9. El barquito de Craw

Cuarenta y ocho horas después en Hong Kong, domingo por la noche. Craw caminaba cuidadosamente por la calleja. La oscuridad había surgido pronto con la niebla, pero las casas estaban demasiado próximas unas a otras para dejarla entrar, así que colgaba unas cuantas plantas más arriba, con la colada y los cables, escupiendo gotas de lluvia calientes y contaminadas que alzaban aromas de naranja en los puestos de comida y picoteaban el ala del sombrero de paja de Craw. Allí estaba en China, a nivel del mar, la China que él más amaba, y China velaba para el festival de la noche: cantando, graznando, gimiendo, golpeando gongs, comprando, vendiendo, cocinando, tocando pequeñas melodías con veinte instrumentos distintos o mirando inmóvil desde los portales lo delicadamente que aquel diablo extranjero de extraño aspecto se abría camino entre ellos. A Craw le encantaba todo esto, pero lo que más tiernamente amaba eran sus barquitos, como llamaban los chinos a sus soplones y de ellos, la señorita Phoebe Wayfarer, a la que iba a visitar en aquel momento, era un ejemplo clásico, aunque modesto.

Aspiró el aire, saboreando los placeres familiares. El Oriente nunca le había decepcionado. «Nosotros les colonizamos, señorías, nosotros les corrompemos, les explotamos, les bombardeamos, saqueamos sus ciudades, ignoramos su cultura y les confundimos con la infinita variedad de nuestras sectas religiosas. Resultamos abominables no sólo a sus ojos, monseñores, sino también para sus narices: el hedor de los ojirredondos es algo horrible para ellos y nosotros somos aún demasiado torpes para saberlo. Sin embargo, cuando hemos llegado a nuestro peor extremo, y más allá incluso, hijos míos, apenas si hemos rascado la superficie de la sonrisa asiática».

Otros ojirredondos quizá no hubiesen estado allí tan gustosamente solos. La mafia del Pico no habría admitido que aquello existía. Las fortificadas esposas inglesas en sus barrios guetos del Gobierno, en Happy Valley, habrían hallado allí todo cuanto más odiaban de su situación. No era una parte mala de la ciudad, pero tampoco era Europa: la Europa de Central y de Pedder Street a menos de un kilómetro de distancia, de puertas eléctricas que suspiraban por ti cuando te admitían al aire acondicionado. Otros ojirredondos, en su recelo, podrían haber lanzado involuntarias miradas curiosas, y eso era peligroso. En Shanghai, Craw había sabido de la muerte de más de un hombre por una mala mirada involuntaria. Pero la mirada y la expresión de Craw siempre eran amables, se mostraba respetuoso, era modesto en su actitud, y cuando se detenía para hacer una compra, saludaba con deferencia al dueño del puesto en malo, pero vigoroso cantonés. Y pagaba sin quejarse de la sobrecarga correspondiente a su raza inferior.

Compraba orquídeas e hígado de cordero. Los compraba todos los domingos, distribuyendo equitativamente el consumo entre puestos rivales y (cuando su cantonés se agotaba) cayendo en su propia versión ampulosa del inglés.

Pulsó el timbre. Phoebe, como el propio Craw, tenía portero automático. En la Oficina Central habían decretado que fuesen del modelo corriente. Ella había deslizado unas ramitas de brezo en el buzón para que le diese buena suerte, y ésta era la señal de que no había problema.

—¿Sí? —dijo una voz femenina, por el altavoz. Podría haber sido norteamericana o cantonesa.

—Larry me llama Pete —dijo Craw.

—Sube, Larry está aquí en este momento.

La escalera estaba completamente a oscuras y apestaba a vómito; los tacones de Craw repiquetearon como lata sobre los escalones de piedra. Apretó él interruptor de la luz, pero ésta no se encendió, así que tuvo que subir a tientas tres pisos. Había habido un intento de encontrarle un sitio mejor, pero se había desvanecido con la marcha de Thesinger y ahora no había ninguna esperanza y, en cierto modo, ninguna Phoebe tampoco.

—Bill —murmuró ella, cerrando la puerta tras él, y besándole en ambas mejillas, como las muchachitas guapas besan a los tíos cariñosos y amables, aunque ella no era guapa. Craw le dio las orquídeas. Su actitud era solícita y galante.

—Querida mía —dijo—. Querida mía.

Ella temblaba. Era una especie de dormitorio-estar con un hornillo y un lavabo y había además un retrete independiente con ducha. Eso era todo. Cruzó ante ella hasta el lavabo, desenvolvió el hígado y se lo dio a la gata.

—Oh, Bill, la mimas demasiado —dijo Phoebe, sonriendo a las flores.

Él había dejado un sobre castaño sobre la cama, pero ninguno de los dos lo mencionaba.

—¿Qué tal William? —dijo ella, jugando con el sonido de su nombre.

Craw había colgado el sombrero y el bastón en la puerta y servía whisky: sólo para Phoebe, soda para él.

—¿Qué tal Phoebe? Eso es más adecuado. ¿Qué tal han ido las cosas por ahí fuera en esta semana larga y fría, eh Phoebe?

Ella había deshecho la cama y colocado un frívolo camisón en el suelo porque, para la vecindad, Phoebe era la bastarda semikwailo que puteaba con el gordo demonio extranjero. Sobre los arrugados almohadones colgaba su postal de los Alpes suizos, el cuadro que al parecer tenían todas las chicas chinas, y en la mesita de noche la fotografía de su padre inglés, la única foto que ella había visto de él en toda su vida: un empleado de Dorking, Surrey, a poco de su llegada a la isla, cuello redondo, bigote y unos ojos de mirada fija y un tanto desquiciada. Craw a veces se preguntaba si se la habrían sacado después de muerto.

—Ahora ya va todo bien —dijo Phoebe—. Va todo bien ya, Bill.

Estaba junto al hombro de él, llenando el jarrón, y las manos le temblaban mucho, cosa que solía pasarle los domingos; llevaba un vestido gris tipo túnica en honor a Pekín y el collar de oro que le habían regalado para celebrar su primera década de servicios al Circus. En un ridículo arrebato de galantería, la Oficina Central había decidido encargarlo en Asbrey’s, y enviarlo luego por valija, con una carta personal (firmada por Percy Alleline, el infortunado predecesor de George Smiley) que se le había permitido leer, pero no conservar. Tras llenar el jarrón intentó llevarlo a la mesa, pero derramó agua, así que Craw se hizo cargo de él.

—Vamos, vamos, tómatelo con calma, mujer.

Ella se quedó inmóvil un momento, aún sonriéndole; y luego, con un largo y lento sollozo de reacción, se desmoronó en un sillón. A veces, lloraba, a veces estornudaba, o era muy escandalosa y se reía demasiado, pero siempre reservaba el momento culminante para la llegada de él, fuesen cuáles fuesen las circunstancias.

—Bill, me asusto tanto a veces.

—Lo sé, mujer, lo sé —se sentó a su lado, cogiéndole la mano.

—Ese chico nuevo de las miradas. Me mira fijo, Bill, observa todo lo que hago. Estoy segura de que trabaja para alguien. ¿Para quién trabaja, Bill?

—Quizás esté algo enamorado —dijo Craw, con su tono más suave, mientras le daba rítmicas palmadas en el hombro—. Tú eres una mujer atractiva, Phoebe. No lo olvides, querida. Puedes ejercer una influencia sin saberlo.

Fingía una firmeza paternal.

—Dime, ¿has estado coqueteando con él? Hay otra cosa, además. Una mujer como tú puede coquetear sin darse cuenta de que lo hace. Un hombre de mundo advierte esas cosas, Phoebe. Sabe diferenciar.

La semana anterior era el conserje de abajo. Phoebe decía que anotaba las horas en que ella entraba y salía. Y la semana antes era un coche que veía constantemente, un Opel verde, siempre el mismo. La solución era calmar sus temores sin desalentar su vigilancia: porque un día (y Craw nunca se permitía olvidarlo), un día, ella tendría razón. Sacando un montón de notas manuscritas de la mesita, Phoebe inició su tarea de descodificación, pero con tal brusquedad que Craw quedó desbordado. Phoebe tenía un rostro pálido y ancho que no llegaba a ser bello en ninguna de las dos razas. Tenía el tronco largo, las piernas cortas, y las manos sajonas, fuertes y feas. Sentada allí al borde de la cama, le pareció de pronto una matrona. Se había puesto unas gruesas gafas para leer. Cantón enviaba un comisario estudiantil para informar en las reuniones de los martes, decía, así que la reunión del jueves quedaba clausurada y Ellen Tuo había perdido una vez más su oportunidad de ser secretaria por una noche…

—Eh, calma, por favor —exclamó Craw, riéndose—. ¡Dónde está el fuego, por amor de Dios!

Abriendo un cuaderno sobre las rodillas, intentó seguirla en su tarea de descodificación. Pero Phoebe no se arredraba, ni siquiera ante Bill Craw, aunque le hubieran dicho que en realidad era un coronel, más aún. La quería detrás de toda la confesión. Uno de sus objetivos habituales era un grupo intelectual izquierdista de estudiantes universitarios y periodistas comunistas que la habían aceptado de un modo un tanto superficial. Había estado informando sobre aquel grupo una vez por semana sin grandes avances. Ahora, por alguna razón desconocida, el grupo había iniciado un período de gran actividad. Billy Chan había sido llamado a Kuala Lumpur para una conferencia especial, dijo Phoebe, y a Johnny y a Belinda Fong les habían pedido que buscasen un almacén seguro para montar una imprenta. La noche se acercaba a toda prisa. Mientras ella continuaba a la carrera, Craw se levantó discretamente y encendió la lámpara para que la luz eléctrica no la afectara excesivamente cuando oscureciese del todo.

Se había hablado de reunirse con los fukieneses en North Point, dijo Phoebe, pero los camaradas universitarios se opusieron, como siempre.

—Se oponen a todo —decía furiosa Phoebe—, los muy pretenciosos. Y esa perra estúpida de Belinda lleva meses sin pagar las cuotas y es muy probable que la echemos del partido si no deja de jugar.

—Y con mucha razón, querida —dijo sosegadamente Craw.

—Johnny Fong dice que Belinda está embarazada y que no es suyo. En fin, ojalá lo esté. Así tendría que callarse… —dijo Phoebe, y Craw pensó; «Tuvimos ese problema un par de veces contigo, si no recuerdo mal, y no te hizo callar, ¿verdad?».

Craw anotaba obedientemente, sabiendo que ni Londres ni nadie leería jamás una palabra de aquello. En sus tiempos de prosperidad, el Circus se había introducido en docenas de grupos así, con la esperanza de penetrar a su debido tiempo en lo que estúpidamente se denominaba el tren de enlace Pekín-Hong Kong y poner así un pie en el Continente. El plan se había desmoronado y el Circus no tenía orden de actuar como perro guardián de la seguridad de la Colonia, papel que se reservaba celosamente para sí la Rama Especial. Pero los barquitos, como muy bien sabía Craw, no podían cambiar de rumbo tan fácilmente como los vientos que les impulsaban. Craw le daba cuerda a Phoebe, interviniendo con preguntas orientadoras, comprobando fuentes y subfuentes. ¿Era puro rumor, Phoebe? Bueno, ¿dónde consiguió eso Billy Lee, Phoebe? ¿No es posible que Billy Lee estuviese bordando un poco la historia… adornándola un poquito, eh Phoebe? Utilizaba este término periodístico porque, como Jerry y el propio Craw, la otra profesión de Phoebe era el periodismo, era cronista de sociedad independiente que alimentaba la Prensa en lengua inglesa de Hong Kong con chismes sobre el estilo de vida de la aristocracia china local.

Escuchando, esperando, improvisando como los actores, Craw se explicaba a sí mismo la historia que contaba Phoebe, lo mismo que la había explicado hacía cinco años en el curso de repaso, en Sarratt, cuando volvió allí para una rectificación en magia negra. El acontecimiento de la quincena, le dijeron después. Lo habían convertido en una sesión plenaria, previendo ya lo que había de ser. Había acudido a oírle hasta el personal directivo. Los que estaban Ubres de servicio habían pedido una furgoneta especial que les llevase desde su urbanización de Watford. Sólo para oír al viejo Craw, el agente oriental, sentado allí bajo las astas de ciervo en la biblioteca transformada, resumir toda una vida en el oficio. Agentes que se recluían a sí mismos, rezaba el título. En el pódium había un atril, pero no lo utilizó. Se sentó en una simple silla, sin chaqueta y con la barriga colgando sobresaliente y las rodillas separadas y sombras de sudor oscureciéndole la camisa, y se lo explicó como se lo habría explicado a los del Club de Bolos de Shanghai un sábado de tifón en Hong Kong, si las circunstancias lo hubieran permitido.

Agentes que se recluían a sí mismos, Señorías.

Nadie conocía mejor el trabajo, le dijeron… y él les creyó. Si el hogar de Craw era el Oriente, los barquitos eran su familia, y él les prodigaba todo el cariño para el que el mundo no secreto no le había dado nunca un desahogo. Dios sabe por qué. Les educaba y adiestraba con un amor que habría honrado a un padre; y el momento más duro de su vida fue cuando Tufty Thesinger emprendió su fuga a la luz de la luna y le dejó sin previo aviso, temporalmente, sin un objetivo o una línea vital de comunicación.

Algunas personas son agentes natos. Monseñores (les dijo), destinados a la tarea por el momento histórico, el lugar y su propia disposición natural. En tales casos, todo es simplemente cuestión de quién llegaba primero a ellos. Eminencias.

—Si somos nosotros; si es la oposición; o si son los malditos misioneros.

Risas.

Luego, los historiales del caso con nombres y lugares cambiados, y entre ellos precisamente nombre cifrado Susan, un barquito del género femenino, señores, escenario Sudeste asiático, nacida en el año de la confusión, en 1941, de sangre mezclada. Se refería a Phoebe Wayfarer.

—Padre un empleado pobre de Dorking, Eminencias. Llegó a Oriente para incorporarse a una de las firmas escocesas que saqueaban la costa seis días por semana y rezaban a Calvino el séptimo. Demasiado pobre para conseguir una esposa europea, camaradas, toma a una chica china prohibida y la instala por unas cuantas monedas, y el resultado es nombre cifrado Susan. Ese mismo año aparecen en escena los japoneses. Sea Singapur, Hong Kong, o Malasia, la historia es la misma. Monseñores. Aparecen de la noche a la mañana. Para quedarse. En el caos, el padre de nombre cifrado Susan hace algo muy noble: «Al diablo la prudencia». Eminencias, dice: «Es hora de que los hombres buenos y fieles se levanten y se les pueda señalar». Así que se casa con la dama. Señorías, una conducta que yo normalmente no aconsejaría, pero lo hace, y una vez casado con ella bautiza a su hija nombre cifrado Susan y se incorpora a los voluntarios, que era un magnífico cuerpo de tontos heroicos que formaron una guardia local contra las hordas niponas. Al día siguiente, como no era un soldado nato. Señorías, el invasor japonés le vuela el culo de una andanada y rápidamente expira. Amén. Que el oficinista de Dorking descanse en paz. Señorías.

Mientras el viejo Craw se santigua, ráfagas de risa recorren la sala. Craw no se ríe con ellos, sino que se muestra serio. Hay caras nuevas en las dos primeras filas, rostros en bruto, sin arrugas, rostros de televisión; Craw supone que son los nuevos aspirantes llevados allí para oír al Grande. Su presencia estimula la capacidad del viejo. A partir de entonces, no pierde de vista las primeras filas.

—Nombre cifrado Susan aún está en pañales cuando su buen padre recibe el tiro de gracia, amigos, pero lo recordará toda la vida: cuando la suerte está echada, los ingleses responden a sus compromisos. Cada año que pasa, amará un poco más a aquel héroe muerto. Después de la guerra, la empresa de su padre la recuerda durante un año o dos y luego convenientemente la olvida. Da igual. A los quince años, está enferma de tener que mantener a su madre enferma y trabajar en los salones de baile para financiarse los estudios. Da igual. Un asistente social establece contacto con ella; por fortuna, pertenece a nuestra distinguida estirpe. Reverendos; y la guía en nuestra dirección.

Craw se enjuga el sudor de la frente y continúa:

—La ascensión de nombre cifrado Susan a la riqueza y la santidad ha comenzado. Señorías —proclama—. Bajo la cobertura de periodista, la ponemos en juego, le damos a traducir periódicos chinos, la mandamos a unos cuantos recados de poca monta, la complicamos en nuestra actividad, completamos su educación y la adiestramos en trabajo nocturno. Un poco de dinero, un poco de protección, un poco de amor, un poco de paciencia y, al poco tiempo, nuestra Susan tiene a su cargo siete viajes legales a la China continental, que incluyen ciertas operaciones bastante peligrosas. Diestramente realizadas. Eminencias. Ha hecho de correo y ha conseguido establecer contacto con un tío suyo de Pekín, con buenos resultados. Todo esto, amigos, pese al hecho de que es mestiza y de que los chinos en principio no confían en ella.

—¿Y quién pensaba ella que era el Circus, todo ese tiempo? —gritó Craw a su embelesado público—. ¿Quién creía ella que éramos, amigos?

El viejo mago baja un poco la voz y alza un gordo índice:

—Su padre —dice, en el silencio—. Nosotros somos el difunto oficinista de Dorking. San Jorge, eso es lo que somos. Limpiando las comunidades chinas ultramarinas de elementos dañinos, sea eso lo que sea. Acabando con las sociedades secretas y los monopolios del arroz y las bandas del opio y la prostitución infantil. Nos veía incluso, cuando tenía que hacerlo, como los aliados secretos de Pekín, porque en el fondo nosotros, el Circus, perseguíamos los mismos intereses que todo buen chino.

Craw paseó una mirada feroz por las hileras de rostros infantiles que anhelaban ser duros.

—¿Veo sonreír a alguien, Eminencias? —preguntó, con voz de trueno. No veía sonreír a nadie.

—Y les diré, caballeros —concluyó—, que una parte de ella sabía perfectamente que todo era mentira y exageración. Ahí es donde intervienes tú. Ahí es donde debe estar al quite siempre el agente de campo. ¡Sí! Amigos, nosotros somos mantenedores de la fe. Si se tambalea, la fortalecemos. Cuando se desploma, extendemos los brazos para sujetarla.

Había alcanzado su cenit. En contrapunto, bajó la voz hasta un suave murmullo.

—Aunque la fe siempre sea la chifladura que es. Eminencias, no hay que despreciarla. Tenemos muy poco más que ofrecer en estos tiempos. Amén.

El viejo Craw recordaría durante toda su vida, a su manera desvergonzadamente emotiva, el aplauso.

Terminado el trabajo de descodificación, Phoebe se inclinó hacia adelante, los codos en las rodillas, los nudillos de sus grandes dedos apoyados unos en otros como amantes cansados. Craw se levantó solemnemente, recogió las notas que ella había dejado sobre la mesa y las quemó en el hornillo de gas.

—Bravo, querida —dijo quedamente—. Una semana magnífica, si me permites decirlo. ¿Algo más?

Phoebe negó con un gesto.

—Quiero decir, para quemar —dijo él.

Ella negó de nuevo.

Craw la miró detenidamente.

—Phoebe, querida mía —declaró al fin, como si hubiera llegado a una importante decisión—. Mueve el trasero. Es hora de que te lleve a cenar.

Ella se volvió y le miró confusa. La bebida se le había subido a la cabeza, como siempre.

—Me atrevo a sugerir que una cena amistosa entre camaradas de la pluma de vez en cuando, no contradice la cobertura. ¿Qué te parece?

Le hizo mirar un rato a la pared mientras se ponía un lindo vestido. Antes tenía un colibrí, pero se murió. Él le compró otro, pero también se murió, así que decidieron que el piso traía mala suerte a los colibríes y renunciaron a ellos.

—Tengo que llevarte un día a esquiar —le dijo, mientras ella cerraba la puerta una vez ambos fuera. Era un chiste entre ellos, que se relacionaba con el paisaje nevado de la postal.

—¿Sólo un día? —contestó ella.

Eso también era un chiste, parte de la misma broma habitual.

En aquel año de la confusión, como diría Craw, aún era inteligente comer en un sampán en Causeway Bay. Los elegantes aún no lo habían descubierto, la comida era barata y difícil de encontrar en otro sitio. Craw corrió el riesgo y cuando llegaron a la orilla del mar la niebla había levantado y el cielo nocturno estaba despejado. Eligió el sampán que quedaba más lejos de la orilla, oculto entre un racimo de pequeños juncos. El cocinero estaba acuclillado ante el brasero de carbón y servía su esposa, los cascos de los juncos se alzaban sobre ellos, bloqueando las estrellas, y los niños de las barcas correteaban como cangrejos de una cubierta a otra, mientras sus padres canturreaban lentas y extrañas letanías sobre el agua negra. Craw y Phoebe, acuclillados en taburetes de madera bajo el plegado dosel, a poco más de medio metro del agua, comieron salmonetes a la luz de un farol. Más allá de las barreras antitifón pasaban deslizándose los barcos, edificios iluminados en movimiento, y los juncos cabeceaban en sus estelas. Hacia tierra, la isla gemía y retumbaba y palpitaba, y las inmensas colmenas relumbraban como joyeros abiertos por la belleza engañosa de la noche. Presidiéndolos a todos, vislumbrándose entre los bamboleantes dedos de los mástiles, asentada sobre el negro Pico, la Reina Victoria, su cara tiznada amortajada de vellones iluminados por la luna: la diosa, la libertad, el señuelo de todo aquel salvaje forcejeo y ajetreo del valle.

Hablaban de arte. Phoebe estaba haciendo lo que Craw consideraba su número cultural. Era muy aburrido. Un día, decía Phoebe soñolienta, dirigiría una película, quizás dos, en la China auténtica, la real. Había visto hacía poco un romance histórico, obra de Run Run Shaw, sobre las intrigas palaciegas. Consideraba la película excelente aunque un poco demasiado… bueno… heroica. Teatro, luego. ¿Se había enterado Craw de la buena noticia de que los Cambridge Playera tal vez actuaran en la Colonia en diciembre? De momento era sólo un rumor, pero Phoebe tenía la esperanza de que se confirmara a la semana siguiente.

—Eso sería divertido, Phoebe —dijo Craw con toda sinceridad.

—No sería en absoluto divertido —replicó Phoebe con firmeza—. Los Players están especializados en sátira social feroz.

Craw sonrió en la oscuridad y le sirvió más cerveza. Siempre podéis aprender, se dijo, siempre pueden aprender. Monseñores.

Luego, sin que ella percibiera conscientemente, ninguna incitación, Phoebe empezó a hablar de sus millonarios chinos, que era lo que Craw llevaba esperando toda la velada. En el mundo de Phoebe, los ricos de Hong Kong eran la realeza. Sus flaquezas y excesos circulaban tan pródigamente como en otros lugares las vidas de actrices o futbolistas. Phoebe los conocía de carrerilla.

—Bueno, ¿quién es el cerdo de la semana esta vez, Phoebe? —preguntó cordialmente Craw.

Phoebe estaba indecisa.

—¿A quién debemos elegir? —dijo, afectando una frívola indecisión. Estaba el cerdo PK, desde luego, su sesenta y ocho aniversario era el martes, tenía una tercera mujer a la que doblaba la edad. Y, ¿cómo celebra su cumpleaños PK? Fuera de la ciudad, con una zorra de veinte años.

Repugnante, confirmó Craw.

—PK —repitió luego—. PK era el tipo de los pilares, ¿no?

Hong Kong cien por cien, dijo Phoebe. Dragones de casi tres metros de altura, hechos de fibra de vidrio y plástico para poder ser iluminados desde el interior. O tal vez el cerdo YY, reflexionó Phoebe juiciosamente, cambiando de opinión. YY era sin lugar a dudas, un candidato. YY se había casado hacía exactamente un mes, con aquella linda hija JJ Haw, de Haw y Chan, los reyes de los petroleros, mil langostas en el banquete nupcial. Dos noches antes, apareció en una recepción con una nueva amante, comprada con el dinero de su esposa, un ser insignificante al que había engalanado en Saint-Laurent y decorado con un collar de cuatro vueltas de perlas Mikimoto, alquilado, por supuesto, no regalado. A pesar de sí misma, a Phoebe se le quebraba y suavizaba la voz.

—Bill —susurró—, esa chica tenía un aspecto absolutamente fantástico junto a ese viejo sapo. Qué lástima que no lo vieses.

O quizás Harold Tan, consideró soñadoramente. Harold había sido particularmente repugnante. Harold había hecho venir en avión a sus hijos desde sus colegios de Suiza para el festival, viaje de ida y vuelta en primera desde Ginebra. A las cuatro de la mañana estaban todos cabrioleando desnudos alrededor de la piscina, los chicos y sus amigos, borrachos, echando champán al agua, mientras Harold intentaba fotografiar la escena.

Craw esperaba, manteniéndole abierta de par en par la puerta, en su mente, pero ella aún no la cruzaba, y Craw era demasiado perro viejo para empujarla. Los chiu-chow eran mejores, dijo taimadamente.

—Los chiu-chow no harían un disparate así, ¿eh Phoebe? Los chiu-chow tienen los bolsillos muy grandes y los brazos muy cortos —comentó—. Los chiu-chow son capaces de hacer enrojecer de envidia a un escocés, ¿verdad Phoebe?

Phoebe no tenía sensibilidad para la ironía.

—No estoy de acuerdo con eso —replicó ceñuda—. Muchos chiu-chow son generosos e idealistas.

Estaba conjurando en ella al hombre, lo mismo que conjura el mago una carta, pero aun así ella vaciló, se desvió, buscó alternativas. Mencionó a uno, a otro, perdió el hilo, quiso más cerveza, y cuando él ya estaba a punto de renunciar, ella comentó, vagamente:

—Y en cuanto a Drake Ko, es un cordero completo. No digas nada contra Drake Ko, por favor.

Ahora le tocaba alejarse a Craw. Qué pensaba Phoebe del divorcio del viejo Andrew Kwok, preguntó. ¡Demonios, eso sí debía haber costado dinero! Decían que ella se lo había sacudido de encima hacía mucho, pero que quería esperar hasta que él reuniese un buen montón y mereciese realmente la pena divorciarse. ¿Hay algo de verdad en eso, Phoebe? Y continuó así; tres, cinco nombres. Antes de permitirse coger el anzuelo.

—¿Sabes si es verdad lo de que Drake Ko tiene una amante ojirredonda? Lo comentaron el otro día en el Club Hong Kong. Una rubia, dicen que es un bombón.

A Phoebe le gustaba imaginar a Craw en el Club Hong Kong. Satisfacía sus anhelos coloniales.

—Bueno, todo el mundo está enterado —dijo cansinamente, como si Craw estuviera como siempre a años luz de la presa—. En tiempos, todos las tenían… ¿no lo sabías? PK tuvo dos, ya lo sabes. Harold Tan tuvo una, hasta que se la robó Eustace Chow, y Charlie Wu intentó llevar a la suya a cenar a casa del gobernador, pero su tai-tai no dejó que el chófer fuera a recogerla.

—¿Y dónde demonios las conseguían? —preguntó Craw, riéndose.

—En las líneas aéreas, dónde va a ser —replicó Phoebe con evidente disgusto—. Las azafatas que hacían horas extras en sus escalas, quinientos dólares norteamericanos por noche por una puta blanca. Y las líneas aéreas inglesas también, no te creas, las inglesas eran las peores. Luego a Harold Tan le gustó tanto la suya que llegó a un acuerdo con ella, y poco después todas tenían pisos y recorrían las tiendas como duquesas cada vez que hacían una escala de cuatro días en Hong Kong. En fin, algo repugnante. Pero bueno lo de Liese es una cosa muy distinta. Liese tiene clase. Es muy aristocrática, sus padres tienen unas fincas fabulosas en el sur de Francia y además son propietarios de un islote en las Bahamas. Ella se niega a aceptar su riqueza sólo por razones de independencia moral. Bueno, no hay más que fijarse en su estructura ósea.

—Liese —repitió Craw—. ¿Liese? Alemana, ¿eh? No soporto a los alemanes. No tengo prejuicios raciales, pero a mí los alemanes no me interesan. Pero, lo que me pregunto es qué hace un buen muchacho chiu-chow como Drake con una odiosa huna de concubina. De todos modos, tú deberías saberlo, tú eres la especialista, es tu jurisdicción, querida. ¿Quién soy yo para criticar?

Se habían trasladado a la parte de atrás del sampán y estaban tendidos en cojines uno junto al otro.

—No seas tan ridículo —replicó Phoebe—. Liese es una chica inglesa de la aristocracia.

—Tra-la-lá —dijo Craw, y contempló un rato las estrellas.

—Ella ejerce una influencia positiva y educativa sobre él.

—¿Quién? —dijo Craw, como si hubiera perdido el hilo.

Phoebe habló con los dientes apretados.

—Liese ejerce una influencia educativa sobre Drake Ko. Escúchame, Bill. ¿Te has dormido? Bill, creo que deberías llevarme a casa. Llévame a casa, por favor.

Craw lanzó un ronco suspiro. Aquellas riñas de amantes que tenían eran acontecimientos que se producían como mínimo cada seis meses, y ejercían un efecto purificador en sus relaciones.

—Querida mía. Phoebe. Escúchame ¿quieres? Por un momento, ¿eh? Ninguna chica inglesa, de alta cuna, de delicados huesos o patizamba puede llamarse Liese, a menos que haya un huno operando por alguna parte. Eso para empezar. ¿Cómo se apellida?

—Worth.

—¿Worth qué? Está bien, era un chiste. Olvídalo. Esa chica se llama Elizabeth. Cuyo diminutivo es Lizzie. O Liza. Liza de Lambeth. Oíste mal. Ahí puedes hincar el diente si quieres: Señorita Elizabeth Worth. Ahí sí que puedo ver la estructura ósea de que hablas. Liese no, querida. Lizzie.

Phoebe se puso claramente furiosa.

—¡No vengas a decirme cómo tengo que pronunciar las cosas! —replicó—. Se llama Liese, pronunciado Lisa y escrito L-I-E-S-E porque yo se lo pregunté a ella y lo anoté y he impreso ese nombre en… oh Bill —y apoyó la frente en el hombro de él—. Oh, Bill. Llévame a casa.

Y empezó a llorar. Craw la atrajo hacia sí, dándole cariñosas palmadas en el hombro.

—Oh vamos, cariño, anímate. La culpa es mía, no tuya. Debería haberme dado cuenta de que era amiga tuya. Una elegante mujer de sociedad como Liese, una mujer bella y rica, que tiene una relación romántica con uno de los miembros de la nueva nobleza de la isla: ¿Cómo no iba a ser amiga suya una periodista diligente como Phoebe? Estaba ciego. Perdóname.

Se permitió después un intervalo aceptable, tras el cual preguntó con indulgencia:

—¿Qué pasó? La entrevistaste, ¿verdad?

Por segunda vez aquella noche, Phoebe se secó los ojos con el pañuelo de Craw.

—Ella me suplicó. No es amiga mía. Es demasiado importante para ser mi amiga. ¡Cómo iba a serlo! Ella me suplicó que no publicara su nombre. Está aquí de incógnito. Su vida depende de eso. Si sus padres supieran que está aquí, enviarían a buscarla de inmediato. Tienen muchísimas influencias. Cogen aviones particulares, todo. En cuanto supieran que está viviendo con un chino, harían lo indecible pare conseguir que volviera con ellos. «Phoebe —me dijo—, de todos los habitantes de Hong Kong puede que tú seas quien mejor comprenda lo que significa vivir bajo la sombra de la intolerancia». Apeló a mí. Te lo aseguro.

—Muy bien —dijo Craw con firmeza—. No rompas nunca esa promesa, Phoebe. Las promesas hay que cumplirlas.

Lanzó un suspiro de admiración y luego continuó:

—Los atajos de la vida, yo siempre lo digo, son aún más extraños que las autopistas de la vida. Si publicases eso en tu periódico, el director diría que estabas chiflada, estoy seguro, y sin embargo es cierto. Y constituye por sí sólo un ejemplo resplandeciente y asombroso de integridad humana.

Phoebe había cerrado los ojos, así que Craw le dio una sacudida para que los abriera.

—Pero, lo que me pregunto es dónde tuvo su origen un asunto como ése. ¿Qué estrella, qué azar feliz, puede unir a dos almas tan necesitadas? Y además en Hong Kong, Dios mío.

—Fue el destino. Ella ni siquiera vivía aquí. Se había retirado por completo del mundo después de una desdichada relación amorosa y había decidido pasar el resto de la vida haciendo delicadas piezas de joyería con el propósito de dar al mundo algo bello en medio de tanto sufrimiento. Vino en avión por un día o dos, sólo para comprar un poco de oro, y por pura casualidad, en una de esas fabulosas recepciones de Sally Cale, conoció a Drake Ko; y así empezó la cosa.

—Es decir, que a partir de entonces se abrió la vía del verdadero amor, ¿no?

—Claro que no. Le conoció. Se enamoró de él. Pero estaba decidida a no comprometerse y volvió a casa.

—¿A casa? —repitió Craw, desconcertado—. ¿Dónde tenía su casa esa mujer tan íntegra?

Phoebe se echó a reír.

—No en el sur de Francia, tonto. En Vientiane. En una ciudad a la que nadie va. Una ciudad sin vida social, sin ninguno de los lujos a los que ella estaba acostumbrada desde pequeña. Ese fue el lugar que eligió. Su isla. Tenía amigos allí, le interesaba el budismo y el arte y la antigüedad.

—¿Y dónde anda ahora? ¿Aún sigue en su humilde y rústico retiro, aferrada a sus ideas de abstinencia? ¿O el hermano Ko la ha inducido a seguir senderos menos frugales?

—No seas sarcástico. Drake le ha dado un apartamento maravilloso, naturalmente.

Era el límite de Craw: lo percibió de inmediato. Tapó la carta con otras, contó sus historias sobre el viejo Shanghai. Pero no dio ni un paso más hacia la escurridiza Liese Worth, pese a que Phoebe podría haberle ahorrado mucho trabajo de piernas.

«Tras cada pintor —le gustaba decir— y tras cada agente de campo, camaradas, debe haber un colega de pie con un mazo, dispuesto a atizarle en la cabeza cuando ya ha ido lo suficientemente lejos».

En el taxi, camino ya de casa, Phoebe se tranquilizó de nuevo, aunque temblaba. Él la acompañó hasta la puerta, según las normas. Se había olvidado por completo de ella. En la puerta, fue a besarla, pero ella le contuvo.

—Bill. ¿Soy útil en realidad? Dímelo. Cuando no lo sea, debes prescindir de mí, insisto. Esta noche no sirvió para nada. Tú eres bueno, finges, yo me esfuerzo. Pero, de todos modos, no sirvió para nada. Si hubiera otro trabajo para mí, lo cogería. Si no, tienes que prescindir de mí. Sin contemplaciones.

—Habrá otras noches —le aseguró él, y sólo entonces le permitió ella que la besara.

—Gracias, Bill —dijo.

«Así que vean ustedes, señorías —reflexionaba Craw muy satisfecho, mientras tomaba un taxi camino del Hilton—. Nombre cifrado Susan rodaba y trajinaba y valía un poco menos cada día, porque los agentes son sólo tan buenos como el objetivo al que apuntan, y esa es la verdad sobre ellos. Y cuando ella nos dio oro, oro puro. Monseñores —con sus ojos mentales, alzó el mismo gordo índice, un mensaje para los muchachos bisoños que le contemplaban hechizados desde las primeras filas—, la única vez que nos lo dio, ni siquiera llegó a saber que estaba haciéndolo… ¡y nunca llegaría a saberlo!».

Craw había escrito una vez que los mejores chistes de Hong Kong raras veces hacen reír, porque son demasiado serios. Aquel año, estaba el Bar Tudor en un elevado edificio aún por terminar, por ejemplo, donde auténticas mozas inglesas de agrio semblante en decolleté característico de la época, servían auténtica cerveza inglesa a veinte grados por debajo de su temperatura inglesa, mientras fuera, en el vestíbulo, vigorosos coolies de cascos amarillos trajinaban sin cesar para terminar los ascensores. O podías visitar la Taberna italiana, donde una escalera en espiral de hierro forjado apuntaba hacia el balcón de Julieta, pero sin llegar a él, pues terminaba en un techo blanquecino enyesado; o la Posada Escocesa con escoceses chinos con faldas que de vez en cuando se sublevaban por el calor, o cuando subían los precios de los viajes en el transbordador. Craw había visitado incluso un fumadero de opio con aire acondicionado e hilo musical chorreando Greensleeves. Pero lo más extraño, lo más opuesto al dinero de Craw, era aquel bar de azotea que dominaba el puerto, con su banda china de cuatro instrumentos tocando cosas de Noel Coward, y sus camareros chinos muy serios con peluca empolvada y levita que atisbaban en la oscuridad y preguntaban en buen americachino, «¿Cuál siendo su bebida placentera?».

—Una cerveza —gruñó el invitado de Craw, sirviéndose un puñado de almendras saladas—. Pero fría. ¿Me has oído? Mucho fría. Y tráela chop chop.

—¿Le sonríe la vida a Su Eminencia? —preguntó Craw.

—Deja todo eso a un lado, ¿quieres? Vamos al asunto.

El rostro adusto del superintendente tenía sólo una expresión y ésta era de un cinismo insondable. Si el hombre podía elegir entre el bien y el mal, decía su maléfico ceño, elegía el mal siempre: Y el mundo estaba dividido por la mitad entre los que sabían esto y lo aceptaban, y aquellos mariquitas melenudos de Whitehall que creían en los Reyes Magos.

—¿Has encontrado ya su ficha?

—No.

—Dice llamarse Worth. Ha acortado el apellido.

—Sé muy bien cómo dice llamarse. Para mí, podría decir que se llama Matahari. Ya no hay ficha suya.

—¿Pero la hubo?

—Sí, camarada, la hubo —dijo furioso el Rocker con una sonrisa bobalicona, remedando el acento de Craw—. «La hubo y ahora no la hay». ¿Me expreso con claridad o tendré que escribírtelo, con tinta invisible en el culo de una paloma mensajera, australiano de mierda?

Craw siguió un rato allí sentado en silencio, dando sorbos a su vaso con movimientos firmes y repetitivos.

—¿Habrá sido obra de Ko?

—¿El qué? —el Rocker se mostraba voluntariamente obtuso.

—Lo de la desaparición de la ficha.

—Podría ser obra suya, sí.

—Este mal de la pérdida de fichas parece estar extendiéndose —comentó Craw, tras otra pausa de refresco—. Londres estornuda y Hong Kong coge catarro. Mis simpatías profesionales. Monseñor. Mi fraternal compasión.

Luego bajó la voz hasta un monótono murmullo.

—Dime —dijo—, ¿el nombre de Sally Cale suena a música a los oídos de vuestra gracia?

—Nunca he oído hablar de ella.

—¿A qué se dedica?

—Antigüedades Chichi sociedad limitada, Kowloonside. Se dedican al saqueo de obras de arte, a falsificaciones de calidad, imágenes del señor Buda.

—¿Desde dónde?

—El material auténtico procede de Birmania, viene a través de Vientiane. Las falsificaciones son de producción casera. Una machorra de sesenta años —añadió con acritud, dirigiéndose cautamente a otra cerveza—. Tiene alsacianos y chimpancés. Justo en tu calle, un poco más arriba.

—¿Buena posición?

—¿Bromeas?

—Me dijeron que había sido Cale quien le había presentado la chica a Ko.

—¿Y qué? Cale hace de alcahueta de las zorras ojirredondas. Los chows la estiman por eso y yo también. Una vez le pedí que me proporcionase un apaño. Dijo que no tenía nada lo bastante pequeño. Cerda descarada.

—Nuestra frágil belleza vino aquí supuestamente para una compra de oro. ¿Es correcto eso?

El Rocker miró a Craw con nuevo desprecio y Craw miró al Rocker, y se produjo una colisión de dos objetos inamovibles.

—Claro que sí —dijo el Rocker despectivamente—. Cale tenía montado un asunto de oro desde Macao, ¿no?

—Pero ¿cómo encaja Ko en todo esto?

—Oh, vamos, no te andes con rodeos. Cale era el hombre de paja. Todo el asunto era un apaño de Ko. Ese perro guardián gordo que tiene figuraba como socio de ella.

—¿Tiu?

El Rocker había caído una vez más en melancolía cervecesca, pero Craw no se arredró y acercó su cara pecosa a la abollada oreja del Rocker.

—Mi tío George agradecerá mucho todas las informaciones disponibles sobre la dicha Cale. ¿Entendido? Recompensará esos servicios espléndidamente. Está en especial interesado en ella desde el momento decisivo en que presentó nuestra querida damita a su protector chow hasta el presente. Nombres, fechas, antecedentes, todo lo que puedas tener en la nevera. ¿Entendido?

—¡Pues dile a tu tío George que me consiga cinco cochinos años en la cárcel de Stanley!

—No necesitará usted compañía allí tampoco, ¿verdad, caballero? —dijo sarcásticamente Craw.

Se trataba de una desabrida referencia a tristes y recientes acontecimientos del mundo del Rocker. Dos de sus colegas veteranos habían sido condenados a varios años de cárcel cada uno, y había otros que estaban esperando para seguir el mismo camino.

—Corrupción —murmuró furioso el Rocker—. Luego nos vendrán con que han descubierto el vapor. Malditos novatos, me dan asco.

Craw había oído todo aquello antes, pero volvió a oírlo porque tenía el valioso don de saber escuchar, cosa que en Sarratt estimaban más, mucho más, que el don de la comunicación.

—Treinta mil cochinos europeos y cuatro millones de ojirrasgados, una moral distinta, algunos de los sindicatos del delito mejor organizados de este maldito mundo. ¿Qué esperan que haga yo? No podemos acabar con el delito, así que ¿cómo controlarlo? Localizamos a los peces gordos y hacemos un trato con ellos, pues claro, ¿qué podemos hacer? «Bueno, muy bien, chico. Ningún delito accidental, nada de violaciones territoriales, todo limpio y decente y que mi hija pueda andar por la calle a cualquier hora del día y de la noche. Quiero muchas detenciones para que los jueces estén contentos y para ganarme mi patética pensión, y Dios ampare al que viole las normas o no respete a la autoridad». Muy bien, ellos pagan un poquillo de dinero de sobornos. Dime una persona de esta isla tenebrosa que no pague también sus pequeños sobornos. Si hay gente pagándolos, tiene que haber quien los reciba. Es natural. Y si hay gente que los recibe… además —añadió el Rocker, aburrido de pronto con su propio tema—, tu tío George ya lo sabe todo.

La cabeza de león de Craw se alzó despacio, hasta que sus ojos terribles se fijaron directamente en la cara desviada del Rocker.

—¿Qué sabe George? Si se me permite preguntarlo.

—Lo de esa maldita Sally Cale. Le hicimos un repaso completo hace unos años para tu gente. Planeaba desestabilizar la libra esterlina o algo parecido. Invadir los mercados de oro de Zurich con lingotes. Un montón de viejos chapuceros, como siempre, si quieres saber mi opinión.

Transcurrió otra media hora, tras la cual el australiano se levantó cansinamente y deseó al Rocker larga vida y felicidad.

—Y tú pon el trasero mirando al crepúsculo —gruñó el Rocker.

Craw no se fue a casa aquella noche. Tenía amigos, un abogado de Yale y su esposa, que poseían una de las doscientas y pico casas particulares de Hong Kong, un lugar vetusto y destartalado en Pollock’s Path, en la cima del Pico, y le habían dado una llave. A la entrada, había aparcado un coche consular, pero los amigos de Craw eran famosos por su adicción al mundillo diplomático. Craw no pareció en absoluto sorprendido al encontrar en su habitación a un respetuoso joven norteamericano sentado en el sillón de mimbre leyendo una gruesa novela: Un muchacho rubio y pulido, de impecable traje diplomático. Craw no le saludó, ni reaccionó en absoluto ante su presencia, sino que se acomodó en el escritorio y, en una sola hoja de papel, siguiendo la mejor tradición de su mentor papal Smiley, comenzó a redactar un mensaje en mayúsculas, personal para Su Santidad, manos heréticas abstenerse. Después, en otra hoja, reseñó la clave correspondiente. Una vez terminada su tarea, entregó ambos papeles al muchacho que, con gran deferencia, los metió en el bolsillo y salió rápidamente sin decir palabra. Una vez solo, Craw esperó hasta oír el gruñido del coche antes de abrir y leer el recado que el muchacho le había dejado. Luego lo quemó y echó la ceniza por el desagüe antes de estirarse satisfecho en la cama.

Un día terrible, pero aún puedo sorprenderles, pensó. Estaba cansado. Dios, qué cansado estaba. Vio los apiñados rostros de los chicos de Sarratt. Pero avanzamos. Eminencias. Avanzamos inexorablemente. Aunque sea a ritmo de ciego, tanteando en la oscuridad. Es hora de que fume un poco de opio, pensó. Ya es hora de que tenga una linda muchachita que me anime un poco. Dios, qué cansado estaba.

Smiley quizás estuviese igualmente cansado, pero el texto del mensaje de Craw, que recibió al cabo de una hora, le estimuló considerablemente: sobre todo porque la ficha de la señorita Cale, Sally, última dirección conocida Hong Kong, falsificadora de arte, contrabandista de oro en lingotes y traficante de heroína a ratos, estaba por una vez sana y salva e intacta en los archivos del Circus. No sólo eso. El nombre cifrado de Sam Collins, en su condición de residente extraoficial del Circus en Vientiane, aparecía por todas partes como el emblema de un triunfo largo tiempo esperado.