16. Amigos de Charlie Mariscal

Se fue antes de que amaneciese, tras haber dormido en el suelo de la habitación de Luke. Se llevó la máquina de escribir y una bolsa, aunque esperaba no utilizar ninguna de las dos. Le dejó una nota a Keller, pidiéndole que comunicase a Stubbs por cable que se proponía seguir la historia del asedio en las provincias. Le dolía la espalda de dormir en el suelo y la cabeza de lo que había bebido.

Luke había ido a cubrir la guerra: le habían dado un descanso del Gran Mu en el despacho. Además, Jake Chiu, su iracundo casero, le había echado al fin del apartamento.

—¡Estoy en la indigencia, Westerby! —le había dicho, y se había puesto a dar vueltas por la habitación, gimiendo «en la indigencia», hasta que Jerry, para poder dormir un poco y para que los vecinos no aporreasen las paredes, sacó de la arandela la otra llave de la habitación y se la entregó.

—Hasta que yo vuelva —le advirtió—. Entonces te largas. ¿Entendido?

Le preguntó por el asunto de Frost. A Luke se le había olvidado del todo y tuvo que recordárselo. Ah, aquél, dijo. Aquél. Sí, bueno, decían que había intentado engañar a las sociedades secretas, quizás en unos cien años se aclarase el asunto, aunque, en realidad, ¿qué demonios importaba?

Pero el sueño no había abrazado a Jerry tan fácilmente, ni siquiera entonces. Discutieron el plan del día. Luke se había propuesto hacer lo que Jerry estuviese haciendo. Morir solo era muy aburrido, había insistido. Lo mejor era que se emborrachasen y se buscasen unas putas. Jerry le contestó que tendría que esperar un rato para que los dos pudieran salir juntos, porque él pensaba pasarse el día de pesca, y tenía que ir solo.

—¿Y qué demonios andas pescando? Si hay un reportaje, tenemos que compartirlo. ¿No te di yo lo de Frost gratis? ¿Adónde puedes ir tú que no se admita la presencia del hermano Lukie?

Está bien, había dicho Jerry con acritud. Luego consiguió salir sin despertarle.

Fue primero al mercado, y tomó una soupe chinoise, examinando los puestos y los escaparates de las tiendas. Eligió a un joven indio que sólo ofrecía cubos de plástico, botellas de agua y escobas, pero que parecía un comerciante próspero.

—¿Qué más vende usted, amigo?

—Yo, señor, vendo todas las cosas a todos los caballeros.

Estuvieron un rato tanteándose. No, dijo Jerry, no era nada para fumar lo que quería, ni para tragar, nada para esnifar ni para las muñecas tampoco. Y no, gracias, con todos los respetos a las muchas bellas hermanas y primas, y a los jóvenes de su círculo, las otras necesidades de Jerry también estaban cubiertas.

—Entonces, señor, es usted un hombre muy feliz, de lo que me alegro.

—Ando buscando en realidad una cosa para un amigo —dijo Jerry.

El muchacho indio miró detenidamente arriba y abajo de la calle y dejó de tantear.

—¿Un amigo amistoso, señor?

—No mucho.

Compartieron un ciclomotor. El indio tenía un tío que vendía budas en el mercado de la plata, y el tío una habitación trasera con cerrojos y candados en la puerta. Por treinta dólares norteamericanos, Jerry compró una Walther automática con munición suficiente. La gente de Sarratt, se dijo mientras subía de nuevo en el ciclomotor, caería en colapso profundo si se enterara. Primero, por lo que ellos llamaban atuendo impropio, el más grave de todos los delitos. Segundo, porque ellos sostenían la absurda tesis de que las armas cortas daban más problemas que beneficios. Pero habrían sufrido un colapso aún mayor si Jerry hubiese pasado su Webley de Hong Kong por aduana a Bangkok y de allí a Phnom Penh, así que creía que podían considerarse afortunados, porque él no estaba dispuesto a meterse en aquello desnudo, fuese cual fuese su doctrina favorita de la semana. En el aeropuerto no había ningún avión para Battambang, pero no había nunca avión para ningún sitio. Allí estaban los reactores del arroz todos plateados, que entraban y salían aullando por la pista, y estaban construyendo nuevos revetêments tras la lluvia de cohetes de la noche. Jerry vio cómo llegaba la tierra en camiones y vio a los coolies que llenaban afanosamente con ella unas cajas de municiones. En otra vida, decidió, me meteré en el negocio de la arena y me dedicaré a vendérsela a las ciudades sitiadas.

En la sala de espera, había un grupo de azafatas tomando café entre risas, y se unió jovialmente a ellas. Una chica alta que hablaba inglés hizo un gesto de duda y desapareció con cinco dólares y el pasaporte de Jerry.

C’est impossible —le aseguraron todos, mientras esperaban a su compañera—. C’est tout occupé.

La chica volvió sonriendo.

—El piloto es muy quisquilloso —dijo—. Si usted no le hubiese gustado, no le llevaría. Pero le enseñé su foto y ha aceptado sobrecargar. Sólo le permiten llevar treinta y una personas, pero, de todos modos, le llevará a usted. Lo hará por amistad si usted le da mil quinientos riels.

El avión estaba vacío en dos tercios. Y los agujeros de balas de las alas lloraban rocío como si fuesen heridas sin vendar.

Battambang era, por entonces, la ciudad más segura que quedaba en el menguante archipiélago de Lon Nol, y la última granja de Phnom Penh. Volaron durante una hora sobre territorio supuestamente infestado de Jemeres Rojos sin ver un alma. Mientras daban vueltas sobre el aeropuerto, alguien disparó perezosamente desde los arrozales y el piloto hizo un par de protocolarias maniobras para evitar los proyectiles, pero a Jerry le interesaba más observar la disposición del terreno antes del aterrizaje; los aparcamientos, las pistas civiles y las militares, el recinto alambrado donde estaban los cobertizos de carga. Aterrizaron en una atmósfera de bucólica prosperidad. Crecían las flores alrededor de los puestos artilleros, corrían entre los agujeros de las bombas gordas gallinas, abundaban el agua y la electricidad, aunque un telegrama a Phnom Penh tardase ya una semana.

Jerry actuó muy cautelosamente. Su tendencia instintiva al disimulo era más fuerte que nunca. El honorable Gerald Westerby, el distinguido plumífero, informa sobre la economía de guerra. Cuando se tiene mi estatura, amigo, hay que tener muy buenas razones para hacer lo que uno haga. Así que, como se dice en la jerga, soltó humo. En la sección de información, observado por varios hombres silenciosos, preguntó los nombres de los hoteles mejores de la ciudad y anotó un par de ellos mientras seguía examinando la distribución de aviones y edificios. En su recorrido de una oficina a otra fue preguntando qué servicios había para enviar partes de prensa por vía aérea a Phnom Penh y nadie tenía la menor idea. Prosiguiendo con su discreto reconocimiento del terreno, esgrimió generosamente su tarjeta cablegráfica e inquirió cómo se iba al palacio del gobernador, indicando implícitamente que quizás tuviese negocios que tratar con el gran hombre en persona. Era ya por entonces el periodista más distinguido que había aparecido por Battambang. Al mismo tiempo, fue fijándose en las puertas que tenían el letrero de «personal» y las que tenían el de «privado», y la situación de los servicios de caballeros, para poder luego, una vez fuera de allí, trazar un plano esquemático de toda la zona, determinando en especial las salidas que daban a la parte alambrada del aeropuerto. Preguntó, por último, qué pilotos estaban en aquel momento en la ciudad. Tenía amistad con varios, dijo, así que el plan más simple (en caso de que resultase necesario) probablemente fuera pedirle a uno de ellos que llevase su artículo en la valija de vuelo. Una azafata dio nombres de una lista y mientras lo hacía, Jerry giró un poco la lista y leyó el resto. Estaba incluido el vuelo de Indocharter, pero no se mencionaba ningún piloto.

—¿El capitán Andreas sigue volando aún para Indocharter? —preguntó.

Le capitaine qui? Monsieur?

—Andreas. Le llamábamos André. Un tipo bajo, llevaba siempre gafas oscuras. Hacía la ruta de Kampong Cham.

La azafata negó con un gesto. Los únicos que volaban para Indocharter eran el capitán Mariscal y el capitán Ricardo, dijo, pero el capitán Ric había muerto en un accidente. Jerry fingió una absoluta indiferencia, pero se cercioró, de pasada, de que el Carvair del capitán Mariscal debía despegar por la tarde, tal como se indicaba en el mensaje de la noche anterior, pero no había espacio de carga disponible, estaba todo ocupado, como pasaba siempre con Indocharter.

—¿Sabe dónde puedo localizarle?

—El capitán Mariscal no vuela nunca por la mañana, Monsieur.

Cogió un taxi para ir a la ciudad. El mejor hotel era una especie de cobertizo infestado de pulgas, situado en la calle principal. La calle, por su parte, era estrecha, hedionda y ensordecedora, una arteria principal de ciudad asiática en crecimiento, machacada por la algarabía de las Hondas y atestada de frustrados Mercedes de los nuevos ricos. Siguiendo con su cobertura, cogió una habitación y la pagó por adelantado, incluyendo el «servicio especial», que era algo tan poco exótico como sábanas limpias y no las que llevaban aún las señales de otros cuerpos. Al taxista le dijo que volviese al cabo de una hora. Por puro hábito, se procuró una factura hinchada. Se duchó, se cambió y escuchó cortésmente al botones que le explicó por dónde habría de subir para entrar después del toque de queda, luego salió a desayunar, porque aún eran sólo las nueve de la mañana.

Llevó consigo la máquina de escribir y la bolsa. No veía a ningún ojirredondo. Vio cesteros, vendedores de pieles y vendedores de fruta y, una vez más, las inevitables botellas de gasolina robada alineadas en la acera esperando que un ataque las hiciera estallar. En un espejo que colgaba de un árbol, vio a un dentista extraer dientes a un paciente atado a una silla alta, y vio que el dentista añadía un diente de rojiza punta, con la mayor solemnidad, al hilo en que se exhibía la pesca del día. Jerry anotó ostentosamente todas estas cosas en su cuaderno, como un celoso cronista del panorama social de la ciudad. Y desde un café de acera, mientras tomaba cerveza fría y pescado fresco, vigiló las sucias oficinas semiencristaladas que había al otro lado de la calle, y que lucían el letrero «Indocharter», esperando que llegara alguien y abriera la puerta. Nadie lo hizo. El capitán Mariscal nunca vuela por la mañana, Monsieur. En una botica especializada en bicis para niños, compró un rollo de esparadrapo y volvió a la habitación del hotel, donde se sujetó con el esparadrapo la pistola a las costillas para no llevarla balanceándose en el cinturón. Equipado así, el intrépido periodista se lanzó a ampliar su cobertura… lo cual a veces, en la psicología de un agente de campo, no es más que un acto gratuito de autolegitimación, cuando empieza a acechar el peligro.

El gobernador vivía en las afueras de la ciudad, tras un mirador y pórticos coloniales franceses, y disponía de un secretariado de setenta individuos, por lo menos. El inmenso vestíbulo de hormigón daba a una sala de espera aún no terminada, y a unas oficinas mucho más pequeñas que había detrás, a una de las cuales le llevaron, tras una espera de cincuenta minutos, a la diminuta presencia de un camboyano chiquitín vestido de negro enviado por Phnom Penh para tratar con los apestosos corresponsales. Se decía que era hijo de un general y que manejaba la sucursal de Battambang del negocio de opio de la familia. El escritorio era demasiado grande para él. Había por allí varios ayudantes, todos muy serios. Uno llevaba un uniforme con muchas medallas. Jerry pidió información y escuchó una retahíla de sueños encantadores: que el enemigo comunista estaba casi derrotado; que se estaba hablando muy en serio de abrir otra vez toda la red viaria nacional; que el turismo era la industria más floreciente de la provincia. El hijo del general hablaba despacio, en un hermoso francés y era evidente que le proporcionaba gran placer oírse a sí mismo pues mantenía los ojos semicerrados y sonreía mientras hablaba, como si escuchase una música muy querida.

—Y debo terminar, Monsieur, con unas palabras de advertencia a su país. ¿Es usted norteamericano?

—Inglés.

—Es lo mismo. Dígale usted a su Gobierno, señor, que si no nos ayudan a seguir la lucha contra los comunistas, recurriremos a los rusos y les pediremos que les sustituyan a ustedes en nuestra lucha.

Ay madre, pensó Jerry. Ay, muchacho. Ay Dios.

—Transmitiré ese mensaje —prometió, y se dispuso a irse.

Un instant, Monsieur —dijo el alto funcionario con viveza, y hubo un pequeño revuelo entre sus adormilados cortesanos. Abrió un cajón y sacó una voluminosa carpeta. El testamento de Frost, pensó Jerry. Mi sentencia de muerte. Sellos para Cat.

—¿Es usted escritor?

—Sí.

Ko me está echando el guante. Esta noche el calabozo, y mañana despertaré con el cuello rebanado.

—¿Fue usted a la Sorbona, Monsieur? —inquirió el oficial.

—A Oxford.

—¿Oxford está en Londres?

—Sí.

—Entonces habrá leído usted a los grandes poetas franceses, Monsieur.

—Con profundo placer —replicó fervorosamente Jerry.

Los cortesanos tenían un aire sumamente grave.

—Entonces quizás quiera usted favorecerme con su opinión sobre los siguientes versos, Monsieur.

Y el diminuto oficial empezó a leer en voz alta, en su majestuoso francés, dirigiendo lentamente con la mano.

Deux amants assis sur la terre

regardaient la mer,

Empezó, y continuó con unos veinte penosísimos versos más que Jerry escuchó perplejo.

Voilà —dijo al fin el oficial, dejando a un lado la carpeta—. Vous l’aimez? —preguntó, fijando la mirada severamente en una zona neutral de la estancia.

Superbe —dijo Jerry en un arrebato de entusiasmo—. Merveilleux. Una gran sensibilidad.

—¿De quién diría usted que son?

Jerry asió un nombre al azar.

—¿De Lamartine?

El funcionario negó con un cabeceo. Los cortesanos miraban a Jerry aún más atentamente.

—¿Victor Hugo? —aventuró Jerry.

—Son míos —dijo el oficial, y con un suspiro volvió a colocar los poemas en el cajón.

Los cortesanos se relajaron.

—Procuren que este literato disponga de todas las facilidades en su tarea —ordenó.

Jerry volvió al aeropuerto y se encontró con un caos peligroso y desconcertante. Los Mercedes corrían arriba y abajo por la vía de acceso como si alguien hubiera invadido su nido, la parte frontal del recinto era un remolino de faros, motos y sirenas; y el vestíbulo, cuando consiguió que le dejaran pasar los del puesto de control, estaba atestado de individuos asustados que pugnaban por leer los tableros de avisos, se gritaban unos a otros y escuchaban los atronantes altavoces, todo al mismo tiempo. Jerry logró abrirse paso hasta la oficina de información y la encontró cerrada. Saltó al mostrador y vio las pistas a través de un agujero que había en el tablero protector. Por la pista vacía corría un pelotón de soldados armados hacia un grupo de mástiles blancos de los que colgaban banderas nacionales, inmóviles en el aire quieto. Bajaron dos a media asta y, dentro del vestíbulo, los altavoces se interrumpieron a sí mismos para lanzar unos cuantos compases atronadores del himno nacional. Jerry buscó entre las inquietas cabezas alguien con quien poder hablar. Eligió al fin a un flaco misionero de amarillento pelo a cepillo y gafas que llevaba una cruz de plata de unos quince centímetros prendida al bolsillo de su camisa oscura. Tenía al lado a un par de camboyanos de aire triste y cuello clerical.

Vous parlez français?

—¡Sí, pero también inglés!

Un tono correctivo y melodioso. Jerry pensó que debía ser danés.

—Soy periodista. ¿Qué es lo que pasa? —tuvo que decirlo a voz en grito.

—Han cerrado el aeropuerto de Phnom Penh —aulló en respuesta el misionero—. No pueden salir ni entrar aviones.

—¿Por qué?

—Los Jemeres Rojos han volado el depósito de municiones del aeropuerto. La ciudad quedará incomunicada hasta mañana por lo menos.

El altavoz empezó a parlotear de nuevo. Los dos sacerdotes escucharon. El misionero se inclinó casi hasta doblarse por la mitad para captar su cuchicheada traducción.

—Han causado grandes daños y ya han destrozado media docena de aviones. ¡Oh sí! Los han destruido por completo. Las autoridades sospechan también sabotaje. Puede que hayan cogido además algunos prisioneros. Pero bueno, ¿por qué han instalado un depósito de municiones en el aeropuerto? Era algo peligrosísimo. ¿Cuál es el motivo?

—Buena pregunta —convino Jerry.

Cruzó el vestíbulo. Su plan maestro quedaba abortado, como solía pasar con todos sus planes maestros. La puerta de «sólo personal», estaba guardada por un par de trituradores muy serios y, dada la tensión, no vio posibilidades de abrirse camino por allí. La multitud empujaba hacia la salida de pasajeros, donde el acosado personal de tierra se negaba a aceptar las tarjetas de embarque y la acosada policía se veía asediada con cartas de Laissez passer destinadas a poner a las personas importantes fuera de su alcance. Jerry se dejó arrastrar. A un lado, chillaba un grupo de comerciantes franceses pidiendo el reembolso del dinero de los billetes, y los más veteranos empezaban a acomodarse para pasar allí la noche. Pero el centro empujaba y vigilaba e intercambiaba nuevos rumores, y el impulso fue llevándole con firmeza hacia adelante. Al llegar al fondo, Jerry sacó discretamente su tarjeta cablegráfica y saltó la improvisada barrera. El policía jefe era delgado y estaba a cubierto y miró desdeñoso a Jerry mientras sus subordinados trabajaban. Jerry se fue recto hacia él, balanceando la bolsa en una mano y le puso la tarjeta cablegráfica en las narices.

Securité americaine —gritó en un francés horrible, y con un bufido a los dos hombres de las puertas de batientes, se lanzó hacia la pista y siguió caminando, mientras su espalda esperaba continuamente una orden de alto o un tiro de aviso o, en la atmósfera despreocupada de la guerra, un tiro que no fuese siquiera de aviso.

Caminaba con denuedo, con agria autoridad, balanceando la bolsa, estilo Sarratt, para distraer. Delante de él (sesenta metros, pronto cincuenta) había una hilera de aviones militares de entrenamiento, de un solo motor, sin insignias. Más allá, estaba el recinto enrejado y los cobertizos de carga, numerados del nueve al dieciocho, y, más allá de los cobertizos de carga, Jerry vio un grupo de hangares y de zonas de aparcamiento, con el letrero de prohibido el paso prácticamente en todos los idiomas salvo el chino. Cuando llegó donde estaban los aparatos de entrenamiento, siguió caminando ante ellos con paso imperioso, como si estuviera haciendo una inspección. Estaban inmovilizados con ladrillos sobre cables. Reduciendo el paso, pero sin detenerse, tanteó malhumorado un ladrillo con la bota de cabritilla, tiró de un alerón y movió la cabeza. Un grupo de artilleros antiaéreos le miraban indolentes desde su puesto, rodeado de sacos terreros, a la izquierda.

Qu’est ce que vous faîtes?

Jerry se volvió a medias y haciendo bocina con las manos gritó: «¡Mirad al cielo, por amor de Dios!», en buen norteamericano, señalando malhumoradamente el cielo y siguió andando hasta llegar a la zona enrejada. Estaba abierta y vio ante sí los cobertizos. En cuanto los pasara, quedaría fuera del campo de visión de la terminal y de la torre de control. Caminaba sobre un suelo de hormigón desmigajado con hierba en las fisuras. No se veía a nadie. Los cobertizos eran de tablas, unos diez metros de largo por tres de alto, con techos de palma. Llegó al primero. Sobre las ventanas había un letrero que decía «Bombas de fragmentación sin espoleta». Un camino de tierra apisonada llevaba a los hangares que había al otro lado. A través del hueco, Jerry atisbo los colores chillones de los aviones de carga que estaban aparcados allí.

—Te cacé —murmuró Jerry, cuando ya llegaba al lado seguro de los cobertizos, porque allí, ante él, claro como el día, como una visión del enemigo tras meses de marcha en solitario, vio un destartalado Carvair DC4 gris y azul, gordo como una rana, aposentado sobre el desmigajado asfalto con el cono del morro abierto. Goteaba el aceite en una lluvia negra y rápida de ambos motores de estribor y había un chino larguirucho de gorra de marinero llena de insignias militares fumando debajo del compartimiento de carga mientras hacía inventario. Dos coolies iban y venían con sacos y un tercero manejaba el viejo montacargas. A sus pies, escarbaban malhumoradas las gallinas. Y en el fuselaje, en un rojo llameante sobre los desvaídos colores hípicos de Drake Ko, se veían las letras OCHART. Las demás habían desaparecido en un trabajo de reparación.

¡Oh, Charlie es indestructible, absolutamente inmortal! Charlie Mariscal, señor Tiu, un individuo fantástico, medio chino, todo piel huesos y opio, y un piloto de primera…

Mejor que lo sea, amigo, pensó Jerry con un escalofrío, mientras los coolies cargaban saco tras saco, por el morro abierto, en la abollada panza del avión.

El Sancho Panza de toda la vida del reverendo Ricardo, Señoría, había dicho Craw, ampliando la descripción de Lizzie. Es medio chow como ya os ha dicho esa buena señora, y un orgulloso veterano de varias guerras inútiles.

Jerry se quedó quieto, sin hacer tentativa alguna de ocultarse, balanceando la bolsa y con la mueca de disculpa de pobre inglés perdido. Los coolies parecían converger ahora en el avión desde varios puntos distintos a la vez: había bastante más de dos. Dándoles la espalda, Jerry repitió su rutina de caminar siguiendo la hilera de cobertizos, lo mismo que había caminado antes ante la hilera de aviones de adiestramiento, o por el pasillo camino del despacho de Frost, atisbando por las rendijas de las tablas y no viendo más que alguna caja rota de cuando en cuando. El permiso para operar desde Battambang cuesta medio millón de dólares norteamericanas, renovables, había dicho Keller. ¿Quién puede pagarse una nueva decoración tras esos precios? La hilera de cobertizos se interrumpió y Jerry se encontró con cuatro camiones del ejército cargados hasta arriba de fruta, verdura y sacos de arpillera sin etiquetar. Había dos soldados en cada camión que les pasaban los sacos de arpillera a los coolies. Lo razonable habría sido arrimar la parte trasera de los camiones al aparato, pero prevalecía una atmósfera de discreción. Al ejército de tierra le gusta participar en las cosas, había dicho Keller. La marina puede sacar millones de un convoy del Mekong, las fuerzas aéreas están bastante bien surtidas; los bombarderos transportan fruta y los helicópteros pueden sacar por vía aérea a los chinos ricos de las ciudades cercadas en vez de sacar a los heridos. Los chicos que combaten andan con un poco de hambre porque tienen que aterrizar donde despegan. Pero los del ejército de tierra han de arañar lo que pueden para poder vivir.

Jerry estaba ya más cerca del avión y podía oír los chillidos de Charlie Mariscal dando órdenes a los coolies.

Empezaron otra vez los cobertizos. El número dieciocho tenía puertas dobles y el nombre Indocharter escrito con pintura verde en vertical, de modo que, a cierta distancia, las letras parecían caracteres chinos. En el sombrío interior, había una pareja de campesinos chinos acuclillados en el suelo de tierra. Sobre el tranquilo pie del viejo se apoyaba la cabeza de un cerdo atado. Sus otras posesiones eran un largo paquete de juncos meticulosamente atados con cuerdas. Parecía un cadáver. En un rincón había una jarra de agua con dos cuencos de arroz al lado. No había más cosas en el cobertizo. «Bienvenido a la sala de espera de Indocharter», pensó Jerry. Con las costillas empapadas de sudor, fue siguiendo la hilera de coolies hasta que llegó adonde estaba Charlie Mariscal, que seguía gritando en jemer, mientras con temblorosa pluma reseñaba cada paquete de carga en el inventario.

Llevaba una camisa de manga corta de un blanco aceitoso con suficientes tiras doradas en las hombreras como para hacerle general de cualquier fuerza aérea. Llevaba prendidas en el peto de la camisa dos insignias de combate norteamericanas, en medio de una asombrosa colección de medallas y estrellas rojas comunistas. Una de las insignias decía: «Mata a un comunista por Cristo» y la otra: «Cristo era, en el fondo, un capitalista». Tenía la cabeza vuelta hacia abajo y la cara oscurecida por la sombra de su inmensa gorra marinera, que le caía libremente sobre las orejas. Jerry esperó a que alzara la vista. Los coolies estaban ya gritándole que continuase, pero Charlie Mariscal mantenía la cabeza tercamente baja, mientras cotejaba y escribía en el inventario y les chillaba furioso.

—Capitán Mariscal, estoy haciendo un reportaje sobre Ricardo para un periódico de Londres —dijo tranquilamente Jerry—. Quiero ir con usted hasta Phnom Penh y hacerle algunas preguntas.

Y, mientras le decía esto, posó suavemente el volumen de Candide encima del inventario, con tres billetes de cien dólares saliendo del libro en un discreto abanico. Cuando quieras que un hombre mire hacia un lado, dicen en la escuela de ilusionistas de Sarratt, has de señalarle siempre al otro.

—Me dijeron que le gustaba a usted Voltaire —añadió.

—A mí no me gusta nadie —replicó Charlie Mariscal en un áspero falsete, mirando el inventario, mientras la gorra se le bajaba aún más sobre la cara—. Odio a todo el género humano, ¿me ha entendido?

Su vituperio, pese a su cadencia china, era inconfundiblemente franco-norteamericano.

—¡Dios mío, odio tanto a la humanidad que si ella no se da prisa en hacerse pedazos sola me compraré personalmente unas cuantas bombas e iré a por ella yo mismo!

Había perdido su público. Jerry iba ya por la mitad de la escalerilla de acero antes de que Charlie Mariscal hubiese terminado de exponer su tesis.

—¡Voltaire no sabía nada de nada! —gritó, dirigiéndose al coolie siguiente—. Combatió en una guerra equivocada, ¿me oyes? ¡Ponlo allí, idiota perezoso, y coge otro puñado! Dépèche-toi, crétin, oui?

Pero, de todos modos, se metió a Voltaire en el bolsillo de atrás de sus anchos pantalones.

El interior del avión era oscuro y espacioso y fresco como una catedral. Habían quitado los asientos y habían adosado a las paredes estanterías verdes perforadas como de mecano. Colgaban del techo cerdos en canal y gallinas de Guinea. El resto de la carga estaba almacenado en el pasillo, desde el extremo de la cola, lo que produjo cierta aprensión a Jerry pensando en el despegue, y consistía en frutas y verduras y los sacos de arpillera que Jerry había visto en los camiones del ejército, etiquetados como «grano», «arroz» y «harina», en letras lo bastante grandes para que pudiese leerlo hasta el agente de narcóticos más iletrado. Pero el pegajoso olor a levadura y melazas que llenaba ya la cabina de carga no necesitaba ninguna etiqueta. Algunos de los sacos habían sido colocados en círculo para dejar una zona donde los compañeros de viaje de Jerry pudieran sentarse. Los principales eran dos chinos austeros, vestidos de gris, muy pobremente, y, por su similitud y su tímida superioridad, Jerry dedujo de inmediato que eran especialistas de algún tipo. Recordó los especialistas en explosivos y los pianistas a los que había transbordado algunas veces, ingratamente, introduciéndolos en terreno peligroso o sacándolos de él. Junto a ellos, pero respetuosamente aparte, fumaban sentados, y comían de sus cuencos de arroz, cuatro montañeses armados hasta los dientes. Jerry los supuso meos o de alguna de las tribus shanes de las fronteras norte, donde tenía su ejército el padre de Charlie Mariscal, y por su aire despreocupado, dedujo también que debían formar parte del servicio de guardia permanente. En una clase completamente independiente, se sentaba gente de más calidad: el propio coronel de artillería que había suministrado atentamente el medio de transporte y la escolta, y su compañero, un alto funcionario de aduanas, sin los cuales, no habría podido hacerse nada. Estaban majestuosamente acomodados en el pasillo, en sillas especiales, observando orgullosos cómo se desarrollaba la operación de carga, y vestían sus mejores uniformes, tal como la ceremonia exigía.

Había un miembro más del grupo y estaba solo, acechando encima de las cajas de cola, la cabeza casi pegándole en el techo, y resultaba imposible distinguirle con detalle. Estaba sentado allí con una botella de whisky para él solo, y un vaso incluso. Llevaba una gorra tipo Fidel Castro y barba cerrada. En los brazos oscuros le brillaban cadenillas de oro, de las que por entonces llamaban (todos, salvo los que las usaban) brazaletes de la CIA, en base al feliz supuesto de que un hombre aislado en un país hostil podía comprar el camino hacia la seguridad dando una cadenilla cada vez. Pero había en sus ojos, mientras observaban a Jerry a lo largo del cañón bien aceitado de un rifle automático AK47, un brillo fijo. «Estaba cubriéndome por el cono del morro», pensó Jerry. «Me tenía encañonado desde el momento en que salí del cobertizo».

Los dos chinos eran cocineros, decidió en un momento de inspiración: cocineros era el equivalente en jerga a químico. Keller había dicho que las líneas aéreas del opio habían pasado a introducir el material en crudo para retirarlo en Phnom Penh, pero que les había costado muchísimo trabajo convencer a los cocineros para que fuesen a trabajar allí en condiciones de asedio.

—¡Eh tú! ¡Voltaire!

Jerry se apresuró a acercarse al borde de la cabina de carga. Miró hacia abajo y vio a la pareja de viejos campesinos de pie al fondo de la escalerilla y a Charlie Mariscal intentando sujetarles el cerdo mientras empujaba a la vieja escalerilla arriba.

—Cuando llegue arriba, échale una mano, ¿me oyes? —dijo, sosteniendo el cerdo en los brazos—. Si cae y se rompe el culo, tendremos muchos más problemas con esos cabrones. ¿Eres uno de esos héroes chiflados de narcóticos, Voltaire?

—No.

—Bueno, cógela bien, ¿me has oído?

La vieja empezó a subir la escalerilla. Cuando llevaba subidos unos cuantos escalones, empezó a croar y Charlie Mariscal consiguió meterse el cerdo debajo del brazo y darle un buen empujón en el trasero mientras le chillaba en chino. El marido subió tras ella y Jerry ayudó a ambos a alcanzar la seguridad de la cabina. Por último, apareció la cabeza de payaso del propio Charlie Mariscal y, aunque estaba anegada por la gorra, Jerry tuvo la primera visión de la cara que iba debajo: esquelética y oscura, con soñolientos ojos chinos y una gran boca francesa que se retorcía en todas direcciones cuando gritaba. Empujó adentro el cerdo, Jerry lo cogió y se lo llevó, chillando y debatiéndose, a los viejos campesinos. Luego Charlie aupó a bordo su enjuta figura, como una araña que saliera de un desagüe. Inmediatamente, el funcionario de aduanas y el coronel de artillería se levantaron, se limpiaron los traseros del uniforme y avanzaron con viveza por el pasillo hacia el individuo de la gorra estilo Fidel Castro que estaba acuclillado en las sombras sobre las cajas de la carga. Llegaron hasta donde estaba y esperaron respetuosos como acólitos que llevasen la ofrenda al altar.

Relumbraron los brazaletes, un brazo descendió, una vez, dos, y cayó un devoto silencio mientras los dos hombres contaban cuidadosamente un montón de billetes de Banco y todo el mundo observaba. Casi al unísono, volvieron a la escalerilla, donde les esperaba Charlie Mariscal con la declaración de carga. El funcionario de aduanas la firmó, el coronel de artillería echó un vistazo aprobatorio y luego ambos saludaron y desaparecieron escalerilla abajo. El cono del morro giró vibrante hasta una posición de casi cierre, Charlie Mariscal le dio una patada, echó una esterilla por encima de la rendija y se dirigió luego rápidamente, pasando sobre las cajas hasta una escalerilla interior que llevaba a la cabina. Jerry escaló tras él y después de acomodarse en el asiento del copiloto, resumió silenciosamente sus bendiciones. «Llevamos una sobrecarga de unas quinientas toneladas. Perdemos aceite. Llevamos un cuerpo de guardia armado. Tenemos prohibido despegar. Tenemos prohibido aterrizar, el aeropuerto de Phnom Penh probablemente tenga un agujero del tamaño de Buckinghamshire. Tenemos hora y media de Jemeres Rojos entre nosotros y la salvación. Y si alguien se enfada con nosotros en el otro lado, habrán pillado al super agente Westerby con las bragas en los tobillos y con unos doscientos sacos de opio en crudo en las manos».

—¿Sabes pilotar esto? —gritó Charlie Mariscal, mientras golpeaba una hilera de mohosos conmutadores—. ¿Eres por casualidad un gran héroe del aire, Voltaire?

—No me gusta nada volar.

—Tampoco a mí.

Charlie Mariscal acertó a una inmensa mosca que zumbaba alrededor del parabrisas, luego encendió uno a uno los motores, hasta que todo el aparato empezó a traquetear y temblequear como un autobús de Londres en su último viaje de vuelta Clapham Hill arriba. Gorjeó la radio y Charlie Mariscal se tomó un minuto para dar una orden obscena a la torre de control, primero en jemer y luego, según la mejor tradición aeronáutica, en inglés. Se dirigieron luego hacia el lejano final de la pista, pasaron ante un par de instalaciones artilleras y, por un momento, Jerry esperó que alguien abriese fuego contra el fuselaje hasta que recordó, con gratitud, al coronel del ejército y sus camiones y su pago. Apareció otra mosca y esta vez Jerry se encargó de liquidarla. El avión no parecía adquirir velocidad alguna, pero la mitad de los instrumentos marcaban cero, así que no podía estar seguro. El estruendo de las ruedas sobre la pista parecía más escandaloso que los motores. Jerry recordó al chófer del viejo Sambo cuando le llevaba al colegio; el avance lento e inevitable por la vía de circunvalación hacia Slugh y finalmente Eton.

Dos de los montañeses habían acudido a ver la diversión y se morían de risa. Avanzó hacia ellos saltando un grupo de palmeras pero el avión mantuvo firmemente asentados los pies en el suelo. Charlie Mariscal echó hacia atrás la palanca con aire ausente y retiró el tren de aterrizaje. Dudando si se había alzado realmente el morro, Jerry pensó de nuevo en el colegio, y en cuando competía en el salto de longitud, y recordó la misma sensación de no elevarse y, sin embargo, de dejar de estar sobre la tierra. Sintió el impacto y oyó el chasquido de hojas cuando la parte inferior del aparato rebanó las puntas de los árboles. Charlie Mariscal insultaba al avión chillándole que se elevase de una vez en el aire, y durante siglos no tomaron altura alguna, sino que siguieron colgando y retumbando a unos metros por encima de una serpenteante carretera que subía inexorable hacia una cordillera. Charlie Mariscal estaba encendiendo un cigarrillo, así que Jerry se encargó del volante que tenía frente a sí y sintió el impacto vivo del timón. Charlie Mariscal recuperó los controles y enfiló el aparato hacia un suave talud que ascendía por el punto más bajo de la cordillera. Mantuvo el giro, coronó la cordillera y continuó hasta hacer un círculo completo. Cuando miraron hacia abajo, hacia los oscuros tejados y hacia el río y el aeropuerto, Jerry calculó que se hallaban a una altura de unos trescientos metros. Para Charlie Mariscal era una cómoda altitud de crucero, pues se quitó por fin la gorra y, con el aire del hombre que ha hecho bien un buen trabajo, se premió con un gran vaso de whisky de la botella que tenía a sus pies. Bajo ellos, se agolpaba la oscuridad, y la tierra parda se desvanecía suavemente en tonos malva.

—Gracias —dijo Jerry, aceptando la botella—. Sí, creo que me apetece.

Jerry empezó con una pequeña charla… si es posible tal cosa cuando uno tiene que hablar a gritos.

—Los Jemeres Rojos acaban de volar el depósito de municiones del aeropuerto —aulló—. No se puede aterrizar ni despegar.

—¿Han hecho eso? —por primera vez desde que Jerry le conocía, Charlie Mariscal parecía a la vez impresionado y complacido.

—Dicen que Ricardo y tú fuisteis grandes camaradas.

—Lo bombardeamos todo. Matamos ya a la mitad del género humano. Vemos más gente muerta que gente viva: La llanura de los Jarros. Da Nang, somos unos héroes tan magníficos que cuando nos muramos bajará Jesucristo personalmente con un helicóptero para sacarnos de la selva.

—¡Me dijeron que Ricardo era muy bueno para los negocios!

—¡Cómo no! ¡No hay nadie mejor que él! ¿Sabes cuántas compañías llegamos a tener, Ricardo y yo? Seis. Teníamos fundaciones en Liechtenstein, empresas en Ginebra, conseguimos un director de Banco en las Antillas holandesas, abogados, Jesús. ¿Sabes cuánto dinero gané? —se dio una palmada en el bolsillo de atrás—. Trescientos dólares norteamericanos, exactamente. Charlie Mariscal y Ricardo mataron los dos solos a la mitad del género humano. Nadie nos da un céntimo. Mi padre mató a la otra mitad y consiguió hacer mucho dinero, muchísimo. Ricardo siempre andaba con planes locos, siempre. Casquillos de bala. Dios mío. ¡Vamos a pagarle a la gente para que recoja todos los casquillos y a venderlos para la guerra siguiente!

El morro se inclinó hacia abajo y Charlie volvió a elevarlo con un obsceno taco en francés.

—¡Látex! ¡Íbamos a robar todo el látex de Kampong Cham! Vamos a Kampong Cham. En grandes helicópteros, con cruces rojas. ¿Y qué hacemos? Sacamos a los condenados heridos. Estate quieto, cabrón de mierda, ¿me has oído?

Hablaba de nuevo para el aparato. Jerry vio de pronto en el cono del morro una larga hilera de agujeros de bala no demasiado bien tapada. Rasgue por aquí, pensó absurdamente.

—Cabello humano, íbamos a hacernos millonarios vendiendo pelo. Todas las chicas tontas de las aldeas y pueblos se dejaban el pelo muy largo y nosotros se lo cortaríamos y lo llevaríamos a Bangkok para hacer pelucas.

—¿Quién pagó las deudas de Ricardo para que pudiera volar con Indocharter?

—¡Nadie!

—A mí me dijeron que había sido Drake Ko.

—Jamás he oído hablar de Drake Ko. En mi lecho de muerte se lo digo a mi madre, a mi padre: «Charlie el bastardo, el chico del general, no ha oído hablar de Drake Ko en toda su vida».

—¿Qué hizo Ricardo por Ko tan especial para que Ko pagara todas sus deudas?

Charlie Mariscal bebió un trago de whisky directamente de la botella y luego se la pasó a Jerry. Sus manos descamadas temblaban escandalosamente siempre que las separaba de la palanca, y le manaba la nariz constantemente. Jerry se preguntó por cuántas pipas al día andaría. En Luang Prabang había conocido a un hotelero corso pied-noir que necesitaba sesenta para hacer una buena jornada de trabajo. El capitán Mariscal nunca vuela por las mañanas, pensó.

—Los norteamericanos siempre tienen prisa —se quejó Charlie Mariscal con un cabeceo—. ¿Sabes por qué tenemos que llevar este material ahora a Phnom Penh? Porque todo el mundo anda impaciente. En estos tiempos, todo el mundo quiere un efecto rápido. Nadie pierde el tiempo fumando. Todos quieren conectarse en seguida. Si uno quiere matar al género humano, tiene que tomarse su tiempo, ¿me oyes?

Jerry probó otra vez. Uno de los cuatro motores se había parado, pero otro había iniciado un aullido como de un silenciador roto, así que tuvo que chillar aún más fuerte que antes.

—¿Qué hizo Ricardo para que pagasen por él todo aquel dinero? —repitió.

—Oye, Voltaire, mira, a mí no me gusta la política, soy sólo un simple traficante de opio, ¿me entiendes? Si te gusta la política, vuelve allá abajo y habla con esos shanes locos. «Las ideas políticas no se pueden comer. No puedes acostarte con ellas. No puedes fumártelas». Él se lo dijo a mi padre.

—¿Quién?

—Drake Ko se lo dijo a mi padre, mi padre me lo dijo a mí ¡y yo se lo digo a todo el maldito género humano! Drake Ko es un filósofo, ¿me oyes?

El avión había empezado a descender de modo constante por razones propias, hasta llegar a menos de cien metros de los arrozales. Vieron una aldea y fuegos de cocinas y aldeanos corriendo precipitadamente hacia los árboles, y Jerry se preguntó muy en serio si Charlie Mariscal se habría dado cuenta. Pero en el último minuto, como un paciente jockey, tiró y se encorvó y logró al fin que el caballo alzase la cabeza y los dos tomaron más whisky.

—¿Tú le conoces bien?

—¿A quién?

—A Ko.

—No le he visto en mi vida, Voltaire. Si quieres hablar de Drake Ko, vete a preguntarle a mi padre. Te corta el cuello.

—¿Y qué me dices de Tiu? Dime, ¿quiénes son esa pareja del cerdo? —gritó Jerry, para mantener viva la conversación mientras Charlie volvía a coger la botella para echar otro trago.

—Son haws, de allá, de Chiang Mai. Estaban muy preocupados por el piojoso de su hijo que está en Phnom Penh. Creen que está muñéndose de hambre y por eso le llevan el cerdo.

—¿Y qué me dices de Tiu?

—No he oído hablar en mi vida del señor Tiu, ¿entendido?

—A Ricardo le vieron en Chiang Mai hace tres meses —gritó Jerry.

—Sí, bueno, Ric es un imbécil rematado —dijo Charlie Mariscal con cierto apasionamiento—. Ric tiene que largarse de Chiang Mai porque si no le sacarán a tiros de allí. Si alguien está muerto, tiene que mantener la boca cerrada, ¿me entiendes? Siempre se lo digo: Ric, tú eres mi socio. Mantén la boca cerrada y no alces el culo, porque si no, cierta gente va a enfadarse mucho contigo.

El avión penetró en una nube e inmediatamente empezaron a perder altura muy de prisa. La lluvia corría sobre el techo de hierro y bajaba por el interior de las ventanillas. Charlie Mariscal accionó arriba y abajo algunas palancas. Brotó un pitido del cuadro de mandos y se encendieron un par de lucecitas, que los tacos que soltó el piloto no pudieron apagar. Para asombro de Jerry, empezaron a subir de nuevo, aunque, como estaban metidos en aquella nube en movimiento, no podía determinar con exactitud el ángulo. Miró hacia atrás para comprobar a tiempo de vislumbrar la barbuda figura del moreno pagador de la gorra a lo Fidel Castro que bajaba por la escalerilla de la cabina, sujetando su AK47 por el cañón. Siguieron subiendo, cesó la lluvia y les rodeó la noche como otro país. Brotaron de pronto las estrellas arriba, traquetearon por encima de las hendiduras de las cimas de las nubes iluminadas por la luna, se elevaron de nuevo, la nube desapareció definitivamente y Charlie Mariscal se puso la gorra y comunicó que los dos motores de estribor habían dejado ya de jugar papel alguno en las festividades. En ese momento de respiro, Jerry formuló su pregunta más disparatada:

—¿Y dónde está ahora Ricardo, amigo? Tengo que encontrarle, ¿sabes? Prometí a mi periódico que hablaría con él. No puedo desilusionarles, ¿comprendes?

Charlie Mariscal tenía casi cerrados los soñolientos ojos. Estaba sentado en un semitrance, la cabeza apoyada en el asiento y la gorra sobre la nariz.

—¿Cómo, Voltaire? ¿Has dicho algo?

—¿Dónde está ahora Ricardo?

—¿Ric? —repitió Charlie Mariscal, mirando a Jerry con expresión de asombro—. ¿Dónde está Ricardo, Voltaire?

—Eso es, amigo. ¿Dónde está? Me gustaría tener una charla con él. Para eso eran los trescientos billetes. Hay otros quinientos si puedes encontrar tiempo para presentármelo.

Reviviendo bruscamente, Charlie Mariscal sacó el Candide y lo posó con fuerza en el regazo de Jerry mientras se entregaba a un furioso arrebato.

—Yo no sé nunca dónde está Ricardo, ¿me has oído? No quiero tener un amigo en toda mi vida. Si viese a ese chiflado de Ricardo, le metería un par de balas en los huevos en la misma calle. ¿Me has entendido? Él, muerto. Así que puede seguir muerto hasta que se muera. Le explicó a todo el mundo que le habían matado. ¡Así que me parece que por una vez en mi vida, voy a creer lo que dice ese cabrón!

Enfilando furioso el avión hacia la nube, lo dejó descender hacia los lentos fogonazos de las baterías artilleras de Phnom Penh para hacer un perfecto aterrizaje de tres puntos en lo que para Jerry era total oscuridad. Esperó el estruendo del fuego de ametralladora de las defensas de tierra, esperó la desagradable caída libre al meterse de morro en un cráter gigantesco, pero todo lo que pudo ver, súbitamente, fue un revêtement recién colocado de las cajas de municiones rellenas de barro habituales, brazos abiertos pálidamente iluminados, esperando para recibirles. Mientras avanzaban hacia él, un jeep pardo se plantó ante ellos con una luz verde parpadeando en la parte trasera, como una luz intermitente que se apagase y encendiese a mano. El avión saltaba ya sobre la hierba. Junto al revêtement, Jerry distinguió un par de camiones verdes y un prieto círculo de individuos que esperaban, y que miraban ávidos hacia ellos, y detrás, la oscura sombra de un bimotor deportivo. Pararon y Jerry oyó a la vez el chasquido del cono de morro al abrirse, que llegaba de la cabina de carga, debajo de su ático, seguido del repiqueteo de pies en la escalerilla de hierro y rápidas voces llamando y contestando. La rapidez de su desembarco le cogió por sorpresa. Pero oyó algo más que le hizo estremecerse y bajar a toda prisa las escaleras hacia la panza del avión.

—¡Ricardo! —gritó—. ¡Para! ¡Ricardo!

Pero los únicos pasajeros que quedaban era la pareja de viejos campesinos aferrados a su cerdo y a su paquete. Se lanzó por la escalerilla, se dejó caer y sintió un estremecimiento en la columna al llegar al asfalto. El jeep había salido ya con los cocineros chinos y su cuerpo de guardia montañés. Mientras corría Jerry pudo ver cómo el jeep salía hacia una de las salidas del recinto del aeropuerto. La cruzó, dos centinelas cerraron las verjas y volvieron a situarse en la misma posición que antes. Tras él, el personal de tierra de casco se acercaba ya al Carvair, Aparecieron un par de camiones con policías y, por un instante, el occidental tonto que había en Jerry se sintió tentado por la idea de que podrían estar jugando algún papel represor, hasta que se dio cuenta de que eran la guardia de honor que se utilizaba en Phnom Penh para recibir un cargamento de opio de tres toneladas. Pero su vista se centraba en un solo individuo, y éste era el hombre alto y barbudo de la gorra Fidel Castro y el AK47 y la marcada cojera que resonó como un redoble de tambor irregular cuando la suela de goma de sus botas de vuelo repiqueteó escalerilla abajo. Jerry le vio justo unos instantes. La puerta del pequeño Beechcraft le esperaba abierta y había dos miembros del personal de tierra preparados para ayudarle a entrar. Cuando llegó junto a ellos, extendieron las manos para sostenerle el rifle, pero Ricardo les apartó. Se había vuelto y estaba buscando a Jerry. Por un segundo, se miraron. Jerry estaba cayendo y Ricardo alzaba el rifle, y durante unos veinte segundos, Jerry revivió su vida desde el nacimiento hasta aquel mismo instante mientras unos cuantos proyectiles más rasgaban y gemían por el aeropuerto asolado por la guerra. Cuando Jerry alzó de nuevo la vista, el fuego había cesado. Ricardo estaba dentro del avión y sus auxiliares retiraban ya las cuñas. Mientras el pequeño aparato se elevaba entre los fogonazos, Jerry corrió como un diablo hacia la parte más oscura del recinto antes de que algún otro decidiese que su presencia obstaculizaba el buen comercio.

Sólo una riña de amantes, se dijo, sentándose en el taxi, mientras sostenía las manos sobre la cabeza e intentaba eliminar el desacompasado temblor del pecho. Eso es lo que sacas en limpio por intentar andar jugando con un viejo amante de Lizzie Worthington.

Cayó un cohete cerca, pero Jerry no hizo el menor caso.

Le concedió a Charlie Mariscal dos horas, aunque se daba cuenta de que una era ya un plazo generoso. Aunque pasaba ya del toque de queda, la crisis del día no había concluido con la oscuridad, había controles de tráfico en toda la ruta hasta Phnom Penh y los centinelas empuñaban las metralletas dispuestos a disparar en cualquier momento. En la plaza, dos hombres se gritaban uno al otro a la luz de unas antorchas ante una multitud. Por el bulevar, un poco más abajo, unos soldados rodeaban una casa iluminada con reflectores, y estaban apoyados contra la pared de la misma casa, con las armas dispuestas. El taxista dijo que la policía secreta había hecho una detención allí. Un coronel y sus ayudantes estaban aún dentro con un supuesto agitador. Había tanques en el patio del hotel y Jerry se encontró en su dormitorio a Luke tumbado en la cama, bebiendo tranquilamente.

—¿Hay agua? —preguntó Jerry.

—Sí.

Abrió los grifos del baño y empezó a desvestirse hasta que recordó la pistola.

—¿Cablegrafiaste? —preguntó.

—Sí —dijo Luke—. Y tú también.

—Ja, ja.

—Yo le envié un cable a Stubbie a tu nombre, a través de Keller.

—¿El reportaje del aeropuerto?

Luke le entregó una hoja suelta.

—Añadí un poco de auténtico colorido Westerby. Cómo florecen los capullos en el cementerio, cosas así. Eso a Stubbie le encanta.

—Gracias, hombre.

En el baño, Jerry se quitó la pistola y la guardó en el bolsillo de la chaqueta para tenerla más a mano en caso de que tuviera que utilizarla.

—¿A dónde vamos esta noche? —dijo Luke, a través de la puerta cerrada.

—A ningún sitio.

—¿Qué coño quieres decir con eso?

—Tengo una cita.

—¿Una mujer?

—Sí.

—Llévate a Lukie. Tres en una cama.

Jerry se sumergió gratamente en el agua tibia.

—No.

—Llámala. Dile que busque una puta para Lukie. Oye, tenemos a esa zorra de abajo, la de Santa Bárbara. Yo no soy orgulloso. La llevaré.

—No.

—Por amor de Dios —gritó Luke, ya en serio—. ¿Por qué coño no quieres que vaya?

Se había acercado a la puerta cerrada para manifestar su protesta.

—Amigo, tienes que dejarme en paz —le aconsejó Jerry—. De veras, te quiero mucho, pero no lo eres todo para mí, ¿entendido? Así que déjame en paz.

—Tienes una espina en el trasero, ¿eh? —largo silencio—. Bueno, está bien, procura que no te vuelen el culo de un zambombazo, socio, está la noche muy terrible fuera.

Cuando Jerry volvió al dormitorio, Luke estaba en la cama en posición fetal mirando a la pared y bebiendo metódicamente.

—Sabes que eres peor que una maldita mujer —le dijo Jerry, parándose a la puerta para mirarle.

Toda aquella conversación pueril habría quedado por completo olvidada de no ser por el giro que tomarían luego los acontecimientos.

Esta vez, Jerry no se molestó en utilizar el timbre de las verjas. Trepó por la pared y se arañó las manos en los trozos de cristal de arriba. Tampoco se dirigió a la puerta de entrada de la casa, ni cumplió con el rito de contemplar las piernas morenas en el fondo de la escalera. Se quedó, por el contrario, en el jardín, y esperó a que se desvaneciese el ruido de su pesado aterrizaje y a que sus ojos y oídos captasen algún signo de vida en la gran villa que se perfilaba sombría sobre él con la luna detrás.

El coche llegó sin luces y salieron dos individuos de él, camboyanos por su estatura y su calma. Pulsaron el timbre de las verjas y, en la puerta de entrada de la casa, murmuraron la consigna mágica por la rendija y fueron instantánea y silenciosamente admitidos. Jerry intentó determinar la distribución. Le desconcertaba el que no le llegase ningún aroma delator ni de la parte frontal de la casa ni por la parte del jardín, donde estaba. No había viento. Jerry sabía que el secreto era algo vital para un gran diván, no porque la ley fuese punitiva, sino porque lo eran los sobornos. La villa poseía una chimenea y un patio y dos plantas: Una casa para vivir cómodamente como colon francés, con una pequeña familia de concubinas y de niños mestizos. La cocina, calculó, debía destinarse a la preparación. El lugar más seguro para fumar sin duda sería el piso de arriba, en las habitaciones que daban al patio. Y dado que no llegaba olor alguno de la puerta de entrada, Jerry llegó a la conclusión de que utilizaban la parte trasera del patio en vez de las alas o la fachada principal.

Caminó silenciosamente hasta llegar a la valla que marcaba el límite posterior. Estaba muy frondosa, llena de flores y enredaderas. Una ventana enrejada le proporcionó un primer apoyo para su bota de cabritilla, una cañería que sobresalía el segundo, y el ventilador de un extractor el tercero, y cuando escaló por encima de él hasta la galería superior, captó el olor que esperaba: cálido y dulce y tentador. En la galería, no había luz alguna aún, aunque las dos chicas camboyanas que estaban acuclilladas allí se veían claramente a la luz de la luna, y Jerry pudo ver sus ojos asustados clavarse en él cuando apareció como caído del cielo. Les hizo señas de que se levantaran, las hizo caminar delante de él, guiado por el olor. Había cesado el bombardeo, dejando la noche para los geckos. Jerry recordó que a los camboyanos les gustaba jugar y hacer cálculos y pronósticos basándose en el número de veces que piaban: mañana será un día de suerte; mañana no; mañana me echaré novia; no, pasado mañana. Las chicas eran muy jóvenes y debían estar esperando allí a que los clientes mandaran a por ellas. En la puerta de juncos vacilaron y volvieron la vista hacia él, acongojadas. Jerry les hizo una seña y empezaron a apartar capas de esterillas hasta que brilló en la galería una luz no más fuerte que la de una vela. Jerry entró, con las chicas delante.

La estancia debía haber servido antes como dormitorio del amo, con una segunda habitación, más pequeña, que se comunicaba con ella. Le echó la mano por el hombro a una chica. La otra les siguió sumisa. En la primera habitación había doce clientes, todos hombres. Entre ellos habían algunas chicas cuchicheando. Coolies descalzos servían, moviéndose con mucha parsimonia, yendo de un cuerpo reclinado al siguiente, formando una bolita en la aguja, encendiéndola y sosteniéndola sobre la cazoleta de la pipa mientras el cliente aspiraba firme y prolongadamente y la bolita se consumía. La conversación era lenta y en murmullos, muy íntima, quebrada por suaves rizos de gratas risas. Jerry reconoció al suizo de cara inteligente que estaba en la cena del Consejero. Charlaba con un camboyano gordo. Nadie se interesó por Jerry. Las chicas le legitimaban, lo mismo que lo habían hecho las orquídeas en el bloque de apartamentos de Lizzie Worthington.

—Charlie Mariscal —dijo quedamente Jerry.

Uno de los coolies señaló la habitación contigua. Jerry pidió a las dos chicas que se fueran. La segunda habitación era más pequeña y Mariscal estaba tumbado en el rincón, con una chica china de complicado cheongsam, acuclillada sobre él, preparándole la pipa. Jerry supuso que era la hija del dueño del establecimiento y que Charlie Mariscal recibía un tratamiento especial debido a que era a la vez un habitué y un suministrador. Se arrodilló al otro lado de él. Un viejo miraba desde la puerta. La chica también miraba, con la pipa aún en la mano.

—¿Qué quieres, Voltaire? ¿Por qué no me dejas en paz?

—Sólo un paseíto, amigo. Luego puedes volver.

Jerry le alzó con suavidad, cogiéndole del brazo, ayudado por la chica.

—¿Cuánto ha tomado? —le preguntó a la chica. La chica alzó tres dedos.

—¿Y cuántas suele fumar? —preguntó Jerry.

La chica bajó la cabeza, sonriendo. Muchísimo más, quería decir.

Charlie Mariscal caminaba temblequeante al principio, pero cuando llegaron a la galería, ya estaba en condiciones de discutir, así que Jerry le cogió en brazos, llevándole como si fuera la víctima de un incendio por las escaleras de madera abajo y cruzando el patio con él. El viejo les hizo una diligente reverencia desde la puerta principal, un sonriente coolie les abrió las verjas que daban a la calle y era evidente que los dos estaban muy agradecidos de que Jerry mostrase tanto tacto. Habían recorrido unos cincuenta metros cuando de pronto aparecieron un par de muchachos chinos que se echaron sobre ellos gritando y esgrimiendo palos como pequeños remos. Jerry puso de pie a Charlie Mariscal, sujetándole con la mano izquierda con fuerza, y dejó al primer chico que golpeara, desvió el palo y luego le pegó no muy fuerte justo debajo de un ojo. El chico escapó corriendo y su amigo tras él. Sin soltar a Charlie Mariscal, Jerry siguió caminando hasta que llegaron al río, y en una zona bastante oscura, hizo que se sentase como una muñeca en la orilla, sobre la hierba seca y cenagosa.

—¿Vas a volarme los sesos, Voltaire?

—Eso se lo dejaremos al opio, amigo —dijo Jerry.

A Jerry le agradaba Charlie Mariscal y en un mundo perfecto le habría gustado pasar la velada con él en la fumerie y oír la historia de su desdichada pero extraordinaria vida. Pero ahora su puño asía implacable el delgado brazo de Charlie Mariscal por si se le pasaba por la hueca cabeza la loca idea de salir por piernas. Pues Jerry tenía la sensación de que Charlie podía correr muy deprisa si se veía en una situación desesperada. Se medio tumbó, por tanto, de modo muy parecido a como lo había hecho entre la montaña mágica de posesiones en la casa de la vieja Pet, sobre la cadera izquierda y el codo izquierdo, inmovilizando en el barro la muñeca de Charlie Mariscal, que estaba tumbado de espaldas. Les llegaba del río, a sólo unos diez metros por debajo de ellos, el cuchicheante rumor de los sampanes que se deslizaban como largas hojas sobre el dorado sendero lunar del agua. Del cielo llegaban (por detrás unas veces y otras por delante) los fogonazos esporádicos que lanzaba la artillería de defensa cuando algún comandante aburrido decidía justificar su existencia. De vez en cuando, de mucho más cerca, llegaba el zambombazo más agudo y brillante de la respuesta de los Jemeres Rojos, pero eran de nuevo únicamente pequeños intermedios a la algarabía de los geckos y al silencio más profundo de después. A la luz de la luna, Jerry miró el reloj y luego el rostro enloquecido de Charlie Mariscal, intentando calcular la intensidad de su angustia. Es como la hora de comer de un bebé, pensó. Si Charlie fumaba de noche y dormía de mañana, sus necesidades tendrían que hacerse patentes en seguida. La humedad de su rostro resultaba ya ultraterrena. Fluía de los gruesos poros, de los ojos rasgados, de la manante y gimiente nariz. Se canalizaba meticulosamente siguiendo los marcados surcos, estableciendo netas reservas en las cavernas.

—Dios santo, Voltaire. Ricardo es amigo mío. Un gran filósofo, ese tipo, sí. Tú quieres oírle hablar, Voltaire. Quieres conocer sus ideas.

—Sí —confirmó Jerry—. Quiero.

Charlie Mariscal asió la mano de Jerry.

—Voltaire, son buena gente, ¿me oyes? El señor Tiu… Drake Ko. No quieren hacer daño a nadie. Quieren hacer un negocio. ¡Tienen algo que vender y consiguen gente que lo compre! ¡Es un servicio! No le rompen a nadie el cuenco del arroz. ¿Por qué quieres fastidiarles? Tú eres también un buen muchacho. Me di cuenta. Cogiste el cerdo del viejo, ¿no? ¿Quién ha visto que un ojirredondo coja el cerdo de un ojirrasgado? Dios mío, si me sacas eso, ellos te matarán concienzudamente, porque ese señor Tiu, es un caballero muy práctico y muy filosófico, ¿me oyes? ¡Ellos me matan a mí, matan a Ricardo, te matan a ti, ellos matan a todo el maldito género humano!

La artillería disparó una andanada y esta vez la selva contestó con una pequeña salva de proyectiles, unos seis o así, que silbaron sobre sus cabezas como los silbantes pedruscos de una catapulta. Momentos después, oyeron las detonaciones hacia el centro de la ciudad. Después, nada. Ni el gemir de un coche de bomberos, ni la sirena de una ambulancia.

—¿Por qué iban a matar a Ricardo? —preguntó Jerry—. ¿Qué es lo que ha hecho Ricardo?

—¡Voltaire! ¡Ricardo es amigo mío! ¡Drake Ko es amigo de mi padre! Los viejos son hermanos del alma, combatieron en una sucia guerra los dos juntos allá en Shanghai hace unos doscientos cincuenta años, ¿comprendes? Yo voy a ver a mi padre. Le digo: «Padre, tienes que creerme alguna vez. Tienes que dejar de llamarme araña bastarda, y tienes que decirle a tu buen amigo Drake Ko que deje en paz a Ricardo. Tienes que decirle: “Drake Ko, ese Ricardo y mi Charlie son igual que tú y yo. Son hermanos, como nosotros. Aprendieron a volar los dos juntos en Oklahoma, matan juntos al género humano. Y son unos amigos excelentes”. Y no hay más que hablar». Mi padre me odia profundamente, ¿entiendes?

—Vale.

—Pero envía a Drake Ko un largo mensaje personal, de todos modos.

Charlie Mariscal inspiró aire, inspiró e inspiró como si su pecho apenas pudiese contener lo suficiente para alimentarle.

—Esa Lizzie. Una mujer notable, sí. Lizzie va personalmente a ver a Drake Ko. También de un modo muy personal. Y le dice: «Señor Ko, tiene que dejar en paz a Ric». Es una situación muy delicada, Voltaire. Tenemos que apoyarnos mucho unos a otros o nos caeremos de la cima de la montaña, ¿entiendes? Voltaire, déjame marchar. ¡Te lo suplico! Te lo suplico, por amor de Dios, je m’abîme, ¿me oyes? ¡Eso es todo lo que sé!

Jerry, observándole, oyendo aquellos atormentados arranques, cómo se desplomaba y se reanimaba y se derrumbaba de nuevo y volvía a reanimarse, pero menos, tenía la sensación de estar presenciando el último espasmo torturado de un amigo. Su instinto le decía que debía guiar a Charlie poco a poco, dejarle divagar. Su dilema era que no sabía cuánto tiempo faltaba para que pasara lo que le pasa al adicto. Formulaba preguntas pero muchas veces Charlie parecía no oírlas. Otras, parecía responder a preguntas que Jerry no había hecho. Y, a veces, un mecanismo de acción retardada lanzaba una respuesta a una pregunta que Jerry había abandonado ya hacía mucho. Los inquisidores de Sarratt decían que un hombre hundido era peligroso porque te pagaba dinero que no tenía para comprar tu amor. Pero durante preciosos minutos enteros, Charlie no pudo pagar nada.

—¡Drake Ko no ha ido a Vientiane en toda su vida! —gritó de pronto—. ¡Estás chiflado, Voltaire! ¿Crees que un pez gordo como Ko se va a interesar por un sucio pueblucho asiático? ¡Drake Ko es un filósofo, Voltaire! ¡Tienes que andarte con mucho cuidado con ese tipo, con muchísimo!

Todos eran filósofos, al parecer… o todos salvo Charlie Mariscal.

—¡Nadie ha oído el nombre de Ko en Vientiane! ¿Me oyes, Voltaire?

En otro momento, Charlie rompió a llorar y le cogió las manos a Jerry preguntándole entre sollozos si también él había tenido padre.

—Sí, amigo, lo tuve —dijo pacientemente Jerry—. Y a su modo, también él era un general.

Dos blancos fogonazos iluminaron el río con una claridad asombrosa, inspirándole a Charlie recuerdos de las aflicciones de su primera época en Vientiane. Se incorporó de pronto y dibujó esquemáticamente una casa en el barro. Allí era donde vivían Lizzie, Ric y Charlie Mariscal, dijo orgulloso: en una apestosa choza de pulgas de las afueras de la ciudad, un sitio tan inmundo que hasta a los geckos les daba asco. Ric y Lizzie ocupaban la suite regia, que era la única habitación que aquella choza de pulgas poseía, y Charlie tenía la misión de no estorbar y de pagar la renta y de llevar bebida. Pero el recuerdo de su terrible penuria económica desencadenó en Charlie bruscamente una nueva tormenta de lágrimas.

—¿Y de qué vivíais, amigo? —preguntó Jerry, sin esperar respuesta—. Vamos, ahora ya pasó. ¿De qué vivíais?

Entre más lágrimas, Charlie confesó una asignación mensual de su padre, a quien él amaba y respetaba.

—Esa chiflada de Lizzie —dijo, en medio de su aflicción—. La muy chiflada va y se pone a hacer viajes a Hong Kong para Mellon.

Jerry logró a duras penas contenerse y no desviar a Charlie de su camino.

—Mellon. ¿Quién es ese Mellon? —preguntó. Pero el tono suave adormiló a Charlie, que se puso a jugar con la casa de barro, añadiéndole una chimenea y humo.

—¡Vamos, maldito! Mellon. ¡Mellon! —le gritó en la cara, para asustarle y que contestara—: ¡Mellon, ruina miserable! ¡Viajes a Hong Kong!

Y, poniéndole de pie, le zarandeó como a una muñeca de trapo, pero hizo falta mucho más zarandeo para conseguir respuesta, y, durante él, Charlie Mariscal imploró a Jerry que intentase entender lo que era estar enamorado, enamorado de veras, de una puta ojirredonda chillada y saber que nunca ibas a poder tenerla, ni por una noche siquiera.

Mellon era un misterioso comerciante inglés, nadie sabía qué hacía. Un poco de esto, otro poco de aquello, dijo Charlie. La gente le temía. Mellon dijo que podía meter a Lizzie en el tráfico de heroína a alto nivel. «Con tu pasaporte y tu cuerpo —le había dicho—, puedes entrar y salir de Hong Kong como una princesa». Agotado ya, Charlie se echó al suelo y se acuclilló delante de su casa de barro. Sentándose a su lado, Jerry le encajó la mano en el cogote, procurando no hacerle mucho daño.

—Así que hizo eso para él, ¿eh, Charlie? ¿Lizzie transportó para Mellon?

Y con la palma giró suavemente la cabeza de Charlie hasta que los ojos extraviados de éste quedaron frente a los suyos.

—Lizzie no transporta para Mellon, Voltaire —le corrigió Charlie—. Lizzie transporta para Ricardo. No quiere a Mellon. Quiere a Ric. Y me quiere a mí.

Y mirando lúgubremente la casa de barro, rompió de pronto en unas ásperas risotadas, que se desvanecieron luego sin la menor explicación.

—¡Tú lo estropeaste, Lizzie! —dijo retadoramente Charlie, hundiendo un dedo en la puerta de barro—. ¡Tú lo estropeaste todo como siempre, querida! Hablas demasiado. ¿Por qué tienes que explicarle a todo el mundo que eres la reina de Inglaterra? ¿Por qué les dices a todos que eres una espía de primera? Mellon se ha enfadado muchísimo contigo, muchísimo, Lizzie. Mellon te echa, con cajas destempladas. Ric se enfadó también muchísimo, ¿te acuerdas? Ric te pegó una buena zurra y Charlie tuvo que llevarte al médico en plena noche, ¿recuerdas? Eres una bocazas, Lizzie. ¿Entiendes? ¡Eres mi hermana pero no sabes mantener la boca cerrada!

Hasta que se la cerró Ricardo, pensó Jerry, recordando las cicatrices de la barbilla. Cuando estropeó el negocio que tenían con Mellon.

Agachado aún al lado de Charlie, y aún sujetándole por el cogote, Jerry vio que se desvanecía el mundo que le rodeaba y en su lugar veía a Sam Collins sentado en su coche en Star Heigths, con una ciará visión de la planta octava, leyendo las páginas de las carreras en el periódico, a las once de la noche. Ni siquiera el estruendo de un cohete que cayó muy cerca pudo distraerle de aquella visión congelante. Oyó también la voz de Craw por encima del fuego de mortero, hablando del tema de la criminalidad de Lizzie. Cuando andaban bajos de fondos, había dicho Craw, Ricardo le hacía pasar por aduana paquetitos.

¿Y cómo llegó a saber Londres eso, Señoría, habría querido preguntarle al viejo Craw, si no a través del propio Sam Collins, alias Mellon?

Un chaparrón de tres segundos había barrido la casa de barro de Charlie, que se puso furioso. Chapoteaba a cuatro patas buscándola, llorando y maldiciendo frenéticamente. Pero cuando pasó el arrebato se puso a hablar otra vez de su padre y de cómo el viejo había encontrado empleo para su hijo natural en unas determinadas líneas aéreas de Vientiane de lo más distinguido… aunque Charlie estaba deseando dejar de volar definitivamente por entonces por creer que había perdido el valor.

Al parecer, el general perdió la paciencia con Charlie un buen día. Convocó a su guardia personal y bajó de su montaña de los Shans a un pequeño pueblo de la ruta del opio llamado Fang, pasada la frontera tailandesa, pero no muy lejos. Allí, a la manera de los patriarcas de todo el mundo, el general reprochó a Charlie su vida disipada.

Charlie tenía un chillido especial para imitar a su padre y una forma especial de hinchar las chupadas mejillas en un gesto de desaprobación militar.

—«Así que es mejor que pienses en trabajar como es debido, para variar, ¿entiendes, kwailo, araña bastarda»? Es mejor que dejes de jugar a los caballos, me oyes, y que dejes la bebida fuerte y el opio. Y será mejor también que te quites esas estrellas comunistas de encima de las tetas y eches a ese apestoso amigo tuyo, ese Ricardo. Y que dejes de mantener a su mujer, ¿me has oído? ¡Porque yo no estoy dispuesto a mantenerte a ti ni un día más, ni una hora, araña bastarda, y te odio tanto que te mataré un día por recordarme a la puta corsa de tu madre!

Luego, el trabajo en sí y el padre de Charlie, el general, que seguía hablando:

—«Ciertos caballeros chiu-chows muy distinguidos, muy buenos amigos de muy buenos amigos míos, ¿me oyes?, tienen casualmente el control de una compañía aérea. Yo también tengo algunas acciones en esa compañía. Y esa compañía lleva el distinguido nombre de Indocharter. ¿De qué te ríes tú, mono kwailo? ¡No te rías de mí! Y esos buenos amigos me hacen el favor de ayudarme en mi desgracia por este hijo, esta araña bastarda de tres patas, y yo rezaré sinceramente porque caigas del cielo y te rompas ese cuello de kwailo».

Y así Charlie transportó el opio de su padre en Indocharter: Uno, dos vuelos por semana, en un principio, pero un trabajo honrado y regular. Y le gustó. Recuperó el temple, se tranquilizó y se sintió verdaderamente agradecido a su padre. Intentó, por supuesto, conseguir que los chiu-chows aceptaran también a Ricardo, pero no quisieron. Al cabo de unos meses, aceptaron pagarle a Lizzie tres pavos por semana por sentarse allí en la oficina y endulzarles la boca a los clientes. Aquellos habían sido los buenos tiempos, venía a decir Charlie. Él y Lizzie ganaban el dinero. Ricardo lo gastaba en negocios absurdos, todos estaban contentos, todos tenían trabajo. Hasta que apareció una noche Tiu como un emisario del destino y lo desbarató todo. Apareció justo cuando cerraban las oficinas de la empresa, y entró directamente de la calle sin cita previa, y preguntó por Charlie Mariscal y dijo ser un miembro de la dirección de la empresa en Bangkok. Los chiu-chows salieron de la oficina de atrás, le echaron un vistazo, certificaron su autenticidad y desaparecieron.

Charlie se interrumpió para llorar en el hombro de Jerry.

—Ahora escúchame con atención, amigo mío —le urgió Jerry—: Escucha. Ésta es la parte que quiero, ¿entiendes? Me explicas esta parte con cuidado y yo te llevo a casa. Prometido. Por favor.

Pero Jerry no entendía el asunto. No era ya cuestión de hacer hablar a Charlie. La droga de la que Charlie Mariscal dependía ahora era el propio Jerry. No hacía ya falta sujetarle, tampoco. Charlie Mariscal se aferraba al pecho de Jerry como si fuese un salvavidas, el único madero de su mar solitario, y la conversación se había convertido en un desesperado monólogo del que Jerry robaba sus datos mientras Charlie Mariscal se humillaba y suplicaba y aullaba para conseguir la atención de su torturador, haciendo chistes y riéndolos él mismo entre lágrimas. Río abajo, una ametralladora de Lon Nol que aún no había sido vendida a los Jemeres Rojos, disparaba trazadoras hacia la selva a la luz de otro fogonazo. Corrieron por el agua, arriba y abajo, largos relámpagos dorados, que iluminaron la pequeña cueva en que desaparecieron, entre los árboles.

A Jerry le molestaba en la barbilla el pelo de Charlie empapado de sudor, de Charlie que graznaba y babeaba al mismo tiempo.

—El señor Tiu no quiere hablar en ninguna oficina, Voltaire. ¡Oh, no, que va! El señor Tiu no viste demasiado bien, tampoco. Tiu es muy chiu-chow. Utiliza pasaporte tailandés como Drake Ko, usa un nombre falso y procura pasar desapercibido cuando viene a Vientiane. «Capitán Mariscal», me dice, «¿Quería ganarse usted un buen extra en efectivo por un trabajo interesante y divertido fuera de las horas en que trabaja para la empresa, dígame? ¿Le gustaría hacer un vuelo para mí? Me han dicho que es usted un piloto magnífico, muy seguro. ¿Le gustaría ganarse cuatro o cinco mil billetes, por lo menos, por un día de trabajo, ni siquiera completo? ¿Le parece una proposición interesante, capitán Mariscal?». «Señor Tiu», le digo —Charlie grita ahora histéricamente—, «sin perjudicar por ello en modo alguno mi posición negociadora, señor Tiu, yo por cinco mil dólares norteamericanos, sereno como estoy en este momento soy capaz de bajar al infierno por usted y traerle los huevos del propio diablo». El señor Tiu dice entonces que ya volverá otro día y que mantenga la boca cerrada.

De pronto, Charlie pasó sorprendentemente a la voz de su padre y empezó a llamarse araña bastardo e hijo de una puta corsa: y Jerry fue dándose cuenta, poco a poco, de que estaba describiendo el episodio siguiente de la historia.

Y, sorprendentemente, resultó que Charlie había guardado para sí el secreto de la oferta de Tiu hasta la vez siguiente que vio a su padre, que fue en Tiang Mai, en la fiesta china de Año Nuevo. No se lo había dicho a Ric, no se lo había contado a Lizzie siquiera, quizás porque por entonces ya no se llevaban demasiado bien, y Ric tenía muchas mujeres además de ella.

El consejo del general no fue alentador.

—¡Apártate de ese caballo! Ese Tiu tiene contactos a muy alto nivel, y son todos demasiado especiales para una arañita bastarda como tú, ¿me oyes? Dios del cielo, ¿dónde se ha visto que un swatownés le dé cinco mil dólares a un piojoso mestizo kwailo para que se ilustre viajando?

—Así que tú le pasaste el asunto a Ric, ¿no? —dijo rápidamente Jerry—. ¿Verdad, Charlie? Tú le dijiste a Tiu: «Lo siento, pero prueba con Ricardo». ¿Fue así como pasó?

Pero Charlie Mariscal se había quedado como muerto. Había caído como un saco del pecho de Jerry y estaba tendido en el barro con los ojos cerrados y sólo jadeos esporádicos (unas inspiraciones roncas y ávidas) y el latir desacompasado de su pulso en la muñeca que le sujetaba Jerry, testificaban que había vida dentro de aquel organismo.

—Voltaire —murmuró Charlie—. Sobre la Biblia, Voltaire. Tú eres un buen hombre, llévame a casa. Llévame a casa, Voltaire, por Dios.

Jerry contempló sobrecogido aquel cuerpo postrado y desmadejado y se dio cuenta de que tenía que hacer una pregunta más, aunque fuese la última de la vida de ambos. Se agachó, levantó a Charlie por última vez. Y debatiéndose allí, durante una hora, en la carretera, a oscuras, sujeto por Jerry, mientras más andanadas sin objetivo taladraban la oscuridad, Charlie Mariscal gritó y suplicó y juró que amaría siempre a Jerry si no le obligaba a revelar el acuerdo que había hecho su amigo Ricardo para seguir vivo. Pero Jerry explicó que si no lo hacía el misterio no se desvelaría ni siquiera a medias. Y quizás Charlie Mariscal comprendiese, en su ruina y en su desesperación, mientras contaba entre sollozos los secretos prohibidos, el razonamiento de Jerry: en una ciudad a punto de ser devuelta a la selva, no había destrucción a menos que fuese completa.

Jerry transportó lo mejor que pudo a Charlie Mariscal carretera abajo, volvió con él a la villa y subió, con él las escaleras; le recibieron afablemente los mismos rostros silenciosos. Debería haberle sacado más, pensó. Debería haberle contado más también: no establecí el tráfico en ambas direcciones, tal como me ordenaron. Me entretuve demasiado en el asunto de Lizzie y de Sam Collins. Lo hice al revés, desbaraté la lista de compras, lo estropeé todo, como Lizzie. Intentó lamentarlo, pero no podía, y las cosas que mejor recordaba eran las que no figuraban en la lista, y eran las mismas que se alzaban en su pensamiento como monumentos mientras mecanografiaba su mensaje al buen George.

Lo hacía con la puerta cerrada y la pistola en el cinturón. No había rastro de Luke, así que Jerry supuso que se había ido a un prostíbulo en su murria beoda. Fue un mensaje largo, el más largo de su carrera: «Enteraos de todo esto por si no volvéis a tener noticias mías». Informó de su contacto con el consejero, comunicó su siguiente escala y dio la dirección de Ricardo, e hizo una descripción de Charlie Mariscal y del hogar de los tres de la choza de pulgas, pero sólo en los términos más protocolarios, y dejó completamente al margen el dato recién descubierto del papel que había jugado el detestable Sam Collins. Después de todo, si ellos ya lo sabían, ¿qué objeto tenía decírselo? Dejó fuera los nombres de lugares y los nombres propios e hizo para ellos una clave independiente. Luego le llevó una hora pasar los mensajes a un código de primera base que no engañaría a un criptógrafo más de cinco minutos, pero que superaba los conocimientos de los mortales ordinarios y de mortales como su anfitrión el Consejero británico. Terminaba recordándoles a los caseros que debían comprobar si Blatt and Rodney habían hecho la última entrega de dinero a Cat. Quemó luego los textos en clair y enrolló las versiones codificadas en un periódico; luego se tumbó sobre el periódico y dormitó, con la pistola al lado. A las seis, se afeitó, trasladó los mensajes a un libro de bolsillo que se sentía capaz de llevar en la mano, y salió a dar un paseo matutino. El coche del Consejero estaba aparcado, ostentosamente en la place. El Consejero mismo estaba también ostentosamente aparcado en la terraza de un lindo bar, luciendo un sombrero de paja Riviera que recordaba a Craw, y deleitándose con un croissant caliente y café au lait. Al ver a Jerry, le dirigió un ceremonioso saludo. Jerry se acercó a él.

—Buenos días —le dijo.

—¡Ah, lo ha conseguido! ¡Que bien! —exclamó el Consejero, levantándose de un salto—. ¡No se imagina las ganas que tenía de leerlo desde que salió!

Al separarse del mensaje, consciente sólo de sus omisiones, Jerry tenía una sensación de fin de curso. Podía volver, o no, pero las cosas jamás volverían a ser exactamente igual.

Las circunstancias exactas de la salida de Jerry de Phnom Penh son importantes por lo de Luke, lo de después.

Durante la primera parte de lo que quedaba de mañana, Jerry prosiguió su obsesiva búsqueda de cobertura, que quizás fuera el antídoto natural a su creciente sensación de desnudez. Acudió diligente a buscar noticias de refugiados y huérfanos que envió a través de Keller al mediodía, junto con un reportaje ambiental muy decente sobre su visita a Battambang, que, aunque nunca fue utilizado, ocupa al menos un lugar en su dossier. Por entonces, había dos campos de refugiados, florecientes los dos. Uno en un enorme hotel del Bassac, el sueño personal e inconcluso de paraíso de Sijanuk. Otro en los campos de maniobras próximos al aeropuerto, dos o tres familias embutidas en cada barracón. Los visitó ambos y eran lo mismo: jóvenes héroes australianos luchando con lo imposible, sólo agua sucia, una entrega de arroz dos veces por semana y los niños gorjeando tras él, mientras seguía al intérprete camboyano arriba y abajo, acosando a todo el mundo con preguntas, procurando hacerse ver y buscando ese algo extra que enterneciese el corazón de Stubbsie.

En una agencia de viajes encargó ostentosamente un pasaje para Bangkok en una insulsa tentativa de borrar sus huellas. De camino hacia el aeropuerto, tuvo una súbita sensación de déjà vu. La última vez que estuve aquí hice esquí acuático, pensó. Los comerciantes ojirredondos tenían casas flotantes ancladas a lo largo del Mekong. Y, por un instante, se vio a sí mismo (y vio la ciudad) en los tiempos en que la guerra camboyana aún tenía una cierta inocencia espectral: el valeroso agente Westerby, arriesgándose al monopatín por vez primera, saltando juvenilmente sobre el agua parda del Mekong, arrastrado por un jovial holandés en una lancha rápida que consumía gasolina suficiente para alimentar una semana a una familia entera. El mayor peligro era la ola de medio metro, recordó; que bajaba río abajo cada vez que los guardias del puente soltaban una carga de profundidad para impedir que los buceadores Jemeres lo volasen. Pero ahora el río era suyo, y también la selva. Y mañana o pasado mañana lo sería también la ciudad.

En el aeropuerto, tiró la pistola a una papelera y en el último minuto consiguió, con sobornos, subir a un avión que iba a Saigón, su destino. Al despegar, se preguntó quién tendría mejores perspectivas de supervivencia, si la ciudad o él.

Luke, por otra parte, probablemente con la llave del piso de Jerry de Hong Kong en el bolsillo (o, más concretamente, el piso de Ansiademuerte el Huno) voló a Bangkok, y quiso el azar que lo hiciese involuntariamente con el nombre de Jerry, que estaba incluido en la lista de embarque, mientras que Luke no, y los demás asientos estaban ocupados. En Bangkok, asistió a una precipitada conferencia en la oficina, en la que se distribuyó al personal de la revista en los diversos sectores del disperso frente vietnamita. A Luke le tocaron Hue y Da Nang, y salió para Saigón, en consecuencia, al día siguiente y luego hacia el norte, tomando el avión del medio día.

En contra de lo que afirmaron rumores posteriores, los dos hombres no se vieron en Saigón.

Ni se encontraron tampoco durante la retirada del ejército en el norte.

La última vez que Jerry y Luke se vieron, en un sentido verdaderamente recíproco, fue aquella última noche de Phnom Penh en que Jerry se había sacado a Luke de encima sin contemplaciones y Luke se había enfurruñado; es un hecho cierto, artículo que posteriormente sería muy difícil conseguir.