14. El octavo día

El optimismo que imperaba en la quinta planta era un gran alivio tras la depresión de la reunión anterior. Guillam lo calificó de una luna de miel de los excavadores, y aquella noche fue su punto álgido, el apogeo de su explosión estelar atenuada y, en la cronología que más tarde impondrían los historiadores a las cosas se produjo exactamente ocho días después de que Jerry, Lizzie y Tiu hubiesen tenido su amplio y franco intercambio de puntos de vista sobre el tema de Ricardo el Chiquitín y la veta de oro rusa… para gran satisfacción de los planificadores del Circus. Guillam había tenido especial interés en llevar a Molly. Aquellos sombríos animales nocturnos habían corrido en todas direcciones por senderos viejos y senderos nuevos, y otros olvidados ocultos ya y redescubiertos; y ahora, al fin, tras sus gemelos paladines Connie Sachs alias Madre Rusia y el nebuloso di Salis alias el Doctor se apretujaban todos, los doce, en la sala del trono, bajo el retrato de Karla, rodeando en obediente semicírculo a su jefe, bolcheviques y peligros amarillos juntos. Una sesión plenaria pues y, para gentes no habituadas a tal espectáculo, sin duda un monumento histórico. Y Molly decorosamente sentada junto a Guillam, el pelo cepillado y suelto para ocultar las marcas de mordiscos en el cuello.

Di Salís es quien lleva la voz cantante. Los demás lo consideran perfectamente lógico. Después de todo, Nelson Ko es terreno del Doctor: chino hasta la punta de las anchas mangas de su túnica. Procurando frenarse, el mojado pelo de punta, las rodillas, los píes y los nerviosos dedos casi inmóviles por una vez, todo a un ritmo mesurado y casi despectivo, cuya inexorable culminación resulta, en consecuencia, más emocionante. Y la culminación tiene incluso un nombre. Y este nombre es Ko Sheng-Hsiu, alias Ko, Nelson, también conocido más tarde por Yao Kai-cheng, nombre bajo el cual caería más tarde en desgracia en la Revolución Cultural.

—Pero dentro de estas cuatro paredes, caballeros —dice con voz aflautada el Doctor cuya conciencia del sexo femenino es algo incoherente— seguiremos llamándole Nelson.

Nacido en 1928 en Swatow, de humilde origen proletario (y citamos las fuentes oficiales, dice el Doctor), se trasladó poco después a Shanghai. No hay mención, ni en informes oficiales ni en los extraoficiales, de la escuela de la misión del señor Hibbert, salvo una triste referencia a «explotación a manos de imperialistas occidentales en la niñez», que le envenenó con ideas religiosas. Cuando los japoneses llegaron a Shanghai, Nelson se unió a la caravana de refugiados camino de Chungking, tal como había explicado el señor Hibbert. Nelson, desde temprana edad, de nuevo según los informes oficiales, continúa el Doctor, se consagró secretamente a la lectura de los textos revolucionarios fundamentales y tomó parte activa en las tareas de los grupos comunistas clandestinos, pese a la opresión de la despreciable chusma de Chiang Kai-chek. En la caravana de refugiados intentó también, «en varias ocasiones, escapar para unirse a las tropas de Mao, pero se lo impidió su extrema juventud. Al volver a Shanghai se convirtió, ya como estudiante, en cuadro dirigente del ilegal movimiento comunista y realizó misiones especiales en los astilleros de Kiangnang para contrarrestar la perniciosa influencia de los elementos fascistas de la KMT. En la Universidad de Comunicaciones defendió públicamente un frente unido de estudiantes y campesinos. Se graduó con excelentes notas en 1951…».

Di Salis se interrumpe, y una liberación súbita de tensión le obliga a alzar un brazo y tirarse del pelo de la nuca.

—El almibarado retrato habitual, Jefe, de un héroe estudiantil que ve la luz antes que sus contemporáneos —canturrea.

—¿Y de Leningrado qué? —pregunta Smiley desde su mesa mientras toma esporádicas notas.

—De mil novecientos cincuenta y tres a mil novecientos cincuenta y seis.

—¿De acuerdo, Connie?

Connie está de nuevo en la silla de ruedas. Echa la culpa conjuntamente al gélido mes y al sapo de Karla.

—Tenemos un hermano Bretlev, querido. Bretlev, Ivan Ivanovitch, académico. Facultad naval de Leningrado, veterano de China, reclutado en Shanghai por los sabuesos de Centro en China. Activista revolucionario, cazador de talentos entrenado por Karla para rastrear entre los estudiantes extranjeros buscando posibles amigos y amigas.

Para los excavadores del lado chino (los peligros amarillos) esta información es nueva y emocionante, y produce un nervioso rumor de sillas y papeles, hasta que, a una seña de Smiley, di Salis se deja la cabeza y sigue hablando.

—En mil novecientos cincuenta y siete volvió a Shanghai, donde le pusieron al frente de unos talleres ferroviarios…

De nuevo Smiley:

—Pero las fechas de Leningrado eran del cincuenta y tres al cincuenta y seis, ¿no?

—Exactamente —dice di Salis.

—Entonces parece haber un año en blanco.

No hay rumor de papeles ahora, ni de sillas tampoco.

—La explicación oficial es una gira por los astilleros soviéticos —dice di Salis, con una presuntuosa sonrisilla a Connie y una misteriosa y maliciosa contorsión del cuello.

—Gracias —dice Smiley, y toma otra nota—. Cincuenta y siete —repite—. ¿Fue antes o después de que se iniciase el conflicto chino-soviético, Doctor?

—Antes. La escisión empezó a manifestarse claramente en el cincuenta y nueve.

Smiley pregunta aquí si se menciona en algún sitio al hermano de Nelson: ¿O es Drake tan repudiado en la China de Nelson como Nelson en la de Drake?

—En una de las primeras biografías oficiales se alude a Drake, pero no por el nombre. En las posteriores, se habla de un hermano que murió cuando el triunfo comunista del cuarenta y nueve.

Smiley hace entonces un insólito chiste, al que sigue una risa densa de alivio.

—Este caso está lleno de gente que finge estar muerta —se lamenta—. Será un alivio para mí si encontramos un cadáver de verdad en algún sitio.

Unas horas más tarde, se recordaría esta broma con un escalofrío.

—Tenemos también noticia de que Nelson fue un estudiante modelo en Leningrado —continúa di Salis—. Al menos, en opinión de los rusos. Le devolvieron a China con las mejores referencias.

Connie se permite otra intervención desde su silla de ruedas. Ha traído consigo a Trod, su escuálido chucho castaño. Yace grotescamente sobre el inmenso regazo de Connie, apestando, y lanzando de vez en cuando un gruñido, pero ni siquiera Guillam, que odia a los perros, se atreve a echarle.

—Claro, querido, ¿cómo no iban a hacerlo? —exclama Connie—. Los rusos tenían que poner a Nelson por las nubes, pues claro, ¡sobre todo si le había metido en la Universidad el hermano Bretlev Ivan Ivanovitch, y los amiguitos de Karla le habían llevado en secreto a la escuela de adiestramiento y todo! ¡A un topito inteligente como Nelson había que proporcionarle una posición decente en la vida para cuando llegase a China! Pero luego no le sirvió de mucho, ¿verdad Doctor? ¡No le sirvió de gran cosa cuando la Abominable Revolución Cultural le agarró por el cuello! La generosa admiración de los sicarios del imperialismo soviético no era ni mucho menos lo que se llevaba entonces en la gorra, ¿verdad?

Sobre la caída de Nelson, proclama el Doctor, hablando más alto en respuesta al estallido de Connie, se tienen pocos datos.

—Hemos de suponer que fue violenta y, como ha señalado Connie, los que gozaban de mayor prestigio entre los rusos fueron los que llevaron la peor parte.

Echa luego un vistazo a la hoja de papel que sostiene torpemente ante su cara congestionada.

—No enumeraré todos sus cargos en la época en que cayó en desgracia, porque en realidad los perdió todos, jefe. Pero es indudable que tuvo la dirección práctica de casi todas las instalaciones astilleras de Kiangnan y, en consecuencia, la de gran parte del tonelaje naval de China.

—Comprendo —dice quedamente Smiley. Mientras toma notas, frunce los labios como en un gesto desaprobatorio, y enarca mucho las cejas.

—El puesto que ocupaba en Kiangnan le proporcionó también una serié de cargos en los comités de planificación naval y en el campo de las comunicaciones y de la política estratégica. En el sesenta y tres, su nombre empieza a aparecer constantemente en los informes de los especialistas de los primos en Pekín.

—Bien hecho, Karla —dice Guillam quedamente, desde su sitio junto a Smiley y éste, que sigue escribiendo, se hace eco del tal sentimiento con un «Sí».

—¡El único, querido Peter! —grita Connie, súbitamente incapaz de contenerse—. ¡El único de todos aquellos sapos que le vio venir! Una voz en el desierto, ¿verdad, Trod? «Ojo con el peligro amarillo —les dijo—. Un día, se volverán contra nosotros, morderán la mano que les alimenta, no os quepa duda. Y cuando eso suceda, habrá ochocientos millones de nuevos enemigos golpeando en la puerta de atrás. Y todos vuestros cañones estarán apuntando en la otra dirección. No olvidéis mis palabras». Se lo dijo, sí —repite Connie, tirándole de la oreja al chucho, emocionada—. Lo escribió todo en un documento: «Amenaza de desviacionismo en el nuevo colega socialista». Circuló entre todos los animalitos del Cuerpo Colegiado de Moscú Centro. Lo estructuró palabra por palabra en su despierta inteligencia mientras estaba haciendo una localización en Siberia para el tío Joe Stalin, bendito sea. «Espía a tus amigos hoy porque sin duda serán tus enemigos mañana», les dijo. El aforismo más viejo del oficio, el favorito de Karla. Cuando le dieron otra vez su puesto, prácticamente lo colgó en la puerta en Plaza Dzerzhinsky. Nadie le hizo caso. Nadie. Cayó en terreno estéril, queridos míos. Cinco años después, se vio que tenía razón, y los del Cuerpo Colegiado no se lo agradecieron no, os lo aseguro… ¡Había tenido razón demasiadas veces para que les gustase, los muy bobos, verdad, Trod! ¡Tú sabes, verdad, querido, tú sabes lo que quiere decir esta vieja tonta!

Y, acto seguido, levanta al perro unos centímetros en el aire cogido por las patas delanteras y lo deja caer otra vez en el regazo.

Connie no puede soportar que el buen doctor acapare los focos. Aunque en el fondo esté de acuerdo. Connie ve perfectamente la racionalidad del hecho, pero la mujer que hay en ella no puede soportar la realidad.

—Bueno, veamos, fue purgado, ¿no, doctor? —dice Smiley quedamente, restaurando la calma—. Volvamos al sesenta y siete, ¿de acuerdo?

Y vuelve a colocar la mano en la mejilla.

El retrato de Karla les mira indiferente desde la sombra, mientras di Salís toma de nuevo la palabra.

—Bueno, la triste historia de siempre, como es de suponer, jefe, —canturrea—. La caperuza de burro, sin duda. Escupitajos en la calle. Puntapiés y golpes a su esposa y sus hijos. Campos de adoctrinamiento, educación por el trabajo «a una escala proporcional al delito». Se le insta a reconsiderar las virtudes campesinas. Según un informe, se le envía a una comuna rural para probarle. Y cuando vuelve a Shanghai, le obligan a empezar de nuevo desde abajo. A colocar traviesas en una vía férrea, o algo parecido. En cuanto a los rosos… si nos referimos a ellos —se apresura a decir antes de que Connie pueda interrumpirle otra vez—, era un fracasado. Ya no tenía acceso ni influencia ni amigos.

—¿Cuánto tiempo tardó en volver a subir? —pregunta Smiley, con una bajada de párpados característica.

—Hace unos tres años, empezó de nuevo a ser útil. En realidad tiene lo que más necesita Pekín: inteligencia, conocimientos técnicos, experiencia. Pero su rehabilitación oficial no se produjo realmente hasta principios del setenta y tres.

Mientras di Salis continúa describiendo las etapas de la rehabilitación ritual de Nelson, Smiley le pasa una carpeta y alude a ciertos datos distintos que, por razones aún no explicadas, le parecen de pronto sumamente importantes.

—Los pagos a Drake se inician a mediados del setenta y dos —murmura—. Crecen notablemente a mediados del setenta y tres.

—Con la posible entrada de Nelson, querido —murmura tras él Connie, como un apuntador en el teatro. Cuanto más sabe, más cuenta y cuanto más cuenta más recibe. Karla sólo paga por cosas buenas, y aun así le cuesta mucho pagar bien.

En el setenta y tres, dice di Salis, tras hacer todas las confesiones correspondientes, Nelson queda incluido en el comité revolucionario municipal de Shanghai y se le nombra responsable de una unidad naval del Ejército de Liberación del Pueblo. Seis meses después…

—¿Fecha? —interrumpe Smiley.

—Julio del setenta y tres.

—¿Cuándo fue rehabilitado oficialmente Nelson, entonces?

—El proceso se inició en enero del setenta y tres.

—Gracias.

Seis meses después, continúa di Salis, se comprueba que Nelson actúa, con una función no especificada, en el Comité Central del Partido Comunista Chino.

—Puro humo —dice en voz baja Guillam, y Molly Meakin le aprieta la mano, disimuladamente.

—Y en un informe de los primos —dice di Salis—, sin fecha, como siempre, pero bien respaldado, Nelson aparece como asesor informal del Comité de Municiones y Pertrechos del Ministerio de Defensa.

En vez de orquestar esta revelación con su serie de muecas y gestos habituales, di Salis consigue permanecer inmóvil como una piedra, espectacularmente.

—En términos de elección, jefe —continúa tranquilamente—, desde un punto de vista operativo, nosotros, desde el sector chino de la casa, consideraríamos ésta una posición clave en el conjunto de la administración china. Si pudiésemos elegir un puesto para un agente dentro de la China continental, el de Nelson quizás fuese el mejor.

—¿Razones? —inquiere Smiley, aún alternando entre las notas y la carpeta abierta que tiene delante.

—La Marina china está aún en la edad de piedra. Nosotros tenemos un interés oficial en los secretos técnicos chinos, naturalmente, pero en realidad lo más importante para nosotros, como sin duda para Moscú, son los datos estratégicos y políticos. Aparte de esto, Nelson podría suministrarnos información sobre la capacidad global de los astilleros chinos. Y, por otra parte, podría informarnos del potencial chino en cuanto a submarinos se refiere, que es un tema que lleva años aterrando a los primos. Y añadiría que también a nosotros, un poco.

—¡Pues imaginad lo que sentirá Moscú! —murmura inopinadamente un viejo excavador.

—Teóricamente, los chinos están creando una versión propia del submarino ruso tipo G-2 —explica di Salis—. Nadie sabe gran cosa al respecto. ¿Tienen un modelo propio? ¿Con cuatro cámaras o con dos? ¿Van armados con proyectiles mar-aire o mar-mar? ¿Qué asignación financiera tienen para esto? Se habla de un modelo tipo Han. Nos dijeron que habían proyectado uno en el setenta y uno. Nunca hemos tenido confirmación. Se dice que en Dairen, en el sesenta y cuatro, construyeron un modelo tipo G armado con proyectiles balísticos, pero aún no ha habido confirmación oficial. Y así sucesivamente —dice di Salis despectivamente, pues, como la mayoría de los del Circus, siente una profunda antipatía por las cuestiones militares y preferiría objetivos más artísticos—. Los primos pagarían una fortuna por datos rápidos y seguros sobre estos temas. En un par de años, Langley podría gastar en eso cientos de millones en investigación, vuelos de espionaje, satélites, instrumentos de escucha y sabe Dios qué… y aun así no obtener una respuesta que fuese ni la mitad de buena que una foto. Así que si Nelson…

El doctor deja la frase en el aire, lo cual resulta muchísimo más eficaz que concluirla.

—Bien hecho, doctor —murmura Connie, pero aun así, durante un rato, nadie habla.

El que Smiley siga tomando notas, y sus constantes consultas a la carpeta, les frena a todos.

—Tan bueno como Haydon —murmura Guillam—. Mejor. China es la última frontera. El hueso más duro de roer.

Smiley, una vez terminados, al parecer, sus cálculos, se retrepa en su asiento.

—Ricardo hizo su viaje unos meses después de la rehabilitación oficial de Nelson —dice.

Nadie se considera en condiciones de poner esto en duda.

—Tiu va a Shanghai y seis semanas después, Ricardo…

En el lejano fondo, Guillam oye ladrar el teléfono de los primos conectado a su despacho, y, según declararía más tarde con la mayor firmeza (quién sabe si fue verdad o fue percepción retrospectiva), la desagradable imagen de Sam Collins brotó conjurada entonces de su recuerdo subconsciente, como el genio de una lámpara, y una vez más se preguntó cómo habría cometido la imprudencia de dejar que Sam Collins le entregara a Martello aquella carta decisiva.

—Nelson tiene otra alternativa, jefe —continúa di Salís, en el momento en que todos suponían que había terminado ya—. No hay ninguna prueba, pero, dadas las circunstancias, creo que debo mencionarlo. Es un informe intercambiado con los alemanes occidentales, con fecha de hace pocas semanas. Según sus fuentes, Nelson es desde hace poco miembro de lo que, por falta de información, hemos denominado El Club de Té de Pekín, un organismo embrionario que pensamos que ha sido creado para coordinar las tareas de los Servicios Secretos chinos. Se incorporó a él en principio como asesor de vigilancia electrónica, y ha pasado luego a ser miembro de pleno derecho. Funciona, por lo que hemos podido deducir, como nuestro Grupo de Dirección, más o menos. Pero he de subrayar que se trata de un tiro a ciegas. No sabemos absolutamente nada de los servicios chinos, y los primos tampoco.

Falto de palabras por una vez Smiley mira fijamente a di Salís, abre la boca, la cierra, luego se quita las gafas y las limpia.

—¿Y el motivo de Nelson? —pregunta, sin advertir aún el terco ladrar del teléfono de los primos—. Un tiro a ciegas, doctor, ¿qué opina de eso?

Di Salis encoge teatralmente los hombros, y su pelo seboso corcovea como un estropajo.

—Oh, cualquiera sabe —dice irritado—. ¿Quién cree en motivos en estos tiempos? Quizás sea muy natural que reaccionara favorablemente a las tentativas de reclutamiento de Leningrado, por supuesto, siempre que las hiciesen como es debido. No se trata de una deslealtad, ni nada parecido, al menos doctrinalmente. Rusia era el hermano mayor de China. Bastaba con que le dijesen que le habían elegido como miembro de una vanguardia especial de supervisores. No me parece tan difícil.

Fuera de la sala del trono, el teléfono verde sigue sonando, lo que resulta notable. Martello no suele ser tan insistente. Sólo les está permitido contestar a Guillam y a Smiley. Pero Smiley no lo ha oído y Guillam no está dispuesto a moverse mientras di Salis improvisa sobre los posibles motivos de Nelson para convertirse en topo de Karla.

—Muchas personas que estaban en la misma posición que Nelson creyeron que Mao se había vuelto loco cuando la Revolución Cultural —explica di Salis, aún reacio a teorizar—. Hasta algunos de sus generales llegaron a pensarlo. Las humillaciones que sufrió Nelson le hicieron someterse exteriormente, pero supongo que en su interior debió sentir mucha rabia y muchos deseos de venganza… ¿quién sabe?

—Los pagos a Drake empezaron cuando la rehabilitación de Nelson era ya casi completa —objeta Smiley suavemente—. ¿Qué piensa de esto, doctor?

Pero, sencillamente es ya demasiado para Connie, que estalla una vez más.

—Oh, George, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? Tú mismo puedes ver el motivo, querido, puedes verlo de sobra. ¡Esos pobres chinos no pueden permitirse colgar a un técnico de primera línea en el armario la mitad de la vida sin utilizarlo! Karla vio lo que iba a pasar, ¿no, doctor? Vio la dirección que llevaba el viento y la siguió. Mantuvo al pobrecillo Nelson sujeto a la cuerda y en cuanto empezó a salir otra vez del anonimato, le echó encima a sus hombres: «Somos nosotros, ¿te acuerdas? ¡Tus amigos! ¡Nosotros no dejamos que te hundas! ¡Nosotros no te escupimos por la calle! ¡Volvamos al trabajo!». ¡Tú harías la misma jugada, lo sabes de sobra!

—¿Y el dinero? —pregunta Smiley—. ¿El medio millón?

—¡Palo y zanahoria! Chantaje implícito, recompensa enorme. Nelson está atrapado por los dos lados.

Pero es di Salis, pese al exabrupto de Connie, quien tiene la última palabra:

—Él es chino. Es pragmático. Es hermano de Drake. No puede salir de China…

—Por ahora —dice Smiley suavemente, mirando de nuevo la carpeta.

—… y sabe muy bien cuál es su valor de mercado para los Servicios Secretos rusos. «Las ideas políticas no pueden comerse, no puedes acostarte con ellas», decía Drake, así que por qué no ganar dinero con ellas…

—Para el día en que puedas dejar China y gastarlo —concluye Smiley y, mientras Guillam sale de puntillas del despacho, cierra la carpeta y toma la hoja de notas—. Drake intentó sacarle una vez y fracasó. Así que Nelson recogió el dinero de los rusos esperando que… ¿esperando qué? Que Drake tenga más suerte, quizás. Al fondo había cesado al fin el insistente aullar del teléfono verde.

—Nelson es un topo de Karla —subraya por último Smiley, casi para sí una vez más—. Está sentado sobre un tesoro de secretos chinos de valor incalculable. Eso es todo lo que tenemos. Está a las órdenes de Karla. Las órdenes en sí son para nosotros de un valor incalculable. Pueden indicamos exactamente lo que saben los rusos de su enemigo chino e incluso lo que se proponen respecto a él. Podríamos obtener muchos negativos. ¿Sí, Pete?

No hay una transición en la transmisión de noticias trágicas. Hay una idea en pie y al minuto siguiente yace destruida, y, para los afectados, el mundo ha cambiado irrevocablemente. Guillam había utilizado, sin embargo, a modo de almohadilla, papel timbrado oficial del Circus y la palabra escrita. Escribiendo su mensaje a Smiley en un impreso esperaba que sólo el verlo le preparase por adelantado. Se acercó quedamente a la mesa con el impreso en la mano, lo dejó sobre el cristal de la mesa y esperó.

—Charlie Mariscal, el otro piloto, vamos a ver… —dijo Smiley, aún sin darse cuenta. ¿Le han localizado ya los primos, Molly?

—Su historia es muy parecida a la de Ricardo —replicó Molly Meakin, mirando extrañada a Guillam.

Guillam, inmóvil junto a Smiley, se había puesto de pronto pálido y parecía mayor y enfermo.

—Voló igual que Ricardo para los primos en la guerra de Laos, señor Smiley. Fueron condiscípulos en la escuela de aviación secreta de Langley, en Oklahoma. Prescindieron de él cuando terminó lo de Laos y no ha vuelto a saberse nada. Los del Ejecutivo dicen que ha estado transportando opio, pero dicen lo mismo de todos los pilotos de los primos.

—Creo que deberías leer esto —dijo Guillam, señalando con firmeza el mensaje.

—Mariscal debe ser el próximo paso de Westerby. Hay que seguir presionando —dijo Smiley.

Y, cogiendo al fin el impreso, lo puso críticamente a la izquierda, donde la lámpara daba más luz. Leyó, enarcadas las cejas y fruncidos los labios. Leyó dos veces, como siempre. No cambió de expresión, pero los que estaban cerca dijeron que desapareció todo movimiento de su rostro.

—Gracias, Pete —dijo quedamente, posando de nuevo el papel—. Gracias a todos los demás. Me gustaría que se quedasen Connie y el doctor un momento más. A los demás les deseo una buena noche de descanso.

Entre los más jóvenes se recibió este deseo con alegres risas pues ya pasaba mucho de la media noche.

La chica del piso de arriba, una limpia muñeca de piel tostada, dormía paralela a una de las piernas de Jerry, rolliza e inmaculada frente a la luz nocturna anaranjada del cielo de Hong Kong, empapado de lluvia. Roncaba con la cabeza fuera, y Jerry miraba a la ventana pensando en Lizzie Worthington. Pensaba en aquellas dos cicatrices gemelas que tenía en la barbilla y se preguntó de nuevo quién se las habría hecho. Pensó en Tiu, se lo imaginó como el carcelero de Lizzie, y se repitió lo de escritor de caballos hasta sentirse realmente furioso. Se preguntó cuánto tendría que esperar, y si al final podría tener una oportunidad con ella, que era todo lo que pedía: una oportunidad. La chica se movió, pero sólo para rascarse la rabadilla. De la puerta contigua le llegó el tintineo ritual de los de la fiesta acostumbrada de mah-jong que lavaban las piezas antes de mezclarlas.

Al principio, la chica no había sido demasiado sensible al galanteo de Jerry (un chorro de notas desapasionadas, introducidas en el buzón de la chica a todas horas en los días anteriores), pero necesitaba pagar la factura del gas. Oficialmente, era propiedad de un hombre de negocios, pero últimamente las visitas de éste se habían ido espaciando más hasta cesar del todo, con el resultado de que la muchacha no podía permitirse ni las consultas a la adivinadora del futuro ni el mah-jong, ni las elegantes ropas en que había puesto el corazón para el día en que de pronto apareciese en las películas de kung fu. Así que sucumbió, pero sobre una base claramente financiera. Su principal temor era que se supiese que hacía de consorte del odioso kwailo. Por esta razón, se había puesto todo su equipo de calle para bajar una planta; impermeable castaño con hebillas de trasatlántico de bronce en las hombreras, botas amarillas de plástico y un paraguas de plástico con rosas rojas. Todo este equipo yacía ahora esparcido por el suelo cual armadura después de la batalla, y la chica dormía con el mismo noble agotamiento. Así que cuando sonó el teléfono, su única reacción fue un soñoliento taco en cantonés.

Jerry lo descolgó, albergando la estúpida esperanza de que fuera Lizzie. Pero no era Lizzie.

—Mueve el culo, rápido —le dijo Luke—. Y Stubbsie te amará. Ven aquí. Estoy haciéndote el favor más importante de nuestra carrera.

—¿Dónde es aquí? —preguntó Jerry.

—Te estoy esperando abajo, animal.

Hubo de quitarse a la chica de encima para salir, pero la chica ni siquiera despertó.

Brillaban las calles con la lluvia inesperada y la luna tenía un espeso halo. Luke conducía como si fuese en un jeep, en primera, con cambios bruscos en las curvas. El coche estaba empapado del aroma del whisky.

—Pero qué has conseguido, por amor de Dios, dime —preguntaba Jerry—. ¿Qué pasa?

—Buena carne. Tú calla.

—No quiero carne. Estoy servido.

—Esta la querrás. Claro que la querrás.

Iban hacia el túnel del puerto. De un lateral salió bamboleándose un grupo de ciclistas que iban sin luces y Luke tuvo que subirse al arcén central para no atropellarles. Busca un edificio grande, le dijo a Jerry. Les pasó un coche patrulla, con todas las luces parpadeando. Creyendo que iban a pararle, Luke bajó el cristal de la ventanilla.

—Somos de la Prensa, idiotas —chilló—. Somos estrellas, ¿me oís?

Dentro del coche patrulla vieron, de pasada, fugazmente, a un sargento chino con su chófer y a un europeo de aire majestuoso que iba atrás retrepado como un juez. Delante de ellos, a la derecha, apareció de pronto el edificio prometido, una jaula de amarillas jácenas y andamiaje de bambú lleno de sudorosos coolies. Las grúas, resplandecientes por la lluvia, se balanceaban sobre ellos como látigos. La iluminación partía del suelo y se desparramaba inútil en la niebla.

—Busca un edificio bajo —ordenó Luke, reduciendo a sesenta—. Está muy cerca. Blanco. Busca un sitio blanco.

Jerry lo señaló, un recinto de dos plantas de goteante estuco, ni nuevo ni viejo, con una plataforma de bambú de unos siete metros junto a la entrada y una ambulancia. La ambulancia estaba abierta y los tres enfermeros mataban el tiempo, fumando y mirando a los policías que andaban por el patio de entrada como si se tratase de un motín.

—Está regalándonos una hora de ventaja sobre los demás.

—¿Quién?

—El Rocker. ¿Quién iba a ser?

—¿Por qué?

—Porque me pegó, supongo. Y me ama. Y a ti también. Dijo que no me olvidase de traerte.

—¿Por qué?

La lluvia caía inexorable.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —remedó Luke furioso—. ¡Date prisa y calla!

La plataforma de bambú era desproporcionada, más alta que la pared de fachada. Había un par de sacerdotes con hábito color naranja cobijados en ella, tocando címbalos. Un tercero sostenía un paraguas. Había puestos de flores, caléndulas sobre todo, y coches fúnebres, y de un lugar no visible llegaban rumores de pausado exorcismo. El vestíbulo de entrada era un selvático pantano que apestaba a formol.

—Enviado especial del Gran Mu —dijo Luke.

—Prensa —dijo Jerry.

El policía les hizo señal de que pasaran, sin mirar los carnets.

—¿Dónde está el Superintendente? —dijo Luke.

El olor a formol era espantoso. Les guió un joven sargento. Cruzaron una puerta de cristal y pasaron a una sala, donde ancianos de ambos sexos, unos treinta, en pijama casi todos, esperaban flemáticos como si se tratara de un tren de madrugada, bajo lámparas de neón sin pantalla y un ventilador eléctrico. Un viejo carraspeó, y escupió en el suelo de mosaico verde. Sólo el yeso lloraba. Al ver a aquellos kwailos gigantes, los contemplaron con cortés desconcierto. El consultorio del patólogo era amarillo. Paredes amarillas, postigos amarillos, cerrados. Un aparato de aire acondicionado que no funcionaba. Los mismos mosaicos verdes, fáciles de lavar.

—Un olor maravilloso —dijo Luke.

—Como en casa —subrayó Jerry.

Jerry deseaba que fuese combate. El combate siempre resultaba más fácil. El sargento les dijo que esperasen un momento a que él saliera. Oyeron rechinar de camillas de ruedas, voces apagadas, el golpe de la puerta del refrigerador, pausado siseo de suelas de goma. Junto al teléfono había un volumen de la Anatomía de Gray. Jerry se puso a hojearlo, mirando las ilustraciones. Luke se instaló en una silla. Un ayudante de botas de goma cortas y mono trajo té. Tazas blancas, círculos verdes y el monograma de Hong Kong con una corona.

—¿Puede usted decirle al sargento que se dé prisa, por favor? —dijo Luke—. Dentro de un minuto estará aquí toda la ciudad.

—¿Por qué nosotros? —dijo de nuevo Jerry.

Luke vertió parte del té en el suelo de mosaico y mientras el té corría hacia el desagüe, rellenó la taza con su botellita de whisky. Volvió el sargento al fin, y les hizo una rápida seña con su delgada mano. Volvieron a seguirle por la sala de espera. Por aquel lado no había ninguna puerta, sólo un pasillo y un recodo que parecía un urinario público, y allí estaban. Lo primero que vio Jerry fue una camilla de ruedas toda desportillada. No hay nada que dé tanta sensación de vejez y abandono como el equipo hospitalario en mal estado, pensó. Las paredes estaban cubiertas de un moho verde, colgaban del techo verdes estalactitas y en un rincón había una escupidera desconchada llena de pañuelitos de papel. Jerry recordó que les limpiaban las narices antes de levantar la sábana para enseñarlos. Es una cortesía para que no te impresiones demasiado. Los vahos del formol le irritaban los ojos. Había un patólogo chino sentado junto a la ventana tomando notas en un cuaderno. Había también otros dos ayudantes y más policías. Parecía flotar en el ambiente un deseo general de disculparse. Jerry no podía entenderlo. El Rocker les ignoraba. Estaba en un rincón cuchicheando con el caballero de aire majestuoso que iba en la parte trasera del coche patrulla, pero el rincón no estaba muy lejos y Jerry oyó «una mancha para nuestra reputación» dos veces, en tono nervioso e iracundo. El cadáver estaba tapado con una sábana blanca con una cruz azul en ella de brazos iguales. Así pueden utilizarse en ambos sentidos, pensó Jerry. Era la única camilla que había en la habitación. La única sábana. El resto de la exposición estaba dentro de los dos grandes refrigeradores de puertas de madera, lo bastante grandes para poder entrar sin agacharse, grandes como el almacén de una carnicería. Luke estaba fuera de sí de impaciencia.

—¡Rocker, por Dios! —gritó—. ¿Cuánto tiempo piensas tenernos aquí? Tenemos cosas que hacer.

Nadie le prestó atención y, cansado ya de esperar, levantó la sábana. Jerry miró y apartó la vista. La sala de autopsias estaba en la puerta de al lado, y podía oír el ruido de la sierra como el gruñir de un perro.

No es extraño que todos estén tan avergonzados, pensó tontamente Jerry. Traer un cadáver ojirredondo a un sitio como éste.

—Dios santo —decía Luke—. Válgame Dios. ¿Quién pudo hacérselo? ¿Cómo se hacen esas marcas? Esto es cosa de una sociedad secreta. Jesús.

La goteante ventana daba al patio. Jerry pudo ver cómo se balanceaba el bambú en la lluvia y pudo ver las líquidas sombras de una ambulancia que traía otro cliente, pero dudaba que hubiese otro con el aspecto de aquél. Había llegado un fotógrafo de la policía y estaba tomando fotos. Había un teléfono en la pared. El Rocker hablaba por él. Aún no había mirado siquiera a Luke. Ni a Jerry.

—Quiero que lo saquen de aquí —dijo el augusto caballero.

—En cuanto usted quiera —dijo el Rocker.

Luego, se volvió al teléfono y dijo:

—En la Ciudad Amurallada, señor… Sí, señor… en una calleja, señor. Desnudo. Mucho alcohol… El médico forense le reconoció en seguida, señor. Sí señor, han llegado ya del Banco, señor.

Colgó y gruñó para sí:

—Sí señor, no señor, a sus pies, señor. Luego marcó un número. Luke tomaba notas.

—Dios mío —decía sobrecogido—. Dios mío. Deben haber estado semanas matándole. Meses.

Le han matado dos veces, en realidad, pensaba Jerry. Una para hacerle hablar y otra para hacerle callar. Las cosas que le habían hecho primero se veían por todo el cuerpo, en señales grandes y pequeñas, era como cuando cae fuego en una alfombra, hace un agujero y luego, de pronto, desaparece. Después, estaba lo del cuello, una muerte distinta, más rápida, diferente por completo. Eso se lo habían hecho al final, cuando ya no le necesitaban.

Luke se dirigió al forense.

—Dele la vuelta, ¿quiere? ¿Le importaría darle la vuelta, por favor?

El Superintendente había colgado el teléfono.

—¿Qué historia es ésta? —le dijo directamente a Jerry—. ¿Quién es?

—Se llama Frost —dijo el Rocker, mirando a Jerry con su párpado caído—. Empleado del South Asian and China. Departamento de Cuentas en Administración.

—¿Quién le mató? —preguntó Jerry.

—Sí, ¿quién lo hizo? Ésa es la cuestión —dijo Luke escribiendo afanosamente.

—Los ratones —dijo el Rocker.

—En Hong Kong no hay sociedades secretas, ni comunistas, ni Kuomintang. ¿Eh, Rocker?

—Ni putas —gruñó el Rocker.

El augusto caballero le ahorró al Rocker una respuesta más amplia.

—Un caso cruel de atraco —proclamó, por encima del hombro del policía—. Un atraco despiadado e inhumano que demuestra que hace falta una vigilancia pública constante. Era un empleado leal del Banco.

—Eso no fue un atraco —dijo Luke, mirando de nuevo a Frost—. Eso fue una fiesta.

—El hombre tenía algunas amistades muy raras, desde luego —dijo el Rocker, mirando aún a Jerry.

—¿Qué quiere decir con eso? —dijo Jerry.

—¿Qué se sabe hasta el momento? —dijo Luke.

—Estuvo en la ciudad hasta media noche. De fiesta con dos chinos. Un burdel tras otro. Luego le perdimos. Hasta anoche.

—El Banco ofrece una recompensa de cincuenta mil dólares —dijo el hombre augusto.

—¿Hong Kong o USA? —dijo Luke, escribiendo.

El hombre de aire augusto dijo «Hong Kong», en un tono muy agrio.

—Ahora, muchachos, calma —advirtió el Rocker—. Hay una esposa enferma en el Hospital Stanley y hay chicos…

—Y está la reputación del Banco —dijo el hombre augusto.

—Ésa será nuestra principal preocupación —dijo Luke.

Salieron al cabo de media hora, aún con ventaja de sobra sobre sus colegas.

—Gracias —le dijo Luke al Superintendente.

—De nada —dijo el Rocker.

Jerry se dio cuenta de que al Rocker cuando estaba cansado le lagrimeaba el párpado caído.

Hemos sacudido el árbol, pensó, mientras se alejaban. Sí, amigo, lo hemos sacudido a conciencia.

Estaban sentados en las mismas posturas, Smiley en el escritorio, Connie en su silla de ruedas, di Salis mirando la espiral de humo que salía de su pipa. Guillam estaba de pie junto a Smiley, aún con el rechinar de la voz de Martello en los oídos. Smiley limpiaba las gafas con el extremo de la corbata, con un lento movimiento circular del pulgar.

Di Salis, el jesuita, fue quien habló primero. Era quizás el que tenía que defenderse más.

—No hay ninguna razón lógica para relacionarnos con este incidente. Frost era un libertino. Tenía mujeres chinas. Era abiertamente corrupto. Cogió nuestro dinero sin remilgos. Dios sabe cuántas veces habrá cogido propinas parecidas. No me considero responsable.

—Oh, vamos —murmuró Connie.

Estaba sentada, con cara inexpresiva, con el perro durmiendo en su regazo. Las manos agarrotadas apoyadas en los lomos del animal por el calor. Al fondo, el oscuro Fawn servía té.

Smiley habló mirando el impreso. Nadie le había visto la cara desde que la había inclinado para leerlo.

—Connie, quiero los datos —dijo.

—Sí, querido.

—¿Quién sabe, fuera de estas cuatro paredes, que presionamos a Frost?

—Craw. Westerby. El policía de Craw. Y si tienen un poco de inteligencia, los primos lo deducirán.

—No Lacon ni Whitehall.

—Ni Karla, querido —proclamó Connie, mirando de reojo el oscuro retrato.

—No. Karla no. Estoy convencido.

Pero todos percibían en su voz la intensidad del conflicto, el esfuerzo de su intelecto por forzar a la voluntad a sobreponerse a la emoción.

—Para Karla —continuó— sería una reacción demasiado exagerada. Si se descubre una cuenta bancaria secreta, lo único que pasa es que hay que abrir otra en otro sitio. Él no necesita hacer esto.

Alzó en las puntas de los dedos el impreso unos centímetros del cristal.

—El plan salió como esperábamos. La reacción fue simplemente… —empezó de nuevo—. La reacción fue más de lo que esperábamos. Desde el punto de vista operativo no hay problema. Operativamente hemos avanzado en el caso.

—Les hemos arrastrado, querido —dijo Connie, con firmeza.

Di Salis se descompuso por completo:

—Insisto en que no debes hablar como si todos fuésemos cómplices de esto. No se ha demostrado que exista ninguna relación y considero denigrante que sugieras que la hay.

Smiley se mostró distante en su respuesta.

—Yo consideraría denigrante decir otra cosa. Fui yo quien ordenó tomar esta medida. Me niego a no asumir las consecuencias sólo porque sean desagradables. Asumo la responsabilidad. Lo importante es que no nos engañemos a nosotros mismos.

—El pobre infeliz no sabía bastante, ¿eh? —musitó Connie, aparentemente para sí. Al principio, nadie la entendió. Luego, Guillam dijo: ¿Qué quiso decir con eso?

—Frost no tenía nada que contar, querido —explicó Connie—. Eso es lo peor que puede sucederle a uno. ¿Qué podía decirles él? Un agresivo periodista llamado Westerby. Eso ya lo tenían ellos, querido. Así que, claro, siguieron. Y siguieron.

Se volvió hacia Smiley. Era el único que compartía tanta experiencia como ella.

—Recuerdas, George, lo convertimos en una norma, cuando los chicos y las chicas tenían que actuar. Siempre les dábamos algo que pudieran confesar, pobrecillos.

Fawn posó con amoroso cuidado una taza de té de papel en la mesa de Smiley, con una rodaja de limón flotando en el té. Su sonrisa de calavera despertó la furia reprimida de Guillam.

—Cuando hayas acabado con eso, lárgate —le dijo al oído. Aún sonriendo, Fawn se fue.

—¿Qué estará pensando Ko en este momento? —preguntó Smiley, mirando todavía el impreso. Tenía las manos unidas bajo la barbilla, como si estuviera rezando.

—Temor y desconcierto —proclamó Connie, muy segura—. La Prensa al acecho, Frost muerto y aún no ha podido descubrir nada más.

—Sí. Sí, tiene que estar nervioso. «¿Podrá impedir que explote el dique? ¿Podrá tapar las filtraciones? Además, ¿dónde están esas filtraciones?…». Esto es lo que queríamos, lo hemos conseguido.

Hizo luego un levísimo movimiento con la cabeza inclinada y señaló hacia Guillam.

—Peter —dijo—, les pedirás por favor a los primos que aumenten su vigilancia de Tiu. Puestos estáticos sólo, diles. Nada de trabajo de calle. No hay que espantar la caza, no quiero disparates de ese tipo. Teléfono, correo, sólo las cosas fáciles. Doctor, ¿cuándo hizo Tiu su última visita al Continente?

Di Salis aportó con acritud el dato.

—Hay que determinar la ruta que siguió y dónde compró el billete, por si vuelve a hacerlo.

—Ya está en archivo —replicó malhumorado di Salís, con un gruñido muy desagradable, mirando al cielo y encogiendo los hombros y los labios.

—Entonces, tenga la bondad de anotármelo en un papel aparte —replicó Smiley, con infatigable entereza.

Luego, continuó en el mismo tono liso:

—Westerby —dijo, y por un segundo, Guillam tuvo la angustiosa sensación de que Smiley sufría algún tipo de alucinación y creía que Jerry estaba allí también en la habitación, dispuesto a recibir sus órdenes, como todos los otros—. Puedo sacarle… puedo hacerlo. Puede llamarle el periódico. ¿Por qué no? ¿Qué pasaría entonces? Ko espera. Escucha. No oye nada. Se relaja.

—Y entran en escena los héroes de narcóticos —dijo Guillam, mirando el calendario—. Sol Eckland cabalga de nuevo.

—O le saco y le sustituyo, y continúa la tarea otro agente de campo. ¿Correría menos riesgo que el que corre ahora Westerby?

—Eso no resulta nunca —murmuró Connie—. Lo de cambiar caballos. Jamás. Lo sabes de sobra. Información, adiestramiento, nuevas relaciones. Jamás.

—¡Yo no veo que corra tanto peligro! —afirmó nervioso di Salis.

Guillam se volvió furioso, dispuesto a hacerle callar, pero Smiley se le adelantó.

—¿Por qué no, doctor?

—Si aceptamos su hipótesis (yo no la acepto), Ko no es un hombre violento. Es un hombre de negocios que ha triunfado y sus máximas son prestigio, sentido de la oportunidad, valía y trabajo duro. Nadie ha dicho que sea un asesino. Desde luego, admito que tiene gente y que quizás esa gente sea menos amable que él en lo tocante a métodos. Es algo muy parecido a nuestra relación con Whitehall. Y yo creo que eso no convierte a los de Whitehall en gorilas.

Déjalo ya, por amor de Dios, pensó Guillam.

—Westerby no es un Frost cualquiera —insistió di Salis en el mismo tono nasal y didáctico—. Westerby no es un empleado deshonesto, Westerby no ha traicionado la confianza de Ko ni se ha embolsado el dinero de Ko ni el del hermano de Ko. Para Ko, Westerby representa a un gran periódico. Y Westerby ya le ha hecho saber (a través de Frost y a través de Tiu, según tengo entendido) que el periódico posee muchos más datos sobre el asunto de los que tiene él. Ko sabe cómo funciona el mundo. Eliminando a un periodista, no eliminará el riesgo. Por el contrario, se echará encima a todo el equipo.

—¿Qué piensa él entonces? —dijo Smiley.

—No está seguro. Más o menos lo que dice Connie. No puede calibrar la amenaza. Los chinos hacen poco caso de las ideas abstractas, y menos aún de las situaciones abstractas. Le gustaría que la amenaza se materializase. Y si no sucede nada concreto, supondrá que ya lo ha hecho. Éste no es un hábito que se limite a Occidente. Amplío su hipótesis —se levantó—. No es que la apoye. Me niego a hacerlo. Me mantengo totalmente al margen de ella.

Y, tras decir esto, salió. A una seña de Smiley, Guillam le siguió. Sólo se quedó Connie.

Smiley había cerrado los ojos y tenía la frente crispada en un rígido nudo en el entrecejo. Connie guardó silencio largo rato, Trot yacía como muerto en su regazo, y ella le miraba, acariciándole la tripa.

—A Karla no le importaría nada, ¿verdad, querido? —murmuró—. Ni un Frost muerto, ni diez. Ésa es la diferencia, en realidad. No podemos definirla con más amplitud, eh, en estos momentos… ¿Quién era el que decía «nosotros luchamos por la supervivencia del Hombre Racional?». ¿Steed-Asprey? ¿O era Control? Me gustó esa frase. Lo incluía todo. Hitler, la nueva cosa. Eso es lo que somos nosotros. Racionales. ¿Verdad que sí, Trot? No sólo somos ingleses, somos racionales.

Bajó un poco la voz y añadió:

—¿Qué me dices de Sam, querido? ¿Has pensado algo?

Smiley tardó aún un buen rato en hablar, y cuando lo hizo su tono era áspero, un tono como para mantener a Connie a distancia.

—Tiene que seguir igual. No debe hacer nada hasta que tenga luz verde. Él lo sabe. Tiene que esperar luz verde.

Luego, hizo una profunda inspiración y expulsó el aire lentamente.

—Quizás no le necesitemos —continuó—. Puede que consigamos arreglarlo todo perfectamente sin él. Depende más que nada de lo que haga Ko.

—George querido, querido George.

En un silencio ritual, Connie se acercó a la chimenea, cogió el atizador y, con un inmenso esfuerzo, movió las brasas, sosteniendo al perro con la mano libre.

Jerry estaba de pie en la ventana de la cocina, viendo cómo la amarillenta aurora se abría paso en la niebla del puerto. La noche anterior había habido tormenta, recordó. Debía haber empezado una hora antes de que telefonease Luke. Jerry la había seguido desde el colchón, mientras la chica roncaba a su lado. Primero el olor de la vegetación, luego el viento resollando culpable en las palmeras, como el frotar de dos manos secas. Luego, el silbar de la lluvia, como toneladas de perdigones fundidos echados al mar. Por último, la lluvia y los relámpagos estremeciendo el puerto en largas y lentas bocanadas, mientras retumbaban sobre los bamboleantes tejados salvas de truenos. Yo le maté, pensó. Se mire como se mire, fui yo quien le dio el empujón. «No son sólo los generales, sino cada hombre que empuña un fusil». Citar fuente y contexto.

Sonó el teléfono. Que suene, pensó. Probablemente Craw, que se ha meado en los pantalones. Descolgó el aparato. Luke parecía más norteamericano que nunca:

—¡Eh, amigo! ¡La gran función! Stubbsie acaba de cablegrafiar. Personal para Westerby. Prepárate. ¿Quieres que te lo lea?

—No.

—Un paseíto por la zona de guerra. Las líneas aéreas de Camboya y la economía de asedio. ¡Nuestro hombre en medio de las bombas y la metralla! ¡Estás de suerte, marinero! ¡Quieren que te vuelen el culo de un zambombazo!

Y que deje a Lizzie para Tiu, pensó, colgando.

Y, sin duda alguna, también para ese cabrón de Collins, que anda acechándola en la sombra como un tratante de blancas. Jerry había trabajado para Sam un par de veces cuando Sam era sólo el señor Mellon de Vientiane, un astuto y próspero comerciante, cabecilla de los timadores ojirredondos de la localidad. Era el sinvergüenza más desagradable que había visto en su vida.

Volvió a su puesto en la ventana pensando de nuevo en Lizzie, allá arriba, en su frívola azotea. Pensando en el buen Frost, y en su amor a la vida. Pensando en el olor que le había recibido al regresar allí, a su piso.

Estaba en todas partes. Por encima del hedor del desodorante de la muchacha, del olor a cigarrillos rancios y a gas y del olor al aceite con que cocinaban en el piso de al lado los jugadores de mah-jong. Al percibirlo, Jerry había trazado en su imaginación la ruta que había seguido Tiu en su incursión: dónde se había entretenido y dónde se había apresurado en su recorrido por las ropas de Jerry, las defensas de Jerry y las escasas posesiones de Jerry. Aquel olor a agua de rosas y almendras, que era el preferido de su antigua esposa.