Su piso resultaba grande e incongruente: una mezcla de sala de espera de aeropuerto, suite de ejecutivo y boudoir de buscona. El techo del salón estaba inclinado hasta el punto de la asimetría, como la nave de una iglesia que se estuviese hundiendo. El suelo cambiaba de niveles incesantemente, la alfombra tenía el espesor de la hierba y al pasar por ella fueron dejando pequeñas huellas. Las enormes ventanas proporcionaban vistas ilimitadas pero solitarias, y cuando cerró los postigos y corrió las cortinas, los dos se vieron de pronto en un chalet suburbano sin jardín. La amah se había ido a su habitación detrás de la cocina y cuando apareció, Lizzie le mandó que volviera allí. Salió refunfuñando ceñuda. Espera que se lo cuente al amo, iba diciendo.
Jerry echó los cierres de la puerta de entrada y tras ello la llevó consigo, conduciéndola de habitación en habitación, haciéndola caminar unos pasos por delante y a su izquierda, y abrirle las puertas e incluso los armarios. El dormitorio era un montaje televisero de femme fatale con una cama redonda cubierta de edredones y un baño hundido y redondo tras un enrejado español. Jerry revisó los armarios que había junto a la cama buscando un arma corta, porque aunque en Hong Kong no suelen abundar las armas, la gente que ha vivido en Indochina suele tener armas. El vestidor daba la impresión de que Lizzie había vaciado en Central una de las elegantes tiendas de decoración estilo escandinavo por teléfono. El comedor era de cristal ahumado, cromo pulido y cuero, con falsos antepasados gainsboroughnianos que miraban pastosamente los vacíos sillones: todas las momias que no sabían cocer un huevo, pensó Jerry. Negros escalones de piel de tigre conducían al cubil de Ko y allí Jerry se demoró, examinándolo todo, fascinado a su pesar, viendo en todo a su rival, y comprobando su parentesco con el viejo Sambo. El escritorio tamaño regio con las patas bombé y los extremos de bola y garra, la cuchillería presidencial. Los tinteros, el abrelibros envainado y las tijeras, las obras jurídicas de referencia intactas, las mismas que el viejo Sambo llevaba de un lado a otro: el Simons de impuestos, el Charles Worth de derecho mercantil. Los testimonios enmarcados en la pared. La citación para su Orden del Imperio Británico que empezaba «Isabel Segunda por la gracia de Dios…». La medalla misma, embalsamada en satén, como los brazos de un caballero muerto. Fotografías de grupos de chinos ancianos en las escaleras de un templo de los espíritus. Caballos de carreras victoriosos. Lizzie riendo para él. Lizzie en traje de baño, sensacional. Lizzie en París. Suavemente, abrió los cajones de la mesa y descubrió el papel con membrete en relieve de una docena de empresas distintas. En los armarios, carpetas vacías, una máquina de escribir eléctrica IBM sin enchufe, una agenda de direcciones sin ninguna dirección escrita. Lizzie desnuda de la cintura para arriba, vuelta mirándole sobre su larga espalda. Lizzie, Dios nos asista, con un traje de novia, y un ramo de gardenias en la mano. Ko debió mandarla a un estudio de fotos de boda para aquello.
No había ninguna foto de sacos de arpillera con opio.
El santuario del ejecutivo, pensó Jerry, allí quieto, de pie. El viejo Sambo tenía varios: chicas que tenían pisos de él, una tenía incluso una casa, y sin embargo sólo le veían unas cuantas veces al año. Pero siempre esta habitación especial y secreta, con el escritorio y los teléfonos sin utilizar y los recuerdos de un instante, un rincón material tallado en la vida de otro, un refugio de los otros refugios.
—¿Dónde está él? —preguntó Jerry, acordándose otra vez de Luke.
—¿Drake?
—No, Papá Noel.
—Dímelo tú.
La siguió hasta el dormitorio.
—¿Es frecuente que no sepas dónde está? —preguntó.
Ella se estaba quitando los pendientes, metiéndolos en un joyero. Luego el broche, el collar y las pulseras.
—Él me llama desde donde esté, sea de noche o de día, nos da igual. Esta es la primera vez que no llama.
—¿Puedes llamarle tú a él?
—Siempre que quiera —replicó ella con fiero sarcasmo—. Por supuesto. La esposa número uno y yo lo pasamos en grande. ¿No lo sabías?
—¿Y en la oficina?
—Él no va a la oficina.
—¿Y qué me dices de Tiu?
—Maldito Tiu.
—¿Por qué?
—Porque es un cerdo —masculló ella, abriendo un armario.
—Él podría transmitirle tus mensajes.
—Si le apeteciese, pero no le apetece.
—¿Por qué no?
—¿Cómo demonios voy a saberlo yo? —sacó del armario un jersey y unos vaqueros y los echó en la cama—. Porque me odia. Porque no confía en mí. Porque no le gusta que los ojirredondos se relacionen con el Gran Señor. Ahora sal que voy a cambiarme.
Jerry pasó de nuevo al vestidor, dándole la espalda, oyendo el rumor de seda y piel.
—Vi a Ricardo —dijo—. Tuvimos un sincero y completo intercambio de puntos de vista.
Necesitaba saber si se lo habían dicho a ella. Desesperadamente. Necesitaba absolverla de lo de Luke. Escuchó; luego continuó:
—Charlie Mariscal me dio su dirección, así que fui hasta allí y tuve una charla con él.
—Bárbaro —dijo ella—. Así que ya eres de la familia.
—Me hablaron de Mellon. Me dijeron que pasaste droga para él.
Ella no hablaba, así que Jerry se volvió para mirarla y estaba sentada en la cama, con la cabeza entre las manos. Con vaqueros y jersey aparentaba unos quince años, y ser mucho más baja.
—¿Qué demonios quieres tú? —murmuró al fin, tan quedo que muy bien podría estar formulándose a sí misma la pregunta.
—A ti —dijo él—. De verdad.
Jerry no sabía si le había oído, porque lo único que hizo ella fue lanzar un largo suspiro y murmurar luego «ay, Dios mío».
—¿Mellon es amigo tuyo? —preguntó al fin.
—No.
—Lástima. Necesita un amigo como tú.
—¿Sabe Arpego dónde está Ko?
Ella se encogió de hombros.
—¿Entonces cuánto hace que no sabes nada de él?
—Una semana.
—¿Qué te dijo?
—Que tenía cosas que hacer.
—¿Qué cosas?
—¡Deja de hacer preguntas, por amor de Dios! Todo el mundo anda haciendo preguntas, así que no te pongas tú también a la cola, ¿entendido?
Jerry la miró y vio que en sus ojos brillaban la cólera y la desesperación. Abrió la puerta de la terraza y salió fuera.
Necesito una sesión informativa, pensó con amargura. ¿Dónde estáis ahora que os necesito, planificadores de Sarratt? Hasta entonces no había caído en la cuenta de que al cortar el cable también se desprendía el piloto.
La terraza daba a tres fachadas. La niebla había levantado de momento. Tras él, se alzaba el Pico, sus hombros festoneados de luces doradas. Bancos de móviles nubes formaban cambiantes cavernas alrededor de la luna. El puerto había desenterrado todas sus galas. En su centro, dormitaba como una mujer mimada un portaviones norteamericano, inundado de luz y engalanado, en medio de un grupo de lanchas auxiliares. En la cubierta del portaviones una hilera de helicópteros y de cazas pequeños le recordaron la base aérea de Tailandia. Una columna de juncos pasaba junto a él camino de Cantón.
—¿Jerry?
Ella estaba en la puerta abierta de la terraza, observándole al fondo de una hilera de árboles enmacetados.
—Pasa dentro. Tengo hambre —le dijo.
Era una cocina en la que nadie cocinaba ni comía, pero tenía un rincón bávaro, con bancos de pino, fotos alpinas y ceniceros que decían Carlsberg. Le sirvió café de una cafetera eléctrica, y él percibió que ella, cuando estaba en guardia, echaba los hombros hacia adelante y cruzaba los brazos tal como solía hacer la huérfana. También advirtió que temblaba. Pensó que debía estar temblando desde que le había puesto la pistola en la espalda y pensó que ojalá no lo hubiera hecho, porque empezaba a darse cuenta de que ella estaba tan mal como él, y tal vez mucho peor incluso, y que la atmósfera que predominaba entre ellos era la de dos personas después de un desastre, cada una de ellas en su propio infierno.
Le sirvió un brandy con soda y se sirvió lo mismo, e hizo que se sentara en el salón, que estaba más caliente, y la observó mientras ella se encogía y bebía el brandy, con la vista en la alfombra.
—¿Música? —le preguntó.
Ella dijo que no con un gesto.
—Yo me represento a mí mismo —dijo Jerry—. No tengo relación con ninguna otra empresa.
Quizá no le hubiese oído.
—Estoy libre y dispuesto —dijo—. Lo único que pasa es que ha muerto un amigo mío.
Vio que ella asentía, pero sólo por simpatía; estaba seguro de que aquello no le recordaba nada.
—Lo de Ko está poniéndose muy sucio —dijo Jerry—. No va a resultar bien. Estás mezclada con gente muy desagradable, incluido Ko. Fríamente considerado, es un enemigo público número uno. Pensé que quizá te gustase salir de todo esto. Por eso volví. Mi número de Galahad. Es que no sé qué está ocurriendo exactamente a tu alrededor. Mellon, todo eso. Quizá debiéramos examinarlo juntos y ver de qué se trata.
Y tras esta explicación, nada coherente, sonó el teléfono. Tenía uno de esos graznidos estrangulados destinados a no irritar los nervios.
El teléfono quedaba al otro lado de la habitación en una especie de carrito dorado. A cada sorda nota, pestañeaba en él una lucecita y las estanterías de cristal ondulado captaban el reflejo. Ella miró el teléfono, luego a Jerry y se pintó en su cara de inmediato una expresión viva de esperanza. Jerry se levantó con presteza y le acercó el carrito, cuyas ruedas temblequeaban sobre la gruesa alfombra. El cable fue desenroscándose tras él mientras caminaba, hasta ser como el garrapateo de un niño a lo largo de la habitación. Ella descolgó rápidamente y dijo «Worth», con ese tono un poco áspero que adoptan las mujeres cuando viven solas. Él pensó en decirle que la línea estaba controlada pero no sabía contra qué estaba previniéndola: ya no tenía posición, no estaba de éste ni de aquel lado. No sabía qué significaba cada lado, pero de pronto su cabeza volvió a llenarse de Luke y el cazador que había en él despertó del todo. Ella tenía el teléfono pegado al oído, pero no había vuelto a hablar. Dijo «sí» una vez, como si estuviera recibiendo instrucciones, dijo «no» otra vez, con firmeza. Su cara resultaba inexpresiva y a Jerry su voz no le decía nada. Pero éste percibía obediencia, y percibía ocultamiento y, al percibirlo, se encendió en él por completo la cólera y nada más le importó.
—No —dijo ella al teléfono—. Me fui de la fiesta pronto.
Jerry se arrodilló a su lado, intentando escuchar, pero ella mantuvo el teléfono bien pegado a la oreja.
¿Por qué no le preguntaba dónde estaba? ¿Por qué no le preguntaba cuándo le vería? ¿Si estaba bien? Por qué no había telefoneado. Por qué miraba así a Jerry, sin mostrar alivio alguno.
Jerry la cogió por la mejilla y la obligó a volver la cabeza y le susurró al otro oído.
—¡Dile que debes verle! Irás a verle tú, adonde sea.
—Sí —dijo ella, de nuevo al teléfono—. Está bien. Sí.
—¡Díselo! ¡Dile que debes verle!
—Debo verte —dijo ella al fin—. Iré yo misma adonde estés.
Aún tenía el receptor en la mano. Se encogió de hombros, pidiendo instrucciones y aún tenía los ojos vueltos hacia Jerry… no como su Sir Galahad, sólo como una parte más del mundo hostil que la rodeaba.
—¡Te quiero! —cuchicheó él—. ¡Di lo que suelas decirle!
—Te quiero —dijo ella brevemente, con los ojos cerrados, y colgó, antes de que él pudiera impedírselo.
—Viene hacia aquí —dijo—. Maldito seas.
Jerry estaba aún arrodillado a su lado. Ella se levantó para librarse de él.
—¿Lo sabe? —preguntó Jerry.
—¿Si sabe qué?
—Que estoy aquí.
—Puede —dijo ella, y encendió un cigarrillo.
—¿Y dónde está ahora?
—No lo sé.
—¿Cuándo llegará aquí?
—Dijo que pronto.
—¿Está solo?
—No lo dijo.
—¿Lleva un arma?
Ella estaba al otro lado de la habitación. Sus tensos ojos grises aún le miraban furiosos y asustados. Pero a Jerry no le afectaba ya su estado de ánimo. La febril urgencia de acción había desbordado los demás sentimientos.
—Drake Ko. El amable individuo que te instaló aquí. ¿Lleva un arma? ¿Disparará sobre mí? ¿Está Tiu con él? Sólo son preguntas, nada más.
—En la cama no la lleva, la verdad.
—¿A dónde vas tú?
—Me parece que los dos preferiréis que os deje solos.
Llevándola de nuevo al sofá, la obligó a sentarse frente a las puertas dobles, al fondo de la habitación. Las puertas eran de cristal esmerilado y tras ellas estaba el vestíbulo y la puerta de entrada. Jerry las abrió, para ver sin obstáculos a cualquiera que entrara.
—¿Tenéis normas sobre la gente que puede venir aquí? —ella no atendió a su pregunta—. Hay una mirilla, ¿te obliga él a comprobar cuando llaman, antes de abrir?
—Él llama desde abajo por el teléfono interior. Luego utiliza su propia llave.
La puerta de entrada era de madera dura laminada, no demasiado sólida, pero sí lo suficiente. Según la tradición de Sarratt, si quieres coger por sorpresa a un intruso solitario, no te pongas detrás de la puerta porque no podrás volver a salir. Jerry se sintió inclinado por una vez a aceptarlo. Sin embargo, mantenerse en el lado abierto era ser un blanco fácil para todo aquel que llegara con intenciones agresivas, y Jerry no estaba seguro, ni mucho menos, de que Ko no sospechase que él estaba allí, ni lo estaba tampoco de que fuera a llegar solo. Consideró la posibilidad de esconderse detrás del sofá, pero no quería que la chica quedara en la línea de fuego si había tiroteo. No podía admitir tal cosa. La copa de brandy de él estaba junto a la de ella en la mesa, así que la retiró silenciosamente, colocándola detrás de un jarrón de orquídeas de plástico. Vació el cenicero y colocó un ejemplar abierto de Vogue en la mesa, delante de Lizzie.
—¿Pones música cuando estás sola?
—A veces.
Jerry eligió a Ellington.
—¿Demasiado alto?
—Más alto —dijo ella.
Receloso, Jerry bajó el sonido, mirándola. Al hacerlo, sonó dos veces en el vestíbulo el teléfono interior.
—Ten cuidado —le advirtió, y, revólver en mano, se encaminó hacia el lado de la puerta de entrada que se abría, en posición de tiro, a un metro del arco, lo bastante cerca para saltar hacia adelante, lo suficientemente lejos para disparar y tirarse, que era lo que tenía pensado al colocarse medio acuclillado allí. Sostenía el revólver en la izquierda y nada en la derecha, porque a aquella distancia no podía errar con ninguna mano, mientras que si quería golpear prefería tener libre la derecha. Recordaba cómo llevaba las manos Tiu y se dijo que no podía dejar que se le acercara. Hiciese lo que hiciese, tenía que hacerlo a distancia. Una patada en la entrepierna y luego fuera. Mantenerse lejos de aquellas manos.
—Tú di «adelante» —le dijo.
—Adelante —repitió Lizzie por teléfono. Colgó y quitó el cierre de la puerta.
—Cuando entre, sonríe para la cámara. No grites.
—Vete al infierno.
Del hueco del ascensor llegó hasta su oído sensibilizado el rumor de un ascensor subiendo y el monótono «ping» del timbre.
Oyó pasos acercándose a la puerta, sólo de una persona, firmes, y recordó el paso cómico y un poco simiesco de Drake Ko en Happy Valley, cómo se le marcaban las rodillas en los pantalones de franela. Una llave se deslizó en la cerradura, giró, y el resto siguió sin visible premeditación. Por entonces, Jerry había saltado con todo su peso, aplastando contra la pared el cuerpo indefenso. Cayó un cuadro de Venecia. El cristal se rompió, Jerry cerró la puerta de golpe, todo ello en el mismo instante en que encontraba una garganta y hundía el cañón de la pistola en la carne. Luego, la puerta se abrió por segunda vez desde fuera, muy deprisa, Jerry perdió el resuello, sus pies volaron hacia arriba, un dolor inmovilizante brotó de sus riñones, se expandió y le lanzó sobre la gruesa alfombra; un segundo golpe le alcanzó en la entrepierna y le hizo jadear y alzar las rodillas hasta el mentón. Sus ojos extraviados vieron ante sí de pie al pequeño y furioso Fawn, la niñera, disponiéndose a asestar un tercer golpe, y vieron la rígida sonrisa de Sam Collins que atisbaba tranquilo por encima del hombro de Fawn evaluando los daños. Y quieto en el umbral, con expresión muy preocupada, mientras se ajustaba el cuello de la camisa tras aquel asalto inesperado de Jerry, el señor George Smiley, el que en tiempos había sido su guía y mentor, contenía jadeante y muy aturdido a sus ayudantes.
Jerry podía sentarse, pero sólo si permanecía inclinado hacia adelante. Tenía las manos inmóviles delante, los codos sobre los muslos, le dolía todo el cuerpo; era como un veneno que se extendiese desde una fuente central. La chica le miraba desde la puerta del vestíbulo. Fawn estaba al acecho, deseoso de tener otra excusa para atizarle. Al otro extremo de la estancia, estaba Sam Collins, sentado en un sillón de orejas, con las piernas cruzadas. Smiley le había servido a Jerry un brandy solo y estaba inclinado sobre él, poniéndole la copa en la mano.
—¿Qué estás haciendo aquí, Jerry? —dijo Smiley—. No entiendo.
—Cortejando —dijo Jerry, y cerró los ojos, mientras le asolaba una nueva oleada de lúgubre dolor—. Le cogí un afecto imprevisto aquí a nuestra anfitriona. Lo siento.
—Hiciste algo muy peligroso, Jerry —objetó Smiley—. Pudiste haber estropeado toda la operación. Supón que yo hubiese sido Ko. Las consecuencias habrían sido desastrosas.
—Te aseguro que lo habrían sido, sí —dijo, y tomó otro trago—. Luke ha muerto. Está tirado en mi piso con la cabeza rota.
—¿Quién es Luke? —preguntó Smiley, olvidando que se habían visto en casa de Craw.
—Nadie. Sólo un amigo —bebió de nuevo—. Un periodista norteamericano. Un borracho. Nadie ha perdido nada.
Smiley miró a Sam Collins, pero Sam se encogió de hombros.
—Nadie que conozcamos nosotros —dijo.
—Llámales de todos modos —dijo Smiley.
Sam cogió el teléfono móvil y salió con él de la habitación, porque conocía la distribución del piso.
—¿Le habéis apretado las clavijas, eh? —dijo Jerry, indicando con un gesto a Lizzie—. Creo que no queda nada en el libro que no le hayáis hecho.
Luego, dirigiéndose a ella, añadió:
—¿Qué tal te va, amiga? Perdona el jaleo. No rompimos nada, ¿verdad?
—No —dijo ella.
—Te han apretado las clavijas utilizando tu pasado culpable, ¿verdad? El palo y la zanahoria. ¿Te prometieron dejar limpia la pizarra? Eres una tonta, Lizzie. En este juego no se permite tener un pasado. Y tampoco se puede tener un futuro. Verboten.
Se volvió de nuevo a Smiley:
—No pasó más que eso, George. No hay ninguna filosofía especial en el asunto. Sólo que la amiga Lizzie entró muy dentro de mí.
Y echó la cabeza hacia atrás y miró fijamente a Smiley con los ojos semicerrados. Con la claridad que a veces proporciona el dolor, se dio cuenta de que con su acción había puesto en peligro hasta la existencia misma de Smiley.
—No te preocupes —dijo suavemente—. A ti no te pasará, puedes estar seguro.
—Jerry —dijo Smiley.
—Señor —dijo Jerry, adoptando una postura teatral de atención.
—Jerry, no entiendes lo que pasa. Hasta qué punto pudiste estropearlo todo. Miles de millones de dólares y miles de hombres que no habrían obtenido nada de lo que nos proponemos conseguir con esta operación. Un general en guerra se moriría de risa pensando en un sacrificio tan pequeño por un dividendo tan enorme.
—No me pidas a mí que te saque del apuro, amigo —dijo Jerry mirándole de nuevo a la cara—. El sabihondo eres tú, ¿recuerdas? No yo.
Volvió Sam Collins. Smiley le miró interrogante.
—No es uno de los suyos tampoco —dijo Sam.
—Iban a por mí —dijo Jerry—. Pero cogieron a Lukie. Es un gran tipo. O lo era.
—¿Y está en tu piso? —preguntó Smiley—. Muerto. De un tiro. ¿Y en tu piso?
—Lleva allí tiempo.
Smiley se dirigió a Collins:
—Tenemos que limpiar todas las huellas, Sam. No podemos arriesgarnos a un escándalo.
—Volveré a llamarles ahora —dijo Collins.
—Y entérate de los vuelos —dijo Smiley cuando el otro ya salía—. Dos. De primera.
Collins asintió.
—No me gusta ni pizca ese tipo —confesó Jerry—. Nunca me gustó. Debe ser el bigote.
Luego, señaló a Lizzie.
—¿Qué tiene ella para ser tan importante para todos vosotros, George? Ko no le cuchichea sus más íntimos secretos. Ella es una ojirredonda —se volvió a Lizzie—. ¿Verdad que no?
Ella movió la cabeza.
—Si lo hiciese, ella no se acordaría —continuó Jerry—. Es muy torpe para esas cosas. Probablemente nunca haya oído hablar de Nelson.
Volvió a dirigirse a ella:
—Tú. ¿Quién es Nelson? Vamos, ¿quién es? El hijito muerto de Ko, ¿verdad? Eso es. Le puso su nombre al barco, ¿verdad? Y a su caballo.
Luego, se volvió a Smiley:
—¿Ves? Es muy torpe. Te aconsejo que la dejes fuera del asunto.
Collins había vuelto con una nota de horarios de vuelos. Smiley la leyó ceñudo.
—Tenemos que enviarte a casa inmediatamente, Jerry —dijo—. Guillam está esperando abajo con un coche. Fawn también irá.
—Tengo ganas de vomitar otra vez, si no te importa.
Jerry se incorporó, se apoyó en el brazo de Smiley e inmediatamente Fawn se adelantó, pero Jerry esgrimió hacia él un dedo amenazador, mientras Smiley le ordenaba retroceder.
—No te acerques a mí, gnomo venenoso —le advirtió Jerry—. Tuviste una ocasión y se acabó. La próxima vez, no será tan fácil.
Avanzaba encogido, despacio, arrastrando los pies, con las manos en el vientre. Al llegar junto a la chica, se detuvo.
—¿Tenían sus reuniones aquí Ko y sus amiguitos, querida? Ko subía aquí a sus muchachos para charlar con ellos, ¿verdad?
—A veces…
—Y tú ayudabas con los micros, ¿eh? Como una buena ama de casa. Dejabas entrar a los chicos de sonido, sostenías la lámpara… Claro que lo hacías, sí…
Ella asintió.
—Aún no es suficiente —objetó Jerry, mientras continuaba renqueante hacia el baño—. Aún no contesta eso a mi pregunta. Debe haber más cosas, muchas más.
En el baño, puso la cara bajo el agua fría, bebió un poco e inmediatamente vomitó. Al volver, miró de nuevo a la chica. Ella estaba en el salón y, al igual que la gente que cuando está tensa se pone a hacer cosas triviales se había puesto a ordenar los discos y colocarlos en su funda correspondiente. En un rincón distante, Smiley y Collins conferenciaban en voz baja. Cerca y alerta, esperando junto a la puerta, estaba Fawn.
—Adiós, amiga —le dijo a la chica. Y poniéndole la mano en el hombro, la hizo volverse hasta que sus ojos grises le miraron de frente.
—Adiós —dijo ella, y le besó, no exactamente con pasión, pero al menos más concienzudamente que a los camareros.
—Yo fui una especie de accesorio antes de la acción —explicó—. Lo siento. Pero no lamento ninguna otra cosa. Será mejor que tengas cuidado también con ese maldito Ko. Porque si ellos no consiguen matarle, puede que lo haga yo.
Y le acarició las cicatrices de la barbilla y luego se arrastró hacia la puerta, donde esperaba Fawn, y se volvió para despedirse de Smiley, que estaba solo de nuevo. Collins había sido enviado al teléfono. Smiley estaba como mejor le recordaba Jerry: los brazos cortos ligeramente alzados de los costados, la cabeza un poco hacia atrás, la expresión como de disculpa y de interrogación al mismo tiempo, como quien acaba de dejarse el paraguas en el metro. La chica se había apartado de ambos y aún seguía ordenando los discos.
—Recuerdos a Ann —dijo Jerry.
—Gracias.
—Estás equivocado, amigo. No sé cómo, no sé por qué, pero estás equivocado. Aunque, de todos modos, imagino que es demasiado tarde para eso.
Se sintió mal otra vez y le aullaba la cabeza por los dolores que sentía en el cuerpo.
—Si te acercas más a mí —le dijo a Fawn— te romperé ese cochino cuello, ¿entendido?
Se volvió de nuevo a Smiley, que seguía en la misma postura y no mostraba indicio alguno de haberle oído.
—Así que os queda el campo libre —dijo Jerry.
Con un último gesto de despedida para Smiley, pero ninguno para la chica, Jerry salió cojeando al descansillo, seguido de Fawn. Cuando esperaba el ascensor, vio al elegante norteamericano de pie a la entrada de otro piso abierto, observándole.
—Hombre, me había olvidado de ti —dijo ruidosamente—. Tú eres el que controla los aparatos de su piso, ¿eh? Los ingleses la chantajean y los primos le ponen escuchas en casa, es una chica con suerte, recibe de todas partes.
El norteamericano desapareció, cerrando rápidamente la puerta. Llegó el ascensor y Fawn le empujó al interior.
—No hagas eso —le advirtió Jerry—. Este caballero se llama Fawn —dijo, dirigiéndose a los otros ocupantes del ascensor en voz muy alta.
La mayoría de los ocupantes del ascensor llevaban smoking y trajes de lentejuelas.
—Pertenece al Servicio Secreto británico y acaba de darme una patada en los huevos. Vienen los rusos —añadió, a sus rostros inexpresivos e indiferentes—. Se van a llevar todo vuestro dinero.
—Está borracho —dijo Fawn irritado.
En el vestíbulo, Laurence, el portero, les observó con gran interés. Delante del edificio esperaba un sedán Peugeot azul. Sentado al volante estaba Peter Guillan.
—Adentro —masculló.
La puerta delantera estaba cerrada. Jerry subió atrás, seguido de Fawn.
—¿Qué demonios te has creído tú? —exigió Guillam furioso—. ¿Desde cuándo los ocasionales de Londres pueden tomar una iniciativa así en plena operación?
—No te acerques —advirtió Jerry a Fawn—. Al más mínimo movimiento, te atizo. Te lo digo en serio. Te aviso. Oficial.
Había vuelto la niebla baja, rodaba sobre el capó. La ciudad parecía al pasar como una serie de vistas enmarcadas de un depósito de chatarra: un letrero pintado, el escaparate de una tienda, ramales de cables siguiendo las luces de neón, una masa de asfixiado follaje; el inevitable edificio en construcción inundado de luz. En el espejo, Jerry vio que le seguía un Mercedes negro. Pasajero varón, chófer varón.
—Los primos vienen siguiéndonos la retirada —anunció.
Un espasmo de dolor en el abdomen estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento y por un instante pensó que Fawn había vuelto a pegarle, pero fue sólo un recuerdo de la primera vez. En Central, hizo parar a Guillam y vomitó en la calle a la vista de todo el mundo, sacando la cabeza por la ventanilla, mientras Fawn acechaba tenso. El Mercedes paró también, tras ellos.
—No hay nada como un buen dolor —exclamó, acomodándose de nuevo en el coche—, para despejar la sesera de polillas por una temporada. ¿Eh, Peter?
Guillam, que estaba furioso, contestó con un taco.
No entiendes lo que pasa, había dicho Smiley. Hasta qué punto pudiste estropearlo todo. Miles de millones de dólares y miles de hombres que no habrían obtenido nada de lo que nos proponemos conseguir…
¿Cómo?, se preguntaba insistente. Conseguir ¿qué? Tenía una idea muy esquemática de la posición de Nelson dentro del gobierno chino. Craw sólo le había dicho lo imprescindible. Nelson tiene acceso a las joyas de la Corona de Pekín, Señoría. El que le eche el guante a Nelson, ganará honra y fama para toda la vida para sí mismo y para su noble casa.
Iban bordeando el puerto, camino del túnel. Desde el nivel del mar, el portaviones norteamericano parecía extrañamente pequeño contra el alegre telón de fondo de Kowloon.
—¿Y cómo le va a sacar Drake? —preguntó tranquilamente a Guillam—. No intentará sacarle volando otra vez, claro. Ricardo acabó con esa posibilidad para siempre, ¿no?
—Succión —masculló Guillam… lo cual fue una estupidez de su parte, pensó jubiloso Jerry. Debería haber mantenido la boca cerrada.
—¿Nadando? —preguntó Jerry—. Nelson cruzando la bahía Mirs. Drake no puede hacer eso. Nelson es demasiado viejo. Moriría de frío, si es que no le cogían antes los tiburones. ¿Qué te parece el tren de los cerdos, sacarle con los puercos? Lamento que te pierdas el gran momento, amigo, por culpa mía.
—Yo también lo lamento, puedes estar seguro. Me gustaría atizarte una patada en la boca.
La dulce música del regocijo resonaba en el cerebro de Jerry. ¡Es cierto!, se decía. ¡Eso es lo que pasa! Drake va a sacar a Nelson y ellos están haciendo cola esperando su llegada.
Tras el lapsus de Guillam (sólo una palabra, pero para Sarratt un error clara y totalmente imperdonable) había una revelación tan desconcertante como todas las que Jerry soportaba entonces, y en algunos aspectos, muchísimo más amarga. Si algo podía mitigar el delito de indiscreción (y para Sarratt nada lo mitiga) no hay duda de que podrían alegarse justificadamente las experiencias de Guillam en la última hora: media hora conduciendo frenéticamente para Smiley en la hora punta y la otra media esperando en el coche, en desesperada indecisión, frente a Star Heights. Todo lo que había temido en Londres, sus más lúgubres recelos respecto a la conexión Enderby-Martello, y los papeles de apoyo de Lacon y de Sam exactos por encima de cualquier duda razonable, y ciertos y justificados, y si podía poner alguna objeción a sus previsiones era la de que en ellas había subestimado el asunto.
Habían ido primero a Bowen Road en los Midlevels, a un edificio de apartamentos tan neutro y anodino y grande que hasta los que vivían allí debían de tener que mirar dos veces el número para asegurarse de que entraban en el debido. Smiley pulsó un botón que decía Mellon y Guillam fue tan idiota que preguntó: «¿Quién es Mellon?» en el justo instante en que recordaba que era el nombre de trabajo de Sam Collins. Luego hizo una toma doble y se preguntó (a sí mismo, no a Smiley, estaban ya en el ascensor por entonces) a qué chiflado podría ocurrírsele, tras los estragos de Haydon, utilizar el mismo nombre de trabajo que había usado antes de la caída. Luego, Collins les abrió la puerta, ataviado con su bata de seda tailandesa, un pitillo negro en la boquilla, y su sonrisa lavable e inarrugable; y acto seguido estaban ya todos en un salón de parqué con sillones de bambú y Sam había conectado dos transistores en distintas emisoras (en una se oía a un locutor y música en la otra), como rudimentario sistema de seguridad antiescuchas mientras hablaban. Sam escuchaba, ignorando por completo a Guillam; luego se apresuró a telefonear a Martello directamente (Sam tenía una línea directa con él, date cuenta, no tenía que marcar ni nada, comunicación inmediata, al parecer) para preguntarle veladamente «cómo andan las cosas con el amiguito». Lo de «amiguito» (Guillam se enteró más tarde) era, en la jerga del juego, un sinvergüenza. Martello contestó que la furgoneta de vigilancia acababa de informar El amiguito y Tiu estaba en aquel momento sentados en la bahía de Causeway a bordo del Almirante Nelson, según los vigilantes, y los micros de dirección (como siempre) estaban recogiendo tantos ruidos producidos por el agua que los transcriptores necesitarían días, quizás semanas, para eliminar los sonidos extraños y descubrir si los dos hombres se habían dicho algo interesante. Entretanto, habían destacado un vigilante fijo junto al muelle, con órdenes de avisar inmediatamente a Martello si la embarcación levaba anclas o alguna de las dos presas desembarcaba.
—Entonces debemos ir allí de inmediato —dijo Smiley, así que volvieron al coche y mientras Guillam conducía el breve trayecto que les separaba de Star Heights, furioso y escuchando impotente la tensa conversación de los otros, fue convenciéndose cada vez más de que estaba contemplando una tela de araña y que sólo George Smiley, obsesionado por lo que prometía el caso y por la imagen de Karla, era lo bastante miope y lo bastante confiado, y a su modo paradójico lo bastante inocente, para meterse de cabeza y enredarse en ella.
La edad de George, pensó Guillam, las ambiciones políticas de Enderby, su proclividad a la postura belicista y pronorteamericana… por no mencionar la caja de botellas de champán y sus descarados galanteos a la planta quinta. El tibio apoyo de Lacon a Smiley, mientras por detrás buscaba en secreto un sucesor. La parada de Martello en Langley. La tentativa de Enderby, hacía sólo días, de sacar a Smiley del caso y entregárselo a Martello en bandeja. Y ahora, lo más elocuente y amenazador de todo, la reaparición de Sam Collins como comodín del caso con una línea privada de comunicación con Martello… Y Martello, Dios nos asista, haciéndose el tonto como si no supiese de dónde sacaba George la información, a pesar de la línea directa:
Para Guillam todo esto se resumía en una sola cosa, y estaba impaciente por coger a Smiley a solas y, por cualquier medio posible, apartarle lo suficiente de la operación, sólo por un momento, para que pudiera ver a dónde se encaminaba. Para explicarle lo de la carta: Lo de la visita de Sam a Lacon y Enderby en Whitehall.
¿Pero qué hacía en lugar de eso? Tenía que volver a Inglaterra. ¿Por qué tenía que volver a Inglaterra? Porque un necio escritorzuelo llamado Westerby había tenido el descaro de soltarse de la traílla.
Guillam apenas habría podido soportar la decepción ni aun en el caso de no tener tan clara conciencia de un desastre inminente. Había soportado mucho hasta aquel momento. El ostracismo y el exilio en Brixton cuando Haydon, el andar al rabo del viejo George en vez de volver al campo, soportando la obsesión de George por el misterio y el secreto que Guillam consideraba, en privado, humillante y contraproducente y, cuando al fin había emprendido un viaje con un destino, el maldito Westerby, precisamente, le arrebataba incluso eso. Pero volver a Londres sabiendo que por lo menos durante las veintidós horas siguientes dejaba a Smiley y al Circus en poder de una manada de lobos, sin tener siquiera posibilidad de advertirle… era para Guillam la crueldad que coronaba una frustrada carrera, y si acusar a Jerry de todo le ayudaba, qué demonios, acusaría de todo a Jerry o a quién fuese.
—¡Que vaya Fawn!
Fawn no es un caballero, habría contestado Smiley… o cualquier otra cosa que vendría a significar lo mismo.
Y que lo digas, pensó Guillam, recordando los brazos rotos.
También Jerry tenía conciencia de abandonar a alguien a los lobos, aunque ese alguien fuese Lizzie Worthington y no George Smiley. Mientras miraba por la ventanilla trasera del coche, le parecía que el mundo mismo que estaba recorriendo también había sido abandonado. Los mercados callejeros estaban desiertos, las aceras, los portales incluso. El Pico se alzaba sobre ellos con su cima cocodrilesca pintarrajeada por una luna astrosa. Es el último día de la Colonia, decidió. Pekín ha hecho su llamada proverbial telefónica. «Fuera, se acabó la fiesta». El último hotel estaba cerrando. Vio los Rolls Royces vacíos abandonados como desechos alrededor del puerto, y la última matrona ojirredonda cargada con sus pieles y joyas libres de impuestos, subiendo la pasarela del último trasatlántico. Vio al último especialista en asuntos chinos echando frenéticamente sus últimos cálculos erróneos en la trituradora, las tiendas saqueadas, la ciudad vacía esperando como una res muerta a que llegaran las hordas. Por un instante, todo pasó a ser un mundo que se desvanecía… aquí, en Phnom Penh, en Saigón, en Londres, un mundo en precario, con los acreedores esperando a la puerta; y hasta el mismo Jerry, de algún modo indefinible, era parte de la deuda que había que pagar.
Siempre he agradecido a este servicio el que me diese la oportunidad de pagar. ¿Es eso lo que sientes tú? ¿Lo que te sientes ahora? ¿Una especie de superviviente?
Sí, George, pensó. Pon las palabras en mi boca, amigo. Eso es lo que siento. Pero quizás no exactamente en el sentido en que lo dices tú, amigo. Vio la carita cordial y alegre de Frost cuando bebía y bromeaba. Le vio la segunda vez, vio la espantosa mandíbula desencajada, sintió la mano afectuosa de Luke en el hombro, y vio la misma mano abierta en el suelo, sobre la cabeza, para coger una pelota que nunca llegaría, y pensó: El problema, amigo, es que quienes en realidad pagan son los otros pobres infelices.
Como Lizzie, por ejemplo.
Un día se lo diría a George, si volvían a encontrarse alguna vez, tomando una copa, y volvían a mencionar aquel espinoso tema de por qué santa razón escalaban la montaña. E insistía entonces (sin agresividad, no con el propósito de hundir el barco, amigo) en la forma egoísta y ferviente con que sacrificamos a otras personas, como Luke y Frost y Lizzie. George le daría una respuesta perfectamente válida, por supuesto. Razonable. Medida. Exculpatoria. George tenía una visión general del cuadro. Comprendía los imperativos. Por supuesto que sí. Él era un sabihondo.
Se acercaban al túnel del puerto y Jerry recordó el último beso tembloroso de Lizzie, y recordó al mismo tiempo su peregrinación al depósito de cadáveres, porque ante ellos se alzaba de entre la niebla el andamiaje de un nuevo edificio iluminado por los focos como el andamiaje que vieron yendo al depósito de cadáveres; resplandecientes coolies se apiñaban en él con sus cascos amarillos.
A Tiu tampoco le gusta ella, pensó. No le gusta que los ojirredondos revelen los secretos del Gran Señor.
Forzando el pensamiento en otras direcciones, intentó imaginar lo que harían con Nelson: sin patria, sin hogar; un pez al que devorar o arrojar de nuevo al mar, según conviniese. Jerry había visto antes algunos de estos peces: había estado presente en su captura; en su rápido interrogatorio; y había conducido de nuevo a más de uno a la frontera para que retomase el camino que había cruzado hacía poco en dirección contraria, para rápido reciclaje, como tan deliciosamente se decía en la jerga de Sarratt: «Rápido, antes de que se den cuenta de que ha salido». Y ¿si no le hacían regresar? ¿Si le retenían y conservaban, si conservaban aquella gran presa anhelada por todos? Entonces, tras los años de interrogatorio (dos, tres incluso, él había oído de algunos casos en que habían sido cinco), Nelson se convertiría en un judío errante más del mundo del espionaje al que habría que ocultar y trasladar de nuevo y ocultar, al que no querrían ni aquellos a los que había revelado sus secretos.
¿Y qué hará Drake con Lizzie, se preguntó, mientras se desarrolla este pequeño drama? ¿Qué basurero le espera esta vez?
Llegaba a la boca del túnel y habían aminorado la velocidad hasta casi detenerse del todo: El Mercedes seguía detrás de ellos. Jerry echó la cabeza hacia adelante. Se sujetó la entrepierna con ambas manos y se balanceó, gruñendo de dolor. Desde una improvisada caseta de policía que era como el puesto de un centinela, observaba curioso un policía chino.
—Si se acerca, dile que se trata de un borracho —masculló Guillam—. Enséñale la vomitada del suelo.
Entraron lentamente en el túnel. Dos carriles de dirección norte estaban llenos de coches que iban a pasos de tortuga, defensa con defensa, debido al mal tiempo. Guillam había tomado el carril de la derecha. El Mercedes se colocó junto a ellos a la izquierda. En el espejo, con los ojos semicerrados, Jerry vio un camión gris que bajaba tras ellos rechinante.
—Dame cambio —dijo Guillam—. Lo necesitaré a la salida.
Fawn hurgó en los bolsillos, pero utilizando sólo una mano.
El túnel vibraba por el estruendo de los motores. Se inició un desafío de bocinazos. Se incorporaron a él más vehículos. A la niebla se añadía el hedor de los tubos de escape. Fawn cerró la ventanilla. El estruendo aumentó y resonó hasta que el coche empezó a estremecerse. Jerry se tapó los oídos.
—Lo siento, amigo. Me parece que tengo que vomitar otra vez.
Pero esta vez se inclinó hacia Fawn, que murmurando «sucio cabrón» se apresuró a bajar el cristal de la ventanilla de nuevo, hasta que Jerry le golpeó con la cabeza en la parte interior de la cara y le hundió el codo en la entrepierna. Para Guillam, cazado en el dilema de seguir conduciendo o defenderse, Jerry tenía reservado un golpe en el punto en que el hombro se encuentra con la clavícula. Jerry inició el golpe con el brazo completamente relajado, convirtiendo la velocidad en potencia en el último instante posible. El golpe hizo a Guillam gritar «Dios» y saltar en el asiento mientras el coche viraba hacia la derecha. Fawn tenía un brazo alrededor del cuello de Jerry y con la otra mano intentaba echarle la cabeza hacia atrás, con lo que sin duda le habría desnucado. Pero en Sarratt enseñan un golpe para cuando hay poco espacio donde maniobrar que se llama el zarpazo del tigre y que consiste en lanzar la palma de la mano hacia arriba y hundirla en la tráquea del adversario, manteniendo doblado el brazo y los dedos arqueados hacia atrás, para aumentar la tensión. Jerry hizo exactamente eso y la cabeza de Fawn chocó con la ventanilla de atrás con tal fuerza que el vidrio de seguridad se astilló. Los dos norteamericanos seguían en el Mercedes, mirando hacia adelante, como si se dirigieran a unas exequias nacionales. Pensó en apretar la tráquea de Fawn con el índice y el pulgar, pero no lo creyó necesario. Tras recuperar su revólver, que Fawn llevaba en la cintura, Jerry abrió la puerta de la derecha. Guillam hizo una tentativa desesperada de detenerle, y le rasgó hasta el codo la manga de la chaqueta del traje azul, fiel pero muy viejo. Jerry le golpeó con el revólver en el brazo y vio que se le crispaba la cara de dolor. Fawn logró sacar una pierna, pero Jerry cerró la puerta con fuerza cogiéndosela con ella y le oyó gritar «¡cabrón!» de nuevo, tras lo cual, echó a correr hacia la ciudad, en dirección contraria al tráfico. Saltando y zigzagueando entre los vehículos casi inmóviles, logró salir del túnel y subir ladera arriba hasta una pequeña cabaña de vigilancia. Creyó oír gritar a Guillam. Creyó oír un disparo, pero muy bien podría haber sido el tubo de escape de un coche. Le dolía muchísimo el vientre, pero parecía correr más deprisa empujado precisamente por el dolor. Un policía le gritó desde la acera, otro alzó los brazos, pero Jerry les ignoró y le concedieron la indulgencia final del ojirredondo. Corrió hasta encontrar un taxi. El conductor no hablaba inglés, así que tuvo que indicarle la ruta hasta que llegaron al edificio del apartamento de Lizzie.
—Por ahí, amigo. Subiendo. A la izquierda, animal, eso es.
Jerry no sabía si Smiley y Collins seguirían allí o si Ko habría vuelto, quizás con Tiu, pero tenía muy poco tiempo para intentar averiguarlo. No llamó al timbre porque sabía que los micros lo registrarían. En vez de eso, sacó una tarjeta de la cartera, garrapateó en ella un mensaje, la metió por la ranura del buzón de la puerta y esperó acuclillado, temblando y sudando y resollando como un caballo de tiro, mientras oía los pasos de ella y se frotaba el vientre. Esperó un siglo y al fin la puerta se abrió y allí estaba ella mirándole mientras él intentaba incorporarse.
—Dios santo, pero si es Galahad —murmuró Lizzie.
No llevaba maquillaje y las cicatrices del golpe de Ricardo destacaban en su barbilla, rojas y profundas. No lloraba. Jerry no «había pensado que pudiera hacerlo, pero, de todos modos, su cara parecía más vieja que el resto de su persona. La sacó al descansillo para hablar y ella no opuso resistencia. La llevó hasta la puerta que daba a la escalera de incendios.
—Reúnete conmigo al otro lado de esta puerta dentro de cinco segundos, ¿entendido? No telefonees a nadie. No metas ruido al salir y no hagas ninguna pregunta tonta. Trae ropa de abrigo. De prisa. No pierdas tiempo. Por favor.
Ella le miró, miró su manga rasgada, su chaqueta empapada de sudor; miró el mechón de pelo que le caía sobre los ojos.
—O yo o nada —dijo Jerry—. Y créeme, se trata de una nada grandísima.
Ella volvió sola al piso, dejando la puerta entornada. Pero salió muy deprisa y por si acaso ni siquiera cerró la puerta. Él bajó delante, por la escalera de incendios. Lizzie llevaba un bolso y un chaquetón de cuero. Había cogido también un jersey para que él pudiera deshacerse de la chaqueta rota; Jerry supuso que sería de Drake, porque le quedaba pequeñísimo, pero logró encajárselo. Vació los bolsillos de la chaqueta en el bolso de ella y tiró la chaqueta al conducto de la basura. Lizzie le seguía tan silenciosa que él tuvo que volverse dos veces para asegurarse de que aún estaba allí. Cuando llegaron abajo, Jerry atisbo por la ventana reticulada y retrocedió al ver al Rocker en persona acompañado de un corpulento subordinado, que se encaminaba hacia el compartimiento del portero y le mostraba su carnet de policía. Siguieron por la escalera hasta el aparcamiento y ella dijo:
—Cojamos la canoa roja.
—No seas tonta, la dejamos en la ciudad.
La condujo por entre los coches hasta un escuálido solar lleno de desperdicios y material de desecho, como el patio trasero del Circus. De allí, entre muros de goteante hormigón, bajaba vertiginosamente una escalera hacia la ciudad, sombreada de negras ramas y cortada en secciones por la serpeante carretera. La bajada por aquella escalera tan pendiente le resultaba muy penosa, le dolía mucho el vientre. La primera vez que llegaron a la carretera, Jerry la cruzó sin detenerse. La segunda, alertado por el parpadeo rojo sangre de una luz de alarma que se veía a lo lejos, metió a Lizzie entre los árboles para evitar las luces de un coche de la policía que bajaba aullando cuesta abajo a toda velocidad. En el paso subterráneo encontraron un pak-pai y Jerry dio la dirección.
—¿Qué demonios es eso? —dijo ella.
—Un sitio donde no tendremos que inscribimos —dijo Jerry—. Pero calla y déjame dirigir, ¿quieres? ¿Cuánto dinero tienes?
Ella abrió el bolso y contó lo que llevaba en una gruesa cartera.
—Se lo gané a Tiu jugando al mah-jong —dijo, y Jerry percibió que estaba fantaseando.
El taxista les dejó al fondo de la calleja y recorrieron a pie la corta distancia que había hasta la puerta. La casa no tenía luces, pero al aproximarse a la puerta de entrada, ésta se abrió y otra pareja se cruzó con ellos y se perdió en la oscuridad. Entraron en el vestíbulo y la puerta se cerró tras ellos; siguieron la luz de una linterna a través de un corto laberinto de paredes de ladrillo hasta llegar a un elegante recibidor en el que se oía música grabada. En el sinuoso sofá que había en el centro estaba sentada una flaca dama china con un lápiz y un cuaderno en el regazo; tenía el aire de una castellana modelo. Sonrió al ver a Jerry, y al ver a Lizzie su sonrisa se amplió.
—Para toda la noche —dijo Jerry.
—Por supuesto —contestó ella.
La siguieron escaleras arriba hasta un pequeño pasillo. Las puertas abiertas aportaban fugaces visiones de cobertores de seda, luces bajas, espejos. Jerry eligió la menos sugestiva, rechazó la oferta de una segunda chica para completar la sesión, dio dinero a la mujer y pidió una botella de Rémy Martin. Lizzie le siguió al interior, dejó en la cama el bolso y, con la puerta aún abierta, soltó una nerviosa carcajada de alivio.
—Lizzie Worthington —exclamó—. Aquí es donde te dijeron que acabarías, zorra desvergonzada; y ya ves que tenían razón.
Había un diván con cabecera y Jerry se tendió en él, mirando al techo, los pies cruzados, la copa de brandy en la mano. Lizzie ocupó la cama y, durante un rato, ambos guardaron silencio. El lugar era silencioso y tranquilo. De vez en cuando, les llegaba del piso de arriba un grito de placer o una risa apagada, y en una ocasión, un grito de protesta. Lizzie se acercó a la ventana y miró afuera.
—¿Qué se ve por ahí? —preguntó él.
—Una pared de ladrillo, unos treinta gatos y cajas y envases amontonados.
—¿Hay niebla?
—Mucha.
Luego, se dirigió al baño, estuvo allí un rato, salió.
—Amiga —dijo quedamente Jerry.
Lizzie se detuvo, súbitamente cautelosa.
—¿Estás sobria y en tu sano juicio?
—¿Por qué?
—Quiero que me cuentes todo lo que les contaste a ellos. Una vez que lo hayas hecho, quiero que me cuentes todo lo que ellos te preguntaron, aunque tú no pudieras contestarles. Y una vez hecho esto, intentaremos extraer una cosilla que se llama un negativo y descubrir dónde están todos esos cabrones dentro del esquema del universo.
—Es una repetición —dijo ella al fin.
—¿De qué?
—No lo sé. Todo tiene que ser exactamente del mismo modo que la vez anterior.
—¿Y qué paso la vez anterior?
—Pasase lo que pasase —dijo ella cansinamente—, va a repetirse.