19. Preparando la pesca

El interior del Consulado norteamericano de Hong Kong parecía copiado del interior del Anexo, desde el omnipresente palo de rosa falso a la insípida cortesía y a los sillones de aeropuerto y al confortante retrato del presidente, aunque esta vez fuese Ford. Bienvenidos a vuestra casa de fantasmas de Howard Johnson, pensó Guillam. La sección en la que ellos trabajaban se denominaba pabellón de aislamiento, y tenía entrada propia por la calle, vigilada por dos infantes de marina. Tenían pases con nombres falsos (el de Guillam era Cordón) y durante su estancia allí, salvo por teléfono, no hablaban con nadie del interior del edificio, salvo entre sí. «No sólo somos negables, caballeros —les había dicho muy satisfecho Martello en la reunión informativa—. También somos invisibles». Así se iban a jugar las cartas, dijo. El Consulado general norteamericano podía poner la mano en la Biblia y jurar ante el gobernador que ellos no estaban allí y que su personal nada tenía que ver con aquello, dijo Martello. «No lo sabe nadie». Después de esto, entregó el mando a George porque: «Este asunto es tuyo, George, de cabo a rabo».

Tenían que dar un paseo cuesta abajo de cinco minutos para llegar al Hilton, donde Martello les había reservado habitaciones. Cuesta arriba, aunque les habría resultado duro subir, había diez minutos andando hasta el bloque de apartamentos de Lizzie Worth. Llevaban allí cinco días y, en aquel momento, atardecía, pero ellos no tenían medio de saberlo porque en la sala de operaciones no había ventanas. En su lugar había mapas y cartas marinas. Y un par de teléfonos controlados por los hombres silenciosos de Martello, Murphy y su amigo. Martello y Smiley tenían una mesa-escritorio grande cada uno. Guillam, Murphy y su amigo compartían la mesa de los teléfonos y Fawn se sentaba ceñudo en el centro de una hilera de butacas de cine vacías, de la pared del fondo, como un crítico aburrido en el avance de una película, hurgándose los dientes unas veces y bostezando otras, pero negándose a salir de allí, como repetidamente le aconsejaba Guillam. Habían hablado con Craw y le habían dado orden de ocultarse por completo. Una zambullida total. Smiley temía por él desde la muerte de Frost, y hubiese preferido evacuarle, pero el amigo Craw no lo habría aceptado.

Era también, por una vez, el momento de los hombres silenciosos: «Nuestra última sesión informativa detallada —había dicho Martello—. Bueno, si tú estás de acuerdo, George». El pálido Murphy, con camisa blanca y pantalones azules, estaba de pie sobre una tarima y ante una carta marina colocada en la pared, entregado a un soliloquio con sus notas. Los demás, incluidos Smiley y Martello, estaban sentados frente a él y escuchando casi siempre en silencio. Era como si Murphy estuviese describiendo una aspiradora, y para Guillam este hecho hacía que su monólogo resultase aún más hipnótico. En la carta se veía sobre todo mar, pero en la parte de arriba y a la izquierda, colgaba un perfil como de encaje de la costa sur de China. Detrás de Hong Kong, los salpicados bordes de Cantón se veían apenas por debajo del listón que sujetaba la carta, y al sur de Hong Kong, en el punto medio mismo de la carta, se extendía el verde perfil de lo que parecía una nube, dividida en cuatro partes denominadas A, B, C y D respectivamente. Murphy dijo reverente que eran los bancos pesqueros y la cruz del centro Centre Point, señor. Murphy hablaba sólo para Martello, aunque fuese un asunto de George de cabo a rabo.

—Señor, basándonos en la última vez que Drake salió de la China roja y poniendo al día nuestra valoración de la situación tal como está ahora, nosotros y los servicios secretos de la Marina, ambos, señor…

—Murphy, Murphy —cortó Martello con mucha amabilidad—. Abrevia un poco, ¿quieres? No estamos ya en la escuela de adiestramiento, ¿entendido? Afloja un poco el cinturón, hijo.

—Señor. Uno. Tiempo —dijo Murphy, a quien no había afectado en lo más mínimo la interrupción—. Abril y mayo son los meses de transición, señor, entre los monzones del nordeste y el inicio de los monzones del sudoeste. Las condiciones climatológicas son impredecibles en un día concreto, señor, pero no se prevén condiciones extremas para el viaje en general.

Utilizaba el puntero para indicar la línea desde la parte sur de Swatow hasta los bancos pesqueros, luego desde los bancos pesqueros hacia el noroeste, pasando Hong Kong y subiendo por el Ría de las Perlas hasta Cantón.

—¿Niebla? —dijo Martello.

—La niebla es tradicional en la estación y se prevén nubes entre seis y siete oktas, señor.

—¿Qué demonios es una okta, Murphy?

—Una okta es un octavo de área de cielo cubierta, señor; las oktas han sustituido a los antiguos décimos. Hace cincuenta años que no se produce un tifón en abril, y los servicios secretos de la Marina comunican que es muy improbable que haya tifones. El viento es de dirección este, de nueve a diez nudos, pero cualquier nota que lo siga debe contar con períodos de calma y también de vientos contrarios, señor. La humedad es de un ochenta por ciento aproximadamente, y la temperatura de quince a veinticuatro grados centígrados. La condición del mar tranquilo, con escaso oleaje. Las corrientes suelen seguir en Swatow la dirección nordeste cruzando el estrecho de Taiwan, unas tres millas marinas por día, aproximadamente. Pero más al oeste… por este lado, señor…

—Eso ya lo sé, Murphy —interrumpió Martello con viveza—. Sé donde está el oeste, demonios.

Luego miró a Smiley con una sonrisa, como diciendo «estos jovenzuelos mequetrefes».

Tampoco esta vez la interrupción afectó a Murphy lo más mínimo.

—Tenemos que estar en condiciones de calcular el factor velocidad, y, en consecuencia, el avance de la flota en cualquier punto de su ruta, señor.

—Claro, claro.

—La luna, señor —continuó Murphy—. Suponiendo que la flota haya salido de Swatow la noche del veinticinco de abril, viernes, habrán pasado tres noches desde la luna llena…

—¿Por qué supones eso, Murphy?

—Porque fue entonces cuando salió de Swatow la flota, señor. Hace una hora que el servicio secreto de la Marina nos confirmó ese dato. Se localizaron columnas de juncos en el extremo este del banco pesquero C, que se dirigieron hacia el este, siguiendo el viento, señor. Hay identificación positiva del junco que dirige la flota.

Hubo una espinosa pausa. Martello se ruborizó.

—Eres un chico listo, Murphy —dijo, en tono de advertencia—. Pero debías haberme dado esa información un poco antes.

—Sí, señor. Suponiendo también que la intención del junco de Nelson Ko es entrar en aguas de Hong Kong la noche del cuatro de mayo, la luna estará en cuarto menguante, señor. Si tenemos en cuenta los precedentes…

—Los tenemos —dijo con firmeza Smiley—. La fuga debe ser una repetición exacta del viaje del propio Drake en el cincuenta y uno.

Guillam percibió que, una vez más, nadie dudaba de él. ¿Por qué no? Resultaba absolutamente desconcertante.

—… entonces, nuestro junco llegaría a la isla situada más al sur, la isla de Po Toi a las veinte horas mañana, y se reincorporaría a la flota por el Río de las Perlas arriba, a tiempo para llegar al puerto de Cantón entre diez treinta y doce horas del día siguiente, cinco de mayo, señor.

Mientras Murphy continuaba, Guillam mantenía la mirada furtivamente fija en Smiley, pensando, como pensaba muchas veces, que no le conocía mejor ahora que cuando se vieron por vez primera allá por los oscuros días de la guerra fría en Europa. ¿Dónde andaba durante todas aquellas horas intempestivas? ¿Pensando en Ann? ¿En Karla? ¿En compañía de quién estaba que volvía a traerle al hotel a las cuatro de la madrugada? No me digas que George anda con la segunda primavera, pensó. La noche anterior a las once había llegado una noticia importante de Londres, así que Guillam había subido hasta allí para descifrarla. Westerby ha desaparecido, decían. Estaban aterrados pensando que quizás Ko le hubiese asesinado o, peor aún, raptado y torturado y que la operación quedase abortada por ello. Guillam pensó que lo más probable era que Jerry estuviera entretenido con un par de azafatas en algún lugar de su ruta a Londres, pero dado que el mensaje tenía carácter prioritario no tenía más remedio que despertar a Smiley para decírselo. Llamó por teléfono a su habitación y no contestaba nadie, así que se vistió y estuvo aporreando la puerta hasta que al fin se vio obligado a utilizar la ganzúa, pues el asustado ahora era él: pensaba que Smiley podría estar enfermo.

Pero la habitación estaba vacía y la cama hecha, y cuando Guillam examinó sus cosas comprobó fascinado que el viejo agente había llegado hasta a bordarse el nombre falso en las camisas. Pero eso fue todo lo que descubrió. Así que se acomodó en el sillón de Smiley y allí estuvo dormitando hasta las cuatro, en que oyó un leve rumor y abrió los ojos y vio a Smiley inclinado ante él a unos quince centímetros de distancia, mirándole. Sólo Dios sabe cómo pudo entrar tan silenciosamente en la habitación.

—¿Gordon? —dijo suavemente Smiley—. ¿Qué puedo hacer por ti? —pues estaban en situación operativa y, claro, daban por supuesto que las habitaciones estaban controladas. Por la misma razón, Guillam guardó silencio, limitándose a entregarle el sobre que contenía el mensaje de Connie; Smiley lo leyó y lo releyó y luego lo quemó. A Guillam le impresionó lo en serio que se tomaba la noticia. Pese a ser la hora que era, insistió en ir directamente al Consulado a atender aquel asunto, así que Guillam le acompañó para llevarle las maletas:

—¿Una noche instructiva? —preguntó alegremente, mientras hacían el breve paseo cuesta arriba.

—¿Lo dices por mí? Bueno, sí, gracias, hasta cierto punto —contestó Smiley, y pasó luego a su número de desaparición, y eso fue todo lo que pudieron sacarle Guillam o cualquier otro sobre sus merodeos nocturnos y no nocturnos. Al mismo tiempo, sin la menor explicación de cuál era su fuente, George aportaba firmes datos operativos de un modo que no permitía preguntas de nadie.

—Oye George, podemos contar con eso, ¿no? —preguntó Martello desconcertado, la primera vez que pasó esto.

—¿Cómo? Ah sí, sí, claro que podéis.

—Estupendo. Un buen trabajo, George. Te admiro —dijo cordialmente Martello, tras otro desconcertado silencio, y, a partir de entonces, tuvieron que acostumbrarse a ello, no tenían elección, pues nadie, ni Martello siquiera, llegó a atreverse a desafiar su autoridad.

—¿Cuántos días de pesca significa eso, Murphy? —preguntaba Martello.

—La flota tendrá siete días de pesca, y ojalá lleguen a Cantón con las bodegas llenas, señor.

—¿Esa cifra, George?

—Oh sí, sí. Nada que añadir, gracias.

Martello preguntó a qué hora tendría que salir la flota de los caladeros para que el junco de Nelson pudiese llegar a tiempo al encuentro del día siguiente por la tarde.

—Yo he calculado las once de mañana por la mañana —dijo Smiley, sin levantar la vista de sus notas.

—Yo también —dijo Murphy.

—Me refiero a ese junco concreto, Murphy —dijo Martello, con otra mirada respetuosa a Smiley.

—Sí señor —dijo Murphy.

—¿Puede separarse de los demás tan fácilmente? ¿Cuál sería su cobertura para entrar en aguas de Hong Kong, Murphy?

—Es algo que sucede continuamente, señor. Las flotas de juncos de la China roja operan con un sistema de capturas colectivas, sin motivación de beneficios económicos, señor. En consecuencia, hay juncos aislados que salen de noche y entran sin luces y venden la pesca por dinero a los isleños de los alrededores.

—¡Hacen horas extra! —exclamó Martello, muy divertido por su ingenioso comentario.

Smiley se había vuelto a mirar el mapa de la isla de Po Toi, que estaba en la otra pared y tenía la cabeza inclinada para potenciar la capacidad de aumento de sus gafas.

—¿Podéis decirme de qué tamaño es el junco del que hablamos? —preguntó Martello.

—Es uno de los de larga travesía, de veintiocho hombres, para la pesca del tiburón y el congrio.

—¿Utilizó también Drake uno de ese tipo?

—Sí —dijo Smiley, sin dejar de mirar el mapa—. Sí, del mismo tipo.

—¿Y pueden acercarse tanto? Siempre que el tiempo lo permita, claro…

Fue de nuevo Smiley quien contestó. Guillam jamás le había oído hasta entonces hablar tanto de un barco.

—El calado de un junco de esos de larga travesía es de menos de cinco brazas —subrayó—. Puede acercarse, tanto como quiera, siempre que el mar no esté muy agitado.

Fawn soltó una irrespetuosa carcajada desde el banco de atrás. Guillam se volvió en su asiento y le lanzó una mirada furiosa. Fawn soltó una risilla bobalicona y movió la cabeza, maravillándose de la omnisciencia de su amo.

—¿De cuántos juncos se compone una flota? —preguntó Martello.

—De veinte a treinta —dijo Smiley.

—Correcto —dijo mansamente Murphy.

—¿Qué tiene que hacer entonces Nelson, George? ¿Situarse en las inmediaciones del grupo y esperar un poco?

—Se quedará rezagado —dijo Smiley—. Las flotas suelen ir en columna. Nelson le dirá al capitán que ocupe la posición de retaguardia.

—Eso hará, claro —murmuró Martello entre dientes—. ¿Qué identificaciones son las tradicionales, Murphy?

—Se sabe muy poco en ese campo, señor. La gente de las barcas es muy reservada. No tienen ningún respeto por las normas navales. Cuando salen al mar no encienden ninguna luz, principalmente por miedo a los piratas.

Smiley se había perdido de nuevo. Estaba sumido en una pétrea inmovilidad y, aunque mantenía la mirada fija en la gran carta marina, Guillam sabía que su pensamiento estaba en otra parte y no en la aburrida enumeración de estadísticas de Murphy. No así Martello.

—¿Qué cuantía de comercio costero tenemos en conjunto, Murphy?

—No hay controles ni datos, señor.

—¿No hay revisiones de cuarentena para los juncos que entran en aguas de Hong Kong, Murphy? —preguntó Martello.

—En teoría, todas las embarcaciones deben parar y someterse a revisión, señor.

—¿Y en la práctica, Murphy?

—Los juncos tienen normas propias, señor. En teoría, a los juncos chinos les está prohibido navegar entre Isla Victoria y Punta Kowloon, señor, pero los ingleses no quieren de ninguna manera discutir con los chinos continentales sobre derechos de paso. Disculpe, señor.

—No hay de qué —dijo cortésmente Smiley, sin dejar de mirar la carta marina—. Ingleses somos e ingleses seguiremos siendo.

Es su expresión con Karla, decidió Guillam: la que se le pone siempre que mira la foto. La mira, le sorprende y, durante un rato parece estudiarla, sus contornos, con su mirada opaca y sin vista: Luego, poco a poco, se apaga la luz en sus ojos y, de algún modo, también la esperanza, y te das cuenta de que está mirando hacia el interior, alarmado.

—Murphy, ¿ha hablado usted de luces de navegación? —inquirió Smiley, volviendo la cabeza, pero aún con la mirada fija en la carta marina.

—Sí, señor.

—Espero que el junco de Nelson lleve tres —dijo Smiley—. Dos luces verdes en vertical en el mástil de popa y una luz roja a estribor.

—Sí, señor.

Martello intentó captar la mirada de Guillam, pero Guillam no quiso jugar.

—Pero quizás no —advirtió Smiley, pensándoselo mejor, al parecer—. Quizás no lleve ninguna luz y se limite a hacer una señal cuando esté cerca.

Murphy prosiguió. Un nuevo capítulo: Comunicaciones.

—Señor, en la zona de las comunicaciones, señor, pocos juncos tienen transmisores propios, pero casi todos tienen receptores. De vez en cuando, hay un capitán que compra un transmisor-receptor de una milla de alcance más o menos, para facilitar el trabajo con las redes, pero llevan tanto tiempo haciéndolo que no tienen que decirse gran cosa, supongo. En cuanto a lo de orientarse en el mar, en fin, los servicios secretos de la Marina dicen que eso es casi un misterio. Hay información fidedigna de que muchas de las embarcaciones de larga travesía operan con una brújula primitiva, a base de cuerda y plomada, e incluso con un despertador mohoso, para determinar el norte auténtico.

—¿Y cómo demonios pueden trabajar con eso, Murphy, por amor de Dios? —exclamó Martello.

—Una cuerda con un plomo encerado, señor. Sondean el fondo y saben dónde están por las cosas que quedan adheridas a la cera.

—Pues sí que se complican la vida —declaró Martello.

Sonó un teléfono. El otro hombre silencioso de Martello atendió la llamada; escuchó, tapó el teléfono con la mano y dijo a Smiley:

—La presa Worth acaba de volver, señor. El grupo ha paseado en coche una hora y ahora ella ha vuelto al apartamento en su coche. Mac dice que parece como si fuera a darse un baño y que puede que piense salir otra vez.

—Y está sola —dijo Smiley impasible. Era una pregunta.

—¿Está sola allí, Mac? —soltó una áspera carcajada—. Estoy seguro de que lo harías, sucio cabrón. Sí, señor. La señora está completamente sola bañándose, y aquí Mac dice que cuándo vamos a utilizar video también. ¿La señora está cantando en el baño, Mac? —colgó—. No está cantando.

—Murphy, sigamos con la guerra —masculló Martello.

Smiley dijo que le gustaría repasar una vez más los planes de intercepción.

—¡Vamos, George! ¡Por favor! ¿No recuerdas que el asunto es tuyo?

—Quizás pudiésemos echarle otro vistazo al mapa grande de la isla de Po Toi, ¿no crees? Y luego Murphy podría desmenuzar la cosa para todos, ¿te importa?

—¡En absoluto, George! —exclamó Martello, así que Murphy empezó otra vez, utilizando ahora el puntero.

Los puertos de observación de los servicios secretos de la Marina están aquí, señor… comunicación constante en ambos sentidos con base, señor… ninguna presencia en un radio de dos millas marinas de la zona de aterrizaje… Los servicios secretos de la Marina avisarán a base en el momento en que la lancha de Ko inicia el regreso hacia Hong Kong, señor… la intercepción la realizará una embarcación normal de la policía inglesa, cuando la lancha de Ko entre en el puerto… los servicios norteamericanos sólo suministrarán información y se mantendrán al margen y a la espera por si la situación exige apoyo…

Smiley confirmaba cada detalle con un escrupuloso gesto de asentimiento.

—Después de todo, Marty —intervino, en determinado momento—, en cuanto Ko tenga a Nelson a bordo, al único sitio al que puede llevarle es ahí, ¿no? Po Toi está justo en el límite de las aguas jurisdiccionales chinas. Somos nosotros o nadie.

Un día, pensó Guillam, mientras seguía escuchando, le sucederá a Smiley una de dos cosas. O dejará de preocuparse o la paradoja le matará. Si deja de preocuparse, será la mitad del agente que es. Si no lo hace, ese pequeño pecho estallará en la lucha por intentar hallar la explicación para lo que hacemos. El propio Smiley, en una desastrosa charla extraoficial para oficiales de alto nivel, había puesto nombres a su dilema, y Guillam, con cierto embarazo, aún seguía recordándolos. Ser inhumanos en defensa de nuestra humanidad, había dicho, implacables en defensa de la compasión, ser unilaterales en defensa de nuestra disparidad. Habían salido de allí en un auténtico fermento de protesta. ¿Por qué no se limitaba George a hacer el trabajo y a callarse en vez de exhibir su fe y limpiarla en público hasta que sus fallos se hacían patentes? Connie había murmurado incluso un aforismo ruso en el oído de Guillam que insistió en atribuir a Karla.

—No habrá ninguna guerra, ¿verdad, Peter, querido? —había dicho Connie tranquilizadoramente, apretándole la mano mientras le conducía por el pasillo—. Pero en la lucha por la paz no quedará piedra sobre piedra. Dios bendiga al viejo zorro. Apuesto a que tampoco le agradecerán eso los del Cuerpo Colegial.

Guillam se volvió sobresaltado por un ruido. Fawn estaba cambiando de nuevo de asiento. Al ver a Guillam, hinchó las narices en una risilla insolente.

«Está chiflado», pensó Guillam con un escalofrío.

También Fawn, por distintas razones, provocaba ahora la angustia de Guillam. Dos días atrás, en compañía de éste, había sido autor de un incidente muy desagradable. Smiley había salido solo, como siempre. Para matar el rato, Guillam había alquilado un coche y había llevado a Fawn hasta la frontera china, donde éste se había dedicado a reír bobaliconamente contemplando los misteriosos cerros. Cuando volvían, estaban esperando ante un semáforo cuando un muchacho chino se puso a su lado en una Honda. Conducía Guillam. Fawn ocupaba el asiento de pasajero a su lado. Tenía el cristal bajado, se había quitado la chaqueta y tenía el brazo izquierdo en la ventanilla para poder admirar de vez en cuando el reloj de oro nuevo que se había comprado en el centro comercial del Circus. Cuando arrancaron, el muchacho chino tuvo la desdichada idea de intentar robarle el reloj, pero Fawn fue demasiado rápido para él. Le agarró por la muñeca y no le soltó, arrastrándole al lado del coche, pese a los esfuerzos del muchacho por liberarse, y Guillam no advirtió lo que pasaba hasta que llevaban recorridos unos cincuenta metros o así. Paró entonces el coche de inmediato, que era lo que Fawn estaba esperando. Antes de que Guillam pudiese impedirlo, se bajó de un salto, desmontó al muchacho de su Honda, le llevó a un lado de la carretera, le rompió los dos brazos y regresó sonriendo al coche. Aterrado por la posibilidad de un escándalo, Guillam se alejó a toda prisa del lugar, dejando al muchacho dando gritos y mirando sus balanceantes brazos. Llegó a Hong Kong decidido a informar inmediatamente a George del asunto, pero, por fortuna para Fawn, Smiley no apareció hasta ocho horas después y para entonces Guillam hubo de admitir que George ya tenía bastantes preocupaciones.

Sonaba otro teléfono, el rojo. Atendió la llamada el propio Martello. Escuchó un momento y luego soltó una sonora carcajada.

—Le encontraron —le dijo a Smiley, pasándole el teléfono.

—¿Encontraron a quién?

El teléfono quedó en el aire entre los dos.

—A tu hombre, George. Tu Weatherby…

—Westerby —le corrigió Murphy, y Martello le lanzó una mirada venenosa.

—Le encontraron —dijo Martello.

—¿Dónde está?

—¡Dónde estaba!, querrás decir. George, ha estado corriéndose la gran juerga en dos prostíbulos en el Mekong. ¡Si nuestra gente no exagera, es el tipo más caliente que se ha visto desde que la cría de elefante de Barnum dejó el pueblo en el cuarenta y nueve!

—¿Dónde está ahora, por favor?

Martello le pasó el teléfono.

—¿Por qué no escuchas tú mismo el mensaje? Tienen información de que ha cruzado el río.

Luego, se volvió a Guillam y le hizo un guiño.

—Me dijeron que hay un par de sitios en Vientiane donde podría divertirse un poco también —dijo, y siguió riéndose mientras Smiley se sentaba pacientemente con el teléfono en el oído.

Jerry eligió un taxi con dos espejos retrovisores y se sentó delante; en Kowloon alquiló un coche del modelo mayor que pudo encontrar, utilizando el pasaporte y el permiso de conducir de emergencia, porque pensó que el nombre falso era más seguro, aunque sólo fuese por poco tiempo. Cuando se dirigió hacia los Midlevels estaba oscureciendo y aún llovía. De las luces de neón que iluminaban la ladera colgaban halos inmensos. Pasó ante el Consulado norteamericano y por delante de Star Heights dos veces, medio esperando ver a Sam Collins, y la segunda vez tuvo la seguridad de haber localizado el piso de Lizzie y de que el piso tenía la luz encendida: una artística lámpara italiana al parecer, que colgaba en medio de la ventana panorámica en un gracioso ángulo, trescientos dólares de presunción. También había luz tras el cristal esmerilado del baño. Cuando pasó por tercera vez, la vio echándose algo por los hombros y el instinto o algo en la formalidad de su gesto, le indicó que se disponía a salir de nuevo pero que esta vez estaba vistiéndose para matar.

Cada vez que se permitía recordar a Luke, le cubría los ojos como una oscuridad y se imaginaba haciendo cosas nobles e inútiles, como telefonear a California, a la familia de Luke, o telefonear al enano a la oficina, o incluso al Rocker, sin saber muy bien con qué propósito. Más tarde, pensó. Más tarde, se prometió, lloraré a Luke como es debido.

Se desvió despacio por el camino de coches que llevaba a la entrada, hasta que llegó a la rampa que conducía al aparcamiento. El aparcamiento ocupaba tres sótanos y anduvo dando vueltas por él hasta localizar el jaguar rojo de Lizzie emplazado en un rincón seguro, tras una cadena, para que los vecinos descuidados no se atreviesen a aproximarse a su pintura sin par. Lizzie había puesto un forro de piel de leopardo de imitación en el volante. No sabía qué hacer ya con aquel maldito coche. Quédate embarazada, pensó, en un ataque de rabia. Cómprate un perro. Ten ratones. Poco le faltó para destrozarle el morro al coche, pero pocos como aquél habían contenido a Jerry más veces de las que le gustaba contar. Si no lo utiliza es que él manda una limousine a buscarla, pensó. Quizás con Tiu al volante, incluso. O puede que venga él mismo. O quizás esté engalanándose para el sacrificio de la noche y no piense salir. Ojalá fuese domingo, pensó. Recordaba que Craw le había dicho que Ko pasaba los domingos con su familia, y que entonces Lizzie tenía que arreglárselas por su cuenta. Pero no era domingo y tampoco tenía al lado al buen amigo Craw para explicarle (y Jerry adivinaba cómo lo había averiguado) que Ko estaba fuera, en Bangkok, o en Tombuctú, controlando sus negocios.

Agradeciendo que la lluvia se estuviera convirtiendo en niebla, enfiló de nuevo por la rampa hacia el camino de coches y en el punto de unión encontró un pequeño ensanchamiento donde, si aparcaba bien pegado a la barrera, el otro tráfico podía protestar pero pasar. Rozó la barrera pero no se preocupó por ello. Desde donde estaba ahora, podía ver entrar y salir a los peatones bajo la marquesina a rayas del edificio de apartamentos, y los coches que salían a la vía principal o la abandonaban. No tenía la menor sensación de peligro. Encendió un cigarrillo y las limousines pasaban junto a él en ambas direcciones, pero ninguna pertenecía a Ko. De vez en cuando, al pasar un coche a su lado, el conductor paraba y tocaba la bocina o le gritaba, pero Jerry no hacía caso. Sus ojos se posaban cada pocos minutos en los espejos y en una ocasión en que un individuo grueso que le recordó a Tiu se situó culpablemente detrás de él, llegó incluso a accionar el seguro de la pistola que llevaba en el bolsillo de la chaqueta hasta que hubo de admitir que aquel hombre carecía de la envergadura de Tiu. Probablemente estuviera cobrando deudas de juego a los conductores de pak-pai, pensó, cuando el individuo pasó a su lado.

Se acordó de cuando estaba con Luke en Happy Valley. Recordó cuando estaba con Luke.

Aún seguía mirando por el espejo cuando el jaguar rojo apareció en la rampa tras él, sólo con el conductor y con la capota cerrada, sin pasajero, y lo único que no se le había ocurrido había sido que ella pudiera bajar en el ascensor hasta el aparcamiento y recoger el coche ella misma en vez de decirle al portero que se lo subiese a la calle, como hacía antes. Enfiló tras ella y alzó la vista y vio que aún había luces en la ventana del apartamento. ¿Habría quedado alguien allí? ¿O quizás ella se propusiese volver en seguida? Luego pensó: No seas tan listo. Lo que pasa es que a ella le da igual dejar las luces encendidas.

La última vez que hablé con Luke, fue para decirle que me dejara en paz, pensó, y la última vez que él habló conmigo fue para decirme que me había cubierto las espaldas con Stubbsie.

Ella había girado cuesta abajo hacia la ciudad. Jerry enfiló tras ella y, durante un rato, nada le seguía; parecía extraño, pero eran horas extrañas, y el hombre de Sarratt moría en él más de prisa de lo que podía controlar. Lizzie se dirigía hacia la parte más alegre de la ciudad. Él suponía que aún la amaba, aunque en aquel momento estaba dispuesto a sospecharlo todo de todos. La seguía de cerca recordando que ella raras veces miraba por el espejo retrovisor. Además, con aquella niebla oscura sólo vería los faros. La niebla colgaba en parches y el puerto parecía incendiado, con los haces de las luces de las grúas jugando como casas flotantes sobre el lento humo. En Central, ella se metió en otro garaje subterráneo, y él siguió derecho tras ella y aparcó a seis lugares de distancia, sin que ella lo advirtiera. Se quedó en el coche arreglándose el maquillaje y Jerry la vio concretamente frotarse la barbilla, empolvándose las cicatrices. Luego, salió y pasó por el ritual del cierre del coche, aunque un niño con una hoja de afeitar podría cortar la blanda capota sin problema. Lizzie llevaba una capa y un vestido largo de seda, y mientras se dirigía a la escalera de piedra en espiral, alzó ambos brazos y se levantó cuidadosamente el pelo, que estaba recogido en el cuello, y colocó la cola de caballo por la parte de fuera de la capa. Jerry salió tras ella y la siguió hasta el vestíbulo del hotel y se desvió a tiempo de evitar que le fotografiase un rebaño bisexual de parloteantes periodistas del mundo de la moda, con pajaritas y trajes de satén.

Demorándose en la relativa seguridad del pasillo, Jerry recompuso la escena. Era una gran fiesta privada y Lizzie entraba en ella por la puerta de atrás. Los otros invitados estaban llegando por la entrada principal, donde había tantos Rolls Royces que nadie resultaba especial. Presidía una mujer de pelo grisazulado, que andaba tambaleante por allí, hablando un francés empapado en ginebra. Formaban el grupo de recepción una relaciones públicas china, con un par de ayudantes, y cuando los invitados llegaban, la chica y sus cohortes se adelantaban aterradora y cordialmente y preguntaban los nombres y a veces pedían las invitaciones antes de consultar una lista y decir: «Oh, sí, por supuesto». La mujer del pelo grisazulado sonreía y refunfuñaba. Las ayudantes entregaban alfileres de solapa a los hombres y orquídeas a las mujeres, luego pasaban a los siguientes invitados.

Lizzie Worthington pasó impasible por este escrutinio, Jerry le dio un minuto para orientarse, la vio cruzar las puertas dobles en que decía soirée con un arco de cupido, luego se colocó él también en la cola. La relaciones públicas se mostró molesta por sus botas de cabritilla. El traje era bastante astroso pero lo que a ella le molestaba eran las botas. En su curso de formación profesional, decidió Jerry mientras la chica las miraba, le habían enseñado a dar mucha importancia al calzado. Los millonarios pueden ser vagabundos de los calcetines para arriba, pero unos buenos Gucchis de doscientos dólares son un pasaporte que no debe olvidarse. La chica frunció el ceño mirando su carnet de Prensa, luego comprobó en la lista de invitados, luego volvió a mirar el carnet y una vez más sus botas y lanzó una mirada perdida a la beoda del pelo grisazulado, que seguía sonriendo y gruñendo. Jerry sospechó que estaba absolutamente drogada. Por fin, la chica esbozó su sonrisa especial para el consumidor marginal y le entregó un disco del tamaño de un platito de café pintado de un rosa fluorescente con PRENSA en blanco y en letras de unos dos centímetros y medio de altura.

—Esta noche estamos embelleciendo a todo el mundo, señor Westerby —dijo la chica.

—Pues conmigo tendréis buen trabajo, amiga.

—¿Le gusta a usted mi parfum, señor Westerby?

—Sensacional —dijo Jerry.

—Se llama «Zumo de la vid», señor Westerby, cien dólares de Hong Kong por un trasquilo, pero esta noche la casa Flaubert da muestras gratis a todos nuestros invitados. Madame Montifiori… oh, claro, bienvenida a la casa Flaubert. ¿Le gusta mi parfum, madame Montefiori?

Una chica euroasiática de cheongsam acercó una bandeja y murmuró:

—Flaubert le desea una noche exótica.

—¡Dios santo! —exclamó Jerry.

Pasadas las puertas dobles, había un segundo grupo de recepción controlado por tres lindos muchachos traídos en avión desde París por su encanto, y un grupo de agentes de seguridad que habría enorgullecido a un presidente. Por un instante, Jerry pensó que le cachearían y se dio cuenta de que si lo intentaban echaría el templo abajo. Miraron a Jerry sin cordialidad, considerándole parte del servicio, pero tenía el pelo claro y le dejaron pasar.

—La Prensa está en la tercera fila detrás de la pasarela —dijo un hermafrodita rubio de traje vaquero de cuero, entregándole la tarjeta de Prensa—. ¿No lleva usted cámara, Monsieur?

—Yo sólo hago los pies —dijo Jerry, señalando con el pulgar por encima del hombro—. Las fotos las hace aquí Spike —y entró en una sala de recepción mirando a su alrededor, sonriendo extravagantemente, saludando con gestos a los que veía.

La pirámide de copas de champán tenía uno ochenta de altura con escalones de satén negro para que los camareros pudiesen cogerlas de la cúspide. En profundos ataúdes de hielo yacían botellas de dos litros esperando el entierro. Había un carrito lleno de langostas hervidas y un pastel de boda de paté de foie gras con Maison Flaubert en gelatina encima. Se oía música de ambiente que permitía incluso hablar, y se oían conversaciones, aunque era el aburrido sonsonete de los sumamente ricos. La pasarela se extendía desde el pie del largo ventanal al centro de la habitación. El ventanal daba al puerto, pero la niebla quebraba la vista en parches y retazos. Estaba puesto el aire acondicionado para que las mujeres pudiesen llevar los visones sin sudar. Casi todos los hombres iban de smoking, pero los jóvenes playboys chinos lucían pantalones y camisas negras estilo Nueva York y cadenas de oro. Los taipans ingleses permanecían aparte en lánguido círculo, con sus mujeres, como aburridos oficiales en una fiesta de guarnición.

Jerry sintió una mano en el hombro y se volvió rápido, pero sólo encontró frente a sí a un mariquita chino llamado Graham que trabajaba para uno de los papeluchos de chismorreo social locales. Jerry le había ayudado en una ocasión con un artículo que intentaba vender al tebeo. Hileras de butacas miraban a la pasarela en tosca herradura y Lizzie estaba sentada en la primera fila entre el señor Arpego y su esposa o amante. Jerry recordó que les había visto en Happy Valley. Daba la sensación de que estuviesen oficiando de carabinas para Lizzie en la fiesta. Le hablaban, pero Lizzie parecía no oírles. Estaba muy erguida, y muy guapa; y se había quitado la capa y, desde donde estaba Jerry, podría haber estado absolutamente desnuda salvo por el collar y los pendientes de perlas. Al menos, aún está intacta, pensó. No se ha descompuesto ni ha contraído el cólera ni le han volado la cabeza. Recordó la hilera de vello dorado que corría por su columna vertebral abajo y que había contemplado cuando la vio aquel primer día en el ascensor. Graham, el mariquita, se sentó junto a Jerry y Phoebe Wayfarer se sentó dos asientos más allá. Sólo la conocía vagamente, pero la saludó.

—Vaya. Super. Phoebe. Estás tremenda. Deberías salir tú a la pasarela, amiga, a enseñar un poco de pierna.

Le pareció que estaba un poco borracha y quizás ella pensase que lo estaba él, aunque Jerry no había bebido nada desde el avión. Sacó un cuaderno y escribió en él, haciéndose el profesional, intentando controlarse. Calma. No espantes la caza. Cuando leyó lo que había escrito, vio las palabras «Lizzie Worthington» y nada más. Graham el chino lo leyó también y se echó a reír.

—Es mi nueva firma —dijo Jerry, y ambos se rieron, demasiado alto, de modo que los de delante se volvieron mientras las luces empezaban a apagarse. Pero Lizzie no se volvió, aunque Jerry pensó que podría haber reconocido su voz.

Estaban cerrando las puertas tras ellos y cuando bajaron las luces, Jerry tuvo miedo de quedarse dormido en aquella butaca suave y cómoda. La música de ambiente dio paso a un ritmo selvático producido por un címbalo, hasta que sólo parpadeó un candelabro sobre la negra pasarela, contestando a las luces del puerto que en la ventana del fondo giraban y se mezclaban. El ritmo se elevó en un lento crescendo desde amplificadores situado por todas partes. Continuó largo rato, sólo tambores, muy bien tocados, muy insistentes, hasta que poco a poco se hicieron visibles frente al ventanal que daba al puerto grotescas sombras humanas. Pararon los tambores. En el áspero silencio, descendieron por la pasarela dos muchachas negras flanco con flanco, que no llevaban más que joyas. Ambas tenían la cabeza afeitada y llevaban pendientes redondos de marfil y collares de diamantes que eran como las argollas de las esclavas. Sus lustrosas extremidades brillaban cubiertas de racimos de diamantes, perlas y rubíes. Eran altas y hermosas y ágiles y absolutamente inesperadas y, por un instante, arrojaron sobre todo el público el hechizo de la sexualidad absoluta. Los tambores volvieron y se recobraron y ascendieron, los focos brillaron sobre joyas y miembros. Las muchachas salieron del humeante puerto y avanzaron hacia los espectadores con la furia del esclavizamiento sensual. Se giraron y se alejaron despacio, desafiando y desdeñando con sus caderas. Se encendieron las luces, hubo un estruendo de nerviosos aplausos seguidos de risas y tragos. Todo el mundo hablaba a un tiempo y Jerry era quien hablaba más fuerte: para la señorita Lizzie Worthington, la famosa beldad aristocrática cuya madre no sabía siquiera cocer un huevo, y para los Arpego, que eran propietarios de Manila y de una o dos islas próximas, según le había asegurado en una ocasión el capitán Grant, del Jockey Club. Jerry sostenía el cuaderno como un camarero.

—Lizzie Worthington, caramba, todo Hong Kong está a sus pies, Madame, disculpe mi atrevimiento. Mi periódico está haciendo un reportaje en exclusiva sobre este acontecimiento. Miss Worth, o Worthington, y esperamos poder incluirla a usted, incluir su vestido, su fascinante estilo de vida. Y a sus amigos, aún más fascinantes. Tengo a los fotógrafos cubriendo la retaguardia —hizo una reverencia a los Arpego—. Buenas noches, señora. Caballero. Es un orgullo tenerles con nosotros, no me cabe duda. ¿Es ésta su primera visita a Hong Kong?

Estaba haciendo su número de gran pisaverde, el alma juvenil de la fiesta. Un camarero trajo champán y Jerry insistió en pasarles las copas en vez de dejar que las cogieran ellos mismos. A los Arpego parecía divertirles aquello. Craw había dicho que eran estafadores. Lizzie le miraba fijamente y en sus ojos había algo que Jerry no podía descifrar, algo real y sobrecogedor, como si ella, no Jerry, acabase de abrir la puerta y ver a Luke.

—El señor Westerby ha hecho ya un reportaje sobre mí, según tengo entendido —dijo ella—. Creo que no se ha publicado, ¿verdad, señor Westerby?

—¿Para quién escribe usted? —preguntó de pronto el señor Arpego. Ya no sonreía. Parecía peligroso y desagradable, y era evidente que Lizzie le había hecho recordar algo que había oído al respecto y que no le gustaba. Algo de lo que Tiu le había advertido, por ejemplo.

Jerry se lo dijo.

—Entonces vaya a escribir para ellos. Deje en paz a esta señora. No concede entrevistas. Tiene usted trabajo que hacer, vaya a hacerlo a otra parte. Usted no ha venido aquí a jugar. Gánese su dinero.

—Un par de preguntas para usted, entonces, señor Arpego, antes de irme. ¿Cómo quiere que le describa, señor? ¿Cómo un tosco millonario filipino? ¿O sólo como un medio millonario?

—Dios santo —murmuró Lizzie, y por suerte, las luces volvieron a apagarse, volvió el tamborileo, todos regresaron a sus puestos y una voz de mujer con acento francés dirigió un suave comentario por el altavoz. Al fondo de la pasarela, las dos muchachas negras ejecutaban largas e insinuantes danzas de sombras. Cuando apareció la primera modelo, Jerry vio que Lizzie se levantaba en la oscuridad, se echaba la capa por los hombros y enfilaba por el pasillo, pasaba ante él y se dirigía hacia las puertas, con la cabeza baja. Jerry la siguió. En el vestíbulo, ella medio se volvió, como para ver si él venía y cruzó el pensamiento de Jerry la idea de que le esperaba. La expresión de Lizzie era la misma que reflejaba el estado de ánimo del propio Jerry. Parecía acosada y cansada y absolutamente desconcertada.

—¡Lizzie! —gritó Jerry, como si acabase de ver a una vieja amiga, y corrió a su lado antes de que ella llegara a la puerta del tocador—. ¡Lizzie! ¡Dios mío! ¡Cuántos años! ¡Toda una vida! ¡Super!

Un par de agentes de seguridad miraron mansamente como Jerry abrazaba a la chica para el beso de viejos amigos. Jerry deslizó al mismo tiempo la mano izquierda por debajo de la capa y al inclinar su rostro sonriente hacia el de ella, apoyó el pequeño revólver en la piel desnuda de su espalda, el cañón justo debajo de la nuca, y de este modo, ligado a ella por lazos de viejo afecto, la condujo a la calle, charlando alegremente todo el rato; llamó a un taxi. Habría preferido no tener que sacar el revólver, pero no podía arriesgarse a tener que maltratarla. Así son las cosas, pensó. Vienes para decirle que la amas, y acabas llevándotela a punta de pistola. Lizzie temblaba de cólera, pero Jerry no creyó que estuviera asustada, y no se le ocurrió siquiera pensar que pudiese afligirle tener que abandonar aquella espantosa fiesta.

—Esto es precisamente lo que yo necesito —dijo Lizzie, mientras subían otra vez entre la niebla—. Perfecto. Absolutamente perfecto.

Llevaba un perfume que a Jerry le resultaba extraño, pero de todos modos, le pareció que olía muchísimo mejor que el Zumo de la vid.

Guillam no estaba exactamente aburrido, pero su capacidad de concentración no era tampoco infinita, como parecía ser la de George. Cuando no se preguntaba qué demonios andaría haciendo Jerry Westerby, se sorprendía recreándose en la privación erótica de Molly Meakin o bien recordando a aquel muchacho chino con los brazos descoyuntados gritando y gimiendo como una liebre herida al coche que se alejaba. El tema de Murphy era ahora la isla de Po Toi y estaba extendiéndose en él despiadadamente.

—Volcánica, señor, —decía.

—La roca más dura de todo el grupo de islas de Hong Kong, señor, —decía.

—Y la isla situada más al sur, —decía—, y justo allí en el límite de las aguas chinas.

—Doscientos cuarenta metros de altura, señor, los pescadores la utilizan como punto de referencia cuando navegan en altar mar, señor, —decía.

—Desde el punto de vista técnico, no es una isla sino un grupo de seis islas, aunque las otras son estériles, sin árboles, y están deshabitadas.

—Un templo magnífico, señor. De mucha antigüedad. Unas tallas en madera excelentes, pero poca agua natural.

—Por Dios, Murphy, que no vamos a comprarlas —exclamó Martello.

En opinión de Guillam, con la acción próxima y Londres lejos, Martello había perdido gran parte de su lustre y todo su aire inglés. Los trajes tropicales que utilizaba eran norteamericanos hasta los tuétanos, y necesitaba hablar con gente, a ser posible de la suya. Guillam sospechaba que hasta Londres era una aventura para él y Hong Kong era ya territorio enemigo. Smiley, por su parte, reaccionaba de forma totalmente opuesta ante la tensión: se volvía reservado y de una cortesía rígida.

Po Toi tenía una población decreciente de ciento ocho campesinos y pescadores, la mayoría comunistas, tres aldeas habitadas y tres muertas, señor, decía Murphy. Seguía con su cantinela. Smiley seguía escuchando atentamente, pero Martello garrapateaba impaciente en su cuaderno.

—Y mañana, señor —decía Murphy—, mañana por la noche se celebra el festival anual de Po Toi, en el que se rinde homenaje a Tin Hau, la diosa del mar, señor.

Martello dejó de escribir.

—¿Esa gente cree realmente tales tonterías?

—Todo el mundo tiene derecho a su religión, señor.

—¿Te enseñaron eso en la academia de instrucción, Murphy? —dijo Martello, volviendo a su cuaderno.

Hubo un incómodo silencio hasta que Murphy asió valerosamente el puntero y posó su extremo en el borde sur de la costa de la isla.

—Este festival de Tin Hau, señor, se concentra en el puerto principal, señor, justo aquí, en la punta sudoeste que es donde está situado el antiguo templo. Según la informada predicción del señor Smiley, la operación de desembarco de Ko se producirá aquí, lejos de la bahía principal, en una pequeña cala de la parte este de la isla. Desembarcando en esta zona de la isla, que no está habitada, y que no tiene un acceso directo fácil por el mar, en un momento en que la distracción del festival de la isla en la bahía principal…

Guillam no llegó a oír el teléfono. Sólo ovó la voz del otro hombre silencioso de Martello contestar la llamada:

—Sí. Mac.

Luego, el chirrido de su sillón al incorporarse mirando a Smiley.

—Bien, Mac. Claro, Mac. Ahora mismo. Sí. Espera. A mi lado. Un momento.

Smiley estaba ya junto a él, con la mano extendida para coger el teléfono. Martello observaba a Smiley. Murphy, en el pódium, había vuelto la espalda y señalaba otras interesantes características de Po Toi, sin advertir del todo la interrupción.

—Los marinos también llaman a esta isla Roca Fantasma, señor —explicó, con la misma voz monótona—. Pero parece que nadie sabe por qué.

Smiley escuchó un momento y colgó.

—Gracias, Murphy —dijo cortés—. Ha sido muy interesante.

Se quedó quieto un momento, los dedos en el labio de arriba, en un gesto pickwickiano de reflexión.

—Sí —repitió—. Sí, mucho.

Caminó luego hasta la puerta, pero se detuvo otra vez.

—Perdóname, Marty, tengo que dejaros un rato. No más de una o dos horas, espero. En cualquier caso, ya telefonearé.

Estiró la mano hacia el pomo de la puerta. Se volvió luego y se dirigió a Guillam.

—Peter, creo que será mejor que vengas tú también, si no te importa. Quizá necesitemos un coche y a ti parece que no te afecta gran cosa el tráfico de Hong Kong. Vi hace un momento a Fawn por algún sitio… ah, estás ahí.

En Headland Road, las flores tenían un brillo velludo, como helechos pintados para Navidad. La acera era estrecha y se utilizaba raras veces, sólo la usaban las amahs para pasear a los niños, cosa que hacían sin hablarles, como si paseasen perros. La furgoneta de vigilancia de los primos era una furgoneta Mercedes deliberadamente gris e insignificante, bastante destartalada, con manchas de polvo y barro en los lados y las letras H. K. ESTUDIOS DE PROM. Y CONSTR. a un lado. Una vieja antena de la que colgaban banderolas chinas se inclinaba sobre la cabina, y cuando pasaba lúgubremente ante la residencia de Ko por segunda vez, (¿o era por cuarta?) aquella mañana, nadie se fijó en ella. En Headland Road, como en todo Hong Kong, siempre hay alguien construyendo.

Estirados dentro de la furgoneta sobre bancos de cuero de imitación dispuestos para tal fin, dos hombres observaban atentamente entre un bosque de lentes, cámaras y radioteléfonos. También para ellos se estaba convirtiendo en una especie de rutina pasar por delante de Seven Gates.

—¿Ningún cambio? —dijo el primero.

—Ninguno —confirmó el segundo.

—Ningún cambio —repitió el primero, por el radioteléfono, y ovó la voz tranquilizadora de Murphy al otro extremo, certificando la llegada del mensaje.

—Quizá sean figuras de cera —dijo el primero, aún observando—. Quizá debiésemos darles un tiento y ver si gritan.

—Quizá debiéramos hacerlo —dijo el segundo.

Los dos estaban de acuerdo en que en toda su carrera profesional nunca habían controlado algo que estuviese tan quieto. Ko estaba donde siempre, al fondo de la enramada de rosas, dándoles la espalda, y mirando hacia el mar. Su pequeña esposa, que vestía como siempre de negro, estaba sentada separada de él, en una butaca blanca de jardín; parecía mirar fijamente a su marido. Sólo Tiu hacía algún movimiento. También estaba sentado, pero al otro lado de Ko, y masticaba lo que parecía un buñuelo.

Tras llegar a la carretera principal, la furgoneta enfiló hacia Stanley, prosiguiendo por razones de cobertura su ficticio reconocimiento de la zona.