Cuando sales de Hong Kong, ésta deja de existir. Cuando has dejado atrás al último policía chino con botas y polainas inglesas y retienes el aliento mientras corres a veinte metros por encima de los grises y míseros tejados, cuando las islas próximas se han achicado en la niebla azul, sabes que ha caído el telón, que han desaparecido los soportes y que la vida que allí vivías era pura ilusión. Pero esta vez, de pronto, Jerry no pudo experimentar esta sensación. Llevaba consigo el recuerdo del asesinado Frost y el recuerdo de la chica, viva aún, y seguían con él cuando llegó a Bangkok. Le llevó, como siempre, todo el día encontrar lo que andaba buscando. Como siempre, estuvo a punto de renunciar. Según su opinión, esto le pasaba en Bangkok a todo el mundo: al turista que buscaba una wat, al periodista que buscaba un reportaje… o a Jerry, que buscaba al amigo y socio de Ricardo, a Charlie Mariscal. Lo que buscas está sentado al fondo de alguna condenada calleja, encostado entre un cenagoso klong y un montón de escombros, y te cuesta cinco dólares norteamericanos más de lo que esperabas. Además, aunque teóricamente estaban en la estación seca de Bangkok, Jerry no recordaba haber estado allí sin que la lluvia cayera en súbitas cascadas del cielo contaminado. Luego, la gente siempre le decía que le había tocado el día de lluvia.
Empezó en el aeropuerto porque estaba ya allí y porque pensó que en el Sudeste nadie puede volar mucho tiempo sin pasar por Bangkok. Charlie ya no estaba por allí, le dijeron. Alguien le aseguró que Charlie había dejado de volar después de la muerte de Ric. Otro dijo que estaba en la cárcel. Otro dijo después que lo más probable era que estuviese en «uno de los escondrijos». Una encantadora azafata de Air Vietnam dijo con una risilla que Charlie estaba haciendo viajes de opio a Saigón. Ella sólo le había visto en Saigón.
—¿Desde dónde? —preguntó Jerry.
—Quizás Phnom Penh, quizás Vientiane —dijo ella—. Pero el destino de Charlie, —insistió la azafata—, era siempre Saigón y nunca paraba en Bangkok.
Jerry comprobó en la guía telefónica y no apareció Indocharter. Por probar, buscó también Mariscal, y encontró uno (era incluso Mariscal, C), llamó, pero tuvo que hablar no con el hijo de un señor de la guerra del Kuomintang que se había autobautizado con un título militar de elevado rango, sino con un desconcertado comerciante escocés que le decía «escuche, pásese por aquí». Fue a la cárcel, donde encierran a los farangs cuando no pueden pagar o han sido groseros con un general, y comprobó las listas. Recorrió las galerías y miró por las rejas y habló con un par de hippies enloquecidos. Pero éstos, aunque tenían mucho que decir sobre su encarcelamiento, no habían visto a Charlie Mariscal y no habían oído hablar de él y, para expresarlo delicadamente, no les preocupaba lo más mínimo. De mal humor, se dirigió al supuesto sanatorio donde los adictos disfrutaban de su «pavo frío»[3], y había mucho revuelo porque un hombre que tenía puesta la camisa de fuerza había conseguido sacarse los ojos con los dedos, pero no era Charlie Mariscal, no; y no tenían ningún corso, ningún chico-corso y, desde luego, ningún hijo de un general del Kuomintang.
Así que Jerry empezó a revisar los hoteles en los que podían parar pilotos en tránsito. No le gustaba la tarea porque era agotadora y, más concretamente, porque sabía que Ko tenía allí mucha gente a su servicio. Estaba convencido de que Frost lo había contado todo; sabía que los chinos ultramarinos más ricos disponían de varios pasaportes legítimos y los swatowneses más aún. Sabía que Ko tenía un pasaporte tailandés en el bolsillo y probablemente un par de generales tailandeses además. Y sabía que los tailandeses, cuando se enfadaban, mataban bastante más deprisa y más concienzudamente que casi todos los demás, aunque cuando condenasen a un hombre a morir fusilado disparasen a través de una sábana extendida para no contravenir las leyes de Nuestro Señor Buda. Por esta razón, entre unas cuantas más, Jerry se sentía más bien incómodo voceando el nombre de Charlie Mariscal por los grandes hoteles.
Probó en el Erawan, en el Hyatt, en el Miramar y en el Oriental y en unos treinta más. Y en el Erawan entró especialmente animado, recordando que China Airsea tenía una habitación allí, y que Craw decía que Ko la utilizaba con frecuencia. Se formó una imagen de Lizzie con su pelo rubio haciendo de anfitriona para él o tendida junto a la piscina bronceando su cuerpo esbelto mientras los ricachos sorbían whiskies y se preguntaban cuánto valdría una hora de tiempo de aquella muchacha. Mientras hacía su recorrido, una súbita tormenta volcó gruesas gotas tan llenas de hollín que ennegrecían el dorado de los templos de las calles. El taxista conducía su vehículo como un hidropatín por las calles inundadas, eludiendo por centímetros a los búfalos; los pintarrajeados autobuses tintineaban y les embestían; carteles de kung fu empapados de sangre les gritaban, pero Mariscal, Charlie Mariscal, capitán Mariscal no significaba nada para nadie, pese a que Jerry fue muy liberal con el dinero. Se ha conseguido una chica, pensó. Tiene una chica y utiliza la casa de la chica, lo mismo que haría yo. En el Oriental dio una buena propina al portero y se puso de acuerdo con él para que recogiese cualquier recado y utilizó el teléfono y, sobre todo, obtuvo un recibo por dos noches de estancia para burlar a Stubbs. Pero su recorrido por los hoteles le había asustado, se sentía expuesto y en peligro, así que para dormir cogió una habitación que tuvo que pagar por adelantado, un dólar por noche, en un fonducho sin nombre de una callejuela, donde no tenían en cuenta las formalidades de la inscripción: Un lugar que era como una hilera de casetas de playa, donde todas las puertas de las habitaciones se abrían directamente a la acera, para que la fornicación resultara más fácil, donde había garajes abiertos con cortinas de plástico que tapaban el número de la matrícula del coche. Por la tarde, se vio obligado a recorrer las agencias de transporte aéreo, preguntando por una empresa llamada Indocharter, aunque no lo hacía ya con demasiado entusiasmo, y se preguntaba muy en serio si no debería creer lo que le había dicho la azafata de Air Vietnam y seguir la pista hasta Saigón, cuando una chica china de una de las agencias dijo:
—¿Indocharter? Esa es la línea del capitán Mariscal.
Y le dio la dirección de una librería donde Charlie Mariscal compraba su literatura y recogía la correspondencia cuando estaba en la ciudad. La librería la llevaba también un chino, y cuando Jerry mencionó a Mariscal, el viejo rompió a reír y dijo que hacía meses ya que Charlie no aparecía por allí. El viejo era muy pequeño y tenía unos dientes postizos que parecían moverse solos.
—¿Él debe tú dinero? ¿Charlie Mariscal debe tú dinero? ¿Estrelló avión de ti? —y rompió a reír de nuevo. Jerry rió con él.
—Super. Bárbaro. Super, ¿qué es lo que haces con toda la correspondencia cuando no viene él por aquí? ¿Se la envías?
—Charlie Mariscal no recibir ninguna correspondencia —dijo el viejo.
—Bueno, amigo, sí, pero si mañana llegase una carta, ¿adonde se la mandarías?
—A Phnom Penh —dijo el viejo, guardándose los cinco dólares, y cogiendo un papel de la mesa para que Jerry pudiera anotar la dirección.
—Voy a comprarle un libro —dijo Jerry, echando un vistazo a las estanterías—. ¿Qué es lo que le gusta a él?
—Flancés —dijo maquinalmente el viejo, y llevó a Jerry al piso de arriba y le enseñó su santuario de cultura ojirredonda. Para los ingleses, pornografía impresa en Bruselas. Para los franceses, hileras e hileras de clásicos raídos: Voltaire, Montesquieu, Hugo. Jerry compró un ejemplar de Cándido y se lo metió en el bolsillo. Los que visitaban aquella sección, eran al parecer celebridades ex officio, pues el viejo sacó un libro de visitantes y Jerry firmó en él, J. Westerby, periodista. La columna de comentarios se prestaba a la burla, así que escribió «un elegantísimo establecimiento». Luego repasó las páginas anteriores y preguntó:
—¿Firmó también aquí Charlie Mariscal, amigo?
El viejo le enseñó la firma de Charlie Mariscal, un par de veces; «dirección: aquí», había escrito.
—¿Y su compañero?
—¿Compañelo?
—Capitán Ricardo.
Al oír esto, el viejo se puso muy solemne y le quitó el libro de la mano.
Volvió al Club de Corresponsales Extranjeros, al Oriental, y estaba vacío, a excepción de un grupo de japoneses que acababan de volver de Camboya. Le explicaron la situación allí tal como la habían visto el día anterior, y se emborrachó un poco. Y cuando se iba, ante su súbito horror, apareció el enano, que estaba en la ciudad para evacuar consultas con la oficina local. Llevaba al rabo a un muchacho tailandés, lo que hacía que estuviera especialmente animado y vivaz:
—¡Vaya, Westerby! ¿Qué tal anda hoy el Servicio Secreto?
Le gastaba esta broma a casi todo el mundo, pero, desde luego, no colaboró con ella a restablecer la paz mental de Jerry. En el fonducho, bebió mucho más whisky, pero los ejercicios de sus colegas de hospedaje le mantuvieron despierto. Por fin, por pura autodefensa, salió y se buscó una chica, una criaturilla suave de un bar que quedaba calle arriba, pero cuando se quedó otra vez sólo, sus pensamientos volvieron a centrarse en Lizzie. Le gustase o no, ella era su compañera de lecho. ¿Hasta qué punto tendría conciencia de que estaba colaborando con ellos?, se preguntaba. ¿Sabía lo que hacía en realidad cuando avisó por teléfono a Tiu? ¿Sabía lo que le habían hecho a Frost los muchachos de Drake? ¿Sabía lo que podrían hacerle a Jerry? Se le había ocurrido incluso la idea de que ella pudiese haber estado allí mientras lo hacían, y este pensamiento le abrumaba. No había duda, el cadáver de Frost aún estaba fresco en su memoria. Era uno de sus problemas más graves.
A las dos de la madrugada, decidió que iba a darle un ataque de fiebre, sudaba y daba continuas vueltas en la cama. En una ocasión, oyó rumor de leves pisadas dentro de la habitación y se lanzó rápido a un rincón, arrancando una lámpara de mesa de su portalámparas. A las cuatro, le despertó la asombrosa algarabía asiática: carraspeos cerdunos, campanas, gritos de viejos in extremis, cacarear de un millar de gallos repiqueteando en los pasillos de mosaico y cemento. Luchó con las herrumbrosas cañerías e inició la laboriosa tarea de librarse del goteo persistente del agua fría. A las cinco, sonó a todo volumen una radio que le sacó de la cama, y un quejido de música asiática anunció que había empezado el día. Por entonces, se había afeitado como si fuera el día de su boda, y a las ocho, telegrafió sus planes al periódico para que el Circus lo interceptara. A las once, cogió el avión para Phnom Penh. Cuando subía a bordo del Caravelle de las Líneas Aéreas Camboyanas, la azafata de tierra volvió hacia él su rostro encantador y, en su inglés más melodioso, le dijo:
—Que viaje asusto, señor.
—Gracias. Sí. Super —dijo él, y eligió un asiento del ala que es donde uno tiene más posibilidades. Mientras despegaban lentamente, vio a un grupo de gordos tailandeses jugando pésimamente al golf en un césped perfecto, justo al lado de la pista.
Había ocho nombres en la lista de pasajeros cuando Jerry la leyó en la ventanilla, pero sólo subió al avión otro viajero, un muchacho norteamericano vestido de negro, con una cartera. El resto era carga, almacenada atrás en sacos de arpillera y cajas de junco. Un avión de asedio, pensó automáticamente Jerry. Entras con carga y sales con suerte. La azafata le ofreció un número atrasado del Jours de France y una barrita de caramelo. Leyó el Jours de France para refrescar un poco su francés y luego recordó el Candide y se puso a leerlo. Había traído un libro de Conrad porque en Phnom Penh siempre leía a Conrad, le ayudaba a acordarse de que estaba en el último de los auténticos puertos fluviales conradianos.
Para aterrizar, entraron volando alto y luego bajaron a través de las nubes, en una incómoda espiral para evitar el posible fuego de armas cortas que pudiera llegar de la selva. No había ningún control de tierra, pero Jerry tampoco lo esperaba. La azafata no sabía lo cerca que podían estar de la ciudad los Jemeres Rojos, pero los japoneses habían dicho quince kilómetros por todos los frentes, y donde no había carreteras menos. Los japoneses habían dicho que el aeropuerto se hallaba bajo fuego enemigo, pero sólo de cohetes, y esporádicamente. Nada de cientocincos… aún no, pero siempre hay un principio, pensó, Jerry. Las nubes continuaban y Jerry pidió a Dios que el altímetro funcionase bien. Luego, saltó hacia ellos la tierra color aceituna y Jerry vio los cráteres de bombas esparcidos por doquier y las líneas amarillas de las huellas de las llantas de los convoyes. Mientras aterrizaban con gran ligereza sobre la pista agujereada, los inevitables niños desnudos chapoteaban alegremente en un cráter lleno de barro.
El sol había surgido entre las nubes y, pese al estruendo del aparato, Jerry tuvo la ilusión de salir a un tranquilo día de verano. No había estado en su vida en ningún sitio en que la guerra se desarrollase en una atmósfera tal de paz como en Phnom Penh. Recordó la última vez que había estado allí, antes de que cesaran los bombardeos. Unos pasajeros de Air France que iban camino de Tokio habían estado haraganeando curiosos por la explanada, sin darse cuenta de que habían aterrizado en un campo de batalla. Nadie les dijo que se resguardaran. No había nadie con ellos. Los proyectiles aullaban sobre el aeropuerto, salían del perímetro, los helicópteros de Air América posaban a los muertos en redes como aterradoras capturas de algún rojo mar, y el Boeing 707 tuvo que arrastrarse por todo el aeropuerto en cámara lenta para despegar. Jerry contempló hechizado cómo salía brincando del radio de alcance del fuego enemigo, esperando constantemente el zambombazo que le dijese que había sido alcanzado en la cola. Pero el avión siguió como si los inocentes fuesen inmunes, y desapareció dulcemente en el plácido horizonte.
Ahora, irónicamente, con el final tan próximo, Jerry se dio cuenta de que se insistía sobre todo en la carga de supervivencia. Al fondo del aeropuerto, había inmensos aviones de transporte norteamericanos alquilados, Boeing 707 y cuatrimotores turbopropulsados C-130, con la marca Transworld o Bird Airways o sin marca alguna. Aterrizaban y despegaban en un torpe y peligroso trasiego, trayendo municiones y arroz de Tailandia y Saigón y combustible y municiones de Tailandia. En su recorrido apresurado hacia la terminal, Jerry vio dos aterrizajes, y en ambas ocasiones contuvo el aliento esperando el resollar final de los reactores al debatirse y estremecerse para frenar dentro del revêtement, de cajas de municiones rellenas de tierra en el extremo blando de la pista de aterrizaje. Antes incluso de que se detuvieran, grupos de servicio provistos de chaquetas antibalas y cascos se habían concentrado allí como pelotones desarmados para sacar de las cabinas de carga los preciosos sacos.
Pero ni siquiera los malos presagios pudieron destruir el placer que sentía al verse allí de vuelta.
—Vous restez combien de temps, Monsieur? —preguntó el funcionario de inmigración.
—Toujours, amigo —dijo Jerry—. Mientras me admitáis. Aún más.
Pensó en preguntar allí mismo por Charlie Mariscal, pero el aeropuerto estaba lleno de policías y espías de todo tipo y mientras no supiera contra lo que tenía que luchar, consideraba que era más prudente no proclamar lo que perseguía. Había una variopinta colección de viejos aviones con nuevas insignias, pero no pudo ver nada que perteneciese a Indocharter, cuyos distintivos registrados, según le había dicho Craw en la reunión informativa de despedida, justo antes de salir de Hong Kong, eran, al parecer, los colores de la cuadra de Ko: gris y azul claro.
Cogió un taxi y subió delante, rechazando cortésmente las amables ofertas de chicas, espectáculos, clubs y muchachos, del taxista. Los flamboyants formaban una deliciosa arcada de color naranja contra el pizarroso cielo monzónico. Paró en una tienda de prendas de caballero para cambiar moneda au cours flexible, una expresión que le encantaba. Los cambistas de moneda, solían ser chinos, recordó Jerry. Aquel era indio. Los chinos se iban antes, pero los indios se quedaban a recoger la osamenta. Ciudades de chozas se extendían a derecha e izquierda de la carretera. Había refugiados acuclillados por todas partes, cocinando, dormitando en silenciosos grupos. Vio un círculo de niños sentados que se pasaban un cigarrillo.
—Nous sommes un village avec une population des millions —dijo el taxista, en un francés de escolar.
Avanzó hacia ellos un convoy del ejército, los faros encendidos, pegado al centro de la carretera. El taxista se metió dócilmente en el barro. Cerraba la marcha una ambulancia, ambas puertas abiertas. Los cadáveres estaban apilados con los pies hacia fuera, las piernas parecían patas de cerdo, marmóreas y magulladas. Muertos o vivos, qué más daba. Pasaron ante un grupo de casas construidas sobre pilares destrozadas por los cohetes, y entraron en una plaza francesa de provincias: un restaurante, una épicerie, una charcutería, anuncios de Byrrh y de Coca-cola. En la acera, niños acuclillados, guardando botellas de vino de a litro llenas de gasolina robada. Jerry recordó también aquello: lo que había pasado en los bombardeos. Las bombas hacían explotar la gasolina y el resultado era un baño de sangre. Volvería a pasar esta vez. Nadie aprendía nada, nada cambiaba, se barrían los restos por la mañana.
—¡Alto! —dijo Jerry, y le pasó inmediatamente al taxista el trozo de papel en el que había escrito la dirección que le habían dado en la librería de Bangkok. Había pensado aparecer en la plaza de noche, y no a plena luz del día, pero le pareció que daba igual ya.
—Yaller? —preguntó el taxista, mirándole sorprendido.
—Eso mismo, amigo.
—Vous connaissez cette maison?
—Son amigos míos.
—A vous? Un ami à vous?
—Periodista —dijo Jerry, con lo que quedaba explicada cualquier locura.
El taxista se encogió de hombros y enfiló el coche por un largo bulevar, pasó ante la catedral francesa y entró por una calle cenagosa a cuyos lados se alineaban villas con patio que fueron haciéndose más míseras a medida que se aproximaban a las afueras de la ciudad. Jerry le preguntó dos veces al taxista qué tenía de especial aquella dirección, pero el taxista había perdido su simpatía y no quiso contestar a sus preguntas. Cuando se detuvo, insistió en que le pagase y se alejó a toda prisa, con un estruendo de cambios de marcha que parecía de repulsa. Era simplemente una villa más, la mitad inferior oculta tras un muro interrumpido por unas verjas de hierro forjado. Pulsó el timbre y no oyó nada. Intentó forzar la verja, pero no cedía. Oyó abrirse una ventana y creyó ver, al alzar rápidamente la vista, cómo desaparecía tras la rejilla un rostro moreno. Luego, sonó la señal de apertura de la verja y ésta se abrió y Jerry subió unos cuantos escalones, hasta un mirador de mosaico y otra puerta, ésta de sólida teca, con una mirilla para mirar desde el interior, pero no desde fuera. Esperó, luego accionó contundentemente el picaporte, y oyó repicar sus ecos por toda la casa. La puerta, era doble, con una juntura en el centro. Apretó la cara contra la juntura y pudo ver una franja de suelo de mosaico y dos escalones, que parecían los últimos de un tramo de escaleras. En el último había dos delicados pies morenos, descalzos, y dos desnudas espinillas, pero no podía ver más arriba de la rodilla.
—¡Hola! —gritó, aún a la juntura—. Bonjour! ¡Hola!
Y al ver que las piernas seguían sin moverse, añadió:
—Je suis un ami de Charlie Mariscal! Madame. Monsieur, je suis un ami anglais de Charlie Mariscal! Je veux lui parler.
Y sacó un billete de cinco dólares y lo metió por la rendija pero nadie lo cogió, así que lo volvió a sacar y arrancó un trozo de papel de su agenda. Dirigió su mensaje «al capitán C. Mariscal» y se presentó con su nombre como «un periodista inglés con una propuesta de interés mutuo», y añadió la dirección de su hotel. Metió la nota por la rendija, y miró de nuevo las piernas morenas, pero habían desaparecido, así que caminó hasta encontrar un ciclo y anduvo en él hasta que encontró un taxi: Y no, gracias, no, gracias, no quería una chica… salvo que, como siempre, la quería.
El hotel se llamaba antes el Royal. Pero ahora era el Phnom. Ondeaba una bandera en la punta del mástil, pero su grandeur parecía ya desesperada. Se inscribió en el hotel y vio carne fresca tomando el sol alrededor de la piscina y pensó una vez más en Lizzie. Para las chicas, aquella era la escuela dura, y si le había llevado pequeños paquetes a Ricardo, entonces diez a uno a que había pasado por ella. Las más guapas pertenecían a los más ricos y los más ricos eran los comerciantes timadores de Phnom Penh: los contrabandistas del oro y del caucho, los jefes de policía, los duros corsos que hacían tratos con los Jemeres Rojos en plena batalla. Había una carta esperándole, un sobre sin cerrar. El recepcionista, tras leerla él mismo, observó cortésmente a Jerry mientras éste la leía también. Era una invitación de bordes dorados con un emblema de Embajada invitándole a cenar. Su anfitrión era un individuo del que jamás había oído hablar. Desconcertado, dio vuelta a la tarjeta. Detrás había un texto garrapateado que decía: «Conocí a su amigo George del Guardian» y Guardian era la palabra clave. Cena y cartas perdidas, pensó; lo que Sarratt llamaba mordazmente la gran desconexión del Ministerio de Asuntos Exteriores.
—Téléphone? —preguntó Jerry.
—Il est foutu, Monsieur.
—Electricité?
—Aussi foutue, Monsieur, mais nous avons beaucoup de l’eau.
—¿Keller? —dijo Jerry, con una mueca.
—Dans la cour, Monsieur.
Entró en los jardines. Entre la carne había un grupo de corresponsales de guerra, los duros de Fleet Street, bebiendo whisky e intercambiando historias terribles. Eran como los pilotos imberbes de la Batalla de Inglaterra luchando una guerra prestada, y le miraron con colectivo menosprecio por sus aristocráticos orígenes. Uno de ellos llevaba un pañuelo blanco y el pelo lacio garbosamente peinado hacia atrás.
—Dios mío, el Duque —dijo—. ¿Cómo has llegado aquí? ¿Caminando por el Mekong?
Pero Jerry no les quería a ellos, quería a Keller. Keller era un residente. Era norteamericano y Jerry le conocía de otras guerras. Más en concreto, ningún periodista outlander venía a la ciudad sin poner su causa a los pies de Keller y si Jerry quería credibilidad, el sello de Keller se la suministraría y la credibilidad le era cada vez más querida. Encontró a Keller en el aparcamiento: anchos hombros, pelo canoso, una manga de la camisa subida y otra bajada. Estaba allí de pie, con la mano de la manga bajada en el bolsillo, contemplando cómo el chófer de un Mercedes le echaba agua con una manga de riego al interior del coche.
—Max. Super.
—Estupendo —dijo Keller, después de mirarle, y luego volvió a su contemplación. A su lado había un par de delgados Jemeres que parecían fotógrafos de moda, botas altas, pantalones acampanados y cámaras que colgaban sobre resplandecientes camisas desabotonadas. Mientras Jerry miraba, el chófer dejó la manga y empezó a frotar la tapicería con un rollo de gasas del ejército que fueron ennegreciéndose a medida que limpiaba. Otro norteamericano se unió al grupo y Jerry supuso que era el corresponsal local de turno de Keller. Keller consumía bastante aprisa corresponsales.
—¿Qué pasó? —dijo Jerry.
—Un héroe de dos dólares al que alcanzó un proyectil bastante más caro —dijo el corresponsal—. Eso pasó.
Era un pálido sureño que parecía muy divertido con aquello y Jerry se sintió predispuesto a detestarle.
—¿De verdad, Keller? —dijo Jerry.
—Un fotógrafo —dijo Keller.
La agencia de Keller tenía siempre un grupo de fotógrafos. Como todos las agencias grandes. Muchachos camboyanos, como aquellos dos que estaban allí. Les pagaban dos dólares norteamericanos por ir al frente y veinte por cada foto publicada. Jerry había oído que Keller estaba perdiéndolos a un ritmo de uno por semana.
—Le entró por el hombro cuando iba corriendo y agachándose —dijo el corresponsal—. Le salió por la parte baja de la espalda. Le atravesó como si fuera manteca.
El corresponsal parecía impresionado.
—¿Y dónde está? —dijo Jerry, por decir algo, mientras el chófer seguía limpiando y echando agua.
—Muriéndose allá arriba en la carretera. Resulta que hace un par de semanas esos cabrones de la oficina de Nueva York se metieron con lo del servicio médico. Antes los mandábamos a Bangkok. Ahora no. Sí, amigo, ahora no. Allá arriba están tirados en el suelo y tienen que dar propina a los enfermeros para que les lleven agua. ¿Verdad que sí, muchachos?
Los dos camboyanos sonrieron cortésmente.
—¿Quieres algo, Westerby? —preguntó Keller.
Keller tenía una cara grisácea marcada de viruelas. Jerry le conocía sobre todo de los años sesenta, del Congo, donde Keller se había quemado una mano sacando a un chico de un camión. Ahora tenía los dedos pegados como una pata palmeada, pero, por lo demás, parecía el mismo. Jerry recordaba muy bien aquel incidente, porque él sostenía al chico por el otro lado.
—El tebeo quiere que eche un vistazo —dijo Jerry.
—¿Te atreves, todavía?
Jerry se echó a reír y Keller rió también y bebieron whisky en el bar charlando de los viejos tiempos hasta que el coche estuvo listo. En la entrada principal recogieron a una chica que llevaba esperando todo el día, precisamente a Keller, una alta californiana con demasiada cámara y unas piernas largas e inquietas. Como no funcionaban los teléfonos, Jerry insistió en parar en la Embajada británica para poder dar respuesta a la invitación. Keller no fue muy cortés.
—Tú, Westerby, últimamente, eres una especie de espía, o algo así, amañas los reportajes, andas besando el culo a la gente por información confidencial y por una pensión complementaria, ¿eh?
Había quien decía que esa era más o menos la posición de Keller, pero la gente siempre dice cosas.
—Claro —dijo amistosamente Jerry—. Ya llevo años en eso.
Los sacos terreros de la entrada eran nuevos y resplandecían a la desbordante luz del sol nuevas alambradas antigranadas. En el vestíbulo, con esa espeluznante improcedencia que sólo pueden lograr los diplomáticos, habían puesto un cartel doble que recomendaba «Coches Ingleses de Gran Rendimiento» a una ciudad sedienta de gasolina, con alegres fotos de varios modelos inasequibles.
—Le diré al Consejero que ha aceptado usted la invitación —dijo solemnemente el recepcionista.
En el Mercedes, aún había un tibio aroma a sangre, pero el chófer había puesto en marcha el aire acondicionado.
—¿Qué es lo que hacen ahí dentro, Westerby? —preguntó Keller— ¿Hacen punto, o algo así?
—Algo así —dijo Jerry, sonriendo, para la californiana sobre todo.
Jerry se sentó delante, Keller y la chica atrás.
—Bien. Ahora escucha —dijo Keller.
—De acuerdo —dijo Jerry.
Jerry tenía abierto el cuaderno y escribía mientras Keller hablaba. La chica llevaba falda corta y Jerry y el conductor podían verle los muslos en el espejo. Keller le tenía apoyada la mano buena en la rodilla. La chica se llamaba nada menos que Lorraine y, como Jerry, estaba oficialmente dándose una vuelta por las zonas de guerra para su cadena de diarios del Medio Oeste. Pronto fueron el único coche. Pronto desaparecieron incluso los ciclomotores, quedando campesinos y bicicletas y búfalos y las floridas espesuras del campo que ya se aproximaba.
—Hay mucha lucha en todas las rutas principales —salmodió Keller, casi a velocidad de dictado—. Ataques con cohetes de noche, plásticos de día, Lon Nol aún cree que es Dios y la Embajada norteamericana las pasa canutas apoyándole y luego intentando echarle.
Dio estadísticas, datos de pertrechos, bajas, la cuantía de la ayuda norteamericana. Nombró generales de quienes se sabía que estaban vendiendo armas norteamericanas a los Jemeres Rojos y a generales que dirigían ejércitos fantasmas para apropiarse la paga de los soldados, y a otros generales que hacían ambas cosas.
—El lío habitual. Los malos son demasiado débiles para tomar las ciudades, los buenos están demasiado asustados para tomar el campo y sólo quieren luchar los comunistas. Los estudiantes están dispuestos a prender fuego a la ciudad si intentan alistarles para ir al frente, hay motines por la comida todos los días ya, corrupción como si no hubiese futuro, nadie puede vivir con su sueldo. Se hacen fortunas y el país se desangra y muere. Palacio no existe y la Embajada es un manicomio, hay más espías que gente normal y todos pretenden haber descubierto un secreto decisivo. ¿Quieres más?
—¿Qué tiempo le das al asunto?
—Una semana. Diez años.
—¿Y qué me dices de las líneas aéreas?
—Las líneas aéreas son lo único que tenemos. El Mekong no sirve de nada y las carreteras tampoco. Tienen que cubrir todo el campo las líneas aéreas. Hicimos un reportaje sobre eso. ¿Lo viste? Lo hicieron pedazos. Dios mío —le dijo a la chica—. ¿Por qué tengo yo que hacer este resumen para los ingleses?
—Sigue —dijo Jerry, escribiendo.
—Hace seis meses, había en la ciudad cinco líneas aéreas registradas. En los últimos tres meses se han concedido treinta y cuatro nuevas licencias y hay una docena, más o menos, en trámite. El precio vigente es de tres millones de riels para el ministro, personalmente, y dos millones a repartir entre su gente. Menos si pagas en oro, y menos aún si pagas en el extranjero. Vamos por la carretera trece —le dijo a la chica—. Me pareció que te gustaría echarle un vistazo.
—Magnífico —dijo la chica, y apretó las rodillas, atrapando la mano buena de Keller.
Pasaron ante una estatua que tenía los brazos arrancados y, tras ella, la carretera seguía la curva del río.
—Bueno, eso es si aquí Westerby puede aguantarlo —añadió Keller pensativo.
—Oh, creo que estoy en excelente forma —dijo Jerry y la chica se echó a reír, cambiando de bando por un momento.
—Los Jemeres Rojos han conseguido una nueva posición allí, en aquella orilla, pequeña —explicó Keller, hablando preferentemente para la chica.
Al otro lado de la rápida y sucia corriente, Jerry vio un par de T28, buscando algo que bombardear. Había un fuego, bastante grande, y la columna de humo se elevaba recta al cielo como una piadosa ofrenda.
—¿Y dónde están los chinos ultramarinos? —preguntó Jerry—. En Hong Kong no se oye hablar de esto.
—Los chinos controlan el ochenta por ciento de nuestro comercio, y eso incluye las líneas aéreas, viejas y nuevas. Los camboyanos son perezosos, ¿sabes, pequeña? El camboyano se contenta con sacar provecho de la ayuda norteamericana. Los chinos no son iguales. No, señor, no. A los chinos les gusta trabajar, a los chinos les gusta sacar beneficio de su dinero. Son los que controlan el mercado monetario, tienen el monopolio del transporte, manejan el índice de inflación y manejan nuestra economía de guerra. La guerra se está convirtiendo en una empresa subsidiaria propiedad exclusiva de los chinos de Hong Kong. Oye, Westerby, ¿aún tienes aquella mujer de la que me hablabas, aquella tan guapa, la de los ojos?
—Siguió otro camino —dijo Jerry.
—Qué lástima, parecía cosa buena. Él tenía una mujer estupenda —dijo Keller.
—¿Y qué tal tú? —preguntó Jerry.
Keller afirmó y sonrió mirando a la chica.
—¿Te importa que fume, pequeña? —preguntó, confidencialmente.
En la palmeada extremidad de Keller había un hueco que parecía practicado concretamente para sujetar el cigarrillo, con los bordes ennegrecidos de nicotina. Keller volvió a ponerle a la chica en el muslo la mano buena. La carretera se convirtió en un camino y aparecieron rodadas profundas por donde habían pasado los convoys. Penetraron en un corto túnel de árboles y, al hacerlo, a su derecha empezó a tronar la artillería, y se arquearon los árboles como por un tifón.
—Vaya —gritó la chica—. ¿Podemos ir un poco más despacio?
Y empezó a tirar de las correas de la cámara.
—Como quieras. Artillería de alcance medio —dijo Keller—. Nuestra —añadió, como un chiste.
La chica bajó el cristal de la ventanilla e hizo unas tomas. Seguía el fuego, bailaban los árboles, pero los campesinos del arrozal ni siquiera levantaban la cabeza. Cuando cesó el fuego, siguieron tintineando como un eco los cencerros de los búfalos acuáticos.
El coche continuó. En la cercana orilla del río había dos chicos con una moto vieja, cambalacheando viajes. En el agua, había un montón de chavales entrando y saliendo de un flotador, los cuerpos morenos resplandecientes. La chica los fotografió también.
—¿Aún hablas francés, Westerby? Wester y yo hicimos una cosa juntos en el Congo hace una temporada —le explicó a la chica.
—Lo sé —dijo la chica.
—Los ingleses reciben todos una buena educación, pequeña —explicó Keller.
Jerry no le recordaba tan parlanchín.
—Les educan muy bien, sí —añadió—. ¿Verdad que sí, Westerby? Sobre todo a los lores ¿eh? Westerby es una especie de lord.
—Sí, tienes razón, muchacho. Somos todos muy cultos. No como vosotros que sois unos patanes.
—Bueno, entonces habla tú con el chófer. Cuando tengamos que decirle algo, se lo dices tú. Aún no le ha dado tiempo a aprender inglés, Dile que gire a la izquierda.
—A gauche —dijo Jerry.
El conductor era un muchacho, pero había ya en él ese aburrimiento típico del guía.
Jerry vio por el espejo que a Keller le temblaba la mano quemada al llevarse el cigarrillo a la boca. Se preguntó si le temblaría siempre. Pasaron por un par de aldeas. Todo estaba muy tranquilo. Jerry pensó en Lizzie y en las cicatrices que tenía en la barbilla. Sintió grandes deseos de hacer algo sencillo con ella, como dar un paseo por los campos ingleses. Craw había dicho que la chica era una suburbanita sin educación. A Jerry le parecía que la chica tenía una fantasía especial con los caballos.
—Westerby.
—¿Sí, amigo?
—Esa cosa que haces con los dedos, lo de tamborilear con ellos. ¿Te importaría dejar de hacerlo? Me saca de quicio. Es algo represivo.
Luego, se volvió a la chica y añadió:
—Llevan años machacando este sitio, pequeña —dijo animadamente—. Años.
Luego, soltó una bocanada de humo.
—Respecto a eso que me decías de las líneas aéreas —sugirió Jerry, disponiéndose a escribir de nuevo—. Dame más datos, anda.
—La mayoría de las empresas operan desde Vientiane, con esos contratos que llaman de ala seca. Incluyen mantenimiento, piloto, desvalorización, pero no combustible. Puede que ya estés enterado de esto. Lo mejor es tener un avión propio. Así tienes las dos cosas. Ordeñas la guerra y puedes largarte cuando llegue el final. Tú fíjate en los chicos, pequeña —le dijo a la californiana, mientras daba otra calada al cigarrillo—. Si hay chicos, no hay problema. Cuando desaparezcan los chicos, mala cosa. Significa que los han escondido. No hay que perder nunca de vista a los críos.
La chica utilizó de nuevo la cámara. Habían llegado a un rudimentario puesto de control. Un par de centinelas se asomaron al pasar ellos, pero el chófer ni siquiera aminoró la marcha. Luego llegaron a una encrucijada, y el chófer paró.
—El río —ordenó Keller—. Dile que siga por el río.
Jerry se lo dijo. El chico pareció sorprenderse: pareció incluso a punto de poner objeciones, pero cambió de idea.
—Chicos en los pueblos —iba diciendo Keller—. Chicos en el frente, no hay ninguna diferencia, sea donde sea los chicos son una especie de veleta. Los Jemeres Rojos llevan a la familia consigo a la guerra como lo más natural del mundo. Si muere el padre, no habrá nada para la familia de todos modos, así que si están allí, pueden quedarse con los militares, y donde están los militares hay comida. Y otra cosa, pequeña, las viudas deben estar cerca para exigir que se certifique la muerte del padre. Es una cosa de interés humano para ti, ¿no, Westerby? Si no el oficial al mando no notifica la muerte y se queda con la paga del fiambre. Apunta, apunta —añadió, viéndola escribir—. Pero no te creas que va a publicarlo nadie. Esta guerra está liquidada. ¿Verdad, Westerby?
—Finito —convino Jerry.
Resultaría divertida aquí también, decidió. Si Lizzie estuviese aquí, sin duda le vería el lado alegre y se reiría. En algún punto, entre tantos personajes falsos, se dijo, tenía que haber un original perdido; se propuso encontrarlo. El chófer paró junto a una vieja y le preguntó algo en jemer, pero la vieja se tapó la cara con las manos y volvió la cabeza a un lado.
—¿Pero por qué demonios hace eso? —gritó furiosa la chica—. ¡No queremos hacerle nada malo!
—Vergüenza —dijo Keller, en un tono liso.
Tras ellos, la artillería disparó otra salva, y fue como un portazo que cerrase el camino de vuelta. Pasaron un wat y entraron en una plaza de mercado hecha de casas de madera. Monjes con túnicas de color azafrán les miraron, pero las chicas que atendían los puestos les ignoraron y los niños siguieron jugando con los gallos.
—¿Para qué está entonces el puesto de control? —preguntó la chica mientras fotografiaba—. ¿Estamos ya en lugar peligroso?
—Llegando, pequeña, llegando. Y cállate ya.
Delante de ellos, Jerry podía oír el rumor de fuego de armas automáticas, M16 y AK47 mezclados. De entre los árboles brotó un jeep que enfiló hacia ellos y se desvió en el último segundo, tropezando y saltando en las rodadas. En el mismo momento, se apagó el sol. Hasta entonces, lo habían aceptado como derecho propio, una luz líquida y vivida lavada por las lluvias. Estaban en marzo y era la estación seca; y aquello era Camboya, donde la guerra, como el cricket, sólo se hacía si el tiempo era decente. Pero se amontonaron de pronto nubes negras, se cerraron los árboles a su alrededor como si fuese invierno y las casas de madera se sumergieron en la oscuridad.
—¿Y cómo visten los Jemeres Rojos? —preguntó la chica, con voz más apagada—. ¿Tienen uniformes?
—Van con plumas y taparrabos —gruñó Keller—. Los hay que van hasta con el culo al aire.
En la risa de Keller, Jerry percibió la misma tensión que en su voz, y vislumbró la mano temblona sosteniendo el pitillo.
—Por Dios, pequeña, visten como los campesinos, sabes. Llevan sólo esos pijamas negros.
—¿Siempre está así de vacío esto?
—Según —dijo Keller.
—Y sandalias Ho Chi Minh —añadió Jerry, distraído.
A un lado del camino, se alzaron en vuelo dos pájaros acuáticos verdes. Sonó como una descarga de la artillería.
—¿Tú tenías una hija, eh Westerby? ¿Qué fue de ella? —dijo Keller.
—Está bien. Perfectamente.
—¿Cómo se llamaba?
—Catherine —dijo Jerry.
—Me parece que estamos alejándonos de donde está la cosa —dijo Lorraine, desilusionada.
Pasaron ante un cadáver viejo sin brazos. Se le habían amontonado las moscas en las heridas de la cara en una lava negra.
—¿Hacen siempre eso? —preguntó la chica intrigada.
—¿El qué, pequeña?
—Quitarles las botas…
—A veces se las quitan, sí, pero otras veces no son de su número —dijo Keller, en otro extraño exabrupto de cólera—. Unas vacas tienen cuernos, otras no, y algunas vacas son caballos. Y ahora cállate, ¿quieres? ¿De dónde eres tú?
—De Santa Bárbara —dijo la chica.
Bruscamente, terminaron los árboles. Doblando una curva, salieron de nuevo a campo abierto, con el río rojizo justo al lado. El chófer paró espontáneamente y luego retrocedió poco a poco hacia los árboles.
—¿Pero dónde va? —preguntó la chica—. ¿Le hemos dicho nosotros que haga esto?
—Creo que le preocupan sus neumáticos, pequeña —dijo Jerry convirtiéndolo en chiste.
—A treinta pavos diarios no me extraña —dijo Keller, haciendo su chiste también.
Habían encontrado una pequeña batalla. Ante ellos, dominando la curva del río, se alzaba una aldea destruida en una calcinada elevación sin un árbol vivo alrededor. Las paredes derruidas eran blancas y sus desmoronados bordes amarillos. Con tan poca vegetación, parecían los restos de un fuerte de la Legión Extranjera y quizás no fueran sino eso. Dentro de las murallas se apiñaban camiones como ante una obra. Oyeron unos cuantos disparos, un leve matraqueo. Parecían cazadores disparando a una bandada de pájaros al atardecer. Parpadearon trazadoras, cayeron tres bombas de mortero, se estremeció el suelo, vibró el coche y el chófer bajó silenciosamente el cristal de la ventanilla de su lado, mientras Jerry bajaba la del suyo. Pero la chica había abierto la puerta de su lado y salía, una pierna clásica tras la otra. Hurgando en una bolsa negra, sacó unas lentes de telefoto, las atornilló en la cámara y estudió la imagen ampliada.
—¿No hay más que eso? —dijo, titubeante—. ¿No vamos a ver también al enemigo? Yo veo sólo a los nuestros y mucho humo sucio.
—Bueno, pero ellos están allí, al otro lado, pequeña —empezó Keller.
—¿Y no podemos verlos? —hubo una breve silencio mientras los dos hombres conferenciaban sin palabras.
—Mira —dijo Keller—. Sólo estamos echando un vistazo general ¿vale, pequeña? Verlo en detalle es muy distinto. ¿Entendido?
—Pues yo creo que estaría muy bien ir a ver al enemigo. Quiero comparar, Max, de veras. Me gusta.
Empezaron a caminar.
A veces, lo haces por no quedar mal, pensaba Jerry. Otras sólo porque es como si no hubieras cumplido tu tarea si no te obligas a pasar un miedo mortal. Otras, vas para recordarte a ti mismo que el sobrevivir es pura suerte. Pero sobre todo vas porque van los demás, por machismo, y porque para pertenecer tienes que compartir. En los viejos tiempos, Jerry quizás lo hubiese hecho por razones más sublimes. Para conocerse: el juego de Hemingway. Para elevar el umbral del miedo ya que en la guerra, como en el amor, el deseo se intensifica. Cuando te han ametrallado, los tiros de fusil parecen una broma. Cuando te han machacado a bombazos, son un juego de niños las ametralladoras, aunque sólo sea porque el impacto de las balas te deja los sesos en su sitio, mientras que con un bombazo estallan y te salen por las orejas. Y la paz: también recordaba eso. En los tragos amargos de la vida (dinero, hijos, mujeres, todo a la deriva) había retenido la sensación de paz que procedía de saber apreciar que su única responsabilidad era la de seguir vivo. Pero esta vez (pensaba), esta vez lo hago por la razón más estúpida y absurda de todas, por localizar a un piloto drogadicto que conoce a un hombre que fue amante de Lizzie Worthington. Iban despacio porque la chica, con su falda corta, no podía andar muy bien por las resbaladizas rodadas.
—Gran chica —murmuró Keller.
—Tiene madera —convino Jerry, obediente.
Jerry recordó con embarazo que en el Congo solían hacerse confidencias, confesándose sus amores y debilidades. Para no caer, por lo accidentado del terreno, la chica extendió los brazos, equilibrándose con ellos.
No apuntes, pensó Jerry, no apuntes, por amor de Dios. Por eso les disparan a los fotógrafos.
—Sigue andando, pequeña —chilló Keller—. Tú no pienses en nada. Tú camina. ¿Tú quieres dar la vuelta, Westerby?
Pasaron junto a un muchachito que jugaba solo con unas piedras en la tierra. Jerry se preguntó si sería sordo a las bombas. Miró atrás. El Mercedes aún seguía aparcado allí junto a los árboles. Delante, distinguió hombres en posiciones de fuego bajas entre los escombros, más de los que había supuesto. El estruendo aumentó de pronto. En la otra orilla explotaron dos bombas en medio del fuego. Los T28 intentaban extender las llamas. Una andanada de rebote cortó la ribera debajo de ellos, levantando polvo y barro. Un campesino les pasó delante, muy tranquilo, en su bicicleta. Entró en la aldea, la atravesó y salió de ella, dejando atrás lentamente las ruinas y perdiéndose de nuevo entre los árboles. Nadie le disparó, nadie le detuvo. Podía ser nuestro o ser suyo, pensó Jerry. A lo mejor estuvo anoche en la ciudad, y tiró un plástico en un cine y ahora se vuelve a casa.
—Dios santo —dijo la chica, con una carcajada—. ¿Por qué no pensamos nosotros en las bicicletas?
Con estruendo de ladrillos que caen retumbó cerca una ráfaga de ametralladora. Debajo, en la orilla del río, por gracia de Dios, se alineaba una hilera de manchas de leopardo vacías. Las manchas de leopardo son pozos de tirador de poca profundidad excavadas en el barro. Jerry las había localizado ya. Cogió a la chica y la echó a tierra. Keller ya estaba tumbado. Tendido junto a ella, Jerry sintió una profunda indiferencia. Mejor una o dos balas allí que lo de Frost. Los proyectiles alzaban cortinas de barro y saltaban aullando en el camino. Quedaron allí tumbados, esperando que el fuego cesase. La chica miraba muy entusiasmada a la otra orilla, sonriendo. Tenía los ojos azules y era rubia y aria. Tras ellos, al borde del camino, cayó una bomba de mortero y Jerry hubo de echarla al suelo, por segunda vez. La explosión barrió sobre ellos y cuando pasó, cayeron plumas de tierra como en sacrificio propiciatorio. Pero ella se levantó con la misma sonrisa. Cuando el Pentágono piensa en civilización, pensó Jerry, piensa en ti. En el fuerte, se había recrudecido de pronto el combate. Habían desaparecido los camiones y se había formado una densa nube, los fogonazos y el estruendo de los morteros no cesaban, el fuego ligero de ametralladora lanzaba retos y se les respondía con rapidez creciente. La cara picada de viruelas de Keller salió blanca como la muerte por el borde del pozo de tirador.
—Los Jemeres Rojos los tienen bien cogidos —gritó—. Están en la otra orilla, allí delante, y ahora aparecen por el otro flanco. ¡Deberíamos haber seguido la otra ruta!
Dios mío, pensó Jerry, al volver a él los demás recuerdos. Keller y yo, se dijo, luchamos en una ocasión también por una chica. Intentó acordarse de quién era la chica y quién había ganado.
Esperaron, cesó el fuego. Volvieron al coche y retrocedieron hasta la encrucijada a tiempo de encontrarse con la columna en retirada. A los lados del camino había muchos muertos y heridos, y entre ellos mujeres acuclilladas, abanicando con ramas de palma los inmóviles rostros. Salieron otra vez del coche. Los refugiados tiraban de búfalos y carretillas y unos de otros, chillando a sus cerdos y a sus niños. Una vieja lanzó un grito al ver que la enfocaba la chica con su cámara, creyendo que era un arma. Había sonidos que Jerry no podía situar, como el ring ring de los timbres de las bicis, y algunos gemidos y sonidos que sí podía situar, como el húmedo llanto de los moribundos y el estruendo del fuego de mortero, cada vez más próximo. Keller corrió junto a un camión, intentando dar con un oficial que hablase inglés. Jerry corrió a su lado, gritando las mismas preguntas en francés.
—Al carajo —dijo Keller, aburrido de pronto—. Volvamos a casa.
Luego, en su versión de inglés señorial:
—Esta gente, este ruido.
Volvieron al Mercedes.
Siguieron con la columna un rato; los camiones les echaban del camino y los refugiados golpeaban cortésmente en los cristales de las ventanillas para que les llevaran. Jerry en una ocasión creyó ver a Ansiademuerte el Huno en el asiento de atrás de una moto del ejército. En la bifurcación siguiente, Keller ordenó al chófer girar a la izquierda.
—Más íntimo —dijo, y volvió a ponerle la mano buena en la rodilla a la chica. Pero Jerry pensaba en Frost en el depósito de cadáveres, en la blancura de sus desencajadas mandíbulas.
—Mi buena madre siempre me lo decía —proclamó Keller, con acento rústico—. Hijo, nunca salgas de la selva por el mismo camino que entraste. ¿Pequeña?
—¿Sí?
—Pequeña, acabas de perder el virgo. Mis humildes felicitaciones —y metió la mano un poco más arriba.
A su alrededor, surgió, por todas partes, el estruendo del agua cayendo como si hubiesen estallado muchas cañerías. Cayó un torrente súbito de agua. Pasaron un poblado lleno de gallinas que corrían aturdidas. Había un sillón de barbero vacío allí en medio, bajo la lluvia. Jerry se volvió a Keller.
—Oye, lo de la economía de guerra —dijo, retomando el hilo, mientras los dos se apaciguaban otra vez—; lo de las fuerzas del mercado y demás. ¿Recuerdas la historia?
—Podría hacerse ese reportaje, sí —dijo animoso Keller—. Ya se ha hecho unas cuantas veces. Pero sigue mereciendo la pena hacerlo.
—¿Cuáles son las principales compañías? Keller nombró unas cuantas.
—¿Indocharter?
—Indocharter es una —dijo Keller.
Jerry lanzó un tiro largo.
—Hay un payaso, un tal Charlie Mariscal, que vuela para ellos. Es medio chino. Me dijeron que hablaría. ¿Le conoces?
—Ca.
Se dio cuenta que no podía ir más lejos.
—¿Qué aparatos usan, en general?
—Lo que consiguen. Dececuatros, lo que sea. No basta con uno, claro. Necesitas dos por lo menos, uno para volar y el otro para repuestos. Es más barato dejar un aparato en tierra e ir despiezándolo que sobornar a los aduaneros para que te den las piezas de repuesto.
—¿Y los beneficios?
—Impublicables.
—¿Corre mucho opio?
—Hay una refinería completa en el Bassac, nada menos. Es como en tiempos de la Prohibición. Puedo prepararte un viaje allí, si andas detrás de eso.
La chica miraba por la ventanilla, contemplaba la lluvia.
—Ya no veo niños, Max —dijo—. Dijiste que había que tener cuidado cuando no hay niños, ¿no? Bueno, pues llevo un rato mirando y han desaparecido.
El chófer paró.
—Está lloviendo —siguió la chica— y a mí me dijeron que a los niños asiáticos les gusta salir a jugar cuando llueve. Así que, dime, ¿dónde están los niños?
Pero Jerry no atendía a la chica. Agachándose y mirando por el parabrisas, todo al mismo tiempo, vio lo que el chófer había visto, y sintió que se le secaba la garganta.
—Tú eres el jefe, amigo —le dijo muy quedo a Keller—. Es tu coche, tu guerra y tu chica.
Jerry vio angustiado por el espejo que en el rostro de piedra pómez de Keller luchaban la realidad y la incapacidad.
—Hay que seguir hacia ellos despacio —dijo Jerry, cuando ya no pudo esperar más—. Lentement.
—Eso es —dijo Keller—. Que haga eso.
A unos cincuenta metros por delante de ellos, envuelto por la lluvia torrencial, había un camión gris atravesado que bloqueaba el camino. Y por el espejo retrovisor, se vio aparecer un segundo camión por detrás, cortándoles la retirada.
—Será mejor que enseñemos las manos —dijo Keller en áspero susurro.
Con su mano buena, bajó el cristal de la ventanilla. La chica y Jerry hicieron lo mismo. Jerry limpió de vaho el parabrisas y puso las manos sobre la guantera. El conductor conducía cogiendo el volante por la parte de arriba.
—No hay que sonreírles ni que hablarles —ordenó Jerry.
—¡Dios santo! —dijo Keller—. ¡Dios santo!
Todos los periodistas de Asia, pensó Jerry, tenían su historia favorita sobre lo que te hacían los Jemeres Rojos y casi todas eran ciertas. Hasta Frost se habría sentido agradecido en aquel momento de su final comparativamente apacible. Jerry conocía periodistas que llevaban veneno, que llevaban hasta un arma oculta, para salvarse precisamente de aquel momento. Si te cogían, sólo podías escapar la primera noche, recordó. Antes de que te quitasen los zapatos y la salud y Dios sabe qué otras partes de ti. Tu única oportunidad, según el folklore, era la primera noche. Se preguntó si debería explicárselo a la chica, pero no quiso herir los sentimientos de Keller. Seguían avanzando en primera, el motor gimiendo. La lluvia caía a chorros sobre el coche, atronaba en la capota, repiqueteaba en el capó, entraba por las ventanillas abiertas. Si nos atascamos estamos perdidos, pensó. El camión que estaba atravesado delante aún no se había movido y no había hasta él más de quince metros. Era un monstruo resplandeciente bajo el chaparrón. Desde la oscuridad de la cabina les observaban flacos rostros. En el último minuto, el camión dio marcha atrás y se metió en el follaje, dejando espacio suficiente para que pasaran. El Mercedes se inclinó. Jerry hubo de agarrarse a la puerta para no caer encima del chófer. Dos ruedas de un lado patinaron, gimieron, se balanceó el capó y estuvieron a punto de chocar con la defensa del camión.
—No tiene matrícula —murmuró Keller—. Dios santo.
—No corra —le dijo Jerry al chófer—. Toujours lentement. No encienda los faros.
Jerry seguía mirando por el espejo.
—¿Y ésos eran los pijamas negros? —dijo la chica muy emocionada—. ¿Ni siquiera me habéis dejado que les haga una foto?
Nadie contestó.
—¿Qué querían? ¿A quién querían tender una emboscada? —insistió.
—A otros —dijo Jerry—. A nosotros no.
—A algún vagabundo que viene siguiéndonos —dijo Keller—. Qué más da…
—¿Y no deberíamos avisar a alguien?
—No disponemos de teléfono —dijo Keller.
Oyeron disparos detrás, pero siguieron su camino.
—Esta lluvia de mierda —masculló Keller, medio para sí—. ¿Por qué coño se pone a llover tan de repente?
La lluvia había cesado casi del todo.
—Por amor de Dios, Max —protestó la chica—, dime, si nos tenían tan atrapados, ¿por qué no nos liquidaron?
Antes de que Keller pudiera contestarle, lo hizo por él el chófer en francés, con suavidad y cortesía, aunque sólo Jerry le entendió.
—Cuando quieran venir, vendrán —dijo, sonriéndole a la chica por el espejo—. Cuando llegue el mal tiempo. Cuando los norteamericanos añadan otros cinco metros de hormigón al tejado de su Embajada y los soldados estén acuclillados bajo los capotes debajo de los árboles y los periodistas bebiendo whisky y los generales en la fumerie, los Jemeres Rojos saldrán de la selva y nos cortarán el cuello a todos.
—¿Qué dijo? —preguntó Keller—. Traduce, Westerby.
—Sí. ¿qué fue lo que dijo? —dijo la chica—. Parecía algo muy bueno, como una proposición, o algo así.
—No pude cubrirme a tiempo —bromeó Jerry—. Disparó demasiado rápido.
Se echaron todos a reír, demasiado ruidosamente, el chófer también.
Y Jerry cayó en la cuenta de que en medio de todo aquello sólo había pensado en Lizzie. Sin olvidar por ello el peligro… más bien al contrario. Como la nueva y gloriosa claridad que ahora les envolvía, Lizzie era el premio de la supervivencia.
En Phnom Penh doraba alegre la piscina el mismo sol. En la ciudad, no había llovido, pero un fatídico cohete había matado a ocho o nueve niñas junto a la escuela femenina. El corresponsal sureño acababa de volver de contarlas.
—¿Qué tal se portó Maxie en el jaleo? —le preguntó a Jerry cuando se encontraron en el vestíbulo—. Parece que tiene un poco flojos los nervios últimamente.
—Quita esa cara de mi vista —le dijo Jerry—. Si no, voy a tener que partírtela.
El sureño se fue, sin dejar de sonreír.
—Podríamos vernos mañana —le dijo la chica a Jerry—. Mañana tengo todo el día libre.
Keller subía tras ella lentamente las escaleras, una figura encorvada, la camisa con una sola manga remangada, apoyándose en la barandilla.
—Podríamos vemos de noche incluso, si tú quieres —dijo Lorraine.
Jerry estuvo un rato sentado en la habitación escribiéndole postales a Cat. Luego fue a la oficina de Max. Tenía que hacerle algunas preguntas más sobre Charlie Mariscal. Además, tenía la impresión de que el buen Max agradecería su compañía. Después de cumplir con su deber, cogió un ciclomotor y se acercó otra vez a la casa de Charlie Mariscal, pero aunque aporreó la puerta y gritó, sólo pudo ver las mismas piernas morenas desnudas e inmóviles al fondo de las escaleras, esta vez a la luz de una vela. Pero la página que había arrancado de su agenda había desaparecido. Volvió a la ciudad y, como le quedaba una hora en blanco, se sentó en la terraza de un café, en una de las cien sillas vacías, y bebió un pernaud largo, recordando otros tiempos en que las chicas de la ciudad pasaban por allí delante en sus carritos de mimbre, murmurando tópicos amorosos en melodioso francés. Aquella noche, la oscuridad sólo se estremecía por algo tan poco amoroso como el esporádico estruendo de la artillería, mientras la ciudad se agachaba esperando el golpe.
Pero lo que mayor temor causaba no eran las bombas, sino el silencio. Como la propia jungla, aquel silencio, y no la artillería, era el elemento natural de aquel enemigo cada vez más próximo.
Cuando un diplomático quiere hablar, en lo primero que piensa es en comidas, y en los círculos diplomáticos se cenaba pronto por el toque de queda. No era que los diplomáticos estuvieran sometidos a tales horrores, pero todos los diplomáticos del mundo caen en la encantadora presunción de suponer que constituyen un ejemplo… para quién o de qué es algo que ni el propio diablo debe saberlo.
La casa del Consejero estaba situada en una zona llana y frondosa próxima al palacio de Lon Nol. Cuando Jerry llegó, había en la entrada un coche oficial grande descargando a sus ocupantes, vigilado por un jeep lleno de milicianos. O realeza o religión, pensó Jerry mientras salía; pero no eran más que un diplomático norteamericano y su mujer que llegaban para el banquete.
—Vaya, usted debe ser el señor Westerby —dijo su anfitriona.
Era alta y elegante y parecía divertirle la idea de un periodista, lo mismo que le divertía cualquiera que no fuese un diplomático, con el rango de Consejero además.
—John se estaba muriendo de ganas de conocerle a usted —proclamó alegremente, y Jerry supuso que era para hacerle sentirse cómodo. Continuó escaleras arriba. Su anfitrión estaba al final de las escaleras y era un hombre enjuto de bigote, un poco encorvado y con un aire juvenil que Jerry solía asociar al clero.
—¡Oh, qué bien! Magnífico. Usted es el jugador de cricket, ¿eh? Muy bien. Amigos comunes, ¿verdad? Esta noche no nos permiten utilizar la terraza, lo siento —dijo lanzando una mirada malévola hacia el rincón norteamericano—. Al parecer, la buena gente escasea. Tendremos que cenar bajo techo. ¿Quiere usted comprobar cuál es su sitio?
Y señaló con dedo imperativo un plano de placement con marco de piel que indicaba los sitios asignados a los comensales.
—Pase y conocerá a algunas personas. Pero espere un momento.
Y le desvió ligeramente a un lado, pero sólo ligeramente.
—Todo pasa a través de mí, ¿entendido? He dejado eso absolutamente claro. No permita que le arrinconen, ¿entendido? Parece que hay un pequeño alboroto, no sé si me entiende. Una cosa local. No es problema suyo.
El norteamericano parecía bajo a primera vista, y era moreno y pulcro, pero cuando se levantó para darle la mano a Jerry, tenía casi su misma estatura. Vestía una chaqueta de tartán de seda cruda y llevaba en la otra mano un radiotransmisor manual en un estuche negro de plástico. Sus ojos castaños reflejaban inteligencia, pero también un respeto excesivo, y cuando se dieron la mano, una voz interior le dijo a Jerry: «Primo».
—Me alegro de conocerle, señor Westerby. Tengo entendido que viene usted de Hong Kong. El gobernador que tienen ustedes allí es muy buen amigo mío. Beckie, éste es el señor Westerby, un amigo del gobernador de Hong Kong y un buen amigo de John, nuestro anfitrión —e indicó a una mujer grande, embridada en plata opaca del mercado local labrada a mano. Sus ropas claras flotaban en una mezcolanza muy asiática.
—Oh, el señor Westerby —dijo—. De Hong Kong. Qué tal.
Los demás invitados eran un batiburrillo de comerciantes locales. Sus mujeres eran eurasiáticas, francesas y corsas. Un criado hizo sonar un gong de plata. El techo del comedor era de hormigón, pero Jerry percibió que varios ojos se alzaban al entrar para asegurarse. Un tarjetero de plata le indicó que era El «Honorable G. Westerby»; la carta, también enmarcada en plata, le prometió le roast beef à l’anglaise; los candelabros de plata sostenían largas velas de aire eclesial; sirvientes camboyanos revoloteaban y desaparecían medio agachados, con bandejas de comida preparada por la mañana, cuando había electricidad. Una beldad francesa muy viajada se sentó a la derecha de Jerry con un pañuelo de encaje entre los pechos. Llevaba otro en la mano y cada vez que comía o bebía se limpiaba con él la boquita. Su tarjeta la declaraba condesa Sylvia.
—Je suis très, très diplomèe —le susurró a Jerry, mientras mordisqueaba y se limpiaba—. J’ai fait la science politique, mécanique et l’éléctricité générale. En enero me puse mal del corazón. Ahora estoy curada.
—Oh, bueno, yo, yo no estoy cualificado en nada —insistió Jerry, exagerando excesivamente la nota irónica—. Sabelotodos que no sabemos nada, eso somos.
Poner esto en francés le llevó un buen rato y aún estaba trabajándolo cuando de algún lugar bastante próximo llegó el estruendo de una ráfaga de ametralladora, demasiado prolongada para la seguridad del ametrallador. No hubo disparos de respuesta. La conversación quedó colgando en el aire.
—Algún imbécil que dispara contra los geckos, seguro —dijo el Consejero y su esposa se echó a reír cordialmente, desde el otro lado de la mesa, como si la guerra fuese un pequeño espectáculo que hubieran organizado ellos para divertir a sus invitados.
Volvió el silencio, más profundo y más preñado de presagios que antes. La pequeña condesa posó el tenedor en el plato y resonó como un tranvía en la noche.
—Dieu —dijo.
Todos empezaron a hablar de inmediato. La americana le preguntó a Jerry dónde se había educado y una vez aclarado esto, dónde tenía su casa, y Jerry dio la dirección de Thurloe Square, la casa de la buena de Pet, porque no le apetecía hablar de la Toscana.
—Nosotros tenemos un terreno en Vermont —dijo ella con firmeza—. Pero aún no hemos construido.
Cayeron dos cohetes a la vez Jerry calculó que habían caído hacia el este, a menos de un kilómetro. Al echar un vistazo para ver si estaban cerradas las ventanas, notó que los ojos castaños del marido norteamericano se centraban en él con misteriosa urgencia.
—¿Tiene usted planes para mañana, señor Westerby?
—Nada en especial.
—Si podemos hacer algo por usted dígamelo.
—Gracias —dijo Jerry, pero tenía la sensación de que ése no era el asunto concreto.
Un comerciante suizo de inteligente rostro tenía una historia curiosa que contar. Aprovechó la presencia de Jerry para repetirla.
—No hace mucho, toda la ciudad entera se llenó de explosiones, señor Westerby —dijo—. Íbamos a morir todos. Oh, sí, no había duda: ¡Esta noche morimos! No faltaba nada: bombas, proyectiles trazadores, todo resplandecía en el cielo, un millón de dólares en municiones, según se supo más tarde. Horas y horas sin parar. Algunos amigos míos se dedicaron a ver a todas sus amistades para despedirse de ellas.
De debajo de la mesa surgió un ejército de hormigas que empezó a desfilar cruzando el mantel de damasco perfectamente lavado, haciendo un cuidadoso giro alrededor de los candelabros de plata y del florero lleno de malvaviscos.
—Los norteamericanos utilizaban incesantemente la radio, saltaban de un lado a otro, todos comprobamos con mucho interés nuestro puesto en la lista de evacuación, pero sucedía una cosa curiosa, ¿sabes?: que funcionaban los teléfonos y que teníamos incluso electricidad. ¿Cuál era en realidad el objetivo? —Todos reían ya histéricamente—. ¡Ranas! ¡Ciertas ranas glotonas!
—Sanos —corrigió alguien, pero esto no interrumpió las risas. El diplomático norteamericano, un modelo de cortés autocrítica, aportó el simpático epílogo.
—Los camboyanos tienen una superstición antigua, ¿sabe usted, señor Westerby? Cuando hay eclipse de luna hay que hacer mucho ruido. La gente dispara cohetes y petardos, aporrea cubos y latas o, mejor aún, quema un millón de dólares en municiones. Porque si no se hace esto, en fin, resulta que las ranas se comen la luna. Tendríamos que haberlo sabido, pero no lo sabíamos, y, en consecuencia, hicimos el ridículo, un ridículo horrible —dijo orgullosamente.
—Sí, me temo que cometieron ustedes un grave error, amigos —dijo muy satisfecho el Consejero.
Pero aunque la sonrisa del norteamericano seguía siendo franca y abierta, sus ojos seguían impartiendo algo mucho más agobiante: era como un mensaje entre profesionales.
Alguien habló de los criados, de su asombroso fatalismo. La representación terminó con una deformación aislada, ruidosa y aparentemente muy próxima. La condesa Sylvia buscó la mano de Jerry y la anfitriona sonrió interrogativamente a su marido.
—John, querido —preguntó, en su tono más hospitalario—. ¿Ese proyectil entraba o salía?
—Salía —contestó él con una carcajada—. Oh sí, salía, no hay duda. Si no me crees, pregúntale a tu amigo el periodista. Él ha pasado por unas cuantas guerras, ¿no es así, Westerby?
Y, con esto, volvió el silencio a ellos como un tema prohibido. La dama norteamericana se aferró a aquel terreno suyo de Vermont. Quizás, después de todo, deberían construir. Quizás era, en realidad, el momento.
—Quizás debiésemos escribir en seguida a aquel arquitecto —dijo.
—Quizás debiéramos hacerlo, sí —convino su marido, y en ese mismo instante, se vieron sumergidos en una auténtica batalla. Sonó muy cerca un prolongado estruendo de artillería ligera que iluminó la colada del patio y ráfagas de un grupo de ametralladoras, veinte por lo menos, atronaron con su fuego sostenido y desesperado. Con los fogonazos, vieron cómo corrían a refugiarse en la casa los criados y por encima del estruendo oyeron órdenes dadas y contestadas, grito por grito, y el enloquecido tintineo de los gongs manuales. Dentro de la estancia, sólo se movió el diplomático norteamericano, que se llevó el transmisor-receptor a los labios, y sacó una antena y murmuró algo antes de llevárselo al oído. Jerry bajó la vista y vio la mano de la condesa confiadamente apoyada en la suya. Sintió luego en el hombro el roce de la mejilla de la condesa. El fuego disminuyó en intensidad. Se oyó retumbar cerca una bomba pequeña. Ninguna vibración, pero las llamas de las velas se inclinaron en un saludo y de la repisa de la chimenea cayeron un par de voluminosas invitaciones que, con un golpe sordo, quedaron inmóviles en el suelo, únicas víctimas identificables. Luego, como un ruido independiente y final, se oyó el estruendo de un avión de un solo motor que despegaba y fue como el llanto lejano de un niño. Le sucedió, como coronación, la tranquila risa del Consejero que le decía a su esposa:
—En fin, esto no fue el eclipse, me temo, ¿verdad, Hills? No es ninguna ventaja tener a Lon Nol como vecino. De vez en cuando, uno de sus pilotos se harta de que no le paguen y coge un avión y se lanza a ametrallar Palacio. Querida, ¿por qué no acompañas a las señoras a empolvarse la nariz o a lo que hagáis las señoras?
Está enfadado, concluyó Jerry, percibiendo de nuevo la mirada del norteamericano. Es como un hombre que tiene una misión entre los pobres y tiene que perder el tiempo con los ricos.
* * *
Jerry, el Consejero y el norteamericano estaban ya abajo, en el estudio. El Consejero mostraba ahora una cautela lobuna.
—Bueno, en fin —dijo—. Ahora que les he puesto a los dos en contacto, creo que lo más oportuno es que les deje solos. Hay whisky en el aparador, ¿entendido, Westerby?
—De acuerdo, John —dijo el norteamericano, pero el Consejero pareció no oír.
—Y no olvide, Westerby, que el mandato nos corresponde a nosotros, ¿entendido? Nosotros somos los que mantenemos la cama caliente, ¿de acuerdo? —y, con un ademán, desapareció.
El estudio estaba iluminado por velas, y era una habitación masculina y pequeña sin espejos ni cuadros, sólo un techo de teca acanalado y un escritorio verde metálico, y de nuevo la sensación mortecina y quieta de la negrura exterior, aunque los geckos y las ranas toro habrían desbaratado hasta el micrófono más sutil y perfecto.
—Déjeme eso a mí —dijo el norteamericano, interrumpiendo el avance de Jerry hacia el aparador.
Luego, pareció querer demostrar mucho interés en preparar la bebida exactamente al gusto de Jerry:
—Agua o soda, no vaya a estropeárselo —dijo, y añadió, en un tono nervioso y parlanchín, desde el aparador, mientras servía—: Es dar muchos rodeos para poner en contacto a dos amigos, ¿no le parece?
—Sí, más bien.
—John es un gran tipo, pero es demasiado estricto con el protocolo. Su gente no tiene recursos aquí en este momento, pero tienen ciertos derechos, así que a John le gusta cerciorarse de que no se le escapa la pelota del campo definitivamente. Entiendo perfectamente su punto de vista. Pero las cosas, a veces, se retrasan un poco.
Y, tras decir esto, sacó de la chaqueta de tartán un sobre grande y, con la misma significativa atención de antes, observó cómo Jerry lo abría. El papel tenía una textura aceitosa y fotográfica.
Se oyó gemir a un niño cerca, pero le hicieron callar en seguida. El garaje, pensó Jerry: los criados han llenado el garaje de refugiados y no quieren que lo sepa el Consejero.
EJECUTIVO SAIGÓN informa Charlie MARISCAL rpt MARISCAL tiene previsto volar a Battambang ETA 1930 mañana vía Pailin… DC4 Carvair modificado, insignias Indocharter declaración menciona carga diversa… seguirá ruta a Phnom Penh.
Luego leyó hora y fecha de transmisión y le azotó una sorda cólera.
Recordó sus paseos del día anterior por Bangkok y su excursión de aquel mismo día con Keller y la chica y, con un «Dios santo», arrojó el papel de nuevo sobre la mesa.
—¿Cuánto tiempo hace que saben esto? Eso no es mañana. ¡Es esta noche!
—Por desgracia, nuestro anfitrión no pudo preparar antes la boda. Tenía un programa social muy apretado. Buena suerte.
Y cogió de nuevo el mensaje, tan furioso como Jerry, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y desapareció escaleras arriba a reunirse con su mujer, que por entonces admiraba afanosa la insulsa colección de budas robados de la anfitriona.
Jerry se quedó allí sentado, solo. Cayó un cohete, y esta vez era cerca. Se apagaron las velas y el cielo de la noche pareció estallar al fin con la tensión de aquella guerra ilusoria y gilbertiana. Las ametralladoras se incorporaron indiferentes al estruendo. El cuartito vacío con su suelo de mosaico, retumbó y resonó como una caja de resonancia.
Pero cesó el estruendo de nuevo con la misma brusquedad, dejando la ciudad en silencio.
—¿Algún problema, muchacho? —preguntó cordialmente el Consejero desde la puerta—. Le ha irritado, ¿verdad? Últimamente quieren dirigir el mundo ellos solos, por lo que parece.
—Necesitaré opciones de seis horas —dijo Jerry.
El Consejero no entendía del todo. Después de explicarle de qué se trataba, Jerry se lanzó rápidamente a la noche.
—Consígase un medio de transporte, muchacho, ¿no lo tiene? Es la forma. Si no, dispararán contra usted. Mire por dónde va.
Jerry caminaba de prisa, impulsado por el disgusto y por la rabia. Pasaba ya mucho del toque de queda. No había farolas en las calles ni estrellas. Había desaparecido la luna y el rechinar de las suelas de crepé iba con él como un compañero invisible y molesto. La única luz era la que salía del recinto del Palacio, que quedaba al otro lado de la calle, pero que no llegaba hasta la acera de Jerry. Bloqueaban el interior del recinto altos muros, coronados de altas alambradas, y los cañones antiaéreos brillaban con resplandor de bronce frente al cielo negro y silencioso. Jóvenes soldados dormitaban en grupo y al pasar Jerry junto a ellos resonó un nuevo redoble de gong: el jefe de la guardia mantenía así despiertos a los centinelas. No había tráfico pero los refugiados habían instalado sus propias aldeas nocturnas entre los puestos de vigilancia, en una larga columna que iba siguiendo la acera. Algunos se habían envuelto en tiras de lona oscura, otros tenían catres de tablas y algunos cocinaban con llamitas, aunque sólo Dios sabe qué podrían haber encontrado para comer. Algunos se sentaban en ordenados grupos, unos frente a otros. En un carro de bueyes había una chica tumbada con un muchacho, niños de la edad de Cat la última vez que la había visto en carne y hueso. Pero de cientos de ellos no surgía ni un sonido y, después de haber recorrido un buen trecho, se volvió y miró para asegurarse de que estaban allí. Si estaban, les ocultaban la oscuridad y el silencio. Pensó en la cena. Había tenido lugar en otro país, en otro universo completamente distinto. Él era allí intrascendente, y, sin embargo, de algún modo, había contribuido al desastre.
Y no olvide que el territorio nos corresponde a nosotros, ¿entendido? Nosotros somos los que mantenemos la cama caliente.
Empezó a sudar a mares, sin razón aparente, el aire de la noche no le refrescaba en absoluto. La noche era igual de cálida que el día. Delante de él, en la ciudad, estalló despreocupadamente un cohete perdido, luego otros dos. Vienen por los arrozales hasta que nos tienen a tiro, pensó. Se tumban, con sus trozos de tubería y sus pequeñas bombas, luego disparan y corren como diablos hacia la selva. El Palacio quedaba a su espalda. Una batería disparó una salva y por unos segundos pudo ver el camino gracias a los fogonazos. La calle era ancha, un bulevar, y él procuraba seguir por la parte de arriba. De vez en cuando, aparecían los vacíos de las calles laterales que se reproducían con regularidad geométrica. Si se agachaba, podía ver incluso las copas de los árboles retrocediendo en el pálido cielo. Pasó traqueteando un ciclomotor, que se inclinó tambaleante en la curva y tropezando con el bordillo, estabilizándose luego. Pensó en gritarle para que parara, pero prefirió seguir caminando. Una voz masculina le habló dubitativa desde la oscuridad:… un susurro, nada indiscreto.
—Bon soir? Monsieur? Bon soir?
Había centinelas cada cien metros en parejas o aislados, las carabinas sujetas con ambas manos. Sus murmullos llegaban hasta él como invitaciones, pero Jerry era siempre cuidadoso y mantenía las manos bien separadas de los bolsillos, donde pudieran verlas. Algunos, al ver a aquel ojirredondo enorme y sudoroso, se reían y le saludaban con gestos. Otros le paraban a punta de pistola y le miraban concienzudamente a la luz de los faros de las bicis, mientras le hacían preguntas a fin de practicar un poco su francés. Algunos le pedían cigarrillos, y Jerry se los daba. Se quitó la empapada chaqueta y se abrió la camisa hasta la cintura, pero, aún así, el aire no le refrescaba y se volvió a preguntar si no tendría fiebre y si, como la noche anterior en Bangkok, no despertaría en su habitación acuclillado en la oscuridad dispuesto a abrirle la cabeza a alguien con una lámpara de mesa.
Apareció la luna, envuelta en la espuma de las nubes. A su luz, el hotel parecía una fortaleza cerrada. Llegó por fin al muro del jardín y lo siguió por la izquierda, por donde los árboles, hasta que el muro giró otra vez. Tiró la chaqueta por encima y, con dificultad, lo escaló y saltó tras ella. Cruzó el césped hasta las escaleras, abrió la puerta del vestíbulo y retrocedió con una exclamación de disgusto. El vestíbulo estaba absolutamente a oscuras, salvo por un rayo de luna que iluminaba como un foco una inmensa crisálida tejida alrededor de la morena larva desnuda de un cuerpo humano.
—Vous désirez, Monsieur? —preguntó suavemente una voz.
Era el vigilante nocturno en su hamaca, dormido bajo un mosquitero.
El muchacho le entregó una llave y una nota y aceptó silencioso la propina. Jerry encendió el mechero y leyó la nota.
«Querido, estoy en la habitación 28, en soledad completa. Ven a verme. L.»
Qué demonios, pensó: puede que eso me tranquilice y me serene otra vez. Subió las escaleras hasta la segunda planta, olvidando la terrible banalidad de la chica, pensando sólo en sus largas piernas y en su balanceante trasero cuando caminaba entre las rodadas por la orilla del río; recordó sus ojos claros y su seriedad vulgar tan norteamericana, cuando estaba tendida en el pozo de tirador; pensó sólo en su propio anhelo de contacto humano. ¿Qué le importaba a él Keller? Abrazar a alguien es existir. Quizás ella esté asustada también. Llamó a la puerta, esperó, la empujó.
—¿Lorraine? Soy yo. Westerby.
Nada. Avanzó hacia la cama, percibiendo la ausencia de aroma femenino, no olía siquiera a colorete o a desodorante. Mientras avanzaba, vio, a la misma luz de la luna, el cuadro aterradoramente familiar de unos vaqueros, unas pesadas botas y una destartalada Olivetti portátil, no muy distinta de la suya.
—Da un paso más y será un delito de violación —dijo Luke, descorchando la botella que tenía en la mesita.