Star Heights era el bloque más nuevo y más alto de los Midlevels, tenía forma circular, y de noche brillaba como un inmenso lapicero iluminado en la suave oscuridad del Pico. Conducía hasta él una tortuosa carretera, pero su única acera era una hilera de piedras, de unos quince centímetros de ancho, entre la carretera propiamente dicha y el acantilado. En Star Heights, los peatones eran de mal gusto. Era ya anochecido y se acercaba a su apogeo el ajetreo social. Mientras Jerry recorría el camino siguiendo la acera, pasaban rozándole los Mercedes y los Rolls Royce en su prisa por dejar y recoger. Jerry llevaba un ramo de orquídeas envuelto en papel de seda: mayor que el que Craw le había regalado a Phoebe Wayfarer, más pequeño que el que le había ofrendado Drake Ko al niño Nelson muerto. Aquellas orquídeas no eran para nadie. «Cuando se tiene mi estatura, amigo, hay que tener muy buenas razones para hacer lo que sea».
Se sentía tenso, pero también aliviado de que hubiera terminado al fin la larguísima espera.
Es una operación directa de pie-en-la-puerta. Señoría, le había advertido Craw en la prolongada reunión informativa del día antes. Ábrete camino hasta allí y empieza y no pares hasta el final.
A la pata coja, pensó Jerry.
Una marquesina a rayas llevaba al vestíbulo de entrada e impregnaba el aire aroma de mujeres, como un anticipo de su tarea. Y no se te olvide que Ko es el propietario del edificio, había añadido con aspereza Craw, como regalo de despedida. La decoración interior no estaba terminada del todo. Faltaban placas de mármol alrededor de los buzones. En una fuente de terrazo debería haber estado escupiendo agua un pez de fibra de vidrio, pero aún no habían conectado las tuberías y había sacos de cemento amontonados en la pila. Enfiló hacia los ascensores. Había una cabina de cristal con el letrero «Recepción» y desde allí le miraba el portero chino. Jerry sólo veía un borrón indefinido. Estaba leyendo al llegar Jerry, pero ahora le miraba fijo, sin decidirse a pararle, tranquilizado un poco por las orquídeas. Llegaron dos matronas norteamericanas con toda la pintura de guerra y tomaron posiciones junto a él.
—Que flores tan bonitas —dijeron, atisbando en el papel de seda.
—Estupendas, ¿verdad? Tomen, tomen. ¡Un regalo! Vamos, muy adecuadas para una mujer guapa. ¡Las mujeres bellas parecen desnudas sin flores!
Risas. Los ingleses son una raza aparte. El portero volvió a su lectura y Jerry quedó legitimado. Llegó un ascensor. Irrumpieron en el vestíbulo, hoscos y enjoyados, una horda de diplomáticos y hombres de negocios con sus esposas. Jerry cedió el paso a las matronas norteamericanas. Humo de puro mezclado con perfume, música enlatada tarareando melodías olvidadas. Las matronas pulsaron el botón de la planta doce.
—¿Va usted también a visitar a los Hammerstein? —preguntaron, sin dejar de mirar las orquídeas.
Jerry bajó en la planta quince y se dirigió a la escalera de incendios. Apestaba a gato y a basura. Bajando se encontró con una amah que llevaba un cubo lleno de panales. Frunció el ceño al verle, pero cuando él la saludó se echó a reír ruidosamente. Siguió bajando hasta que llegó a la planta ocho, donde entró en la opulencia del rellano de residentes. Estaba al final de un pasillo. Había una pequeña rotonda que daba a dos puertas de ascensor doradas. Había cuatro pisos y cada uno de ellos ocupaba un cuadrante del edificio circular, y todos tenían pasillo propio. Se situó en el pasillo B, sólo con las flores como protección. Vigiló la rotonda, la atención fija en la entrada del pasillo C. El papel de seda que envolvía las orquídeas estaba húmedo donde él lo sujetaba, demasiado fuerte.
«Es una cita fija semanal», le había asegurado Craw. «Todos los lunes, arreglo de flores en el Club Norteamericano. Puntual como el reloj. Se encuentra allí con una amiga, Nellie Tan, trabaja para Airsea. Van a lo de las flores y luego se quedan a cenar».
«¿Y dónde anda Ko entretanto?».
«En Bangkok, negocios».
«Bueno, pues esperemos que no le dé por volver».
«Amén, señor, amén».
Con un chirrido de goznes nuevos sin engrasar, se abrió una puerta al lado y salió al pasillo un norteamericano joven y delgado, de smoking, que se quedó mirando a Jerry y a las orquídeas. Tenía los ojos firmes y azules y llevaba cartera.
—¿Está usted buscándome a mí con esas cosas? —preguntó, con el acento de la buena sociedad bostoniana. Parecía rico y seguro de sí. Jerry pensó que debía ser un diplomático o un bancario de alto nivel.
—Bueno, no sé, la verdad —contestó Jerry, interpretando el papel del inglés tonto—. Cavendish —dijo.
Por encima del hombro del norteamericano, Jerry vio que la puerta se cerraba suavemente, ocultando una estantería llena de libros.
—Es que un amigo mío me pidió que se las llevase a la señorita Cavendish al 9D. Él se fue a Manila y me dejó con las orquídeas… En fin, no sé.
—Se ha equivocado de planta —dijo el norteamericano dirigiéndose al ascensor—. Eso es arriba. Y también se ha equivocado de pasillo. El D queda al otro lado. Por allí.
Jerry se colocó a su lado, fingiendo esperar el ascensor de subida. Llegó primero el de bajada, y el joven norteamericano entró tranquilamente en él y Jerry volvió a su puerta. Se abrió la puerta C, la vio salir y cerrar con llave. Llevaba ropa de diario. Tenía el pelo largo y de un rubio ceniza, pero lo llevaba recogido en la nuca en una cola de caballo. El traje era sencillo, sin espalda, y calzaba sandalias, y aunque Jerry no pudo verle la cara, supo de inmediato que era guapa. Se dirigió al ascensor, sin verla aún, y Jerry tuvo la ilusión de que estaba mirándola por una ventana, desde la calle.
En el mundo de Jerry, había mujeres que llevaban sus cuerpos como si fueran ciudadelas que sólo los más valientes pudieran tomar, y Jerry se había casado con varias. O quizá se hicieran así, por su influencia. Había mujeres que parecían decididas a odiarse, y que encorvaban la espalda y encogían las caderas y había otras que con sólo caminar hacia él ya le ofrendaban un regalo. Éstas eran muy pocas y para Jerry, en aquel momento, ella pasó a la cabeza de todas. Se había parado ante las puertas doradas y miraba los números iluminados. Jerry llegó a su lado cuando llegaba el ascensor y ella no advirtió aún su presencia. El ascensor estaba lleno, tal como Jerry esperaba. Entró de espaldas, por las orquídeas, disculpándose, sonriendo y manteniéndolas aparatosamente en alto. Ella quedó de espaldas a él, y le rozaba con un hombro. Era un hombro fuerte, y quedaba al descubierto por ambos lados de la tira del cuello que sujetaba el vestido sin espalda, y Jerry pudo ver puntitos de pecas y una pelusilla de diminuto vello dorado que se perdía por la espalda abajo. La chica quedaba de perfil, por debajo de él. La miró.
—¿Lizzie? —dijo, titubeante—. Hola, Lizzie, soy yo, Jerry.
La chica se volvió con viveza y alzó la vista hacia él. Jerry lamentó no haber podido colocarse más lejos de ella, porque sabía que la primera reacción sería de miedo físico por su estatura. Y así fue. Lo percibió un instante en sus ojos grises, que chispearon antes de abarcarle con la mirada.
—¡Lizzie Worthington! —proclamó él, más confidencial—. ¿Qué tal el whisky, nena, te acuerdas de mí? Soy uno de tus orgullosos inversores. Jerry. Amigo de Ricardo el Chiquitín. Un barrilito de cincuenta galones con mi nombre en la etiqueta. Todo pagado, todo legal.
No había alzado mucho la voz, suponiendo que quizá pudiese revelar un pasado que ella quería repudiar. Había hablado tan bajo que los demás oían bien «sigue cayendo la lluvia sobre mi cabeza» por encima del hilo musical, o el gruñido de un viejo griego que se sentía encajonado.
—Claro que sí, por Dios —dijo ella, con animosa sonrisa de azafata—. ¡Jerry!
Se le cortó la voz, como si lo tuviese en la punta de la lengua.
—Jerry… —frunció el ceño y alzó la vista hacia él como una actriz interpretando Olvido. Paró el ascensor en la sexta planta.
—Westerby —dijo él, solícito, sacándola del apuro—. Periodista. Me diste el sablazo en el bar del Constellation. Yo buscaba amoroso sosiego y lo que conseguí fue un barrilito de whisky.
Alguien rió al lado.
—¡Pues claro! ¡Mi querido Jerry! ¡Cómo iba yo a…!, ¿pero qué andas haciendo tú en Hong Kong? ¡Dios santo!
—Lo de siempre. Fuego y peste y hambre. ¿Y qué tal tú? Retirada, supongo, con tus métodos de venta. Nunca me apretaron tanto las clavijas en toda mi vida.
Ella se echó a reír, encantada. Se abrieron las puertas en la planta tercera. Entró una anciana con muletas.
Lizzie Worthington vendió en total cincuenta y cinco barrilitos de la rojiza Hippocrene, Señoría, había dicho el viejo Craw. Todos ellos a compradores masculinos y una buena cantidad, según mis asesores, con servicio incluido. Lo que da un nuevo significado a la expresión «un generoso whisky», me atrevo a sugerir.
Llegaron a la planta baja. Salió primero ella y él la siguió y se le puso al lado. Por las cristaleras de la entrada, Jerry vio el coche deportivo, la capota bajada, esperando, embutido entre las resplandecientes limusinas. Debió telefonear abajo, sin duda, para que se lo tuviesen listo, pensó Jerry: Si Ko es el propietario del edificio, procurará, claro, que la traten como es debido.
La chica se dirigió a la ventanilla del portero. Mientras cruzaban el vestíbulo, ella seguía charlando, volviéndose para hablarle, un brazo muy separado del cuerpo, la palma hacia arriba, como una modelo. Le habré preguntado si le gusta Hong Kong, se dijo Jerry, aunque no podía recordar haberlo hecho:
—Me parece adorable, Jerry, sencillamente adorable. Vientiane me parece… bueno, a siglos de distancia. ¿Sabes que murió Ric?
Lanzó esto heroicamente, como si ella y la muerte no fueran extraños entre sí.
—Después de lo de Ric, creí que no iba a interesarme nunca ningún otro sitio. Estaba equivocada del todo, Jerry. Hong Kong es la ciudad más divertida del mundo. Laurence, querido, hoy navego en mi submarino rojo: reunión de señoras en el club.
Laurence era el portero, y la llave del coche colgaba de una gran herradura de plata que a Jerry le recordó el hipódromo de Happy Valley.
—Gracias, Laurence —dijo ella dulcemente, ofrendándole una sonrisa que le duraría toda la noche—. La gente aquí es tan maravillosa. Jerry —le confió, en un susurro escénico, camino ya de la salida principal—. ¡Y pensar lo que solíamos decir de los chinos allá en Laos! Sin embargo aquí, son siempre la gente más maravillosa y más animada y de más inventiva.
Jerry percibió que había pasado a un acento extranjero apátrida. Debe haberlo tomado de Ricardo y debe mantenerlo porque le parece elegante.
—La gente piensa: «Hong Kong, compras fabulosas, cámaras libres de impuestos, restaurantes», pero, sinceramente, Jerry, cuando profundizas más y conoces el verdadero Hong Kong y conoces a la gente… es como si consiguieses de pronto todo lo que hubieses podido desear de la vida. ¿No te parece adorable mi nuevo coche?
—Vaya, así que en eso gastaste los beneficios del whisky.
Jerry extendió la palma abierta y ella dejó caer en ella las llaves, para que pudiera abrirle la puerta. En el mismo tono teatral, él le pasó las orquídeas para que las sostuviera. Detrás del negro Pico, brillaba como fuego de bosque una luna llena que aún no se había alzado del todo. La chica subió al coche, él le pasó las llaves y esta vez apreció el contacto de su mano y recordó de nuevo Happy Valley, y el beso de Ko mientras se alejaban.
—¿Te importa que monte en la grupa? —preguntó Jerry.
Ella se echó a reír y le abrió la puerta del asiento de pasajero.
—¿Y a dónde vas con esas espléndidas orquídeas? —le preguntó.
Luego, puso el motor en marcha. Pero Jerry lo apagó de nuevo suavemente. La chica le miró, sorprendida.
—Camarada —dijo quedamente—. Yo no sé mentir. Soy una víbora en tu nido, y antes de que me lleves a ningún sitio, será mejor que te abroches el cinturón y oigas la espantosa verdad.
Había elegido cuidadosamente aquel momento, porque no quería que se sintiese amenazada. Estaba sentada al volante de su propio coche, bajo la marquesina iluminada del edificio donde tenía su apartamento, a unos veinte metros de Laurence, el portero, y él interpretaba el papel de pecador humilde a fin de aumentar la sensación de seguridad.
—Nuestro encuentro casual no fue casual del todo. Esta es la primera cuestión. La segunda, y no te preocupes demasiado por eso, es que mi periódico me mandó localizarte y asediarte con todas las preguntas imaginables respecto a tu difunto camarada Ricardo.
Ella seguía mirándole, esperando aún. En la punta de la barbilla tenía dos pequeñas cicatrices paralelas, como dos arañazos muy profundos. Jerry se preguntó quién se las habría hecho y con qué.
—Pero Ricardo ha muerto —dijo ella, con demasiada rapidez.
—Claro —dijo Jerry consoladoramente—. No hay duda. Pero el tebeo ha recibido lo que ellos se complacen en llamar un «chivatazo», según el cual está en realidad vivo y, bueno, mi trabajo es seguirles la corriente y tenerles contentos.
—¡Pero eso es completamente absurdo!
—De acuerdo. Totalmente. Están chiflados. El premio de consolación son dos docenas de orquídeas bien escogidas y la mejor cena de la ciudad.
La chica apartó la vista de él y miró por el parabrisas, la cara iluminada por la luz de arriba, y Jerry se preguntó cómo sería lo de habitar en un cuerpo tan bello, vivir en él las veinticuatro horas del día. La chica abrió un poco más sus ojos grises y Jerry tuvo la sutil sospecha de que debía percibir lágrimas que afluían y fijarse en cómo apretaba el volante para sostenerse.
—Perdóname —murmuró la chica—. Pero es que… cuando quieres a un hombre… cuando lo das todo por él… y muere… y luego de pronto, así por las buenas…
—Claro, mujer —dijo Jerry—. Perdona.
Ella puso en marcha el motor.
—¿Por qué habías de sentirlo? Si está vivo, tanto mejor. Si muerto, nada ha cambiado. Estamos preocupándonos por nada.
Luego, se echó a reír y añadió:
—Ric siempre decía que él era indestructible.
Es como robarle a un mendigo ciego, pensó Jerry. No deberían dejarla suelta.
La chica conducía bien, pero con poca soltura y Jerry supuso (porque ella inspiraba suposiciones) que debía haber sacado el carnet hacía poco y que el coche era el premio por lograrlo. Era la noche más plácida del mundo. Mientras se hundían en la ciudad, el puerto era como un espejo perfecto en el centro de un estuche de joyas. Hablaron de sitios a donde ir. Jerry propuso el Península, pero ella rechazó la propuesta.
—Vale. Primero vamos a echar un trago —dijo Jerry—. ¡Venga, corrámonos una juerga!
Para su sorpresa, la chica se inclinó hacia él y le apretó la mano. Jerry se acordó entonces de Craw. Se lo hace a todo el mundo, le había dicho.
La chica estaba libre por una noche: Jerry tenía esa abrumadora sensación. Se acordó de cuando sacaba a Cat, su hija, del colegio, cuando era pequeña, de cómo tenía que hacer un montón de cosas distintas para que la tarde pareciera más larga. En una oscura discoteca de Kowloonside bebieron Rémy Martin con hielo y soda. Jerry supuso que era la bebida de Ko y que ella había adquirido la costumbre de beber lo mismo que él. Era temprano y no había más de doce personas en la discoteca. La música era muy estridente y tenían que gritar para oírse, pero la chica no mencionó a Ricardo. Prefería oír la música, y la escuchaba echando la cabeza hacia atrás. A veces, le apretaba la mano, y en una ocasión le apoyó la cabeza en el hombro y en otra le estampó un beso distraído y salió a la pista a ejecutar una danza lenta y solitaria, los ojos cerrados, una leve sonrisa. Los hombres ignoraron a sus acompañantes femeninas y se dedicaron a desnudarla con los ojos, y los camareros chinos traían ceniceros nuevos cada tres minutos para poder bajar la vista hacia ella. Después de la segunda ronda y de media hora, la chica proclamó sentir pasión por Duke y la música de orquesta, así que volvieron a toda prisa a la Isla a un sitio que conocía Jerry donde tocaba un grupo filipino que hacía una versión bastante aceptable de Ellington. Cat Anderson era lo mejor del mundo desde que se habían inventado las tostadas, dijo la chica. ¿Había oído Jerry a Armstrong y a Ellington juntos? ¿Había algo superior a eso? Mis Rémy Martin mientras la chica le cantaba Mood Indigo.
—¿Bailaba Ricardo? —preguntó Jerry.
—¿Que si bailaba? —contestó suavemente ella, mientras taconeaba y chasqueaba levemente los dedos, siguiendo el ritmo.
—Yo creí que Ricardo cojeaba —objetó Jerry.
—Eso nunca le contuvo —dijo ella, absorbida aún por la música—. Nunca volveré con él ¿comprendes? Nunca. Ese capítulo está terminado. Del todo.
—¿Cómo lo consiguió?
—¿Aprender a bailar?
—Lo de la cojera.
Con el dedo curvado alrededor de un gatillo imaginario, ella disparó un tiro al aire.
—Fue en la guerra o un marido furioso —dijo. Jerry se lo hizo repetir, la boca próxima a su oído.
Ella conocía un restaurante japonés nuevo, donde servían una carne de Kobe fabulosa.
—Explícame dónde te hiciste eso —le preguntó mientras iban en el coche camino del restaurante; señaló su propia barbilla—. Las dos, la de la izquierda y la de la derecha. ¿Cómo fue?
—Oh, cazando zorros inocentes —dijo ella, con una alegre sonrisa—. A mi querido papá le volvían loco los caballos. Bueno, le vuelven, supongo.
—¿Dónde vive?
—¿Papá? En su destartalado castillo de siempre, en Shropshire. Es inmenso, pero no quieren dejarlo. Sin servicio, sin dinero, helándose tres cuartas partes del año. Mamá no sabe ni siquiera hervir un huevo.
Él estaba dando vueltas aún cuando ella recordó un bar donde daban unos canapés al curry que eran una gloria, así que buscaron hasta encontrarlo y ella le dio un beso al camarero. No había música pero, por Dios sabe qué razón, Jerry se sorprendió de pronto hablándole a la chica de la huérfana, hasta que llegó a los motivos de su separación, que él deliberadamente oscureció.
—Vamos, Jerry, querido —dijo ella muy sagaz—. ¿Qué otra cosa podías esperar con veinticinco años de diferencia entre tú y ella?
¿Y con diecinueve años y una esposa china entre tú y Drake Ko, qué demonios puedes esperar tú?, pensó él, un poco irritado.
Salieron de allí (más besos al camarero) y Jerry no estaba tan embriagado por la compañía de la chica ni por los brandys con soda como para no haberse dado cuenta de que ella había hecho una llamada telefónica, en teoría para cancelar su cita, que la llamada había sido larga y que al volver de ella la chica parecía un tanto solemne. Ya de nuevo en el coche, la miró a los ojos y creyó leer en ellos una sombra de desconfianza.
—¿Jerry?
—Sí…
Ella movió la cabeza, soltó una carcajada, le pasó la palma de la mano por la cara y luego le besó.
—Es curioso —dijo.
Jerry supuso que se preguntaba cómo podría haberle olvidado tan por completo si le hubiese vendido realmente aquel barrilito de whisky sin marca. Supuso que se preguntaba también si, a fin de venderle el barril, habría incluido además otros pluses adicionales de aquellos a los que tan groseramente había aludido Craw. Pero Jerry se dijo que aquello era problema de la chica. Lo había sido desde el principio.
En el restaurante japonés les dieron una mesa de rincón, gracias a la sonrisa y a otros atributos de Lizzie. Esta se sentó mirando hacia el local, y él se sentó mirando hacia ella, lo que estaba muy bien para Jerry, pero habría causado escalofríos en Sarratt. A la luz de las velas, le veía claramente la cara y percibió por primera vez las huellas del desgaste: no sólo las cicatrices de la barbilla, sino las huellas de los viajes y de la tensión, que para Jerry tenían una cualidad determinada, como honrosas cicatrices de las muchas batallas que habría tenido que librar contra su mala suerte y su mal juicio. La chica llevaba un brazalete de oro, nuevo, y un reloj de latón abollado con esfera Walt Disney y una mano rayada y enguantada que marcaba las horas. La fidelidad de la chica a aquel viejo reloj le impresionó y quiso saber quién se lo había dado.
—Papá —dijo ella, sin darle importancia.
Había un espejo empotrado en el techo sobre ellos, y Jerry pudo ver el pelo dorado de la chica y la turgencia de sus pechos entre los cueros cabelludos de los otros clientes, y contempló cómo le caía el manto dorado del cabello sobre la espalda. Cuando intentó atacar con Ricardo, ella se mostró recelosa: Jerry debería haber tenido en cuenta, pero no lo tenía, que la actitud de la chica había cambiado desde la llamada telefónica.
—¿Qué garantía tengo yo de que no va a salir mi nombre en el periódico? —preguntó ella.
—Sólo mi promesa.
—¿Pero y si tu director se entera que yo fui la chica de Ricardo? ¿Qué le impedirá incluirlo por su cuenta?
—Ricardo tuvo montones de chicas. Lo sabes muy bien. De todas las formas y tamaños y muchas a la vez.
—Pero sólo hubo una como yo —dijo la chica con firmeza, y Jerry se dio cuenta de que miraba hacia la entrada. Pero en fin, la chica tenía aquella costumbre, fuese a donde fuese, siempre andaba mirando como si buscara a alguien que no estuviese allí. La dejó tomar la iniciativa.
—Dijiste que tu periódico había tenido un chivatazo —dijo—. ¿Qué quieres decir con eso?
Jerry había preparado la respuesta con Craw. Lo habían ensayado concienzudamente. Habló, por tanto, si no con convicción, sí por lo menos con firmeza.
—Ric se estrelló hace dieciocho meses en las montañas, cerca de Pailing, en la frontera de Tailandia y Camboya. Esa es la versión oficial. Nadie encontró el cadáver, nadie encontró los restos del avión y corren rumores de que lo que transportaba era opio. La compañía de seguros no pagó un céntimo y la empresa, Indocharter, no les ha demandado siquiera. ¿Por qué? Porque Ricardo tenía un contrato en exclusiva para volar con ellos. En realidad, dime, ¿por qué no demanda nadie a Indocharter? Tú, por ejemplo. Eras su mujer. ¿Por qué no pides una indemnización?
—Es una sugerencia muy vulgar —dijo ella, en su tono de duquesa.
—Aparte de esto, corren rumores de que se le ha visto hace poco rondando por aquí. Se ha dejado barba, pero eso no le cura la cojera, según dicen, ni la costumbre de beber una botella de whisky al día ni, con perdón, de andar detrás de todo lo que lleve faldas en un radio de ocho kilómetros de donde pueda estar.
Ella se disponía a replicar, pero Jerry decidió decirlo todo de una vez.
—El jefe de conserjes del Hotel Rincome, Chiang Mai, confirmó la identificación por una foto, a pesar de la barba. De acuerdo, los ojirredondos les parecemos todos iguales. Pero, estaba muy seguro. Luego, el mes pasado sin ir más lejos, una chica de quince años de Bangkok, tengo los datos, fue al Consulado mexicano con su hatillo y dijo que Ricardo era el afortunado padre de la criatura. Yo no creo en embarazos de dieciocho meses, y supongo que tampoco tú. Y no me mires así a mí, querida. No fue idea mía, ¿entiendes?
Fue idea de Londres, podría haber añadido, una limpia mezcla de realidad y ficción, ideal para sacudir un árbol. Pero ella no le miraba a él, en realidad, miraba de nuevo hacia la puerta.
—Otra cosa que tengo que preguntarte es lo de la estafa aquella del whisky —le dijo.
—¡No era ninguna estafa, Jerry, era una empresa mercantil perfectamente válida!
—Amiga mía. Tú eras muy legal, legal del todo. No hay la menor sospecha de estafa, etc. Pero si Ric hizo algunas chapuzas, ese podría ser el motivo de que decidiese desaparecer, ¿no?
—Ric no era así —dijo ella al fin, sin convicción—. A él le gustaba que le consideraran un gran hombre en la ciudad. No era de los que escapan.
Jerry lamentaba sinceramente la desazón de la chica. Era algo completamente distinto a los sentimientos que hubiera querido inspirarle, en otras circunstancias. La observaba y se daba cuenta de que aquella chica perdía siempre en una discusión; las discusiones la llenaban de desesperanza; la inundaban de resignación a la derrota.
—Por ejemplo —continuó Jerry, mientras la cabeza de la chica caía hacia adelante en actitud sumisa—, quizás pudiésemos demostrar que tu Ric, al facturar sus barrilitos, se quedaba con el dinero en vez de remitirlo a la destilería… es pura hipótesis, no hay ninguna prueba… En cuyo caso…
—Cuando deshicimos nuestra sociedad, todos los inversores tenían un contrato certificado con intereses a partir de la fecha de compra. Remitimos absolutamente todo lo que nos prestaron de la forma correcta.
Hasta entonces, todo había sido juego de piernas. Ahora Jerry veía alzarse su objetivo, y se lanzó rápido a por él.
—No del modo correcto, amiga mía —replicó él, mientras ella continuaba con la vista baja, fija en su comida intacta aún—, ni mucho menos. Las operaciones se realizaron seis meses después de la fecha debida, In correctamente. Esto es una cuestión muy interesante en mi opinión. Pregunta: ¿Quién pagó las deudas de Ric? Según nuestra información, todo el mundo andaba a por él. Las destilerías, los acreedores, la policía, la comunidad local. Todos habían afilado el cuchillo para clavárselo. Hasta que un día: ¡bingo! La amenaza se esfuma, la sombra de las rejas de la cárcel se desvanece. ¿Cómo? Ric había doblado la rodilla ya. ¿Quién fue el ángel misterioso? ¿Quién pagó sus deudas?
Ella había alzado la cabeza mientras él hablaba, y, ante el asombro de Jerry, una sonrisa radiante iluminó de pronto su rostro y Jerry vio que hacía señas a alguien detrás, alguien al que él no podía ver hasta que alzó la vista hacia el espejo del techo y captó el brillo de un traje azul eléctrico y una cabeza de negro pelo bien engrasado, y entre ambos, en escorzo, un rostro chino rechoncho asentado en un par de poderosos hombros, y dos manos dobladas y extendidas en un saludo de luchador. Y Lizzie le pedía que subiese a bordo.
—¡Señor Tiu! ¡Qué maravillosa coincidencia! ¡Es el señor Tiu! Acérquese, por favor. Pruebe la carne. Está espléndida. Señor Tiu, éste es Jerry, de la Prensa. Jerry, éste es un gran amigo mío que ayuda a cuidar de mí. ¡Él está entrevistándome, señor Tiu! ¡A mí! Es emocionantísimo. Me está preguntando cosas de Vientiane y de un pobre piloto a quien yo intenté ayudar hace cien años. Jerry conoce toda mi vida. ¡Es un milagro!
—Nos conocemos —dijo Jerry, con una amplia sonrisa.
—Claro —dijo Tiu, igualmente feliz, y Jerry captó una vez más el aroma familiar a almendras y agua de rosa mezcladas, el que tanto le gustaba a su antigua esposa.
—Claro —repitió Tiu—. Tú el escritor de caballos, ¿no?
—Sí —aceptó Jerry, estirando la sonrisa hasta casi quebrarla.
Luego, claro está, su visión del mundo experimentó varios cambios y pasó a tener muchísimas cosas de qué preocuparse: Como, por ejemplo, parecer tan satisfecho como el que más por la asombrosa buena suerte que había sido aquella súbita aparición de Tiu; como, por ejemplo, estrecharse las manos, lo cual era como una mutua promesa de ajustar cuentas; como, por ejemplo, acercar un asiento y pedir bebidas, carne y chuletas y todo lo demás. Pero lo que seguía en su pensamiento, mientras hacía todo esto incluso (el recuerdo que se alojó allí tan permanentemente como lo permitieron los acontecimientos posteriores) tenía poco que ver con Tiu, o con su precipitada aparición. Y era la expresión de Lizzie cuando vio a Tiu por vez primera, una fracción de segundo antes de que las arrugas del valor hicieran brotar la alegre sonrisa. Aquello explicaba mejor que nada las contradicciones que la oprimían: sus sueños de prisionera, sus personalidades prestadas que eran como disfraces con que podía eludir momentáneamente su destino. Ella había llamado a Tiu, por supuesto. No tenía otra elección. A Jerry le sorprendió el que ni él ni el Circus lo hubieran previsto. La historia de Ricardo, fuese cual fuese la verdad del caso, era algo demasiado serio para que pudiera manejarlo ella sola. Pero cuando Tiu entró en el restaurante en sus ojos grises no había alivio sino resignación: las puertas se habían cerrado de nuevo ante ella, había terminado la alegría. «Somos como esos malditos gusanos de luz», le había susurrado en una ocasión la huérfana, hablando de su niñez, «que arrastramos la maldita luz por ahí a la espalda».
Desde un punto de vista operativo, como Jerry percibió de inmediato, la aparición de Tiu era, desde luego, un don de los dioses. Si lo que interesaba era remitir información a Ko, Tiu era un canal infinitamente más impresionante para tal fin de lo que hubiese podido ser nunca Lizzie Worthington.
Lizzie había terminado el besuqueo de Tiu, así que se lo pasó a Jerry.
—Señor Tiu, es usted mi testigo —declaró Lizzie, en tono de gran conspiración—. Debe usted recordar todo lo que yo diga palabra por palabra. Jerry, continúa, como si no estuviera aquí él. En fin, el señor Tiu es silencioso como una tumba, ¿verdad? Querido —añadió, y le besó otra vez—. Esto es tan emocionante —repitió, y los tres se acomodaron para una charla amistosa.
—¿Qué buscar usted, señor Wessby? —preguntó Tiu muy afable, lanzándose a la carne—. Usted un escritor de caballos, ¿por qué molestar chicas guapas? ¿Eh?
—¡Buena pregunta, amigo! ¡Eso es muy bueno, sí! Los caballos son mucho más seguros, ¿verdad?
Rieron generosamente los tres, procurando no mirarse a los ojos.
El camarero le puso media botella de un whisky etiqueta negra delante. Tiu la descorchó y la olió críticamente antes de servir.
—Está buscando a Ricardo, señor Tiu. ¿Comprende usted? Él cree que Ricardo está vivo. ¡Qué maravilla!, ¿verdad? Yo no siento ya absolutamente nada por Ricardo, claro, pero sería estupendo volver a tenerle con nosotros. ¡Menuda fiesta íbamos a hacer!
—¿Liese decir eso a ti? —preguntó Tiu, sirviéndose varios dedos de whisky—. ¿Ella decir a ti Ricardo vivo?
—¿Quién, amigo? No te entiendo. No entendí el primer nombre.
Tiu señaló a Lizzie con una costilla.
—¿Ella decir tú él vivo? ¿Ese tipo piloto? ¿Ese Ricardo? ¿Liese decir tú eso?
—Yo nunca revelo mis fuentes, señor Tiu —dijo Jerry, con la misma afabilidad—. Bueno, eso es lo que decimos los periodistas cuando nos hemos inventado algo —explicó.
—Los escritores de caballos, ¿eh?
—¡Eso, sí! ¡Eso es!
Tiu rió de nuevo, y esta vez Lizzie rió más ruidosamente todavía. Estaba perdiendo el control otra vez. Quizá sea la bebida, pensó Jerry; o puede que a ella le guste algo más fuerte y la bebida haya avivado el fuego. Y si este tipo vuelve a llamarme escritor de caballos, puede que actúe en legítima defensa.
Lizzie, de nuevo en su papel de animadora de la fiesta:
—¡Oh, señor Tiu, Ricardo tuvo tanta suerte! Hay que ver todo lo que tenía. Indocharter… yo… todo el mundo. Allí estaba yo, trabajando para esas pequeñas líneas aéreas… de una gente china a la que conocía papá… y Ricardo como todos los pilotos era un financiero desastroso… contrajo unas deudas aterradoras —introdujo en el asunto a Jerry con un manoteo—. Dios mío, intentó incluso meterme a mí en uno de sus planes, ¡se imagina!… vender whisky, nada menos… y de pronto, mis tontos y cordiales amigos chinos decidieron que necesitaban otro piloto. Pagaron sus deudas, le pusieron un sueldo, le dieron un viejo trasto para volar…
Jerry dio entonces el primero de varios pasos irrevocables.
—Ricardo no llevaba en su último vuelo un viejo trasto, amiga. Pilotaba un Beechcraft recién comprado —corrigió parsimoniosamente—. Indocharter nunca tuvo a su nombre un aparato de ese tipo. Ni siquiera lo tienen ahora. Mi director comprobó todo eso perfectamente, no me preguntes cómo. Indocharter nunca jamás alquiló un aparato de esos, ni lo prestó ni lo estrelló jamás.
Tiu soltó otro alegre clamoreo de carcajadas.
Tiu es un obispo de mucho temple. Eminencia, le había advertido Craw. Dirigió la diócesis de San Francisco de Monseñor Ko con una eficacia muy eficaz cinco años y lo más grave que pudieron colgarle los artistas de narcóticos fue lavar su Rolls Royce en día de fiesta.
—¡Eh, señor Wessby, quizá Liese les robó uno! —gritó Tiu, con su acento seminorteamericano—. ¡Puede ella salió noche robar aviones otras compañías!
—¡Es una canallada que diga usted eso, señor Tiu! —exclamó Lizzie.
—¿Qué parecer eso, escritor de caballos? ¿Gustar eso?
La algarabía de la mesa resultaba tan escandalosa para ser tres sólo, que varias personas volvieron la cabeza para mirarles. Jerry lo vio por los espejos, donde medio esperaba localizar al propio Ko, con su andar patizambo de niño de las barcas, avanzando hacia ellos tras cruzar la puerta de mimbre de la entrada. Lizzie continuó, descontroladamente ya.
—¡Oh, fue un completo cuanto de hadas! Llegó un momento en que Ric no tenía ni para comer… Y nos debía dinero a todos, dinero de los ahorros de Charlie, de la asignación que me envía papá… Ric prácticamente nos arruinó a todos. Por supuesto, era como si el dinero de todos le perteneciese… y de pronto, Ric tenía trabajo, no tenía deudas, y la vida volvía a ser una fiesta. Todos los demás pilotos en tierra y Ric y Charlie volando sin parar como…
—Como mosquitas de culo azul —propuso Jerry, ante lo que Tiu explotó en una hilaridad tal que hubo de sujetarse en el hombro de Jerry para seguir a flote… y Jerry tuvo la incómoda sensación de que estaban midiéndole físicamente para el cuchillo.
—¡Ah, sí, esa sí que es buena! ¡Moscas de culo azul! ¡Mi gustar eso! ¡Tú muy divertido, escritor de caballos!
Fue en ese momento, bajo la presión de los alegres insultos de Tiu, cuando Jerry utilizó un juego de piernas realmente bueno. Craw comentó luego que había sido lo mejor. Ignoró por completo a Tiu y se agarró al otro nombre que Lizzie había dejado escapar.
—¿Qué fue del amigo Charlie, Lizzie? —dijo, sin tener la menor idea de quién era Charlie—. ¿Qué fue de él cuando Ric se montó el número de la desaparición? No me digas que se hundió también con el barco…
Lizzie se alejó flotando una vez más en una nueva ola de explicaciones, y Tiu disfrutaba pacientemente de cuanto oía, riendo entre dientes y asintiendo con la cabeza sin dejar de comer.
Él está aquí para descubrir el motivo, pensó Jerry, Es demasiado listo para echarle el freno. Soy yo el que le preocupa, no ella.
—Oh, Charlie es indestructible, absolutamente inmortal —proclamó Lizzie, utilizando una vez más como apoyo a Tiu—: Charlie Mariscal, señor Tiu —explicó—. Oh, deberías conocerle, un mestizo chino fantástico, todo piel y huesos y opio, y un magnífico piloto. Su padre un veterano del Kuomintang, un bandido aterrador que vive por los Shans. Su madre era una pobre chica corsa (ya sabes que los corsos vinieron en rebaño a Indochina), pero es realmente un personaje fantástico. ¿Sabes por qué se hace llamar Mariscal? Su padre no quiso ponerle su propio apellido. ¿Y sabes lo que hizo Charlie? Pues darse la graduación más alta que hay en el ejército. «Mi padre es general, pero yo soy mariscal», dijo. ¿Verdad que tiene gracia? Y es muchísimo mejor que almirante, creo yo.
—Super —admitió Jerry—. Maravilloso. Charlie es un príncipe.
—Liese también personaje bastante fantástico, señor Wessby —comentó afablemente Tiu, así que a petición de Jerry brindaron por eso: por la fantástica personalidad de Lizzie.
—¿Pero qué es en realidad todo este asunto de Liese? —preguntó Jerry posando el vaso—. Tú eres Lizzie. ¿Quién es esa Liese, señor Tiu? Yo no conozco a esa dama. ¿Por qué no se me permite participar en la broma?
Aquí, Lizzie se volvió claramente a Tiu pidiendo instrucciones, pero Tiu había pedido un poco de pescado crudo y estaba comiéndolo con mucha rapidez y con dedicación total.
—Algún escritor de caballos hacer preguntas condenadas —comentó con la boca llena.
—Otra ciudad, otra página, otro nombre —dijo al fin Lizzie, con una sonrisa nada convincente—. Me apetecía un cambio, así que elegí un nombre nuevo. Algunas chicas cambian de peinado. Yo cambié de nombre.
—¿Conseguiste un hombre nuevo a juego con el nombre? —preguntó Jerry.
Ella negó con la cabeza, los ojos bajos, mientras Tiu soltaba un chorro de carcajadas.
—¿Qué es lo que pasa en esta ciudad, señor Tiu? —preguntó Jerry, ayudando instintivamente a la chica—. ¿Es que los hombres están ciegos? Por Dios, yo cruzaría el continente por ella, ¿usted no? Se llamase como se llamase, ¿verdad que sí?
—¡Mi ir de Kowloon a Hong Kong y no más! —dijo Tiu, muy contento de su chiste—. ¡O quizás quedar en Kowloon y llamarla, decirle venir verme una hora!
Ante lo cual, Lizzie no alzó siquiera los ojos y Jerry pensó que tenía que resultar muy agradable, en otra ocasión en que todos tuviesen más tiempo, romperle a Tiu aquel cuello gordo por tres o cuatro sitios.
Pero, por desgracia, romperle el cuello a Tiu no figuraba de momento en la lista de compras de Craw.
* * *
El dinero, había dicho Craw. Cuando llegue el momento oportuno, abre un extremo de la veta de oro y ése será tu gran final.
Así que empezó a hablarle de Indocharter. ¿Quiénes eran, qué tal se trabajaba con ellos? Ella se metió en la cosa tan de prisa que Jerry empezó a preguntarse si no le gustaría de verdad lo de vivir al borde del abismo más de lo que él había supuesto.
—¡Oh, fue una aventura fabulosa, Jerry! No puedes ni imaginártelo siquiera, te lo aseguro —de nuevo el acento multinacional de Ric—; ¡Líneas aéreas! Eso resulta absurdo ya. Bueno, mira, no pienses ni por un instante en aviones nuevos y resplandecientes y azafatas bellísimas y champán y caviar y todo eso. Aquello era trabajo. Un trabajo de pioneros, que fue por lo primero que me atrajo el asunto. Yo podía perfectamente bien haber vivido simplemente de papá. O de mis tías, porque, gracias a Dios, soy totalmente independiente. Pero ¿quién puede resistir un reto así? Empezamos con un par de DC3 horriblemente viejos… estaban literalmente sostenidos con cuerdas y chicle. Tuvimos incluso que comprar el certificado de seguridad. Nadie quería dárnoslo. Después de eso, transportamos literalmente de todo. Motos Honda, verduras, cerdos… oh, qué historia la de aquellos pobres cerdos. Se soltaron, Jerry, se metieron en primera, se metieron incluso en la cabina, ¡imagínate!
—Como pasajeros —explicó Tiu, con la boca llena—. Ella volar cerdos primera clase, ¿okey, señor Wessby?
—¿Qué rutas? —preguntó Jerry, una vez repuestos de las risas.
—¿Ve usted como me interroga, señor Tiu? ¡Nunca creí ser tan interesante! ¡Tan misteriosa! Pues íbamos a todas partes, Jerry. Bangkok, Camboya a veces. Battambang, Phnom Penh, Kampong Chan cuando estaba abierto. A todas partes. A sitios horrorosos.
—¿Y qué clientes teníais? ¿Comerciantes? ¿Hacíais servicio de taxi…? ¿Quiénes eran vuestros clientes habituales?
—Llevábamos lo que podíamos conseguir, cualquier cosa. Cualquiera que pudiera pagarnos, a ser posible por adelantado, claro.
Dejando por un momento su carne de Kobe, a Tiu le apeteció un poco de chismorreo social.
—¿Tu padre gran Lord, eh, señor Wessby?
—Más o menos, sí —dijo Jerry.
—Un Lord ser tipo muy rico. ¿Por qué acabaste de escritor de caballos, eh?
Sin hacer ningún caso de Tiu, Jerry jugó su mejor carta y esperó luego a que el espejo del techo se estrellase sobre su mesa.
—Corre el rumor de que vosotros teníais un contacto con la Embajada rusa —dijo muy tranquilo, directamente a Lizzie—. ¿No te suena eso a nada, amiga mía? ¿No tenéis ningún rojo debajo de la cama, si se me permite la expresión?
Tiu estaba dedicado a su arroz, tenía el cuenco bajo la barbilla y paleaba sin parar. Pero esta vez, significativamente, Lizzie ni le miró siquiera.
—¿Rusos? —repitió, desconcertada—. ¿Por qué demonios iban a acudir los rusos a nosotros? Tenían vuelos regulares de Aeroflot que entraban y salían de Vientiane todas las semanas.
Jerry habría jurado, entonces y más tarde, que la chica decía la verdad. Pero aun así fingió no quedar satisfecho del todo.
—¿Ni siquiera vuelos locales? —insistió—. ¿Trayendo y llevando cosas, servicio de correo, o algo así?
—Nunca. ¿Cómo íbamos a hacer eso? Además, los chinos desprecian a los rusos, ¿verdad, señor Tiu?
—Rusos muy mala gente, señor Wessby —confirmó Tiu—. Ellos oler muy mal.
También tú, pensó Jerry, captando de nuevo aquel perfume de su primera esposa.
Jerry se echó a reír ante su propio disparate:
—Ya sé que los directores de periódico tienen manías como todo el mundo —alegó—. Pero el mío está convencido de que podemos tener un lío de rojos debajo de la cama. «Los pagadores soviéticos de Ricardo»… «¿Hizo Ricardo un viaje para el Kremlin?».
—¿Pagador? —repitió Lizzie, totalmente desconcertada—. Ric no recibió nunca un céntimo de los rusos. ¿Pero de qué hablan?
Jerry de nuevo:
—Pero Indocharter sí, ¿verdad?… A menos que mis señores y amos hayan comprado un simple bulo, lo que sospecho que es verdad, como siempre. Al parecer, sacaban dinero de la Embajada local y lo pasaban a Hong Kong en dólares norteamericanos. Esa es la información de Londres y ellos insisten en que es cierto.
—Pues están locos —dijo ella confidencialmente—. Nunca oí disparate igual.
A Jerry le pareció que la muchacha se mostraba aliviada incluso al ver que la conversación había tomado aquel giro inesperado. Ricardo vivo bueno, aquello podía ser para ella cruzar un campo minado. Ko amante suyo ese secreto correspondía a Ko o a Tiu revelarlo, no a ella. Pero dinero ruso: Jerry estaba tan seguro como podía atreverse a estarlo de que ella no sabía nada de aquello y que tampoco temía nada al respecto.
Se ofreció a volver con ella a Star Heights, pero Tiu vivía por allí, según dijo ella.
—Ver tú muy pronto, señor Wessby —prometió Tiu.
—Ojalá sea así, hombre —dijo Jerry.
—Tú mejor seguir de escritor de caballos, ¿entenderme? Yo pensar que tú ganar más así, señor Wessby, ¿eh?
No había en su voz ninguna amenaza, ni tampoco en la cordial palmada que le dio en el brazo. Tiu ni siquiera hablaba como si esperase que su consejo se tomara como algo más que una confianza entre amigos.
Luego, de pronto, terminó todo. Lizzie le dio el beso al jefe de camareros, pero no a Jerry. Mandó a por su abrigo a Jerry, no a Tiu, para no quedarse a solas con él. Apenas le miró al despedirse.
Tratar con mujeres hermosas. Señoría, le había advertido Craw, es como tratar con delincuentes conocidos. Y la dama a la que vas a cortejar cae, sin duda, dentro de esa categoría.
Mientras volvía a casa por las calles iluminadas por la luna (y pese a la larga caminata, los mendigos, los ojos que brillaban en los portales), Jerry sometió a un examen más detenido las palabras de Craw. De lo de delincuente no podía decir nada, en realidad: delincuente parecía una unidad de medida muy imprecisa en el mejor de los casos, y ni el Circus ni sus agentes estaban en condiciones de apoyar un concepto parroquial de la justicia. Craw le había dicho que en períodos difíciles, Ricardo le había hecho pasar por aduana para él paquetes pequeños. Vaya cosa. Eso era asunto de los sabihondos. Pero delincuente conocido era una cosa muy distinta. Con lo de conocido estaba totalmente de acuerdo. Recordando el brillo encarcelado de los ojos de Elizabeth Worthington al ver a Tiu, creía reconocer aquella expresión, aquella mirada y aquella dependencia, que conocía con un disfraz u otro, de toda su vida de vigilia.
Ciertos adversarios superficiales de George Smiley han aducido a veces que George debería haber visto en este punto de algún modo de qué lado soplaba el viento con Jerry, y que debía haberle sacado del terreno. Smiley era el oficial del caso. Era el único que controlaba el expediente de Jerry y se cuidaba de su estado y de informarle. Si George hubiese estado en su mejor momento, decían, en vez de haber iniciado ya la decadencia, habría percibido las señales de aviso que incluían entre líneas los informes de Craw y habría retirado a Jerry a tiempo. Podrían haberse quejado también de que Smiley fuese un adivinador del futuro de segunda fila. Los hechos, tal como llegaron a Smiley, son éstos:
La mañana que siguió a la pasada que hizo Jerry a Lizzie Worth o Worthington (la jerga no tiene connotación sexual), Craw estuvo recibiendo información de él más de tres horas en una furgoneta, y describe a Jerry en su informe diciendo que se hallaba en un estado de «decepcionada pesadumbre», cosa muy razonable. Parecía tener miedo, según Craw, de que Tiu, o incluso Ko, pudiesen ensañarse con la chica por su «conocimiento culpable» e incluso ponerle la mano encima. Jerry aludió más de una vez al patente desprecio que sentía Tiu hacia la chica (y hacia él, y sospechaba que hacia todos los europeos) y repitió su comentario de que viajaría por ella de Kowloon a Hong Kong y no más lejos. Craw contestó indicando que Tiu podría haber hecho callar a la chica en cualquier momento; y lo que la chica sabía, según el propio testimonio de Jerry, no llegaba siquiera a la veta rusa, no digamos ya al hermano Nelson.
Jerry mostraba, en suma, las típicas reacciones postoperativas del agente de campo. Sensación de culpabilidad, unida a presagios, una tendencia involuntaria de solidaridad hacia la persona que había sido el objetivo de su actuación: síntomas tan predecibles como el arrebato de llanto en un atleta después de la gran carrera.
En su contacto siguiente (una conversación telefónica desde el Limbo, muy larga, al segundo día, en la que, para animarle, Craw le transmitió las cálidas felicitaciones personales de Smiley un poco antes de recibirlas del Circus), Jerry parecía hallarse mucho mejor, pero estaba preocupado por su hija Cat. Se había olvidado de su cumpleaños (dijo que era al día siguiente) y quería que el Circus le mandase en seguida un magnetofón japonés con cassettes para que iniciara su colección. El telegrama de Craw a Smiley enumera las cassettes, pide acción inmediata de los caseros y solicita que la sección de zapatería (en otras palabras, los falsificadores del Circus) redacten una tarjeta adjunta con letra de Jerry y con este texto: «Querida Cat: le pedí a un amigo que te mandase esto desde Londres. Cuídate, cariño, te quiere y te querrá siempre. Papá». Smiley autorizó la compra, dando instrucciones a los caseros para que descontasen el coste de la paga de Jerry en origen. Revisó personalmente el paquete antes de que se enviase, y dio el visto bueno a la tarjeta falsificada. Comprobó también lo que él y Craw ya habían sospechado: que no era, ni mucho menos, el cumpleaños de Cat. Jerry sintió sencillamente una necesidad imperiosa de hacer una demostración de afecto: lo que era un síntoma normal más de una pasajera fatiga de campo. George puso un telegrama a Craw indicándole que no se apartase de él, pero la iniciativa correspondía a Jerry y Jerry no volvió a establecer contacto hasta la noche del quinto día, en que pidió (y consiguió) una reunión de emergencia en el plazo de una hora. La reunión tuvo lugar en su punto habitual de encuentros de emergencia de noche, en un café nocturno de carretera de los Nuevos Territorios, bajo el disfraz de un encuentro casual entre viejos colegas. La carta de Craw, en la que se indicaba «Personal, sólo para Smiley», era una contestación a su telegrama. Llegó al Circus de mano del correo de los primos dos días después del episodio que describe, el séptimo día, por tanto. Craw, suponiendo que los primos intentarían leer el texto pese a los sellos y a otros artilugios, lo enmascaró con evasivas, nombres supuestos y seudónimos, que se han eliminado en el texto que damos a continuación:
Westerby estaba muy enfadado. Exigió que se le dijera qué demonios hace en Hong Kong Sam Collins y en qué medida está envuelto en el caso Ko. Nunca le había visto tan alterado. Le pregunté qué le hacía pensar que Collins estaba aquí. Contestó que le había visto aquella misma noche, a las once y cuarto exactamente, dentro de un coche que estaba aparcado en los Midlevels, en una explanada que hay justo debajo de Star Heights, bajo una farola, leyendo un periódico. La posición que Collins había elegido, dijo Westerby, le permitía ver claramente las ventanas de Lizzie Worthington en la octava planta del edificio, y Westerby supuso que estaba allí en una especie de servicio de vigilancia. Westerby, que iba a pie, insiste en que «estuvo a punto de acercarse a Sam y preguntárselo directamente», pero prevaleció la disciplina de Sorra y siguió cuesta abajo, por su lado de la calle. Aun así, dice que Collins puso el coche en marcha en cuanto le vio y desapareció cuesta abajo a toda prisa. Tiene el número de la matrícula, y, por supuesto, es el correcto. Collins confirma el resto.
De acuerdo con la táctica que acordamos para esta contingencia (tu Mensaje de 15 de febrero) di a Westerby las respuestas siguientes:
1) Aunque fuera Collins, el Circus no tiene control alguno sobre sus movimientos. Collins dejó el Circus desacreditado, antes de la caída; era un jugador conocido, una persona sin rumbo, metido en trapicheos, etc., y el Oriente es su terreno natural. Le dije que era un estúpido al suponer que Collins pudiera seguir en nómina o, peor, tener algún papel en el caso Ko.
2) Collins es, facialmente, un individuo típico, le dije: rasgos regulares, bigote, etc., tiene el mismo aspecto que la mitad de los macarras de Londres. Puse en duda, además, el que pudiera hacer una identificación segura desde el otro lado de la calle, a las once y cuarto de la noche. Me contestó que tiene una visión A-1 y que Sam tenía el periódico abierto por la página de las carreras.
3) Y, de cualquier modo, ¿qué demonios hacía el propio Westerby, pregunté, rondando a la luz de la luna por Star Heights a las once y cuarto de la noche? Respuesta: volvía de tomar unas copas con la gente de la UPI y andaba buscando un taxi. Ante esto, fingí explotar y dije que nadie que hubiera estado con la gentuza de la UPI podría ver un elefante a cinco metros, no digamos ya a Sam Collins a veinticinco, en un coche, en plena noche. Y asunto concluido… espero.
Ni que decir tiene que Smiley se quedó muy preocupado por este incidente. Sólo sabían lo de Collins cuatro personas: Smiley, Connie Sachs, Craw y el propio Sam. El que Jerry le hubiera visto añadía un problema a una operación cargada ya de imponderables. Pero Craw era hábil, y creía haber convencido a Jerry, y Craw era el hombre que estaba sobre el terreno. Habría sido posible, claro, en un mundo perfecto, que Craw hubiese considerado oportuno investigar si había habido realmente una fiesta de la UPI aquella noche en los Midlevels… y al comprobar que no la había habido, podría haberle pedido a Jerry de nuevo que explicase su presencia en la zona de Star Heights y, en tal caso, probablemente a Jerry le hubiese dado una pataleta y hubiese inventado alguna otra historia no comprobable: que había estado con una mujer, por ejemplo, y que Craw se metiese en sus asuntos. El resultado neto de lo cual habría sido mala sangre innecesaria y la misma situación lo-tomas-o-lo-dejas de antes.
También habría sido tentador, aunque no razonable, esperar que Smiley, con tantas otras presiones encima (la continuada e infructuosa búsqueda de Nelson, las sesiones diarias con los primos, las acciones de retaguardia por los pasillos de Whitehall), hubiese sacado la conclusión más próxima a su propia experiencia solitaria: es decir, que aquella noche Jerry no tenía sueño y deseaba estar solo, así que había vagado por las calles hasta hallarse de pronto ante el edificio donde vivía Lizzie y que había rondado por allí, tal como hacía Smiley en sus vagabundeos nocturnos, sin saber exactamente qué quería, aparte de la posibilidad de echarle la vista encima por casualidad a Lizzie.
El alud de acontecimientos que arrastraba a Smiley era demasiado intenso para permitir tan fantásticas abstracciones. El hecho de que hubiera que esperar a que llegase el octavo día para que el Circus se pusiera en pie de guerra se debe, además, a la disculpable vanidad del hombre solitario que tiende a creer que el suyo es un caso único.