza.
—No, de veras me interesa lo que dices. Papá es miembro del subcomité financiero para la ciencia y la astronáutica. Le gusta la ciencia pura, y me ha contagiado sus preferencias. Estaba pensando que… Eres un hombre que sabe lo que quiere y lo ha encontrado. —De súbito se puso muy seria y añadió—: No son muchos los que pueden decir lo mismo.
Tim se rió, azorado. Todavía no estaba acostumbrado al éxito.
—¿Qué puedo hacer para que se repita ese elogio?
—Eso es, exactamente —replicó ella—. ¿Qué ocurre cuando uno se ha paseado por la luna y luego, de repente, cancelan el programa espacial?
—Pues… no lo sé. Creo que a veces tienen problemas…
—No te preocupes por eso —dijo Maureen—. Ahora estás en la luna. Disfrútalo.
El viento cálido y seco conocido como Santa Ana barrió las colinas de Los Angeles, limpiando a la ciudad de humo y niebla. Al caer la tarde, las luces titilaron con una brillantez desusada. Los ocupantes del Coronado verde que corría con las ventanillas abiertas disfrutaban del agradable clima veraniego en pleno enero. Eran Harvey Randall y su esposa Loretta. Cuando llegaron a la casa de Sutter, Harvey entregó el coche al sirviente de chaqueta roja y aguardó, mientras Loretta componía su sonrisa, antes de cruzar las grandes puertas de entrada.
Les esperaba la habitual escena multitudinaria de una fiesta en Beverly Hills. Un centenar de personas diseminadas entre las mesitas y otro centenar dividido en grupos. En un ángulo, unos mariachis tocaban una alegre música de fondo, y el cantante, a pesar de que no tenía micrófono, se desenvolvía bastante bien, informando a todo el mundo sobre el estado de su corazón. Los recién llegados saludaron a sus anfitriones y se separaron. Loretta encontró en seguida alguien con quien conversar, y Harvey localizó el bar buscando la mayor aglomeración de gente. Recogió dos gintonics mientras fragmentos de conversación rebotaban a su alrededor.
—Le tenemos prohibido que pise la alfombra blanca, y él obedece. El otro día tenía al gato inmovilizado en medio de la alfombra y él recorría su perímetro una y otra vez, como un centinela…
—… una chica preciosa sentada delante de mí, en el avión. Un verdadero bombón, aunque todo lo que podía verle era la cabellera y la parte posterior de la cabeza. Estaba pensando en la manera de entrar en contacto con ella cuando se volvió y dijo: «¡Tío Pete! ¿Qué estás haciendo aquí?».
—… ¡Ya lo creo que es una gran ayuda! Cuando llamo y digo que soy el concejal Robbins, todos los caminos se allanan. Ni uno de mis clientes ha perdido una buena opción desde que el alcalde me nombró.
Aquellos retazos de conversación se quedaban grabados en la mente de Harvey Randall. No podía evitar prestarles atención, ni tampoco quería evitarlo: era una deformación profesional, propia de su trabajo en una emisora de televisión. La gente le fascinaba. Le hubiera gustado saber las reacciones que aquellas frases despertaban en otras mentes.
Miró a su alrededor, en busca de Loretta, pero ella era demasiado baja para destacar entre aquella muchedumbre. En cambio vio la cabeza de Brenda Tey, inconfundible por su peinado alto y el color del pelo, de un rojo anaranjado poco convincente. Era la mujer que había hablado con Loretta antes de que Harvey se dirigiera al bar, y él empezó a abrirse camino entre el mar de brazos que sostenían vasos con bebidas.
—¡Veinte mil millones de dólares y todo lo que conseguimos es un montón de piedras! —oyó decir a alguien—. Esos cohetes inmensos no son más que miles de millones tirados al agua. ¿Por qué gastar todo ese dinero en aventuras espaciales cuando podríamos ser…?
—No digas tonterías —le interrumpió Harvey.
George Sutter se volvió, sorprendido.
—Oh, hola, Harv. Ocurrirá lo mismo con esa lanzadera espacial, ni más ni menos. Dinero y más dinero tirado por la ventana.
—Está usted muy equivocado —terció una voz clara, dulce y penetrante, que interrumpió la perorata de George, reclamando atención. George se detuvo a mitad de la frase.
Harvey descubrió a una pelirroja espectacular, con un atrevido vestido de noche verde, que sostuvo su mirada e hizo que él la apartara primero.
—¿Está usted de acuerdo en que dice tonterías? —preguntó Harvey sonriente.
—He dicho, con un poco más de tacto, que está equivocado —replicó ella, devolviéndole la sonrisa. Entonces volvió al ataque—: Señor Sutter, la NASA no invirtió el dinero del Apolo en maquinaria, sino que pagamos la investigación para construirla, y todavía tenemos los resultados. El conocimiento no se tira al agua. En cuanto a la lanzadera espacial, es el precio por llegar allí donde realmente podemos aprender cosas, y en este aspecto no puede considerarse un precio excesivo…
Un pecho y un hombro de mujer se restregaron juguetonamente contra el brazo de Harvey. No podía ser otra que Loretta, y lo era, en efecto. Él le ofreció la bebida. Su propio vaso estaba semivacío. Cuando Loretta empezó a hablar, Harvey le hizo un gesto para que se callara, un poco más rudamente de lo que solía, e ignoró la expresión de protesta de la mujer.
La pelirroja conocía sus posibilidades. Si el razonamiento sutil y la lógica bastaban para vencer en una discusión, ella vencía. Pero tenía muchos más recursos: atraía las miradas de todos los hombres y tenía un lento acento sureño que infundía importancia a cada palabra, y una voz tan pura y musical que toda interrupción parecía fuera de lugar.
La desigual contienda finalizó cuando George descubrió que su vaso estaba vacío y, con visible alivio, se dirigió al bar. Sonriendo con expresión de triunfo, la muchacha se volvió hacia Harvey, y él la felicitó con un movimiento de cabeza.
—Soy Harvey Randall. Le presento a mi esposa, Loretta.
—Maureen Jellison. Es un placer. —Frunció ligeramente el ceño—. Ahora recuerdo. Usted fue el último reportero estadounidense en Camboya. —Estrechó las manos que le tendían Harvey y Loretta—. ¿No derribaron allí su helicóptero?
—Sí, dos veces —dijo Loretta con orgullo—. Harvey sacó al piloto, un muchacho de la Fuerza Aérea. Las líneas enemigas cubrían casi cien kilómetros.
Maureen asintió gravemente. Era quince años más joven que los Randall, y parecía muy dueña de sí misma.
—Y ahora está aquí. ¿Son de esta región?
—Yo sí —dijo Harvey—. Loretta es de Detroit…
—De Grosse Pointe —terció Loretta de manera automática.
—… pero yo nací en Los Angeles. —Harvey nunca podía decir la verdad exacta cuando se refería a Loretta—. La verdad es que los naturales de la región somos escasos.
—¿Y ahora a qué se dedica? —preguntó Maureen.
—Documentales. Noticiarios, principalmente.
—Ya sé quién es usted —dijo Loretta con cierto tono admirativo—. Acabo de conocer a su padre, el senador Jellison.
—Así es. —Maureen pareció pensativa, y luego mostró una amplia sonrisa—. Oiga, si usted se dedica a difundir noticias, hay alguien a quien debe conocer. Se llama Tim Hamner.
Harvey frunció el ceño. El nombre le era familiar, pero no lograba situarlo.
—¿Por qué?
—¿Hamner? —preguntó Loretta a su vez—. ¿Un hombre joven que sonríe de una manera inquietante? —Se echó a reír—. Parece un adolescente que ha empinado un poco el codo. No deja hablar a nadie. Posee medio cometa.
—Ese es él —dijo Maureen. Su sonrisa hizo que Loretta sintiera que formaba parte de una conspiración.
—También posee mucho jabón —dijo Harvey.
Ahora fue Maureen quien pareció desconcertada.
—Acabo de recordarlo —explicó Harvey—. Ese muchacho heredó la empresa de jabones Kalva.
—Puede ser, pero está más orgulloso del cometa —dijo Maureen—. No le culpo de ello. Mi querido y viejo padre pudo haber llegado a presidente de la nación en una oportunidad, pero jamás estuvo cerca del descubrimiento de un cometa. —Recorrió la estancia con la mirada hasta que descubrió a su objetivo—. El hombre alto que lleva un traje blanco y marrón. Lo conocerá por su sonrisa. Acérquese a él y se lo dirá todo.
Harvey notó que Loretta le tiraba del brazo, y a regañadientes se apartó de Maureen. Cuando volvió la cabeza, alguien se había llevado a la muchacha. Fue a buscar otras dos copas.
Como de costumbre, Harvey Randall bebió en exceso y se preguntó por qué asistía a las fiestas. En el fondo conocía la respuesta: para Loretta constituían una forma de participar en la vida de su marido. A ella no le gustaban los viajes de Harvey para recoger datos. El único intento de llevarla de excursión con su hijo había sido un desastre. Cuando iba con él para el rodaje de exteriores quería alojarse en los mejores hoteles, y cuando acudía a los pequeños bares y lugares de encuentro preferidos por Harvey, le costaba mucho ocultar su desagrado.
Pero Loretta se encontraba a gusto en fiestas como aquella. Sí, aquella fiesta había sido especialmente grata. Incluso logró sostener una conversación privada con el senador Jellison. Harvey la dejó con el senador y fue en busca de más bebida.
—Poca ginebra, Rodríguez, por favor.
El camarero sonrió y mezcló el brebaje sin hacer ningún comentario. Harvey permaneció de pie con los vasos en las manos. Tim Hamner estaba solo en una de las mesitas. Miraba a Harvey, pero su expresión era nebulosa y no veía nada. Su sonrisa parecía congelada. Harvey cruzó la estancia y se dejó caer en la otra silla, ante la mesa de Tim.
—¿El señor Hamner? Soy Harvey Randall. Maureen Jellison me ha dicho que debo llamarle «cometa».
El rostro de Hamner se iluminó. Su sonrisa pareció ensancharse más, si eso era posible. Se sacó un telegrama del bolsillo y lo agitó.
—¡Correcto! La observación ha sido confirmada esta tarde. Es el cometa Hamner-Brown.
—No vaya tan deprisa, que no le sigo.
—¿Ella no le ha dicho nada? ¡Bien! Soy Tim Hamner, astrónomo. Bueno, no soy profesional, pero mi equipo sí lo es. Y de todos modos me dedico a eso. Soy astrónomo aficionado. Hace una semana descubrí una mancha luminosa no lejos de Neptuno. Una luz muy débil, pero no tenía que estar allí. Seguí observándola y comprobé que se movía. La estudié durante el tiempo suficiente para asegurarme, y luego redacté un informe. Es un cometa nuevo. Kitt Peak acaba de confirmarlo. La Unión Astronómica Internacional le pone mi nombre… y el de Brown.
Por un instante, la envidia sacudió con violencia a Harvey Randall. Fue una sensación fugaz que desapareció con la misma rapidez. Él hizo que desapareciera, empujándola al fondo de su mente, donde más tarde pudiera recogerla y analizarla. Estaba avergonzado. Pero sin aquella sensación, su primera pregunta hubiera sido más discreta.
—¿Quién es Brown?
La expresión de Hamner no varió.
—Gavin Brown es un muchacho de Centerville, Iowa. Él mismo montó su telescopio. Comunicó el descubrimiento del cometa al mismo tiempo que yo. La Unión Astronómica lo considera una observación simultánea. Si no hubiera esperado para asegurarme… —Hamner se encogió de hombros y prosiguió—: Llamé a Brown esta tarde. Le he enviado un pasaje de avión, pues quiero verle. No quería venir, hasta que le prometí enseñarle el observatorio solar en el monte Wilson. ¡Eso es lo único que en realidad le interesa! ¡Manchas solares! ¡Descubrió el cometa por casualidad!
—¿Cuándo veremos ese cometa? —preguntó Harvey—. Mejor dicho, ¿será visible?
—Es demasiado pronto para decirlo. Espere un mes. Siga las noticias.
—Yo no tengo que seguir las noticias, sino encontrarlas. Y esto podría ser una noticia. Dígame más.
Hamner estaba deseoso de decirle cuanto quisiera. Habló y habló, mientras Harvey asentía con una sonrisa cada vez más ancha. ¡Magnífico! No era necesario saber lo que significaban todas aquellas palabras para comprender que el equipo era caro, y probablemente fotogénico, por añadidura. Un equipo costoso y complicado. El chico con una aguja curvada por anzuelo y una vara de mimbre por caña había capturado un pez tan gordo como el millonario.
—Señor Hamner, si este cometa mereciese que le dediquemos un documental…
—Sí, es posible. El descubrimiento podría ser importante. Hasta qué punto tienen importancia los astrónomos aficionados…
¡Había mordido el anzuelo!
—Lo que iba a preguntarle es si, en el caso de que podamos hacer un documental sobre el cometa, la firma de jabones Kalva estaría dispuesta a patrocinarlo.
El cambio que se operó en Hamner fue sutil pero evidente. Al instante Harvey sospesó la opinión que aquel hombre le merecía. Hamner tenía mucha experiencia con las personas que iban detrás de su dinero. Podía ser un exaltado, pero no era tonto.
—Dígame, señor Randall, ¿no hizo usted aquel programa sobre el glaciar de Alaska?
—Llámeme Harvey. Sí, en efecto.
—Fue malísimo.
—Desde luego —convino Harvey—. El patrocinador insistió en dirigir el asunto. Se hizo con el control, lo mantuvo y así salieron las cosas. Yo no he heredado la mayor parte de las acciones de una gran empresa.
Al infierno contigo, señor Timothy Cometa Hamner, se dijo Harvey para sus adentros.
—Yo sí los he heredado. Y valdría la pena hacerlo… Usted también realizó el documental sobre la presa de la Puerta del Infierno, ¿no es así?
—En efecto.
—Ese sí que me gustó.
—A mí también.
—Bien. —Hamner meneó la cabeza varias veces—. Mire, podría valer la pena patrocinar este documental. Aunque el cometa nunca llegue a ser visible, a pesar de que yo creo que lo será. Dios sabe lo que gastan del presupuesto publicitario patrocinando basura que nadie quiere ver. Por el mismo precio, se podría contar algo interesante. Harvey, su vaso está vacío.
Fueron al bar. La fiesta estaba decayendo con rapidez. Los Jellison se disponían a marcharse, pero Loretta había encontrado a alguien más con quien conversar. Harvey reconoció a un concejal que había tratado de conseguir que su emisora dedicara el programa a un parque que constituía su principal objetivo. Probablemente pensaba que Loretta influiría en Harvey —lo cual era correcto— y que Harvey influiría en la programación de la red y de su emisora en Los Angeles, lo cual era risible.
Rodríguez estaba ocupado en aquel momento, y los dos hombres permanecieron junto al bar.
—Hay toda clase de nuevo y excelente instrumental para el estudio de los cometas —dijo Hamner—, incluido un gran telescopio orbital utilizado una sola vez, para el Kahoutek. Los científicos de todo el mundo querrán saber en qué difieren los cometas, en qué se diferencia el Kahoutek del Hamner-Brown. Aquí mismo hay muchos científicos, los de la Universidad Tecnológica de California y los astrónomos planetarios del JPL. Todos quieren saber más sobre el planeta Hamner-Brown.
Aquel nombre, Hamner-Brown, resonaba en su boca. Era evidente que a Tim Hamner le encantaba.
—Verá —siguió diciendo el astrónomo—, los cometas no son sólo objetos que se encuentran a una gran altura. Son restos de la enorme nube gaseosa que formó el sistema solar. Si pudiéramos averiguar algo positivo sobre los cometas, tal vez enviando una sonda espacial, tendríamos más datos de cómo era la nube primitiva de gas y polvo antes de que se condensara y formara el Sol, los planetas, los satélites y todo lo demás.
—Pero usted está sobrio… —dijo Harvey con asombro.
Aquella observación sorprendió a Hamner, pero no tardó en echarse a reír.
—Tenía la intención de emborracharme para celebrar el acontecimiento, pero creo que he pasado el tiempo hablando en vez de beber.
Rodríguez se acercó y puso dos vasos ante ellos. Hamner alzó el suyo, en un gesto de brindis.
—El brillo de sus ojos me hizo suponer que estaba bebido —dijo Harvey—, pero cuanto dice usted tiene mucho sentido. Dudo que podamos lograr el lanzamiento de una sonda espacial, pero qué diablos, podríamos intentarlo. Sin embargo, una empresa así supondría más que el simple rodaje de un documental. Oiga, ¿hay auténticas posibilidades? Quiero decir si podríamos enviar una sonda al cometa, porque yo conozco algunas personas en la industria aeroespacial y…
Y eso sería material noticiable de primera, pensó Harvey. Ya empezaba a barajar los nombres de sus posibles colaboradores. Charlie Bascomb estaba disponible para rodar…
—Jellison también estaría interesado —dijo Hamner—. Pero mire, Harv, yo sé mucho de cometas, aunque no tanto como usted cree. De momento, todo son suposiciones. Faltan varios meses hasta que el cometa llegue al perihelio. Es el punto más cercano al sol —añadió rápidamente—, lo cual no es lo mismo que el punto más cercano a la tierra…
—¿A qué distancia pasará? —preguntó Harvey.
Hamner se encogió de hombros.
—Todavía no he analizado la órbita. Puede que pase cerca. En cualquier caso, el Hamner-Brown se moverá con rapidez cuando rodee al sol. Habrá recorrido toda la distancia desde el halo, más allá de Plutón, y es una larga distancia. Comprenda que yo no voy a calcular realmente la órbita. Tendré que esperar a que lo hagan los profesionales, lo mismo que usted.
Harvey asintió. Los dos hombres alzaron sus vasos y bebieron.
—Pero me gusta la idea —dijo Hamner—. Las iniciativas científicas para estudiar el Hamner-Brown van a ser muy grandes, y no iría mal reforzar la idea con la ayuda del gran público. Me gusta.
—Como es natural —dijo Harvey cautelosamente— deberán disponer de un compromiso firme de patrocinio antes de ponerme a trabajar en el asunto. ¿Está seguro de que le interesaría a Jabones Kalva? El programa podría atraer a una gran audiencia… pero también podría darse el caso contrario.
Hamner asintió.
—Con el cometa Kahoutek se quemaron. Nadie quiere ser defraudado de nuevo.
—Así es.
—Claro que puede contar con Jabones Kalva. Hagamos comprender por qué es tan importante estudiar los cometas aun cuando no sea posible verlos. Porque yo puedo prometer el patrocinio, pero lo que no puedo prometer es que se presente el cometa. Tal vez sea totalmente invisible. No le diga a la gente nada más que eso.
—Tengo una reputación porque los hechos que ofrezco son ciertos.
—Cuando su patrocinador no interviene —dijo Hamner.
—Incluso entonces, los hechos que divulgo son ciertos.
—Bien. Pero de momento no hay hechos. El cometa Hamner-Brown es bastante grande. Tiene que serlo, pues de lo contrario no habría podido verlo a una distancia tan enorme. Y parece que se acerca mucho al sol. Hay una posibilidad de que sea espectacular, pero la verdad es que resulta imposible saberlo. La cola podría extenderse mucho o simplemente desaparecer. Eso depende del cometa.
—Ya, ya —dijo Harvey—. Oiga, ¿puede usted nombrarme a un solo reportero que perdiese su reputación a causa del Kahoutek? —Hizo un gesto de asentimiento mientras el otro le miraba perplejo—. ¿Lo ve? Ninguno. El público culpó a los astrónomos por exagerar tanto el fenómeno, pero nadie echó la culpa a los periodistas.
—¿Por qué habían de hacerlo? Ustedes se limitaban a repetir lo que decían los astrónomos.
—Sí —convino Harvey— pero no siempre: citábamos a los que decían cosas interesantes. Imagine que efectuamos dos entrevistas. Un hombre dice que el Kahoutek será el cometa más grande jamás visto. Otro dice que sí, que será un cometa, pero que tal vez no sea visible sin unas gafas especiales. ¿Adivina qué entrevista aparecerá en el noticiario de las seis?
Hamner se echó a reír y luego se llevó el vaso a los labios. Estaba apurando la bebida cuando se acercó Julia Sutter.
—¿Estás ocupado, Tim? —le preguntó. Y sin aguardar respuesta añadió—: Tu primo Barry está haciendo tonterías en la cocina. ¿Podrías intentar enviarlo a casa?
La mujer hablaba en voz baja y tono perentorio. Harvey la detestaba. Se preguntó si Hamner estaba sobrio y si recordaría lo que habían hablado a la mañana siguiente.
—En seguida estoy contigo, Julia —dijo Hamner, apartándose de ella para volver a Harvey—. Quiero que quede muy claro: nuestra serie sobre el cometa Hamner-Brown va a ser ante todo sincera, aunque nos expongamos a críticas. Jabones Kalva puede permitírselo. ¿Cuándo quiere comenzar?
Harvey pensó que, después de todo, tal vez había un poco de justicia en el mundo.
—En seguida, Tim. Quiero rodar algunas escenas con usted y Gavin Brown en el monte Wilson. Y oír los comentarios de ese muchacho cuando usted le muestre sus instalaciones.
Hamner acogió con una sonrisa las palabras del periodista. Aquello le gustaba.
—Muy bien. Le llamaré mañana.
Loretta dormía apaciblemente en la otra cama.
Harvey había pasado bastante tiempo con la vista fija en el techo. Conocía aquella sensación. Tendría que levantarse.
Se levantó y preparó un gran tazón de cacao que llevó a su estudio. Kipling, el perro, le saludó meneando alegremente la cola, y Harvey frotó distraído las orejas del pastor alemán, mientras abría las cortinas. Al fondo la ciudad de Los Angeles estaba envuelta en una semioscuridad. El viento Santa Ana se había llevado la niebla y el humo. Las autopistas eran ríos de luz en movimiento incluso en una hora tan avanzada. Otras grandes vías urbanas estaban señaladas por una cuadrícula luminosa cuya brillantez amarillo anaranjada Harvey percibió por primera vez. Según Hamner, aquellas luces dificultaban mucho la visión en el observatorio del monte Wilson.
La extensión de la ciudad era interminable. Altos y sombríos bloques de pisos, rectángulos azules de piscinas aún iluminadas, automóviles, brillantes luces destellantes que parpadeaban a intervalos, el helicóptero de la policía municipal. Harvey se apartó de la ventana y fue hasta la mesa, cogió un libro y lo dejó, rascó las orejas del perro y, con mucho cuidado, puesto que no confiaba en la rapidez de sus movimientos, depositó el tazón de cacao sobre la mesa.
Nunca había tenido dificultades para dormir en la montaña, cuando acampaba. En cuanto oscurecía, se metía en el saco de dormir y lo hacía a pierna suelta toda la noche. Solamente en la ciudad sufría de insomnio. Durante años había tratado de combatir aquel problema yaciendo rígidamente boca arriba. En las noches de insomnio se levantaba y permanecía en estado de vigilia todo el tiempo necesario, hasta que empezaba a rondarle el sueño. El miércoles era el único día en que no solía tener dificultades para dormir. Era el día en que hacía el amor con Loretta. Una vez, muchos años atrás, Harvey había tratado de alterar aquella costumbre. Sí, Loretta acudía a su cama un lunes por la noche, pero no siempre y nunca por la tarde, cuando había luz. Por otra parte, en martes o sábado no resultaba tan agradable, porque sabían que el miércoles era su día amoroso, el día en que estaban dispuestos… Y con el tiempo la costumbre se había afirmado como cemento armado.
Harvey desechó estos pensamientos y se concentró en su buena suerte. Hamner había hablado en serio. Haría el documental. Reflexionó en los problemas que surgirían. Necesitarían un experto en fotografía con luz insuficiente; probablemente fotografiar al cometa requeriría largo tiempo. Sería divertido. Tendría que darle las gracias a Maureen Jellison por haberle puesto en contacto con Hamner. Buena chica. Era más auténtica que la mayoría de mujeres que Harvey había conocido. Qué pena que Loretta estuviera presente cuando conversaban…
Apenas fue consciente de este último pensamiento, puesto que lo rechazó rápidamente. Era un hábito que había desarrollado tiempo atrás. Conocía a demasiados hombres que estaban convencidos de que detestaban a sus esposas, cuando lo cierto era que no les desagradaban en absoluto. La hierba no siempre era más verde al otro lado de la valla. Aquella era una lección que había aprendido de sus padres y que nunca había olvidado. Su padre fue arquitecto y constructor, siempre cercano a la alta sociedad de Hollywood, pero nunca pudo lograr los grandes contratos que le hubieran enriquecido. Sin embargo había asistido a muchísimas fiestas de Hollywood. Bert Randall también tuvo tiempo para llevarse a Harvey a las montañas, y en aquellas largas acampadas hablaba a su hijo de productores, estrellas y guionistas que gastaban más de lo que ganaban y se fabricaban ilusiones que nunca podrían satisfacer.
—No pueden ser felices —decía Bert Randall—. Siempre están pensando en que la mujer de otro es mejor en la cama, o que luce más en las fiestas, y se convencen a sí mismos de que lo creen. Toda esta maldita ciudad ha llegado a creer en sus propios corresponsales de prensa, y nadie puede vivir con arreglo a esos sueños.
Y todo ello era cierto. Los sueños podían ser peligrosos. Era mejor concentrarse en lo que uno tenía. Y lo que él tenía, pensó Harvey, era mucho. Un buen trabajo, una gran casa, una piscina…
Nada de eso te ha salido gratis, le dijo una maliciosa vocecita interior, y en cuanto a tu trabajo, no puedes hacer en él lo que te parezca.
Harvey no quiso escucharla.
Los cometas no estaban solos en el halo.
Remolinos locales cercanos al centro del torbellino —aquella amalgama de gases que giraba velozmente y que al fin se contrajo para formar el sol— se hablan condensado y constituido los planetas. El inmenso calor de la estrella recién formada había desgarrado las cubiertas gaseosas de los más próximos, dejando trozos de roca fundida y hierro. Otros mundos más alejados hablan permanecido como grandes bolas de gas a las que los hombres, al cabo de mil millones de años, darían los nombres de sus dioses. También hablan existido remolinos muy distantes del eje del remolino.
Uno de ellos había formado un planeta del tamaño de Saturno, y todavía estaba haciendo acopio de masa. Sus anillos eran anchos y hermosos bajo la luz estelar. Las tormentas agitaban su superficie, pues la energía de su contracción mantenía al centro extremadamente caliente. Su enorme órbita estaba inclinada casi verticalmente con respecto al plano del sistema interno, y su imponente recorrido a través del halo de cometas tardó millares de años en completarse.
En ocasiones un cometa se desviaba, acercándose demasiado al gigantesco planeta negro, y desaparecía entre los anillos o la atmósfera cuyo espesor era de millares de kilómetros. A veces, aquella tremenda masa arrancaba un cometa de su órbita y lo lanzaba al espacio interestelar, donde se perdía para siempre. Y otras veces el planeta negro hacia caer un cometa en el torbellino y el fuego infernal de su sistema interno.
Las miríadas de cometas que hablan sobrevivido a la ignición del sol se movían en órbitas lentas y estables. Pero cuando pasó el gigante negro, las órbitas se convirtieron en un caos. Los cometas que calan en el torbellino podían retornar parcialmente vaporizados y caer de nuevo, una y otra vez, hasta que no quedaba nada más que una nube de piedras. Pero muchos no regresaron jamás.