En ninguna de las etapas del caso mantuvo George Smiley el tipo con tal tenacidad como en ésta. Los nervios estaban muy tensos en el Circus, a punto de estallar. La endemoniada inercia y los arrebatos de frenesí contra los que habitualmente advertía Sarratt, se convirtieron en una y la misma cosa. Cada día que pasaba sin recibir noticias concretas de Hong Kong era un día más de desastre. El largo mensaje de Jerry se analizó al microscopio y se consideró ambiguo, neurótico incluso. ¿Por qué no había presionado más a Mariscal? ¿Por qué no había esgrimido de nuevo el espectro ruso? Debería haberle dicho a Charlie lo de la veta de oro, debería haber continuado el asunto donde lo había dejado con Tiu. ¿Había olvidado acaso que su tarea principal era sembrar la alarma y sólo secundariamente obtener información? En cuanto a su obsesión con aquella condenada hija suya… ¿es que no sabía lo que costaban los mensajes, Dios santo? (Parecían olvidar que eran los primos quienes pagaban la factura). ¿Y qué era todo aquello de que no quería saber nada más de los funcionarios de la Embajada británica que sustituían al inexistente residente del Circus? De acuerdo, había habido un retraso en la línea de comunicación al transmitir el mensaje de los primos. De todos modos, Jerry había conseguido localizar a Charlie Mariscal, ¿no? No correspondía en absoluto a un agente de campo dictar a Londres lo que había que hacer y lo que no. Los caseros, que habían organizado el asunto, querían que se le censurase por ello.
El Circus recibía una presión exterior aún más feroz. La facción del colonial Wilbraham no había permanecido inactiva, y el Grupo de Dirección, en un sorprendente viraje, decidió que el gobernador de Hong Kong debía estar informado de todos los detalles del caso y en seguida, además. Se habló incluso a alto nivel de llamarle a Londres con cualquier pretexto. Se había desencadenado el pánico porque Ko había sido recibido una vez más en casa del gobernador, esta vez en una de las cenas íntimas de éste a la que asistieron chinos influyentes para exponer sus opiniones de modo confidencial.
Saul Enderby y sus camaradas de la línea dura, por el contrario, tiraban por el lado opuesto: «Al diablo el gobernador. ¡Lo que queremos es asociación plena con los primos inmediatamente!». George debería ir a ver a Martello hoy, decía Enderby, y exponer claramente todo el caso e invitarles a hacerse cargo de la última etapa del asunto. Tenía que dejar de jugar al escondite con lo de Nelson, tenía que admitir que no disponía de recursos, debía dejar que los primos calculasen el posible dividendo en información secreta que les correspondía, y si ellos remataban el caso, tanto mejor: que se atribuyesen luego la gloria en la colina del Capitolio, para confusión de sus enemigos. El resultado de este gesto generoso y oportuno, argumentaba Enderby (al producirse en medio del desastre de Vietnam) sería una asociación indisoluble de los servicios secretos para años futuros, punto de vista que Lacon parecía apoyar, pese a su actitud vacilante. Cogido entre dos fuegos, Smiley se vio de pronto encorsetado con una reputación doble. El equipo de Wilbraham le calificaba de anticolonial y pronorteamericano, mientras que los hombres de Enderby le acusaban de ultraconservador en el manejo de la relación especial. Pero era mucho más grave, de cualquier modo, la impresión que tenía Smiley de que, por otros caminos, Martello había recibido información del asunto, y que sería capaz de explotarla. Las fuentes de Molly Meakin, por ejemplo, hablaban de una creciente relación entre Enderby y Martello a nivel personal y no sólo porque todos sus hijos estudiasen en el Lycée de South Kensington. Al parecer, últimamente iban a pescar los fines de semana los dos juntos a Escocia, donde Enderby tenía un poco de agua. Martello ponía el avión, según los rumores, y Enderby suministraba la pesca. Smiley se enteró también por entonces, a su manera fantasmal, de lo que todos los demás sabían desde el principio y suponían que él también sabía. La tercera y última esposa de Enderby era norteamericana. Y rica. Antes de casarse, había sido anfitriona conocida de la buena sociedad de Washington, papel que estaba reproduciendo ahora en Londres con cierto éxito.
Pero la causa fundamental de la agitación general era, en el fondo, la misma. En el frente Ko, no había sucedido nada de particular últimamente. Peor aún, había una angustiosa escasez de información operativa. Smiley y Guillam se presentaban en el Anexo cada día, a las diez en punto, y salían cada día menos satisfechos. La línea telefónica particular de Tiu estaba controlada, y la de Lizzie Worthington también. Las grabaciones se supervisaban in situ y luego se enviaban a Londres para un estudio detallado. Jerry había ordeñado a Charlie Mariscal un miércoles. El viernes, Charlie estaba lo bastante recuperado del mal trago como para telefonear a Tiu desde Bangkok y abrirle su corazón. Pero, después de escuchar durante menos de treinta segundos, Tiu le cortó ordenándole que se pusiera «en contacto con Harry inmediatamente», lo que dejó desconcertado a todo el mundo: nadie tenía ningún Harry por ningún sitio. El sábado, hubo drama porque los que controlaban el teléfono personal de Ko le oyeron cancelar su partida de golf habitual de los domingos por la mañana con el señor Arpego. Ko pretextó un importante compromiso de negocios. ¡Ya estaba! ¡Había llegado el momento! Al día siguiente, con consentimiento de Smiley, los primos de Hong Kong situaron una furgoneta de vigilancia, dos coches y una Honda detrás del Rolls Royce de Ko en cuanto entró en la ciudad. ¿Qué misión secreta, a las cinco y media de una mañana de domingo, era tan importante para que Ko abandonase su partida semanal de golf? La respuesta resultó ser su adivinador del futuro, un venerable anciano swatownés que operaba en un mísero templo de los espíritus en una callejuela lateral de Hollywood Road. Ko pasó más de una hora con él y luego volvió a casa, y aunque un muchacho concienzudo de una de las furgonetas de los primos colocó un micrófono dirigido oculto en la ventana del templo y lo dejó allí toda la sesión, los únicos sonidos que registró, aparte de los del tráfico, fueron los cacareos del gallinero del viejo. Cuando volvieron al Circus, convocaron a di Salis. ¿A qué demonios podía ir alguien a un adivinador del futuro a las seis de la mañana, y menos aún un millonario?
Muy satisfecho de su perplejidad, di Salis se rascó la cabeza, encantado. Un individuo de la posición de Ko era lógico que desease ser el primer cliente del día del adivinador, explicó, cuando la mente del gran hombre estaba aún despejada y clara para recibir los mensajes de los espíritus.
Luego, no pasó nada en cinco semanas. Nada. Los controles del teléfono y del correo proporcionaron gran cantidad de materia prima indigerible que una vez cribada no proporcionó ni un solo dato interesante. Entretanto, se aproximaba cada vez más el plazo artificial impuesto por los del Ejecutivo, y pronto se abriría la veda de Ko para cualquiera que pudiese echarle algo encima.
Sin embargo, Smiley se mantuvo firme. Soportó todas las recriminaciones, tanto por su manejo del caso como por la actuación de Jerry. Habían sacudido el árbol, sostenía. Ko estaba asustado, el tiempo demostraría que tenían razón. No se dejó empujar a un gesto dramático con Martello, y permaneció resueltamente fiel a los términos del acuerdo que había esbozado en su carta, y del que había una copia en poder de Lacon. Se negó también, tal como le permitía su acuerdo, a cualquier discusión de detalles operativos, ni sobre Dios ni sobre las fuerzas de la lógica, ni menos aún sobre las de Ko, salvo en lo relativo a temas de protocolo o de jurisdicción local. Ceder en esto, lo sabía muy bien, no habría significado más que proporcionar a los que dudaban nuevas municiones con que liquidarle.
Mantuvo esta actitud cinco semanas y el día trigesimosexto Dios o las fuerzas de la lógica o, mejor, las fuerzas de la química humana de Ko, ofrendaron a Smiley un consuelo notable, aunque misterioso. Ko se hizo a la mar. Acompañado de Tiu y de un chino desconocido, identificado más tarde como el capitán de su flota de juncos, Ko se pasó la mayor parte de los tres días siguientes recorriendo las islas próximas a Hong Kong, regresando todos los días al oscurecer. No se supo en principio adonde iba. Martello propuso una serie de vuelos de helicóptero para rastrear su ruta, pero Smiley rechazó de plano tal propuesta. La vigilancia estática desde el muelle confirmó que parecían salir y volver por una ruta distinta cada día, nada más. Y el último, el cuarto, el barco no volvió.
Pánico. ¿Dónde estaba el barco? Los jefes de Martello de Langley, Virginia, perdieron el control por completo y decidieron que Ko y el Almirante Nelson se habían extraviado deliberadamente, penetrando en aguas chinas. Incluso que habían sido secuestrados. No volverían a ver a Ko, y Enderby, que se desmoronaba a toda prisa, llegó incluso a telefonear a Smiley y a decirle que sería «culpa tuya si Ko aparece en Pekín gritando que estaban acosándole los Servicios Secretos». Hasta Smiley, durante un día torturante, se preguntaba en secreto si, contra toda lógica, Ko habría decidido realmente ir a reunirse con su hermano.
Luego, claro, a la mañana siguiente temprano, apareció de nuevo la lancha tranquilamente en el puerto principal, con aspecto de regresar de una regata, y Ko bajó la pasarela muy contento seguido de su hermosa Liese, cuyo pelo de oro brillaba a la luz del sol como un anuncio de jabón.
Fue esta información la que, tras mucho pensar y tras una nueva y detallada lectura de la ficha de Ko (por no mencionar el tenso y prolongado debate con Connie y di Salis) impulsó a Smiley a tomar dos decisiones a la vez, o, en jerga de jugador, a jugar las dos únicas cartas que le quedaban.
Uno: Jerry debía pasar a la «última etapa» con lo que se refería a Ricardo. Esperaba que este paso mantuviese la presión sobre Ko, y proporcionase a éste, si es que la necesitaba en realidad, la prueba definitiva de que debía actuar.
Dos: Sam Collins debía «entrar».
A esta segunda decisión llegó tras consultar únicamente con Connie Sachs. No se menciona esto en el expediente principal de Jerry, sino sólo en un apéndice secreto entregado más tarde, con supresiones, para un examen más amplio.
Los efectos negativos que en Jerry tuvieron estas dilaciones y dudas son algo que ni el mejor jefe de servicios secretos del mundo podría haber incluido en sus cálculos. El tener conciencia del asunto es algo muy distinto… y Smiley la tenía, sin duda, y hasta tomó ciertas medidas preventivas. Pero guiarse por él, situarlo en el mismo plano que los factores de alta política con que le asediaban día tras día, habría sido totalmente irresponsable. Sin prioridades, un general no es nada.
Sigue en pie el hecho de que Saigón era el peor lugar del mundo para que se pasease Jerry. Periódicamente, a medida que las dilaciones se prolongaban, se hablaba en el Circus de enviarle a otro sitio menos insalubre, a Singapur, por ejemplo, o a Kuala Lumpur, pero los argumentos de conveniencia y cobertura siempre le dejaban donde estaba: además, todo podía cambiar al día siguiente. Estaba, por otra parte, la cuestión de su seguridad personal. En Hong Kong no podía ni pensarse, y tanto en Singapur como en Bangkok era seguro, que la influencia sería fuerte. Luego, de nuevo la cobertura: con el derrumbe próximo, ¿qué sitio más lógico que Saigón? Sin embargo, Jerry vivía una semivida en una semiciudad. Durante cuarenta años, más o menos, la guerra había sido la principal industria de Saigón, pero la retirada norteamericana del setenta y tres había provocado una depresión económica de la que, al final, nunca llegó a recuperarse del todo, de modo que incluso este acto final tan esperado, con su reparto de millones de actores, estaba representándose para un público muy escaso. Incluso cuando hacía sus excursiones obligatorias al extremo activo de la lucha, Jerry tenía la sensación de contemplar un partido de cricket estropeado por la lluvia cuyos participantes sólo querían volver al pabellón. El Circus le prohibió salir de Saigón basándose en que podría necesitársele en otro sitio en cualquier momento, pero la orden, si la hubiese cumplido literalmente, le habría hecho parecer ridículo, y se la saltó. Xuan Loc era un aburrido pueblo del caucho francés situado a unos setenta y cinco kilómetros, en lo que era ya el perímetro táctico de la ciudad. Pero aquélla era una guerra completamente distinta de la de Phnom Penh, más técnica y más europea en la inspiración. Los Jemeres Rojos no tenían ejército, pero los norvietnamitas tenían tanques rusos y artillería de ciento treinta milímetros que manejaban siguiendo la pauta rusa clásica, rueda con rueda, como si estuviesen a punto de lanzarse sobre Berlín a las órdenes del mariscal Zhukov, y nada hubiese de moverse hasta que estuviese montado y cargado el último cañón. Encontró el pueblo semidesierto y la iglesia católica vacía, salvo por un sacerdote francés.
—C’est terminé —le explicó, con sencillez el sacerdote. Los sudvietnamitas harían lo que siempre habían hecho, dijo. Detendrían el avance y luego darían vuelta y echarían a correr.
Tomaron vino juntos, contemplando la plaza vacía.
Jerry hizo un artículo explicando que la descomposición era irreversible esta vez y Stubbie lo colgó del clavo con un lacónico: «Prefiero gente a profecías. Stubbs».
De vuelta a Saigón, en las escaleras del Hotel Caravelle, niños mendigos vendían inútiles guirnaldas de flores. Jerry les dio dinero y aceptó las flores para no ofenderles, luego las tiró en la papelera de su habitación. Se sentó abajo y picaron en el cristal de la ventana y le vendieron Stars and Stripes. En los bares vacíos donde bebía, las chicas se amontonaban a su alrededor desesperadas como si él fuese la última oportunidad antes del fin. Sólo la policía estaba en su elemento. Aparecían por todas las esquinas, con sus cascos blancos y sus flamantes guantes blancos, como si esperasen ya dirigir el tráfico del enemigo victorioso cuando llegase. Iban en jeeps blancos como monarcas entre los refugiados de las aceras, con sus jaulas de gallinas. Jerry volvió a la habitación del hotel y llamó Hercule, el vietnamita favorito de Jerry, al que había procurado evitar por todos los medios. Hercule, como se hacía llamar, era contrario al conservadurismo del orden establecido y anti-Thieu y había estado ganándose bastante bien la vida suministrando información a los periodistas británicos sobre el Vietcong, basándose en el dudoso argumento de que los británicos no estaban implicados en la guerra.
—¡Los británicos son amigos míos! ¡Sácame de aquí! Necesito documentos. ¡Necesito dinero! —suplicó por teléfono.
—Prueba con los norteamericanos —dijo Jerry, y colgó, desesperado.
La oficina de la Reuter, a la que Jerry fue a facturar su pobre artículo, nacido muerto, era un monumento a los héroes olvidados y al romanticismo del fracaso. Bajo los cristales de las mesas yacían las cabezas fotografiadas de muchachos desgreñados, en las paredes había comunicados de rechazo de artículos y muestras de la cólera de los directores; en el aire, un hedor a papel de periódico viejo y la sensación Algún-lugar-de-Inglaterra de habitación provisional que encierra la nostalgia secreta de todo corresponsal exiliado. Había una agencia de viajes justo a la vuelta de la esquina, y luego resultó que Jerry había encargado dos veces en aquel período billetes para Hong Kong allí y que no había aparecido después por el aeropuerto. Atendía a Jerry un afanoso y joven primo llamado Pike que tenía cobertura de Información y que iba de vez en cuando al hotel con mensajes en sobres amarillos, en los que decía Prensa Urgente para autenticidad. Pero el mensaje que iba dentro era siempre el mismo: Ninguna decisión, esperar, ninguna decisión. Leyó a Ford Madox Ford y una novela verdaderamente horrible sobre el viejo Hong Kong. Leyó a Green y a Conrad y a T. E. Lawrence, y seguía sin llegar ninguna noticia. Los bombardeos eran más desagradables de noche, se respiraba el pánico por todas partes, como una plaga en expansión.
Atendiendo al «gente sí, profecías no» de Stubbie, bajó hasta la Embajada norteamericana, donde había más de diez mil vietnamitas aporreando las puertas e intentando demostrar su ciudadanía norteamericana. Mientras él estaba allí mirando, apareció en un jeep un oficial sudvietnamita que se bajó de un salto y empezó a gritar a las mujeres, llamándolas putas y traidoras… eligiendo, en realidad, a un grupo de auténticas esposas norteamericanas que hubieron de soportar la peor parte.
Jerry envió otro artículo y de nuevo Stubbs lo rechazó, lo cual aumentó, sin duda, la depresión de Jerry.
Unos cuantos días después, los planificadores del Circus perdieron la serenidad. Al ver que el derrumbe continuaba y empeoraba, dieron orden a Jerry de coger de inmediato un avión para Vientiane y permanecer allí sin dejarse ver hasta que el cartero de los primos le dijese otra cosa. Y allá se fue y cogió una habitación en el Constellation, donde tanto le había gustado alternar a Lizzie y bebió en el bar donde tanto le había gustado beber a Lizzie, y charló con Maurice, el propietario, y esperó. El bar era de hormigón, de sesenta centímetros de espesor, de modo que en caso de necesidad podría servir como refugio antiaéreo o posición de tiro. Todas las noches, en el lúgubre comedor contiguo, comía y bebía melindrosamente un viejo colon, la servilleta al cuello. Jerry se sentaba en otra mesa y leía. Eran siempre los únicos comensales y no hablaban jamás. En las calles, los Pathet Lao (que habían bajado hacía poco de las montañas) caminaban muy disciplinados en parejas, con gorras y guerreras maoístas, evitando las miradas de las chicas. Les habían cedido el control de las villas de la carretera y las de las esquinas, hasta el aeropuerto. Acampaban en tiendas inmaculadas que sobresalían por los muros de los descuidados jardines.
—¿Resultará la coalición? —preguntó Jerry a Maurice en una ocasión.
Maurice no era un político.
—Las cosas son como son —contestó, con un acento francés teatral, y entregó en silencio a Jerry un bolígrafo como consuelo. Tenía escrito en él una palabra: Lowenbräu. Maurice tenía la exclusiva de la marca para todo Laos, y vendía, al parecer, varias botellas al año. Jerry procuró por todos los medios no pasar por la calle donde estaban las oficinas de Indocharter, lo mismo que no se permitía echar un vistazo, siquiera por curiosidad, a la choza de pulgas de las afueras de la ciudad, que, según testimonio de Charlie Mariscal, había albergado su ménage à trois. Maurice dijo, cuando Jerry se lo preguntó, que quedaban ya muy pocos chinos en la ciudad. «A los chinos no les gusta», dijo, con otra sonrisa, indicando con la cabeza al Pathet Lao que había fuera, en la acera.
Sigue en pie el misterio de las transcripciones telefónicas. ¿Llamó Jerry a Lizzie desde el Constellation o no? Y si la llamó, ¿se proponía hablar con ella o sólo oír su voz? Y si se proponía hablar con ella, ¿qué pensaba decirle? ¿O era el acto de llamar en sí, como el de encargar pasajes de avión en Saigón, catarsis suficiente para sacarle de la realidad?
Lo que es seguro es que a nadie, ni a Smiley ni a Connie ni a ningún otro de los que leyeron las importantes transcripciones puede considerársele en serio responsable de no cumplir con su deber, pues el comunicado era, como mínimo, ambiguo:
«0055hrs tiempo HK. Conferencia ultramarina, personal para el sujeto. Telefonista en la línea. Sujeto acepta llamada. Dice ¿Diga?, varias veces.
Telefonista: ¡Hable usted, por favor!
Sujeto: ¿Diga? ¿Diga?
Telefonista: ¿Me oye usted? ¡Hable, por favor!
Sujeto: ¿Diga? Aquí Liese Worth. ¿Quién llama, por favor?
Llamada desconectada en origen».
La transcripción no menciona en ninguna parte Vientiane como lugar de origen y es dudoso incluso el que Smiley la viera, porque no aparece su criptónimo entre las firmas.
De cualquier modo, fuese Jerry quien hizo la llamada o fuese otro, al día siguiente, un par de primos, no uno solo, le llevaron la orden de salida y, por fin, el tan esperado alivio de la acción. La maldita inercia, tras tantas semanas interminables, había terminado al fin… y tal como rodaron las cosas, para siempre.
Pasó la tarde preparándose los visados y el pasaporte y a la mañana siguiente al amanecer, cruzó el Mekong hacia el nordeste de Tailandia, con la bolsa y la máquina de escribir. El gran transbordador de madera estaba atestado de campesinos y cerdos escandalosos. En la cabaña que controlaba el punto de cruce, prometió volver a Laos por la misma ruta. En caso contrario, le advirtieron severamente los funcionarios, no podrían darle documentación. Si vuelvo, pensó Jerry. Mirando cómo se alejaban las costas de Laos, vio un coche norteamericano parado en el camino y a su lado dos individuos delgados e inmóviles observando. Los primos que siempre llevamos con nosotros.
En la ribera tailandesa, todo parecía imposible al principio. El visado no bastaba, no se parecía a la fotografía, toda la zona estaba prohibida a los farangs. Diez dólares permitieron una rectificación. Después del visado, el coche. Jerry había insistido en un chófer que hablara inglés, y el precio se ajustó teniendo esto en cuenta, pero el viejo que le esperaba hablaba sólo tailandés y poco. Gritando frases en inglés en un almacén de arroz cercano, Jerry logró localizar al fin a un muchacho gordo e indolente que sabía algo de inglés y decía saber conducir. Le redactó un laborioso contrato. El seguro del viejo no cubría a otro chófer y, de cualquier modo, estaba caducado. Un agente de viajes exhausto extendió una nueva póliza mientras el muchacho se iba a casa a por sus cosas. El coche era un Ford rojo destartalado con los neumáticos gastados. Una de las formas de muerte que Jerry no estaba dispuesto a sufrir en los próximos días era precisamente ésta. Regatearon, Jerry añadió otros veinte dólares. En un garaje lleno de gallinas siguió detenidamente todas las operaciones de los mecánicos hasta que estuvieron colocados los neumáticos nuevos.
Tras perder una hora en esto, salieron a una velocidad aterradora en dirección sudeste por un territorio agrícola llano. El muchacho interpretó The lights are always out in Massachussetts cinco veces y Jerry tuvo que decirle que se callara.
La carretera estaba asfaltada pero desierta. De vez en cuando, aparecía bamboleante cuesta abajo un autobús que enfilaba hacia ellos y el chófer aceleraba de inmediato y se mantenía sin desviarse hasta que el autobús cedía medio metro y pasaba atronando. En una ocasión en que Jerry estaba dormitando, le despertó de pronto el estruendo de una valla de bambú y pudo ver un surtidor de astillas alzarse en la claridad del día justo delante de él, y una furgoneta rodando en movimiento lento hacia la zanja. Vio flotar hacia arriba la puerta como una hoja y vio al braceante conductor seguirla a través de la valla hacia la hierba. El muchacho no había aminorado siquiera la marcha, aunque su risa les hizo dar un brusco viraje en la carretera. «¡Para!», gritó Jerry, pero el muchacho no quiso saber nada.
—¿Quieres manchar traje de sangre? Déjales eso a los médicos —aconsejó, con dureza—. Yo velar por ti, ¿no? Es muy mala tierra. Muchos comunistas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Jerry, resignado.
Era impronunciable, así que quedaron en Mickey.
Tardaron dos horas más aún en llegar al primer control. Jerry se adormiló de nuevo, repasando su papel. Siempre hay una puerta más en la que tienes que meter el pie, pensó. Se preguntaba si llegaría un día (en el Circus, en el tebeo) en que el viejo animador no fuese ya capaz de poner en práctica los trucos, en que la simple energía necesaria para andar así con el culo al aire por encima del umbral de resistencia fuese demasiado para él, y se quedase allí plácido, con su amistosa sonrisa de comerciante, mientras las palabras se le morían en la garganta. Esta vez no, pensó rápidamente. Dios mío, por favor, esta vez no.
Pararon y un joven monje se descolgó de los árboles con un cuenco de wat en la mano y Jerry le echó unos baht en él. Mickey abrió el maletero. Un centinela de la policía atisbo dentro y luego ordenó a Jerry que le siguiera a ver al capitán, que estaba sentado en una sombreada cabaña, toda para él solo. El capitán tardó un buen rato en advertir su presencia.
—Él preguntar tú norteamericano —dijo Mickey.
Jerry enseñó los documentos.
Al otro lado de la valla corría la carretera perfectamente alquitranada, recta como un lápiz por un terreno liso de matojos.
—Dice qué buscar tú aquí —dijo Mickey.
—Asuntos con el coronel.
Siguieron ruta, pasaron una aldea, un cine. Aquí arriba son mudas hasta las películas más recientes, recordó Jerry. Había hecho un reportaje sobre el tema una vez. Hacían las voces los actores locales, e inventaban el argumento que se les ocurría. Recordó a John Wayne con una chillona voz tailandesa, y al público extasiado, y al intérprete explicándole que estaban oyendo una imitación del alcalde del pueblo que era un marica famoso. Pasaban por una zona boscosa, pero a ambos lados de la carretera quedaba una zona despejada de unos cincuenta metros, para reducir el riesgo de emboscada. De vez en cuando, encontraban unas líneas blancas muy marcadas que nada tenían que ver con el tráfico terrestre. Los norteamericanos habían hecho aquella carretera teniendo muy en cuenta pistas de aterrizaje auxiliares.
—¿Tú conoces ese coronel? —preguntó Mickey.
—No —dijo Jerry.
Mickey se echó a reír, encantado.
—¿Por qué tú querer él?
Jerry no se molestó en contestar.
El segundo control quedaba unos treinta kilómetros después, en el centro de un pueblecito entregado a la policía. Había un grupo de camiones grises en el patio del wat, y cuatro jeeps aparcados junto al puesto de control. El pueblo quedaba en un cruce de caminos. Haciendo ángulo recto con la carretera, cruzaban la llanura y culebreaban hacia los cerros, por ambos lados, amarillentos senderos. Esta vez, Jerry tomó la iniciativa y se bajó del coche inmediatamente con un alegre grito de «¡Llévenme a ver a su jefe!». Su jefe resultó ser un joven y nervioso capitán con el angustiado ceño del hombre que intenta mantenerse a nivel en cuestiones que están por encima de sus conocimientos. Estaba sentado allí en la comisaría con la pistola sobre la mesa. La comisaría era provisional, según pudo advertir Jerry. Por la ventana, vio las ruinas bombardeadas de lo que supuso que había sido la última comisaría.
—Mi coronel es un hombre ocupado —dijo el capitán, por mediación de Mickey, el chófer.
—Es también un hombre muy valeroso —dijo Jerry.
Hubo signos y gestos hasta que quedó claro lo de «valeroso».
—Ha matado a muchos comunistas —dijo Jerry—. Mi periódico quiere escribir sobre este valeroso coronel tailandés.
El capitán habló un buen rato y Mickey empezó de pronto a reírse a carcajadas.
—¡El capitán decir nosotros no tener comunistas! ¡Nosotros sólo tener Bangkok! Aquí gente pobre no sabe nada, porque Bangkok no les da escuelas, así que comunistas vienen a hablarles de noche y les dicen todos sus hijos ir Moscú. Aprender, ser grandes doctores, y ellos volar comisaría policía.
—¿Dónde puedo encontrar al coronel?
—Capitán decir esperemos aquí.
—¿Le pedirá al coronel que venga a vemos?
—Coronel hombre muy ocupado.
—¿Dónde está el coronel?
—En próximo pueblo.
—¿Cómo se llama el próximo pueblo? El chófer se echó a reír de nuevo.
—No tener ningún nombre. Pueblo muerto, todo muerto.
—¿Cómo se llamaba el pueblo antes de morir?
Mickey dijo el nombre.
—¿Está abierta la carretera hasta ese pueblo muerto?
—Capitán decir secreto militar. Eso significar no sabe.
—¿Nos dejará pasar el capitán a echar un vistazo?
Siguió un largo diálogo.
—Sí —dijo al fin Mickey—. Él decir nosotros ir.
—¿Hablará el capitán por radio con el coronel y le dirá que vamos?
—Coronel hombre muy ocupado.
—¿Le hablará por radio?
—Claro —dijo el chófer, como si sólo un repugnante farang pudiese insistir en un detalle tan claramente obvio.
Subieron de nuevo al coche. Alzaron la barrera y ellos siguieron por la carretera perfectamente asfaltada con los lados despejados y señales de aterrizaje de cuando en cuando. Continuaron durante veinte minutos sin ver un ser vivo, pero a Jerry no le consolaba aquel vacío. Había oído que por cada guerrillero comunista que combatía con un arma en la mano en las montañas, había cinco para producir el arroz, las municiones y la infraestructura, y ésos estaban en los llanos. Llegaron a un sendero que se desviaba a la derecha y el asfalto de la carretera estaba manchado de tierra junto a él por uso reciente. Mickey entró en él, siguiendo las anchas rodadas, e interpretando, a pesar de Jerry, The lights are always out in Massachussetts, muy alto, además.
—Así los comunistas pensar que nosotros muchos —explicó entre más risas, haciéndole imposible a Jerry cualquier objeción. Y luego, para sorpresa de Jerry, sacó una pistola del cuarenta y cinco de cañón largo de la bolsa que tenía debajo del asiento. Jerry le ordenó con aspereza que la guardara otra vez. Minutos después olieron a quemado y luego pasaron por humo de madera y luego llegaron a lo que quedaba del pueblo: grupos de individuos aterrorizados, un par de acres de árboles de teca quemados que parecían un bosque petrificado, tres jeeps, veintitantos policías y en su centro un fornido coronel. Tanto los aldeanos como los policías contemplaban un sector de humeante ceniza situado a unos sesenta metros en el que unas cuantas vigas chamuscadas perfilaban la silueta de las casas quemadas. El coronel les miró mientras aparcaban y siguió mirándoles mientras caminaban hacia él. Era un luchador. Jerry se dio cuenta en seguida. Era achaparrado y fornido y ni sonreía ni fruncía el ceño. Era moreno, tenía el pelo canoso y podría haber sido malayo, salvo por la corpulencia del tronco. Llevaba insignias de paracaidista y de la aviación y un par de hileras de cintas de medallas. Llevaba el uniforme de campaña y una automática reglamentaria en una pistolera de cuero sobre el muslo derecho, y llevaba las tiras de sujeción sueltas.
—¿Tú eres el periodista? —le preguntó a Jerry en un norteamericano liso y militar.
—El mismo.
El coronel miró entonces al chófer. Dijo algo y Mickey volvió rápidamente al coche, se metió dentro y allí se quedó.
—¿Qué quiere?
—¿Murió alguien aquí?
—Tres personas. Acabo de matarlas. Tenemos treinta y ocho millones. —Su inglés norteamericano funcional, casi perfecto, era una creciente sorpresa.
—¿Por qué los mató?
—De noche dan clases aquí los CT. La gente viene de toda la zona de alrededor a oír a los CT.
Comunistas Terroristas, pensó Jerry. Tenía la sensación de que la frase era de origen inglés. Aparecieron por el sendero varios camiones. Los aldeanos, al verlos, empezaron a recoger sus camas portátiles y sus niños. El coronel dio una orden y sus hombres colocaron a la gente en una fila irregular mientras los camiones daban la vuelta.
—Les encontraremos un sitio mejor —dijo el coronel—. Empiezan de nuevo.
—¿Y a quién mató usted?
—La semana pasada bombardearon a dos de mis hombres. Y los CT operaban desde este pueblo.
Eligió a una mujer ceñuda que subía en aquel momento al camión y la llamó para que Jerry pudiese echarle un vistazo. La mujer se quedó allí con la cabeza baja.
—Ellos van a su casa —dijo—. Esta vez maté a su marido. La próxima vez la mato a ella.
—¿Y los otros dos? —preguntó Jerry.
Preguntó, porque seguir preguntando es seguir golpeando, pero era Jerry, no el coronel, el sometido a interrogatorio. Los ojos castaños del coronel tenían un brillo duro y calculador y revelaban mucho recelo. Miraban a Jerry inquisitivos, pero sin ansiedad.
—Uno de los CT duerme aquí con una chica —dijo, sencillamente—. Nosotros no somos sólo la policía. Somos también el juez y los tribunales. Aquí no hay nadie más. A Bangkok no le preocupa demasiado que haya juicios públicos aquí arriba.
Los aldeanos habían subido a los camiones. Se alejaron sin mirar hacia atrás. Sólo los niños decían adiós con gestos desde las casas. Los jeeps les siguieron, dejándoles a los tres, a los dos coches, y a un muchacho de unos quince años.
—¿Y él quién es? —dijo Jerry.
—Él viene con nosotros. Al año que viene le mataré a él también, o quizás al siguiente.
Jerry subió al jeep al lado del coronel, que conducía. El muchacho iba sentado atrás, impasible, murmurando sí y no, mientras el coronel le adoctrinaba en tono firme y mecánico. Mickey les seguía en el taxi. En el suelo del jeep, entre el asiento y los pedales, el coronel llevaba cuatro granadas en una caja de cartón. En el asiento trasero había una ametralladora pequeña, y el coronel no se molestó en quitarla de allí por el muchacho. Sobre el espejo retrovisor junto a los cuadros votivos colgaba un retrato de postal de John Kennedy con la leyenda «No preguntes lo que tu país puede hacer por ti. Pregunta más bien qué puedes hacer tú por él». Jerry había sacado el cuaderno. El adoctrinamiento del muchacho proseguía.
—¿Qué está usted diciéndole?
—Le explico los principios de la democracia.
—¿Y cuáles son?
—Ni comunismo ni generales —contestó, con una carcajada.
Giraron a la derecha en la carretera principal y siguieron más hacia el interior; Mickey les seguía en el Ford rojo.
—Tratar con Bangkok es como gatear a ese árbol grande —le dijo el coronel a Jerry, interrumpiéndose para señalar el bosque—. Gateas hasta una rama, subes un poco, vas cambiando de rama, la rama se rompe, subes otra vez… un día puede que llegues hasta el general en jefe. O puede que no llegues nunca.
Dos niños pequeños les hicieron señas para que pararan y el coronel paró y les dejó subir atrás, al lado del muchacho.
—No lo hago muchas veces —dijo, con otra súbita sonrisa—. Lo hago para demostrarle a usted que soy buena persona. Si los CT saben que paras para llevar a los chicos, ponen chicos para pararte. Tienes que variar. Así puedes seguir vivo.
Había girado de nuevo hacia el bosque. Recorrieron unos kilómetros y dejaron a los críos, pero no al ceñudo muchacho. Cesaron los árboles y empezó un terreno desolado de matojos. El cielo se hizo blanco y las sombras de los cerros asomaban entre la niebla.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Jerry.
—¿Él? Es un CT —dijo el coronel—. Le capturamos.
Jerry vio un relampagueo dorado en el bosque, pero era sólo un wat.
—La semana pasada —continuó el coronel—, uno de mis policías se hizo confidente de los CT. Le mandé de patrulla, le liquidé y le convertí en un gran héroe. A su mujer le asigno una pensión, compro una bandera grande para el cadáver, hago un gran funeral y el pueblo se hace un poco más rico. Ese individuo ya no es un confidente. Es un héroe popular. Hay que conseguir ganar el corazón y el pensamiento de la gente.
—Sin duda —confirmó Jerry.
Habían llegado a un campo seco y amplio; dos mujeres cavaban en el centro y no había nadie más a la vista, salvo un seto lejano y un rocoso territorio de dunas que se desvanecía en el cielo blanco. Dejando a Mickey en el Ford, Jerry y el coronel empezaron a cruzar el campo, con el muchacho ceñudo tras ellos.
—¿Usted es inglés?
—Sí.
—Yo estuve en la academia internacional de policía de Washington —dijo el coronel—. Un sitio bárbaro. Estudié procedimiento ejecutivo en la Universidad estatal de Michigan. Fue un curso magnífico. ¿Quiere usted separarse un poco de mí? —pidió cortésmente, mientras seguían con mucho cuidado por un surco—. Me disparan a mí, no a usted. Si le tiran a un farang, se echan encima demasiados problemas. Y ellos no quieren eso. En mi territorio, nadie le tira a un farang.
Había llegado adonde estaban las mujeres. El coronel les habló, caminó un trecho, se detuvo, volvió la vista hacia el muchacho ceñudo y volvió a las mujeres y les habló por segunda vez.
—¿Qué pasa? —dijo Jerry.
—Les pregunto si hay por aquí algún CT. Me dicen que no. Luego yo pienso: quizás los CT quieran rescatar a este muchacho. Así que doy vuelta y les digo: «Si hay algún problema, matamos primero a las mujeres, a vosotras».
Habían llegado al seto. Delante de ellos se extendían las dunas, salpicadas de grandes matorrales y palmas como hojas de espada. El coronel abocinó la boca con las manos y gritó hasta que llegó la respuesta.
—Aprendí esto en la selva —explicó, con otra sonrisa—. Cuando estás en la selva, hay que llamar primero siempre.
—¿Qué selva fue ésa? —preguntó Jerry.
—No se separe de mí ahora, por favor. Cuando me hable, sonría. Les gusta ver que uno está tranquilo.
Llegaron a un riachuelo. A su alrededor cien hombres y muchachos, o quizás más, picaban piedra indiferentes con picos y azadas, o transportaban sacos de cemento de un gran montón a otro. Un puñado de policías armados les vigilaban perezosamente. El coronel llamó al muchacho y le habló y el muchacho bajó la cabeza y el coronel le pegó un buen cachete. El muchacho murmuró algo y el coronel volvió a pegarle. Luego, le dio una palmada en el hombro, tras lo cual se escabulló, como un pájaro liberado, pero tullido, y fue a reunirse con los demás trabajadores.
—Tú escribes sobre los CT. Escribe también sobre mi presa —ordenó el coronel, mientras iniciaban el paseo de vuelta—. Vamos a convertir todo esto en pastos excelentes. Le pondrán mi nombre.
—¿En qué selva luchó usted? —repitió Jerry mientras regresaban.
—Laos. Una guerra muy dura.
—¿Voluntario?
—Claro. Tenía hijos, necesitaba dinero. Fui PARU. ¿Sabe lo que es? Lo llevaban los norteamericanos. Lo hacían ellos. Yo escribo una carta dimitiendo de la policía tailandesa. Ellos la meten en un cajón. Si me matan, sacan la carta y demuestran que dimití antes de ir de PARU.
—¿Fue allí donde conoció a Ricardo?
—Claro. Ricardo amigo mío. Combatimos juntos, matamos a mucha mala gente.
—Yo quiero verle —dijo Jerry—. Conocí a una chica suya en Saigón. Ella me dijo que él vivía por aquí. Quiero proponerle un negocio.
Pasaron de nuevo delante de las mujeres. El coronel les dijo adiós, pero ellas le ignoraron. Jerry estaba mirándole a la cara, pero era como si mirase una de las piedras de las dunas. El coronel subió al jeep. Jerry subió tras él.
—Pensé que quizás usted pudiera llevarme hasta él. Podría incluso hacerle rico por una temporada.
—¿Esto es para el periódico?
—Es particular.
—¿Un asunto particular? —preguntó el coronel.
—Eso mismo.
Cuando volvían por la carretera, aparecieron dos camiones amarillos con hormigoneras y el coronel tuvo que dar marcha atrás para dejarles paso. Jerry se fijó, automáticamente, en la inscripción que llevaban en los laterales amarillos. Y, al hacerlo, advirtió que el coronel le observaba. Siguieron hacia el interior, a todo lo que daba el jeep, para frustrar las malas intenciones de cualquiera a lo largo del camino. Mickey les seguía fielmente.
—Ricardo es amigo mío y éste es mi territorio —repitió el coronel en su excelente norteamericano.
Aunque familiar, la frase esta vez era una advertencia clara y explícita.
—Vive aquí bajo mi protección —continuó el coronel—. Por un acuerdo que tenemos. Aquí eso lo sabe todo el mundo. Lo saben los aldeanos, y lo saben los CT. Si alguien se metiese con Ricardo, yo liquidaría a todos los CT que trabajan en la presa.
Al desviarse de la carretera principal y entrar en el camino de tierra, Jerry vio en el asfalto las huellas de las ruedas de un avión pequeño.
—¿Es aquí dónde aterriza?
—Sólo en la temporada de las lluvias.
El coronel siguió bosquejando su posición ética en aquel asunto.
—Si Ricardo le mata a usted, es asunto suyo. Un farang mata a otro en mi territorio Eso es natural.
Era como si estuviera explicando aritmética elemental a un niño.
—Ricardo es amigo mío —repitió, sin embarazo—. Camarada mío.
—¿Le espera?
—Préstele atención, por favor. El capitán Ricardo a veces es un hombre enfermo.
Tiu le proporcionó un sitio especial, había dicho Charlie Mariscal. Un sitio a donde sólo pueden ir los locos. Tiu va y le dice: «Tú sigues vivo, tienes el avión, haces de vigilante para Charlie Mariscal siempre que quieras. Llevas dinero para él, le cubres las espaldas, si eso es lo que quiere Charlie. Ese es el trato y Drake Ko nunca rompe un trato», le dice. Pero si Ric causa problemas, o si estropea el asunto, o si se va de la lengua sobre ciertos asuntos, Tiu y su gente matan a ese chiflado cabrón tan concienzudamente que jamás volverá a saber quién es.
«¿Y por qué no coge Ric el avión y escapa?», había preguntado Jerry.
Tiu le quitó el pasaporte, Voltaire. Tiu paga las deudas de Ric y le compra sus empresas y su ficha policial. Tiu le cuelga unas cincuenta toneladas de opio y tiene las pruebas listas para los de narcóticos por si las necesita alguna vez. Ric puede irse cuando quiera. Tienen cárceles esperando por él en todo el mundo.
La casa se alzaba sobre pilares en el centro de un camino de tierra ancho y estaba rodeada de una galería y tenía al lado un arroyuelo; abajo había dos muchachas tailandesas, una alimentaba a su bebé mientras la otra revolvía una olla. Detrás de la casa, había un campo liso y pardo, con un cobertizo en un extremo lo bastante grande para albergar un avión pequeño (un Beechcraft, por ejemplo) y al fondo del campo había un rastro plateado de hierba aplastada, donde podría haber aterrizado uno hacía poco. No había árboles cerca de la casa, que se alzaba sobre una pequeña elevación del terreno. Tenía vistas a todo alrededor y anchas ventanas, no muy altas, que Jerry sospechó modificadas para que hubiese buen ángulo de tiro desde el interior. Cerca de la casa, el coronel le dijo a Jerry que se fuera y volvió con él hasta el coche de Mickey. Habló con éste y Mickey salió rápidamente del coche y abrió el maletero. El coronel buscó debajo del asiento y sacó la pistola de Mickey y la tiró despectivamente al interior del jeep. Hizo una seña a Jerry, luego a Mickey y luego revisó el coche. Luego les dijo a los dos que esperasen y subió las escaleras hasta la primera planta. Las chicas le ignoraron.
—El buen coronel —dijo Mickey.
Esperaron.
—Inglaterra país rico —dijo Mickey.
—Inglaterra es un país muy pobre —replicó Jerry, mientras seguían observando la casa.
—País pobre, gente rica —dijo Mickey.
Aún seguía estremeciéndose de risa por tan excelente chiste, cuando el coronel salió de la casa, subió al jeep y se alejó.
—Espera aquí —dijo Jerry.
Y caminó despacio hasta el pie de las escaleras, hizo bocina con las manos en la boca y dijo, hacia arriba:
—Me llamo Westerby. Quizás recuerdes que disparaste contra mí en Phnom Penh hace una semana. Soy un periodista pobre con ideas caras.
—¿Qué quieres, Voltaire? Me dijeron que ya estabas muerto.
Una voz latinoamericana, profunda y vivaz, desde la oscuridad de arriba.
—Quiero chantajear a Drake Ko. Estoy seguro de que entre los dos podríamos sacarle un par de millones y tú podrías comprar tu libertad.
Jerry vio en la oscuridad de la trampilla que había sobre él, un cañón de fusil, como el ojo de un cíclope, que pestañeó y luego asentó su mirada en él de nuevo.
—Cada uno —dijo Jerry—. Dos para ti, dos para mí. Lo tengo todo preparado. Con mi inteligencia, tu información y la figura de Lizzie Worthington, estoy seguro de que no habrá problema.
Empezó a subir las escaletas despacio. Voltaire, pensó. Charlie Mariscal no se dormía a la hora de correr la voz. En cuanto a lo de estar ya muerto… démosle un poco de tiempo, pensó.
Mientras subía por la trampilla, Jerry pasó de la oscuridad a la luz, y la voz latinoamericana dijo: «Quieto ahí». Jerry hizo lo que le decían y pudo echar un vistazo a la habitación, que era una mezcla de pequeño museo militar y un PX norteamericano. En la mesa central, sobre un trípode, había un AK47 similar al que había utilizado ya Ricardo para disparar contra él, y tal como había sospechado Jerry, cubría los cuatro ángulos a través de las ventanas. Por si acaso no los cubría, había un par de reserva, y junto a cada arma, una aceptable reserva de municiones. Por allí había granadas como fruta, en grupos de tres y cuatro, y en el espantoso mueble bar de nogal, bajo una efigie en plástico de la Virgen, había una colección de pistolas y automáticas suficiente para cubrir cualquier eventualidad. Sólo había una habitación, pero era grande, con una cama baja que tenía los extremos lacados y Jerry perdió tontamente unos instantes preguntándose cómo demonios habría podido meter Ricardo todo aquello en su Beechcraft. Había dos neveras y una máquina de hacer hielo y cuadros al óleo laboriosamente pintados de tailandesas desnudas, trazados con ese tipo de inexactitud erótica que normalmente proviene de un escasísimo conocimiento del tema. Había un archivador con una Luger encima y una estantería con libros sobre derecho mercantil, tasas internacionales y técnica sexual. De las paredes colgaban varios iconos, de santos, de la Virgen y del Niño Jesús, sin duda tallados en la localidad. En el suelo, había un artilugio de acero que sostenía una barca de remos, con asiento móvil para mantenerse en forma.
En el centro de todo esto, en una actitud muy parecida a aquella con que Jerry le había visto por primera vez, se sentaba Ricardo en un sillón giratorio de alto ejecutivo, con sus brazaletes de la CIA y un sarong y una cruz de oro sobre el hermoso pecho desnudo. No tenía la barba tan tupida como cuando le había visto Jerry y sospechó que las chicas se la habían recortado. Iba descubierto y llevaba recogido con un anillito dorado en la nuca el pelo, negro y rizado. Era ancho de hombros y musculoso, de piel tostada y aceitosa y pecho velludo.
Tenía también una botella de whisky al lado y una jarra de agua, pero no tenía hielo, porque no había electricidad para las neveras.
—Quítate la chaqueta, Voltaire, por favor —ordenó Ricardo.
Jerry lo hizo y Ricardo se levantó con un suspiro y cogió una automática de la mesa y dio una vuelta despacio alrededor de Jerry, examinando su cuerpo mientras le tanteaba suavemente buscando armas.
—¿Juegas al tenis, eh? —comentó, pasándole una mano muy levemente por la espalda—. Charlie dijo que tenías músculos de gorila.
Pero en realidad Ricardo sólo hablaba para sí mismo.
—A mí me gusta muchísimo el tenis. Soy un jugador buenísimo. Siempre gano. Por desgracia, aquí tengo pocas ocasiones de jugar.
Y, tras decir esto, volvió a sentarse.
—A veces —continuó—, uno tiene que esconderse con el enemigo para librarse de los amigos. Yo monto a caballo, boxeo, tiro. Tengo títulos universitarios, piloto un avión, sé un montón de cosas de la vida, soy muy inteligente; pero, a causa de circunstancias imprevistas, vivo en la selva igual que un mono.
Tenía la automática despreocupadamente asida con la mano izquierda.
—¿Eso es lo que tú llamas un paranoico, Voltaire? ¿Llamas paranoico al que cree que todos son enemigos suyos?
—Hombre, yo creo que es eso, en realidad.
Para pronunciar la frase trillada que siguió, Ricardo puso un dedo sobre su aceitoso y bronceado pecho.
—Pues este paranoico tiene enemigos reales —dijo.
—Con dos millones de billetes —dijo Jerry, aún sin moverse de donde le había dejado Ricardo— estoy seguro de que podrían desaparecer la mayoría.
—Voltaire, debo decirte honradamente que considero tu proposición puro cuento.
Y a continuación soltó una carcajada. Es decir, hizo un magnífico despliegue de sus blancos dientes que contrastaban con la barba recién recortada, y flexionó un poco los músculos del estómago, mantuvo fijos los ojos, inmóviles, sobre la cara de Jerry, mientras daba un sorbo a su vaso de whisky. Le han dicho lo que tenía que hacer, pensó Jerry, igual que a mí.
Si aparece, déjale hablar, le había dicho Tiu, sin duda. Y en cuanto Ricardo oyese lo que tenía que decir… ¿qué pasaría entonces?
—Tenía entendido que habías tenido un accidente, Voltaire —dijo Ricardo con tristeza, y cabeceó como si se quejase de la escasa calidad de su información—. ¿Quieres un trago?
—Me lo serviré yo mismo —dijo Jerry.
Los vasos estaban en un armario y todos eran de colores y tamaños distintos. Jerry se acercó muy tranquilo al armario y eligió un vaso largo de color rosa que tenía una chica vestida por fuera y otra desnuda por dentro. Se sirvió dos dedos de whisky, añadió un poco de agua y se sentó a la mesa frente a Ricardo, mientras éste le estudiaba, muy interesado.
—¿Haces ejercicio, levantamiento de pesos, o algo? —preguntó, confidencialmente.
—Sólo le doy a la botella —dijo Jerry.
Ricardo se rió exageradamente, sin dejar de examinarle con mucho detenimiento con sus grandes ojos chispeantes.
—Estuvo muy mal lo que le hiciste al pequeño Charlie, ¿sabes? No me gusta que te sientes en la cabeza de mi amigo en la oscuridad mientras él está con el pavo frío. Charlie tardará una buena temporada en recuperarse. Ésa no es forma de hacer amistad con los amigos de Charlie, Voltaire. Dicen que has sido grosero hasta con el señor Ko. Que sacaste a cenar a mi Lizzie. ¿Es verdad eso?
—La saqué a cenar.
—¿Jodiste con ella?
Jerry no contestó. Ricardo soltó otra carcajada que se cortó con la misma brusquedad con que había empezado. Bebió un buen trago de whisky y suspiró.
—Bueno, ojalá ella esté agradecida, no puedo decir más.
Jerry le interpretó mal, claro está.
—La perdono —dijo—. ¿De acuerdo? Si ves otra vez a Lizzie dile que yo, Ricardo, la perdono. Yo la enseñé. Yo la puse en el buen camino. Le expliqué muchísimas cosas, de arte, de cultura, de política, de negocios, de religión, le enseñé a hacer el amor y luego la mandé al mundo. ¿Dónde estaría ella sin mis relaciones? ¿Dónde? Viviendo en la selva con Ricardo, como un mono. Me lo debe todo. Pigmalión: ¿Conoces esa película? Pues bien, yo soy el profesor. Yo le explico las cosas, ¿me entiendes? Le explico cosas que no puede explicarle ningún otro hombre más que Ricardo. Siete años en Vietnam. Dos años en Laos. Cuatro mil dólares al mes de la CIA y soy católico. ¿Crees que no puedo explicarle algunas cosas a una chica así, una chica sin raíces, una fregona inglesa? Ella tiene un niño, ¿lo sabías? Tiene un chico pequeño en Londres. Lo abandonó, ¿te imaginas? Menuda madre, eh. Peor que una puta.
Jerry no encontraba nada útil que decir. Contemplaba los dos grandes anillos de los dedos medios de la gruesa mano derecha de Ricardo, y los comparaba en el recuerdo con las cicatrices gemelas de la barbilla de Lizzie. Fue un golpe hacia abajo, decidió, un golpe cruzado de derecha cuando ella estaba debajo de él. Era raro que no le hubiese roto la mandíbula. A lo mejor se la había roto y se la habían curado bien.
—¿Te has quedado sordo, Voltaire? Te dije que me explicaras tu proposición. Sin prejuicios, comprendes. Aunque no me creo una palabra de ella.
Jerry se sirvió un poco más de whisky.
—Pensé que quizá si me explicaras lo que Drake Ko quería que hicieses aquella vez que volaste para él, y si Lizzie pudiera ponerme en contacto con Ko y los tres actuásemos de acuerdo y sin engaños, tendríamos una buena oportunidad de sacarle jugo.
Ahora que lo había dicho, sonaba aún peor que cuando lo había ensayado, pero no le importaba demasiado.
—Tú estás loco, Voltaire. Loco. Estás haciendo castillos en el aire.
—No si Ko te pidió que volases para él a la China continental. En ese caso no. No importa que Ko sea el amo de Hong Kong; si el gobernador se enterase de esa pequeña aventura, estoy seguro de que él y Ko dejarían inmediatamente de besarse. Eso para empezar. Hay más.
—¿Pero de qué me hablas, Voltaire? ¿China? ¿Qué disparate es ése? ¿La China continental?
Y encogió sus relumbrantes hombros y bebió, sonriendo al vaso.
—No te entiendo, Voltaire —añadió—. Hablas por el culo. ¿Cómo puede ocurrírsete que haga yo un vuelo a China para Ko? Ridículo. Cómico.
Ricardo, como mentiroso, pensó Jerry, quedaba muy por debajo de Lizzie, y era decir mucho.
—El director de mi periódico así me lo hace pensar, amigo. Ese director es un tipo muy listo. Tiene muchísimos amigos influyentes y conocidos. Le cuentan cosas. Ahora, por ejemplo, mi editor tiene la bien fundada sospecha de que poco después de que murieses tan trágicamente en aquel accidente aéreo, vendiste un buen cargamento de opio en crudo a un amistoso comprador norteamericano dedicado a la represión de las drogas peligrosas. Mi director también me dijo que ese opio era de Ko, que tú no podías venderlo y que estaba destinado a la China continental. Sólo que tú decidiste operar por tu cuenta.
Y continuó directamente, mientras Ricardo le miraba por encima del borde de su vaso de whisky.
—Si eso es cierto, y si lo que se proponía Ko —continuó Jerry— era, digamos, reintroducir el hábito del opio en el Continente, despacio, pero creando poco a poco nuevos mercados, no sé si me entiendes, en fin, estoy seguro de que haría muchas cosas por impedir que esa información saliera en las primeras páginas de la Prensa mundial. Y eso no es todo, además. Hay otro asunto aún más lucrativo.
—¿De qué se trata, Voltaire? —preguntó Ricardo, y continuó mirándole con la misma fijeza que si le tuviese encañonado con el rifle—. ¿A qué otros aspectos te refieres? Sé amable y explícamelo, por favor.
—Bueno, creo que eso me lo guardaré —dijo Jerry con una franca sonrisa—. Creo que será mejor que lo tenga en reserva hasta que me des algo a cambio.
En ese momento, una chica subió las escaleras con cuencos de arroz y pollo hervido. Era esbelta y muy hermosa. Se oían voces debajo de la casa, entre ellas la de Mickey, y las risas del bebé.
—¿A quién tienes ahí, Voltaire? —preguntó perezosamente Ricardo, medio despertando de su ensueño—. ¿Te has traído algún chino guardaespaldas?
—No es más que el chófer.
—¿Trajo armas?
Al no recibir respuesta, Ricardo cabeceó asombrado.
—Estás completamente chiflado, amigo —comentó, mientras indicaba a la chica que se fuera—. Estás loco, sí, no hay duda.
Luego, le pasó un cuenco y palillos.
—Virgen santa —añadió—. Ese Tiu es un tipo muy peligroso. Y yo también lo soy. Pero esos chinos pueden llegar a ser muy jodidos, Voltaire. Si andas con bromas con un tipo como Tiu, puedes tener problemas muy graves.
—Les derrotaremos en su propio campo —dijo Jerry—. Utilizaremos abogados ingleses. Llevaremos la cosa tan arriba que no podrá echarla abajo ni un consejo de obispos. Reuniremos testigos. Tú, Charlie Mariscal, todos los demás que conozcas. Daremos datos y fechas de lo que hizo y dijo. Le enseñaremos a él una copia y meteremos las otras en un Banco y haremos un contrato con él. Firmado, sellado y entregado. Absolutamente legal. Eso es lo que a él le gusta. Ko es muy legalista. He estado repasando sus negocios. He visto sus declaraciones bancarias, sus cuentas. La historia está muy bien así. Pero con los otros aspectos de que te hablo, estoy seguro de que cinco millones es muy poco dinero. Dos para ti, dos para mí. Uno para Lizzie.
—Para ella nada.
Ricardo estaba inclinado sobre el archivo. Abrió un cajón y empezó a buscar, examinando folletos y correspondencia.
—¿Has estado alguna vez en Bali, Voltaire?
Ricardo sacó solemnemente unas gafas y se sentó otra vez a la mesa y empezó a examinar los papeles del archivo.
—Compré un poco de tierra hace unos años. Un trato que hice. Yo hago muchos tratos. Anduve por allí, monté a caballo, tenía una Honda 750, una chica. En Laos matamos a todo el mundo. En Vietnam incendiamos todo el país, así que me compré aquel terreno en Bali, un poco de tierra que por una vez no achicharramos y una chica que no matamos, ¿me entiendes? Cincuenta acres. Ven, ven aquí.
Mirando por encima del hombro de Ricardo, Jerry vio la copia del plano de un istmo dividido en solares numerados, y en el ángulo izquierdo, abajo, las palabras «Ricardo y Worthington LTD., Antillas Holandesas».
—Tú entras conmigo en el negocio, Voltaire. Vamos a hacer esto juntos, ¿de acuerdo? Construir cincuenta casas, una para cada uno, buena gente, Charlie Mariscal como encargado, se consiguen unas cuantas chicas, puede hacerse una colonia, artistas, algún concierto, ¿te gusta la música, Voltaire?
—Yo necesito datos concretos —insistió Jerry con firmeza—. Datos, fechas, lugares, declaraciones de testigos. Cuando me lo hayas dicho todo, trataremos eso. Te explicaré esos otros aspectos…, los lucrativos. Te explicaré todo el negocio.
—Sí, claro —dijo Ricardo distraído, estudiando aún el plano—. Vamos a joderle. Como está mandado.
Así es cómo vivían, pensó Jerry: con un pie en el país de las hadas y el otro en la cárcel, estimulándose unos a otros las fantasías. Una ópera de mendigos con tres actores.
Ricardo se enamoró entonces, durante un rato, de sus pecados y Jerry no pudo hacer nada para detenerle. En el mundo simple de Ricardo, hablar de uno mismo era llegar a conocer mejor a la otra persona. Así que habló de su gran corazón, de su gran potencia sexual y de lo que le preocupaba su mantenimiento, pero, sobre todo, habló de los horrores de la guerra, tema en el que se consideraba excepcionalmente bien informado.
—En Vietnam me enamoré de una chica, Voltaire. Yo, Ricardo, me enamoré. Es una cosa muy rara y para mí es sagrada. Pelo negro, esbelta, cara de virgen, las tetitas pequeñas. Por la mañana, yo paro el jeep cuando la veo camino de la escuela y ella me dice siempre «no». «Escucha —le digo—, Ricardo no es norteamericano, es mexicano». Ella no ha oído hablar siquiera de México. Yo me vuelvo loco, Voltaire. Durante semanas, yo, Ricardo, vivo como un mono. A las otras chicas ya no las toco. Todas las mañanas. Luego, un día, voy ya en primera y ella alza la mano… ¡alto! Se pone a mi lado. Deja la escuela, va a vivir a un kampong, no recuerdo el nombre. Llegan los B52 y destrozan el pueblo. Un héroe que no leyó bien el plano. Las ciudades pequeñas, las aldeas, son como piedras en la playa, todas son iguales. Yo estoy en el helicóptero detrás. Nada me detiene. Charlie Mariscal está conmigo y me grita que estoy loco. Me da igual. Bajo, aterrizo, la busco. Toda la aldea ha muerto La encuentro. También ella está muerta, pero la encuentro. Vuelvo a la base, la policía militar me pega, siete días de reclusión en solitario, me degradan. A mí. A Ricardo.
—Eres un pobrecillo —dijo Jerry, que había jugado antes aquel juego y lo odiaba… podías creer o no creer en él, pero lo odiabas siempre.
—Tienes razón —dijo Ricardo, agradeciendo con una inclinación el homenaje de Jerry—. Pobre es la palabra correcta. Nos tratan como a los aldeanos. Charlie y yo hacemos cualquier porte. Nunca nos pagaron lo que merecíamos. Heridos, muertos, fragmentos de cadáveres, droga. Por nada. Dios mío, aquello sí que era serio, aquella guerra. Entré dos veces en la provincia de Yunnan. Yo no tengo miedo. Ninguno. Ni siquiera mi buena planta me hace temer por mí.
—Contando el viaje de Drake Ko —le recordó Jerry—, habrías estado allí tres veces, ¿no?
—Instruyo pilotos para las fuerzas aéreas camboyanas. Por nada. ¡Las fuerzas aéreas camboyanas, Voltaire! Dieciocho generales, cincuenta y cuatro aviones… y Ricardo. Si terminas el período acordado, te consigues un seguro de vida, ése es el trato. Cien mil dólares norteamericanos. Sólo para ti. Si Ricardo muere, sus parientes no reciben nada. Ése es el acuerdo. Ricardo lo hace, lo acepta todo. Hablo con unos amigos de la legión extranjera francesa y resulta que ellos conocen el truco, me avisan. «Cuidado, Ricardo. Pronto empezarán a mandarte a los peores sitios para que no puedas volver. Y así no tendrán que pagarte». Los camboyanos quieren que vuele con la mitad del combustible que necesito. Yo consigo depósitos de ala y me niego. Otra vez me estropean los frenos hidráulicos. Cuido yo mismo el aparato. Así no te matan. Escucha, si le hago una seña, Lizzie vuelve conmigo, ¿entiendes?
Había terminado la comida.
—¿Y cómo te fue luego con Tiu y Drake? —interrumpió Jerry. En una confesión, decían en Sarratt, lo único que tienes que hacer es desviar un poco la corriente.
A Jerry le parecía, por primera vez, que Ricardo le miraba con toda la intensidad de su estupidez animal.
—Me desconciertas, Voltaire. Si te digo demasiado, tengo que matarte. Yo soy muy hablador, ¿me entiendes? Aquí estoy muy solo, parece que estoy condenado a estar siempre solo. Me gusta tener a alguien, hablar, y luego me arrepiento. Recuerdo mis compromisos, ¿entiendes?
Entonces se apoderó de Jerry una gran calma interior; el hombre de Sarratt se convirtió en el ángel memorizador de Sarratt, sin más papel a jugar que recibir y recordar. Operativamente, sabía que estaba cerca del final de la ruta: aunque el camino de vuelta fuese, en el mejor de los casos, indeterminable. Operativamente, por todos los precedentes de que disponía deberían haber sonado en sus oídos sobrecogidos mudas campanadas de triunfo. Pero no había sido así. Y este hecho era una temprana advertencia de que su investigación ya no coincidía, en ningún aspecto, con la de los planificadores de Sarratt.
Al principio, la historia (con concesiones a la desmesurada vanidad de Ricardo) se ajustaba bastante a lo que había contado Charlie Mariscal. Tiu llegó a Vietnam vestido como un coolie y oliendo a gato y preguntó por el mejor piloto de la ciudad y, naturalmente, le remitieron de inmediato a Ricardo que, casualmente, se hallaba descansando entre dos compromisos de trabajo y disponible para determinadas tareas especializadas y muy bien pagadas del campo de la aviación.
Ricardo, a diferencia de Charlie Mariscal, contaba su historia con una franqueza estudiada, como si creyese estar tratando con intelectos inferiores al suyo. Tiu se presentó como un individuo con amplias relaciones en la industria aeronáutica, mencionó su imprecisa relación con Indocharter y pasó al terreno que ya había cubierto con Charlie Mariscal. Aludió por último al proyecto concreto que tenía entre manos… lo que significaba, según el estilo sutil de Sarratt, proveer a Ricardo de una historia de cobertura. Cierta importante empresa mercantil de Bangkok, con la que tenía el orgullo de estar relacionado, explicó Tiu, estaba a punto de llegar a un acuerdo, absolutamente legítimo, con ciertos funcionarios de un país vecino y amigo.
—Yo le pregunté, Voltaire, muy en serio: «Señor Tiu, me parece que ha descubierto usted la luna. Jamás supe que hubiese un país asiático con un vecino amigo». A Tiu le hizo mucha gracia el chiste. Lógicamente, le pareció una aportación ingeniosa —dijo Ricardo muy serio, en uno de sus arranques de inglés de escuela de comercio.
Pero antes de consumar su provechoso y legítimo trato, explicó Tiu, en palabras de Ricardo, sus socios se enfrentaban con el problema de tener que pagar a determinados funcionarios y a otras partes interesadas dentro de aquel país amigo, que tenían que eliminar ciertos obstáculos burocráticos molestos.
«¿Y por qué era eso un problema?», había preguntado Ricardo, con bastante lógica.
Supongamos, dijo Tiu, que el país fuese Birmania. Es un suponer. En la Birmania actual no se permitía enriquecerse a los funcionarios, y éstos no podían ingresar directamente el dinero en un banco. Debido a ello, había que encontrar otros medios de pago.
Ricardo propuso pagar con oro. Tiu, dijo Ricardo, lo lamentaba mucho, pero en el país al que él se refería resultaba difícil negociar incluso el oro. La moneda elegida en este caso había de ser, por tanto, opio; dijo: cuatrocientos kilos. La distancia no era grande. En un día, podía ir y volver; el precio eran cinco mil dólares, y los demás detalles se le comunicarían antes de despegar, para evitar «un desgaste innecesario de la memoria», como dijo Ricardo, en otro de los extraños floreos lingüísticos que debían haber sido, sin duda, parte esencial de la educación de Lizzie. Cuando Ricardo volviese de lo que Tiu estaba seguro que sería un vuelo cómodo e instructivo, tendría a su disposición cinco mil dólares norteamericanos en billetes de un valor adecuado… siempre, claro está, que Ricardo presentase, del modo que se juzgase conveniente, una confirmación de que el cargamento había llegado a su destino. Un recibo, por ejemplo.
Mientras describía su propio juego de piernas, Ricardo mostró una gran astucia en sus tratos con Tiu. Le dijo que se pensaría la oferta. Habló de otros compromisos urgentes y de su propósito de formar unas líneas aéreas propias. Luego, se puso a trabajar para descubrir quién demonios era Tiu. Y descubrió en seguida que, después de la entrevista, Tiu no había vuelto a Bangkok sino a Hong Kong en un vuelo directo. Hizo que Lizzie sonsacara a los chiu-chows de Indocharter, y a uno de ellos se le escapó que Tiu era un pez gordo de China Airsea, porque cuando estaba en Bangkok paraba en la suite que tenía China Airsea en el Hotel Erawan. Cuando Tiu volvió a Vientiane para saber la respuesta de Ricardo, éste ya sabía mucho más de él… sabía incluso, aunque sirvió de poco, que Tiu era el brazo derecho de Drake Ko.
Cinco mil dólares norteamericanos por un viaje de un día, le dijo a Tiu en esta segunda entrevista, era o muy poco o demasiado. Si el trabajo era tan fácil como decía Tiu, era demasiado. Si era la locura que Ricardo sospechaba, muy poco. Ricardo propuso un acuerdo distinto: «Un compromiso mercantil», dijo. Explicó (con una frase que sin duda debía utilizar a menudo) que estaba pasando por «un problema temporal de liquidez». En otras palabras (interpretación de Jerry), estaba sin un céntimo, como siempre, y los acreedores le andaban persiguiendo. Lo que necesitaba de inmediato era un ingreso regular, y el mejor modo de obtenerlo era que Tiu consiguiese que le contrataran en Indocharter como asesor piloto durante un año, con un sueldo de veinticinco mil dólares norteamericanos.
A Tiu no pareció sorprenderle demasiado la idea, dijo Ricardo. Allá arriba en la casa, sobre los pilares, la habitación iba llenándose de quietud y calma.
En segundo lugar, en vez de pagarle cinco mil dólares al entregar la mercancía, quería que le pagasen un adelanto de veinte mil dólares norteamericanos inmediatamente para liquidar sus compromisos más urgentes. Diez mil se considerarían ganados en cuanto hubiese entregado el opio y los otros diez mil serían descontables «en origen» (otro nom de guerre de Ricardo) de su sueldo en Indocharter durante los meses restantes de su contrato. Si Tiu y sus socios no podían aceptar esto, explicó Ricardo, desgraciadamente tendría que abandonar la ciudad antes de poder hacer la entrega del opio.
Tiu aceptó las condiciones al día siguiente, con ciertas variantes. En vez de adelantarle los veinte mil dólares, él y sus socios proponían la compra de las deudas de Ricardo directamente a sus acreedores. De este modo, explicó, se sentirían mucho más cómodos. Aquel mismo día se «santificó» (las convicciones religiosas de Ricardo se hacían patentes a cada paso) el acuerdo, mediante un contrato impresionante, redactado en inglés y firmado por ambas partes. Ricardo (grabó silenciosamente Jerry) acababa de vender su alma.
—¿Y qué pensaba Lizzie del trato? —preguntó.
Ricardo encogió sus relumbrantes hombros.
—Mujeres —dijo.
—Claro —dijo Jerry, devolviéndole su sonrisa sabedora.
Asegurado así el futuro de Ricardo, éste reanudó, según sus propias palabras, «un estilo de vida profesional adecuado». Reclamaba por entonces su atención el proyecto de crear una federación de fútbol para toda Asia, así como una chica de catorce años de Bangkok llamada Rosie, a la que, respaldado por su sueldo de Indocharter, visitaba periódicamente con el propósito de educarla para el gran teatro del mundo. De vez en cuando, pero no muy a menudo, hacía algún vuelo para Indocharter, aunque sin agobios.
—Chiang Mai un par de veces. Saigón. Dos veces a los Shans a visitar al padre de Charlie Mariscal, coger un poco de mierda, llevarle rifles nuevos, arroz, oro. A Battambang, también.
—¿Y dónde estaba Lizzie entretanto? —preguntó Jerry en el mismo tono directo de antes, de hombre a hombre.
El mismo gesto despectivo.
—Pues en Vientiane. Haciendo punto. Puteando un poco en el Constellation. Es una mujer muy vieja ya, Voltaire. Yo necesito juventud. Optimismo. Energía. Gente que me respete. Yo, por mi carácter, tengo que dar. ¿Qué puedo darle a una mujer vieja?
—¿Hasta? —preguntó Jerry.
—¿Eh?
—¿Que cuando se acabaron los besos?
Ricardo interpretó mal la pregunta, y de pronto parecía muy peligroso; bajó la voz en una sorda advertencia.
—¿Qué coño quieres decir?
Jerry le suavizó con la más cordial de las sonrisas.
—¿Cuánto tiempo estuviste cobrando y paseando sin que Tiu te pidiese que cumplieras el contrato?
Seis semanas, dijo Ricardo, recuperando la compostura. Ocho, quizás. El viaje se programó dos veces y luego se canceló. En una ocasión, al parecer, le mandaron a Chiang Mai y allí estuvo un par de días hasta que Tiu llamó para decir que la gente del otro lado no estaba preparada. Progresivamente, Ricardo iba teniendo la sensación de que estaba metido en algo muy serio, dijo, pero la historia, insinuó, siempre le adjudicaba los grandes papeles de la vida y al fin se había librado de los acreedores.
Sin embargo, interrumpió de pronto su narración y examinó una vez más atentamente a Jerry, rascándose la barba. Suspiró al fin y, tras servir un whisky para cada uno, empujó el vaso en la mesa hacia Jerry. Debajo de ellos, aquel día perfecto se preparaba para su lenta muerte. Los verdes árboles parecían más frondosos y sólidos. El humo del fuego donde cocinaban las chicas tenía un olor pegajoso.
—¿A dónde vas a ir cuando salgas de aquí, Voltaire?
—A casa —dijo Jerry.
Ricardo soltó una nueva carcajada.
—Tú te quedas aquí a pasar la noche. Ya te mandaré una de mis chicas.
—Yo haré lo que me parezca, amigo —dijo Jerry.
Los dos hombres se estudiaron, como animales en lucha, y durante un instante, la chispa del combate estuvo a punto de saltar.
—Eres un loco, Voltaire —murmuró Ricardo.
Pero prevaleció el hombre de Sarratt.
—Luego, un día hubo viaje, ¿verdad? —dijo Jerry—. Nadie lo canceló. ¿Qué pasó entonces? Vamos, hombre, cuenta la historia.
—Sí —dijo Ricardo—. Claro que sí, Voltaire —y bebió, sin dejar de mirarle—. Bueno… escucha, te contaré lo que pasó, Voltaire.
Y luego te mataré, decían sus ojos.
Ricardo estaba en Bangkok. Rosie estaba poniéndose muy exigente. Tiu había insistido en que Ricardo estuviese siempre donde se le pudiera localizar y una mañana temprano, sobre las cinco, a su nido de amor llegó un mensajero que le citó inmediatamente en el Erawan. A Ricardo le impresionó muchísimo la suite. Le habría gustado para él.
—¿Has estado alguna vez en Versalles, Voltaire? La mesa era tan grande como un B52. Tiu era un individuo muy distinto al coolie que olía a gato de Vientiane, comprendes. Tiu es una persona muy influyente. «Ricardo —me dice—, esta vez es seguro. Esta vez entregamos».
Las instrucciones eran muy simples. En cuestión de unas horas, había un vuelo comercial a Chiang Mai. Ricardo debía cogerlo. Ya tenía habitación reservada en el Hotel Rincome. Debía pasar la noche allí. Solo. Nada de beber ni de mujeres ni de relaciones sociales.
—«Será mejor que lleve cosas para leer, señor Ricardo», me dice. «Señor Tiu —le digo yo—. Usted dígame adonde tengo que volar, pero no me diga dónde tengo que leer. ¿Entendido?». El tipo estaba muy engreído detrás de aquella mesa tan grande, ¿comprendes, Voltaire? Yo estaba obligado a enseñarle educación.
A la mañana siguiente, alguien iría a buscar a Ricardo a las seis al hotel, presentándose como amigo del señor Johnny. Ricardo debía acompañarle.
Las cosas salieron según lo planeado. Ricardo voló a Chiang Mai, pasó una noche abstemia en el Rincome y a las seis en punto de la madrugada fueron a buscarle dos chinos, no uno, y le condujeron en dirección norte varias horas hasta que llegaron a una aldea hakka. Allí dejaron el coche y caminaron media hora hasta llegar a un campo vacío con una cabaña en un extremo. En ella había «un pequeño Beechcraft precioso», nuevo flamante, y dentro estaba Tiu con un montón de mapas y documentos, en el asiento contiguo al del piloto. Los asientos de atrás habían sido eliminados para dejar espacio donde colocar los sacos de arpillera. Había además dos trituradores chinos de vigilancia y, por lo que indicó, a Ricardo no le gustó gran cosa el ambiente que imperaba allí.
—Primero tuve que vaciar los bolsillos. Mis bolsillos son algo muy personal para mí, Voltaire. Son como el bolso de una dama. Recuerdos. Cartas. Fotografías. Mi virgen. Me lo retienen todo. El pasaporte, la licencia de vuelo, el dinero… hasta los brazaletes —dijo, y alzó los brazos morenos, de modo que los eslabones de oro tintinearon.
Tras esto, dijo, con un agrio ceño, aún tuvo que firmar más documentos. Tuvo que firmar un poder, cediendo los pocos fragmentos de vida que le quedaban después de su contrato con Indocharter. Tuvo que hacer varias concesiones de «tareas anteriores técnicamente ilegales», varias de ellas (afirmó Ricardo muy irritado) realizadas al servicio de Indocharter. Uno de los trituradores chinos resultó ser incluso abogado. A Ricardo esto le pareció especialmente impropio.
Sólo entonces desveló Tiu los mapas y las instrucciones, que Ricardo pasó a describir en una mezcla de su propio estilo y del de Tiu:
—«Va usted hacia el norte, señor Ricardo, sin desviarse. Puede atajar por Laos, puede seguir los Shans, a mí me da igual. El que tiene que volar es usted, no yo. Setenta y cinco kilómetros en el interior de la China roja, debe usted coger el Mekong y seguirlo. Luego sigue hacia el norte hasta encontrar un pueblecito montañés que se llama Tienpao, situado en un afluente de ese famoso río. Entonces debe seguir hacia el este treinta kilómetros y encontrará una pista de aterrizaje una bengala blanca, una verde, hágame un favor: aterrice allí. Habrá un hombre esperándole. Habla muy mal inglés, pero lo habla. Aquí tiene medio billete de dólar. Ese hombre tendrá la otra mitad. Usted descarga el opio. Ese hombre le dará un paquete y ciertas instrucciones determinadas. El paquete es su recibo, señor Ricardo. Tráigalo de vuelta y obedezca exactamente todas las instrucciones, sobre todo en lo que se refiere a su lugar de aterrizaje. ¿Me entiende usted bien, señor Ricardo?».
—¿Qué clase de paquete? —preguntó Jerry.
—No me lo dice y a mí me da igual. «Haga usted eso —me dice—, y no abra la boca, señor Ricardo, y mis socios velarán por usted toda la vida como si fuera un hijo. Cuidarán de sus hijos, de sus chicas, de su chica de Bali. Le estarán agradecidos toda la vida. Pero si les engaña, o si anda dándole por ahí a la lengua, le matarán, no le quepa duda, señor Ricardo. Créame. Quizás no mañana, ni pasado mañana, pero no le quepa duda de que le matarán. Tenemos un contrato, señor Ricardo. Mis socios cumplen siempre sus contratos. Son gente muy legal». Yo empecé a sudar, Voltaire. Estaba en magnífica forma, soy un excelente atleta pero sudaba. «No se preocupe usted, señor Tiu —le digo—. Señor Tiu, siempre que quiera introducir opio en la China roja. Ricardo es su hombre». Estaba muy preocupado. Voltaire, puedes creerme.
Se frotó la nariz como si le hubiera entrado en ella agua de mar y le escociese.
—Escucha esto, Voltaire. Escucha con la mayor atención. Cuando yo era joven y estaba loco, volé dos veces a la provincia de Yunnan para los norteamericanos. Para ser un héroe, uno tiene que hacer algunas locuras. Y si te estrellas, puede que un día te saquen de allí. Pero siempre que vuelo, miro esa piojosa tierra parda y veo a Ricardo en una jaula de madera. Sin mujeres, una comida asquerosa, sin un sitio donde sentarse, sin poder ponerme de pie ni dormir, cadenas en los brazos, sin que se me conceda ningún estatus, ninguna posición. «Ved al sicario y espía imperialista». Voltaire, esa visión no me gusta. Verme encerrado toda la vida en China por introducir opio… no me entusiasma la idea, no. «¡Muy bien, señor Tiu! ¡Adiós! ¡Esta tarde le veré! Tengo que considerarlo muy en serio».
La parda niebla del sol poniente llenó de pronto la estancia. En el pecho de Ricardo, pese a su perfecta condición, había brotado el mismo sudor. Yacía en gotas sobre el negro vello y sobre sus brillantes hombros.
—¿Y dónde estaba Lizzie durante todo ese tiempo? —volvió a preguntar Jerry.
La respuesta de Ricardo reflejaba nerviosismo e irritación ya.
—¡En Vientiane! ¡En la luna! ¡En la cama con Charlie! ¡Qué coño me importa a mí!
—¿Estaba enterada del trato con Tiu?
Ricardo frunció el ceño despectivo.
Hora de irse, pensó Jerry. Hora de encender la última mecha y correr. Abajo, Mickey tenía gran éxito con las mujeres de Ricardo. Jerry oía su charla cantarina, quebrada por agudas risas, como las de toda una clase de una escuela femenina.
—Así que allá te fuiste —dijo.
Esperó, pero Ricardo seguía perdido en sus pensamientos.
—Despegaste y te dirigiste hacia el norte —dijo Jerry.
Ricardo alzó la vista un poco, dirigió una mirada hostil y furiosa a Jerry y siguió mirándole hasta que la invitación a describir su propia hazaña heroica despertó por fin lo mejor de él.
—En toda mi vida volé tan bien. Nunca. Fue algo magnífico. Aquel pequeño Beechcraft negro. Ciento cincuenta kilómetros al norte porque yo no confío en nadie. ¿Y si aquellos payasos me tenían localizado en una pantalla de radar en algún sitio? No me gusta correr riesgos. Luego hacia el este, pero muy despacio. Muy bajo, pegado a las montañas, Voltaire. Soy capaz de pasar volando entre las patas de una vaca, ¿entiendes? En la guerra tenemos pocas pistas de aterrizaje allá arriba, absurdos puestos de escucha en medio de territorio hostil. Yo volé hasta esos sitios, Voltaire. Los conozco. Encuentro uno justo en la cima de una montaña, donde sólo se puede llegar por aire. Echo un vistazo, veo el depósito de combustible, aterrizo, reposto, echo un sueño; es una locura. Pero, demonios, Voltaire, no es la provincia de Yunnan, ¿entiendes? No es China, y Ricardo, el criminal norteamericano de guerra y contrabandista de opio, no va a pasarse el resto de su vida colgado en un gancho de gallinas en Pekín, ¿no? En fin, volví otra vez al sur con el avión. Conozco sitios, conozco sitios en los que podía perder toda una fuerza aérea, créeme.
Ricardo pasó a mostrarse de pronto muy impreciso respecto a los meses siguientes de su vida. Había oído hablar del holandés errante y explicó que en eso se había convertido. Volaba, se escondía otra vez, volaba. Repintó el Beechcraft, cambiaba una vez al mes la matrícula, vendió el opio en partidas pequeñas para que no se notase, un kilo aquí, cincuenta allá; le compró un pasaporte español a un indio, pero no tenía ninguna fe en él; se apartó de toda la gente que conocía incluyendo a Rosie de Bangkok, y a Charlie Mariscal. Jerry recordó, de la sesión informativa del viejo Craw, que aquélla era también la época en que Ricardo había vendido el opio de Ko a los héroes del Ejecutivo norteamericano, pero no había logrado colocarles la historia. Por órdenes de Tiu, explicó Ricardo, los muchachos de Indocharter le declararon rápidamente muerto, y cambiaron su ruta de vuelo hacia el sur, para desviar la atención. Ricardo oyó esto y no puso objeción alguna a lo de estar muerto.
—¿Y qué hiciste respecto a Lizzie? —preguntó Jerry. Ricardo se puso furioso otra vez.
—¡Lizzie, Lizzie! Estás obsesionado con esa zorra, Voltaire. ¿Por qué demonios me lanzas Lizzie a la cara a cada instante? Jamás conocí a una mujer más insignificante que ella. Escucha, se la di a Drake Ko, ¿entendido? Yo labré su fortuna.
Y cogió el vaso de whisky y bebió de él, furioso aún.
Lizzie estaba presionando en favor de él, pensó Jerry. Ella y Charlie Mariscal. Intentando por todos los medios comprar la cabeza de Ricardo.
—Aludiste rimbombantemente a otros aspectos lucrativos del caso —dijo Ricardo, retomando imperativamente su inglés de escuela de comercio—. ¿Tendrías la bondad de indicarme cuáles son, Voltaire?
El hombre de Sarratt recibió la palmada en el hombro.
—Número uno: Ko está recibiendo grandes sumas de la Embajada rusa de Vientiane. El dinero se canalizó a través de Indocharter y acabó en una cuenta bancaria muy especial de Hong Kong. Tenemos pruebas. Tenemos copias de las declaraciones bancarias.
Ricardo hizo un mohín de disgusto, como si el whisky supiera mal, y luego siguió bebiendo.
—Aún no sabemos si el dinero era para reavivar el hábito del opio en la China roja o por algún otro servicio —dijo Jerry—. Pero lo sabremos. Segunda cuestión: ¿Quieres oírlo o no te dejo dormir?
Ricardo había bostezado.
—Segunda cuestión —continuó Jerry—. Ko tiene un hermano más pequeño que él en la China roja. Antes se llamaba Nelson. Ko dice que ha muerto, pero en estos momentos es un pez gordo del Gobierno de Pekín. Ko lleva años intentando sacarle. Tu trabajo consistía en llevar el opio y sacar un paquete. El paquete era el hermano Nelson. Por eso Ko te querría como a su propio hijo si cumplías la misión. Y te mataría si no lo hacías. ¿No crees que todo esto muy bien vale cinco millones de dólares?
La reacción de Ricardo no era muy notable; Jerry le observaba a la vacilante luz, esperando que el animal dormido que había en él despertase visiblemente. Se inclinó hacia adelante despacio para posar el vaso, pero no podía ocultar la tensión de los hombros ni la crispación de los músculos del estómago. Para lanzarle a Jerry una sonrisa de buena voluntad excepcional, se volvió muy sosegadamente, pero en sus ojos había un brillo que era como una señal de ataque; así que cuando se inclinó más y le dio a Jerry una afectuosa palmada en la mejilla con la mano izquierda, Jerry estaba preparado para lanzarse hacia atrás cogiendo aquella mano, en caso necesario, e intentar voltearle.
—¡Cinco millones de billetes, Voltaire! —exclamó Ricardo con un acerado relampagueo de emoción—. ¡Cinco millones! Oye…, tenemos que hacer algo por el pobre Charlie Mariscal, ¿entendido? Por cariño. Charlie siempre está sin blanca. Podíamos ponerle al cargo de la federación de fútbol. Un momento: Voy a por más whisky para celebrarlo.
Se levantó, ladeando la cabeza, y abriendo los desnudos brazos.
—Voltaire —dijo suavemente—. ¡Voltaire!
Y, muy cariñosamente, cogió a Jerry por las mejillas y le besó.
—¡Oye, vaya investigación que hicisteis! Tu director hizo un trabajo estupendo. Eres mi socio. Como dijiste. ¿De acuerdo? Necesito tener un inglés en mi vida. Voy a hacer lo que hizo Lizzie una vez, casarse con un maestro. ¿Harás eso por Ricardo, Voltaire? ¿Podrás esperar un momento?
—No te preocupes —dijo Jerry, sonriendo también.
—Puedes jugar un poco con las armas, ¿quieres?
—Bueno.
—Tengo que decirle unas cosillas a las chicas.
—Claro, hombre.
—Una cosa personal, familiar.
—Aquí estaré.
Desde lo alto de la trampilla, Jerry miró con ansiedad hacia abajo en cuanto Ricardo salió. Mickey, el chófer, mecía en brazos al niño y le acariciaba el cuello. En un mundo loco, hay que mantener la ficción en movimiento, pensó. Hay que aferrarse a ella hasta el amargo final y dejarle a él el primer mordisco. Jerry volvió a la mesa y cogió la pluma de Ricardo y cogió papel y anotó una dirección inexistente de Hong Kong donde podrían localizarle en cualquier momento. Ricardo aún no había vuelto, pero cuando Jerry se levantó le vio salir de entre los árboles, de detrás del coche. Le gustan los contratos, pensó. Hay que darle algo para que lo firme. Cogió otra hoja. Yo, Jerry Westerby, juro solemnemente compartir con mi amigo el capitán Ricardo Chiquitín, todos los beneficios procedentes de la explotación conjunta de la historia de su vida, escribió, y firmó con su nombre. Ricardo subía ya las escaleras. Jerry pensó si proveerse de un arma del arsenal privado, pero sospechó que Ricardo esperaba que hiciera exactamente eso. Mientras Ricardo servía más whisky, Jerry le entregó las dos hojas de papel:
—Redacté una declaración legal —dijo, mirando directamente a los relampagueantes ojos de Ricardo—. Tengo un abogado inglés en Bangkok, del que me fío mucho. Le diré que compruebe esto y lo repase y que te lo mande para que lo firmes. Después planearemos la ruta a seguir y yo hablaré con Lizzie. ¿De acuerdo?
—Claro, hombre. Escucha. Ya ha anochecido. Ese bosque está lleno de gente peligrosa. Quédate a pasar la noche. Ya hablé con las chicas. Les gustas. Dicen que eres un hombre muy fuerte. No tanto como yo, pero fuerte.
Jerry dijo que no quería perder tiempo. Dijo que le gustaría estar en Bangkok al día siguiente. Sus palabras le parecieron tan inconsistentes a él mismo como una mula de tres patas. Válidas para entrar, quizá, pero nunca para salir. Aun así, Ricardo parecía satisfecho hasta el punto de la serenidad. Quizá sea una emboscada, pensó Jerry. Quizás el coronel la esté preparando.
—Que te vaya bien, entonces, escritor de caballos. Que te vaya bien, amigo mío.
Y puso ambas manos en el cogote de Jerry y asentó los pulgares en las mandíbulas de éste y acercó la cabeza para otro beso y Jerry se resignó. Aunque le galopaba el corazón y sentía un escalofrío en la columna vertebral, Jerry se resignó. Fuera era ya casi de noche. Ricardo no les acompañó hasta el coche, pero se quedó mirándoles indulgente desde los pilotes. Las chicas estaban sentadas a sus pies, mientras él agitaba ambos brazos desnudos. Jerry se volvió desde el coche y le dijo adiós también con un gesto. El sol agonizaba entre las tecas. Hasta nunca, pensó.
—No pongas el motor en marcha —le dijo quedamente a Mickey—. Quiero comprobar el aceite.
Quizás esté loco sólo yo. Tal vez hayamos hecho de verdad un trato, pensó.
Mickey se sentó tras el volante, tiró de la palanca del capó y Jerry lo abrió; no había ningún plástico, ningún regalo de despedida de su nuevo amigo y socio.
Sacó la varilla del aceite y fingió examinarla.
—¿Quieres aceite, escritor de caballos? —gritó Ricardo al fondo del sendero.
—No, estamos bien de aceite. ¡Adiós!
—Adiós.
No tenía linterna, pero cuando se acuclilló y tanteó debajo del chasis en la oscuridad, tampoco encontró nada.
—¿Has perdido algo, escritor de caballos? —dijo Ricardo de nuevo, abocinando la boca con las manos.
—Arranca —dijo Jerry, y subió al coche.
—¿Enciendo los faros, señor?
—Sí, Mickey. Enciéndelos.
—¿Por qué llamarte escritor de caballos?
—Amigos comunes.
Si Ricardo hubiese sobornado a los CT, pensó Jerry, daría igual de todos modos. Mickey encendió los faros y en el interior del coche el cuadro de mandos norteamericano se iluminó como una pequeña ciudad.
—Vamos, en marcha —dijo Jerry.
—¿Rápido-rápido?
—Sí, rápido-rápido.
Recorrieron unos ocho kilómetros, nueve, diez. Jerry iba siguiendo la distancia que recorrían en el indicador, recordando los treinta que había hasta el primer puesto de control y los setenta hasta el segundo. Mickey iba ya a cien y Jerry no estaba de humor para quejarse. Iban por el centro de la carretera y la carretera era recta y tras las zonas despejadas para evitar emboscadas se deslizaban las altas tecas como anaranjados espectros.
—Hombre estupendo —dijo Mickey—. Muy bueno amante. Las chicas decir muy bueno amante.
—Cuidado con los alambres —dijo Jerry.
Desaparecieron los árboles a la derecha y apareció un camino de tierra rojizo que se perdía a lo lejos.
—Él pasa muy bien ahí —dijo Mickey—. Chicas, niños, whisky. Muy buena vida.
—Para, Mickey. Aparca ahí. Ahí en medio de la carretera, donde está llano. Para en seguida, Mickey.
Mickey se echó a reír.
—Chicas pasar estupendo también —dijo Mickey—. ¡Chicas tener dulces, niños tener dulces, todo el mundo tener dulces!
—¡Para de una vez!
Mickey detuvo el coche sin darse demasiada prisa, riéndose aún por las chicas.
—¿Va bien eso? —preguntó Jerry, señalando el indicador de gasolina.
—¿Que si va bien? —repitió Mickey, desconcertado por el inglés.
—La gasolina. ¿Lleno? ¿O a medias? ¿O tres cuartas partes? ¿Ha ido bien todo el viaje?
—Sí. Bien.
—Mickey, cuando llegamos a la aldea quemada estaba a la mitad. Aún sigue a la mitad.
—Sí.
—¿Echaste más? ¿De una lata? ¿Echaste?
—No.
—Fuera.
Mickey empezó a protestar, pero Jerry le empujó, abrió la puerta de su lado, le echó fuera, tirándole sobre el asfalto, y le siguió. Luego le agarró por un brazo y se lo echó a la espalda y corrió al galope, cruzando la carretera hacia la parte despejada de árboles y, a unos veinte metros, le arrojó entre los matorrales y cayó a su lado, casi sobre él, de modo que Mickey se quedó sin resuello en un hipido asombrado, y tardó por lo menos medio minuto en poder formular un indignado «¿por qué?»; pero entonces Jerry estaba ya aplastándole la cabeza contra el suelo de nuevo para protegerle del impacto. Dio la impresión de que el viejo Ford ardía primero y explotaba después, alzándose por último en el aire en una afirmación final de vida, antes de desplomarse llameante y muerto de costado. Mientras Mickey abría la boca asombrado, Jerry miró su reloj. Habían transcurrido dieciocho minutos desde que salieron de la casa de pilotos, quizá veinte. Debería haber sucedido antes, pensó. Ahora entendía por qué tenía Ricardo tantas ganas de que se fuera. En Sarratt no lo habrían imaginado siquiera. Era algo típico de Oriente y el alma natural de Sarratt era europea y estaba unida a los buenos tiempos ya pasados de la guerra fría:
Checoslovaquia, Berlín y los viejos frentes. Jerry se preguntó de qué marca sería la granada. El Vietcong prefería el tipo norteamericano. Les encantaba lo de la doble acción. Bastaba que el depósito de gasolina del vehículo tuviese un tubo de entrada ancho. Se saca la clavija, se coloca una goma sobre el muelle, se desliza la granada en el depósito de gasolina y no hay más que esperar pacientemente que la gasolina se vaya abriendo paso a través de la goma. El resultado era una de las invenciones occidentales que le tocó descubrir al Vietcong. Ricardo debe haber utilizado cintas de goma gruesa, decidió.
Tardaron cuatro horas en llegar al primer puesto de control, siguiendo a pie por la carretera. Mickey estaba muy contento pensando en el seguro, suponiendo que, como Jerry había pagado la póliza, podría disponer automáticamente del dinero. Jerry no logró quitarle esta idea de la cabeza. Pero Mickey también estaba asustado, primero los CT, luego los fantasmas, luego el coronel. Así que Jerry le explicó que ni los fantasmas ni los CT se aventurarían cerca de la carretera después de aquel pequeño episodio. En cuanto al coronel, aunque Jerry no se lo mencionó a Mickey, en fin, era padre además de soldado y tenía que construir una presa: por algo estaba haciéndola con cemento de Drake Ko y utilizando los medios de transporte de China Airsea.
En el puesto de control, encontraron por fin un camión que llevara a Mickey a casa. Jerry fue un trecho con él, prometió que el tebeo le apoyaría en cualquier problema que tuviera con el seguro, pero éste, en su euforia, se mantenía sordo a cualquier duda. Entre muchas risas, intercambiaron direcciones y cordiales apretones de manos; luego, Jerry se quedó en un café de carretera donde hubo de esperar medio día el autobús que le llevaría hacia el este, hacia un nuevo campo de batalla.
En primer lugar, ¿había sido necesario que Jerry fuera a ver a Ricardo? ¿Habría sido distinto el resultado para él de no haberlo hecho? ¿O aportó Jerry, tal como aún hoy afirman los defensores de Smiley, al ir a ver a Ricardo, el último impulso decisivo que sacudió el árbol e hizo caer el fruto anhelado? Para el Club de Partidarios de Smiley está clarísimo: La visita a Ricardo fue la gota que colmó el vaso e hizo que Ko se desmoronase. Sin ella, podría haber seguido a cubierto hasta que se levantase la veda y el propio Ko, y la información secreta con él relacionada, quedase a disposición de cualquiera. Y nada más. Y en vista de esto, los hechos demuestran una maravillosa relación de causa-efecto. Porque esto fue lo que pasó. Sólo seis horas después de que Jerry y Mickey, su chófer, hubiesen salido del polvo de aquella carretera del nordeste de Tailandia, toda la quinta planta del Circus estalló en una llamarada de extasiado júbilo que sin duda habría eclipsado la pira del Ford prestado de Mickey. En la sala de juegos, donde Smiley comunicó la noticia, el doctor di Salis llegó incluso a iniciar un torpe baile, y sin duda Connie se le habría unido si la artritis no la hubiera tenido atada a aquella maldita silla de ruedas. Trot aullaba, Guillam y Molly se abrazaron y entre tanto júbilo sólo Smiley conservaba su aire habitual de leve desconcierto, aunque Molly juró que le había visto ruborizarse mientras contemplaba con los ojos entornados a la concurrencia.
Acababa de llegar la noticia, dijo. Un mensaje rápido de los primos. Aquella mañana a las siete, hora de Hong Kong, Tiu había telefoneado a Ko a Star Heights, donde éste había pasado la noche relajándose con Lizzie Worth. Atendió el teléfono en principio la propia Lizzie. Pero Ko descolgó el otro aparato y ordenó a Lizzie que colgara inmediatamente, cosa que hizo. Tiu le había propuesto desayunar juntos en la ciudad en seguida: «En casa de George», dijo Tiu, para diversión de los transcriptores. Tres horas después, Tiu hablaba con su agente de viajes y hacía rápidos preparativos para un viaje de negocios a la China roja. Su primera parada sería en Cantón, donde China Airsea tenía un representante, pero su destino sería Shanghai.
¿Cómo se había puesto en contacto Ricardo con Tiu tan deprisa sin teléfono? La teoría más probable era que había utilizado el contacto de la policía del coronel con Bangkok. ¿Y desde Bangkok? Dios sabe. Telex, la red de cotizaciones, cualquier cosa. Los chinos tienen medios propios para hacer esas cosas.
Por otra parte, podía ser simplemente que la paciencia de Ko hubiera elegido aquel momento para hundirse por decisión propia… y aquel desayuno «en casa de George» podía tener como fin algo completamente distinto. De cualquier modo, era el acontecimiento que llevaban esperando mucho tiempo, la triunfal justificación de toda la tarea de Smiley. A la hora de comer. Lacon había llamado personalmente para dar la enhorabuena, y al atardecer Saul Enderby había tenido un gesto que jamás había mostrado ningún componente del grupo malo de Trafalgar Square. Había enviado una caja de champán de Berry Brothers and Rudd, de excelente cosecha, una auténtica joya. La acompañaba una nota dirigida a George que decía: «Para el primer día de verano». Y realmente, pese a ser finales de abril, lo parecía exactamente. Los plátanos estaban ya con hojas tras las gruesas cortinas de las plantas bajas. Más arriba, en la jardinera de la ventana de Connie, habían florecido los jacintos. «Rojos —dijo Connie, mientras bebía a la salud de Saul Enderby—. El color favorito de Karla, bendito sea».