En la relación de lo que pasó por entonces tal como se recuerda ahora interesadamente, hay en este punto una engañosa condensación de acontecimientos. Por estas fechas, llegó Navidad a la vida de Jerry y se sucedieron veladas de trasegar bebida aburrido en el Club de Corresponsales Extranjeros, y de paquetes para Cat a última hora, torpemente envueltos en papel de Navidad a las tantas de la madrugada. Se presentó oficialmente a los primos una petición de pesquisas revisada sobre Ricardo que Smiley llevó personalmente al Anexo, a fin de explicarse mejor con Martello. Pero la petición quedó enredada en el ajetreo navideño (por no mencionar la caída inminente de Vietnam y de Camboya) y no concluyó su recorrido por los departamentos norteamericanos hasta bien entrado el año nuevo, tal como muestran las fechas del expediente Dolphin. En realidad, la reunión crucial con Martello y sus amigos del Grupo Antidrogas no se produjo hasta principios de febrero. El desgaste que para los nervios de Jerry significó esta prolongada espera se apreció intelectualmente dentro del Circus, aunque no se sintió ni influyó dada la permanente atmósfera de crisis. Por eso, uno puede acusar también aquí a Smiley, pero es muy difícil ver qué más podría haber hecho él, en su posición a no ser mandar a Jerry volver a casa: sobre todo dado que Craw seguía informando sobre su estado de ánimo en relumbrantes términos. La quinta planta trabajaba sin ánimos y Navidad apenas se advirtió, dejando aparte una fiesta bastante triste con jerez que hubo a mediodía del veinticinco, y un descanso más tarde en el que Connie y las madres pusieron el discurso de la reina muy alto para que se avergonzaran los herejes como Guillam y Molly Meakin, a quienes les pareció muy ridículo e hicieron malas imitaciones de él en los pasillos.
La incorporación oficial de Sam Collins a las diezmadas filas del Circus tuvo lugar en un día totalmente gélido de mediados de enero y tuvo su lado claro y su lado oscuro. El claro fue su detención. Llegó a las diez exactamente una mañana de lunes, no de smoking, sino de gallardo abrigo gris con rosa en la solapa, milagrosamente juvenil en aquel frío. Pero Smiley y Guillam estaban fuera, encerrados con los primos, y ni los porteros ni los caseros tenían orden de admitirlo, así que le encerraron tres horas en un sótano, y allí se estuvo tiritando hasta que volvió Smiley a ratificar el nombramiento. Hubo más comedia por lo del despacho. Smiley le había instalado en la planta cuarta, junto a Connie y di Salis, pero Sam no aguantó allí, quiso la quinta planta. La consideraba más en consonancia con sus funciones de coordinador. Los pobres porteros subieron y bajaron muebles como coolies.
El lado oscuro es más difícil de describir, aunque lo intentaron varios. Connie dijo que Sam estaba frígido, una inquietante elección adjetival. Para Guillam, estaba ávido, para las madres, evasivo y para los excavadores demasiado suave. Lo más extraño, para quienes no tenían antecedentes de él, era su autosuficiencia. No pedía ningún expediente, no se esforzaba por conseguir ésta o aquélla responsabilidad; no usaba apenas el teléfono, salvo para apostar en las carreras o supervisar la marcha de su club. Pero su sonrisa le acompañaba a todas partes. Las mecanógrafas afirmaban que dormía con ella, y que la lavaba los fines de semana. Las entrevistas que Smiley sostenía con él tenían lugar a puerta cerrada, y, poco a poco, el resultado de las mismas fue llegando al equipo.
Sí, la chica se había largado de Vientiane con un par de hippies que habían superado la ruta de Katmandú. Sí, y cuando se deshicieron de ella, ella le había pedido a Mackelvore que le encontrase empleo. Y, sí, Mackelvore se la había pasado a Sam, pensando que sólo por su aspecto ya podía ser utilizable: todo, leyendo entre líneas, muy parecido a lo que contaba la chica en su carta a casa. Sam tenía por entonces un par de asuntillos de drogas enmoheciéndose en los libros y por lo demás estaba, gracias a Haydon, sin nada que hacer, así que pensó que podría enrolarla con los pilotos y ver qué pasaba. No lo comunicó a Londres porque Londres, por entonces, se dedicaba a congelarlo todo. Se limitó a enrolarla a prueba y pagarle de su fondo de administración. El resultado fue Ricardo. También la dejó seguir una vieja pista hasta el asunto de los lingotes de oro de Hong Kong, pero todo esto fue antes de que se diese cuenta de que la chica era un desastre. Sam explicó que para él fue un verdadero alivio que Ricardo se la quitase de las manos y le consiguiese trabajo en Indocharter.
—¿Qué más sabe él, pues? —preguntó indignado Guillam—. No es precisamente una buena recomendación, creo yo, para saltarse el orden natural inmiscuyéndose en nuestras reuniones.
—Él la conoce —dijo pacientemente Smiley, y reanudó su estudio del expediente de Jerry Westerby, que últimamente se había convertido en su principal lectura—. Tampoco nosotros renunciamos a un pequeño soborno de vez en cuando —añadió con enloquecedora tolerancia—. Y es perfectamente razonable el que tengamos que pasar por eso de vez en cuando.
Mientras tanto, Connie, con involuntaria aspereza, sorprendió a todo el mundo citando, según parece, al presidente Johnson en el tema de J. Edgar Hoover: «George prefiere tener a Sam Collins dentro de la tienda meando hacia fuera a que esté fuera meando hacia dentro», proclamó, y lanzó luego una risilla de colegial, ante su propia audacia.
Y, más en concreto: hasta mediados de enero, en el curso de sus continuadas excursiones a las minucias de los antecedentes de Ko, no desveló el doctor di Salis su asombroso descubrimiento de la supervivencia de un tal señor Hibbert, misionero en China del gremio anabaptista al que Ko había mencionado como referencia al solicitar el permiso para estudiar derecho en Londres.
Todo mucho más esparcido, en consecuencia, de lo que permite normalmente la memoria contemporánea: y, en consecuencia, la tensión de Jerry era mucho mayor.
—Existe la posibilidad de un título de caballero —dijo Connie Sachs. Lo habían dicho ya por teléfono.
Era una escena muy sobria. Connie se había cortado el pelo. Llevaba un sombrero castaño oscuro y un traje castaño oscuro y un bolso castaño oscuro que contenía el micrófono radiofónico. Fuera, en la calle, en una furgoneta azul con el motor y la calefacción encendidos, Toby Esterhase, el artista de acera húngaro, que llevaba una gorra de pico, fingía dormitar mientras recibía y registraba la conversación en los instrumentos que había debajo de su asiento. La extravagante figura de Connie había adquirido una decorosa disciplina. Llevaba un manejable cuaderno en la mano y un bolígrafo entre sus artríticos dedos. En cuanto al trasnochado di Salis, había costado trabajo modernizarle un poco. Llevaba, pese a sus protestas, una de las camisas a rayas de Guillam, con una corbata oscura a juego. El resultado fue bastante aceptable, para sorpresa de todos.
—Es sumamente confidencial —dijo Connie al señor Hibbert, hablando alto y claro. También se lo había dicho ya por teléfono.
—Enormemente —murmuró confirmatorio di Salis, y movió los brazos, hasta que le quedó un codo torpemente asentado en la huesuda rodilla, y una retorcida mano encapsuló el mentón y luego lo frotó.
El gobernador había recomendado a uno, dijo Connie, y ahora dependía del Consejo decidir si pasarían o no a Palacio la recomendación. Y con la palabra Palacio lanzó una mirada contenida a di Salis, que esbozó de inmediato una sonrisa luminosa aunque modesta, de celebridad entrevistada en la tele. Sus mechones de pelo gris estaban fijados con crema, y parecían (diría Connie más tarde) dispuestos para el horno.
—Así que comprenderá usted —dijo Connie con los tonos precisos de locutora de telediario— que para proteger nuestras más nobles instituciones contra un posible error, ha de hacerse una investigación escrupulosa.
—En Palacio —repitió el señor Hibbert, con un guiño a di Salis—. En fin, estoy abrumado. Palacio, ¿has oído, Doris?
El señor Hibbert era muy viejo. La ficha decía ochenta y uno, pero sus rasgos habían alcanzado la edad en que eran ya de nuevo ajenos al paso del tiempo. Llevaba su alzacuello y un jersey tostado con coderas de cuero y un chal por los hombros. El fondo de mar gris formaba un halo alrededor de su cabello blanco.
—Sir Drake Ko —dijo—. Nunca imaginé una cosa así, se lo confieso.
Su acento norteño era tan puro que, como su blanco cabello, parecía falso.
—Sir Drake —repitió—. En fin, estoy asombrado. ¿Verdad, Doris?
Estaba allí sentada con ellos su hija, una rubia de treinta a cuarenta y tantos; vestía un traje amarillo y llevaba colorete, pero los labios sin pintar. Nada parecía haberle sucedido a aquella cara desde la mocedad, aparte de un progresivo marchitarse de toda esperanza. Se ruborizaba al hablar, pero hablaba muy poco. Había hecho pastas y emparedados, finos como pañuelos, y había una torta de semillas sobre un tapetito. Para colar el té utilizaba un trozo de muselina con cuentas en los bordes para mantenerlo tenso y fijo. Colgaba del techo una pantalla de lámpara de pergamino agujereada en forma de estrella. Arrimado a una pared había un piano vertical con la partitura de Lead Kindly Light abierta. Sobre la rejilla de la chimenea vacía colgaba un ejemplar del If de Kipling, y las cortinas de terciopelo que colgaban a ambos lados de la ventana que daba al mar eran tan gruesas que parecían estar allí para ocultar una parte de vida no usada. No había libros, no había siquiera una Biblia. Había un televisor en color, muy grande, y una hilera larga de tarjetas de Navidad que colgaban de un cordel, las alas hacia abajo, como aves heridas en vuelo a punto de caer a tierra. No había nada que recordase la costa china, salvo que fuese la sombra de un mar invernal. Era un día sin viento ni mal tiempo. En el jardín, aguardaban dóciles en el frío cactos y arbustos. Pasaban por el paseo apresurados caminantes.
Les gustaría tomar notas, añadió Connie: en el Circus existe la tradición de que cuando se roba sonido deben tomarse notas, como reserva y como cobertura.
—Oh, escriban ustedes —dijo cordial el señor Hibbert—. No todos somos elefantes, ¿eh Doris? Doris tiene, bueno, una memoria magnífica; sí, tan buena como la de su madre.
—Bueno, lo que nos gustaría hacer antes que nada —dijo Connie, que procuraba a toda costa adaptarse al ritmo del viejo—, si fuese posible, es lo que hacemos siempre con los testigos de la persona, como le llamamos nosotros: nos gustaría determinar exactamente cuánto hace que conoció al señor Ko y las circunstancias de su relación con él.
Describa su acceso a Dolphin, estaba diciéndole Connie, con un lenguaje algo distinto.
Los viejos, cuando hablan de otro, hablan de sí mismos, estudian su propia imagen en borrosos espejos.
—Nací para la vocación —dijo el señor Hibbert—. Mi abuelo, la siguió. Mi padre, tenía una parroquia grande en Macclesfield. Mi tío murió a los doce años, pero ya había hecho sus votos, ¿verdad, Doris? Yo ingresé en una escuela de misioneros a los veinte. A los veinticuatro, zarpé para Shanghai destinado a la misión Vida del Señor. Empire Queen se llamaba el barco. Llevaba más camareros que pasajeros, si no recuerdo mal. Ay, sí, querida.
Se proponía pasar unos años en Saigón dando clases y aprendiendo el idioma, explicó, y luego tener la suerte de que le trasladasen a la misión de la China continental y pasar al interior del país.
—Me hubiese gustado. Me gustaba la causa. Siempre me han gustado los chinos. Nuestra misión no era muy rica, pero hacía una tarea. En fin, esas misiones católicas, bueno, eran más parecidas a sus monasterios, y con todas esas vinculaciones —dijo el señor Hibbert.
Di Salis, que había sido jesuita en tiempos, esbozó una leve sonrisa.
—Bueno, nosotros teníamos que conseguir a nuestros chicos por las calles —dijo—. Shanghai era un batiburrillo extraño, se lo aseguro. Había toda clase de cosas y de gente. Bandas, corrupción, prostitución a todo pasto, teníamos políticos, dinero y codicia y miseria. Todas las formas de vida humana estaban allí, ¿verdad, Doris? Ella no puede acordarse, en realidad. Volvimos después de la guerra, ¿verdad?, pero pronto nos echaron otra vez. Ella no tenía más de once, por entonces, ¿verdad? Después de aquello, ya no había plazas, ya no era Shanghai, así que volvimos aquí. Pero nos gusta aquello, ¿verdad, Doris? —dijo el señor Hibbert, muy consciente de hablar para ambos—. Nos gusta el aire. Eso es lo que nos gusta.
—Muchísimo —dijo Doris, y carraspeó en un puño muy grande.
—Así que nos las arreglábamos con lo que podíamos conseguir, esa es la verdad —siguió el viejo—. Teníamos a la buena de la vieja Fong. ¿Te acuerdas de Daisy Fong, Doris? Cómo no vas a acordarte… ¿Te acuerdas de Daisy y de su campanilla? Bueno, quizá no se acuerde. Ay, cómo pasa el tiempo, caramba. Una flautista de Hamelin, eso era Daisy, salvo que ella con una campanilla, y no era un hombre, y trabajaba para Dios, aunque luego cayese. La mejor conversa que tuvimos, hasta que llegaron los japoneses. Se iba por las calles, Daisy, haciendo milagros con aquella campanilla. A veces, se iba con ella el buen Charlie Wan, a veces iba yo, preferíamos los puertos o las zonas de los clubs nocturnos… detrás del Bund, por ejemplo, Callejón Maldito llamábamos a aquello, ¿te acuerdas, Doris?… No puede acordarse, en realidad… y la buena de Daisy tocaba su campanilla, ¡ring ring ring!
Se echó a reír al recordarlo: la estaba viendo ante sí allí con toda claridad, porque su mano hacía inconsciente los vigorosos movimientos de la campanilla. Di Salis y Connie se unieron corteses a la risa, pero Doris se limitó a fruncir el ceño.
—La Rue de Jaffe, ese era el peor sitio. En la parte francesa estaba, claro, que era donde estaban las casas de pecado. Bueno, en realidad, en Shanghai había en todas partes. Todo Shanghai estaba lleno. Ciudad Pecado, le llamábamos. Y con mucha razón. En fin, acudían los niños y ella les preguntaba: «¿Alguno de vosotros ha perdido a su madre?». Y cogíamos una pareja. No muchos a la vez, uno aquí, otro allá. Algunos probaban, en fin, por el arroz de la cena, luego teníamos que mandarles a casa con una bofetada. Pero siempre encontrábamos unos cuantos buenos, verdad que sí Doris, y poco a poco pusimos en marcha una escuela, cuarenta y cuatro teníamos al final, ¿verdad?, algunos a pensión, todos no. La Biblia, las cuatro reglas, algo de geografía y de historia. Tampoco podíamos hacer más.
Di Salis, conteniendo su impaciencia, había fijado la vista en el grisáceo mar y no la apartaba de allí. Pero Connie había inmovilizado su cara en una firme sonrisa de admiración y no apartaba los ojos del viejo ni un instante.
—Así fue como Daisy encontró a los Ko —continuó, sin retomar el errático hilo de la narración—. Fue abajo en los muelles, verdad, Doris, buscaban a su madre. Venían de Swatow, los dos. ¿Cuándo fue eso? 1936, creo. El pequeño Drake tenía diez u once, y su hermano Nelson tenía ocho. Flacos como el alambre, estaban. Llevaban semanas sin una comida decente. ¡Se hicieron cristianos de arroz en un día, se lo aseguro! Y bueno, por entonces ellos no tenían nombre, nombres ingleses, me refiero. Eran chiu-chows, de los que viven en las barcas. Nunca llegamos a encontrar a su madre, ¿verdad Doris? «Muerta de bombas», decían. «Muerta de bombas». Pudieron haber sido los japoneses, o los de la Kuomintang. Nunca llegamos a saberlo, nunca, y para qué, en realidad… se la llevó el Señor, eso fue todo. Pero será mejor que deje eso y que vaya al asunto. En fin, el pequeño Nelson tenía el brazo destrozado. Una cosa espantosa de verdad. El hueso roto le salía por la manga, supongo que había sido de las bombas. Drake tenía cogido a Nelson por la mano buena y no le soltaba ni por amor ni por dinero ni por nada, al principio, ni siquiera para dejarle comer. Nosotros solíamos decir que tenían una mano buena entre los dos, ¿te acuerdas, Doris? Drake se sentaba allí a la mesa sujetándole, y dándole arroz sin parar. Teníamos un médico allí: ni siquiera él podía separarles. Teníamos que transigir con aquello. «Tú serás Drake», le dije. «Y tú serás Nelson, porque sois dos valientes marinos, ¿qué os parece?». Fue idea de tu madre ¿eh Doris?, no te acuerdas. Ella siempre había querido tener chicos.
Doris miró a su padre y empezó a decir algo, pero cambió de idea.
—Solían acariciarle el pelo, sí —dijo el viejo, en un tono como misterioso—. Le acariciaban el pelo a tu madre, sí, y tocaban la campanilla de la vieja Daisy, era lo que más les gustaba. Hasta entonces, nunca habían visto un pelo rubio. Oye, Doris, ¿qué te parece un poquito más de saw? A mí se me ha quedado frío y estoy seguro de que también a ellos. Saw es como se dice té en shanghainés —explicó—. En Cantón dicen cha. Aún seguimos utilizando algunas palabras de allá, no sé por qué…
Con un cuchicheo irritado, Doris salió del cuarto y Connie aprovechó la oportunidad para hablar.
—Escuche, señor Hibbert, verá, nosotros no teníamos, hasta ahora noticia de un hermano —dijo, en tono de leve reproche—. Era más joven, dice usted… ¿dos años menos? ¿Tres?
—¿Qué no tenían noticia de Nelson? —dijo el viejo asombrado—. ¡Vaya, con lo que él le quería! Era toda su vida, Nelson, sí. Hacía lo que fuera por él. ¿No tenían noticia de Nelson, Doris?
Pero Doris estaba en la cocina, preparando saw.
Al referirse a sus notas, Connie utilizaba una escueta sonrisa.
—Me temo, señor Hibbert, que la culpa sea nuestra. Aquí veo que los del departamento del gobierno han dejado un espacio en blanco frente a hermanos y hermanas. Alguien lo lamentará en Hong Kong dentro de poco, se lo aseguro. Supongo que usted no recordará la fecha de nacimiento de Nelson… sólo por abreviar los trámites.
—¡No, Dios mío! Daisy Fong seguro que la recordaría, pero murió hace mucho. Les daba a todos fecha de nacimiento ella, Daisy, hasta cuando ni ellos la conocían.
Di Salis tiró del lóbulo de una oreja, hacía abajo bajando la cabeza.
—¿O sus nombres chinos? —masculló, con voz destemplada—. Podrían ser útiles, para la comprobación…
El señor Hibbert seguía moviendo la cabeza.
—¡No tenían noticia de Nelson! ¡Bendito sea Dios! Si no se puede pensar siquiera en Drake sin el pequeño Nelson al lado. Iban tan juntos como el pan y el queso, eso solíamos decir… siendo huérfanos es natural.
Oyeron el teléfono en el recibidor y, con oculta sorpresa de Connie y de di Salis, un claro «Maldita sea» de Doris en la cocina, al descolgar para contestarlo. Oyeron retazos de belicosa conversación por encima del creciente rumor de la tetera, «Bueno, y por qué ahora no… si eran los malditos frenos, por qué dice ahora que es el embrague… No, no queremos un coche nuevo. Queremos que nos reparen el viejo, que demonios». Con un sonoro «Cristo», colgó y volvió a la silbante tetera.
—Los nombres chinos de Nelson —instó Connie, con suavidad, sonriendo, pero el viejo hizo un gesto negativo.
—Eso tendrían que preguntárselo a la vieja Daisy —dijo—. Ya hace mucho que está en el cielo. Dios la bendiga.
Di Salis parecía a punto de negar la pretensión de ignorancia del viejo, pero Connie le hizo desistir de ello con una mirada. Dale cuerda, le decía en ella. Si le fuerzas, lo perderemos todo.
El viejo se mecía en la silla. Inconscientemente, había dado una vuelta completa y ahora hablaba al mar.
—Eran el día y la noche —decía el señor Hibbert—. Nunca vi hermanos tan distintos, ni tan fieles, ésa es la verdad.
—¿Diferentes en qué sentido? —preguntó invitadoramente Connie.
—Bueno, el pequeño Nelson se asustaba hasta de las cucarachas. Esa fue la primera cosa, sí. Entonces no teníamos instalaciones sanitarias como es debido, naturalmente. Teníamos que mandarles al cobertizo y, ay Dios, aquellas cucarachas, ¡volaban por todas partes en aquel cobertizo, como balas! Nelson no quería ni acercarse allí. Su brazo iba curando bastante bien, comía ya como un gallito de pelea, pero el muchachito prefería contenerse durante días antes que entrar allí. Tu madre le prometía la luna si lo hacía. Daisy Fong le dio un palo y aún puedo ver su mirada, a veces te miraba y cerraba la mano buena y era como si te volviese de piedra, aquel Nelson era rebelde de nacimiento, sí. Luego, un día, nos asomamos a la ventana y allí estaban. Drake cogiendo al pequeño Nelson por el hombro, y conduciéndole hacia el cobertizo para acompañarle mientras hacía sus cosas. ¿Se ha fijado que caminan distinto los niños de las barcas? —preguntó con viveza, como si estuviera viéndoles en aquel momento—. Tienen las piernas arqueadas de vivir en las barcas.
De pronto, se abrió la puerta y apareció Doris con una bandeja de té recién hecho, que ruidosamente posó.
—Y cantando igual —dijo, y volvió a quedarse callado, mirando hacia el mar.
—¿Cantando himnos? —instó animosamente Connie, mirando hacia el bruñido piano con sus candelabros vacíos.
—Drake, canturreaba cualquier cosa siempre que tu madre se ponía al piano. Villancicos. «Hay una verde colina». Drake era capaz de hacer cualquier cosa por tu madre, lo que fuese. Pero el pequeño Nelson, nunca le oí cantar ni una nota.
—Ya le oíste luego bastante —le recordó acremente Doris, pero él prefirió no oírlo.
—Tomaba la comida, la cena, pero ni decía amén siquiera. Tuvo una verdadera lucha con Dios desde el principio —se echó a reír de pronto muy animado—. Pero, yo siempre lo digo, esos son los verdaderos creyentes. Los otros son sólo corteses. Sin ese enfrentamiento no hay una verdadera conversión.
—Esos condenados del garaje —murmuró Doris, furiosa todavía por la llamada telefónica, mientras cortaba un trozo de torta de semillas.
—Un momento… su chófer es persona decente, supongo —exclamó el señor Hibbert—. ¿Les parece que salga Doris a decirle que entre? ¡Debe estar muñéndose de frío ahí fuera! ¡Tráele, vamos, Doris!
Pero antes de que ninguno de los dos pudiera contestar, el señor Hibbert había empezado a hablar de su guerra. No de la guerra de Drake ni de la de Nelson, sino de la suya, en descoyuntados retazos de gráfica memoria.
—Fue algo muy curioso, muchos pensaban que hacía falta que llegasen los japoneses. Para enseñarles lo que es bueno a esos chinos nacionalistas advenedizos. Y no digamos a los comunistas, claro. Y tardaron en darse cuenta, le advierto. Ni siquiera cuando empezaron los bombardeos se convencieron. Los establecimientos europeos cerraron, los taipans evacuaron a sus familias. El Club de Campo se convirtió en hospital. Pero aún había gente que decía «no hay que asustarse». Luego, un día, bang, se nos echaron encima, ¿verdad, Doris? Matando a tu madre de paso. No tenía fuerzas ya, la pobre, después de la tuberculosis. De todos modos, esos hermanos Ko estaban en mejores condiciones que la mayoría…
—¿Ah, sí?… ¿por qué? —preguntó Connie muy interesada.
—Conocían a Jesús y Él podía consolarles y guiarles, ¿no es cierto?
—Desde luego —dijo Connie.
—Qué duda cabe —canturreó di Salis, juntando dos dedos y tirando de ellos—. Por supuesto que sí —añadió untuosamente.
Así que con los nipones, como él les llamaba, la misión cerró y Daisy Fong llevó con su campanilla a los niños a unirse a las columnas de refugiados que en carretones, autobuses o trenes, pero a pie sobre todo, tomaron la ruta de Shangjao y por último la de Chungking, donde habían instalado temporalmente su capital los nacionalistas de Chiang.
—No puede hablar mucho tiempo seguido —advirtió Doris en determinado momento, en un aparte a Connie—. Chochea.
—Oh, sí que puedo, querida —corrigió el señor Hibbert con una sonrisa afectuosa—. Ya he tenido mi cuota de vida. Puedo hacer lo que quiera.
Bebieron el té y hablaron del jardín, que había sido un problema desde que se habían instalado allí.
—Nos dijeron, cojan las de hojas plateadas que aguantan la sal, no sé, verdad, Doris, no parecen prender, verdad Doris.
El señor Hibbert vino a decir poco más o menos que desde la muerte de su esposa también había acabado su propia vida: estaba esperando ya el momento de reunirse con ella. Habían vivido una temporada en el norte. Después había trabajado una temporada en Londres, propagando la Biblia.
—Luego, nos vinimos al sur ¿verdad Doris? No sé bien por qué.
—Por el aire —dijo ella.
—Habrá una fiesta, ¿verdad? En Palacio… —preguntó el señor Hibbert—. Quizás Drake nos incluya como invitados. Te imaginas, Doris. A ti te gustaría. Una fiesta en los jardines reales. Sombreros.
—Pero volvieron ustedes a Shanghai —le recordó por fin Connie, moviendo sus papeles para que atendiese—. Los japoneses fueron derrotados, se liberó Shanghai y volvieron ustedes. Sin su esposa ya, claro, pero de todos modos volvieron.
—Oh sí, allá nos fuimos.
—Y vieron otra vez a los Ko. Volvieron a encontrarse y tuvieron una maravillosa charla, supongo. ¿Fue eso lo que pasó, señor Hibbert?
Pareció, por un momento, no haber captado la pregunta. Pero de pronto, en acción retardada, se echó a reír.
—Dios santo, sí, y por entonces eran, además, unos hombrecitos. ¡Eran ya unos mozos! Y andaban ya detrás de las chicas, excusa el comentario, Doris. Yo siempre dije que Drake se habría casado contigo, querida, si le hubieras dado alguna esperanza.
—Oh vamos, papá —murmuró Doris, hacia el suelo, ceñuda.
—Y Nelson, ay Dios mío. ¡Era el revolucionario! —tomaba el té a cucharadas, meticulosamente, como si estuviera alimentando a un pájaro—. «¿Dónde señora?», ésa fue su primera pregunta, la de Drake. Quería mucho a tu madre. «¿Dónde señora?». Había olvidado el inglés, y Nelson igual. Tuve que darles lecciones luego. Así que le expliqué. Él había visto muchas muertes ya por entonces, desde luego. Y le costó creerlo. «Señora muerta», le dije. No había más que decir. «Ha muerto, Drake, y está con Dios». No le había visto llorar nunca ni volví a verle nunca después. Pero aquel día lloró. Le quise mucho por aquello. «Perdí dos madres», me dice. «Madre muerta, ahora señora muerta». Rezamos por ella, ¿qué otra cosa podíamos hacer? El pequeño Nelson no lloraba ya ni rezaba. Él no. Nunca la quiso como Drake. No era nada personal. Pero era su enemiga. Todos lo éramos.
—¿A quién se refiere cuando dice todos, señor Hibbert? —preguntó di Salis, engatusador.
—Los europeos, los capitalistas, los misioneros: todos los que habíamos ido allí a por sus almas, o a por su trabajo o por su plata. Todos nosotros —repitió el señor Hibbert, sin la menor huella de rencor—. Explotadores, así nos veía. Era verdad, en cierto modo, además.
La conversación quedó colgando embarazosamente un instante, hasta que Connie volvió a hilvanarla con mucho cuidado.
—Así que, en fin, volvieron ustedes a abrir la misión y allí estuvieron hasta que llegaron los comunistas en el cuarenta y nueve, y durante esos cuatro años, por lo menos, pudieron velar paternalmente por Drake y Nelson. ¿Fue así, no, señor Hibbert? —preguntó, con la pluma preparada.
—Oh sí, volvimos a colgar la lámpara en la puerta. En el cuarenta y cinco estibamos entusiasmados, como todo el mundo. Había acabado la guerra, los japoneses habían perdido, los refugiados podían volver a sus hogares. Había alegría y abrazos por las calles. En fin, lo habitual en tales casos. Teníamos dinero, indemnización, supongo, una subvención. Volvió Daisy Fong, aunque no por mucho tiempo. Durante el primero o los dos primeros años, se mantuvieron las apariencias, pero ni siquiera eso, en realidad, ni eso siquiera. Estaríamos allí mientras Chiang-Kai-Chek pudiese gobernar… en fin, nunca fue muy capaz de hacerlo, ¿verdad? En el cuarenta y siete, ya teníamos a los comunistas en las calles… y en el cuarenta y nueve estaban instalados allí ya para quedarse. El Acuerdo Internacional había desaparecido hacía mucho, por supuesto, y también las concesiones, y fue una cosa buena. El resto llegó poco a poco. Había gente ciega, como siempre, que decía que el viejo Shanghai no moriría nunca, lo mismo que pasó cuando los japoneses. Shanghai había corrompido a los manchúes, decían; a los señores de la guerra, a la Kuomintang, a los japoneses, a los ingleses. Ahora corrompería a los comunistas. Se equivocaban, claro. Doris y yo… bueno, nosotros no creíamos en la corrupción, ¿verdad?, no creíamos que fuera una solución para los problemas de China, tu madre tampoco lo creía. Así que nos volvimos a casa.
—¿Y los Ko? —le recordó Connie, mientras Doris sacaba ruidosamente la labor de una bolsa parda de papel.
El viejo vaciló y esta vez quizás no fuera la senilidad lo que frenaba su narración, sino la duda.
—Bueno, sí —concedió, tras un intervalo inquietante—. Sí, aventuras raras sí tuvieron los dos, sí, de eso no cabe duda.
—Aventuras —repitió Doris furiosa, sin dejar la labor—. Destrozos y alborotos más bien.
La luz se pegaba ya al mar, pero dentro de la habitación agonizaba y el fuego de gas petardeaba como motor lejano.
Drake y Nelson, al escapar de Shanghai, quedaron separados varias veces, contó el viejo. Y se buscaron desesperados hasta encontrarse. Nelson, el joven, consiguió llegar hasta Chungking sin un rasguño, sobreviviendo al hambre, al agotamiento y a los infernales bombardeos aéreos en que murieron miles de personas. Pero a Drake, como era mayor, le alistaron en el ejército de Chiang, aunque Chiang no hacía más que escapar y correr con la esperanza de que los comunistas y japoneses se matasen entre sí.
—Removió cielo y tierra, Drake, intentando llegar al frente y preocupadísimo por Nelson. Y, por supuesto, Nelson, bueno, estaba en Chungking perdiendo el tiempo, verdad, entregado a sus lecturas ideológicas. Tenían allí hasta el New China Daily, me contó más tarde. Y publicado con permiso de Chiang ¡imagínese! Había unos cuantos más de sus mismas ideas allí, y se unieron y se dedicaron a estudiar cómo habría que organizar las cosas cuando terminara la guerra. Y por fin, gracias a Dios, terminó.
En 1945, dijo el señor Hibbert sencillamente, la separación de los dos hermanos concluyó por un milagro:
—Una posibilidad entre miles, eso fue, entre millones. La carretera estaba literalmente llena de ríos de camiones, carretas, soldados, cañones, todo hacia la costa, y allí estaba Drake corriendo arriba y abajo como un loco: «¿Habéis visto a mi hermano?».
El dramatismo del momento afectó de pronto al predicador que había en él y alzó más la voz.
—Y un tipejo sucio le puso a Drake la mano en el brazo. «Oye. Tú. Ko». Como si estuviese pidiéndole fuego. «Tu hermano está dos camiones más atrás, hablando por los codos con una pandilla de hakkas comunistas». Al momento estaban abrazados y Drake no perdió de vista a Nelson ya hasta que volvieron a Shanghai y ni siquiera entonces.
—Entonces fueron a verle a usted —sugirió afablemente Connie.
—Cuando Drake volvió a Shanghai, tenía una cosa en la cabeza y sólo una: el hermano Nelson tenía que estudiar. No había otra cosa en esta buena tierra de Dios que le interesase más a Drake que los estudios de Nelson. Nada: Nelson tenía que estudiar.
La mano del viejo golpeteó el brazo del asiento.
—Uno de los dos hermanos al menos tenía que terminar los estudios. ¡Oh, sí, Drake fue inflexible en eso! Y lo consiguió —dijo el viejo—. Drake lo consiguió. Tenía que conseguirlo. Era un muchacho muy listo ya por entonces. Tenía diecinueve años, más o menos, cuando volvió de la guerra. Nelson andaba por los diecisiete. Y trabajaba noche y día también… en sus estudios, claro. Lo mismo que Drake. Pero Drake trabajaba con su cuerpo.
—Era un delincuente —dijo Doris entre dientes—. Se metió en una banda y robaba. Cuando no andaba manoseándome a mí.
No quedó claro si el señor Hibbert la había oído o si simplemente respondía a una objeción habitual de ella.
—Vamos, Doris, tienes que juzgar aquellas sociedades secretas con alguna perspectiva —corrigió—. Shanghai era una ciudad-estado. Dirigida por un puñado de príncipes comerciantes, barones ladrones y sujetos de peor calaña aún. No había sindicatos, ni ley ni orden. La vida era barata y dura. Y dudo que Hong Kong sea muy distinto hoy si rascas un poco la superficie. Algunos de aquellos supuestos caballeros ingleses habrían hecho parecer a los fabricantes de Lancashire un resplandeciente ejemplo de caridad cristiana, por comparación.
Una vez administrado el suave correctivo, volvió a Connie y a su narración. Connie le resultaba familiar: la dama arquetípica del primer banco: grande, atenta, de sombrero, escuchando indulgente sin perderse una sola palabra.
—Venían a tomar el té, ¿verdad?, a las cinco, los hermanos. Yo lo tenía todo listo, la comida en la mesa, la limonada que a ellos les gustaba, llamémosle soda. Drake venía de los muelles, Nelson de sus libros, y comían sin hablar apenas, y luego volvían al trabajo, ¿verdad, Doris? Desenterraron de no sé dónde a un héroe legendario, el estudiante Che Yin. Che Yin era tan pobre que tuvo que aprender a leer y a escribir él solo a la luz de las luciérnagas. Y ellos hablaban de que Nelson le emularía. «Vamos, Che Yin —le decía yo—, toma otro bollo para reponer fuerzas». Se estaban un rato y volvían a marcharse. «Adiós, Che Yin, adiós». Nelson de vez en cuando, si no tenía la boca demasiado llena, me soltaba un discurso político. ¡Dios santo, qué ideas tenía! Nada que pudiéramos haberle enseñado nosotros, se lo aseguro, no sabíamos tanto. El dinero raíz de todo mal, ¡bueno, eso no iba a negárselo! ¡Llevaba años predicándolo yo! Amor fraterno, solidaridad, la religión el opio de las masas, bueno, eso yo no podía aceptarlo. Pero lo del clericalismo, las mentiras del alto clero, el papismo, la idolatría… en fin, en eso no andaba muy descaminado tampoco, en mi opinión. También hablaba mal de nosotros los ingleses, pero, en fin, no es que no lo mereciésemos, desde luego.
—Pero eso no le impedía comerse tu comida, ¿verdad? —dijo Doris en otro aparte—. O abjurar de sus ideas religiosas. O destrozar la misión.
Pero el viejo se limitó a sonreír pacientemente.
—Doris, querida mía, te lo he dicho antes y te lo diré siempre. El Señor tiene muchas formas de manifestarse. Mientras haya hombres buenos dispuestos a salir a buscar la verdad y la justicia y el amor fraterno. Él no se quedará esperando demasiado tiempo a la puerta.
Doris se refugió ruborosa en la labor.
—Ella tiene razón, desde luego. Nelson destrozó la misión. Abjuró además de su religión.
Una nube de pesar amenazó su viejo rostro un instante, hasta que, de pronto, triunfó la risa.
—¡Dios mío!, ¡y cómo le hizo sufrir Drake por eso! ¡Qué riña le soltó! ¡Santo cielo! «¡La política!», decía Drake. «Las ideas políticas no puedes comerlas, ni venderlas y, que me perdone Doris, ¡ni acostarte con ellas! ¡Sólo sirven para destrozar templos y matar inocentes!». Nunca le había visto yo tan furioso. ¡Y qué tunda le dio! ¡Drake había aprendido unas cuantas cosas abajo en los muelles, se lo aseguro!
—Y usted debe —silbó di Salis, como una serpiente en la oscuridad—, debe contárnoslo todo. Es su deber.
—Una manifestación de estudiantes —continuó el señor Hibbert—. Con antorchas, después del toque de queda, un grupo de comunistas que habían salido a la calle a alborotar. Principios del cuarenta y nueve, debía ser, supongo, primavera, las cosas empezaban ya a calentarse.
El estilo narrativo del señor Hibbert, en contraste con sus divagaciones anteriores, se había vuelto inesperadamente conciso.
—Estábamos sentados junto al fuego, ¿no es verdad Doris? Catorce tenía Doris ¿O quince? Nos gustaba mucho tener fuego, aunque no hiciese falta, nos recordaba Macclesfield. Y oímos el alboroto y los cánticos fuera. Címbalos, silbatos, gongs, campanillas, tambores, oh, un estrépito horrible. Yo ya sabía que podría pasar algo así. El pequeño Nelson andaba siempre avisándome en la clase de inglés. «Vuelva a su tierra, señor Hibbert. Usted es un hombre bueno», solía decirme. Dios le bendiga. «Usted es una buena persona, pero cuando estallen las compuertas, el agua arrastrará a buenos y malos». Sabía hablar bien cuando quería, Nelson. Era porque tenía fe, sí. No era una cosa inventada, no, era sentida. «Daisy», dije… Daisy Fong, quiero decir, estaba allí sentada con nosotros e iba a tocar la campanilla… Daisy, tú y Doris id al patio de atrás. Creo que vamos a tener visita. Y en seguida, zas, alguien había tirado una piedra a la ventana. Oímos voces, en fin, gritos, y reconocí la del joven Nelson, le conocí la voz. Hablaba chiu-chow y shanghainés, por supuesto, pero con sus amigos, naturalmente, hablaba shanghainés. «¡Fuera los perros imperialistas!», gritaba. «¡Abajo las hienas religiosas!». ¡Oh, las consignas que inventaba! En chino suena muy bien, pero al pasarlo al inglés suena a basura. Luego, abrieron el portón y entraron.
—Destrozaron la cruz —dijo Doris, mirando furiosa a la labor.
Esta vez le tocó a Hibbert, no a su hija, sorprender a su público por su mundanidad.
—¡Destrozaron bastante más que eso, Doris! —prosiguió animoso—. Lo destrozaron todo. Los bancos, la mesa, el piano, las sillas, lámparas, himnarios, biblias. No dejaron títere con cabeza, se lo aseguro. Unos buenos cerditos, eso fueron. «Adelante», les digo. «Haced lo queráis. Lo que ha hecho el hombre perecerá, pero no podréis destruir la palabra de Dios, ni aunque lo destrozaseis todo y lo hicieseis astillas». Nelson no se atrevía a mirarme siquiera, pobre muchacho, daba pena verle. Cuando se fueron, me volví y vi a la vieja Daisy Fong allí en la puerta y a Doris detrás. Daisy había estado viéndolo todo, sí, y disfrutando. Se le veía en la cara. Era una de ellos en el fondo. Estaba feliz. «Daisy —dije—. Recoge tus cosas y vete. En esta vida uno puede darse o no según su deseo, querida mía, pero no hay que prestarse. Si no, es uno peor que un espía».
Mientras Connie asentía resplandeciente, di Salis soltó un discordante e irritado gruñido. Pero el viejo estaba disfrutando de veras.
—En fin, Doris y yo nos sentamos allí y estuvimos llorando, no me importa decirlo, ¿verdad que sí, Doris? No me avergüenzan las lágrimas, no me han avergonzado nunca. Ay, cuánto echábamos de menos a tu madre. Nos arrodillamos y rezamos. Luego, nos pusimos a arreglar aquello. Lo malo era que no sabíamos por dónde empezar. Y entonces aparece Drake.
El viejo cabeceó asombrado, luego continuó:
—«Buenas noches, señor Hibbert» —dice, con aquella voz profunda que tenía, con su toque de mi acento norteño que tanta gracia nos hacía siempre. Y, tras él, el pequeño Nelson con una escobilla y un caldero en la mano. Aún tenía el brazo torcido, supongo que aún lo tiene, el brazo que le destrozaron las bombas cuando era pequeño, pero eso no le impidió limpiar, se lo aseguro. ¡Entonces fue cuando Drake se le echó encima, sí, maldiciendo como un jornalero! Nunca le había oído hablar así. En fin, la verdad es que era un jornalero, en cierto modo…
Miró a su hija sonriendo serenamente, y añadió:
—Menos mal que hablaba en chiu-chow, ¿eh Doris? Yo sólo le entendí la mitad de lo que dijo, menos aún, pero… Dios mío… echaba por aquella boca sapos y culebras como no sé qué.
Hizo una pausa y cerró los ojos un momento, rezando o por cansancio.
—No era culpa de Nelson, claro está. Eso ya lo sabíamos nosotros muy bien. Pero él era un dirigente, tenía que salvar la cara. Habían iniciado la manifestación sin pensar en ningún sitio en concreto y de pronto alguien dijo: «¡Eh, niño de misión! ¡Demuéstranos ahora de que lado estás!». Y lo hizo. Tenía que hacerlo. Pero claro, eso no evitó que Drake le diera una paliza. En fin, limpiaron aquello, nosotros nos fuimos a la cama y los dos muchachos durmieron en el suelo de la iglesia por si volvía la gente. Cuando bajamos por la mañana, allí estaban todos los himnarios en su sitio, los que habían sobrevivido, y las biblias, habían colocado arriba una cruz, la habían hecho ellos mismos. Habían recompuesto incluso el piano, aunque quedó desafinado, claro, naturalmente.
Retorciéndose en un nuevo nudo, di Salís formuló una pregunta. Tenía el cuaderno abierto, como Connie, pero aún no había escrito nada en él.
—¿Cuál era la disciplina de Nelson por entonces? —exigió en su tono agresivo y nasal, la pluma lista para escribir.
El señor Hibbert frunció el ceño desconcertado.
—Bueno, el partido comunista, naturalmente.
Mientras Doris murmuraba, «oh papá», mirando a su labor, Connie tradujo precipitadamente.
—¿Qué estaba estudiando Nelson, señor Hibbert, y dónde?
—Ah, disciplina. ¡Esa clase de disciplina! —dijo el señor Hibbert volviendo a su estilo más sencillo.
Conocía exactamente la respuesta. ¿De qué otra cosa iban a hablar Nelson y él en sus lecciones de inglés, aparte del evangelio comunista, preguntó, sino de las ambiciones de Nelson? La pasión de Nelson era la ingeniería. Nelson creía que a China la sacaría del feudalismo la tecnología, no las biblias.
—Astilleros, carreteras, ferrocarriles, fábricas: eso era Nelson. El Arcángel San Gabriel con una regla de cálculo, una chaqueta y un título. Eso era él, en su fantasía.
El señor Hibbert no se quedó en Shanghai lo suficiente para ver a Nelson alcanzar este feliz estado, dijo, porque Nelson no se graduó hasta el cincuenta y uno…
La pluma de di Salis rayaba veloz las hojas del cuaderno.
—… pero Drake, que había bregado y trajinado por él aquellos seis años —dijo el señor Hibbert, ahogando las repetidas referencias de Doris a las sociedades secretas—, Drake aguantó y tuvo su recompensa, lo mismo que la tuvo Nelson. Pudo ver aquel importantísimo trozo de papel en la mano de Nelson y supo al fin que había hecho su tarea y que podía irse, exactamente como había planeado.
Di Salis parecía, en su nerviosismo, cada vez más ávido. En su feo rostro habían brotado nuevas manchas rojizas y se agitaba desesperado en su asiento.
—¿Y después de graduarse? ¿Qué pasó entonces? —dijo, con urgencia—. ¿Qué fue lo que hizo? ¿Qué fue de él? Siga, por favor. Por favor. Siga.
Divertido ante tal entusiasmo, el señor Hibbert sonrió. Bueno, según Drake, dijo, Nelson había entrado primero en los astilleros como dibujante, y trabajó allí con planos y proyectos y aprendió como un loco todo lo que pudo de los técnicos rusos que habían venido en masa desde la victoria de Mao. Luego, en el cincuenta y tres, si no le fallaba la memoria al señor Hibbert, Nelson alcanzó el privilegio de que le eligiesen para ampliar su formación en la Universidad de Leningrado, en Rusia, y allí estuvo, en fin, hasta cerca del año 1960.
—¡Oh, era como un perro con dos rabos, Drake, por lo que decía! El señor Hibbert no podría haber parecido más orgulloso si hubiese estado hablando de su propio hijo.
Di Salís se inclinó de pronto hacia adelante, osando incluso, pese a las miradas de aviso de Connie, señalar con la pluma en la dirección del viejo.
—Así que después de Leningrado: ¿Qué hicieron con él después?
—Bueno, volvió a Shanghai, claro —dijo el señor Hibbert con una carcajada—. Y le ascendieron, naturalmente, después de todos los conocimientos que había adquirido y de su historial: Constructor de barcos, formado en Rusia, tecnólogo, administrador. ¡Oh, cómo quería a aquellos rusos! Sobre todo después de lo de Corea. Tenían máquinas, ideas, poder, filosofía. Para él. Rusia era la tierra prometida. Bueno, le parecían…
Su voz y su celo se apagaron.
—Oh, querido —murmuró, y se detuvo, sin confianza en sí mismo, por segunda vez, en el tiempo que llevaban escuchándole—. Pero eso no podía durar siempre, ¿verdad? Admirar a Rusia: ¿Cuánto tiempo estuvo de moda eso en el nuevo paraíso de Mao? Doris, querida, tráeme un chal.
—Ya lo tienes puesto —dijo Doris.
Sin tacto, estridentemente, di Salis volvió a la carga. Ya no le importaban más que las respuestas: ni siquiera atendía el cuaderno que tenía en el regazo.
—Volvió —chilló con voz aflautada—. Muy bien. Subió en la jerarquía. Se había formado en Rusia, era partidario de Rusia. Muy bien. ¿Y qué viene luego?
El señor Hibbert miró a di Salis un largo rato. No había ningún sentido de culpa en su expresión ni en su mirada. Le miraba como podría hacerlo un niño listo, sin el obstáculo de la complejidad. Y se hizo patente, de pronto, que el señor Hibbert ya no confiaba en di Salis y que, además, no le agradaba.
—Murió, joven —dijo al fin el señor Hibbert, y giró la silla y se quedó mirando al mar. En la habitación era ya casi semioscuridad y la mayor parte de la luz llegaba del fuego de gas. La playa gris estaba vacía. En la verja de la entrada, había una gaviota posada negra e inmensa contra las últimas hebras de cielo vespertino.
—Usted dijo que aún tenía el brazo torcido —replicó inmediatamente di Salis—. Dijo usted que suponía que lo tendría aún torcido. ¡Hablaba usted de ahora! ¡Lo percibí en su voz!
—Bueno, ya está bien, creo que hemos molestado ya bastante al señor Hibbert —dijo animosamente Connie, y con una áspera mirada a di Salis se agachó a por su bolso.
Pero di Salis no quiso saber nada.
—¡No le creo! —gritó con su vocecilla aguda—. ¿Cómo? ¿Cuándo murió Nelson? ¡Denos las fechas!
Pero el viejo se limitó a taparse más con el chal y siguió con los ojos fijos en el mar.
—Estábamos en Durham —dijo Doris, sin dejar de mirar su labor, aunque ya no había luz suficiente para tejer—. Drake apareció un buen día con su gran coche con chófer. Traía con él a su guardaespaldas, ése al que él llama Tiu. Habían sido compinches en Shanghai. Quería presumir. A mí me trajo un encendedor de platino y dejó mil libras en metálico para la iglesia de papá y nos enseñó su Orden del Imperio Británico en su estuche, y me llevó aparte a un rincón y me pidió que fuese con él a Hong Kong para ser su amante, allí mismo delante de las narices de papá. Maldita sea. Quería que papá firmase no sé qué. Una garantía. Dijo que iba a venir a estudiar Derecho a Gray’s Inn. ¡A su edad, digo yo! ¡Cuarenta y dos! ¡Hablan de estudiantes maduros! Él no lo era, claro, era sólo fachada y charla como siempre. Papá le dijo. «¿Qué tal Nelson?». Y…
—Un momento, por favor —di Salís había hecho otra interrupción imprudente—. ¿La fecha? ¿Cuándo sucedió todo eso, por favor? Tengo que tener fechas.
—El sesenta y siete. Papá estaba casi retirado, ¿verdad, papá?
El viejo no se movió.
—Bien, bien, sesenta y siete. ¿Qué mes? ¡Sea precisa, por favor!
Estuvo casi a punto de decir «sea precisa, mujer». Connie estaba seriamente preocupada. Pero cuando intentó de nuevo contenerle, él la ignoró.
—Abril —dijo Doris, después de pensarlo un poco—. Acabábamos de celebrar el cumpleaños de papá. Por eso él trajo las mil libras para la iglesia. Sabía que papá no las aceptaría para él porque no le gustaba cómo ganaba Drake su dinero.
—Muy bien. Magnífico. De acuerdo. Abril. Así que Nelson murió antes de abril del sesenta y siete. ¿Qué detalles aportó Drake sobre las circunstancias? ¿Recuerda eso?
—Ninguno. Ningún detalle. Ya se lo dije. Papá preguntó y él sólo dijo «muerto», como si Nelson fuese un perro. Vaya amor fraterno, Papá no sabía dónde mirar. Casi se le destroza el corazón y allí estaba Drake tan tranquilo, no le importaba un pito. «No tengo hermano. Nelson ha muerto». Y papá aún rezaba por Nelson, ¿no es verdad, papá?
Esta vez, el viejo habló. Con la oscuridad, su voz había aumentado considerablemente de potencia.
—Rezaba por Nelson y aún rezo por él —dijo bruscamente—. Cuando estaba vivo, rezaba para que de un modo u otro hiciese el trabajo de Dios en este mundo. Estaba convencido de que Nelson haría grandes cosas. Drake, bueno, sabe arreglárselas en cualquier sitio. Es duro. Pero yo solía pensar que la luz de la puerta de la misión no habría ardido en vano si Nelson Ko lograba ayudar a echar los cimientos de una sociedad justa en China. Nelson podría decir que era comunismo. Podría definirlo como más le gustase. Pero durante tres largos años, tu madre y yo le dimos nuestro amor cristiano, y no puedo aceptar, Doris, ni por ti ni por nadie, que la luz del amor de Dios pueda desaparecer para siempre. Ni por la política ni por la espada.
El viejo lanzó un largo suspiro y continuó:
—Y ahora ha muerto, y yo rezo por su alma lo mismo que rezo por la de tu madre —añadió, pero en un tono extrañamente menos firme—. Si eso es papismo, que lo sea.
Connie se había levantado para irse. Conocía los límites, era perspicaz y estaba asustada por la actitud de di Salís. Pero di Salís, una vez que se lanzaba a la caza, no conocía límites.
—Así que fue una muerte violenta, ¿eh? La política y la espada, dijo usted. ¿Qué política? ¿Le habló Drake de eso? Porque las ejecuciones materiales son relativamente raras, sabe. ¡Creo que está usted ocultándonos algo!
Di Salis también se había puesto de pie, pero al lado del señor Hibbert, y formulaba estas preguntas mirando la blanca cabeza del viejo como si estuviera actuando en un ensayo de interrogatorio de Sarratt.
—Han sido ustedes muy amables —dijo efusivamente Connie a Doris—. Tenemos ya todo lo que podríamos necesitar y más. Estoy segura de que le concederán el título de caballero —añadió, en un tono preñado de mensajes para di Salís—. Y ahora, nos vamos, muchísimas gracias.
Pero esta vez fue el viejo el que frustró sus propósitos.
—Y al año siguiente, perdió también a su otro Nelson, Dios nos valga, su hijito —dijo—. Será un hombre solitario, Drake. Esa fue la última carta que nos escribió, ¿verdad, Doris? «Rece por mi pequeño Nelson, míster Hibbert», me decía. Y lo hicimos. Quería que yo cogiese el avión y fuese allí a dirigir el funeral. Yo no podía hacerlo. No sé muy bien por qué, pero no podía. Nunca me ha parecido bien que se gaste tanto dinero en funerales, la verdad.
Al oír esto, di Salís, saltó, literalmente: y con un entusiasmo verdaderamente terrible. Se plantó ante el viejo y tan animado estaba que asió en su manecita febril un puñado de chal.
—¡Ah! ¡Vaya! Pero no le pidió a usted que rezase por su hermano Nelson, ¿verdad? Respóndame a eso.
—No —dijo sencillamente el viejo—. No me lo pidió, no.
—¿Y por qué no? ¡Quizá porque en realidad no estaba muerto, claro! ¡Hay más de un modo de morir en China, sí, y no todas las muertes son irremediables! Caer en desgracia: ¿No es ésa una expresión mejor?
Sus estridentes palabras volaron por la habitación iluminada por el fuego como malos espíritus.
—Tienen que irse, Doris —dijo tranquilamente el viejo, mirando al mar—. Vete a ver a ese chófer, a ver si está bien, querida… Estoy convencido de que deberíamos haberle mandado pasar, pero en fin ya no importa.
Se despidieron en el recibidor. El viejo se quedó sentado junto a la ventana y Doris había cerrado la puerta del cuarto. El sexto sentido de Connie resultaba a veces estremecedor.
—¿No le dice nada el nombre de Liese, señorita Hibbert? —preguntó, mientras se abrochaba su enorme impermeable de plástico—. Tenemos referencia de una tal Liese en la vida del señor Ko.
La cara sin pintar de Doris se frunció en un gesto irritado.
—Era el nombre de mamá. Era luterana alemana. Ese cerdo robó también eso, ¿verdad?
Con Toby Esterhase al volante, Connie Sachs y el doctor di Salis volvieron rápidamente a comunicar a George las asombrosas nuevas. Al principio, en el camino, riñeron por la falta de control de di Salis. Toby Esterhase estaba muy afectado, y Connie tenía serios temores de que el viejo pudiera escribir a Ko. Pero pronto la importancia de sus descubrimientos eclipsó sus inquietudes, y llegaron triunfantes a las puertas de su ciudad secreta.
Una vez a salvo tras sus muros, llegó la hora de gloria de di Salis. Convocó una vez más a su familia de peligros amarillos e inició una serie de pesquisas que les hizo dispersarse por todo Londres con un falso pretexto u otro, y llegar incluso hasta Cambridge. Di Salis, en el fondo, era un solitario. Nadie le conocía, salvo quizás Connie, y, si Connie no se cuidaba de él, nadie más lo hacía. Resultaba incongruente en las relaciones sociales, y, con frecuencia, absurdo. Pero nadie dudaba de su voluntad de cazador.
Repasó viejas fichas de la Universidad de comunicaciones de Shanghai, en chino la Chia Tung (la cual tenía fama por la militancia comunista de sus estudiantes, a partir de la guerra del treinta y nueve al cuarenta y cinco). Y concentró su interés en el Departamento de Estudios Marítimos que incluía en su curriculum tanto la administración como la construcción de buques. Hizo listas de miembros de los cuadros del partido de antes y después del cuarenta y nueve y examinó los escasos datos de aquellos a quienes se confió la dirección de las grandes empresas, en las que se exigía conocimiento tecnológico, en especial los astilleros de Kiangnan, grandes instalaciones en las que habían sido purgados repetidas veces elementos del Kuomintang. Después de componer listas de varios miles de nombres, hizo fichas de todos los que se sabía que habían continuado sus estudios en la Universidad de Leningrado y habían reaparecido luego en los astilleros en puestos mejores. Un curso de ingeniería naval en Leningrado duraba tres años. Según los cálculos de di Salis, Nelson debía haber estado allí del cincuenta y tres al cincuenta y seis y debía haber sido destinado luego oficialmente al departamento municipal de Shanghai encargado de ingeniería naval, el cual debía haberle devuelto luego a Kiangnan. Considerando que Nelson no sólo poseía un nombre chino que aún no habían descubierto, y que era muy posible, además, que hubiese elegido un nuevo apellido, di Salis advirtió a sus colaboradores que la biografía de Nelson muy bien podría estar dividida en dos partes, cada una de ellas con un nombre distinto. Tenían que tener en cuenta el posible ensamblaje. Preparó listas de graduados y listas de estudiantes que habían estado en Chia Tung y en Leningrado y fue comparando. Los especialistas en China son una hermandad aparte, y sus intereses comunes trascienden el protocolo y las diferencias nacionales. Di Salis no sólo tenía relaciones en Cambridge y en todos los archivos orientales, sino también en Roma, en Tokio y en Munich. Escribió a todos ellos, ocultando su objetivo con un revoltillo de otras preguntas. Según trascendió más tarde, hasta los primos le abrieron involuntariamente sus archivos. Y realizó otras investigaciones aún más arcanas. Envió excavadores, a los anabaptistas, para revisar fichas de antiguos alumnos de las misiones, por si los nombres chinos de Nelson habían sido por casualidad consignados y archivados. Repasó todos los datos de muertes de funcionarios de nivel medio de Shanghai incorporados a la industria naval.
Esa fue la primera parte de sus trabajos. La segunda empezó con lo que Connie llamaba la gran revolución cultural bestial de mediados de los años sesenta y los nombres de los funcionarios shanghaineses que, por sus aviesas tendencias prorrusas, habían sido oficialmente purgados, humillados o enviados a una escuela del Siete de Mayo a redescubrir las virtudes del trabajo agrícola. Consultó también listas de los enviados a los campos correccionales de trabajo, pero sin ningún resultado. Buscó alguna referencia en las arengas de los guardias rojos ala malvada influencia de una educación anabaptista en éste o aquél funcionario caído en desgracia, y realizó complicadas combinaciones con el nombre de KO. Pensaba en el fondo que Nelson, al cambiar de nombre, podría haber recurrido a un carácter distinto que conservara algún parentesco interno con el original, homosónico o sinfonético. Pero cuando intentó explicarle esto a Connie, la perdió.
Connie Sachs estaba siguiendo una vía completamente distinta. Su interés se centraba en las actividades de localizadores de talentos adiestrados por Karla identificados que hubiesen trabajado entre los estudiantes extranjeros de la Universidad de Leningrado en los años cincuenta; y en comprobar los rumores, nunca confirmados, de que Karla, cuando era un joven agente de la Commintern, había sido prestado a la organización comunista clandestina de Shanghai después de la guerra, para ayudarles a reconstruir su aparato secreto.
Y en medio de todas estas nuevas investigaciones, llegó de Grosvenor Square una auténtica bomba. Los datos proporcionados por el señor Hibbert aún estaban frescos de la imprenta, en realidad, y los investigadores de ambas familias aún estaban trabajando frenéticamente, cuando Peter Guillam entró en el despacho de Smiley con un mensaje urgente. Smiley estaba, como siempre, profundamente enfrascado en sus lecturas, y cuando Guillam entró metió una carpeta en el cajón y lo cerró.
—Es de los primos —dijo afablemente Guillam—. Sobre el hermano Ricardo, tu piloto preferido. Quieren verse contigo en el Anexo, tan pronto como sea posible. Tengo que contestarles ayer.
—¿Qué es lo que quieren?
—Verte. Pero lo dijeron así.
—¿De veras? ¿Dijeron eso? Dios santo. Debe ser la influencia alemana. ¿O será inglés antiguo? Verse contigo. En fin, qué le vamos a hacer —y se dirigió al baño a afeitarse.
Cuando volvía a su despacho, Guillam se encontró a Sam Collins sentado en el sillón, fumando uno de sus abominables cigarrillos negros y luciendo su sonrisa lavable.
—¿Alguna novedad? —preguntó Sam, muy tranquilo.
—Tú lárgate de aquí ahora mismo —replicó Guillam.
Sam andaba husmeando demasiado por allí, para gusto de Guillam, pero aquel día, éste tenía una razón sólida para desconfiar de él. Al ir a ver a Lacon a la Oficina del Gabinete, para entregar la cuenta del anticipo mensual del Circus para inspección, se había quedado atónito al ver salir a Sam del despacho particular de Lacon, bromeando tranquilamente con él y con Saul Enderby, de Asuntos Exteriores.