Antes de la caída, se celebraban una vez al mes reuniones estudiadamente informales entre los asociados de los dos servicios secretos que compartían la «relación especial», que iban seguidas de lo que Alleline, el predecesor de Smiley, se complacía en llamar «un alboroto». Si les tocaba a los norteamericanos hacer de anfitriones, Alleline y sus cohortes, entre ellos el popular Bill Haydon, eran conducidos a un inmenso bar de azotea, al que en el Circus conocían como el Planetario, donde se les obsequiaba con martinis secos y una vista de Londres que nunca podrían haberse permitido de otro modo. Si les correspondía a los ingleses, se instalaba una mesa desmontable en la sala de juegos, se le ponía por encima un mantel de damasco zurcido y se invitaba a los delegados norteamericanos a rendir homenaje al último bastión del espionaje en la patria del club, y al mismo tiempo lugar de nacimiento de su propio servicio, mientras sorbían jerez sudafricano disfrazado en garrafas de cristal tallado basándose en que no sabrían apreciar la diferencia. No había agenda alguna para las discusiones y no se tomaban, por tradición, notas. No tenían, en realidad, necesidad alguna de tales instrumentos, sobre todo considerando que los micrófonos ocultos se mantenían siempre sobrios y hacían el trabajo mejor.
Después de la caída, estas delicadezas desaparecieron durante un tiempo. Por órdenes del cuartel general de Martello en Langley, Virginia, el «contacto británico», que era como ellos llamaban al Circus, quedó emplazado en la lista de los que había que mantener a una distancia prudencial, equiparado a Yugoslavia y al Líbano, y los dos servicios estuvieron, en realidad, paseando por aceras opuestas una temporada sin apenas mirarse. Eran como una pareja separada en trámite de divorcio. Pero en aquella gris mañana de invierno en que Smiley y Guillam, con cierta precipitación, se presentaron ante la puerta de entrada del Anexo de asesoría legal de Grosvenor Square, era ya perceptible un patente deshielo, hasta en los rostros rígidos de los dos infantes de Marina que les cachearon.
Las puertas, por otra parte, eran dobles, con rejas negras sobre hierro negro, y rebordes dorados en las rejas. Sólo su coste habría mantenido en marcha a todo el Circus durante un par de días más, por lo menos. Una vez traspasadas, ambos tuvieron la sensación de pasar de una aldea a una metrópoli:
El despacho de Martello era muy grande. No tenía ventanas y podría haber sido media noche. Sobre un escritorio vacío, una bandera norteamericana, desplegada como por el viento, ocupaba la mitad de la pared del fondo. En el centro del despacho, había arracimado un círculo de sillones de líneas aéreas alrededor de una mesa de palo de rosa, y en uno de ellos estaba sentado el propio Martello, un hombre de Yale, corpulento y animado, con un traje campestre que siempre parecía fuera de temporada. Le flanqueaban dos hombres silenciosos, a cual más cetrino y tosco.
—George, cuánto te agradezco que hayas venido —dijo Martello cordialmente, con su tono cálido y confidencial, mientras se apresuraba a levantarse para saludarle—. No hace falta que te lo diga. Sé lo ocupado que estás. Lo sé. Sol…
Se volvió a los dos desconocidos que estaban sentados en frente y que hasta el momento habían pasado inadvertidos; el joven era parecido a los hombres silenciosos de Martello, aunque menos suave; el otro era rechoncho y malencarado, y mucho mayor, con cicatrices en la cara y el pelo a cepillo. Veterano de algo.
—Sol —repitió Martello—. Quiero que conozcas a una de las auténticas leyendas de nuestra profesión. Sol: el señor George Smiley. George, éste es Sol Eckland, que ocupa un alto cargo en nuestro departamento antidroga, que antes se llamaba oficina de narcóticos y drogas peligrosas, y que ahora han rebautizado, ¿no, Sol? Sol, saluda a Pete Guillam.
El más viejo de los dos hombres, extendió una mano y Smiley y Guillam se la estrecharon, y era como corteza seca.
—Bueno —dijo Martello, con la satisfacción de un casamentero—. George, bueno, ¿te acuerdas de Ed Ristow, también de narcóticos, George? ¿Recuerdas que te hizo una visita de cortesía hace unos meses? Bueno, pues Sol ha sustituido a Ristow. Tiene la zona del Sudeste asiático. Y aquí Cy está con él.
Nadie recuerda tan bien nombres como los norteamericanos, pensó Guillam.
Cy era el más joven de los dos. Tenía patillas, un reloj de oro, y parecía un misionero mormón: cordial pero a la defensiva. Sonrió como si sonreír formase parte del cursillo, y Guillam sonrió también.
—¿Qué le pasó a Ristow? —preguntó Smiley, sentándose.
—Trombosis coronaria —masculló Sol, el veterano; tenía la voz tan áspera como la mano. Y el pelo como lana de alambre rizada en pequeñas trincheras. Cuando se lo rascaba, lo que hacía con mucha frecuencia, chirriaba y todo.
—Cuanto lo siento —dijo Smiley.
—Podía hacerse crónico —dijo Sol, sin mirarle, y dio una chupada al cigarrillo.
Fue entonces cuando se le ocurrió a Guillam, por primera vez, la idea de que había en el aire algo muy importante. Captó una tensión palpable entre los dos campos norteamericanos. Las sustituciones no pregonadas, con la experiencia que tenía Guillam con los norteamericanos, raras veces se debían a algo tan intrascendente como una enfermedad. Y pasó a preguntarse de qué modo habría emborronado el cuaderno de los deberes el predecesor de Sol.
—Los del Ejecutivo, bueno, como es lógico, tienen mucho interés en nuestro, bueno, en nuestra pequeña aventura conjunta, George —dijo Martello, y con esta fanfarria tan poco prometedora, anunció indirectamente la conexión Ricardo, aunque Guillam captó que había algo más, una misteriosa tensión, del lado norteamericano, la pretensión de fingir que la reunión tenía un motivo distinto… lo indicaban los vacuos comentarios iniciales de Martello.
—George, nuestra gente de Langley es partidaria de trabajar en estrecha relación con sus buenos amigos de narcóticos —declaró, con la calidez de una note verbale diplomática.
—La cosa funciona en ambos sentidos —masculló Sol, el veterano, confirmatoriamente, y expulsó más humo de cigarrillo y se rascó aquel pelo gris acero. A Guillam le parecía en realidad un hombre tímido, que no se sentía allí nada cómodo. Cy, su joven ayudante, estaba muchísimo más tranquilo que él:
—Son parámetros, comprende, señor Smiley. En un asunto como éste, hay algunos sectores que se superponen del todo —la voz de Cy era una pizca demasiado alta para su estatura.
—Cy y Sol han cazado ya antes con nosotros, George —dijo Martello, ofreciendo aún más seguridades—. Cy y Sol son de la familia, puedes creerme. Langley da acceso al Ejecutivo y el Ejecutivo de acceso a Langley. Así es cómo funciona la cosa, ¿verdad Sol?
—Verdad, sí —dijo Sol.
Si no se acuestan juntos pronto, pensó Guillam, es muy posible que acaben sacándose los ojos. Miró a Smiley y vio que también él se daba cuenta de la atmósfera tensa. Estaba sentado como una estatua de sí mismo, las manos en las rodillas, los ojos casi cerrados, como siempre, y parecía querer hundirse en la invisibilidad, mientras los otros le daban todas aquellas explicaciones.
—Puede que lo mejor sea que nos pongamos todos al día respecto a los últimos detalles antes de nada —sugirió Martello, como si estuviera invitando a todo el mundo a someterse a examen.
¿Antes de qué?, se preguntó Guillam.
Uno de los hombres silenciosos utilizaba el nombre de trabajo de Murphy. Murphy era tan rubio que casi parecía albino. Cogió de la mesa de palo de rosa una carpeta y empezó a leer de ella en voz alta con un tono de voz muy respetuoso. Cogía cada hoja, una a una, entre sus limpios dedos.
—Señor, el lunes el sujeto voló a Bangkok con Cathay Pacific Airlines, se adjuntan los datos del vuelo, y fue recogido en el aeropuerto por Tan Lee, según la referencia dada, en su coche particular. Se dirigieron luego inmediatamente a la suite permanente de Airsea en el Hotel Erawan —miró a Sol y continuó—: Tan es director ejecutivo de Asian Rice and General, señor, que es la subsidiaria que Airsea tiene en Bangkok, se añaden las referencias de archivo. Pasaron en la suite tres horas y…
—Oiga, Murphy —dijo Martello, interrumpiéndole.
—¿Señor?
—Todo eso de «se añaden referencias», «según nuestras referencias», etc., déjelo usted, ¿entendido? Ya sabemos todos que hay fichas de esos tipos, ¿de acuerdo?
—Entendido, señor.
—¿Ko sólo? —preguntó Sol.
—No señor, Ko llevó consigo a su ayudante, Tiu. Tiu va con él casi a todas partes.
Aquí Guillam, al mirar por casualidad a Smiley, interceptó una mirada inquisitiva de éste a Martello. A Guillam se le ocurrió la idea de que Smiley pensaba en la chica (¿había ido ella también?) pero la sonrisa indulgente de Martello no se alteró y, tras unos instantes, Smiley pareció aceptarlo y volvió su actitud atenta.
Sol se había vuelto, entretanto, a su ayudante y ambos tuvieron un breve coloquio privado:
—¿Por qué demonios no colocó alguien escuchas en la habitación del hotel, Cy? ¿Por qué nadie hizo nada?
—Ya sugerimos eso a Bangkok, Sol, pero tuvieron problemas con los tabiques, no había huecos adecuados, o algo así.
—Esos payasos de Bangkok están atontados de tanto joder. ¿Es el mismo Tan al que intentamos pillar el año pasado por heroína?
—No, ése era Tan Ha, Sol. Este es Tan Lee. Hay muchos Tans allí. Tan Lee es sólo una pantalla. Hace de contacto para Hong el Gordo de Chiang Mai. El que tiene las relaciones con los productores y los mayoristas es Hong.
—Debería ir alguien hasta allí a pegarle un tiro a ese cabrón —dijo Sol. No estaba claro del todo a qué cabrón se refería.
Martello indicó al pálido Murphy que siguiese.
—Señor, los tres hombres bajaron luego al puerto de Bangkok, es decir Ko y Tan Lee y Tiu, señor, y estuvieron viendo veinte o treinta embarcaciones pequeñas de cabotaje que había en el muelle. Luego, volvieron al aeropuerto de Bangkok y el sujeto voló a Manila, Filipinas, para una conferencia confirmatoria en el Hotel Edén y Bali.
—¿Tiu no fue a Manila? —preguntó Martello, comprando tiempo.
—No, señor. Volvió a casa —contestó Murphy, y Smiley miró una vez más a Martello.
—Qué confirmatoria ni qué ocho cuartos —exclamó Sol—. ¿No son esos los barcos que hacen el transporte a Hong Kong, Murphy?
—Sí, señor.
—Conocemos esos barcos —dijo Sol—. Llevamos años detrás de ellos. ¿Verdad, Cy?
—Verdad, sí.
Sol había atacado a Martello, como si fuese personalmente culpable.
—Dejan el puerto limpios. No suben la mercancía a bordo hasta que están en alta mar. Nadie sabe qué barco va a llevarla. Ni siquiera el capitán del navío elegido, hasta que la lancha se le pone al lado, y pasa la mercancía. Cuando entran en aguas de Hong Kong, la echan por la borda con señales y los juncos salen a buscarla.
Hablaba despacio, como si le hiciese daño hablar. Empujando ásperamente las palabras.
—Llevamos años —continuó— diciéndoles a los ingleses que acaben de una vez con esos juncos, pero los cabrones andan todos al quite.
—Eso es todo lo que tenemos —dijo Murphy, y posó el informe.
Volvieron a las pautas embarazosas. Una linda muchacha, armada con una bandeja de café y pastas, proporcionó un alivio fugaz, pero en cuanto se fue, el silencio se hizo aún peor.
—¿Por qué no se lo dices ya? —masculló al fin Sol—. Si no se lo digo yo.
Y fue entonces cuando, como habría dicho Martello, pasaron por fin al quid del asunto.
La actitud de Martello se hizo al mismo tiempo seria y confidencial: el abogado de la familia que lee el testamento a los herederos.
—Bueno, George, a petición nuestra, aquí los del Ejecutivo echaron una especie de segundo vistazo a los antecedentes y al historial del desaparecido piloto Ricardo y, tal como nosotros medio suponíamos, han descubierto mucho material que hasta ahora no había visto la luz y que debería haberla visto, debido todo ello a varios factores. De nada vale, según mi opinión, señalar con el dedo a nadie y además Ed Ristow es un hombre enfermo. Digamos simplemente que, prescindiendo de lo que haya podido pasar, el asunto Ricardo cayó en un pequeño hueco entre el Ejecutivo y nosotros. Ese hueco ha ido cubriéndose después y nos gustaría facilitarte la nueva información.
—Gracias, Marty —dijo Smiley pacientemente.
—Parece ser que Ricardo está vivo en realidad —declaró Sol—. Parece ser que se trataba de un snafu de primera magnitud.
—¿Un qué? —preguntó Smiley con viveza, antes quizás de que hubiese podido asimilarse por completo el pleno significado de la declaración de Sol.
Martello se apresuró a traducir:
—Error, George, error humano. Es algo que nos pasa a todos. Snafu. Incluso a ti, ¿no?
Guillam estudiaba los zapatos de Cy, que tenían un brillo gomoso y gruesas viras. Smiley tenía la vista alzada hacia la pared lateral, donde los rasgos benevolentes del presidente Nixon contemplaban alentadores la unión triangular. Nixon había dimitido sus buenos seis meses atrás, pero Martello parecía conmovedoramente decidido a mantener la llama encendida. Murphy y su nuevo acompañante seguían sentados e inmóviles como confirmantes ante un obispo. Sólo Sol permanecía en constante movimiento, rascándose la rizada cabellera o dándole al pitillo como una versión atlética de di Salís. Nunca sonríe, pensó de pasada Guillam: ya ni se acuerda de cómo se hace.
Martello continuó:
—La muerte de Ricardo está oficialmente reseñada en nuestros archivos sobre el 21 de agosto, más o menos, ¿no, George?
—Sí, eso es —dijo Smiley.
Martello resopló e inclinó la cabeza hacia el otro lado, sin dejar de leer.
—Sin embargo, en septiembre, bueno, sí, dos… un par de semanas después de su muerte, ¿no?… parece ser, bueno, que Ricardo estableció contacto personal con una de las oficinas de narcóticos del sector de Asia, que se llamaba entonces BNDD. Pero en el fondo la misma casa, ¿entendido? Aquí Sol, bueno, preferiría no mencionar qué departamento, y yo lo respeto.
El latiguillo bueno, decidió Guillam, era la forma que tenía Martello de seguir hablando mientras pensaba.
—Ricardo ofreció sus servicios al departamento —continuó Martello—, sobre la base de compra e información respecto a una, bueno, un transporte de opio que le habían ofrecido, tenía que pasar la frontera y llevarlo, bueno, a la China roja.
En este momento, una mano fría pareció agarrar a Guillam por el estómago y aposentarse allí. La impresión que le produjo el hecho fue mucho mayor por llegar poco a poco después de tanto detalle inconexo. A Molly le contaría más tarde que fue para él como si «todos los hilos del caso se hubieran enrollado de pronto en una madeja». Pero esto era una consideración retrospectiva y, en realidad, presumía un poco. Sin embargo, la impresión súbita (después de tanto andar de puntillas y tanta especulación y tanto papeleo), la simple impresión de verse casi físicamente proyectado al interior de la China continental: esto fue indudablemente algo real, que no precisaba ninguna exageración.
Martello hacía de nuevo el papel de abogado solícito.
—George, tengo que ponerte en antecedentes, bueno, decirte algo más, sobre las actividades de la familia. Durante el asunto de Laos, la Compañía utilizó a unas cuantas tribus montañesas del norte con objetivos bélicos, puede que ya lo sepas. Justamente allí en Birmania, no sé si conoces esa zona, los Shans. Voluntarios, ¿me entiendes? Muchas de esas tribus eran comunidades de monocultivo, bueno, comunidades dedicadas al cultivo del opio y, en interés de la guerra, la Compañía tuvo que, bueno, tuvo que hacer un poco la vista gorda ante lo que no podíamos cambiar. Esa buena gente tiene que vivir y muchos no sabían hacer otra cosa y no veían nada malo en, bueno, en cultivar ese producto. ¿Me entiendes?
—Dios mío —dijo Sol entre dientes—. ¿Has oído eso, Cy?
—Lo he oído. Sol.
Smiley dijo que sí, que entendía.
—Esta política, seguida, bueno, por la Compañía, dio lugar a desavenencias, muy breves y muy fugaces entre la Compañía por un lado y él, bueno, la gente del Ejecutivo, el antiguo departamento de narcóticos, porque, bueno, en fin, mientras los muchachos de Sol estaban allí para acabar con el abuso de drogas, y con toda la razón del mundo además, y para cortar los suministros, que es su trabajo, George, y su deber, a la Compañía le interesaba, por el bien de la guerra, es decir, en aquel momento concreto, comprendes, George… bueno, interesaba hacer un poco la vista gorda…
—La Compañía hizo de Padrino para los montañeses —masculló Sol—. Los hombres estaban todos luchando en la guerra y los agentes de la Compañía iban a las aldeas, compraban la mercancía, se jodían a las mujeres y sacaban de allí el material.
Martello no se dejaba marginar tan fácilmente.
—Bueno, nosotros consideramos que eso es exagerar un poco las cosas. Sol, pero, en fin, el caso es que había desavenencias y eso es lo único que le importa a nuestro amigo George. Ricardo, en fin, es un tipo muy especial. Hizo muchos vuelos para la Compañía en Laos y cuando terminó la guerra la Compañía le dejo otra vez en tierra, le dio el beso de despedida y recogió la escalerilla. Nadie quiere saber nada de esos tipos cuando ya no hay una guerra para ellos. Así que, bueno, quizá por eso él, bueno, Ricardo el guardabosques se convirtió en, bueno, en Ricardo el furtivo, supongo que me entiendes…
—Bueno, no del todo —confesó suavemente Smiley.
Sol no tenía tantos escrúpulos para decir verdades desagradables.
—Mientras duró la guerra, Ricardo estuvo transportando droga para la Compañía, para mantener encendidos los hogares en las aldeas de los montañeses. Cuando la guerra terminó, se dedicó a transportarla por su cuenta. Tenía los contactos y sabía dónde estaban enterrados los cadáveres. Se estableció por su cuenta, eso es todo.
—Gracias —dijo Smiley, y Sol volvió a rascarse el pelo a cepillo.
Martello retrocedió por segunda vez a la historia de la embarazosa resurrección de Ricardo.
Deben haber hecho un trato entre ellos, pensó Guillam. Martello se encarga de la charla. «Smiley es un contacto nuestro», debía haber dicho Martello. «Le manejamos a nuestro modo».
El día 2 de septiembre del setenta y tres, dijo Martello, un agente de narcóticos no especificado del área del Sudeste asiático, como insistió en describirle, «un joven completamente nuevo en el campo, George», recibió en su casa una llamada telefónica nocturna de un supuesto capitán Ricardo el Chiquitín, hasta entonces dado por muerto, que había sido mercenario en Laos con el capitán Rocky. Ricardo ofreció una cantidad considerable de opio en crudo al precio normal de mercado. Además del opio, ofrecía información secreta: un precio de saldo por una venta rápida según sus palabras. Esto quería decir cincuenta mil dólares norteamericanos en billetes pequeños, y un pasaporte de Alemania Occidental válido para una sola operación. El agente de narcóticos no especificado se entrevistó con Ricardo aquella misma noche en un aparcamiento y cerraron en seguida la operación del opio.
—¿Quieres decir que lo compró? —preguntó Smiley, sorprendidísimo.
—Sol me dice que hay una, bueno, tarifa fija para estos tratos… ¿no, Sol?… es algo que todo el mundo que está en el ajo sabe, George, y, bueno, se basa en un porcentaje del valor del cargamento puesto en la calle, ¿no?
Sol emitió un gruñido afirmativo.
—Él, bueno, el agente no especificado tenía autorización permanente para comprar a ese precio y compró. Ningún problema. El agente también, bueno, manifestó deseos, pendientes del visto bueno de sus superiores, de proporcionar a Ricardo la documentación que él pedía, George… que era, según resultó más tarde, un pasaporte de la Alemania Occidental con sólo unos días de vigencia, en el caso, George… en el caso aún no comprobado, ¿comprendes…?, de que la información de Ricardo resultase ser un valor aceptable, dado que la política que se sigue es alentar a los informadores a toda costa. Pero dejó claro, el agente, que todo el trato, el pasaporte y el pago por la información, dependía de su ratificación por la autoridad superior… la gente de Sol del cuartel general. Así que compró el opio, pero en lo de la información esperó. ¿No, Sol?
—Sí, eso es —gruñó Sol.
—Oye, Sol, mira, quizá debieses manejar tú esta parte —dijo Martello.
Sol, al hablar, mantuvo inmóvil por una vez el resto de su persona. Sólo movía la boca.
—Nuestro agente le pidió a Ricardo una muestra para que pudieran valorar la información en casa. Lo que nosotros llamamos trasladarla a primera base. Ricardo sale con la historia de que le han mandado pasar la droga a la China roja y volver luego con una carga no especificada como pago. Eso fue lo que dijo. Su muestra. Dijo que sabía quién estaba detrás del asunto. Dijo que conocía al mayor Pez Gordo de todos los peces gordos. Todos lo dicen. Dijo que conocía toda la historia. Pero siempre dicen eso. Dijo que había iniciado el viaje al continente, pero que le había entrado miedo y había vuelto a casa pasando a baja altura sobre Laos para evitar el radar. Dijo que debía un favor a la gente que le envió y que si le encontraban le harían tragarse los dientes a patadas. Eso es lo que está en el informe, palabra por palabra. Tragarse los dientes. Así que tenía prisa y por eso daba aquel precio tan bajo de cincuenta billetes. No dijo quién era la gente, no aportó ni una pizca de información relacionada positiva aparte del opio, pero dijo que aún tenía el avión, escondido, un Beechcraft, y ofreció enseñárselo a nuestro agente la próxima vez que se vieran, lo que dependía de que hubiese verdadero interés en el cuartel general. Eso es todo lo que tenemos —dijo Sol, y pasó a consagrarse al cigarrillo—. El opio eran un par de cientos de kilos. Buena calidad.
Martello recuperó diestramente la pelota:
—Entonces el agente de narcóticos no especificado redactó su informe, George, e hizo lo que haríamos todos. Cogió la información y la envió al cuartel general y le dijo a Ricardo que no se dejase ver hasta que él tuviera noticias de sus superiores. Dijo que le vería en unos diez días, catorce quizás. Aquí está tu dinero del opio, pero el dinero de la información tendrá que esperar un poco. Hay normas, ¿entiendes?
Smiley afirmó comprensivo y Martello afirmó a su vez respondiéndole, mientras seguía hablando.
—Así que en esto estamos. Aquí es donde interviene el error humano, ¿no? Podría haber sido peor, pero no mucho. En nuestro equipo, hay dos visiones del asunto: conspiración y cagada. Aquí es donde tenemos la cagada, de eso no hay duda. El predecesor de Sol, Ed, que ahora está enfermo, valoró el material y, basándose en los datos… bueno, tú le conoces, George, Ed Ristow, un buen chico, sensato… y basándose en los datos de que disponía, Ed decidió, comprensible, pero erróneamente, no proceder. Ricardo quería cincuenta billetes. En fin, por un buen botín, una cosa importante, comprendo que no es nada. Pero Ricardo, quería pago inmediato. Un sólo pago y fuera Y Ed… bueno, Ed tenía responsabilidades, y muchos problemas de familia, y sencillamente no le pareció razonable invertir esa suma de dinero del contribuyente norteamericano en un personaje como Ricardo, cuando no había ningún botín garantizado, un tipo que se las sabe todas además, que sabe todas las triquiñuelas, y que podía estar preparándole a aquel agente de campo de Ed, que es sólo un chaval, un viaje infernal. Así que Ed le dio carpetazo. Asunto cerrado. Archivado y olvidado. Asunto concluido, compra el opio, pero del resto nada.
Quizá fuese trombosis coronaria de verdad, pensó Guillam, maravillado. Pero otra parte de él sabía que podría haberle pasado a él también e incluso que le había pasado: el buhonero que ve ante sí la gran pieza y que la deja escapar de entre los dedos.
En vez de perder el tiempo en recriminaciones, Smiley había pasado tranquilamente a considerar las restantes posibilidades.
—¿Dónde está ahora Ricardo, Marty? —preguntó.
—No se sabe.
Su siguiente pregunta tardó mucho más en llegar, y no era tanto una pregunta como una meditación en voz alta.
—Para volver con un cargamento no especificado como pago —repitió—. ¿Hay alguna teoría sobre el tipo de cargamento que podría ser?
—Sospechamos que oro. No somos magos, lo mismo que no lo eres tú —dijo ásperamente Sol.
Aquí, Smiley dejó simplemente de participar en el proceso durante un rato. Su expresión se inmovilizó, parecía inquieto y, para cualquiera que le conociese, retraído, y de pronto le tocó a Guillam mantener en juego la pelota. Para hacerlo, como Smiley, se dirigió a Martello.
—¿No dio Ricardo ninguna pista del sitio dónde tenía que llevar la carga de vuelta?
—Ya te lo dije. Pete. Eso es todo lo que tenemos.
Smiley seguía siendo no combatiente. Estaba quieto, mirando muy fijo, lúgubremente, sus manos enlazadas. Guillam buscó afanoso otra pregunta:
—¿Y ninguna pista del peso que podría tener la carga de vuelta tampoco? —preguntó.
—Dios santo —dijo Sol, e interpretando erróneamente la actitud de Smiley, afirmó despacio asombrado del tipo de gentuza que se veía obligado a tratar.
—¿Pero vosotros estáis convencidos de que fue Ricardo el que se puso en contacto con vuestro agente? —preguntó Guillam, aún al ataque, lanzando golpes.
—Al cien por cien —dijo Sol.
—Sol —sugirió Martello, inclinándose hacia él—. Sol, ¿por qué no le das a George una copia en limpio del informe original? Así tendrá lo mismo que nosotros.
Sol vaciló, miro a su ayudante, se encogió de hombros y, por último, a regañadientes, sacó de una carpeta que tenía en la mesa, al lado, una cuartilla de la que arrancó solemnemente la firma.
—Extraoficial —masculló, y en este momento, Smiley revivió de pronto y, recogiendo el informe de manos de Sol, lo estudió por ambos lados un rato atentamente en silencio.
—Y dónde está, por favor, el agente de narcóticos no especificado que redactó este documento —preguntó al fin, mirando primero a Martello y luego a Sol.
Sol se rascó el cuero cabelludo. Cy empezó a mover la cabeza irritado. Los dos hombres silenciosos de Martello no mostraban la menor curiosidad, sin embargo. El pálido Murphy seguía leyendo en sus notas y su colega miraba con los ojos en blanco al ex presidente.
—Se fue a vivir a una comuna hippy al norte de Katmandú —gruñó Sol, soltando un chorro de humo de cigarrillo—. Se pasó al enemigo el muy cabrón.
El alegre remate de Martello resultaba maravillosamente intrascendente:
—En fin, bueno, ésa es la razón, George, por la que nuestra computadora tenía a Ricardo muerto y enterrado, George, cuando los datos de que se dispone, que han vuelto a estudiar nuestros amigos del Ejecutivo, no dan verdaderos motivos para, bueno, para suponerlo.
A Guillam le había parecido hasta entonces que la bota estaba toda en el pie de Martello. Los muchachos de Sol habían hecho el ridículo, venía a decir, pero los primos eran después de todo magnánimos y estaban deseando dar el beso y hacer las paces. En la calma postcoito que siguió a las revelaciones de Martello, prevaleció un poco más esta falsa impresión.
—En fin, bueno, George, yo diría que a partir de ahora, podemos contar… vosotros, nosotros, aquí Sol… con la cooperación sin reservas de todas nuestras agencias. Yo diría que esto tiene un aspecto muy positivo. ¿No, George? Constructivo.
Pero Smiley, en su renovada distracción, se limitó a enarcar las cejas y a fruncir los labios.
—¿Estás pensando algo especial, George? —preguntó Martello—. Quiero decir, ¿te preocupa algo?
—Oh. Gracias, sí. Beechcraft —dijo Smiley—. ¿Es un avión de un solo motor?
—Dios santo —dijo Sol entre dientes.
—De dos, George, de dos —dijo Martello—. Es un aparato pequeño, un modele de ejecutivo…
—Y según el informe el cargamento de opio pesaba cuatrocientos kilos.
—Casi media tonelada, George —dijo Martello muy solícito—. Tonelada métrica —añadió dubitativo, ante la expresión sombría de Smiley—. No vuestras toneladas inglesas, George, naturalmente. Métrica.
—¿Y dónde debía llevarse? El opio, quiero decir…
—En la cabina —dijo Sol—. Lo más probable es que fuese debajo de los asientos de reserva. Ese tipo de aviones no tienen todos la misma forma. No sabemos de qué tipo era éste porque no llegamos a verlo.
Smiley examinó una vez más la cuartilla que aún tenía en su mano regordeta.
—Sí —murmuró—. Sí, supongo que harían eso.
Y con un lapicero dorado escribió un pequeño jeroglífico en el margen antes de volver a hundirse en su ensueño privado.
—Bueno —dijo animosamente Martello—. ¿Qué os parece si nosotros, buenas abejitas obreras volvemos a nuestras colmenas y miramos a dónde nos lleva todo esto?, ¿eh, Pete?
Guillam estaba ya poniéndose en pie cuando habló Sol. Sol tenía el don raro, y más bien terrible, de la rudeza natural. Nada había cambiado en él. No se había alterado lo más mínimo. Aquél era su modo de hablar, era así como hacía negocios y tratos, y era evidente que los otros métodos le fastidiaban:
—Pero hombre, por Dios, Martello, ¿a qué clase de juego estamos jugando? Esto es el gran golpe, ¿no? Hemos puesto el dedo en lo que puede que sea el objetivo más importante en el campo de narcóticos de todo el sector del Sudeste asiático. Muy bien, de acuerdo, hay una relación, un contacto. La Compañía se ha ido al fin a la cama con el Ejecutivo porque tenía que compensar el asunto de las tribus. No creas que eso me pone caliente a mí. En fin, muy bien, tenemos un trato de manos fuera con los ingleses en Hong Kong. Pero Tailandia es nuestra. Y las Filipinas también. Y Taiwan. Y en realidad todo el maldito sector. Y la guerra, y los ingleses no mueven el culo para nada. Vinieron hace cuatro meses e hicieron su discurso. Muy bien, bárbaro. Metimos a los ingleses en el ajo. ¿Qué han hecho en todo este tiempo? Enjabonarse la carita. ¿Cuándo demonios van a empezar a afeitarse, Dios santo? Tenemos dinero metido en esto, tenemos toda una organización preparada para desarticular todas las conexiones de Ko, en todo el hemisferio. Llevamos años detrás de un tipo como ése. Y podemos engancharle. Tenemos legislación suficiente para hacerlo… ¡tenemos legislación hombre! ¡La suficiente para meterle de diez a treinta y más! Tenemos las drogas, tenemos las armas, los bienes embargados, tenemos el mayor cargamento de oro rojo que le haya pasado Moscú a un solo hombre en la vida, y tenemos la primera posibilidad de conseguir una prueba, si es verdad lo que está contando ese tal Ricardo, de un programa de subversión con drogas patrocinado por Moscú, que está deseando llevar la lucha al interior de la China roja, que tiene la esperanza de hacerles a ellos lo mismo que ya está haciéndonos a nosotros.
La explosión había despertado a Smiley como una ducha de agua fría. Se había incorporado en el asiento, el informe del agente de narcóticos arrugado en la mano, y miró asombrado primero a Sol y luego a Martello.
—Marty —murmuró—. Oh, Dios mío, no.
Guillam mostró más presencia de ánimo. Por lo menos lanzó una objeción:
—Hay que repartir mucho media tonelada para dejar colgados a ochocientos millones de chinos, ¿no crees, Sol?
Pero a Sol no le hacían mella las ironías ni las objeciones y menos aún si procedían de un niño bonito inglés.
—¿Y nos lanzamos a su yugular? —preguntó, sin desviarse de su curso—. Las narices. Andamos con rodeos. Andamos por las ramas. Hay que actuar con delicadeza. El campo es de los ingleses. Es territorio suyo. Es una pieza suya, la fiesta es suya. Así que nos dedicamos a hacer filigranas, a bailar alrededor. Revoloteamos como mariposillas y actuamos con la misma energía que si lo fuéramos. Dios santo, si hubiéramos manejado este asunto nosotros, ya tendríamos bien agarrado a ese cabrón hace meses.
Tras decir esto, dio un golpe con la palma de la mano abierta en la mesa y utilizó la artimaña retórica de repetir su argumento con distinto lenguaje:
—¡Es la primera vez en la vida que le echamos la vista encima a un tiburón corruptor comunista soviético que está pasando droga y desestabilizando la zona y recibiendo dinero ruso, y que podemos demostrarlo!
Todo iba dirigido a Martello. Como si Smiley y Guillam no estuviesen allí.
—Y no olvides otra cosa —le advirtió a Martello, como punto final—. Tenemos a mucha gente gorda que está deseando que esto salga a la luz. Gente impaciente. Influyente. Gente que está muy enfadada por el dudoso papel que ha estado jugando vuestra Compañía en el suministro y la distribución de narcóticos entre nuestros chicos en Vietnam, que es el primer motivo por el que nos habéis informado. Así que será mejor que expliques a esos liberales de salón de Langley, Virginia, que ya va siendo hora de que suelten la mierda o dejen el orinal. Lo de mierda lo digo en los dos sentidos —remató, con un insulso juego de palabras.
Smiley se había puesto tan pálido que Guillam se asustó de veras. Se preguntaba si no le habría dado un ataque al corazón, si no estaría a punto de desmayarse. Desde donde estaba Guillam, las mejillas y la tez de Smiley se convirtieron de pronto en las de un viejo y en sus ojos, cuando se dirigió sólo a Martello también, había el ardor de un viejo.
—De cualquier modo hay un acuerdo. Y mientras esté vigente, confío en que lo cumpliréis. Tenemos vuestra declaración general de que os abstendréis de operar en territorio británico salvo que se os haya concedido permiso. Tenemos vuestra promesa concreta de que nos dejaréis manejar a nosotros solos este caso, vigilancia y comunicación aparte, independientemente de adonde nos lleve en su evolución. Ése fue el acuerdo. Manos fuera por completo a cambio de un examen completo del producto. Para mí, eso quiere decir lo siguiente: que Langley no actuará y que no actuará tampoco ningún otro organismo norteamericano. Considero que eso es vuestra promesa sincera. Y considero que esa promesa aún está en pie y para mí el acuerdo es invariable.
—Explícale —dijo Sol, y salió, seguido por Cy, su cetrino ayudante mormón. En la puerta se volvió y amonestó con un dedo en dirección a Smiley.
—Tú guías el carro, nosotros te decimos dónde hay que apearse y dónde hay que quedarse arriba —dijo.
El mormón asintió: «Eso es», dijo y sonrió a Guillam, como invitándole. A un gesto de Martello, Murphy y su silencioso colega le siguieron, saliendo del despacho.
Martello estaba sirviendo bebidas. También en su oficina eran las paredes de palo de rosa (un contrachapado de imitación, comprobó Guillam, no la cosa auténtica) y cuando Martello pulsó una palanca apareció una máquina de hielo que vomitó un firme chorro de píldoras en forma de balones de rugby. Martello sirvió tres whiskies sin preguntar a los demás qué querían. Smiley lo miraba todo. Aún tenía las manos regordetas apoyadas en los extremos de los brazos del sillón de líneas aéreas, pero estaba retrepado y desmadejado como un boxeador exhausto entre asalto y asalto, mirando fijamente al techo, perforado por luces parpadeantes. Martello puso los vasos en la mesa.
—Gracias, señor —dijo Guillam. A Martello le gustaba un «señor» de vez en cuando.
—De nada —dijo Martello.
—¿A quién más se lo han dicho vuestros jefes? —dijo Smiley, a las estrellas—. ¿A la inspección de Hacienda? ¿Al servicio de aduanas? ¿Al alcalde de Chicago? ¿A sus doce mejores amigos? ¿Os dais cuenta de que ni siquiera mis jefes saben que estamos colaborando con vosotros? ¡Dios santo!
—Vamos, George, hombre. Nosotros tenemos política, lo mismo que vosotros. Tenemos que cumplir promesas. Que comprar bocas. Los del Ejecutivo andan a por nosotros. Ese asunto de la droga armó mucho revuelo en el Congreso. Senadores, subcomités, toda esa basura. El chico vuelve a casa de la guerra yonqui perdido y lo primero que hace el padre es escribir a su representante en el Congreso. A la Compañía no le entusiasman todos esos rumores. Le gusta tener a sus amigos de su parte. Hay que cuidar la imagen, George.
—¿Podrías decirme, por favor, cuál es el trato? —preguntó Smiley—. ¿Podrías explicármelo con palabras claras, de una vez?
—Oh, vamos, George, no hay ningún trato. Langley no puede disponer de lo que no le pertenece, y este caso es vuestro. Es propiedad vuestra… Iremos por él… lo haréis vosotros, puede que con algo de ayuda nuestra… haremos todo lo posible, pero en fin, bueno, si no obtenemos resultados, pues entonces intervendrán los del Ejecutivo y, de un modo muy fraternal y muy controlable, van a ver qué pueden hacer.
—¿Cuándo debo abrir mi coto? —dijo Smiley—. Qué modo de llevar un caso, Dios mío.
A la hora de la pacificación, Martello era realmente un zorro viejo.
—George. George. Supongamos que ellos enganchan a Ko. ¿Y qué? A lo mejor se le echan encima la próxima vez que salga de la Colonia. Si Ko va a tener que morirse de asco en Sing-Sing con una condena de diez a treinta, por ejemplo, ¿qué importa que le cojamos ahora o más tarde? ¿Por qué es eso tan terrible de pronto? Sí que lo es, y mucho, pensó Guillam. Hasta que cayó en la cuenta, con un gozo de lo más maligno, de que ni siquiera Martello estaba enterado del asunto del hermano Nelson, y que George se había guardado en la manga la carta mejor.
Smiley se había incorporado en su asiento. El hielo de su whisky había puesto una escarcha húmeda por el borde exterior del vaso y se quedó un rato mirando cómo se deslizaban las gotas hasta la mesa de palo de rosa.
—¿Cuánto tiempo nos queda, pues, a nosotros solos? —preguntó Smiley—. ¿Cuánto falta para que los de narcóticos se nos echen encima?
—No es una cosa rígida, George. ¡No es eso! Son parámetros, como dijo Cy.
—¿Tres meses?
—Eso es generoso, demasiado.
—¿Menos de tres meses?
—Tres meses, más o menos, diez o doce semanas… una cosa así, George. Pero se trata de algo fluido. Entre amigos. Tres meses máximo, diría yo.
Smiley exhaló un suspiro largo y lento.
—Ayer teníamos todo el tiempo del mundo.
Martello dejó caer el velo un centímetro o dos:
—Sol no sabe tanto, George —dijo—. Sol, bueno, tiene zonas en blanco —añadió, en parte como una concesión—. No les echamos toda la osamenta, ¿entiendes?
Luego hizo una pausa y continuó:
—Sol llega hasta el primer escalón. No más. Créeme.
—¿Y qué significa eso del primer escalón?
—Sabe que Ko recibe fondos de Moscú, sabe que trafica con opio. Nada más.
—¿Sabe de la chica?
—Mira, ésa es una cuestión interesante, George, esa chica. La chica fue con él en el viaje a Bangkok. ¿Recuerdas que Murphy habló del viaje a Bangkok? Y se quedó con él en la habitación del hotel. Fue con él a Manila. Ya me di cuenta de que me entendías. Capté tu mirada. Pero le hicimos eliminar a Murphy esa parte del informe. Para que Sol no lo supiera.
Smiley pareció revivir, aunque muy poco.
—El trato sigue en pie, George —aseguró generosamente Martello—. No se añade ni se quita nada. Tú enganchas el pez, nosotros te ayudaremos a comerlo. Y te ayudaremos también en lo que haga falta, no tienes más que coger ese teléfono verde y dar una voz.
Llegó hasta el punto de posar una mano consoladora en el hombro de Smiley, pero al percibir que a éste no le gustaba el gesto la retiró con cierta precipitación.
—Sin embargo, si en algún momento quieres pasarnos los remos, bueno, no tendríamos más que invertir el acuerdo y…
—Si nos estropeáis la operación seréis expulsados de la Colonia de inmediato —dijo Smiley, terminando la frase por él—. Quiero dejar clara otra cosa: lo quiero por escrito. Quiero que sea el tema de un intercambio de cartas entre nosotros.
—La partida es tuya, tú eliges —dijo cordialmente Martello.
—Mi servicio pescará el pez —insistió Smiley, en el mismo tono directo—. Lo sacaremos a tierra también, si es así como dicen los pescadores. No soy un deportista, la verdad.
—A tierra, a playa, a cubierta, claro que sí.
La buena voluntad de Martello, desde la recelosa perspectiva de Guillam, iba gastándose un poco por los bordes.
—Insisto en que sea una operación nuestra. Nuestro hombre. Insisto en nuestros derechos prioritarios. Tenerle y retenerle, hasta que consideremos oportuno pasarle.
—No hay problema, no hay ningún problema. Tú lo subes a bordo, es tuyo. En cuanto quieras compartirlo, llamas. Así de simple.
—Ya mandaré una confirmación escrita por la mañana.
—No te molestes en hacerlo, George, hombre. Nosotros tenemos gente. Ya mandaremos a recogerla.
—Os la haré llegar yo —dijo Smiley.
Martello se levantó.
—George, has conseguido un buen trato.
—Ya tenía un trato —dijo Smiley—. Langley no lo ha cumplido.
Se dieron la mano.
El historial del caso no tuvo otro momento como éste. En el ambiente se describe con varias frases elegantes. «El día que George invirtió los controles» es una… aunque le llevó una buena semana, aproximando mucho más el plazo indicado por Martello. Pero para Guillam, hubo en aquel proceso algo mucho más majestuoso, mucho más hermoso que una mera reorganización técnica. A medida que fue entendiendo mejor, poco a poco, la intención de Smiley, a medida que contemplaba fascinado cómo Smiley trazaba meticulosamente cada línea, convocaba a uno u otro colaborador, tiraba de un gancho aquí, metía una cuña allá, Guillam tenía la sensación de contemplar el girar y el maniobrar de un gran trasatlántico cuando se le induce, encamina y persuade a volver a enfilar su propio curso.
Lo que entrañaba, sí, poner patas arriba todo el caso, o invertir los controles.
Regresaron al Circus sin haber cruzado una palabra. Smiley subió el último tramo de escaleras lo bastante despacio para reavivar los temores de Guillam por su salud, de modo que en cuanto pudo, telefoneó al médico del Circus y le hizo una relación completa de los síntomas, tal como él los veía, con el único resultado de que le dijese el médico que Smiley había estado a verle un par de días antes por un asunto sin relación con aquello y que mostraba todos los indicios de ser indestructible. La puerta de la sala del trono se cerró y Fawn, la niñera, tuvo una vez más para él solo a su amado jefe. Las necesidades de Smiley, cuando trascendían, tenían un cierto deje de alquimia. Aviones Beechcraft: Smiley quería planos y catálogos, y también (siempre que pudiesen obtenerse de modo anónimo) cualquier dato sobre propietarios, ventas y compras en la zona del Sudeste asiático. Toby Esterhase se adentró diligente por las sombrías espesuras de la industria de ventas aeronáuticas y poco después Fawn le entregó a Molly Meakin un montón impresionante de números atrasados de un periódico llamado Transport World, con instrucciones manuscritas de Smiley, en la tinta verde tradicional que se utilizaba en su oficina, de marcar cualquier anuncio de aviones Beechcraft que pudiese haber atraído la atención de un posible comprador en el período de seis meses que precedió a la fallida expedición del piloto Ricardo con el opio a la China roja.
También por órdenes escritas de Smiley, Guillam visitó discretamente a varios de los excavadores de di Salis y, sin que tuviese de ello conocimiento su temperamental superior, llegó a la conclusión de que aún estaban lejos de poner el dedo sobre Nelson Ko. Un veterano llegó al punto de sugerir que Drake Ko no había dicho más que la verdad en su última entrevista con el viejo Hibbert, y que el hermano Nelson estaba muerto realmente. Pero cuando Guillam llevó la noticia a Smiley, éste movió impaciente la cabeza y le entregó un mensaje para Craw, en que le decía que obtuviese de su fuente policial local, con cualquier pretexto, cuantos datos hubiese en archivo sobre los movimientos viajeros del administrador de Ko, de Tiu, de sus entradas y salidas de la China continental.
La larga respuesta de Craw llegó a la mesa de Smiley cuarenta y ocho horas después, y pareció proporcionarle un raro instante de placer. Mandó avisar al chófer de servicio e hizo que le llevara a Hampstead, donde paseó solo por el Heath una hora, entre la escarcha iluminada por el sol, y, según Fawn, se pasó el rato mirando boquiabierto las rojizas ardillas y luego regresó a la sala del trono.
—¿Pero no te das cuenta? —le dijo a Guillam, en un arrebato de excitación igualmente raro, aquella tarde—. ¿No comprendes, Peter?
Y le enseñó los datos de Craw, le puso delante de las narices el papel, señalando concretamente un apartado.
—Tiu fue a Shanghai seis semanas antes de la misión de Ricardo. ¿Qué tiempo estuvo allí? Cuarenta y ocho horas. ¡Eres un animal!
—Nada de eso —replicó Guillam—. Lo que pasa es que no tengo una línea directa de comunicación con Dios.
Smiley, se encerró en los sótanos con Millie McCraig, el escucha jefe, y volvió a oír los monólogos del viejo Hibbert, frunciendo el ceño de vez en cuando (según Millie) por la torpe avidez de di Salís. Por lo demás, leyó y vagó y tuvo con Sam Collins algunas charlas breves y apasionadas. Estos encuentros, advirtió Guillam, le costaban a Smiley muchas energías, y sus explosiones de mal humor (bien sabe Dios que no eran muchas para un hombre que soportaba tantas cargas) ocurrían siempre después de irse Sam. E incluso después de desahogar, Smiley parecía más tenso y solitario que nunca, hasta que daba uno de sus largos paseos nocturnos.
Luego, hacia el cuarto día, que en la vida de Guillam fue un día de crisis, Dios sabe por qué (probablemente la discusión con los de Hacienda, que no querían pagarle un extra a Craw), Toby Esterhase consiguió colarse por la red de Fawn y de Guillam y llegar sin ser visto a la sala del trono, donde ofrendó a Smiley un montón de fotocopias de contratos de venta de un Beechcraft de cuatro asientos, de una nueva marca, a la empresa Aerosuis and Co, de Bangkok, inscrita en Zurich, detalles pendientes. Smiley se alegró sobre todo por el hecho de que el aparato tuviera cuatro asientos. Los dos de atrás eran plegables, pero los del piloto y el copiloto eran fijos. En cuanto a la venta concreta del avión, se había cumplimentado el veinte de julio; un mes escaso antes, por tanto, del loco despegue de Ricardo para violar el espacio aéreo de la China roja, y luego cambiar de propósito.
—Hasta Peter puede establecer esa conexión —proclamó Smiley, con una frivolidad notoria—. ¡Explícalo, Peter, hombre!
—El avión se vendió dos semanas después de que Tiu volviese de Shanghai —contestó Guillam a regañadientes.
—¿Y qué? —insistió Smiley—. ¿Y qué? ¿Después qué?
—Nos preguntamos quién es el propietario de la empresa Aerosuis —replicó Guillam, bastante irritado.
—Exactamente. Muchas gracias —dijo Smiley, con burlón alivio—. Restauras mi fe en ti, Peter. Veamos. ¿A quién encontramos al timón de Aerosuis? ¿A quién crees tú? Al representante de Bangkok, ni más ni menos.
Guillam echó una ojeada a las notas que había en la mesa de Smiley, pero Smiley fue demasiado rápido y las tapó con las manos.
—Tiu —dijo Guillam, ruborizándose de veras.
—Hurra. Sí. Tiu. Muy bien.
Pero cuando Smiley mandó avisar otra vez a Sam Collins aquella tarde, las sombras habían vuelto a su rostro oscilante.
Aún estaba el sedal en el agua. Toby Esterhase, después de su éxito en la industria aeronáutica, fue traspasado al gremio del licor y voló hasta las islas Western de Escocia, con la cobertura de inspector de tasas de valor añadido, y allí pasó tres días haciendo una comprobación in situ de los libros de una casa de destilerías de whisky especializada en la venta para entrega futura de barrilitos sin curar. Volvió (según Connie) riendo entre dientes cual bígamo triunfante.
El múltiple apogeo de toda esta actividad fue un mensaje sumamente extenso a Craw, redactado después de una solemne reunión del directorio operativo, los dorados vejestorios, de nuevo según Connie, con el añadido de Sam Collins. A la reunión siguió una sesión ampliada sobre vías y medios con los primos, en la que Smiley se abstuvo de mencionar al escurridizo Nelson Ko, pero solicitó ciertos servicios complementarios de vigilancia y comunicación sobre el terreno. A sus colaboradores, Smiley les explicó sus planes del siguiente modo.
La operación se había limitado hasta entonces, a la obtención de información secreta sobre Ko y las ramificaciones de la veta de oro soviética. Se habían tomado todas las precauciones para que Ko no se diera cuenta de que el Circus andaba tras él.
Smiley resumió luego la información recogida hasta entonces: Nelson, Ricardo, Tiu, el Beechcraft, los datos, las deducciones, la empresa aeronáutica legalizada en Suiza… que no tenía, al parecer, ni más locales ni más aviones. Smiley dijo que habría preferido esperar a una identificación segura de Nelson, pero toda la operación estaba comprometida y el tiempo, gracias a los primos en parte, se estaba agotando.
No hizo la menor mención de la chica, y no miró ni una sola vez a Sam Collins mientras leía su informe.
Luego, llegó a lo que modestamente denominó la próxima fase.
—Nuestro problema es romper la situación de tablas. Hay operaciones que van mejor si no se aclaran. Hay otras que no valen nada hasta que se aclaran, y el caso Dolphin es una de éstas.
Y, tras decir esto, frunció el ceño solícito y pestañeó y se quitó las gafas luego y, con secreto gozo de todos, confirmó inconsciente su propia leyenda limpiándolas con la punta más ancha de la corbata.
—Me propongo conseguir esto invirtiendo nuestra táctica. En otras palabras, demostrándole a Ko que estamos interesados en sus asuntos.
Fue Connie, como siempre, quien puso fin al silencio, adecuadamente sobrecogedor, que siguió. Su sonrisa fue también la primera… y la que indicaba más sabiduría.
—Quiere ahumarle para que salga —cuchicheó extasiada—. ¡Lo mismo que le hizo a Bill, el perro listo! Le hace una hoguera a la puerta de casa, verdad, querido, para ver hacia qué lado corre. ¡Oh, George, eres un hombre encantador, el mejor de todos mis chicos, te lo aseguro!
Smiley utilizó en su mensaje a Craw una metáfora distinta para describir el plan, más del gusto del agente de campo. Aludió a sacudir el árbol de Ko, y era patente, por el resto del texto que, pese a los considerables peligros, se proponía utilizar para ello las anchas espaldas de Jerry Westerby.
Como nota al pie de todo esto, un par de días después, Sam Collins desapareció. Se alegraron todos. Dejó de aparecer y Smiley no volvió a mencionarle. Su despacho, cuando Guillam se coló en él furtivamente a echar un vistazo, no contenía nada personal de Sam, salvo un par de paquetes de naipes sin abrir y unos chillones estuches de cerillas que promocionaban un club nocturno del West End. Cuando sondeó a los caseros, se mostraron por una vez insólitamente afables. El precio de Sam había sido una gratificación de despedida, dijeron, y la promesa de que se reconsideraría su derecho a una pensión. En realidad, Sam no tenía tampoco mucho que vender. Como una llamarada, dijeron, y para no volver.
De todos modos, Guillam no podía librarse de un cierto desasosiego respecto a Sam, que le transmitió a menudo a Molly Meakin en las semanas siguientes. No era sólo por habérselo tropezado en la oficina de Lacon. Le inquietaba el asunto del intercambio epistolar de Smiley con Martello confirmando su acuerdo verbal. En vez de dejar que los primos vinieran a por la carta, con el consiguiente desfile de un coche grande e incluso un motorista de escolta por Cambridge Circus, Smiley había ordenado a Guillam que la llevase él mismo a Grosvenor Square, con Fawn de niñera. Pero Guillam estaba abrumado de trabajo por entonces, como solía pasarle, y Sam estaba, como siempre, libre. Así que cuando se ofreció voluntario para llevar la carta él, Guillam se la dio y luego pensó que ojalá no lo hubiese hecho nunca. Aún seguía pensándolo, encarecidamente.
Porque en vez de entregarle la carta de George a Murphy o a su anónimo compañero Sam, según Fawn, había insistido en entrar a dársela personalmente a Martello. Y se había pasado más de una hora a solas con él.