Era la una de la madrugada. Ella se había bañado. Salió del baño con una bata blanca y descalza, el pelo envuelto en una toalla, de modo que sus proporciones pasaron a ser de pronto completamente distintas.
—Tienen incluso esos trozos de papel cruzados encima del water —dijo—. Y equipo para lavarse los dientes envuelto en celofán.
Ella se echó a dormitar en la cama y él en el sofá, y ella en una ocasión dijo: «Me gustaría hacerlo, pero no es posible», y él contestó que cuando a uno le pegaban una patada donde Fawn se la había pegado a él, la libido solía inmovilizarse un poco. Ella le habló de su maestro (el señor Maldito Worthington, le llamaba) y «su intento de vida respetable», y del niño que le había dado por cortesía. Habló de sus terribles padres y de Ricardo y de lo miserable que era y de lo que le había amado, y de que una chica del bar del Constellation la había aconsejado que le envenenase con codeso y que al día siguiente de haber estado a punto de matarle de una paliza, le echó una «dosis enorme» en el café. Pero quizás no le hubieran dado el material exacto, dijo, porque todo lo que pasó fue que Ricardo estuvo varios días malo y «sólo habría algo peor que Ricardo sano, y era Ricardo al borde de la muerte». Explicó que otra vez había llegado a clavarle realmente un cuchillo cuando él estaba en el baño, pero que Ricardo se había limitado a ponerse una venda y a darle otra paliza.
Explicó que cuando Ricardo desapareció, ella y Charlie Mariscal se negaron a aceptar que estuviera muerto y montaron una campaña Ricardo Vive, según su propia expresión, y Charlie fue e importunó a su padre, todo exactamente como él se lo había contado a Jerry. Le explicó que había cogido su mochila y había bajado hasta Bangkok, y se había encaminado allí directamente a la suite que tenía China Airsea en el Erawan, con el propósito de tirarle de las barbas a Tiu, y se había encontrado cara a cara con Ko, al que sólo había visto antes en una ocasión, muy brevemente, en una fiesta de Hong Kong que daba una tal Sally Cale, una machorra que llevaba el pelo teñido de azul y estaba metida en el comercio de antigüedades y en el tráfico de heroína al mismo tiempo. Y describió también la escena que siguió, después de que Ko le ordenase salir inmediatamente de allí, y que concluyó «siguiendo todo su curso natural», tal como ella lo expresó alegremente: «Un paso más en la ruta inevitable de Lizzie Worthington hacia la perdición». Y así, lenta y tortuosamente, bajo la presión del padre de Charlie Mariscal y «también bajo la de Lizzie, podríamos decir», elaboraron un contrato muy chino, cuyos principales signatarios fueron Ko y el padre de Charlie, y las mercancías a intercambiar fueron, por una parte Ricardo y por otra su compañera, recientemente retirada, Lizzie.
En cuyo mencionado contrato, pudo saber Jerry sin demasiada sorpresa, tanto ella como Ricardo convinieron de buen grado.
—Deberías haber dejado que se pudriera —dijo Jerry, recordando los dos anillos de la mano derecha de Ricardo y el Ford hecho pedazos.
Pero Lizzie no veía las cosas de ese modo por entonces; ni ahora.
—Era uno de los nuestros —dijo—. Aunque fuese un cerdo.
Y tras comprar su vida, Lizzie se sintió liberada de Ricardo.
—Los chinos no se plantean ningún problema para casarse. ¿Por qué no iban a hacerlo entonces Drake y Liese?
¿Qué era aquel asunto de Liese?, se preguntó Jerry. ¿Por qué Liese en lugar de Lizzie?
No lo sabía. Algo de lo que Drake no hablaba, dijo. Había habido, según le explicó, una Liese en su vida. Y su adivino le había prometido que un día tendría otra, y había pensado que Lizzie se parecía bastante, así que hicieron un pequeño cambio y ella pasó a llamarse Liese; y, metidos en faena, redujo también su apellido a un simple Worth.
El cambio de nombre tenía además un objetivo práctico, explicó. Tras escogerle un nuevo nombre, Ko se tomó la molestia de hacer que desapareciera la ficha policial de la anterior.
—Hasta que aparece ese cerdo de Mellon y dice que volverán a ficharme, mencionando en especial los pases de heroína que hice para él —dijo Lizzie.
Lo que les llevó de nuevo a donde estaban. Y por qué.
Para Jerry, sus soñolientas divagaciones tenían a veces la calma del postcoito. Estaba tendido en el diván, medio despierto, pero Lizzie hablaba entre sueño y sueño, reanudando cansinamente la historia donde la había dejado al quedarse dormida, y Jerry sabía hasta qué punto ella le estaba diciendo la verdad porque no había ya nada de ella que él no conociese y entendiese. Se daba cuenta también de que, con el tiempo, Ko se había convertido en un ancla para ella. Le proporcionaba la autoridad desde la cual podía examinar su odisea, de forma parecida al maestro.
—Drake no ha roto una promesa en su vida —dijo una vez, mientras se volvía y se hundía de nuevo en un inquieto sueño. Jerry recordó a la huérfana: no me engañes nunca.
Horas, vidas después, Lizzie despertó sobresaltada por un gemido extasiado de la habitación contigua.
—¡Dios santo! —exclamó apreciativamente—. ¡Qué barbaridad!
Se repitió el grito. «¡Vaya! Está fingiendo». Silencio.
—¿Estés despierto? —preguntó.
—Sí.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Mañana?
—Sí.
—No sé —dijo él.
—Incorpórate al club —murmuró ella, y pareció caer dormida otra vez.
Necesito una nueva sesión informativa de Sarratt, pensó Jerry. Me hace mucha falta. Podría hacer una llamada al limbo a Craw, pensó. Pedirle al buen amigo George un poco de esa filosofía que se dedica a repartir últimamente. Debe andar por ahí. En algún sitio.
Smiley estaba por allí, pero en aquel momento, no podría haber ayudado en nada a Jerry. Habría cambiado toda su sabiduría por un poco de comprensión. En el pabellón de aislamiento no había horas de noche y se tumbaban u holgazaneaban bajo las luces del techo, los tres primos y Sam a un lado de la habitación, Smiley y Guillam al otro, y Fawn paseaba de arriba abajo ante la hilera de butacas de cine, como un animal enjaulado y furioso, apretando lo que parecía una pelota de frontón en cada pequeño puño. Tenía los labios amoratados e hinchados y un ojo cerrado. Tenía también debajo de la nariz un coágulo de sangre que se negaba a desaparecer. Guillam tenía el brazo derecho vendado y sujeto al hombro y no apartaba la vista de Smiley. Pero nadie la apartaba de Smiley, o mejor dicho todos miraban a Smiley salvo Fawn. Sonó un teléfono, pero era la sala de comunicaciones de arriba; comunicaron que Bangkok había informado que se había rastreado la ruta de Jerry con seguridad hasta Vientiane.
—Diles que eso se acabó, Murphy —ordenó Martello, sin dejar de mirar a Smiley—. Diles cualquier cosa. Pero quítatelos de encima. ¿No, George?
Smiley asintió.
—Sí —dijo Guillam, con firmeza, hablando por Smiley.
—Eso ya está resuelto, querido —dijo Murphy al teléfono.
Lo de querido resultaba una sorpresa. Murphy no había mostrado hasta entonces en ningún momento tales indicios de ternura humana.
—¿Quieres transmitir el mensaje o quieres que lo haga yo por ti? No nos interesa ya, ¿entendido? Olvídalo.
Y colgó.
—Rockhurst ha encontrado el coche de la chica —dijo Guillam por segunda vez, mientras Smiley seguía mirando fijamente al frente—. En un aparcamiento subterráneo de Central. Hay un coche de alquiler también allí. Lo alquiló Westerby. Con su nombre de trabajo. ¿George?
Smiley asintió tan levemente que se diría era sólo un gesto para sacudirse el sueño.
—Al menos él está haciendo algo, George —dijo Martello con aspereza, desde el fondo de la habitación, donde formaba un pequeño grupo con Collins y sus silenciosos ayudantes—. Algunos piensan que con un elefante salvaje lo mejor es liquidarlo.
—Primero hay que encontrarlo —masculló Guillam, que tenía los nervios a flor de piel.
—Ni siquiera estoy convencido de que George quiera hacer eso, Peter —dijo Martello, tomando de nuevo su estilo paternal—. Creo que George no quiere considerar esto detenidamente, con grave peligro para nuestra común empresa.
—¿Pero qué quieres que haga George? —dijo Guillam con aspereza—. ¿Salir a la calle y ponerse a pasear hasta que lo encuentre? ¿Hacer que Rockhurst facilite su nombre y una descripción y lo haga circular para que todos los periodistas de la ciudad sepan que estamos de cacería?
Smiley seguía encogido e inerte como un viejo junto a Guillam.
—Westerby es un profesional —insistió Guillam—. No es un agente nato, pero es bueno. Puede estar escondido meses en una ciudad como ésta sin que Rockhurst logre dar con él.
—¿Ni siquiera con la chica detrás? —dijo Murphy.
Pese a su brazo en cabestrillo, Guillam se inclinó hacia Smiley.
—La operación es nuestra —murmuró con ansiedad—. Si tú dices que tenemos que esperar, esperaremos. Basta con que des la orden. Todo lo que quiere esta gente es una excusa para tomar el mando. Cualquier cosa es preferible a un vacío. Cualquier cosa.
Fawn, que seguía paseando ante las butacas de cine, emitió un sarcástico murmullo.
—Hablar, hablar, hablar. Eso es lo único que saben hacer.
Martello lo intentó de nuevo.
—George. ¿Esta isla es inglesa o no lo es? Vosotros podéis poner la ciudad patas arriba cuando queráis —señaló una pared sin ventanas—. Hay ahí un hombre, un agente vuestro, que parece dispuesto a armarla. Nelson Ko es la mejor presa, la más importante que tú y yo podemos conseguir. Es lo más importante de mi carrera, y por eso, soy capaz de arriesgar a mi mujer, a mi abuela, y los títulos de propiedad de mi plantación; éste también es el caso más importante de tu carrera.
—No se acepta la puesta —dijo Sam Collins, el jugador, con una sonrisa.
Martello siguió atacando.
—¿Vamos a permitir que nos roben esto, George, quedándonos aquí de brazos cruzados preguntándonos unos a otros cómo fue que Jesucristo nació el día de Navidad y no el veintiséis o veintisiete de diciembre?
Smiley miró al fin a Martello, luego miró a Guillam, que seguía a su lado, los hombros hacia atrás por el cabestrillo; por último, bajó la vista y contempló sus propias manos unidas y durante un rato, temporalmente sin contenido, se estudió a sí mismo mentalmente y repasó su persecución de Karla, a quien Ann llamaba su grial negro. Pensó en Ann y en sus repetidas traiciones en nombre de su propio grial, al que ella llamaba amor. Recordó cómo había intentado, contradiciendo su propio criterio, compartir el credo de Ann, y renovarlo días tras día como un verdadero amante, pese a las anárquicas interpretaciones que Ann hacía de su significado. Pensó en Haydon, al que Karla empujó hacia Ann. Pensó en Jerry y en la chica y pensó en el marido de la chica, en Peter Worthington, y en el aire perruno de parentesco que Worthington le había transmitido, cuando le fue a ver a la casa de Islington: «Tú y yo somos los que ellas dejan atrás», era el mensaje.
Pensó en los otros inciertos amores de Jerry a lo largo de su desordenada vida, pensó en las facturas medio pagadas que el Circus había tenido que cubrir por él, y en que habría sido fácil incluir a Lizzie con ellas como una más; pero no podía hacerlo. Él no era Sam Collins, y no le cabía la menor duda de que lo que Jerry sentía por la chica en aquel momento era una causa que Ann habría abrazado ardientemente. Pero no era Ann tampoco. Durante un cruel instante, sin embargo, allí sentado, inmovilizado aún por la indecisión, se preguntó sinceramente si Ann tendría razón, y su lucha se habría convertido tan solo en un viaje personal más entre las bestias y los villanos de su propia incapacidad, en la que implacablemente envolvía a mentalidades simplistas como la de Jerry.
Estás equivocado, amigo. No sé cómo, no sé por qué, pero estás equivocado.
El que yo esté equivocado, le había contestado en una ocasión a Ann, en medio de una de sus interminables discusiones, no significa que tú tengas razón.
Oyó de nuevo a Martello, hablando en tiempo presente.
—George, hay gente que espera con los brazos abiertos lo que podemos entregarles. Lo que Nelson puede entregarles.
Sonó el teléfono. Contestó Murphy y transmitió el mensaje a la silenciosa estancia.
—Línea directa desde el portaviones, señor. El servicio secreto de la Marina dice que los juncos siguen el curso previsto, señor. Viento sur favorable y buena pesca en ruta. Señor, ni siquiera creo que Nelson vaya con ellos. No veo por qué habría de hacerlo.
El foco de atención se centró bruscamente en Murphy, a quién jamás se le había oído expresar una opinión.
—¿Qué demonios quieres decir con eso, Murphy? —dijo Martello, completamente atónito—. ¿Te has vuelto adivino, hijo?
Señor, estuve esta mañana en el barco y esa gente tiene un montón de datos. No pueden entender que alguien que vive en Shanghai quiera salir por Swatow. Ellos lo harían de otra forma, señor. Irían en avión o en tren a Cantón y luego cogerían el autobús hasta Waichow, por ejemplo. Dicen que es muchísimo más seguro, señor.
—Ese es el pueblo de Nelson —dijo Smiley, y todas las cabezas se volvieron con viveza hacia él de nuevo—. Son su clan. Él prefiere estar con ellos en el mar, aunque sea más arriesgado. Confía en ellos.
Luego, se volvió a Guillam, y añadió:
—Haremos lo siguiente: dile a Rockhurst que distribuya una descripción de Westerby y de la chica. ¿Dices que alquiló un coche con su nombre de trabajo? ¿Utilizó su documentación de emergencia?
—Sí.
—¿Worrell?
—Sí.
—Entonces la policía anda buscando al señor y la señora Worrell, ingleses. No hay fotografías, y cerciórate de que las descripciones son lo bastante imprecisas para que nadie sospeche. Marty.
Martello era todo oídos.
—¿Sigue Ko en su barco? —preguntó Smiley.
—Allí está con Tiu, George.
—Existe la posibilidad de que Westerby quiera llegar hasta él. Vosotros tenéis un puesto de vigilancia fijo junto al muelle. Poned más hombres allí. Y que estén atentos a lo que pueda venir por atrás.
—¿Y qué tienen que vigilar?
—Por si hay problemas. Lo mismo digo en cuanto a la vigilancia de la casa de él. Dime… —se hundió un momento en sus pensamientos, pero Guillam no tenía por qué preocuparse—. Dime… ¿podéis simular algún fallo en la línea telefónica de casa de Ko?
Martello miró a Murphy.
—Señor, no tenemos el aparato a mano —dijo Murphy—. Pero supongo que podríamos…
—Entonces hay que cortarla —dijo sencillamente Smiley—. Hay que cortar todo el cable si es necesario. Investigad y hacedlo cerca de alguna obra.
Dadas las órdenes, Martello cruzó la habitación y se sentó junto a Smiley.
—Oye, George, de lo de mañana, vamos a ver. ¿Tú crees que podríamos, bueno, llevar un poquito de chatarra por sí acaso, también?
Guillam observaba muy atentamente el diálogo desde la mesa donde estaba telefoneando a Rockhurst. También Sam Collins observaba, desde el otro lado de la habitación.
—Al parecer —continuó Martello—, no hay modo de saber lo que puede hacer tu agente Westerby, George. Tenemos que estar preparados para cualquier emergencia, ¿no?
—Por supuesto, se puede tener a mano cualquier cosa. Pero cuando llegue el momento, si no te importa, dejaremos los planes de intercepción tal como están. Y la decisión me corresponderá a mí.
—Claro, George. Por supuesto —dijo hipócritamente Martello, y, con el mismo recato eclesial volvió de puntillas a su propio campo.
—¿Qué quería? —preguntó Guillam en voz baja, acuclillándose junto a Smiley—. ¿De qué intenta convencerte?
—No estoy dispuesto a aguantar esto, Peter —le advirtió Smiley, también en voz baja.
De pronto, parecía muy furioso.
—No quiero volver a oír comentarios de ese tipo —añadió—. No voy a tolerar tus ideas bizantinas de una conjura palaciega. Estas personas son huéspedes y aliados nuestros. Tengo un acuerdo escrito con ellos. Ya tenemos bastantes preocupaciones sin necesidad de esas fantasías grotescas y, te lo digo sinceramente, paranoicas. Ahora, por favor…
—¡Te aseguro! —empezó Guillam, pero Smiley le hizo callar.
—Quiero que localices a Craw. Vete a verle si hace falta. Quizás te venga bien el viaje. Cuéntale lo de Westerby. Él nos dirá inmediatamente si sabe algo de él. Sabrá qué hacer.
Fawn, que aún seguía paseando delante de la hilera de butacas, vio marcharse a Guillam mientras seguía apretando incansable lo que tenía dentro de los puños.
También en el mundo de Jerry eran las tres de la mañana, y la Madame le había encontrado una navaja de afeitar, pero no camisa nueva. Se había lavado y se había afeitado lo mejor posible, pero aún le dolía todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. Se plantó ante Lizzie, que seguía en la cama, y prometió estar de vuelta en un par de horas, pero dudaba incluso de que le hubiera oído. Si hubiese más periódicos que publicasen fotos de chicas en vez de noticias, recordó, el mundo sería mucho mejor de lo que es, señor Westerby.
Tomó pak-pais, sabiendo que estaban menos controlados por la policía. Y caminó también, y el caminar ayudó a su cuerpo y a su proceso místico de toma de decisiones, pues allá en el diván se le había hecho súbitamente imposible decidir. Necesitaba moverse para encontrar la dirección. Se dirigía a la bahía Deep Water, y sabía que era terreno peligroso. Ahora que andaba suelto él, estarían pegados a aquella lancha como sanguijuelas. Se preguntó a quién tendrían, qué estarían utilizando. Si se trataba de los primos, tendría que ver dónde había demasiada chatarra y demasiada gente. Llovía y temía que la lluvia despejase la niebla. Sobre él, la luna ya estaba parcialmente despejada, y mientras bajaba silencioso la ladera podía distinguir, a su pálida luz, los juncos más próximos que crujían y se balanceaban en el amarradero. Hay viento del sudeste y arrecia, pensó. Si es un puesto de observación fijo, habrán buscado un sitio alto y lo suficientemente seguro. En el promontorio que quedaba a su derecha, vio una furgoneta Mercedes bastante destartalada entre los árboles y la antena con las banderolas chinas. Esperó, viendo rodar la niebla, hasta que bajó un coche con las luces encendidas, y, en cuanto pasó, se lanzó a cruzar la carretera, sabiendo que ni con toda la chatarra del mundo podrían verle detrás de los faros. Al nivel del agua, la visibilidad se reducía a cero, y tuvo que ir tanteando para localizar la rechinante pasarela de madera que recordaba de su reconocimiento previo. Entonces descubrió lo que estaba buscando. La misma vieja desdentada sentada en su sampán, sonriéndole entre la niebla.
—Ko —murmuró—. Almirante Nelson. ¿Ko?
El eco de su cacareo llegó por encima del agua.
—¡Po Toi! —chilló—. ¡Tin Hau! ¡Po Toi!
—¿Hoy?
—¡Hoy!
—¿Mañana?
—¡Mañana!
Le echó un par de dólares y la risa de la vieja le siguió mientras se alejaba.
Yo tengo razón, Lizzie tiene razón, nosotros tenemos razón, pensó. Él irá al festival. Pensó que ojalá Lizzie no se moviese. Si despertaba, la creía capaz de salir.
Caminaba intentando borrar el dolor de la entrepierna y de la espalda. Hay que hacerlo poco a poco, pensaba. No a lo grande. Abordar las cosas según vienen. La niebla era como un pasillo que conducía a habitaciones distintas. En una ocasión, se encontró con un coche de inválido que subía por la acera mientras su propietario paseaba a su perro alsaciano. Luego, dos hombres en ropa deportiva realizando sus ejercicios matutinos. En un jardín público, unos niños le miraron desde un parterre de rododendros que parecían haber convertido en su hogar, pues tenían la ropa colgada de las ramas y ellos estaban tan desnudos como los muchachos refugiados de Phnom Penh.
Cuando regresó Lizzie estaba sentada, esperándole y tenía un aspecto horrible.
—No vuelvas a hacerme esto —le advirtió, cogiéndole del brazo cuando salían a buscar algo que desayunar y una embarcación—. No te vayas nunca sin avisarme.
Al principio, parecía no haber ni una embarcación disponible en Hong Kong para aquel día. Jerry no podía considerar siquiera los transbordadores grandes que iban a las islas próximas y que eran los que cogían los turistas. Sabía que el Rocker los tendría controlados. Se negó también a bajar a los muelles y a realizar investigaciones que pudiesen levantar sospechas.
Telefoneó a las empresas de taxis acuáticos que estaban en la guía y todo lo que tenían estaba alquilado o era demasiado pequeño para el viaje. Luego se acordó de Luigi Tan, que era una especie de mito en el Club de Corresponsales Extranjeros: Luigi podía conseguir cualquier cosa, desde un grupo coreano de baile a un billete de avión a precio rebajado, más de prisa que cualquier otro agente de la ciudad. Cogieron un taxi hasta el otro extremo de Wanchai, donde Luigi tenía su guarida; luego caminaron. Eran las ocho de la mañana, pero la cálida niebla aún no se había levantado. Los letreros apagados se alzaban en los estrechos jardincillos como amantes agotados: Happy Boy, Lucky Place, Americana. Los concurridos puestos de comida añadían sus cálidos aromas al hedor de los humos de la gasolina y al hollín. A través de fisuras de la pared, vislumbraban a veces un canal. «Cualquiera puede decirte donde encontrarme —le gustaba decir a Luigi Tan—. Pregunta por el grandullón de una sola pierna».
Le encontraron en su tienda, detrás del mostrador y alcanzaba justo a poder mirar por encima de él, un mestizo portugués vivaz y chiquitín, que en otros tiempos se había ganado la vida boxeando al estilo chino en los mugrientos barracones de Macao. La fachada de la tienda tenía unos dos metros de anchura. Los artículos eran motos nuevas y reliquias del antiguo China Service, que él llamaba antigüedades; daguerrotipos de damas con sombrero en marcos de carey, una astrosa caja de viaje, una bitácora de un cliper del opio. Luigi ya conocía a Jerry, pero le gustó muchísimo más Lizzie e insistió en que pasase delante para poder estudiar sus cuartos traseros mientras les hacía cruzar por debajo de un tendedero de ropa, hasta otro edificio pequeño con el letrero de «Privado» y en el que había tres sillas y un teléfono en el suelo. Luigi se acuclilló y se encogió hasta convertirse en una bola y se puso a hablar en chino por teléfono y en inglés para Lizzie. Era ya abuelo, dijo, pero muy viril, y tenía cuatro hijos, todos buenos. Hasta el número cuatro estaba ya fuera de casa. Todos buenos conductores, buenos trabajadores y buenos maridos. Además, le dijo también a Lizzie, tenía un Mercedes completo con estéreo.
—Puede que algún día te lleve en él —dijo.
Jerry se preguntó si ella se daba cuenta de que el viejo le estaba proponiendo matrimonio, o quizás un poco menos.
Y sí, Luigi creía que también tenía una embarcación.
Después de dos llamadas telefónicas, supo que tenía una embarcación, que él no prestaba más que a los amigos, a un coste nominal. Le pasó a Lizzie su caja de tarjetas de crédito para que contase el número de tarjetas que tenía y luego su cartera para que admirase las fotos de la familia, en una de las cuales se veía una langosta capturada por el hijo número cuatro el día de su reciente boda, aunque al hijo no se le veía en la foto.
—Po Toi mal sitio —dijo Luigi Tan a Lizzie, aún con el teléfono—. Sitio muy sucio. Mala mar, mal festival, mala comida. ¿Por qué quieres ir allí?
—Tin Hau, por supuesto —dijo Jerry pacientemente, contestando por ella—. Por el templo famoso y el festival.
Luigi Tan prefirió seguir hablando para Lizzie.
—Tú ir Lantau —aconsejó—. Lantau buena isla. Buena comida, buen pescado, buena gente. Yo les digo que tú vas Lantau, comer en casa de Charlie, Charlie amigo mío.
—Po Toi —dijo Jerry con firmeza.
—Po Toi muchísimo dinero.
—Tenemos muchísimo dinero —dijo Lizzie con una cordial sonrisa, y Luigi volvió a mirarla, contemplativamente, de arriba abajo.
—Puede yo vaya contigo —le dijo.
—No —dijo Jerry.
Luigi les llevó hasta la bahía Causeway y les acompañó hasta el sampán. La embarcación era una barca de motor de catorce pies, de lo más corriente, pero Jerry comprobó que era sólida y Luigi dijo que tenía una quilla profunda. Había un muchacho haraganeando a popa, metiendo los pies en el agua.
—Mi sobrino —dijo Luigi, acariciando el pelo al muchacho, muy orgulloso—. El tener madre en Lantau. Él llevaros Lantau, comer casa Charlie, pasarlo bien. Pagarme luego.
—Vamos, amigo —dijo Jerry pacientemente—. Por favor. No queremos ir a Lantau. Queremos ir a Po Toi. Sólo Po Toi. Po Toi o nada. Déjanos allí y vete.
—Po Toi mal tiempo. Mal festival. Mal sitio. Demasiado cerca aguas chinas. Mucho comunista.
—Po Toi o nada —dijo Jerry.
—Barca demasiado pequeña —dijo Luigi, e hizo falta todo el encanto de Lizzie para convencerle.
La tripulación se pasó otra hora preparando la embarcación y Jerry y Lizzie estuvieron sentados en el semicamarote, procurando mantenerse invisibles y bebiendo juiciosos tragos de Rémy Martin. Periódicamente, uno de los dos se hundía en un ensueño privado. Cuando lo hacía Lizzie, cruzaba los brazos y se balanceaba lentamente sobre el trasero, con la cabeza baja. Jerry, por su parte, se tiraba del mechón que le caía sobre la frente, y en una ocasión se tiró con tal fuerza que ella le tocó en el brazo para que lo dejara, y él se echó a reír.
Salieron del puerto casi sin darse cuenta.
—Procura que no nos vean —ordenó Jerry, y por razones de seguridad la rodeó con un brazo para mantenerla en el magro cobijo del camarote abierto.
El portaviones norteamericano se había desprendido de sus galas ornamentales y yacía gris y amenazador sobre el agua, como un cuchillo desenvainado. Al principio, siguieron con la misma calma pegajosa. En la costa, capas de niebla apelotonadas sobre los grises promontorios y columnas de pardo humo se deslizaban en un cielo blanco e inexpresivo. En el agua lisa, su embarcación parecía elevarse como un globo. Pero cuando salieron a mar abierto y se dirigieron hacia el este, las olas empezaron a chocar en los costados con fuerza suficiente para mover la embarcación; la proa crujía y se inclinaba, y tuvieron que sujetarse para mantenerse erguidos. Con la pequeña proa alzándose y arrastrándose como un caballo malo, pasaron ante grúas y almacenes y fábricas y ante los muñones de arrasadas laderas. Navegaban contra el viento y el agua les salpicaba por todas partes. El timonel iba riéndose y hablando a gritos con su compañero, y Jerry imaginó que se reían de aquellos ojirredondos chiflados que habían elegido para sus amores una bañera alquitranada como aquélla. Les pasó un gigantesco petrolero que ni siquiera parecía moverse; pardos juncos corrían en su estela. En los astilleros, donde estaba reparando un carguero, les hacían señas los blancos relampagueos de las pistolas de los soldadores por encima del agua. La risa de los marineros se disipó y empezaron a hablar razonablemente, porque estaban en el mar. Mirando hacia atrás entre las balanceantes masas de barcos de transporte, Jerry vio dibujarse lentamente la isla a lo lejos, cortada como en una meseta por una nube. Hong Kong dejaba de existir una vez más.
Pasaron otro cabo. Al embravecerse el mar, el crujir se hizo continuo y la nube que había sobre ellos descendió hasta que su base quedó sólo a unos metros por encima del mástil, y durante un rato permanecieron en este mundo más bajo e irreal, avanzando bajo la cobertura de su capa protectora. La niebla levantó de pronto y les dejó bailando en la claridad del sol. Hacia el sur, sobre colinas de violenta frondosidad, pestañeaba un faro color naranja en el aire claro.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella suavemente, mirando por la portilla.
—Sonreír y rezar —dijo Jerry.
—Yo sonreiré y tú rezarás —dijo ella.
La lancha del práctico del puerto se acercó a ellos y, por un momento, Jerry esperó ver el rostro odioso del Rocker contemplándole, pero la tripulación les ignoró por completo.
—¿Quiénes son? —cuchicheó ella—. ¿Qué se proponen?
—Es pura rutina —dijo Jerry—. No tiene importancia.
La lancha se alejó. Ya está, pensó Jerry, sin preocuparse demasiado, nos han localizado.
—¿Estás seguro de que era pura rutina? —preguntó ella.
—Al festival van cientos de embarcaciones —dijo él.
La embarcación corcoveó violentamente, y siguió corcoveando. Es muy marinera, pensó él, apoyándose en Lizzie. Una buena quilla. Si esto sigue, no tendremos que decidir nada. Decidirá el mar por nosotros. Era uno de esos viajes que si los hacías con éxito nadie se daba cuenta, y si no lo lograbas, decían que habías muerto estúpidamente. El viento del este podía girar sobre sí mismo en cualquier momento, pensó. Nada era seguro en aquella estación, entre monzones occidentales. Iba muy pendiente del errático galopar del motor. Si falla, acabaremos contra las rocas.
De pronto, sus pesadillas se multiplicaron irracionalmente. El butano, pensó. ¡El butano, Dios santo! Mientras los marineros preparaban la embarcación, él había visto dos cilindros colocados en la bodega delantera, junto a los depósitos de agua, probablemente para hervir las langostas de Luigi. Y había sido tan tonto que no había pensado en ello hasta ahora. Se lo imaginó todo en seguida. El butano es más pesado que el aire. Esas bombonas pierden todas. Es sólo cuestión de grados. Con este mar, perderán más de prisa, y el gas que ha escapado debe estar ahora acumulado en la sentina a medio metro de la chispa del motor, con una buena mezcla de oxígeno para facilitar la combustión. Lizzie se había separado de él y estaba de pie a popa. El mar se llenó de repente. Como de la nada, brotó una flota de juncos pesqueros y todos les miraban ávidamente. Jerry la cogió del brazo y la volvió a poner a cubierto.
—¿Dónde te crees que estamos? —gritó—. ¿En Cowes?
Ella le miró un momento y luego le besó suavemente, luego le volvió a besar.
—Cálmate —le advirtió.
Luego, le besó por tercera vez y murmuró «sí», como si sus deseos se hubiesen cumplido, luego se quedó un rato sentada en silencio, mirando a cubierta, pero sujetándole la mano.
Jerry calculó que iban a cinco nudos contra el viento. Pasó sobre ellos un avión pequeño. Manteniendo a Lizzie a cubierto, miró con viveza, pero ya era demasiado tarde para identificar las letras.
«Y buenos días a vosotros», pensó.
Rodeaban el último promontorio, crujiendo y arrastrándose entre la espuma. En una ocasión, las hélices salieron del agua con un rugido. Cuando volvieron a tocarla, el motor falló, resolló, y decidió luego seguir vivo. Jerry tocó a Lizzie en el codo y señaló delante, donde aparecía la isla pelada de Po Toi recortándose contra el cielo salpicado de nubes: dos picos, brotando del agua, el mayor hacia el sur y una depresión en medio. El mar se había vuelto de un azul acero y el viento lo ondulaba, cortante, ahogándoles el aliento y rodándoles de duchas de agua que eran como granito. En la portilla de proa se alzaba la isla de Beaufort: un faro, un muelle y ningún habitante. El viento cesó como si nunca hubiese soplado. Ni una brisa les saludó cuando entraron en el agua lisa ya de la entrada de la isla. El sol caía directo y áspero. Ante ellos, a kilómetro y medio quizás, yacía la boca de la bahía principal de Po Toi, y tras ella, los pardos y achatados espectros de las islas de China. Pronto pudieron distinguir toda una desordenada flota de juncos y cruceros apiñados en la bahía, mientras el primer estruendo de tambores y címbalos y cánticos desacompasados llegó flotando hacia ellos por encima del agua. En el cerro de atrás se extendía la aldea de casuchas, con sus techos metálicos centelleantes, y en su pequeño promontorio se alzaba un sólido edificio, el templo de Tin Hau, con un andamiaje de bambú alrededor formando una rudimentaria tribuna y una gran multitud con una capa de humo encima y brochazos de oro en medio.
—¿En qué lado era? —preguntó Jerry.
—No sé. Subimos hasta una casa y luego caminamos desde allí.
Siempre que hablaba con ella la miraba, pero ahora ella evitó su mirada. Tocó al timonel en el hombro y le indicó el curso que quería que siguiese. El muchacho empezó a protestar. Jerry se plantó delante de él y le enseñó un fajo de billetes, casi todo lo que le quedaba. Con torpe gracia, el muchacho cruzó la boca del puerto, zigzagueando entre las otras embarcaciones hacia un pequeño promontorio de granito donde un muelle destartalado ofrecía un arriesgado desembarco. El estruendo del festival era mucho más escandaloso ahora. Les llegaba el olor del carbón y del cochinillo asado, y oían concertadas explosiones de risas, pero de momento no podían ver a la gente ni eran vistos por ella.
—¡Aquí! —gritó—. Desembarca ahí. ¡Venga! ¡Ya!
El muelle se balanceó beodamente cuando entraron en él. Apenas pisaron tierra, la embarcación se alejó. Nadie dijo adiós. Fueron subiendo, cogidos de la mano, y se encontraron con un juego que presenciaba una multitud grande y jubilosa. En el centro, había un viejo con aire de payaso que llevaba una bolsa de monedas e iba tirándolas una a una, mientras muchachos descalzos corrían tras ellas empujándose en su avidez unos a otros casi hasta el borde del acantilado.
—Cogieron una embarcación —dijo Guillam—. Rockhurst ha hablado con el propietario. El propietario es muy amigo de Westerby y, sí, era Westerby y una chica muy guapa y querían ir a Po Toi, al festival.
—¿Y qué hizo Rockhurst? —preguntó Smiley.
—Dijo que en ese caso no era la pareja que él buscaba. Decepción. Desilusión. La policía del puerto ha comunicado también con retraso que les han visto camino del festival.
—¿Quieres que mandemos un avión de localización, George? —preguntó nervioso Martello—. Los servicios secretos de la Marina los tienen de todas clases allí mismo.
Murphy aportó una inteligente sugerencia.
—¿Por qué no vamos allí de una vez con helicópteros y sacamos a Nelson de ese junco? —exigió.
—Cállate, Murphy —dijo Martello.
—Van hacia la isla —dijo Smiley con firmeza—. Lo sabemos seguro. No creo que necesitemos que nos lo confirmen desde un avión.
Martello no se daba por satisfecho.
—¿Por qué no enviamos entonces a un par de individuos a esa isla, George? Quizás tengamos que interferir un poco por fin.
Fawn estaba allí al lado, quieto y silencioso. Hasta sus puños habían dejado de moverse.
—No —dijo Smiley.
La sonrisa de Sam Collins, que estaba al lado de Martello, se hizo un poco más sutil.
—¿Alguna razón? —preguntó Martello.
—Ko tiene posibilidad de cortar el asunto hasta el último minuto. Puede hacer señas a su hermano de que no desembarque —dijo Smiley—. Estoy seguro de que lo hará si ocurre lo más mínimo en la isla.
Martello lanzó un suspiro irritado y nervioso. Había dejado la pipa que fumaba a veces y se proveía cada vez más liberalmente de la reserva de cigarrillos negros de Sam, que parecía interminable.
—George, ¿qué quiere este hombre? —exigió exasperado—. ¿Es cuestión de dinero o es un sabotaje? No entiendo lo que pasa.
De pronto, le asaltó un pensamiento aterrador. Bajó la voz y señaló con todo el brazo extendido al otro lado de la habitación.
—¡Por favor, no me digas que tenemos que vérnoslas con uno de los nuevos! No me digas que es uno de aquellos conversos de la guerra fría que deciden de pronto limpiar su alma de pecados en público. Porque si es eso y vamos a leer la historia sincera de la vida de este tipo en el Washington Post la semana que viene, George, yo personalmente voy a meter a toda la Quinta Flota en esa isla si no hay otra forma de detenerle.
Se volvió a Murphy y añadió:
—Los imprevistos me corresponden a mí, ¿no?
—Exactamente.
—George, quiero que esté a punto un grupo de desembarco. Vosotros podéis subir a bordo o quedaros aquí. Lo que queráis.
Smiley miró fijamente a Martello. Luego, miró a Guillam, con su brazo inútil en cabestrillo. Luego a Fawn, que se había colocado como si fuese a tirarse de un trampolín, los ojos semicerrados y los talones juntos, y alzó los brazos lentamente, y los bajó hasta tocarse la punta de los pies.
—Fawn y Collins —dijo Smiley al fin.
—Vosotros dos, muchachos, bajad con ellos hasta el portaviones y entregádselos a la gente de allí. Tú vuelve, Murphy.
Una nube de humo indicaba el lugar donde había estado sentado Collins. Donde había estado Fawn, dos pelotas rodaron lentamente un trecho antes de detenerse.
—Dios nos ayude a todos —murmuró fervientemente alguien. Era Guillam, pero Smiley no le hizo caso.
El león tenía tres metros de longitud y la gente se reía mucho porque se les echaba encima y porque picadores espontáneos le azuzaban con palos mientras retozaba en paso de danza por el estrecho sendero abajo entre el repiqueteo de tambores y címbalos. Cuando llegó al promontorio, la procesión dio vuelta despacio y empezó a volver sobre sus pasos, y, en ese momento, Jerry metió a Lizzie rápidamente entre el gentío, agachándose un poco para pasar más desapercibido. El sendero estaba todo embarrado y lleno de charcos. Pronto la danza les fue llevando más allá del templo y por unas escaleras de cemento abajo hacia una playa donde estaban asando lechones.
—¿Por qué lado? —preguntó Jerry.
Ella le guió rápidamente hacia la izquierda, fuera del baile, siguiendo la parte de atrás de la aldea de chozas y cruzando luego un puente de madera sobre una cala. Subieron a continuación siguiendo una hilera de cipreses, Lizzie delante, hasta verse solos de nuevo, dominando la bahía que era una herradura perfecta y contemplando el Almirante Nelson de Ko, anclado en el mismo centro, como una gran dama entre los cientos de embarcaciones de recreo y juncos que lo rodeaban. No se veía a nadie en cubierta, ni siquiera a los miembros de la tripulación. Más lejos, hacia mar abierta ya, estaba anclado un grupo de embarcaciones grises de la policía, unas cinco o seis.
¿Y por qué no?, pensó Jerry. Aquello era un festival.
Ella le había soltado la mano y cuando Jerry se volvió, la vio mirando el barco de Ko y advirtió la sombra de la confusión en su rostro.
—¿Fue por aquí de verdad por donde te trajo? —le preguntó.
Aquél era el camino, dijo ella, y se volvió a mirarle, para confirmar o sopesar las cosas que pensaba. Luego, con el dedo índice le acarició muy seria en los labios, en el centro de ellos, donde le había besado.
—Dios mío —dijo, y con la misma seriedad, movió la cabeza.
Empezaron a subir de nuevo. Jerry miró hacia arriba y vio engañosamente próximo el pardo pico de la isla, y en la ladera grupos de bancales de arroz abandonados. Entraron en una pequeña aldea sólo poblada de hoscos perros, y perdieron de vista la bahía. La escuela estaba abierta y vacía. Desde la puerta vieron láminas de aviones en pleno combate. En los escalones había cántaros. Ahuecando las manos, Lizzie se enjuagó la cara. Las cabañas estaban sujetas con alambre y ladrillo para anclarlas contra los tifones. El camino se hizo de arena y la subida más empinada.
—¿Seguimos yendo bien? —preguntó Jerry.
—Hay que subir —dijo ella, como si estuviese ya harta de decírselo—. Hay que seguir subiendo y nada más, y luego la casa y ya está. Qué demonios, ¿te crees que soy tonta?
—Yo no digo nada —dijo Jerry.
Le echó un brazo por el hombro y ella se apretó contra él, entregándose exactamente como lo había hecho en la pista de baile.
Oyeron una algarabía de música que llegaba del templo, donde probaban los altavoces, y tras ella el plañido de una lenta melodía. La bahía volvió a aparecer debajo de ellos. Había una multitud a la orilla del mar. Jerry vio humaredas y, en el calor sin viento de aquella parte de la isla, les llegaron los olores de los pebeteros. El agua era azul y clara y quieta. Alrededor, brillaban luces blancas en postes. La embarcación de Ko no se había movido ni tampoco las de la policía.
—¿Lo ves? —preguntó Jerry.
Ella miraba a la gente. Negó con un gesto.
—Probablemente se haya echado a dormir un poco después de comer —dijo tranquilamente.
El sol caía implacable. Cuando llegaron a la sombra de la ladera fue como un súbito oscurecer, y cuando llegaron a la claridad les picaba en la cara como el calor de un fuego próximo. El aire estaba lleno de libélulas, la ladera salpicada de grandes morrillos, pero, donde crecían, los matorrales se enredaban y extendían por todas partes, y brotaban frondosos jazmines, rojos y blancos y amarillos. Por todas partes había latas tiradas por excursionistas.
—¿Y ésa es la casa a la que te referías?
—Ya te lo dije —contestó ella.
Estaba en ruinas: una destartalada villa enyesada en un color pardo con las paredes medio derrumbadas y una vista panorámica. Había sido construida con cierta pretenciosidad sobre un arroyo seco y se llegaba a ella por un puentecillo de cemento. El barro hedía y zumbaban en él los insectos. Entre palmas y helechos, los restos de un mirador proporcionaban una amplia vista del mar y de la bahía. Cuando cruzaban el puentecillo, Jerry cogió a Lizzie del brazo.
—Vamos a repetirlo desde aquí —dijo—. Sin interrogatorios. Sólo contarlo.
—Subimos andando hasta aquí, como dije. Yo, Drake y el maldito Tiu. Los criados traían un cesto y la bebida. Yo dije «¿Adónde vamos?» y él dijo «De excursión». Tiu no quería que yo fuese, pero Drake dijo que podía ir. «A ti no te gusta nada andar —dije—. ¡No te he visto nunca cruzar siquiera una calle!». «Hoy andaremos», dijo él, montándose su número de capitán de la industria. Así que les seguí y no abrí la boca.
Una espesa nube oscurecía ya la cima sobre ellos y rodaba lentamente ladera abajo. El sol había desaparecido. En unos instantes, se vieron solos en el fin del mundo, incapaces de distinguir siquiera lo que había a sus pies. Llegaron a tientas hasta la casa y entraron. Ella se sentó separada de él, en una viga rota. Había frases chinas escritas con pintura roja en las columnas de la puerta. El suelo estaba lleno de desechos de los excursionistas y rollos largos de papel aislante.
—Él les dice entonces a los criados que se larguen y ellos se largan; él y Tiu sostienen una charla larga y animada sobre el tema del que llevaban hablando toda la semana, y a mitad de la comida, él se pone a hablar en inglés y me explica que Po Toi es su isla. Es la primera tierra en que desembarcó cuando dejó China. La gente de los barcos le dejó aquí. «Mi gente», les llamó. Por eso viene al festival todos los años y por eso da dinero para el templo, y por eso tuvimos que subir a aquel maldito cerro de excursión. Luego vuelven al chino y yo tengo la sensación de que Tiu está riñéndole por hablar demasiado, pero Drake está muy emocionado, como un niño, y no le hace caso. Luego, ellos siguen subiendo.
—¿Subiendo?
—Hasta la cima. «Las costumbres antiguas son las mejores —me dice—. Hemos de atenemos a lo que está demostrado». Luego, su rollo anabaptista: «Hay que aferrarse a lo que es bueno, Liese. Eso es lo que quiere Dios».
Jerry miró hacia el banco de niebla que había sobre ellos, y habría jurado que oía el rumor de un pequeño avión, pero en aquel momento no le importaba demasiado si había o no un avión allí, porque tenía las dos cosas que más necesitaba. Tenía consigo a la chica y tenía la información. Ahora comprendía exactamente lo que había valido ella para Smiley y Sam Collins; les había revelado inconscientemente la clave vital de las intenciones de Ko.
—Así que siguieron hasta la cima. ¿Fuiste tú con ellos?
—No.
—¿Viste adónde fueron?
—Hasta la cima. Ya te lo dije.
—¿Y luego qué?
—Miraron hacia abajo, hacia el otro lado. Hablaban. Señalaban. Más charla, señalaron más, luego, bajaron otra vez y Drake estaba aún más excitado, tal como se pone cuando logra concertar una gran operación y no está el Número Uno para cerrar el trato. Tiu tenía un aire muy solemne. Siempre se pone así cuando Drake se muestra cariñoso conmigo. Drake quiere quedarse y tomar unas copas, así que Tiu vuelve a Hong Kong furioso. Drake se pone amoroso y decide que pasaremos la noche en el barco y regresaremos a casa por la mañana. Así que eso es lo que hacemos.
—¿Dónde está amarrado el barco? ¿Aquí? ¿En la bahía?
—No.
—¿Dónde?
—Junto a Lantau.
—Fuisteis directamente allí, ¿no?
Ella negó con un gesto.
—Dimos una vuelta a la isla.
—¿A esta isla?
—Había un sitio que él quería examinar de noche. Un trocito de costa que quedaba al otro lado. Los criados tuvieron que encender lámparas para iluminarlo. «Allí fue donde desembarqué en el cincuenta y uno —dijo—. La gente de los barcos estaba asustada y no quería entrar en el muelle principal de la isla. Tenían miedo a la policía y a los fantasmas y a los piratas y a los aduaneros. Decían que los isleños les cortarían el cuello».
—¿Y de noche? —dijo suavemente Jerry—. ¿Mientras estabais anclados junto a Lantau?
—Él me explicó que tenía un hermano y que le quería mucho.
—¿Era la primera vez que te lo explicaba?
Ella afirmó con la cabeza.
—¿Te dijo dónde estaba su hermano?
—No.
—¿Pero tú lo sabías?
Esta vez, ni siquiera contestó.
De abajo, se elevó informe a través de la niebla la algarabía del festival. Jerry la hizo levantarse.
—Malditas preguntas —murmuró ella.
—Ya estamos terminando —le prometió él.
La besó y ella le dejó hacer, pero sin participar.
—Vamos hasta arriba a echar un vistazo —dijo él.
Al cabo de diez minutos, la luz del sol volvió y se abrió sobre ellos un cielo azul. Escalaron rápidamente, Lizzie delante, varias falsas cimas hacia la depresión que había entre los dos picos. Los rumores de la bahía cesaron y el aire, más frío, se llenó de los chillidos de las gaviotas. Se acercaban a la cima, el sendero se ensanchó, caminaban hombro con hombro. Unos cuantos pasos más y el viento les golpeó con una fuerza tal que les hizo jadear y retroceder. Estaban en el mismo borde que daba al abismo. A sus pies, el acantilado caía vertical a un mar rugiente, y la espuma cubría los promontorios. Por el este avanzaban las nubes y tras ellas el cielo era negro. Unos doscientos metros más abajo había una cala que no cubría el oleaje. A unos cincuenta metros de ella, se veía un bajío pardusco de roca que contenía la fuerza del mar, y la espuma lo lavaba formando anillos blancos.
—¿Es ahí? —gritó él por encima del viento—. ¿Desembarcó ahí? ¿En ese trocito de costa?
—Sí.
—¿Enfocó las luces hacia ahí?
—Sí.
La dejó donde estaba y subió despacio hasta el borde del acantilado, agachándose todo lo posible mientras el viento aullaba sobre sus oídos y le cubría la cara de un sudor pegajoso y salino y su estómago gritaba por lo que Jerry suponía una víscera dañada o una hemorragia interna, o ambas cosas. Desde otro punto más resguardado, miró otra vez abajo y creyó distinguir un sendero casi imperceptible, que semejaba a veces una rugosidad de la roca, o un reborde de áspera yerba, que se abría paso cautamente hacia la cala. En la cala no había arena, pero algunas rocas parecían secas. Volvió junto a ella y la apartó del precipicio. Cesó el viento y de nuevo oyeron la algarabía del festival, mucho más escandalosa que antes. Los fuegos artificiales parecían una guerra de juguete.
—Es su hermano Nelson —explicó Jerry—. Por si no lo sabes, Ko le quiere sacar de China. Esta noche precisamente. El problema es que hay mucha gente que le quiere agarrar. Mucha gente que quiere charlar con él. Ahí es donde entra Mellon.
Jerry tomó aliento y prosiguió:
—Mi opinión es que tú debías largarte de aquí, ¿qué te parece? Drake no te quiere por aquí, de eso no hay duda.
—¿Y acaso te quiere a ti por aquí? —preguntó ella.
—Creo que deberías volver al puerto —dijo Jerry—. ¿Me oyes?
—Claro que te oigo —logró decir ella.
—Te buscas una buena familia ojirredonda que parezca simpática. Por una vez, dedícate a la mujer y no al tipo. Dile que te has peleado con tu novio y que si pueden llevarte a casa en su embarcación. Si aceptan, pasa la noche con ellos, si no, vete a un hotel. Cuéntales una de tus historias, eso no es problema, ¿verdad?
Pasó sobre ellos en un largo arco un helicóptero de la policía, posiblemente para controlar el festival. Instintivamente, Jerry la cogió por los hombros e hizo que se arrimase a la roca.
—¿Recuerdas el segundo sitio al que fuimos, donde había la orquesta grande? —aún la sujetaba.
—Sí —dijo ella.
—Te recogeré allí mañana por la noche.
—No sé —dijo ella.
—De todos modos, estate allí a las siete. A las siete, ¿entendido?
Ella le apartó suavemente, como decidida a quedarse sola.
—Dile que cumplí mi palabra —dijo—. Es lo que más le preocupa a él. Cumplí el trato. Si le ves, díselo. «Liese cumplió el trato».
—Seguro.
—Nada de seguro. Sí. Díselo. Él hizo todo lo que prometió. Dijo que se cuidaría de mí. Lo hizo. Dijo que dejaría en paz a Ric. También lo hizo. Siempre cumple lo que promete.
Jerry le alzó la cabeza con ambas manos, pero ella insistía en seguir.
—Y dile… dile… dile que ellos hicieron que fuese imposible. Ellos me obligaron.
—Estate allí a las siete —dijo él—. Espérame aunque tarde un poco. Ahora vamos, vete, no tendrás problemas, ¿verdad? No necesitas un título universitario para conseguir que te lleven.
Intentaba amansarla, luchaba por una sonrisa, pugnaba por una complicidad final antes de separarse.
Ella asintió con un gesto.
Quiso decir algo más, pero no lo consiguió. Dio unos cuantos pasos, se volvió y le miró, y él hizo un gesto de despedida… alzó torpemente el brazo. Ella dio unos pasos más y siguió caminando hasta perderse más allá de la línea del cerro, pero él la oyó gritar «a las siete entonces». O creyó oírlo. Tras verla perderse de vista, Jerry volvió al borde del acantilado, donde se sentó a descansar un rato antes del número Tarzán. Le vino a la memoria un fragmento de John Donne, una de las pocas cosas que le quedaban de la escuela, aunque nunca recordaba las citas literalmente, o así lo creía:
En un inmenso cerro
fragoso y escarpado, se alza la Verdad, y el que quiera
alcanzarla, hasta allí, hasta allí ha de llegar.
O algo parecido. Una hora estuvo ensimismado en sus pensamientos, dos horas allí al abrigo de la roca, viendo cómo iba declinando la luz del día sobre las islas chinas que quedaban a unas cuantas millas en el mar. Luego, se quitó las botas de cabritilla y ató los cordones en punto de espina, tal como solía hacerlo en las botas de cricket. Luego se las puso otra vez y las ató lo más fuerte que pudo. Aquello podía ser de nuevo la Toscana, pensó, y los cinco cerros que solía contemplar desde el campo de los avispones. Salvo que esta vez no se proponía abandonar a nadie. Ni a la chica. Ni a Luke. Ni a sí mismo siquiera. Aunque exigiese mucho juego de piernas.
—El servicio secreto de la Marina ha localizado a la flota de juncos navegando a unos seis nudos y en el curso previsto —anunció Murphy—. Dejaron los caladeros justo a la una, exactamente como si estuviesen siguiendo el esquema que hicimos.
Había sacado de algún sitio una serie de barquitos de juguete de baquelita que podía fijar en el mapa. De pie, los señalaba orgulloso en una sola columna junto a la isla de Po Toi.
Murphy había vuelto, pero su colega se había quedado con Sana Collins y Fawn, así que eran cuatro.
—Y Rockhurst ha encontrado a la chica —dijo quedamente Guillam, colgando el otro teléfono. Tenía el hombro encogido y estaba sumamente pálido.
—¿Dónde? —dijo Smiley.
Aun junto al mapa, Murphy se volvió. Martello, que estaba en su escritorio redactando un diario de los acontecimientos, posó la pluma.
—La localizó en el puerto de Aberdeen cuando desembarcó —continuó Guillam—. Consiguió que la trajesen de Po Toi un empleado del Banco de Hong Kong y Shanghai y su mujer.
—¿Y cuál es la historia? —exigió Martello antes de que Smiley pudiera hablar—. ¿Dónde está Westerby?
—Ella no lo sabe —dijo Guillam.
—¡Por Dios, hombre! —protestó Martello.
—Dice que discutieron y que se fueron de allí en distintas embarcaciones. Rockhurst dice que le dejemos otra hora con ella.
Entonces habló Smiley:
—¿Y Ko? —preguntó—. ¿Dónde está Ko?
—Su embarcación está todavía en el puerto de Po Toi —contestó Guillam—. Casi todos los otros barcos se han ido ya. Pero el de Ko sigue donde estaba esta mañana. En el mismo sitio y nadie en cubierta, según Rockhurst.
Smiley examinó la carta marina, luego miró a Guillam y luego pasó al mapa de Po Toi.
—Si la chica le dijo a Westerby lo mismo que le contó a Collins —explicó—, entonces Westerby se ha quedado en la isla.
—¿Con qué intención? —exigió Martello, en voz muy alta—. Dime, George, ¿con qué intención se ha quedado ese hombre en esa isla?
Transcurrió un siglo para todos ellos.
—Está esperando —dijo Smiley.
—¿Qué está esperando, puedes decírmelo? —exigió Martello en el mismo tono imperativo.
Nadie podía verle la cara a Smiley. Ésta parecía haber encontrado una sombra propia. Veían sus hombros encogidos. Vieron que alzaba una mano hacia las gafas, como para quitárselas, y que la bajaba luego, vacío y derrotada, posándola sobre la mesa de palo de rosa.
—Hagamos lo que hagamos, tenemos que dejar desembarcar a Nelson —dijo, con firmeza.
—¿Y qué vamos a hacer? —exigió Martello, levantándose y dando una vuelta a la mesa—. Weatherby no está aquí, George. No entró nunca en la Colonia. ¡Puede irse por la misma ruta!
—No me grites, por favor —dijo Smiley.
Martello no le hizo caso.
—¿Qué va a ser esto, pues? ¿Una conspiración o un desastre? Guillam se había plantado en medio, cortándole el paso, y durante un momento terrible pareció que se proponía, pese al hombro roto, contener materialmente a Martello e impedirle acercarse más a Smiley.
—Peter —dijo Smiley muy quedo—, veo que hay un teléfono detrás de ti, ¿tienes la bondad de pasármelo?
Con la luna llena, había cesado el viento y el mar se había calmado. Jerry no había bajado hasta la misma cala, sino que había hecho una última acampada unos diez metros más arriba, al resguardo de unos matorrales, que le servían de protección. Tenía las manos y las rodillas destrozadas y una rama le había arañado la mejilla, pero se sentía bien; hambriento y alerta. Con el sudor y el peligro del descenso se había olvidado del dolor. La cala era mayor de lo que le había parecido desde arriba, y los acantilados de granito estaban taladrados de cuevas al nivel del mar. Intentaba imaginar el plan de Drake… pues desde que Lizzie le había contado todo aquello pensaba en él como Drake. Llevaba todo el día pensando aquello. Lo que Drake se propusiese hacer, tendría que hacerlo desde el mar porque era incapaz de realizar aquel descenso de pesadilla por el acantilado. Jerry se había preguntado al principio si Drake no se propondría interceptar a Nelson antes de que desembarcase, pero no conseguía ver cómo podría Nelson separarse de la flota y encontrarse con su hermano sin riesgos.
Se oscureció el cielo, salieron las estrellas y la luz de la luna se hizo más brillante. ¿Y Westerby?, pensó, ¿qué hace ahora A? A estaba a una distancia infernal de las soluciones en serie de Sarratt, de eso no había duda.
Drake sería también un imbécil si intentaba llevar su lancha hasta aquel lado de la isla, decidió. La lancha era de difícil manejo y de excesivo calado para desembarcar allí, a barlovento. Era preferible una embarcación pequeña, y mejor un sampán o una lancha de goma, Jerry siguió bajando por el acantilado hasta que sus bolas empezaron a pisar guijarros y entonces se agazapó detrás de la roca, observando cómo rompía el oleaje allá abajo y cómo brillaban entre la espuma las chispas de fósforo.
«A estas horas ella ya estará de vuelta —pensó—. Con un poco de suerte habrá conseguido meterse en casa de alguien y debe estar contándoles cosas a los niños y tomándose una taza de caldo». Dile que cumplí mi palabra, había dicho.
Se elevó la luna y Jerry siguió al acecho, procurando adiestrar la vista mirando hacia las zonas más oscuras. Luego, por encima del estruendo del mar creyó oír el torpe lamer de agua sobre un casco de madera y el breve ronroneo de un motor que se encendía y se apagaba. No vio ninguna luz. Siguiendo la roca en sombra, se acercó lo más posible a la orilla del agua y una vez más se acuclilló, esperando. Mientras una ola le empapaba los muslos, vio lo que estaba esperando. Iluminadas por la luna, a menos de veinte metros de él, distinguió la cabina y la curvada proa de un sampán que se balanceaba anclado. Oyó un chapoteo y una orden apagada, y mientras se agachaba todo lo que le permitía el declive, distinguió, contra el cielo salpicado de estrellas, la inconfundible figura de Drake Ko con su boina anglofrancesa, chapoteando cautamente hacia tierra, seguido de Tiu, que llevaba una metralleta M16 sujeta con ambas manos. Así que estáis ahí, pensó Jerry, hablando para sí mismo más que para Drake Ko, Era el final de un largo camino. El asesino de Luke, el asesino de Frostie (fuese por delegación o fuese con sus propias manos, lo mismo daba), el amante de Lizzie, el padre de Nelson, el hermano de Nelson. Bienvenido sea el hombre que nunca en su vida incumplió una promesa.
Drake llevaba también algo en la mano, pero menos feroz, y mucho antes de verlo Jerry supo que se trataba de una linterna y de una batería, muy parecidas a las que él había utilizado en los juegos acuáticos del Circus en el estuario de Helford, salvo que el Circus prefería la luz ultravioleta y las gafas de montura de alambre y de mala calidad, que resultaban inútiles con la lluvia o las salpicaduras del agua.
En cuanto llegaron a la playa, los dos hombres se abrieron camino jadeantes entre los guijarros hasta llegar al punto más alto, y luego, como él mismo, se fundieron en la negra roca. Jerry sabía que estaban a unos veinte metros. Oyó un gruñido y vio la llama de un encendedor y luego el brillo rojo de dos cigarrillos seguido del murmullo de voces que hablaban en chino. No me importaría fumarme uno, pensó Jerry. Alargó un brazo y empezó a coger guijarros; luego avanzó lo más furtivamente que pudo, siguiendo la base de la roca hacia las dos ascuas rojas. Según sus cálculos, estaba a unos ocho pasos de ellos. Tenía la pistola en la mano izquierda y los guijarros en la derecha, y escuchaba el retumbar de las olas, cómo se henchían, se tambaleaban y rompían; decidió que sería muchísimo más fácil tener una charla con Drake quitando a Tiu de en medio.
Muy despacio, en la postura clásica del lanzador en el béisbol, se echó hacia atrás, alzó el codo izquierdo frente a sí y dobló el brazo derecho a la espalda, preparándose para lanzar. Rompió una ola, Jerry escuchó el rumor de la resaca, el gruñir de otra ola que se hinchaba. Esperó aún más, el brazo derecho atrás, la palma de la mano en que sujetaba los guijarros sudorosa. Luego, cuando la ola alcanzó su cima, lanzó los guijarros hacia el acantilado con todas sus fuerzas y después se encogió y se agazapó, con la mirada fija en las brasas de los dos cigarrillos. Esperó, oyó cómo repiqueteaban los guijarros en la roca y cómo caían después como una granizada. Al instante siguiente, oyó la breve maldición de Tiu y vio que una de las brasas volaba en el aire y Tiu saltaba con la metralleta en la mano, el cañón apuntando hacia el acantilado y dándole la espalda a Jerry. Drake intentaba ponerse a cubierto.
Jerry golpeó primero a Tiu muy fuerte con la pistola, procurando que los dedos quedaran protegidos. Luego volvió a pegarle con la mano derecha cerrada, un golpe de dos nudillos con la máxima potencia, el puño hacia abajo y girando, como decían en Sarratt. Tiu se agachó y Jerry le alcanzó en el pómulo con toda la fuerza de la bota derecha y oyó el crujir de la mandíbula al cerrarse. Y mientras se agachaba a recoger la M16, golpeó con la culata de ésta a Tiu en los riñones, pensando muy furioso en Luke y en Frost, pero también en aquel chiste barato que había hecho sobre Lizzie, lo que había dicho de que no merecía más que el viaje de Kowloon a Hong Kong. Saludos del escritor de caballos, pensó.
Luego miró a Drake, que, como se había alejado hacia el mar, no era más que una oscura silueta recortada contra éste: una silueta encorvada con las orejas brotando como costra de pastel bajo la extraña boina. Se había alzado de nuevo un fuerte viento, o quizás sólo fuese que Jerry lo percibía ahora. Retumbaba tras ellos en las rocas y hacía que se hinchasen los anchos pantalones de Drake.
—¿Es usted el señor Westerby, el periodista inglés? —preguntó, en el mismo tono áspero y profundo que había utilizado en Happy Valley.
—El mismo —dijo Jerry.
—Es usted un hombre muy político, señor Westerby. ¿Qué demonios quiere?
Jerry estaba recuperando el aliento y, por un instante, no se sintió en condiciones de contestar.
—El señor Ricardo le dijo a mi gente que usted se proponía chantajearme, ¿es dinero lo que busca, señor Westerby?
—Un recado de su chica —dijo Jerry, sintiendo que debía cumplir primero aquella promesa—. Dice que cumple su palabra, que está de su parte.
—Yo no tengo ninguna parte, señor Westerby. Soy un ejército de un solo hombre. ¿Qué quiere usted? El señor Mariscal le explicó a mi gente que era usted una especie de héroe. Los héroes son personas muy políticas, señor Westerby. No me interesan los héroes.
—Vine a prevenirle. Quieren a Nelson. No debe usted llevarle a Hong Kong. Lo tienen todo previsto. Tienen planes para mantenerle ocupado durante el resto de su vida. Y también a usted. Están haciendo cola para cogerles a los dos.
—¿Qué quiere usted, señor Westerby?
—Hacer un trato.
—Nadie quiere un trato. Ellos quieren una mercancía. El trato les proporciona la mercancía. ¿Usted qué es lo que quiere? —repitió Drake, alzando la voz imperativamente—. Dígamelo, por favor.
—Usted compró la chica con la vida de Ricardo —dijo Jerry—. Pensé que yo podría comprársela a usted con la de Nelson. Hablaré con ellos por usted. Sé lo que quieren. Aceptarán el trato.
Es el último pie en la última puerta, para mí, pensó.
—¿Un acuerdo político, señor Westerby? ¿Con su gente? Hice varios acuerdos políticos con ellos. Me dijeron que Dios amaba a los niños. ¿Ha visto usted alguna vez que Dios ame a un niño asiático, señor Westerby? Me dijeron que Dios era un kwailo y que su madre tenía el pelo amarillo. Me dijeron que Dios era un hombre pacífico, pero una vez leí que nunca ha habido tantas guerras civiles como en el Reino de Cristo. Me dijeron…
—Su hermano está justo detrás de usted, señor Ko.
Drake se volvió. A su izquierda, llegando del este, una docena de juncos o más iban con las velas desplegadas en dirección sur cruzando en una columna irregular las aguas iluminadas por la luna, punzando el agua con sus luces. Drake cayó de rodillas y empezó a tantear frenéticamente, buscando la linterna de señales. Jerry encontró el trípode, lo abrió, Drake colocó encima la linterna, pero le temblaban mucho las manos y Jerry tuvo que ayudarle. Jerry cogió los cordones eléctricos, encendió una cerilla y fijó los cables en los extremos. Miraban hacia el mar, hombro con hombro. Drake hizo parpadear la linterna una vez, luego repitió el parpadeo, primero rojo, verde después.
—Espere —dijo suavemente Jerry—. Lo hace demasiado aprisa. Tranquilícese o lo estropeará todo.
Apartándole, Jerry se inclinó y, por el ocular examinó la hilera de embarcaciones.
—¿Cuál es? —preguntó.
—El último —dijo Ko.
Jerry enfocó entonces el último junco que se veía, aunque era tan sólo una sombra todavía, e hizo de nuevo las señales, una roja, una verde, y, al cabo de unos instantes, oyó que Drake lanzaba un grito de alegría cuando cruzaba sobre el agua hacia ellos un parpadeo de respuesta.
—¿Le bastará con esto? —dijo Jerry.
—Claro —dijo Ko, aún mirando al mar—. Por supuesto. Le bastará con esto.
—Entonces no hagamos más señales, dejémoslo así.
Ko se volvió hacia Jerry y Jerry vio la emoción en su rostro y comprendió que ahora Drake dependía de él.
—Señor Westerby. Le hablo con toda sinceridad. Si me ha engañado usted para apoderarse de mi hermano Nelson, su infierno cristiano anabaptista será un lugar muy cómodo en comparación con lo que le hará mi gente. Pero si me ayuda usted, se lo daré todo. Ése es mi contrato y yo he cumplido siempre mis contratos. Mi hermano también cumple todos sus acuerdos.
Y, dicho esto, volvió a mirar al mar.
Los juncos que iban en cabeza se habían perdido ya de vista. Sólo seguían viendo a los últimos. Jerry creyó oír a lo lejos el ronroneo irregular de un motor, pero pensó que estaba excitado y que el ruido bien podría ser el rumor de las olas. La luna se ocultó tras la cima y la sombra de la montaña cayó como una negra punta de cuchillo sobre el mar, plateando los campos lejanos. Drake, inclinado sobre la linterna de señales, lanzó otro grito de alegría.
—¡Mire! ¡Mire! Eche un vistazo, señor Westerby.
Jerry divisó por el ocular un solo junco fantasma que avanzaba hacia ellos sin luces, salvo tres pálidas lámparas, dos verdes en el mástil, una roja a estribor. Pasó del plata a la negrura y Jerry lo perdió. Oyó un gruñido de Tiu. Sin prestarle atención, Drake siguió mirando por el ocular, un brazo extendido como un fotógrafo antiguo, mientras empezaba a llamar suavemente en chino. Jerry corrió por entre los guijarros y sacó la pistola del cinturón de Tiu, cogió la M16 y se acercó con ambas a la orilla del agua y las tiró al mar. Drake se disponía a repetir la señal otra vez, pero, por fortuna, no podía dar con el botón y Jerry llegó a tiempo para impedírselo. Jerry creyó una vez más oír el rumor, no de un motor sino de dos. Corrió hacia el promontorio y miró anhelante al norte y al sur en busca de un barco patrulla, pero tampoco esta vez vio nada y lo achacó de nuevo al oleaje y a su nerviosismo. El junco estaba más cerca, se dirigía hacia la isla, su parda vela de ala de murciélago súbitamente alta y terriblemente escandalosa frente al mar. Drake había corrido hasta el borde del agua y hacía señas y gritaba hacia el mar.
—¡No dé voces! —cuchicheó Jerry a su lado.
Pero Jerry se había convertido en algo irrelevante. Toda la vida de Drake se concentraba en Nelson. Desde el cobijo del promontorio próximo, el sampán de Drake se arrastró a lo largo del balanceante junco. Salió la luna de su escondite y, por un instante, Jerry olvidó su angustia cuando un individuo bajo y vestido de gris, fornido, la antítesis de Drake en estatura, con una chaqueta acolchada y una voluminosa gorra proletaria, bajó por el costado y saltó a los brazos de la tripulación del sampán. Drake lanzó otro grito, el junco hinchó las velas y se deslizó detrás del promontorio hasta que sólo fueron visibles las luces verdes de sus topes por encima de las rocas, y luego desapareció. El sampán se dirigía hacia la playa y Jerry pudo distinguir la corpulenta figura de Nelson, de pie en la proa haciendo señas con ambas manos mientras Drake Ko agitaba enloquecido su boina en la playa, bailando como un loco.
El estruendo de motores fue haciéndose más intenso, pero Jerry aún no podía situarlos. El mar estaba vacío y al mirar hacia arriba sólo veía el acantilado y su negro pico recortado contra las estrellas. Los hermanos se abrazaron y quedaron así abrazados e inmóviles. Jerry los cogió a ambos, les golpeó, gritando con todas sus fuerzas.
—¡Vuelvan a la embarcación! ¡De prisa!
Pero sólo tenían ojos para contemplarse. Jerry corrió hasta la orilla del agua y asió la proa del sampán y lo sujetó, gritándoles aún, mientras veía que detrás del picacho el cielo se tomaba amarillo y se iluminaba rápidamente, mientras el palpitar de los motores se convertía en estruendo y tres cegadores focos caían sobre ellos desde los ennegrecidos helicópteros. Las rocas bailaban revueltas por las luces de aterrizaje, el mar se arrugaba y los guijarros saltaban y volaban en tormentas. Durante una fracción de segundo Jerry vio la cara de Drake que se volvía a él suplicando ayuda: como si hubiera comprendido, demasiado, tarde, quién podía ayudarle. Murmuró algo, pero el estruendo apagó su voz. Jerry corrió hacia ellos. No por Nelson y menos aún por Drake; sino por lo que les ligaba y lo que le ligaba a él con Lizzie. Pero mucho antes de llegar a su lado, un oscuro enjambre se abatió sobre los dos hombres, los separó y lanzó a Nelson a la cabina del helicóptero. En la confusión, Jerry había sacado su revólver y lo esgrimía en la mano. Gritaba, aunque no se oía a sí mismo por encima de los huracanes de la guerra. El helicóptero se elevaba. En la portilla había una sola persona que miraba hacia abajo, quizá fuese Fawn, pues tenía un aire sombrío y loco. Después, restalló un fogonazo anaranjado en la puerta, luego otro y otro, y tras eso Jerry ya no pudo contar más. Alzó las manos furioso, la boca abierta aún clamando, la cara aún implorando silenciosamente. Luego, cayó y quedó allí tendido hasta que no se oyó más que el rumor del agua sobre la playa y el llanto desesperado de Drake Ko ante los victoriosos ejércitos de Occidente, que le habían robado a su hermano y habían dejado muerto a sus pies a su exhausto soldado.