La base aérea no era ni bella ni victoriosa. Teóricamente estaba bajo mando tailandés. Pero, en la práctica, a los tailandeses les dejaban recoger la basura y ocupar los barracones que había cerca del perímetro. El puesto de control era una ciudad aparte. En medio de olores de carbón, orina, pescado en salmuera y gas butano, hileras de destartalados cobertizos metálicos realizaban las funciones históricas de la ocupación militar. Los burdeles estaban regidos por rufianes lisiados, las sastrerías ofrecían smokings de boda, las librerías, pornografía y libros de viaje, los bares se llamaban Sunset Strip, Hawaii y Lucky Time. En el barracón de la policía militar, Jerry preguntó por el capitán Urquhart, de relaciones públicas, y el sargento negro se dispuso a echarle en cuanto dijo que era periodista. En el teléfono de la base, Jerry oyó mucho repiqueteo antes de que una voz lenta con acento sureño dijese:
—Urquhart no está aquí en este momento. Me llamo Masters. ¿Quién habla?
—Nos conocimos el verano pasado en la conferencia del general Crosse —dijo Jerry.
—Vaya, hombre, así que nos conocimos allí —dijo la misma voz, asombrosamente lenta, que le recordó a Ansiademuerte—. Pague el taxi y despídalo. Y espere ahí fuera. Llegará un jeep azul. Aguárdelo.
Siguió un largo silencio; debían estar comprobando a qué claves correspondían Urquhart y Crosse en el libro.
Entraba y salía de la base un flujo continuo de personal de las fuerzas aéreas, blancos y negros, en grupos ceñudos y separados. Pasó un oficial blanco. Los negros le hicieron el saludo del poder negro. El oficial lo devolvió cautamente. Los soldados llevaban insignias como las de Charlie Mariscal en el uniforme, la mayoría de ellas alabando las drogas. El ambiente era hosco, de derrota y absurdamente violento. Los soldados tailandeses no saludaban a nadie. Nadie les saludaba a ellos tampoco.
Apareció un jeep azul con luces intermitentes y la sirena en marcha, que derrapó con estrépito al otro lado del barracón. El sargento hizo una seña a Jerry. Instantes después, receñían la pista a toda velocidad, camino de una larga hilera de cobertizos blancos y bajos que había en el centro del campo. El chófer era un muchacho larguirucho que mostraba todos los indicios de ser un novato.
—¿Eres tú Masters? —preguntó Jerry.
—No señor. Yo sólo le llevo los bultos al comandante —dijo.
Pasaron ante un astroso campo de béisbol, la sirena aullando, las luces intermitentes parpadeando aún.
—Estupenda cobertura —dijo Jerry.
—¿Cómo dice, señor? —gritó el muchacho, por encima del estruendo.
—Nada, nada.
No era la base más grande que Jerry había visto. Había visto otras mayores.
Pasaron ante hileras de Phantoms y de helicópteros y cuando ya se acercaban a los cobertizos blancos Jerry se dio cuenta de que constituían un complejo independiente con antenas de radio propias y un grupo independiente de aviones pequeños pintados de negro (fantasmas, solían llamarles) que antes de la retirada habían soltado y recogido a Dios sabe quién en Dios sabe dónde.
Entraron por una puerta lateral que abrió el muchacho. El corto pasillo estaba vacío y silencioso. Al fondo, había una puerta entornada, del tradicional palo de rosa falso. Masters llevaba uniforme de las fuerzas aéreas, de manga corta, con pocas insignias. Llevaba medallas y los galones de comandante y Jerry dedujo que era el tipo paramilitar de primo, quizás ni siquiera de carrera. Era cetrino y flaco, con un rictus de resentimiento en los finos labios y las mejillas chupadas. Estaba de pie ante una falsa chimenea, bajo una reproducción de Andrew Wyeth y tenía un aire extraño, como de desconexión. Era como si fuese deliberadamente lento porque todo el mundo tenía prisa. El muchacho hizo las presentaciones y se quedó allí indeciso. Masters le miró fijamente hasta que se fue y luego volvió su mirada incolora hacia la mesa de palo de rosa, donde estaba el café.
—Parece que necesita desayunar —dijo Masters.
Sirvió el café y le pasó un platito con donuts, todo en movimiento lento.
—Instrumentos —dijo.
—Instrumentos —repitió Jerry.
En la mesa, había una máquina de escribir eléctrica y papel normal al lado. Masters se dirigió torpemente a un sillón y se aposentó en el brazo. Luego, cogió un ejemplar de Stars and Stripes y se puso a leerlo ostentosamente mientras Jerry se acomodaba en la mesa.
—Tengo entendido que va a recuperarlo todo usted sólito —dijo Masters, mirando la revista—. Está bien, adelante.
Jerry prefirió su máquina portátil a la eléctrica. Se lanzó a teclear su informe en una serie de arrebatos rápidos que a él mismo le sonaban cada vez más fuerte a medida que avanzaba. Quizás le pasase igual a Masters pues alzaba la vista con frecuencia, aunque sólo hasta las manos de Jerry y hasta la destartalada máquina portátil.
Jerry le pasó su copia.
—Las órdenes son que permanezca aquí —dijo Masters, articulando las palabras concienzudamente—. Las órdenes son que permanezca aquí mientras transmitimos su mensaje. Sí, amigo, nosotros transmitiremos su mensaje. Sus órdenes son permanecer aquí esperando confirmación y más instrucciones. ¿Entendido? ¿Está entendido, Sir?
—Entendido —dijo Jerry.
—¿Se ha enterado de las buenas noticias, por casualidad? —inquirió Masters.
Estaban frente a frente. A menos de un metro de distancia. Masters miraba el mensaje de Jerry, pero sus ojos no parecían recorrer las líneas.
—¿Qué noticias son ésas, amigo?
—Acabamos de perder la guerra, señor Westerby. Sí, Sir. Los últimos valientes han escapado por el tejado de la Embajada de Saigón en helicóptero como un puñado de reclutas cogidos con el culo al aire en una casa de putas. Puede que a usted eso no le afecte. El perro del embajador sobrevivió, supongo que le alegrará saberlo. Los periodistas se lo llevaron en su lindo regazo. Quizás eso no le afecte a usted tampoco. Tal vez no le gusten los perros. Puede que sienta por los perros lo mismo que siento yo personalmente por los periodistas, señor Westerby, Sir.
Jerry ya había percibido por entonces el olor a brandy del aliento de Masters, olor que ninguna cantidad de café podía ocultar; y supuso que llevaba bebiendo mucho tiempo sin conseguir emborracharse.
—¿Señor Westerby, Sir?
—Sí, amigo.
Masters extendió la mano.
—Amigo, quiero que me dé la mano.
La mano quedó en el aire entre ambos, el pulgar hacia arriba.
—¿Por qué? —dijo Jerry.
—Quiero que me dé un apretón de manos de bienvenida, Sir. Los Estados Unidos de Norteamérica acaban de solicitar el ingreso en el club de potencias de segunda fila, del que, según tengo entendido, su propia y magnífica patria es presidente, director y miembro más antiguo. ¡Chóquela!
—Es un orgullo tenerles a bordo —dijo Jerry y estrechó dócilmente la mano del comandante.
Le recompensó de inmediato una luminosa sonrisa de falsa gratitud.
—Vaya, Sir, es un magnífico detalle de su parte, señor Westerby. Cualquier cosa que podamos hacer para que esté más cómodo con nosotros, no tiene más que decirlo. Si quiere alquilar esto, no se rechaza ninguna oferta razonable, en serio.
—Podría pasarme un poco de whisky a través de las rejas —dijo Jerry, con una mueca mortecina.
—Con sumo placer —dijo Masters, arrastrando tanto las palabras que fue como un puñetazo lento—. Con muchísimo gusto, cómo no, Sir.
Masters le dejó con media botella de JB, que sacó del mueble bar, y unos números atrasados de Playboy.
—Siempre los tenemos a mano para los caballeros ingleses que no consideraron oportuno alzar ni un dedo para ayudarnos —explicó, confidencialmente.
—Muy considerado por su parte —dijo Jerry.
—Ahora enviaré su carta a casa, a mamá. Por cierto, ¿qué tal está la reina?
Masters no cerró con llave, pero cuando Jerry tanteó el pomo de la puerta, comprobó que estaba cerrado. Las ventanas que daban al campo de aterrizaje eran de vidrios dobles ahumados. En la pista, aterrizaban y despegaban los aparatos sin un sonido. Así es como intentaban ganar, pensó Jerry: desde despachos insonorizados, a través de cristal ahumado, utilizando máquinas a distancia. Así es como perdieron. Bebió, sin sentir nada. Así que ya terminó todo, pensó, se acabó. ¿Cuál sería su siguiente etapa? ¿El padre de Charlie Mariscal? ¿Un paseíto por los Shans, y una charla íntima con el cuerpo de guardia del general? Esperó, los pensamientos acumulándose informes. Se sentó, luego se tumbó en el sofá y durmió un rato, nunca supo cuánto. Despertó bruscamente al oír música grabada interrumpida de vez en cuando por un anuncio de hogareña seguridad. ¿Haría el capitán Fulano esto y esto? En una ocasión, el locutor ofreció educación superior, luego, lavadoras rebajadas. Luego, oraciones. Jerry paseó por la habitación, nervioso por la calma de crematorio y por la música.
Se acercó a la otra ventana y vio que la cara de Lizzie se posaba, mentalmente, en su hombro, tal como se había posado una vez la de la huérfana, pero nada más. Bebió más whisky. Debería haber dormido en el camión, pensó. Tengo que dormir más. Así que al fin han perdido la guerra. El sueño no le había hecho ningún bien. Tenía la sensación de que hacía mucho tiempo que no dormía como a él le gustaba dormir. El buen Frostie había puesto punto final a aquello. Le temblaba la mano. Dios santo, te das cuenta. Pensó en Luke. Una vez estuvimos juntos en un lugar como éste. Debe estar ya de vuelta, si no le han volado el trasero de un zambombazo. Tengo que parar la máquina de pensar un poco, se dijo. Pero últimamente la vieja máquina a veces operaba por su cuenta. Demasiado, en realidad. Tengo que controlarla, se dijo con firmeza. Amigo. Pensó en las granadas de Ricardo. De prisa, pensó. Vamos, tomemos una decisión. ¿Adónde tendré que ir ahora? ¿A ver a quién? Sin porqués. Tenía la cara seca y le ardía. Notaba las manos húmedas. Sentía un dolor sordo justo sobre los ojos. Maldita música, pensó. Maldita, maldita música de fin del mundo. Se puso a buscar angustiado un sitio donde desconectarla, pero de pronto vio a Masters plantado en la puerta con un sobre en la mano y nada en los ojos.
Jerry leyó el mensaje. Masters se acomodó de nuevo en el brazo del sillón.
—«Ven a casa, hijo» —canturreó Masters, remedando su propio acento sureño—. «Ven directamente a casa. No te entretengas. No te preocupes por el dinero». Los primos te llevarán en avión hasta Bangkok. De Bangkok seguirás inmediatamente a Londres, Inglaterra, no, repito no Londres Ontario, en el vuelo que tú elijas. No debes volver por ningún motivo a Hong Kong. ¡No lo hagas! ¡No, Sir! Misión cumplida, hijito. Gracias y bien hecho. Su Majestad está emocionadísima. Así que date prisa y ven a cenar a casa, tenemos pavo con maíz y pastel de arándanos. Oiga, amigo, da la sensación de que trabaja para una pandilla de maricas.
Jerry volvió a leer el mensaje.
—El avión sale para Bangkok a la una —dijo Masters.
Masters llevaba la esfera del reloj en la parte interna de la muñeca, de modo que su información era sólo para sí.
—¿Me oye? —añadió.
Jerry esbozó otra mueca.
—Perdone, amigo. Soy muy lento leyendo. Gracias. Demasiadas palabras rimbombantes. Tengo muchas cosas que hacer. ¿Puede encargarse de que lleven mis cosas al hotel?
—Mis criados están a sus reales órdenes.
—Gracias, pero si no le importa preferiría evitar la conexión oficial.
—Como guste, Sir, como guste.
—Cogeré un taxi a la salida. Vuelvo dentro de una hora. Gracias —repitió.
—Gracias a usted.
El hombre de Sarratt tuvo un detalle final de despedida.
—¿Le importa si dejo esto aquí? —preguntó, señalando la destartalada máquina portátil de escribir, colocada junto a la IBM de bola de golf de Masters.
—Será nuestra posesión más preciada, Sir.
Si Masters se hubiera molestado en mirar a Jerry en aquel momento, puede que hubiese vacilado al percibir el relampagueo decidido de sus ojos. Si hubiese conocido mejor la voz de Jerry, quizás también hubiera vacilado; o si hubiera advertido su aspereza particularmente cordial. O si hubiese visto cómo se alisaba el pelo Jerry, extendiendo el brazo en actitud de ocultamiento instintivo, o si hubiese respondido a la mueca bovina de Jerry dando las gracias cuando el recluta volvió para llevarle hasta la salida en el jeep azul; también, si se hubiese fijado en esto, habría tenido sus dudas. Pero el comandante Masters era sólo un profesional amargado, con muchas desilusiones encima. Era un caballero sureño que estaba sufriendo el aguijón de la derrota a manos de salvajes ininteligibles; y no tenía demasiado tiempo, en aquel momento, para fijarse en los gestos y actitudes de un inglés agotado e insoportable que utilizaba su agonizante casa de fantasmas como oficina postal.
La salida del grupo de operaciones de Hong Kong del Circus fue acompañada de una atmósfera festiva que el secreto de los preparativos no hizo sino enriquecer. La desencadenó la noticia de la reaparición de Jerry. La intensificó el contenido de su mensaje, y coincidió con la noticia transmitida por los primos de que Drake Ko había cancelado todos sus compromisos sociales y de negocios y se había recluido en su casa de Seven Gates, en Headland Road. Una foto de Ko, tomada desde lejos, desde la furgoneta de vigilancia de los primos, le mostraba de perfil, de pie en su gran jardín, al fondo de una glorieta de rosales, mirando hacia el mar. No se veía el junco de hormigón, pero Ko llevaba su enorme boina.
—¡Cómo un Jay Gatsby moderno, querido! —exclamó Connie Sachs encantada, cuando todos se precipitaron sobre la foto—. ¡Contemplando la maldita luz al final del puerto o lo que hiciera el muy papanatas!
Cuando la furgoneta volvió a pasar por allí dos horas más tarde, seguía en la misma postura, así que no se molestaron en hacer otra toma. Era aún más significativo el hecho de que Ko hubiera dejado de utilizar el teléfono… o, por lo menos, las líneas que los primos tenían controladas.
También Sam Collins envió un informe, el tercero de una serie, pero con mucho el más extenso hasta la fecha. Llegó, como siempre con una cobertura especial, dirigido personalmente a Smiley, y éste, como siempre, sólo analizó su contenido con Connie Sachs. Y en el mismo instante en que el grupo salía hacia el aeropuerto de Londres, un mensaje de Martello, de última hora, les indicó que Tiu había regresado de China y estaba en aquel momento encerrado con Ko en Headland Road.
Pero la ceremonia más importante en el recuerdo de Guillam, entonces y después, y la más inquietante, fue una pequeña asamblea celebrada en el despacho de Martello, en el Anexo, a la que, excepcionalmente, no sólo asistió el quinteto habitual de Martello, sus dos hombres silenciosos, Smiley y Guillam, sino también Lacon y Saul Enderby, que llegaron, significativamente, en el mismo coche oficial. El objetivo de aquella ceremonia (convocada por Smiley) era la entrega oficial de las claves. Martello debía recibir un cuadro completo del caso Dolphin, incluyendo el importantísimo enlace con Nelson. Debía informársele, con ciertas omisiones secundarias que sólo se revelarían más tarde, como socio de pleno derecho en la empresa. Guillam nunca llegó a saber del todo cómo habían conseguido Lacon y Enderby que les incluyesen en el asunto, y, comprensiblemente, Smiley se mostró después reticente al respecto. Enderby declaró lisamente que había acudido allí en «pro del buen orden y de la disciplina militar». Lacon parecía más pálido y desdeñoso que nunca. Guillam, tuvo la clara impresión de que perseguían algo y lo fortaleció el hecho de la compenetración que pudo observar entre Enderby y Martello. En resumen, aquellos flamantes camaradas se compenetraban hasta tal punto que a Guillam le recordaron dos amantes secretos en desayuno comunal en una casa de campo, situación en la que él mismo se había encontrado muchas veces.
Enderby explicó en determinado momento que lo básico era el volumen del asunto. El caso estaba creciendo tanto que creía que tenía que haber unas cuantas moscas oficiales en la pared: Era el grupo de presión colonial, explicó en otro momento. Wilbraham estaba armando un verdadero escándalo con Hacienda.
—Está bien, ya hemos oído el asunto —dijo Enderby, en cuanto Smiley concluyó su extenso sumario, y las alabanzas de Martello estuvieron casi a punto de hacer que el techo cayera sobre ellos; luego exigió—: Primera cuestión, George: ¿De quién es el dedo que está en el gatillo ahora?
Tras esta pregunta, la reunión se convirtió en gran medida en asunto de Enderby, como solía suceder en todas las reuniones con Enderby.
—¿Quién dirigirá los tiros cuando la cosa se caliente? ¿Tú, George? ¿Todavía? En fin, creo que has hecho un trabajo de planificación excelente, te lo concedo, pero ha sido aquí el amigo Marty quien ha proporcionado la artillería, ¿no?
Ante lo cual, Martello tuvo otro ataque de sordera, mientras contemplaba embelesado a los ingleses importantes y encantadores con los que tenía el privilegio de relacionarse, y dejó que Enderby siguiera haciendo por él la tarea de abrir trocha.
—¿Cómo ves tú este asunto, Marty? —presionó Enderby, como si en realidad no tuviera ni idea; como si jamás hubiese ido a pescar con Martello ni le hubiera invitado a opíparos banquetes, ni discutido extraoficialmente con él cuestiones secretas.
En ese momento, Guillam tuvo una extraña intuición, aunque después se tiró de los pelos por haber sacado tan poco provecho de ella: Martello sabía. Las revelaciones sobre el asunto de Nelson, ante las que Martello había fingido asombrarse, no eran revelaciones, ni mucho menos, sino confirmaciones de una información que él y sus silenciosos ayudantes ya tenían. Guillam lo vio claramente en sus rostros cetrinos e inexpresivos y en sus vigilantes ojos. Lo percibió en la actitud hipócrita de Martello. Martello sabía.
—Bueno, Saul, técnicamente es un asunto de George —recordó lealmente Martello a Enderby, en respuesta a su pregunta, pero subrayando técnicamente lo bastante como para poner en duda el resto—. George es el que está en el puente de mando, Saul. Nosotros estamos sólo para alimentar los motores.
Enderby exhibió un mohín triste y se metió una cerilla entre los dientes.
—¿Qué piensas tú de esto, George? Te sentirías aliviado, ¿no? ¿No prefieres dejar que Marty se encargue de la cobertura, la organización allí, las comunicaciones, todo el asunto de capa y espada, la vigilancia, el control de Hong Kong y demás, mientras tú diriges la jugada? ¿Qué te parece? Es un poco como llevar puesto el smoking de otro, en mi opinión.
Smiley fue bastante firme, pero, en opinión de Guillam, se preocupó quizás demasiado del asunto y no lo suficiente de la casi palpable connivencia.
—Nada de eso —dijo Smiley—. Martello y yo tenemos un acuerdo muy claro. La punta de lanza de la operación la manejaremos nosotros. Si hace falta tarea de apoyo, Martello la suministrará. Luego, compartiremos el producto. La responsabilidad de obtenerlo sigue siendo nuestra —concluyó con firmeza—. La carta del compromiso que establece todo esto está en archivo hace mucho.
Enderby miró a Lacon.
—Oliver, tú dijiste que me la mandarías, ¿dónde está?
Lacon ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa deprimente sin dirigirse a nadie en concreto.
—Debe andar por tu tercer despacho, imagino, Saul.
Enderby probó de nuevo.
—Y vosotros dos consideráis que el acuerdo sigue en pie en cualquier circunstancia, ¿no? Quiero decir, ¿quién está manejando las casas francas y todo eso? ¿Quién está enterrando el cadáver, como si dijésemos?
Smiley de nuevo:
—Los caseros han alquilado ya una casa de campo, y están preparándolo todo para la ocupación —dijo sin titubear.
Enderby sacó la cerilla húmeda de la boca y la rompió en el cenicero.
—Podríais haber ido a mi casa si me lo hubieseis dicho —murmuró con aire ausente—. Hay sitio de sobra. Nunca hay nadie allí. Hay equipo. Todo —pero seguía preocupado por su tema—. Veamos, un momento. Contéstame a esto. Imagina que tu agente pierde el control. Va a Hong Kong y se dedica a andar por allí. ¿Quién juega a policías y ladrones para traerle otra vez a casa?
¡No contestes!, suplicó Guillam. ¡No tiene el menor sentido aceptar tales conjeturas! ¡Mándale a paseo!
La respuesta de Smiley, aunque eficaz, careció del vigor que Guillam deseaba.
—Bueno, creo que siempre podemos inventarnos hipótesis —objetó suavemente—. Creo que lo mejor que puede decirse es que en tal caso, Martello y yo combinaríamos ideas y acciones lo mejor que pudiéramos.
—George y yo tenemos una excelente relación de trabajo, Saul —proclamó Martello gallardamente—. Excelente.
—Sería mucho más limpio, George, comprendes —resumió Enderby, provisto ya de una nueva cerilla—. Muchísimo más seguro, si lo hicieran todo ellos. Si la gente de Marty mete la pata, lo único que tienen que hacer es disculparse ante el gobernador, facturar a un par de tipos para Walla-Walla y prometer no volver a hacerlo. Nada más. De cualquier modo, es lo que todo el mundo espera de ellos. Es la ventaja de tener una reputación tan mala, ¿verdad, Marty? A nadie le sorprende que os tiréis a la criada.
—Por Dios, Saul —dijo Martello y rió generosamente ante el gran sentido del humor británico.
—Sería mucho más peliagudo si los chicos traviesos fuésemos nosotros —continuó Enderby—. O si fueseis vosotros, más bien. Tal como están las cosas en este momento, el gobernador podría echarte todo el tinglado abajo de un plumazo. Wilbraham no para de dar voces.
Pero ante la despreocupada obstinación de Smiley fue imposible cualquier progreso, así que, durante un rato, Enderby bajó la cabeza y volvieron a discutir «la carne y las patatas» que era la curiosa frase que utilizaba Martello para referirse a métodos. Pero antes de que terminasen, Enderby lanzó un último tiro para desalojar a Smiley de su primacía, eligiendo de nuevo el tema del eficiente manejo y el control posterior de la presa.
—George, ¿quién va a encargarse de interrogatorios y demás? ¿Vas a utilizar a ese extraño jesuita tuyo, ese que tiene un apellido tan elegante?
—Di Salís será el encargado de los aspectos chinos de la descodificación: y del lado ruso, nuestra sección de investigación soviética.
—¿Te refieres a esa catedrática lisiada, no, George? ¿A la que el maldito Billy Haydon echó por beber?
—Ellos dos, sí, ellos son los que han conseguido aclarar hasta ahora el caso —dijo Smiley.
Martello se lanzó inevitable a la brecha.
—¡Oh, vamos, George, eso no lo admito! ¡No, señor! Saul, Oliver, quiero que sepáis todos que considero el caso Dolphin, en todos sus aspectos, Saul, como un triunfo personal de George, y sólo de George.
Tras un apretón de manos de todos al buen amigo George, regresaron a Cambridge Circus.
—¡Pólvora, traición y conjura! —exclamó Guillam—. ¿Por qué está vendiéndote Enderby? ¿Qué asunto es ése de que ha perdido la carta?
—Sí —dijo Smiley al fin, pero en un tono muy remoto—. Sí, es un descuido muy grave. Yo creí que les había enviado realmente una copia. Cerrada, a entregar en mano, sólo como información. Enderby se mostró muy impreciso, ¿verdad? ¿Quieres encargarte de ese asunto, Peter? Y díselo a las madres.
La mención de la carta (bases de acuerdo, como había dicho Lacon) reavivó los peores recelos de Guillam. Recordó que había permitido tontamente que Sam Collins fuera su portador y que, según Fawn, éste había pasado más de una hora encerrado con Martello con el pretexto de entregársela. Recordó también a Sam Collins cuando le había visto en la antesala de Lacon, el misterioso confidente de Lacon y de Enderby, haraganeando por. Whitehall como un maldito gato de Cheshire. Recordó la afición de Enderby al backgammon, en el que apostaba sumas altísimas, y se le pasó por la cabeza incluso, mientras intentaba olisquear la conspiración, que Enderby pudiese ser cliente del club de Sam Collins. Pronto abandonó la idea, desechándola por demasiado absurda. Pero, irónicamente, más tarde resultaría verdad. Y Guillam recordó su fugaz certeza (basada sólo en la fisonomía de los tres norteamericanos y desechada en seguida, en consecuencia) de que ya sabían lo que Smiley les había ido a decir.
Pero Guillam no abandonó la idea de que Sam Collins era el fantasma de aquella fiesta matutina, y cuando subió a bordo del avión en el aeropuerto de Londres, exhausto por la larga y agotadora despedida de Molly, el mismo espectro le miró sonriente a través del humo de los infernales pitillos negros de Sam.
Fue un vuelo sin incidencias, salvo en un aspecto. Eran un equipo de tres y en la distribución de asientos Guillam había ganado una pequeña batalla en la guerra que sostenía con Fawn. Guillam y Smiley, tras pasar por encima del cadáver de los caseros, lograron ir en primera clase, mientras que Fawn, la niñera, cogió un asiento de pasillo en la parte delantera de la sección turística, al lado mismo de los guardias de seguridad de la empresa, que se pasaron la mayor parte del viaje durmiendo inocentemente mientras Fawn iba allí mohíno y ceñudo. No había habido ninguna propuesta, afortunadamente, de que Martello y sus silenciosos ayudantes volasen con ellos, pues Smiley estaba decidido a que eso no sucediese de ningún modo. En realidad, Martello voló hacia el oeste, deteniéndose en Langley para recibir instrucciones, y continuó luego haciendo escala en Honolulú y en Tokio, para estar a mano en Hong Kong cuando ellos llegasen.
Como pie de página involuntariamente irónico de su partida, Smiley dejó una larga nota manuscrita dirigida a Jerry, para que se la entregasen cuando llegara al Circus, felicitándole por su magnífica labor. La copia de esta carta aún figura en el expediente de Jerry. A nadie se le ha ocurrido citarla. Smiley habla de la «firme lealtad» de Jerry y de «la coronación de más de treinta años de servicios». Incluye un mensaje apócrifo de Ann «que también quiere desearte una carrera igual de brillante como novelista». Y acaba, con cierta torpeza, con el sentimiento de que «uno de los privilegios de nuestro trabajo es el que nos proporcione compañeros tan magníficos. Debo decirte que todos pensamos de ti en estos términos».
Algunas personas se preguntan aún por qué nadie se había mostrado inquieto por las andanzas de Jerry anteriores a la salida de la expedición. Después de todo, llevaba varios días de retraso. Estas personas buscan, también en este caso, echarle la culpa a Smiley, pero no hay prueba alguna de negligencia por parte del Circus. Para transmitir el informe de Jerry desde la base aérea del nordeste de Tailandia (su último mensaje) los primos habían montado una línea a través de Bangkok directamente al Anexo de Londres. Pero esta línea sólo era válida para un mensaje y una respuesta, no estaba prevista una continuación del contacto. En consecuencia, cuando llegó el aviso se encauzó primero hacia Bangkok por la red militar, luego a los primos de Hong Kong en su red (dado que Hong Kong tenía derecho absoluto sobre cualquier material relacionado con el caso Dolphin) y sólo entonces, y con el comentario de «Rutinario» fue enviado desde Hong Kong a Londres, donde anduvo por varias bandejitas de correspondencia con contrachapado de palo de rosa, hasta que alguien advirtió su importancia. Y hemos de admitir que el lánguido comandante Masters había prestado muy poca atención a la no aparición, como diría más tarde, de cierto marica inglés en tránsito «suponemos tendréis explicación ahí», termina su mensaje. El comandante Masters vive ahora en Norman, Oklahoma, donde dirige un pequeño negocio de reparación de automóviles.
Y tampoco los caseros tenían motivo alguno para asustarse… o al menos eso es lo que siguen alegando. Las instrucciones de Jerry, al llegar a Bangkok, eran buscarse un vuelo, cualquiera, utilizando su tarjeta de viajes aéreos, y plantarse en Londres. No se mencionaba ninguna fecha, ni ningunas líneas aéreas. El objetivo era dejar que las cosas fluyesen. Lo más probable era que se hubiera quedado en algún sitio a divertirse un poco. Son muchos los agentes de campo que lo hacen cuando vuelven a casa, y en el expediente de Jerry figuraba el comentario de que era muy voraz sexualmente. Así que siguieron con su revisión habitual de las listas de vuelo e hicieron una inscripción provisional en Sarratt para la ceremonia de reciclaje y secado de dos semanas, y luego centraron su atención en el asunto mucho más urgente de organizar la casa franca del asunto Dolphin. Era una casa de campo encantadora, bastante aislada, aunque dentro de un pueblo ferroviario de Maresfield, en Sussex, y casi todos los días hallaban una razón para bajar hasta allí. Había que acomodar en ella no sólo a di Salís y a una buena parte de su archivo chino sino a un pequeño ejército de intérpretes y transcriptores, además de los técnicos, las niñeras y un doctor que hablaba chino. Los habitantes del lugar empezaron a quejarse en seguida ruidosamente a la policía de la afluencia de japoneses. El periódico local publicó un reportaje explicando que eran una compañía de baile de visita en el país. La filtración había sido obra de los caseros.
Jerry no tenía nada que recoger en el hotel, y en realidad ni siquiera hotel, pero sabía que tenía una hora para largarse, quizá dos. Estaba seguro de que los norteamericanos tenían controlada toda la ciudad y sabía que si Londres lo pedía, el comandante Masters no tendría problema para radiar el nombre y la descripción de Jerry como desertor norteamericano que viajaba con pasaporte de otra nacionalidad. En cuanto el taxi salió de las verjas, por tanto, le ordenó dirigirse al extremo sur de la ciudad, esperó y luego cogió otro taxi y se encaminó en dirección norte. Sobre los arrozales había una niebla húmeda y la carretera corría recta e interminable entre ella. La radio emitía voces tailandesas femeninas como un poema infantil inacabable en cámara lenta. Pasaron por delante de una base de material electrónico norteamericano, una alambrada circular de medio kilómetro de ancho flotando en la niebla, a la que en la ciudad llamaban la Jaula del Elefante. Punzones gigantescos delimitaban el perímetro y, en medio, rodeada de redes de alambre nudosa, ardía, como la promesa de una guerra futura, una sola luz infernal. Había oído que había allí mil doscientos estudiantes de idiomas, pero no se veía un alma.
Necesitaba tiempo; en realidad, necesitaba más de una semana. Ahora incluso, necesitaba todo ese tiempo para llegar al punto de destino, porque Jerry en el fondo era un soldado y votaba con los pies. En el principio era la acción, solía decirle Smiley, en su actitud de sacerdote fracasado, citando a uno de sus poetas alemanes. Jerry había convertido esta simple máxima en pilar de su sencilla filosofía. Lo que un hombre piensa es asunto suyo. Lo importante es lo que hace.
Llegó al Mekong al atardecer, eligió una aldea y paseó perezosamente un par de días por la orilla del río, con la bolsa al hombro y dando patadas a una lata vacía de coca-cola con la puntera de su bota de cabritilla. En la otra orilla, tras pardos montes como hormigueros, corría la ruta Ho Chi-Minh. Jerry había visto en una ocasión caer un B52 desde aquel mismo punto, a tres millas de Laos Central. Recordaba cómo se había estremecido la tierra a sus pies, cómo se había vaciado el cielo y se había incendiado, y había sabido lo que era estar en medio del asunto; lo supo realmente por un instante.
La misma noche, utilizando su animosa frase, Jerry Westerby se corrió la gran juerga, muy en la línea de lo que los caseros esperaban de él, aunque no en las mismas circunstancias exactas. En un bar de la ribera donde tocaban viejas melodías en un gramófono automático, bebió whisky del mercado negro y se sepultó noche tras noche en el olvido, conduciendo a una risueña chica tras otra por las escaleras a oscuras a una mísera habitación, hasta que por fin se quedó allí durmiendo y no volvió a bajar. Despertó sobresaltado, con la cabeza despejada, al amanecer, al cantar de los gallos y al traqueteo del tráfico fluvial. Se obligó a pensar larga y generosamente en su camarada y mentor George Smiley. Fue un acto de la voluntad lo que le empujó a hacerlo, casi un acto de obediencia. Sencillamente, quería repasar los artículos de su credo y hasta entonces su credo había sido el buen George. En Sarratt, tienen una actitud muy mundana y tranquila respecto a las motivaciones de un agente de campo, y no tienen la menor paciencia con el fanático de ojos relampagueantes que rechina los dientes y dice «odio el comunismo». Si tanto lo odia, dicen ellos, lo más probable es que ya esté enamorado de él. Lo que en realidad les gusta (y lo que poseía Jerry, lo que Jerry era, en realidad) es el tipo que no tiene demasiado tiempo para palabras y lisonjas, pero al que le gusta el servicio y sabe (aunque no haga ostentación de ello) que nosotros tenemos razón. Nosotros era, necesariamente, una idea flexible, pero para Jerry significaba George y eso era todo.
El buen George. Super. Buenos días.
Le vio tal como más le gustaba recordarle: la primera vez que se vieron, en Sarratt, poco después de la guerra. Jerry era aún un subalterno del ejército, estaba terminando ya su periodo de servicio y Oxford se alzaba frente a él, y le resultaba todo terriblemente aburrido. El curso era para Ocasionales de Londres: gente que había hecho alguna cosilla sin pertenecer oficialmente a la nómina del Circus, a la que se preparaba como reserva auxiliar. Jerry se había ofrecido ya como voluntario para un empleo fijo allí, pero el personal del Circus le había rechazado, con lo que no mejoró precisamente su estado de ánimo. Así que cuando apareció Smiley en el local de conferencias, calentado con keroseno, con su grueso abrigo y sus gafas, Jerry gruñó para sí y se dispuso a soportar otros chirriantes cincuenta minutos de aburrimiento (sobre sitios buenos para buscar buzones seguros, lo más probable), seguidos de una especie de paseo clandestino por el campo a la busca de árboles huecos en cementerios. Hubo comedia mientras el personal de dirección forcejeó para bajar el podio de modo que George pudiera ver por encima de él. Al final, se colocó un poco melindrosamente a un lado y anunció que el tema de aquella tarde era «Problemas que se plantean para mantener líneas de correo dentro de territorio enemigo». Jerry advirtió en seguida que no hablaba basándose en el libro de texto sino en la experiencia: que aquel pedantuelo sabihondo de tímida voz y ademanes apocados se había pasado tres años trabajando en un remoto pueblo alemán, sosteniendo los hilos de una red muy respetable, mientras esperaba la bota que atravesara el panel de la puerta o la culata de una pistola en la cara que le introducirían a los placeres del interrogatorio.
Terminada la reunión, Smiley quiso verle. Se entrevistaron en un rincón de un bar vacío, bajo las astas de ciervo, donde colgaba el tablero de los dardos.
—Siento mucho que no pudiésemos incluirte —dijo—. Creo que todos pensamos que primero necesitas un poco de tiempo fuera.
Era su forma de decir que aún estaba verde. Jerry recordó, demasiado tarde, que Smiley era uno de los miembros sin voz del comité de selección que le había rechazado.
—Tal vez si te licencias y te introduces en alguna actividad distinta, cambien de modo de pensar. No pierdas contacto, ¿quieres?
Y después de aquello, de un modo u otro, el amigo George había estado siempre presente. El buen George, que nunca se sorprendía ni perdía la calma, había encauzado con suavidad pero con firmeza la vida de Jerry hasta que ésta pasó a ser propiedad del Circus. El imperio de su padre se desmoronó: George estaba allí esperando con las manos abiertas para coger a Jerry. Sus matrimonios se desmoronaron: George se pasaba la noche con él, sosteniéndole.
—Siempre he agradecido a este servicio el que me diese una oportunidad de pagar —había dicho Smiley—. Estoy seguro de que uno debe sentir eso. No creo que debamos tener miedo a… consagramos a una causa. ¿Soy anticuado por decir esto?
—Tú dime lo que tengo que hacer y lo haré —había contestado Jerry—. Dime cuál es la jugada y la haré.
Aún tenía tiempo. Lo sabía. Un tren hasta Bangkok, luego un avión y a casa, y lo más que podía pasarle era una pequeña bronca por retrasarse unos días. A casa, repitió para sí. Todo un problema. ¿Era su casa la Toscana y el terrible vacío de la cima de aquella colina sin la huérfana? ¿O la vieja Pet, tras pedirle disculpas por lo de la taza? ¿O el amigo Stubbsie, y el nombramiento como plumífero de mesa, con responsabilidad especial de rechazar artículos? ¿O era su casa el Circus?: «Pensamos que lo que más te gustaría sería la Sección de Banca». Incluso (gran idea) podía ser Sarratt, tarea de adiestramiento, ganar el corazón y el pensamiento de nuevos aspirantes mientras hacía su peligroso recorrido diario desde su dúplex de Watford.
La tercera o cuarta mañana despertó muy temprano. Estaba amaneciendo sobre el río, que se volvió primero rojo, luego anaranjado, color castaño luego. Un grupo de búfalos de agua se revolcaba en el barro, tintineaban sus cencerros. En medio del río había tres sampanes unidos por una red barredera larga y complicada. Oyó un silbido y vio una red curvarse y caer luego como granizo en el agua.
Sin embargo, no es por falta de un futuro por lo que estoy aquí, pensó. Es por falta de un presente.
Tu casa es donde vas cuando escapas de otras casas, pensó. Lo cual me lleva a Lizzie. Terrible problema. Al desván con él. Hay que desayunar.
Sentado en la galería de teca, comiendo huevos y arroz, Jerry recordó cómo le había comunicado George la noticia de lo de Haydon. Bar El Vino, Fleet Street, un mediodía lluvioso. A Jerry nunca le había sido posible odiar a alguien mucho tiempo y, tras la sorpresa inicial, en realidad no había habido mucho más que decir.
—Bueno, no tiene objeto llorar por algo que ya ha pasado, ¿verdad, amigo? No podemos dejar el barco a las ratas. Hay que seguir con el servicio, ése es el asunto.
Smiley estaba de acuerdo con esto. Sí, el asunto era ése, el servicio, agradecer la oportunidad de pagar. Jerry había experimentado una especie de alivio extraño por el hecho de que Bill fuera miembro del clan. Él nunca había dudado en serio, a su modo impreciso, de que su país se hallaba en un estado de decadencia irreversible, ni de que su propia clase fuese la responsable. «Nosotros hicimos a Bill —rezaba su argumento—, así que es razonable que tengamos que cargar con las consecuencias». Pagar, en realidad. Pagar. Lo que pretendía el amigo George.
Paseando por la orilla del río de nuevo, respirando el aire cálido y libre, Jerry se dedicó a tirar piedras cortando el agua.
Lizzie, pensó. Lizzie Worthington, suburbanita renegada. Pupila y saco de golpes de Ricardo. Hermana mayor y madre tierra y puta inalcanzable de Charlie Mariscal. Pájaro enjaulado de Drake Ko. Mi compañera de cena durante cuatro horas completas. Y, para Sam Collins (por repetir la pregunta), ¿qué había sido ella para él? Para el señor Mellon, el «sospechoso comerciante inglés» de Charlie dieciocho meses atrás, Lizzie había sido un correo que trabajaba en la ruta de la heroína de Hong Kong. Pero era más que eso. En determinado momento, Sam le había enseñado un poco de tobillo y le había contado que estaba trabajando en realidad por la reina y la patria. Estupenda noticia que Lizzie se apresuró a comunicar a su admirado círculo de amistades. Para cólera de Sam, que se deshizo de ella soltándola como si quemara. Asentándola como una especie de tonta a quien utilizar. Una confidente en período de prueba. De algún modo, esta idea le resultó muy divertida a Jerry, pues Sam tenía fama de agente de primera, mientras que Lizzie Worthington podría muy bien servir en Sarratt como el arquetipo de Mujer A Quien Jamás Debe Reclutarse Mientras Pueda Hablar o Respirar.
Era menos divertida la cuestión de lo que Lizzie significaba ahora para Sam. ¿Qué era lo que mantenía a éste acechándola en la sombra como paciente asesino, con su agria y acerada sonrisa? Esta cuestión preocupaba muchísimo a Jerry. A decir verdad, le obsesionaba. No deseaba en modo alguno que Lizzie desapareciera otra vez. Si decidía abandonar la cama de Ko, sería para meterse en la de Jerry. Había pensado varias veces (desde que la había conocido, en realidad) lo bien que le vendría a Lizzie el tonificante aire de la Toscana. Y aunque ignoraba el cómo y el porqué de la presencia de Sam Collins en Hong Kong, y hasta lo que tenía previsto el Circus a la larga para Drake Ko, tenía la más firme impresión (y aquí estaba el meollo del asunto) de que si salía para Londres en aquel momento lejos de sacar a Lizzie en su caballo blanco, Jerry la dejaba sentada sobre una inmensa bomba.
Y esto le parecía inadmisible. En otros tiempos, podría haber aceptado dejar ese problema a los sabihondos, tal como había dejado muchos otros problemas. Pero ya no eran otros tiempos. Ahora era una cuestión de los primos, en realidad, y aunque Jerry no tenía ningún pleito personal con los primos, su presencia convertía el juego en algo mucho más duro. En consecuencia, no podían aplicarse las vagas ideas que él tuviese sobre el humanitarismo de George.
Además, le preocupaba Lizzie. Urgentemente. No había nada impreciso en sus sentimientos. La deseaba profundamente, con aceituna y todo. Lizzie era su tipo de fracasada, y la amaba. Había estado dándole vueltas y, tras varios días de cavilaciones, aquélla era su conclusión clara e inalterable. Le había sobrecogido un poco, pero estaba muy satisfecho de ella.
Gerald Westerby, se decía. Estuviste presente en tu nacimiento. Estuviste presente en tus diversos matrimonios y en algunos de tus divorcios, y sin duda estarás presente en tu entierro. Ya iba siendo hora, según tu meditado punto de vista, de que estuvieses presente en otros determinados momentos cruciales de tu historia.
Cogió un autobús que le llevó río arriba unos cuantos kilómetros, caminó de nuevo, utilizó ciclomotores, se sentó en bares, hizo el amor a las chicas pensando sólo en Lizzie. La posada en que paraba estaba llena de niños y una mañana despertó y se encontró a dos sentados en su cama maravillados de la enorme longitud de las piernas del farang y de cómo colgaban sus pies desnudos al final de la cama. Tal vez lo mejor fuera quedarme aquí, pensó. Pero era una broma sólo, porque sabía que tenía que volver y preguntárselo; aunque la respuesta de ella resultara un fiasco. Desde la galería lanzó aviones de papel para los niños, que bailaban y aplaudían viéndoles planear.
Encontró a un barquero y, al anochecer, cruzó el río hasta Vientiane, evitando las formalidades burocráticas de inmigración. A la mañana siguiente, también sin formalidad alguna, logró subir a bordo de un Royal Air Lao DC8 no programado, y por la tarde estaba volando y en posesión de un delicioso y cálido whisky y charlando alegremente con un par de cordiales traficantes de opio. Cuando aterrizaron, caía una lluvia negra y las ventanillas del autobús del aeropuerto estaban llenas de polvo. A Jerry no le importó lo más mínimo. Por primera vez en su vida, en realidad el volver a Hong Kong era exactamente como volver a casa.
Pero en la zona de recepción del aeropuerto, Jerry jugó sus cartas con toda cautela. Nada de trompetas, se dijo: evidentemente, unos días de descanso habían hecho maravillas en lo relativo a su presencia de ánimo. Tras echar un vistazo al panorama, se dirigió al servicio de caballeros en vez de dirigirse a las ventanillas de inmigración y allí se quedó hasta que llegó un grupo de turistas japoneses y entonces se lanzó sobre ellos y empezó a preguntar quién hablaba inglés. Logró segregar a cuatro, les enseñó el carnet de Prensa de Hong Kong y mientras hacían cola esperando que les sellaran el pasaporte les asedió a preguntas de por qué estaban allí y qué se proponían hacer y con quién, anotando diligentemente en su cuaderno; eligió luego a otros cuatro y repitió la operación. Esperaba a que los policías de servicio terminasen el turno. Lo hicieron a las cuatro e inmediatamente Jerry se dirigió a una puerta con un letrero de «Prohibida la entrada» en la que se había fijado antes. Llamó hasta que le abrieron y se lanzó por ella hacia la salida.
—¿Adónde demonios va usted? —preguntó un ofendido inspector de policía escocés.
—Al periódico, hombre. Tengo que entregarles esta mierda sobre nuestros queridos visitantes japoneses.
Enseñó el carnet de Prensa.
—Pues vaya usted por la puerta como todo el mundo.
—¿Estás loco? No he traído el pasaporte. Por eso tu distinguido colega me dejó entrar por aquí cuando vine.
Su envergadura, la voz ronca, la apariencia claramente británica, su conmovedora sonrisa, le proporcionaron espacio en un autobús que iba a la ciudad cinco minutos después. Enfrente de su edificio de apartamentos dio unas cuantas vueltas sin ver nada sospechoso; pero como aquello era China, ¿quién podría asegurarlo? El ascensor estaba vacío para él, como siempre. Subiendo tarareó el único disco de Ansiademuerte el Huno anticipando un baño caliente y un cambio de ropa. En la puerta de entrada, tuvo un momento de angustia al advertir que las pequeñas cuñas que había dejado colocadas estaban en el suelo, hasta que al fin recordó a Luke, y sonrió ante la perspectiva de verle. Abrió la puerta antirrobo y al hacerlo oyó un rumor dentro, un ruido monótono, que podía ser de un acondicionador de aire, pero no del de Ansiademuerte, que era demasiado inútil e ineficaz. El imbécil de Luke se había dejado puesto el gramófono, pensó. Y debe estar a punto de estallar. Luego pensó: soy injusto con él, es la nevera. Luego abrió la puerta y vio el cadáver de Luke tendido en el suelo, con la mitad de la cabeza destrozada y la mitad de las moscas de Hong Kong amontonadas en ella y a su alrededor; y lo único que se le ocurrió hacer, mientras cerraba a toda prisa la puerta y se llevaba el pañuelo a la boca, fue correr a la cocina, por si aún había alguien allí. Volvió al salón, empujó a un lado los pies de Luke y alzó el trozo de parqué donde tenía escondida la pistola prohibida y el equipo de emergencia y se lo guardó todo en el bolsillo antes de vomitar.
Claro, pensó. Por eso Ricardo estaba tan seguro de que el escritor de caballos había muerto.
Ya estás en el club, pensó, mientras salía de nuevo a la calle, con la rabia y la aflicción palpitando en sus ojos y en sus oídos. Nelson Ko está muerto, pero está dirigiendo China. Ricardo está muerto, pero Drake Ko dice que puede seguir vivo siempre que no salga del lado oscuro de la calle. Jerry Westerby el escritor de caballos también está completamente muerto, salvo que ese cabrón pagano imbécil que está al servicio de Ko, el maldito señor Tiu, fue tan torpe que liquidó al ojirredondo que no era.