Después de haberse puesto punto final al caso Dolphin, más de una vez acusaron a Smiley de que ese era el momento, en que debía volver a visitar a Sam Collins y atizarle duro y directo, justo donde podía dolerle. George podría haberse ahorrado mucho trabajo de este modo, dicen los entendidos, podría haber aprovechado un tiempo vital.
Lo que dicen son puros disparates simplistas.
En primer lugar, el tiempo no tiene importancia. La veta de oro rusa, y la operación que financiaba, fuese la que fuese, llevaba funcionando años, y seguiría haciéndolo muchos más si nadie intervenía. Los únicos que exigían acción eran los barones de Whitehall, el propio Circus e, indirectamente, Jerry Westerby, que tuvo que soportar dos semanas más de aburrimiento mientras Smiley preparaba meticulosamente la siguiente jugada. Además, se acercaba Navidad, y eso impacienta a todo el mundo. Ko, y la operación que estaba controlando, fuese la que fuese, no mostraban signo alguno de evolución. «Ko y su dinero ruso se alzaban inmóviles como una montaña ante nosotros», escribió más tarde Smiley, en su documento final sobre el caso Dolphin. «Podíamos contemplar el caso cuanto quisiéramos, pero no podíamos moverlo. El problema no sería cómo movemos nosotros, sino cómo mover a Ko hasta el punto en el que pudiéramos descubrirle».
La lección era clara: mucho antes que ningún otro, salvo quizás Connie Sachs, Smiley veía ya a la chica como una palanca potencial y, en cuanto tal, el personaje más importante del reparto… mucho más importante, por ejemplo, que Jerry Westerby, que era sustituible en cualquier momento. Ésta era una de las varias y buenas razones de que Smiley se dedicara a acercarse a ella todo lo que permitían las normas de seguridad. Otra razón era que el carácter de la relación entre Sam Collins y la chica aún flotaba en la bruma. Es muy fácil volverse ahora y decir «evidente», pero en aquel momento, las cosas no estaban tan claras. La ficha de Cale proporcionaba un indicio. La percepción intuitiva de Smiley permitía rellenar algunos datos en blanco del trabajo de campo de Sam; precipitadas orientaciones de Registro proporcionaron claves y el lote habitual de casos análogos; la antología de los informes de campo de Sam resultaba iluminadora. Sigue en pie el hecho de que cuanto más a distancia mantenía Smiley a Sam, más se acercaba a una comprensión independiente de las relaciones entre la chica y Ko y entre la chica y Sam, y más tantos acumulaba para cuando él y Sam volvieran a reunirse.
Y, ¿quién demonios podría decir honradamente cómo habría reaccionado Sam si le presionaran? Ciertamente, los inquisidores han logrado sus éxitos, pero también han tenido fracasos. Sam era un hueso duro de roer.
También influyó en Smiley otra consideración, aunque es demasiado caballeroso en su documento informativo final para mencionarlo. En los días que siguieron a la caída, surgieron muchos espectros, y uno de ellos era el temor a que, enterrado en alguna parte del Circus, se hallase el sucesor elegido de Billy Haydon: que Bill le hubiese introducido, reclutado y educado precisamente para el día en que él, de un modo u otro, desapareciese de escena. En principio, Sam había sido nombrado por Haydon. El que éste le hubiese sacrificado después muy bien podría ser puro fingimiento. ¿Quién podía estar seguro, en aquella atmósfera inquietante, de que Sam Collins no estuviera maniobrando para que le readmitiesen por ser el heredero elegido para proseguir la tarea de traición de Haydon?
Por todas estas razones, George Smiley se puso el impermeable y se fue a la calle. Gustosamente, sin duda… porque en el fondo aún seguía siendo un agente. Esto lo admitían incluso sus detractores.
En el distrito del viejo Barnsbury, en el distrito londinense de Islington, el día que Smiley hizo al fin su discreta aparición allí, la lluvia se estaba tomando un descanso de media mañana. Los goteantes sombreretes de las chimeneas de los tejados de losa de las casitas victorianas se apiñaban como pájaros sucios entre las antenas de televisión. Tras ellos, sustentado por un andamiaje, se alzaba el perfil de una urbanización pública abandonada por falta de fondos.
—¿Señor…?
—Standfast —contestó cortésmente Smiley, debajo del paraguas.
Los hombres honrados se identifican mutuamente por instinto. El señor Peter Worthington no tuvo más que abrir la puerta de su casa y echar un vistazo a aquel individuo gordo y empapado de agua que estaba a la puerta (la cartera oficial negra, con EIIR[2] grabado en la abultada solapa de plástico, el aire apocado y ligeramente astroso) para que su amable rostro alumbrase una expresión de amistosa bienvenida.
—Muy bien. Me parece excelente que haya venido usted. El Ministerio de Asuntos Exteriores está ahora en Downing Street, ¿no es así? ¿Qué hizo usted? Vino en metro desde Charing Cross, supongo… Pase, pase, tomaremos un té.
Era un individuo de la enseñanza privada que se había pasado a la enseñanza pública porque era más rentable. Tenía una voz medida, confortante y leal. Incluso su ropa, advirtió Smiley, mientras le seguía por el estrecho pasillo, parecía desprender una especie de aire de fidelidad. Peter Worthington podría tener sólo treinta y cuatro años, pero su grueso traje de mezclilla permanecería de moda (o pasado de ella) durante tanto tiempo como su propietario precisase. No había jardines. El estudio daba por atrás directamente a un patio de juegos de suelo de cemento. Una sólida reja protegía la ventana, y el patio estaba dividido en dos por una alta valla de alambre. Tras él se alzaba la escuela propiamente dicha, un barroco edificio eduardiano no muy distinto al Circus, salvo por el hecho de que podía verse el interior. En la planta baja, Smiley vio dibujos infantiles colgados de las paredes. Más arriba, tubos de ensayo en estanterías de madera. Era la hora del recreo y, en su mitad correspondiente, corrían tras un balón chicas en traje de gimnasia. Pero al otro lado de la alambrada había grupos silenciosos de muchachos, como piquetes a la puerta de una fábrica, negros y blancos separados. El estudio estaba inundado hasta la altura de la rodilla de cuadernos de ejercicios. Del frente de la chimenea colgaba un gráfico de los reyes y reinas de Inglaterra. Llenaban el cielo oscuros nubarrones que daban a la escuela un aire herrumbroso.
—Espero que no le importe el ruido —dijo Peter Worthington desde la cocina—. Yo ya no lo oigo, la verdad. ¿Azúcar?
—No, no. Nada de azúcar, gracias —dijo Smiley con una sonrisa confidencial.
—¿Controlando las calorías?
—Bueno, sí, un poquito, un poquito.
Smiley se estaba interpretando a sí mismo, pero exagerando un poco, como dicen en Sarratt. Un poco más campechano, un poco más preocupado: el honrado y amable funcionario que había llegado a su techo tope a la edad de cuarenta y se quedó siempre allí.
—¡Hay limón si quiere! —dijo desde la cocina Peter Worthington, con un inexperto traqueteo de platos.
—¡Oh, no, gracias! Con leche solo.
En el gastado suelo del estudio había pruebas de que existía otro niño más pequeño: piezas de un juego de arquitectura y un cuaderno con PA garrapateado interminablemente. De la lámpara colgaba una estrella de Navidad de cartón. En las paredes parduscas, Reyes Magos y trineos y algodón. Volvió Peter Worthington con una bandeja de té. Peter era grande y tosco, tenía el pelo castaño de punta y prematuramente cano. Pese a tanto trajín, las tazas no estaban demasiado limpias.
—Ha sido usted muy inteligente al venir en mi tiempo libre —dijo, indicando con un gesto los cuadernos de ejercicios—. Si es que puedo decir eso, con tanto cuaderno por corregir.
—Creo que a ustedes se les menosprecia mucho —dijo Smiley, moviendo la cabeza suavemente—. Tengo amigos en la profesión. Se levantan a media noche, sólo para corregir los ejercicios, o eso me dicen, y no tengo motivo para dudarlo.
—Son los concienzudos.
—Estoy seguro de que usted puede incluirse en esa categoría.
Peter Worthington sonrió, súbitamente complacido.
—Me temo que sí. Puestos a hacer algo, hacerlo bien —añadió, ayudando a Smiley a quitarse el impermeable.
—Ojalá fueran más los que piensan así, ojalá.
—Debería haber sido usted profesor —dijo Peter Worthington, y los dos se echaron a reír.
—¿Y qué hace usted con su chico? —dijo Smiley, sentándose.
—¿Ian? Oh, va con su abuela. Mi madre, no la de ella —añadió mientras servía.
Le pasó a Smiley una taza.
—¿Usted es casado? —le preguntó.
—Sí, sí lo soy, y estoy muy satisfecho, si he de serie sincero.
—¿Hijos?
Smiley negó con un gesto, permitiéndose además un pequeño frunce de desilusión.
—Por desgracia no —dijo.
—Eso es lo malo —dijo Peter Worthington, muy razonablemente.
—Sí, estoy seguro —dijo Smiley—. De todos modos, nos hubiese gustado la experiencia. Se aprecia más a nuestra edad.
—Dijo usted por teléfono que había noticias de Elizabeth —dijo Peter Worthington—. Me he alegrado muchísimo al saberlo, la verdad.
—Bueno, no es nada como para emocionarse —dijo cautamente Smiley.
—Pero esperanzador. Hay que tener esperanza.
Smiley se inclinó hacia la cartera de plástico negra de funcionario y abrió el débil cierre.
—En fin, no sé si podrá usted ayudarme —dijo—. No es que quiera ocultarle nada, la verdad, pero nos gusta estar seguros. Soy un hombre meticuloso, no me importa confesarlo. Hacemos exactamente igual con nuestros fallecidos extranjeros. Nunca nos comprometemos hasta no estar absolutamente seguros. Nombres, apellidos, dirección completa, fecha de nacimiento si podemos conseguirla; lo investigamos todo. Sólo para estar seguros. No la causa, por supuesto, nosotros no nos ocupamos de la causa, eso compete a las autoridades locales.
—Siga, siga —dijo cordialmente Peter Worthington. Advirtiendo la exageración del tono, Smiley alzó la vista, pero el honrado rostro de Peter Worthington estaba vuelto y Peter parecía estudiar un montón de viejos atriles de cuadernos de música que había apilados en un rincón.
Smiley se lamió el pulgar y abrió laboriosamente una carpeta, se la colocó sobre el regazo y pasó varias páginas. Era la ficha del Ministerio de Asuntos Exteriores, rotulada «Persona desaparecida», que Lacon había conseguido sacarle a Enderby con un pretexto.
—¿Sería mucho pedir que repasáramos los datos desde el principio? Sólo los importantes, claro, y sólo lo que usted quiera decirme, eso por descontado, claro. Vea usted, mi mayor quebradero de cabeza es que en realidad no soy la persona que hace normalmente este trabajo. Mi colega Wendower, al que ya conoce usted, está enfermo, desgraciadamente… y, bueno, en fin, no siempre somos partidarios de ponerlo todo sobre el papel, ¿comprende? Es un compañero magnífico, pero a mí me parece un poco escueto en sus informes. No es que sea perezoso, ni mucho menos, pero siempre le falta el aspecto humano del asunto.
—He sido siempre absolutamente sincero. Siempre —dijo Peter Worthington un tanto impaciente a los atriles de música—. Soy partidario de la sinceridad.
—Y por nuestra parte, se lo aseguro, nosotros en el Ministerio sabemos respetar una confidencia.
Cayó sobre ellos una súbita calma. A Smiley no se le había ocurrido hasta aquel momento que los gritos de los niños pudieran ser sedantes; sin embargo, cuando cesaron y el patio quedó vacío, tuvo una sensación de dislocamiento que tardó un momento en superar.
—Ha terminado el recreo —dijo Peter Worthington con una sonrisa.
—¿Cómo dice?
—El recreo. Bollos y leche. Para eso paga usted sus impuestos.
—Bien, en primer lugar, no hay duda de acuerdo con las notas de mi colega Wendower, no es nada contra él, se lo aseguro, de que la señora Worthington se fue sin que la moviese a ello ninguna clase de presión… Espere un momento, déjeme que le explique lo que quiero decir con eso, por favor. Ella se fue voluntariamente. Se fue sola. Nadie la persuadió engañosamente, nadie la tentó, y no fue, en ningún sentido, víctima de ninguna presión anormal. Presión que, por ejemplo, digamos, pudiera en su momento ser objeto de una acción legal ante los tribunales, que iniciase usted o iniciaran otros contra un tercero al que no se ha nombrado hasta ahora…
Como muy bien sabía Smiley, la verbosidad crea en los que deben soportarla una urgencia casi insoportable de hablar. Si no interrumpen directamente, responden, al final, con redoblada energía: y dada su profesión de maestro, Peter Worthington no era, en modo alguno, un oyente nato.
—Se fue sola, absolutamente sola, y mi opinión sincera es, fue y ha sido siempre, que era libre de hacerlo. Si no se hubiese ido sola, si hubiesen estado involucradas otras personas, hombres, todos somos humanos, bien lo sabe Dios, no habría habido ninguna diferencia. ¿Responde esto del todo a su pregunta? Los niños tienen derecho a ambos padres —concluyó, estableciendo una máxima.
Smiley escribía diligentemente, pero con mucha lentitud. Peter Worthington se tamborileó la rodilla con los dedos, chasqueó luego los nudillos, uno a uno, en una impaciente y rápida salva.
—¿Podría decirme usted ahora, señor Worthington, si han dictado ya una orden de custodia…?
—Nosotros siempre supimos que ella se iría. Estaba sobrentendido. Yo era su ancla. Ella me llamaba «mi ancla». O eso o «maestro». No me importaba. No lo decía con mala intención. Era simplemente que no podía soportar decir Peter. Ella me quería como un concepto, no como una imagen, quizás, un cuerpo, una mente, una persona, ni siquiera como a un compañero. Como un concepto, un elemento necesario para su plenitud humana, personal. Sentía una verdadera ansia de complacer, me doy cuenta de ello. Era parte de su inseguridad, anhelaba que la admirasen. Si hacía un cumplido, era porque quería otro a cambio.
—Entiendo —dijo Smiley, y volvió a escribir, como si suscribiese materialmente este punto de vista.
—Quiero decir que nadie podía tener a una chica como Elizabeth por esposa y esperar tenerla toda para sí. No era natural. He llegado a aceptarlo. Hasta el pequeño Ian tenía que llamarla Elizabeth. También lo entiendo. Ella no podía soportar las cadenas de «mami». Un niño corriendo detrás de ella llamándola «mami». No podía soportarlo. Era demasiado. Y, en fin, también lo entiendo. Me imagino que a usted puede resultarle difícil, ya que no tiene hijos, entender que una mujer, sea cual sea su carácter, una madre, bien atendida y amada y cuidada, que no tiene que ganarse la vida, abandone a su propio hijo y no le haya mandado ni una postal siquiera. Eso quizás le extrañe, puede que hasta le disguste. Bueno, mi punto de vista es muy distinto, la verdad. Aunque admito que al principio fue duro.
Miraba hacia el patio alambrado. Hablaba sin pasión, sin sombra alguna de lástima de sí. Como si hablase de un alumno.
—Aquí procuramos enseñar libertad a la gente. Libertad dentro de un espíritu cívico. Les dejamos que desarrollen su personalidad individual. ¿Cómo podía yo decirle a ella quién era? Yo quería estar allí, nada más. Ser amigo de Elizabeth. Su parada larga; ésa era otra de las cosas que me decía. «Mi parada larga». El caso es que ella no necesitaba irse. Podía haber hecho todo lo que quisiera aquí, a mi lado. Las mujeres necesitan un apoyo, sabe. Si no lo tienen…
—¿Y aún no ha recibido usted ni una noticia directa suya? —preguntó suavemente Smiley—: ¿Ni una carta, ni siquiera esa postal para Ian, nada?
—Ni una letra.
Smiley escribió.
—Señor Worthington, que usted sepa, ¿ha utilizado alguna vez su esposa otro nombre?
Por algún motivo, la pregunta amenazó con enojar muy patentemente a Peter Worthington. Hubo en su mirada un relampagueo furioso, como si reaccionase ante una impertinencia en clase, y su dedo saltó disparado para exigir silencio. Pero Smiley siguió a toda marcha.
—¿Su nombre de soltera, por ejemplo? O una abreviatura de su nombre de casada, que en un país que no sea de habla inglesa podría crearle problemas con los nativos…
—Nunca. Nunca, jamás. Tiene usted que comprender la psicología básica de la conducta humana. Ella era un caso de libro de texto. Estaba deseando librarse del apellido de su padre. Una de las principales razones por las que se casó conmigo fue para tener un nuevo padre y un nuevo apellido. ¿Por qué habría de dejarlo una vez conseguido? Pasaba igual con sus fabulaciones, las historias disparatadas que contaba; lo que quería era escapar de su medio. En cuanto lo hizo una vez conseguido, después de encontrarme a mí, y la estabilidad que yo represento, ya no necesitaba, naturalmente, ser otra persona. Era otra persona. Estaba realizada. Así que, ¿por qué irse?
Smiley se tomó de nuevo un ratito. Miró a Peter Worthington como si estuviese indeciso, miró la carpeta, volvió al último apartado, se colocó las gafas y lo leyó, y evidentemente no por primera vez, ni mucho menos.
—Señor Worthington, si nuestra información es correcta, y tenemos buenas razones para creerlo así, yo diría que nuestro cálculo es como mínimo seguro en un ochenta por ciento, respondo hasta ahí, en la actualidad su esposa utiliza el apellido Worth. Y, curiosamente, está utilizando un nombre alemán, L-I-E-S-E, que, según me han dicho, no se pronuncia Liza, sino Lisa. Yo había pensado que quizás usted pudiera confirmar o negar este punto, y también el de si está o no activamente relacionada con un negocio de relojería en el Extremo Oriente, cuyas ramificaciones se extienden a Hong Kong y a otros centros importantes. Parece ser que vive en la opulencia y que goza de prestigio social y se mueve en círculos muy encumbrados.
Al parecer, Peter Worthington captaba muy poco de todo esto. Se había acomodado en el suelo, pero parecía incapaz de asentar las rodillas. Chasqueó los dedos una vez más, miró impaciente los atriles de partituras musicales hacinados como esqueletos en un rincón del cuarto, e intentaba hablar antes ya de que Smiley hubiera terminado.
—Mire. Lo que yo quiero es esto. Que el que se dirija a ella plantee las cosas tal como debe ser. No quiero ninguna reclamación apasionada, no quiero que se apele a su conciencia. Todo eso debe quedar descartado. Basta una exposición clara de lo que se ofrece; y que se la recibirá bien. Nada más.
Smiley se refugió en el impreso.
—Bueno, señor Worthington, qué le parece si, antes de llegar a eso, seguimos repasando los datos…
—No hay datos —dijo Peter Worthington, muy irritado de nuevo—. Lo único que hay son dos personas. Bueno, tres con Ian. En un asunto como éste no hay datos. En ningún matrimonio. Eso es lo que la vida nos enseña. Las relaciones son totalmente subjetivas. Yo estoy sentado en el suelo. Eso es un dato. Usted está escribiendo. Eso es un dato. La madre de Elizabeth estaba detrás del asunto. Eso es un dato. ¿Me entiende? Su padre es un chiflado y un criminal. Eso es un dato. Elizabeth no es hija de la Reina de Saba ni nieta natural de Lloyd George, diga ella lo que diga. Y no se ha licenciado en sánscrito, como le explicó a la directora, que aún hoy en día sigue creyéndoselo. «¿Cuánto volveremos a ver otra vez a su encantadora esposa oriental?». Y de joyería sabe tanto como yo. Eso es un dato.
—Datos y lugares —murmuró Smiley mirando el impreso—. Si pudiese aunque sólo fuera comprobar eso, para empezar.
—Por supuesto —dijo Worthington caballerosamente, y llenó de nuevo la taza de Smiley con una tetera de metal verde. Había tiza en las yemas de sus largos dedos. Era como el gris de su pelo.
—Creo que fue la madre en realidad la que la estropeó —continuó, en el mismo tono racional y claro—. Aquel afán de que subiera a un escenario, luego el ballet, luego lo de intentar meterla en televisión. Su madre lo único que quería era que admirasen a Elizabeth. Como sustituía de ella misma, claro. Es algo perfectamente natural, desde un punto de vista psicológico. Lea usted a Berne. A cualquiera. No era más que su modo de definir su personalidad individual. A través de su hija. Hay que tener en cuenta que esas cosas suceden. Yo ahora lo entiendo perfectamente todo, todo eso. Ella estaba bien, el mundo estaba bien, Ian estaba bien, y luego, de pronto, se larga.
—¿Sabe usted, por casualidad, si ella se comunica con su madre?
Peter Worthington negó con un gesto.
—En modo alguno, creo yo. La había calado bien. Por la época en que se fue. Había roto con ella del todo. El único lío que puedo decir con seguridad que le ayudé a resolver. Mi única contribución a su felicidad…
—Creo que no tenemos aquí la dirección de su madre —dijo Smiley, repasando minuciosamente las páginas—. Usted no…
Peter Worthington le dio la dirección a velocidad de dictado, un poco alto, quizás.
—Y ahora, fechas y lugares —repitió Smiley—. Por favor.
Ella le había abandonado hacía dos años. Peter Worthington dijo no sólo la fecha sino la hora. No había habido ninguna escena; Peter Worthington no aprobaba las escenas; Elizabeth ya había tenido bastantes con su madre. Había sido una velada feliz, en realidad, particularmente feliz. La había llevado, para variar, a un restaurante próximo donde hacían kebab.
—Quizás lo haya visto usted al venir… se llama Knossos, queda junto al Express Dairy…
Bebieron y festejaron, y, para completar el trío, había ido Andrew Wiltshire, el nuevo profesor de inglés. Elizabeth había introducido a este Andrew en el yoga hacía unas semanas. Habían ido juntos a clase al Sobell Centre y se habían hecho muy buenos amigos.
—A ella le interesaba mucho el yoga —dijo Peter moviendo aprobatoriamente su cabeza cana—. Era algo que le interesaba de veras. Andrew era sólo el tipo de camarada capaz de animarla. Extrovertido, irreflexivo, muy físico… perfecto para ella —añadió taxativamente.
Habían vuelto los tres a casa a las diez, por la canguro, dijo: él, Andrew y Elizabeth. Él había hecho un café, luego escucharon música, y, hacia las once, Elizabeth les dio un beso a cada uno y dijo que iba a casa de su madre a ver cómo estaba.
—Creí entender que había roto con su madre —objetó suavemente Smiley, pero Peter Worthington prefirió no oírle.
—Lo de los besos no tiene importancia para ella, por supuesto —explicó Peter Worthington, a título informativo—. Besa a todo el mundo, a los alumnos, a todas sus amistades… seria capaz de besar al basurero, a cualquiera. Es muy extrovertida. Repito, tiene que conquistar a todo el mundo. Quiero decir, que toda relación ha de ser una conquista. Sea su hijo, el camarero del restaurante, etc. Luego, una vez les ha conquistado, le aburren. Es muy lógico. Subió a ver a Ian, y estoy seguro de que utilizó ese momento para recoger el pasaporte y el dinero de los gastos de la casa, del dormitorio. Dejó una nota que decía «Lo siento» y no he vuelto a verla desde entonces. Ni yo ni Ian —añadió.
—Esto… ¿ha sabido Andrew algo de ella? —inquirió Smiley, colocándose de nuevo las gafas.
—¿Andrew? ¿Por qué Andrew?
—Usted dijo que eran amigos, señor Worthington. En estos asuntos, a veces las terceras personas se convierten en intermediarios.
Al decir la palabra asunto alzó la vista y se vio mirando directamente a los abyectos y honrados ojos de Peter Worthington: y, por un momento, cayeron a la vez las dos máscaras. ¿Estaba investigando Smiley? ¿O siendo investigado? Quizás sólo fuera su asediada imaginación… ¿O acaso percibía, dentro de sí, y en aquel muchacho débil que tenía ante sí, el estremecimiento de un parentesco embarazoso? «Debería existir una liga de maridos burlados que se compadecen de sí mismos. ¡Todos tenéis la misma horrorosa y aburrida bondad!» le había dicho Ann una vez. Jamás conociste a tu Elizabeth, pensó Smiley, mirando aún fijamente a Peter Worthington: y yo jamás conocí a mi Ann.
—En fin, eso es cuanto yo puedo recordar —dijo Peter Worthington—. Después de eso, todo está en blanco.
—Sí —dijo Smiley, refugiándose inconscientemente en la repetida aserción de Worthington—. Sí, ya comprendo.
Se levantó para irse. A la puerta, había un muchachito. Le miró receloso y hostil. Una mujer corpulenta y apacible le seguía, le llevaba además con las manos en alto, cogido por las muñecas, como columpiándole, aunque en realidad, el niño se sostenía por sí.
—Mira, ahí está papá —dijo la mujer, mirando con afecto a Worthington.
—Hola Jenny. Este es el señor Standfast, del Ministerio de Asuntos Exteriores.
—¿Cómo está usted? —dijo cortés Smiley y, tras unos minutos de charla intrascendente y la promesa de más información a su debido tiempo, si la había, se apresuró a marcharse.
—Ah, y muy felices Pascuas —dijo desde la puerta Peter Worthington.
—Ah sí. Sí, claro. También a usted. A todos ustedes. Muy felices Pascuas… y muchas.
Si no les indicabas lo contrario, en el bar de la carretera te ponían azúcar en el café, y cada vez que la india hacía una taza, la pequeña cocina se llenaba de vapor. En grupos de dos y de tres, sin hablar, los hombres desayunaban, comían o cenaban, según la etapa en la que estuviesen de sus diversos días. También allí se aproximaba Navidad. Sobre el mostrador, para dar navideña alegría al ambiente, balanceábanse seis grasientas bolas de cristal de colores, y una hucha pedía ayuda para los niños paralíticos. Smiley miraba el periódico de la tarde, pero no leía. En un rincón, a menos de cuatro metros de él, el pequeño Fawn había adoptado su clásica posición de niñera. Los ojos oscuros miraban afables a los parroquianos y hacia la entrada del local. Sostenía la taza en el aire con la mano izquierda, mientras la derecha le descansaba ociosa junto al pecho. ¿Se sentaría así Karla?, se dijo Smiley. ¿Se ocultaría Karla entre los libres de sospecha? Control lo había hecho. Control se había creado una segunda, tercera o cuarta vida entera para sí en un piso de dos habitaciones, junto a la vía de circunvalación del Western, bajo el modesto apellido Matthews, que no figuraba como alias en los archivos de los caseros. Bueno, lo de vida «entera» era algo exagerado. Pero había tenido ropa allí y una mujer, una señora Matthews; un gato incluso. Y tomado clases de golf en un club de artesanos los jueves de mañana temprano, mientras desde su mesa del Circus se burlaba del populacho y del golf y del amor y de cualquier otro ridículo objetivo humano que en secreto pudiese tentarle. Había alquilado incluso un huertecito, recordó Smiley, allí abajo, junto a un desvío de los ferrocarriles. La señora Matthews había insistido en llevar a Smiley a verlo en su pulcro Morris el día en que él le comunicó la, triste nueva. Era el mismo revoltillo de los demás huertos: las rosas de siempre, verduras de invierno que no habían comido, un cobertizo de herramientas lleno de mangueras y cajas de semillas.
La señora Matthews fue una viuda dócil, pero práctica.
—Yo lo único que quiero es saber —le había dicho, tras leer la cifra del cheque—. Lo único que quiero es estar segura, señor Standfast: ¿murió de verdad o volvió con su esposa?
—Murió de verdad —ratificó Smiley, y ella le creyó, agradecida.
No añadió que la esposa de Control se había ido a la tumba hacía ya once años, aún convencida de que su marido tenía un cargo en el Consejo del Carbón.
¿Tenía Karla que urdir y planear en comités? ¿Tenía que combatir las camarillas, engañar a los tontos, halagar a los listos, mirar en espejos deformantes como Peter Worthington, para hacer su tarea?
Miró el reloj, miró luego a Fawn. Junto al lavabo había una caja de cambio de moneda. Pero cuando Smiley pidió cambio al propietario, éste se lo negó, alegando que estaba ocupado.
—¡Dáselo, cabrón! —gritó un camionero todo de cuero. El propietario se lo dio de inmediato.
—¿Qué tal? —preguntó Guillam, contestando a la llamada por la línea directa.
—Buen ambiente —contestó Smiley.
—Hurra —dijo Guillam.
Otra de las acusaciones que se esgrimieron después contra Smiley fue la de que perdía el tiempo en tareas serviles, en vez de delegar en sus subordinados.
Hay bloques de pisos cerca del campo de golf Town and Country, en los arrabales norteños de Londres que son como la superestructura de barcos en naufragio perpetuo. Se extienden al final de largos campos de césped, donde las flores no florecen nunca del todo, los maridos se largan en los botes salvavidas, en bloque, hacia las ocho y media de la mañana y donde las mujeres y los niños se pasan el día manteniéndose a flote hasta que los varones regresan demasiado cansados ya de navegar. Estos edificios se construyeron en los años treinta y desde entonces conservan su blanco mugriento. Sus oblongas ventanas de marcos metálicos dan a las verdes y lozanas olas del campo de golf, donde esas mujeres de los días laborables vagan con sus viseras como almas perdidas. Uno de estos bloques se llama Mansiones Arcadia, y los Pelling vivían en el número siete, con una angosta vista del hoyo nueve del campo de golf que se esfumaba cuando las hayas echaban hojas. Cuando Smiley pulsó el timbre, sólo oyó el leve tintineo eléctrico: ni pisadas, ni perros, ni música. Se abrió la puerta y una cascada voz de hombre dijo «Sí» desde la oscuridad; pero la que habló era mujer. Una mujer alta y encorvada. Llevaba en la mano un cigarrillo.
—Me llamo Oates —dijo Smiley, ofreciendo una gran tarjeta verde forrada en celofán. A disfraz distinto, nombre distinto.
—Vaya, es usted, pase. Quédese a cenar y ver el espectáculo. Parecía usted más joven por teléfono —atronó con una voz ronca que pugnaba por afinarse—. Está aquí. Cree que es usted un espía —añadió, y miró bizqueando la tarjeta verde—. No lo es, ¿verdad?
—No —dijo Smiley—. Más bien no. Sólo un detective.
El piso era todo pasillo. Abrió marcha ella, dejando una vaporosa estela de ginebra. Arrastraba una pierna al andar, y tenía paralizado el brazo derecho. Smiley lo atribuyó a un ataque apopléjico. Vestía como si nadie se hubiese fijado jamás en su estatura o en su sexo. Y como si no le importara. Llevaba zapatos bajos y un jersey varonil con cinturón, que le hacía los hombros más anchos.
—Dice que nunca ha oído hablar de ustedes. Que ha buscado el nombre en la guía telefónica y que no existe.
—Nos gusta ser discretos —dijo Smiley.
La mujer abrió una puerta.
—Mira, existen —informó sonoramente, hacia el interior de la habitación—. Y no es un espía, es un detective.
En un sillón lejano, un hombre leía el Daily Telegraph y lo sostenía delante de la cara de modo que Smiley no veía más que la cabeza calva y la bata, y las cortas y cruzadas piernas rematadas por una chinelas de piel. Pero de algún modo supo de inmediato que el señor Pelling era de esos hombres bajitos que sólo se casan con mujeres altas. En la habitación había todo lo que podía necesitar para sobrevivir él solo. Televisor, cama, estufa de gas, una mesa para comer y un caballete para pintar por zonas numeradas. De la pared colgaba una foto pintada de una chica muy guapa con una inscripción garrapateada en diagonal en una esquina como hacen las estrellas de cine cuando dedican sus fotos con amor a la gente vulgar. Smiley reconoció a Elizabeth Worthington. Había visto ya muchas fotos.
—Señor Oates, aquí Nunc —dijo la mujer, haciendo casi una reverencia.
El Daily Telegraph descendió con lentitud de bandera de guarnición, y reveló una carita relumbrante y agresiva con tupidas cejas y gafas de directivo.
—Sí. Bueno, dígame quién es usted exactamente —dijo el señor Pelling—. ¿Es usted del servicio secreto o no? No quiero cuentos. Suelte lo que sea y acabemos. No soy partidario de los informes, ¿comprende? ¿Qué es eso? —exigió.
—Su tarjeta —dijo la señora Pelling, ofreciéndola—. Es verde.
—Vaya, ya estamos intercambiando notas, ¿eh? También yo necesito una tarjeta, eh, Cess, ¿verdad? Mejor algo impreso, querida mía. Acércate tú a Smith’s, ¿quieres?
—¿Quiere usted tomar té? —preguntó la señora Pelling, volviendo la cabeza y bajando los ojos hacia Smiley.
—¿Por qué le ofreces té? —gruñó el señor Pelling, viendo que ponía ya la tetera—. No tiene por qué tomar té. No es un invitado. Ni siquiera es del servicio secreto. Yo no pedí que viniera. Quédese a pasar la semana —dijo luego, dirigiéndose a Smiley—. Trasládese aquí, si lo desea. Ocupe la cama de ella. Asesores de Seguridad Universal… ¡y yo Napoleón!
—Quiere hablar sobre Lizzie, querido —dijo la señora Pelling, poniendo una bandeja para su marido—. Sé padre por una vez en tu vida.
—Le iría muy bien a usted su cama, de veras —dijo en un aparte el señor Pelling, alzando de nuevo el Daily Telegraph.
—Por esas amables palabras —dijo la señora Pelling, y soltó una carcajada. Consistió en dos notas, como un reclamo de ave, y no se proponía ser graciosa. Siguió un silencio incómodo.
La señora Pelling pasó a Smiley su taza de té. Smiley la cogió y habló luego a la parte de atrás del periódico del señor Pelling.
—Caballero, una importante empresa extranjera está considerando a su hija Elizabeth para un cargo importante. Y ha pedido confidencialmente a mi empresa (es un trámite normal, pero muy necesarios en estos tiempos) que contacte con amigos y parientes suyos en este país y obtenga referencias sobre su carácter.
—Esos somos nosotros, querido —explicó la señora Pelling, por si su marido no había entendido.
El periódico descendió bruscamente.
—¿Sugiere usted acaso que mi hija tiene mal carácter? ¿Es lo que viene usted a decirme a mi casa, mientras bebe mi té?
—No, caballero —dijo Smiley.
—No, caballero —dijo la señora Pelling, sin propósito de ayudar.
Siguió un largo silencio que Smiley no se dio mucha prisa en romper.
—Señor Pelling —dijo al fin, en tono firme y paciente—. Tengo entendido que trabajó usted muchos años en Correos, y que llegó a ocupar un cargo importante.
—Muchos, muchos años —confirmó la señora Pelling.
—Trabajé —dijo el señor Pelling, otra vez detrás del periódico—. Se habla demasiado en este mundo. Y no se trabaja bastante.
—¿Admitió usted a delincuentes en su departamento?
El periódico retembló y se inmovilizó luego.
—¿O a comunistas? —dijo Smiley, con el mismo sosiego.
—Cuando lo hicimos nos libramos en seguida de ellos —dijo el señor Pelling, y ésta vez el periódico se quedó abajo. La señora Pelling chasqueó los dedos.
—Así —dijo.
—Señor Pelling —continuó Smiley, en el mismo tono confidencial—, el cargo para el que se está considerando la candidatura de su hija es para una de las empresas más importantes de Oriente. Se especializará en transporte aéreo y por su trabajo conocerá de antemano todos los embarques importantes de oro que entren y salgan de este país, así como el movimiento de correos diplomáticos y correspondencia secreta. La remuneración es muy elevada. Me parece, pues, razonable, y supongo que también se lo parecerá a usted, el que su hija pase por las mismas formalidades que cualquier otro candidato a un puesto de tanta responsabilidad y tan deseable.
—¿Para quién trabaja usted? —dijo el señor Pelling—. Eso es lo que yo quiero saber. ¿Quién me dice a mí que es usted de fiar?
—Nunc —rogó la señora Pelling—. ¿Quién dice que lo sea nadie?
—¡No me llames Nunc! Dale un poco más de té. Tú eres la anfitriona, ¿no? Pues actúa como una anfitriona. Ya era hora de que recompensaran a Lizzie y he de decir que estoy francamente irritado porque no haya ocurrido esto antes, debiéndole lo que le deben.
El señor Pelling reanudó el examen de la impresionante tarjeta verde de Smiley.
—«Corresponsales en Asia, Estados Unidos y Oriente Medio». Colegas de pluma, supongo que son. Sede central en South Molton Street. Cualquier aclaración por teléfono bla bla bla. ¿Y con quién hablaré, entonces? Supongo que con su compañero de delito.
—Si es en South Molton Street, debe ser una cosa seria —dijo la señora Pelling.
—Autoridad sin responsabilidad —masculló el señor Pelling, marcando el número.
Hablaba como si alguien le estuviese tapándole las narices.
—Lo siento, pero es algo que no va conmigo.
—Con responsabilidad —corrigió Smiley—. Nosotros, como empresa, nos comprometemos a indemnizar a nuestros clientes por cualquier deshonestidad del personal que recomendamos. Nos aseguramos convenientemente, además.
El teléfono sonó cinco veces antes de que la centralita del Circus contestara, y Smiley rogó a Dios que no hubiese un lío.
—Póngame con el director administrativo —ordenó el señor Pelling—. ¡Me da igual que esté reunido! ¿No tiene nombre? ¿Bueno, qué pasa? Bien, dígale al señor Andrews Forbes-Lisle, que el señor Humphrey Pelling desea hablar personalmente con él. Ahora.
Larga espera. Bien hecho, pensó Smiley. Buen detalle.
—Le habla Pelling. Tengo aquí sentado frente a mí a un individuo que dice llamarse Oates. Bajo, gordo y preocupado. ¿Qué quiere usted que haga con él?
Smiley oyó en la lejanía el tono sonoro y castrense de Peter Guillam prácticamente ordenando a Pelling ponerse firme para hablar con él. Suavizado, el señor Pelling colgó.
—¿Sabe Lizzie que está usted hablando con nosotros? —preguntó.
—Se le caería la cabeza de risa si lo supiera —dijo su mujer.
—Puede que ni siquiera sepa que están considerando su candidatura para el cargo —dijo Smiley—. En estos tiempos, se tiende cada vez más a hacer la propuesta después de obtenido el visto bueno.
—Es por Lizzie, Nunc —le recordó la señora Pelling—. Ya sabes lo mucho que la quieres, aunque llevemos un año sin noticias suyas.
—¿Y no le escriben nunca ustedes? —preguntó Smiley, comprensivo.
—Ella no quiere —dijo la señora Pelling, mirando de reojo a su marido.
A Smiley se le escapó un levísimo gruñido. Podría haber sido de pesar, pero en realidad era de alivio.
—Dale más té —ordenó el marido—. Ya se lo ha zampado todo.
Luego, miró quisquilloso a Smiley de nuevo.
—Aún no estoy seguro de que no sea del servicio secreto, ni siquiera ahora —dijo—. No tiene pinta, desde luego, pero podría ser deliberado.
Smiley llevaba impresos. La imprenta del Circus los había fabricado la noche antes, con papel amarillo… lo que fue una suerte, pues resultó que en el mundo del señor Pelling, los impresos lo legitimaban todo, y el amarillo era el color más respetable. Así pues, los dos hombres trabajaron juntos como dos amigos haciendo un crucigrama, Smiley de pie junto al señor Pelling y éste haciendo el trabajo de pluma, mientras su mujer fumaba allí sentada mirando los descoloridos visillos, dando vueltas y vueltas a su anillo de boda. Anotaron la fecha y lugar de nacimiento: «Carretera arriba, en la Alexandra Nursing Home. La han derribado ya, ¿verdad, Cess? Lo han convertido en uno de esos bloques que son como helados». Anotaron los datos relativos a estudios, y el señor Pelling expuso sus puntos de vista sobre tal materia:
—Nunca dejé que la tuvieran demasiado tiempo en un colegio, ¿verdad, Cess? Había que mantenerle el entendimiento despierto. Que no cayera en la rutina. Un cambio vale una vacación, le decía. ¿Verdad, Cess?
—Ha leído libros de pedagogía —dijo la señora Pelling.
—Nos casamos tarde —dijo él, como para explicar la presencia de ella.
—Queríamos que fuese actriz —dijo ella—. Él quería ser su representante, además.
El señor Pelling facilitó otros datos. Había habido una escuela de teatro y un curso de secretariado.
—Formación —dijo el señor Pelling—. Preparación, no estudios especializados, en eso creo yo. Aprender un poco de todo. Que sea una persona de mundo. Que tenga prestancia.
—Oh, sí, prestancia sí que tiene, sí —confirmó la señora Pelling, y con un clic de la garganta expulsó una gran bocanada del humo del cigarrillo— y mundo:
—Pero no llegó a acabar sus estudios de secretariado, ¿verdad? —preguntó Smiley, señalando el apartado—. Ni los de la escuela de teatro…
—No tenía por qué hacerlo —dijo el señor Pelling.
Pasaron a empleos anteriores. El señor Pelling enumeró media docena en la zona de Londres, todos con una diferencia de unos dieciocho meses.
—Asquerosos todos —dijo la señora Pelling muy satisfecha.
—Estaba buscando —dijo animosamente el marido—. Tanteando un poco antes de comprometerse. Yo le ayudé, ¿verdad, Cess? Todos la querían, pero yo no acepté.
Lanzó luego el brazo hacia su mujer, y añadió, gritando:
—¡Y no digas ahora que no valió la pena! ¡Aunque no se nos permita hablar de ello!
—Lo que más le gustaba era el ballet —dijo la señora Pelling—. Enseñar a los niños. Le encantan los niños. Le encantan.
Esto enojó muchísimo al señor Pelling.
—Ella está haciendo una carrera, Cess —gritó, golpeando con el impreso en las rodillas—. Dios del cielo, esta mujer cretina, ¿acaso quieres que vuelva con él?
—Ahora, dígame, ¿qué estaba haciendo ella exactamente en el Oriente Medio? —preguntó Smiley.
—Seguía unos cursos. Unos cursos financieros. Aprendía árabe —dijo el señor Pelling, adoptando de pronto una visión amplia.
Ante la sorpresa de Smiley, se levantó incluso y, gesticulando imperiosamente, se puso a pasear por la habitación.
—Lo que la llevó allí en principio —dijo—, no me importa decírselo, fue un matrimonio desgraciado.
—Dios, Dios —dijo la señora Pelling.
De pie, el señor Pelling tenía una robustez prensil que le hacía formidable.
—Pero la recuperamos. Oh, sí. Su habitación sigue estando ahí dispuesta para cuando la quiera. Queda junto a la mía. Puede recurrir a mí en cualquier momento. Oh, sí. La ayudamos a salir de ese lío, ¿verdad que sí, Cess? Luego un día yo le dije…
—Vino con un profesor de inglés muy majo, de pelo rizado —interrumpió su esposa—. Andrew.
—Escocés —corrigió maquinalmente el señor Pelling.
—Andrew era un buen chico, pero a Nunc no le pareció gran cosa, ¿verdad, querido?
—No era bastante para ella. Todo aquel asunto del yoga. Columpiarse colgado del rabo, así lo llamo yo. Luego, un día, voy yo y le digo: «Lizzie: árabes. Ahí está tu futuro».
Y chasqueó los dedos señalando a una hija imaginaria. Luego, añadió:
—«Petróleo. Dinero. Poder. Vas a irte allí. Haz el equipaje. Saca el billete. Vete».
—Le pagó el viaje un club nocturno —dijo la señora Pelling—. Para meterla en un buen lío…
—¡No hubo tal cosa! —replicó el señor Pelling, encogiendo sus anchos hombros para gritarle, pero la señora Pelling siguió, como si él no estuviese.
—Contestó a un anuncio, sabe. Una mujer de Bradford con muy buenas palabras. Una alcahueta. «Se necesitan camareras; no es lo que usted piensa», decía. Le pagaron el pasaje del avión y en cuanto aterrizó en Bahrein le hicieron firmar un contrato en el que entregaba todo el sueldo por el alquiler del piso. Con eso la tenían cogida, ¿comprende? No podía ir a ninguna parte, ¿sabe? La Embajada no podía ayudarla, no podía ayudarla nadie. Ella es muy guapa, ¿sabe?
—Esta bruja deslenguada y estúpida. ¡Hablamos de una carrera! ¿Es que no la quieres, es que no quieres a tu propia hija? ¡Eres una madre desnaturalizada! ¡Ay Dios mío, Dios mío!
—Ha hecho su carrera —dijo la señora Pelling muy satisfecha—. La mejor del mundo.
El señor Pelling se volvió desesperado a Smiley.
—Ponga «trabajo de recepción y aprendizaje del idioma» y ponga…
—Quizás pudieran decirme ustedes —interrumpió suavemente Smiley, mientras se lamía el pulgar y pasaba página—, podría incluirse aquí… si ella ha tenido experiencia en la industria del transporte.
—Ponga —el señor Pelling cerró los puños y miró primero a su mujer, luego a Smiley, como dudando si continuar o no—. Ponga «Y trabajar para los servicios secretos británicos en una importante misión». Confidencial. ¡Vamos! ¡Póngalo! Venga. Ahora ya está dicho.
Luego, se volvió a su esposa y masculló:
—Trabaja en seguridad, lo ha dicho, tiene derecho a saber, y ella tiene derecho a que se sepa. Una hija mía no será una heroína anónima si yo puedo impedirlo. ¡O no pagada! Conseguirá la medalla George, ya lo verás.
—Oh, vamos, no digas tonterías —dijo cansinamente la señora Pelling—. Eso no fue más que uno de sus cuentos. Lo sabes de sobra.
—¿Podríamos quizás abordar los temas uno a uno? —preguntó Smiley, con cortés indulgencia—. Creo que estábamos hablando de experiencia en la industria del transporte.
El señor Pelling se cogió la barbilla con el pulgar y el índice, en actitud de sabio pensativo.
—Su primera experiencia comercial —empezó caviloso—. Dirigiendo ella sola su propio negocio, ¿comprende? Cuando se organizó todo y empezó a funcionar y realmente empezó a rendir, aparte de la cuestión del servicio secreto, me refiero, empleando personal y manejando grandes cantidades de dinero en metálico, y desempeñando la responsabilidad de la que ella es capaz… fue en… ¿cómo lo pronuncias?
—Vien-tian —atronó su mujer.
—Capital de La-os —dijo el señor Pelling, pronunciándolo de modo que rimase con caos.
—¿Y cómo se llamaba la empresa, por favor? —preguntó Smiley, la pluma sobre el apartado correspondiente.
—Una empresa destiladora de licores —dijo engoladamente el señor Pelling—. Mi hija Elizabeth poseía y dirigía una de las principales destilerías de aquel país destrozado por la guerra.
—¿Y cómo se llamaba?
—Vendía barrilitos de whisky sin marca a los vagabundos norteamericanos —dijo la señora Pelling, mirando a la ventana—. Con una comisión del veinte por ciento. Compraban los barrilitos y los dejaban madurar en Escocia como inversión para venderlos luego.
—Dice usted compraban; ¿se refiere usted…? —preguntó Smiley.
—Luego, su amante fue y se largó con el dinero —dijo la señora Pelling—. Una estafa. Una buena estafa.
—¡Eso es un absoluto disparate! —bramó el señor Pelling—. Esta mujer está chiflada. No le haga caso.
—¿Y podría decirme cuál era su dirección en esa época? —preguntó Smiley.
—Ponga «representante» —dijo el señor Pelling, cabeceando desesperado, como si todo se descontrolase—. Representante de una empresa de licores y agente secreto.
—Vivía con un piloto —dijo la señora Pelling—. Chiquitín, le llamaba ella. De no ser por él, se habría muerto de hambre. Era encantador, pero le transformó la guerra. ¡Pues claro, es lo que pasa! Lo mismo que a nuestros muchachos, ¿verdad? Misiones noche tras noche, día tras día.
Y, echando la cabeza hacia atrás, gritó muy alto: «¡Al combate!».
—Está loca —explicó el señor Pelling.
—La mitad de ellos estaban con los nervios destrozados a los dieciocho. Pero aguantaron. Querían a Churchill, sabe. Le querían porque tenía coraje.
—Completamente loca —repetía el señor Pelling—. Loca perdida. Como una cabra.
—Perdone —dijo Smiley, escribiendo diligentemente—. ¿Chiquitín qué? Me refiero al piloto. ¿Cómo se llamaba?
—Ricardo. Ricardo el Chiquitín. Un cordero. Murió, sabe —dijo, mirando a su marido—. Lizzie quedó destrozada, ¿verdad, Nunc? Pero en fin, quizá fue lo mejor.
—¡Ella no vivía con nadie, mono antropoide! Era todo un amaño. ¡Trabajaba para el servicio secreto británico!
—¡Ay Dios mío! —dijo la señora Pelling, con desespero.
—Nada de Dios mío. Mellon mío. Apunte eso, Oates. Déjeme ver cómo lo escribe. Mellon. El nombre de su jefe en el servicio secreto británico era M-E-L-L-O-N. Como el fruto, pero con dos eles. Mellon. Fingía ser un simple comerciante. Y sacaba unos beneficios muy decentes de ello. Había de ser así, naturalmente, siendo un hombre inteligente como era. Pero en secreto…
Y el señor Pelling golpeó con el puño de una mano la palma abierta de la otra, produciendo un asombroso estruendo.
—… pero en secreto, detrás de la apariencia suave y afable de un hombre de negocios inglés, ese mismo Mellon, con dos eles, libraba una guerra solitaria y secreta contra los enemigos de Su Majestad. Y mi Lizzie le ayudaba en ella. Traficantes de drogas, chinos, homosexuales, todo elemento extranjero que se dedicase a conspirar contra nuestra patria, era combatido por mi gallarda hija Lizzie y su amigo el coronel Mellon, consagrados a impedir sus insidiosos objetivos. Esta es la honrada verdad del caso.
—Vamos, pregúnteme a mí en qué trabajaba —dijo la señora Pelling, y, dejando la puerta abierta, se fue pasillo adelante, mascullando entre dientes. Smiley miró, vio que paraba, que parecía ladear la cabeza, llamándole desde la oscuridad. Se oyó luego un portazo lejano.
—Es cierto —dijo con firmeza Pelling, aunque más quedamente—. Es la verdad, lo es. Mi hija era una importante y respetable agente de nuestro servicio secreto inglés.
Smiley no contestó al principio, estaba demasiado concentrado en escribir. Así que durante un rato, no se oyó más que el lento rumor de la pluma sobre el papel y el crujir de éste al pasar página.
—Bueno. Veamos. Tomaré… Creo que tomaré también esos datos. Confidencialmente, claro. En nuestro trabajo, no me importa decírselo, tropezamos a menudo con datos confidenciales de este género.
—Muy bien, muy bien —dijo el señor Pelling, y retrepándose en un sillón tapizado de plástico, sacó una sola hoja de papel de la cartera y se la puso a Smiley en la mano. Era una carta, manuscrita, que ocupaba cuartilla y media. La caligrafía era a un tiempo grandiosa e infantil, y el pronombre en primera persona aparecía con trazos muy prominentes y vistosos, mientras que los otros signos tenían una apariencia más humilde. Empezaba «Mis queridísimos y encantadores papas» y concluía «Vuestra única y verdadera hija Elizabeth», y el mensaje intermedio, cuyos pormenores más sobresalientes Smiley grabó en la memoria, era más o menos el siguiente: «He llegado a Vientiane que es una ciudad bastante sosa, un poco francesa y descontrolada, pero no hay problema, tengo noticias importantes para vosotros que he de comunicaros de inmediato. Es posible que estéis una temporada sin noticias mías, pero no os preocupéis ni aun en el caso de que oigáis cosas desagradables. Estoy perfectamente y cuidada y trabajando por una Buena Causa que os enorgullecería. Nada más llegar entré en contacto con el encargado de negocios inglés, el señor Mackervoor, que me envió a hacer un trabajo para Mellon. No puedo explicaros, así que tendréis que confiar en mí, pero Mellon es un hombre y es un próspero comerciante inglés que trabaja aquí, aunque ésa es sólo la mitad de la historia. Mellon me envía a Hong Kong a una misión en la que he de investigar sobre lingotes de oro y drogas, en secreto, claro, y tiene hombres en todas partes que me protegen y su verdadero nombre no es Mellon. Mackervoor está también en el asunto, pero en secreto. Aunque me sucediese algo, merecería la pena, de todos modos, porque vosotros y yo sabemos que lo que importa es la patria y ¿qué es una vida entre tantas en Asia, donde la vida nada cuenta, en realidad? Es un buen trabajo, papá, como los que tú y yo soñábamos, sobre todo tú, cuando estabas en la guerra luchando por tu familia y por tus seres queridos. Reza por mí y cuida de mamá. Os querré siempre, incluso en la cárcel».
Smiley le devolvió la carta.
—No tiene fecha —objetó, muy tranquilo—. ¿Podría indicarme la fecha, señor Pelling? Aunque sea aproximada…
Pelling se la dio no aproximada sino exacta. No en vano había dedicado su vida laboral a trabajar para el correo del Remo.
—No ha vuelto a escribirme desde entonces —dijo, con orgullo el señor Pelling, doblando la carta y guardándola otra vez en la cartera—. Ni una palabra, ni una letra he recibido de ella hasta hoy. Totalmente innecesario. Somos uno. Era cosa sabida, yo nunca aludí a ello. Ni ella. Ella me hizo un guiño. Yo supe. Ella sabía y yo sabía también. Nunca se entendieron mejor una hija y un padre. Todo lo que siguió: Ricardo, como fuese el nombre, vivo, muerto, ¿qué más da? Cierto chino con el que tuvo relación, mejor olvidarlo. Amistades masculinas, femeninas, negocios, no haga caso de nada que le digan. Es todo fingimiento, todo. Les pertenece a ellos, del todo. Mi hija trabaja para Mellon y quiere a su padre. Y punto final.
—Es usted muy amable —dijo Smiley, recogiendo sus papeles—. No se preocupe, por favor, ya veré yo mismo de salir.
—Arrégleselas como pueda —dijo el señor Pelling con un destello de su viejo ingenio.
Cuando Smiley cerraba la puerta, el señor Pelling había vuelto al sillón y buscaba ostentosamente su lugar en el Daily Telegraph.
En el oscuro pasillo, el olor a bebida era más fuerte. Smiley había contado nueve pasos antes de oír el portazo, así que había de ser la última puerta de la izquierda, y la más alejada del señor Pelling. Podría haber sido el lavabo, pero el lavabo estaba indicado con un letrero que decía «Palacio de Buckingham, entrada posterior». Smiley dijo el nombre de ella muy suave y la oyó gritar «Salga». Él entró y se vio en el dormitorio de la señora Pelling, y vio a ésta espatarrada en la cama con un vaso en la mano, ojeando postales. La habitación, como la del marido, estaba provista para la vida autónoma, con hornillo y fregadero y muchos platos sucios. Por las paredes había fotos de una chica alta, muy guapa, unas con amistades o con novios, otras sola, la mayoría con fondos orientales. En la habitación olía a ginebra y a gas.
—No la dejará sola —dijo la señora Pelling—. Nunc no lo hará. Nunca pudo. Lo intentó, sí, pero no pudo. Es muy guapa, comprende —explicó por segunda vez, y se echó de espaldas alzando una postal para leerla.
—¿Vendrá él aquí?
—Ni a rastras, querido.
Smiley cerró la puerta, se sentó en una silla y sacó otra vez los papeles.
—Ahora tiene un chino que es un encanto —dijo la señora Pelling, mirando aún la postal al revés—. Se entregó a él para salvar a Ricardo y luego se enamoró. Es un verdadero padre para ella, el primero que tiene. Al final, todo salió bien, en realidad. Pese a las cosas malas. Se han terminado. Él la llama Liese. Cree que a ella le va más. Curioso, ¿verdad? A nosotros no nos gustan los alemanes, no crea. Somos patriotas. Y ahora, él le está buscando un buen trabajo, ¿verdad?
—Tengo entendido que ella prefiere el apellido Worth, en vez de Worthington. ¿Hay alguna razón para eso, que usted sepa?
—Yo diría que lo que se propone es reducir a ese insoportable maestro de escuela a su tamaño verdadero.
—Cuando dice usted que ella lo hizo por salvar a Ricardo, quiere usted decir, claro, que…
La señora Pelling exhaló un gruñido apesadumbrado y teatral.
—Ay ustedes los hombres. ¿Cuándo? ¿Quién? ¿Por qué? ¿Cómo? Entre los matorrales, guapito. En la cabina telefónica, querido. Ella compró la vida de Ricardo, con la única moneda que tenía. Le salvó con orgullo y le abandonó luego. Qué demonios, él era un haragán.
La señora Pelling cogió otra postal y estudió la foto, palmeras y una playa vacía.
—Mi pequeña Lizzie se fue detrás del seto con la mitad de Asia para encontrar a su Drake. Pero lo encontró.
Se incorporó luego con viveza, como si oyese un ruido, y miró a Smiley más atentamente, arreglándose el pelo.
—Creo que será mejor que se vaya, querido —le dijo, en la misma voz baja, volviéndose al espejo—. Me produce usted unos escalofríos galopantes, se lo confieso. No soporto tener caras honradas cerca. Lo lamento mucho.
Ya en el Circus, Smiley tardó un par de minutos en confirmar lo que ya sabía. Mellon, con dos eles, tal como había insistido el señor Pelling, era el nombre de trabajo registrado y el alias de Sam Collins.