La sala de espera de la linda casa de conferencias del Ministerio de Asuntos Exteriores de Carlton Garden fue llenándose poco a poco. La gente llegaba en grupos de dos y tres, que se ignoraban mutuamente, como los asistentes a un funeral. Un cartel impreso colgaba de la pared; decía: «Se advierte que no debe tratarse ninguna cuestión confidencial». Smiley y Guillam se acomodaron muy cariacontecidos bajo él, en un banco de terciopelo salmón. La habitación era oval; el estilo, rococó Ministerio de Obras Públicas. Por el techo pintado, Baco perseguía ninfas mucho más deseosas de ser capturadas que Molly Meakin. Había aparatos contra incendios, vacíos, alineados contra la pared y dos mensajeros oficiales guardaban la puerta que daba al interior. Fuera de las curvadas ventanas de guillotina, la luz otoñal inundaba el parque, haciendo crujir las hojas entre sí. Llegó Saul Enderby, encabezando el contingente de Asuntos Exteriores. Guillam sólo le conocía de nombre. Había sido embajador en Indonesia, y ahora era la máxima autoridad de la sección de asuntos del Sudeste asiático, y se le consideraba un gran partidario de la línea dura norteamericana. Le seguían un obediente subsecretario parlamentario de procedencia sindical y un vistoso individuo vestido ostentosamente que avanzó hacia Smiley de puntillas, las manos en horizontal, como si le hubiesen sorprendido dormitando.
—No puedo creerlo —susurró con exuberancia—. ¿Es posible? ¡Lo es! George Smiley, con todas sus galas. Mi querido amigo, has adelgazado kilos. ¿Quién es ese guapo muchacho que te acompaña? No me lo digas. Peter Guillam. Me han contado muchísimas cosas de él. Completamente inmune al fracaso, me han dicho.
—¡Oh no! —exclamó involuntariamente Smiley—. Dios mío. Roddy.
—¿Qué quieres decir con eso de «Oh no, Dios mío, Roddy»? —dijo Martindale, muy animado, en el mismo vibrante susurro—. «¡Oh sí!» deberías decir. «Sí, Roddy. Qué alegría verte». Dime, antes de que llegue la chusma. ¿Cómo está la exquisita Ann? Ay Dios santo. ¿Me dejas que os prepare una cena para los dos? Tú elegirás los invitados. ¿Qué te parece? Y sí, yo estoy en la lista, si es eso lo que pasa por tu cabecita ratonesca, joven Peter Guillam, he sido trasladado, soy un niño mimado, nuestros nuevos amos me adoran. No es para menos, con lo mucho que les he elogiado.
Las puertas interiores se abrieron de golpe. Uno de los mensajeros gritó: «¡Caballeros!» y los que conocían el protocolo se quedaron atrás para dejar pasar delante a las mujeres. Había dos. Los hombres las siguieron y Guillam cerró la comitiva. Durante unos cuantos metros, podría haber sido el Circus: un estrechamiento improvisado en el que los conserjes comprobaban las casas, luego un pasillo provisional que llevaba a lo que parecía un cobertizo de obra emplazado en el centro de una escalera destripada: salvo que no tenía ventanas y estaba colgado de cables y sujeto por sogas. Guillam había perdido de vista por completo a Smiley y, al subir las escaleras de madera y entrar en la sala de seguridad, sólo veía sombras revoloteantes bajo la lamparilla azul.
—Que alguien haga algo —gruñó Enderby con el tono de un comensal aburrido que se queja del servicio. Que enciendan luces, por Dios. Malditos hombrecillos.
Cuando entró Guillam, se oyó un portazo, giró una llave en la cerradura, un ronroneo electrónico recorrió la escala y gimió más allá del umbral auditivo, tres fluorescentes resucitaron tartamudeantes, cubriendo a todos con su enfermiza palidez.
—Hurra —dijo Enderby, y se sentó. Más tarde, Guillam se preguntó cómo había estado tan seguro de que era Enderby el que hablaba en la oscuridad, pero hay voces que se oyen antes de que hablen.
La mesa de conferencias estaba cubierta por un tapete verde deshilachado como la mesa de billar de un club juvenil. El Ministerio de Asuntos Exteriores se acomodó a un extremo, el Ministerio de Colonias al otro. La separación era más visceral que legal. Los dos departamentos habían estado oficialmente casados durante seis años bajo el grandioso toldo del Servicio Diplomático, pero nadie en su sano juicio tomó en serio la unión. Guillam y Smiley se sentaron en el centro, hombro con hombro, frente a ellos quedaban dos asientos vacíos. Al examinar el cuadro de actores, Guillam tomó conciencia, con una meticulosidad absurda, del atuendo. El Ministerio de Asuntos Exteriores había acudido impecablemente vestido con trajes carbón y el plumaje secreto del privilegio: ambos, Enderby y Martindale, llevaban corbatas de ex alumnos de Eton. El atuendo de los colonialistas tenía ese aire de confección casera que tiene el de la gente del campo que va a la ciudad, y lo mejor que podían ofrecer en cuanto a corbatas era una de artillero real: el honrado Wilbraham, su jefe, un individuo con aire de maestro de escuela, enjuto y sano, rosadas venas en las atezadas mejillas. Le apoyaban una tranquila mujer vestida de un tono castaño eclesial, y un muchacho de nueva hornada pelirrojo y pecoso. El resto del comité se sentó frente a Smiley y Guillam que parecían padrinos de un duelo que desaprobaban; habían acudido en parejas para protegerse mutuamente: el sombrío Pretorius del servicio de seguridad con una porteadora sin nombre; dos pálidos guerreros del Ministerio de Defensa; dos banqueros de Hacienda, uno de ellos el galés Hammer. Oliver Lacon estaba solo y se había situado aparte de todos, pues era la persona menos comprometida, en realidad. Frente a cada par de manos descansaba el informe de Smiley en una carpeta rosa y roja en la que se leía «Máximo secreto Retener»; parecía un programa conmemorativo. Lo de «Retener» quería decir no comunicárselo a los primos. Smiley lo había redactado, las madres lo habían mecanografiado, el propio Guillam había visto salir las dieciocho páginas de la copiadora y había supervisado el cosido a mano de los veinticuatro ejemplares. Ahora, su obra artesanal yacía esparcida por aquella gran mesa, entre los vasos de agua y los ceniceros. Enderby alzó un ejemplar unos centímetros de la mesa y luego lo dejó caer con un golpe sonoro.
—¿Lo han leído todos? —preguntó. Todos lo habían leído.
—Entonces, adelante —dijo Enderby y recorrió la mesa con la mirada, con ojos arrogantes e inyectados en sangre—. ¿Quién quiere empezar la partida? ¿Oliver? Tú nos trajiste aquí. Tira tú primero.
A Guillam se le ocurrió de pronto que Martindale, el gran azote del Circus y de su labor, estaba extrañamente alicaído. Miraba sumisamente a Enderby y había en su boca un rictus de desánimo.
Entretanto, Lacon preparaba su defensa.
—Permítanme decir primero que estoy tan sorprendido por esto como el que más —dijo—. Esto es un golpe bajo, George. Lo lógico habría sido disponer de un poco de tiempo para prepararse. He de confesar que a mí me resulta un poco incómodo ser el enlace con un servicio que al parecer ha cortado todos sus contactos últimamente.
Wilbraham dijo «eso, eso». Smiley mantuvo un silencio de mandarín. Pretorius, de la competencia, frunció el ceño apoyando aquellas palabras.
—Además llega en un momento embarazoso —añadió engoladamente Lacon—. Me refiero a la tesis, tu tesis en sí es… bueno, grave. Es muy difícil aceptarla. Es muy difícil afrontarla, George.
Tras asegurar así una vía de escape. Lacon hizo la comedia de pretender que quizá no hubiera una bomba debajo de la cama.
—Permitidme que resuma el resumen. ¿Puedo hacerlo? Hablando con franqueza, George. Un destacado ciudadano chino de Hong Kong es sospechoso de actividades de espionaje a favor de los rusos. ¿Ése es el meollo del asunto, no?
—Se sabe que recibe subvenciones rusas muy cuantiosas —le corrigió Smiley, mirándose las manos.
—De un fondo secreto dedicado a financiar agentes de penetración…
—Sí.
—¿Solamente para financiarlos? ¿O tiene otros usos ese fondo?
—Que nosotros sepamos, no ha tenido ningún otro uso —dijo Smiley en el mismo tono lapidario de antes.
—Como por ejemplo… propaganda… fomento extraoficial del comercio… comisiones, ese tipo de cosas… ¿no?
—Que nosotros sepamos, no —repitió Smiley.
—Sí, ¿pero hasta qué punto saben ellos? —dijo Wilbraham desde una posición inferior—. No han sabido gran cosa en el pasado, ¿no es cierto?
—¿Te das cuenta de lo que busco yo? —preguntó Lacon.
—Querríamos muchísima más confirmación —dijo, con una sonrisa alentadora, la dama colonial vestida de castaño eclesial.
—También nosotros —convino suavemente Smiley.
Una o dos cabezas se alzaron sorprendidas.
—Es para obtener confirmación para lo que pedimos autorizaciones y permisos —continuó Smiley.
Lacon recuperó la iniciativa.
—Se acepta tu tesis de momento. Un fondo encubierto para servicios secretos, todo más o menos como dices.
Smiley dio un asentimiento remoto.
—¿Hay algún indicio de que realice actividades subversivas en la Colonia?
—No.
Lacon miró sus notas. A Guillam se le ocurrió de pronto que había hecho muchos deberes.
—¿No está abogando, por ejemplo, por la retirada de sus reservas de esterlinas de Londres? Eso nos pondría en novecientos millones más de libras en números rojos…
—No, que sepamos.
—No nos dice que nos vayamos de la isla. ¿No está fomentando huelgas ni pidiendo la unión con el Continente ni agitando ante nuestras narices el maldito tratado?
—No, que sepamos.
—No es partidario de la igualdad social. No pide sindicatos eficaces ni voto libre ni salario mínimo ni enseñanza obligatoria ni igualdad racial ni un parlamento independiente para los chinos en vez de sus asambleas domesticadas, o comoquiera que se llamen…
—Legco y Exco —masculló Wilbraham—. Y no están domesticadas.
—No, no pide nada de eso —dijo Smiley.
—¿Qué es lo que hace, entonces? —interrumpió nervioso Wilbraham—. Nada. Ésa es la respuesta, lo han interpretado todo mal. Es todo un disparate.
—En realidad —continuó Lacon, como si no hubiera oído—, probablemente esté haciendo tanto por enriquecer la Colonia como cualquier otro hombre de negocios chino, rico y respetable. Tanto o tan poco. Cena con el gobernador, pero supongo que no se tiene noticia de que saquee el contenido de su caja fuerte. De hecho, a todos los efectos exteriores, es una especie de prototipo de Hong Kong: directivo del Jockey Club, realiza obras de caridad, es un pilar de la sociedad integrada, un hombre de éxito, benévolo, con la riqueza de Creso y una moral comercial de prostíbulo.
—¡Eso me parece un poco duro! —objetó Wilbraham—. Calma, Oliver. Recuerda las nuevas urbanizaciones.
De nuevo Lacon prosiguió sin hacer caso de él:
—Aunque le falte la Cruz de la Victoria, una pensión por invalidez de guerra y una baronía, es difícil, pues, imaginar un individuo menos adecuado para el acoso del servicio secreto británico o para que le reclute el servicio secreto ruso.
—En mi mundo, a eso le llamamos una buena cobertura —dijo Smiley.
—Touché, Oliver —dijo Enderby muy satisfecho.
—Sí, claro, todo es cobertura en estos tiempos —dijo lúgubremente Wilbraham, pero no liberó a Lacon del arpón.
Primer asalto para Smiley, pensó Guillam encantado, recordando la espantosa cena de Ascot: Aserrán, aserrán, maderitas de San Juan, canturreó para sí, con el reconocimiento debido a su anfitriona.
—¿Hammer? —dijo Enderby, y Hacienda tuvo una breve entrada en la que Smiley fue arrastrado sobre las brasas por sus cuentas financieras, pero sólo Hacienda parecía considerar relevante la transgresión de Smiley.
—Ése no es el objetivo por el que se os concedió un salvavidas secreto —seguía insistiendo Hammer con cólera galesa—. Eran sólo fondos post mortem…
—Bueno, bueno, así que George ha sido un chico travieso —interrumpió por fin Enderby, poniendo término al acoso—. ¿Ha tirado el dinero por el desagüe o ha logrado un triunfo barato? Ése es el asunto. Muy bien, Chris, le toca jugar al Imperio.
Estimulado por estas palabras, Wilbraham ocupó formalmente el estrado, respaldado por su dama de castaño eclesial y su ayudante pelirrojo, cuyo joven rostro lucía ya una expresión intrépida de apoyo a su jefe.
Wilbraham era uno de esos hombres que no se dan cuenta de cuánto tiempo dedican a pensar.
—Sí —empezó después de una era—. Sí. Sí, bueno, me gustaría mantenerme firme en lo del dinero, si pudiese, lo mismo que Lacon, para empezar.
Era ya evidente que consideraba la petición como una invasión de su territorio.
—Puesto que el dinero es todo lo que hemos conseguido para seguir —subrayó con intención, volviendo una página de su carpeta—: Sí.
Luego, siguió otra pausa interminable.
—Decís aquí que el dinero llegaba en principio de París a través de Vientiane. —Pausa—. Digamos que los rusos cambian luego de sistema, y que pasan a pagar a través de un canal completamente distinto. Digamos una línea de comunicación Hamburgo-Viena-Hong Kong. Complejidades interminables, subterfugios, todo eso… aceptaremos lo que decís… ¿de acuerdo? Digamos que es la misma cuantía con otro sombrero. De acuerdo. Ahora, veamos ¿por qué pensáis que lo hicieron?
Digamos, registró Guillam, que era muy sensible a los tics verbales.
—Es una práctica lógica variar de vez en cuando la rutina —replicó Smiley, repitiendo la explicación que ya había expuesto en el informe.
—Cosa del oficio, Chris —intercaló Enderby, al que complacía su poquito de jerga, y Martindale, aún piano, le lanzó una mirada de admiración.
Wilbraham empezó a revivir otra vez lentamente.
—Tenemos que guiamos por lo que Ko hace —proclamó, con desconcertado fervor, golpeando con los nudillos en la mesa entapetada—. No por lo que recibe. Ése es mi argumento. Después de todo, en fin, no se trata del dinero del propio Ko, ¿verdad? Legalmente no tiene nada que ver con él.
Esta amonestación provocó un momento de desconcertado silencio.
—Página dos, arriba —continuó—. El dinero está todo en depósito.
Un rumor de hojas general como si todos, salvo Smiley y Guillam, abriesen sus carpetas.
—En fin, no sólo no se ha gastado ni un céntimo de ese dinero, lo cual ya resulta bastante raro de por sí (volveré en seguida sobre esto), sino que no es dinero de Ko. Es un depósito, y cuando aparezca el depositante, sea quien sea, el dinero será suyo. Hasta entonces, digamos que es dinero en depósito. Así que, bueno, ¿qué mal ha hecho Ko? ¿Que abrió una cuenta en administración? No hay ninguna ley que lo prohíba. Es algo que se hace todos los días, sobre todo en Hong Kong. El beneficiario de la cuenta… bueno, ¡podría estar en cualquier sitio! En Moscú o en Tumbuctú. O…
Pareció incapaz de dar con un tercer lugar, así que se calló, para desazón de su ayudante pelirrojo que miraba ceñudo a Guillam, como desafiándole.
—La cuestión es: ¿Qué hay contra Ko?
Enderby tenía el palito de una cerilla en la boca y lo hacía girar entre los dientes. Consciente quizá de que su adversario había lanzado un buen golpe pero lo había lanzado mal (mientras que su especialidad personal solía ser lo contrario) lo sacó y contempló el extremo humedecido.
—¡Qué demonios es todo esto de las huellas digitales, George! —preguntó, quizás intentando deshinchar el éxito de Wilbraham—. Parece una cosa de Phillips Oppenheim.
Cockney de Belgravia, pensó Guillam: la última etapa del colapso lingüístico.
Las respuestas de Smiley contenían más o menos la misma emoción que un reloj parlante.
—El uso de huellas dactilares es una vieja práctica bancaria en la costa china. Data de la época del analfabetismo generalizado. Muchos chinos de ultramar prefieren utilizar bancos ingleses en vez de los suyos, y las características de esta cuenta no tienen nada de extraordinario. No se nombra al beneficiario, pero éste se identifica por medios visuales, como por ejemplo, la mitad de un billete roto, o en este caso la huella dactilar del pulgar izquierdo, basándose en el supuesto de que está menos gastada por el roce que la del derecho. Es muy improbable que el banco ponga mala cara, siempre que el que abra la cuenta haya asegurado a los depositarios contra cargos por pago accidental o equivocado.
—Gracias —dijo Enderby, e inició más sondeo con el palito de cerilla—. Supongo que podría ser el pulgar del propio Ko —sugirió—. Nada le impide hacerlo, ¿verdad? Entonces seria dinero suyo sin más. Si él es depositante y beneficiario al mismo tiempo, sin duda se trata de su propio dinero.
Para Guillam, el asunto había tomado ya un giro completamente ridículo y erróneo.
—Eso es pura suposición —dijo Wilbraham, tras el habitual silencio de dos minutos—. Supongamos que Ko está haciéndole un favor a un amigo. Supongámoslo por un momento. Y ese amigo se ha metido en un lío, digamos, o está haciendo negocios con los rusos en varios sectores. A los chinos les encanta conspirar. Dominar todos los trucos, hasta a los mejores les sucede eso. Ko no es distinto, estoy seguro.
El pelirrojo, hablando por vez primera, aventuró un apoyo directo.
—La petición se basa en una falacia —declaró audazmente, hablando más para Guillam que para Smiley. Puritano de sexto grado, pensó Guillam: Cree que el sexo debilita y que espiar es inmoral.
—Vosotros decís que Ko está en la nómina rusa —continuó el pelirrojo—. Nosotros decimos que eso no está demostrado. Decimos que el depósito puede contener dinero ruso, pero que Ko y el depósito son entidades diferenciadas.
Arrastrado por su indignación, el pelirrojo continuó, extendiéndose demasiado.
—Vosotros habláis de culpa. Mientras que nosotros decimos que Ko no ha hecho nada malo, de acuerdo con las leyes de Hong Kong y que debe disfrutar de los derechos que corresponden a un súbdito colonial.
Se elevaron varias voces a la vez. Ganó la de Lacon:
—Aquí nadie habla de culpabilidad —replicó—. La culpabilidad aquí no interviene para nada. De lo que hablamos es de seguridad, únicamente. De seguridad, y de si es deseable o no investigar una aparente amenaza.
El colega de Hacienda del galés Hammer era un sombrío escocés, según se hizo patente, con un estilo tan directo como el del puritano de sexto grado.
—Nadie pretende violar los derechos coloniales de Ko —masculló—. No tiene ninguno. No hay ninguna ley de Hong Kong que diga que el gobernador no puede abrir con vapor la correspondencia del señor Ko, controlar su teléfono, sobornar a su doncella o poner escuchas en su casa hasta el día del Juicio. Nada en absoluto. Hay algunas cosas más que el gobernador puede hacer, si lo considera adecuado.
—Es también especulación —dijo Enderby, con una mirada a Smiley—. El Circus no tiene servicios locales para esas travesuras y, en cualquier caso, dadas las circunstancias, sería peligroso.
—Sería escandaloso —dijo imprudentemente el muchacho pelirrojo, y el ojo de gourmet de Enderby, curtido por toda una vida de banquetes, se alzó hacia él y le anotó para un futuro tratamiento.
Y ésa fue la segunda escaramuza, que tampoco fue decisiva. Continuaron más o menos igual, debatiendo el asunto hasta el descanso del café, sin vencedor ni cadáver. Segundo asalto, empate, decidió Guillam. Se preguntó desanimado cuántos asaltos habría.
—¿Para qué sirve todo esto? —preguntó bajo el murmullo a Smiley—. No van a eliminar el problema hablando.
—Tienen que reducirlo a su propio tamaño —explicó sin reservas Smiley. Y, tras estas palabras, pareció refugiarse en un retraimiento oriental, del que ningún esfuerzo de Guillam le sacaría. Enderby pidió nuevos ceniceros. El subsecretario parlamentario dijo que tenían que intentar avanzar un poco.
—Pensemos lo que cuesta esto a los contribuyentes, el que estemos aquí sentados —urgió muy orgulloso.
Faltaban aún dos horas para la comida.
Enderby, iniciando el tercer asalto, pasó al peliagudo tema de si debía comunicarse al Gobierno de Hong Kong la información secreta relativa a Ko. Esto era pura picardía de Enderby, según Guillam, puesto que la posición de la oficina colonial fantasma (como denominaba Enderby a sus confrères de confección casera) aún seguía siendo que no había crisis alguna y, en consecuencia, nada que comunicar a nadie. Pero el honrado Wilbraham, sin ver la trampa, se metió en ella y dijo:
—¡Claro que hay que avisar a Hong Kong! Tienen autogobierno. No queda alternativa.
—¿Oliver? —dijo Enderby, con la calma del hombre que tiene buenas cartas.
Lacon alzó la vista, claramente irritado al ver que le arrastraban a campo abierto.
—¿Oliver? —repitió Enderby.
—Siento la tentación de contestar que es asunto de Smiley y la Colonia de Wilbraham y que deberíamos dejarles a ellos debatir el asunto —dijo, permaneciendo firme en la barrera.
Lo que dio paso a Smiley:
—Bueno, si fuese el gobernador y nadie más, yo no podría oponerme, claro —dijo—. Es decir, si no creéis que es demasiado para él —añadió dubitativamente, y Guillam vio que el pelirrojo se agitaba de nuevo.
—¿Por qué demonios iba a ser demasiado para el gobernador? —exclamó Wilbraham, sinceramente perplejo—. Un administrador experimentado, un hábil negociador. Capaz de salir adelante en cualquier situación. ¿Por qué iba a ser demasiado?
Esta vez fue Smiley quien hizo la pausa.
—Tendría que codificar y descodificar sus propios telegramas, por supuesto —musitó, como si en aquel momento estuviese abriéndose paso a través de las posibles implicaciones—. No podríamos permitirle que comunicase el asunto a su personal, naturalmente. Eso seria pedir demasiado a todos. Libros de clave personales… bueno, eso podemos solucionarlo, sin duda, podemos proporcionárselo. Podría resolver este problema en caso necesario. Está también la cuestión, supongo, de que el gobernador se vea forzado a la posición de agent provocateur si continúa recibiendo a Ko a nivel de relaciones sociales, lo cual deberá seguir haciendo, naturalmente. No podemos espantar la caza a estas alturas. ¿Le importaría eso a él? Puede que no. Algunas personas se lo toman con mucha naturalidad.
Miraba a Enderby al decir esto.
Wilbraham estaba ya protestando:
—Pero, por amor de Dios, hombre, si Ko fuese un espía ruso, y nosotros decimos que no lo es en modo alguno, y si el gobernador le convida a cenar, y de un modo perfectamente natural, en confianza, comete alguna pequeña indiscreción… bueno, me parece absolutamente injusto, podría destruir la carrera de ese hombre. ¡Y no digamos ya lo que podría significar para la Colonia! ¡Hay que decírselo!
Smiley parecía más soñoliento que nunca.
—Bueno, claro, si es propenso a las indiscreciones —murmuró mansamente— supongo que podríamos decir que no es persona adecuada para recibir esa información, en realidad.
En el gélido silencio, Enderby se sacó una vez más, perezosamente, el palito de cerilla de la boca.
—Sería terrible, verdad, Chris —dijo alegremente desde el fondo de la mesa a Wilbraham—, que Pekín despertase una mañana y recibiese la grata noticia de que el gobernador de Hong Kong, representante de la Reina y demás, jefe de las tropas, etcétera, se dedicaba a agasajar al espía jefe de Moscú en su propia mesa una vez al mes. Y que le daba una medalla por sus méritos. ¿Qué ha conseguido hasta ahora? ¿No es siquiera caballero, verdad?
—Una Orden del Imperio Británico —dijo alguien sotto voce.
—Pobre chico. Aun así, puede llegar a conseguirlo, supongo. Logrará subir, lo conseguirá, igual que todos nosotros.
Enderby era ya caballero, en realidad, mientras que Wilbraham estaba atrapado en el fondo del barril, debido a la creciente escasez de Colonias.
—No hay caso —dijo Wilbraham con firmeza, y posó una mano peluda sobre el sensacional informe que tenía ante sí.
Siguió un alboroto general, para el oído de Guillam un intermezzo, en el que por entendimiento tácito se permitió a los personajes secundarios intervenir con preguntas intrascendentes para que consiguiesen una mención en los minutos. El galés Hammer quiso dejar sentado aquí y ahora lo que pasaría con el medio millón de dólares de dinero reptil de Moscú Centro si por casualidad caía en manos inglesas. Advirtió que no podía ni plantearse siquiera el que fuese simplemente reciclado a través del Circus. Hacienda tendría derechos exclusivos sobre él. ¿Quedaba claro eso?
Quedaba claro, dijo Smiley.
Guillam empezó a divisar un abismo. Algunos daban por supuesto, aunque a regañadientes, que la investigación era un fait accomplit; y otros seguían luchando en una acción de retaguardia contra su desarrollo. Hammer, advirtió Guillam para su sorpresa, parecía aceptar la investigación.
Una cadena de preguntas sobre residencias «legales» e «ilegales», aunque tediosa, sirvió para estimular el temor a una amenaza roja. Luff, el parlamentario, quiso que le explicasen la diferencia. Así lo hizo Smiley, pacientemente. Un residente «oficial» o «legal», dijo, era un funcionario del servicio secreto que vivía bajo protección oficial o semioficial. Dado que el Gobierno de Hong Kong, por deferencia a los recelos de Pekín respecto a Rusia, había considerado oportuno eliminar toda forma de representación soviética en la Colonia (Embajada, Consulado, Tass, Radio Moscú, Novosti, Aeroflot, Intourist y las demás banderas de conveniencia bajo las que navegan tradicionalmente los legales), de ello se deducía por definición que cualquier actividad soviética en la Colonia tenía que realizarla un aparato ilegal, o extraoficial.
Era esta presunción la que había encauzado los esfuerzos de los investigadores del Circus hacia el descubrimiento de la vía dineraria sustituía, dijo, evitando el término «veta de oro», de la jerga profesional.
—Ah, bueno, entonces en realidad hemos obligado a los rusos a hacerlo —dijo Luff muy satisfecho—. Sólo podemos echamos la culpa a nosotros mismos. Fastidiamos a los rusos y ellos contestan. En fin, ¿a quién puede sorprenderle? Es el último lío del gobierno que arreglamos. No nos corresponde a nosotros en absoluto. Si provocamos a los rusos, recibimos lo que merecemos. Natural. Estamos cosechando tempestades, como siempre.
—¿Qué han hecho los rusos en Hong Kong antes de esto? —preguntó un chico inteligente de la trastienda del Ministerio del Interior.
Los colonialistas revivieron de inmediato. Wilbraham empezó a hojear febrilmente una carpeta, pero al ver que su ayudante pelirrojo tiraba de la correa, murmuró:
—Eso ya lo harás luego, John, ¿entendido? Bien —añadió y se retrepó, con expresión furiosa. La dama de castaño sonrió nostálgica al deshilachado tapete de la mesa, como si se acordara de cuando estaba nuevo. El puritano de sexto grado hizo su segunda salida desastrosa:
—Consideramos los precedentes de este caso muy iluminadores en realidad —empezó agresivamente—. Las anteriores tentativas de Moscú Centro de lograr un punto de apoyo en la Colonia han sido todas y cada una, sin excepción, fallidas y sumamente torpes.
Enumeró una serie de aburridos ejemplos:
—Hace cinco años —dijo— un falso archimandrita ortodoxo ruso voló de París a Hong Kong con el propósito de establecer lazos con los restos de la comunidad rusa blanca.
»Este caballero, intentó presionar a un anciano restaurador para que se pusiera al servicio de Moscú Centro y fue detenido en seguida. Más recientemente, hemos tenido casos de marineros que desembarcaban de cargueros rusos que habían hecho escala en Hong Kong para reparaciones. Habían hecho torpes tentativas de sobornar a estibadores y trabajadores portuarios a los que consideraban de tendencia izquierdista. Fueron detenidos, interrogados y zarandeados por la Prensa; y se les obligó a permanecer en su barco durante el resto de la estancia de éste en la isla.
Dio otros ejemplos igualmente insustanciales, todos estaban ya adormilados, esperando la última vuelta:
—Nuestra política ha sido exactamente la misma en todas las ocasiones. Nada más capturarlos, los culpables son puestos en la piqueta pública. ¿Fotógrafos de Prensa? Pueden sacar las fotos que gusten, caballeros. ¿Televisión? Preparen sus cámaras. ¿Resultado? Pekín nos da una amable palmadita en la espalda por contener el expansionismo imperialista soviético.
Totalmente dominado por la emoción, halló fuerzas para dirigirse directamente a Smiley:
—Ya puedes ver, respecto a tus redes de ilegales, que en realidad las descartamos todas. Legales, ilegales, oficiales y extraoficiales, nos da igual. Nuestro punto de vista es: ¡El Circus está haciendo una petición especial con objeto de meter la nariz de nuevo en la meta!
Cuando abría la boca para emitir una respuesta adecuada. Guillam sintió un toque moderador en el codo y volvió a cerrarla.
Hubo un largo silencio, durante el cual Wilbraham parecía más embarazado que nadie.
—A mí eso me parece humo, más que nada, Chris —dijo secamente Enderby.
—¿Qué quiere decir? —preguntó nervioso Wilbraham.
—Sólo quiero contestar a lo que ha explicado por ti tu ayudante, Chris. Humo. Engaño. Los rusos esgrimen su sable donde puedas verlos, y mientras tienes la cabeza vuelta hacia donde no pasa nada, ellos realizan el trabajo sucio por el otro lado de la isla. Es decir, el hermano Ko. ¿No es así, George?
—Bueno, sí, ése es nuestro punto de vista —admitió Smiley—. E imagino que debería recordar (en realidad está en la petición) que el propio Haydon insistía siempre mucho en que los rusos no tenían nada en marcha en Hong Kong.
—La comida —anunció Martindale sin gran optimismo.
Comieron arriba, sombríamente, en bandejas de plástico traídas en furgoneta. Los compartimentos de las bandejas tenían unas divisiones tan bajas que a Guillam las natillas se le mezclaron con la carne.
Refrescado con esto, Smiley se sirvió del torpor de sobremesa para despertar lo que Lacon había denominado el factor pánico. Buscó, más concretamente, afianzar en los reunidos una sensación de lógica detrás de la presencia soviética en Hong Kong, aun en el caso, dijo, de que Ko no sirviera de ejemplo.
Hong Kong, el mayor puerto de la China continental, manejaba el cuarenta por ciento de su comercio exterior.
Se calculaba que uno de cada cinco residentes de Hong Kong viajaban legalmente a China todos los años: aunque sin duda los viajeros que lo hacían más veces eran los que elevaban este promedio.
La China roja mantenía en Hong Kong, sub rosa, pero con la plena connivencia de las autoridades, equipos de negociadores, economistas y técnicos de primera fila para controlar los intereses de Pekín en el comercio, los fletes y el desarrollo; y todos ellos constituían un objetivo lógico de los servicios secretos, para «seducción, u otras formas de persuasión secreta», según sus propias palabras.
Las flotas de juncos y de barcos pesqueros de Hong Kong gozaban de matriculación doble en Hong Kong y en la costa china y cruzaban libremente las aguas chinas en uno y otro sentido…
Enderby interrumpió mascullando una pregunta de apoyo:
—Ko es propietario de una flota de juncos. ¿No dijiste antes que era uno de los últimos bravos?
—Sí, sí la tiene.
—¿Pero él no visita personalmente el Continente?
—No, jamás. Por lo que sabemos, va su ayudante, pero Ko no.
—¿Ayudante?
—Tiene una especie de administrador llamado Tiu. Llevan juntos veinte años. Más. Comparten un pasado común. Hakkas, Shanghai y demás. Tiu es testaferro suyo en varias empresas.
—¿Y Tiu va al Continente con regularidad?
—Por lo menos una vez al año.
—¿A todas partes?
—Tenemos referencia de Cantón, Pekín, Shanghai. Pero puede haber otros lugares de los que no tengamos referencia.
—Pero Ko se queda en casa. Curioso.
No habiendo más preguntas ni comentarios sobre este aspecto, Smiley resumió su recorrido por los encantos de Hong Kong como base de espionaje. Hong Kong era único, afirmó simplemente. No había otro lugar en la tierra que ofreciese una décima parte de las facilidades que ofrecía Hong Kong para poner un pie en China.
—¡Facilidades! —repitió Wilbraham—. Tentaciones, mejor.
Smiley se encogió de hombros.
—Si lo prefieres, tentaciones —aceptó—. El servicio secreto soviético no tiene fama de resistirlas.
Y en medio de algunas risas perspicaces, continuó explicando lo que se sabía de las maniobras de Moscú Centro hasta el presente contra el objetivo chino como un todo: un resumen conjunto de Connie y di Salis. Describió los intentos de Moscú de atacar por el norte, mediante la infiltración y el reclutamiento masivos de sus propias etnias chinas. Fallidos, dijo. Describió una inmensa red de puestos de alistamiento a lo largo de los casi siete mil kilómetros de frontera terrestre chino-soviética: improductivos, dijo, puesto que el resultado era militar mientras que la amenaza era política. Explicó los rumores de aproximaciones soviéticas a Formosa, proponiendo hacer causa común contra la amenaza china mediante operaciones conjuntas y de participación en beneficios: rechazadas, dijo, y destinadas, probablemente, a ofender, a irritar a Pekín; por tanto, no debían considerarse en serio. Citó ejemplos de la utilización por parte de los rusos de buscadores de talentos entre las comunidades chinas de Londres, Amsterdam, Vancouver y San Francisco, y mencionó las veladas propuestas de Moscú Centro a los primos unos años atrás para la creación de un «fondo común de informaciones secretas» a disposición de todos los enemigos comunes de China. Infructuosas, dijo. Los primos no aceptaron. Por último, aludió a la larga historia de operaciones de acoso y soborno descarado de Moscú Centro contra funcionarios de Pekín en puestos en el exterior: resultado indefinido, dijo.
Una vez expuesto todo esto, se retrepó en su asiento y reformuló la tesis que estaba provocando todo el problema.
—Tarde o temprano —repitió—, Moscú Centro tiene que llegar a Hong Kong.
Lo que les remitió de nuevo a Ko, y a Roddy Martindale, que bajo la mirada de águila de Enderby, protagonizó el siguiente lance de armas auténtico.
—Bueno, ¿para qué creéis vosotros, George, que es el dinero? En fin, hemos oído todas las cosas para las que no es, y nos hemos enterado de que no se está gastando. Pero no sabemos nada más, ¿verdad? No sabemos nada, según parece. Es la misma pregunta de siempre: ¿Cómo se gana el dinero, cómo se gasta, qué debemos hacer?
—Eso son tres preguntas —dijo cruelmente Enderby entre dientes.
—Es precisamente porque no sabemos —dijo Smiley impasible— por lo que estamos pidiendo permiso para investigar.
—¿Medio millón es mucho? —preguntó alguien desde los bancos de Hacienda.
—Según mi experiencia —dijo Smiley— es algo sin precedentes. Moscú Centro —evitaba obligadamente Karla— se resiste siempre a comprar la lealtad. Y el comprarla a esta escala es algo insólito en ellos.
—Pero ¿la lealtad de quién están comprando? —se quejó alguien.
Martindale, el gladiador, volvió a la carga:
—No nos lo dices todo, George. Estoy seguro. Sabes más, no me cabe la menor duda. Vamos, infórmanos. No seas evasivo.
—Sí, ¿no puedes explicamos algunas cosas? —dijo Lacon, quejumbroso también.
—Seguro que puedes bajar la guardia un poco —suplicó Hammer.
Ni siquiera este ataque a tres bandas hizo vacilar a Smiley. El factor pánico rendía sus frutos al fin. Lo había disparado el propio Smiley. Apelaban a él como pacientes asustados pidiendo un diagnóstico. Y Smiley se negaba a facilitarlo, basándose en la falta de datos.
—En realidad, lo único que puedo hacer es daros los datos tal como están. En esta etapa, no me sería nada útil especular en voz alta.
Por primera vez desde que empezó la reunión, la dama colonial de castaño abrió la boca para hacer una pregunta:
Tenía una voz inteligente y melodiosa:
—Respecto a la cuestión de precedentes, señor Smiley —Smiley inclinó la cabeza en una extraña reverencia—. ¿Hay precedentes de que los rusos hayan entregado dinero secreto a un depositario? En otros lugares, por ejemplo…
Smiley no contestó de inmediato. Sentado sólo a unos centímetros de él, Guillam juró que percibía una tensión súbita, como un borbotón de energía, recorriendo a su vecino. Pero cuando miró su impasible perfil, sólo vio en su jefe una somnolencia que se intensificaba y una ligera inclinación de los cansados párpados.
—Se han dado algunos casos de los que nosotros llamamos pensiones de divorcio —admitió al fin.
—¿Pensiones de divorcio, señor Smiley? —repitió la dama colonial, mientras su compañero pelirrojo acentuaba el ceño, como si el divorcio fuese también algo que él desaprobaba.
Smiley avanzaba por este camino con sumo cuidado.
—Hay, claro está, agentes que trabajan en países hostiles, hostiles desde el punto de vista soviético, que por razones de cobertura no pueden disfrutar de su paga mientras desempeñan su misión.
La dama de castaño afirmó con un delicado ademán indicando que entendía.
—La práctica normal en tales casos —continuó Smiley— es depositar el dinero en Moscú y ponerlo a disposición del agente cuando éste tiene libertad para gastarlo. O ponerlo en manos de las personas a su cargo…
—Si él cae en el cepo —dijo Martindale con satisfacción.
—Pero Hong Kong no es Moscú —le recordó con una sonrisa la dama colonial.
Smiley casi había hecho un alto.
—En casos raros en los que el incentivo es monetario, y el agente no desea en realidad un posible reasentamiento en Rusia, se sabe que Moscú Centro, si media una presión externa, hace algo parecido, por ejemplo en Suiza.
—¿Pero no en Hong Kong? —insistió ella.
—No. Nunca. Y resulta inconcebible, por los antecedentes, que Moscú considerase la posibilidad de una pensión de esta escala. Sería sin duda un incentivo para que el agente se retirase del terreno.
Hubo risas, pero cuando se apagaron, la dama de castaño tenía lista la siguiente pregunta.
—Pero los pagos empezaron a una escala modesta —insistió amablemente—. El incentivo es sólo de fecha relativamente reciente…
—Correcto —dijo Smiley.
Demasiado correcto, pensó Guillam, que empezaba a alarmarse.
—Señor Smiley, si el dividendo fuese de bastante valor para ellos, ¿cree usted que los rusos estarían dispuestos a tragarse sus objeciones y a pagar un precio así? Después de todo, en términos absolutos, el dinero es totalmente intrascendente respecto al valor de una ventaja notable en el campo del espionaje.
Smiley sencillamente se había inmovilizado. No hacía ningún gesto concreto. Se mantenía cortés; logró incluso una sonrisilla, pero se limitaba a poner punto final a las conjeturas. Correspondió a Enderby descartar las preguntas.
—Bueno, muchachos, si no nos controlamos, nos pasaremos todo el día teorizando —exclamó, mirando el reloj—. Veamos, ¿vamos a meter en esto a los norteamericanos, Chris? Si no vamos a contárselo al gobernador, ¿se lo decimos a nuestros galantes aliados?
George se salvó por la campanilla, pensó Guillam.
Ante la mención de los primos, Wilbraham se lanzó como un toro furioso. Guillam supuso que había percibido que acechaba la cuestión, y que decidió liquidarla de inmediato en cuanto asomase la cabeza.
—Lo siento, vetado —masculló, prescindiendo de su parsimonia habitual—. Absolutamente. Por una infinidad de razones. Una de ellas, la demarcación. Hong Kong es territorio nuestro. Allí no tienen derecho de pesca los norteamericanos. Ninguno. Además, Ko es súbdito británico, y tiene derecho a que nosotros le protejamos. Supongo que esto es anticuado. No me importa mucho, sinceramente. Los norteamericanos se lanzarían por la borda. Ya lo han hecho antes. Dios sabe dónde acabaría el asunto. Tercero: cuestión de protocolo.
Esto lo decía irónicamente. Intentaba apelar a los instintos de un ex embajador, con la intención de despertar su simpatía.
—Sólo una pequeña cuestión, Enderby. Decírselo a los norteamericanos y no decírselo al gobernador… si yo fuese el gobernador, y se me pusiese en esa situación, devolvería la placa. Eso es todo lo que puedo decir. Tú también lo harías. Sé que lo harías. Tú lo sabes. Yo lo sé.
—Suponiendo que lo descubrieses —le corrigió Enderby.
—No te preocupes. Lo descubriría. Para empezar, los tendría de diez en fondo rastreando su casa con micrófonos. Les dejamos entrar en uno o dos sitios de África. Desastroso. Desastre total.
Apoyó los antebrazos en la mesa, uno sobre el otro, y les miró furioso.
Un carraspeo vehemente como el rumor de un motor fueraborda proclamó un fallo en una de las pantallas acústicas electrónicas. Quedó bloqueada, se normalizó y volvió a bloquearse otra vez.
—Tendría que ser un individuo muy listo el que te engañase en eso, Chris —murmuró Enderby, con una amplia sonrisa admirativa, en el tenso silencio.
—Aprobado —masculló Lacon de pronto.
Ellos saben, pensó sencillamente Guillam. George les ha igualado. Saben que ha hecho un trato con Martello y saben que no lo dirá porque está decidido a mentir. Pero Guillam no veía nada a las claras aquel día. Mientras las camarillas de Hacienda y de Defensa coincidían cautamente en lo que parecía ser un tema claro («mantener a los norteamericanos al margen») el propio Smiley parecía misteriosamente contrario a pisar la línea.
—Pero subsiste el dolor de cabeza de lo que se va a hacer en concreto con los datos secretos —dijo—. Si decidís que el servicio que propongo no procede, quiero decir —añadió dubitativo, a la confusión general.
Guillam sintió alivio al descubrir que Enderby estaba igualmente desconcertado:
—¿Qué demonio quiere decir eso? —exigió, uniéndose por un momento a la jauría.
—Ko tiene intereses financieros en todo el Sudeste de Asia —les recordó Smiley—. Página uno de mi solicitud.
Actividad; rumor de papeles.
—Tenemos información, por ejemplo —continuó— de que controla, a través de intermediarios y testaferros, cosas tan diversas como una red de bares nocturnos en Saigón, una empresa aeronáutica con sede en Vientiane, un sector de una flota de petroleros en Tailandia… podría considerarse que varias de estas empresas tienen aspectos políticos que corresponden claramente a la esfera de influencia norteamericana. Y para ignorar nuestras obligaciones para con ellos debería disponer de una orden escrita de ustedes según los acuerdos bilaterales existentes.
—Continúa —ordenó Enderby, y sacó una cerilla nueva de la caja que tenía ante sí.
—Bueno, creo que ya he expuesto mi punto de vista, gracias —dijo cortésmente Smiley—. En realidad es muy simple. Suponiendo que no procedamos, lo cual, según me dice Lacon, es lo más probable hoy, ¿qué debo hacer yo? ¿Tirar estos datos a la papelera? ¿O pasárselos a nuestros aliados según los acuerdos vigentes?
—Aliados —exclamó Wilbraham con amargura—. ¿Aliados? ¡Estás poniéndonos una pistola en la sien, hombre!
La férrea respuesta de Smiley resultó más sorprendente por la pasividad que la había precedido.
—Yo tengo una instrucción vigente de este comité de recomponer nuestro contacto con los norteamericanos. Está escrito en mi célula de nombramiento, por ustedes mismos, que tengo que hacer todo lo posible por fomentar esa relación especial y resucitar el espíritu de mutua confianza que existía antes de… Haydon. «Que volvamos a recuperar el puesto en la mesa rectora», dijeron ustedes…
Miraba directamente a Enderby.
—Mesa rectora —repitió alguien, una voz absolutamente nueva—. El ara de los sacrificios, diría yo. Ya quemamos el Oriente Medio y la mitad de África en ella, todo por la relación especial.
Pero parecía que Smiley no oyera. Había vuelto a su actitud de renuencia lastimera. A veces su triste rostro expresaba que las cargas de su oficio eran sencillamente excesivas para poder soportarlas.
Se aposentó luego un renovado impulso de enfurruñamiento de sobremesa. Alguien se quejó del humo del tabaco. Se llamó a un ordenanza.
—¿Qué demonios pasa con los extractores? —preguntó Enderby irritado—. Estamos asfixiándonos.
—Son las piezas —dijo el ordenanza—. Las pedimos hace meses, señor. Antes de Navidades las pedimos, señor, casi hace un año, ahora que lo pienso. Aún no se puede protestar por el retraso. ¿Verdad, señor?
—Dios santo —dijo Enderby.
Se pidió té. Llegó en vasos de papel que gotearon sobre el tapete. Guillam entregaba sus pensamientos al talle sin par de Molly Meakin.
Eran casi las cuatro cuando Lacon desfiló desdeñoso ante los ejércitos e invitó a Smiley a exponer «qué es exactamente lo que pides en términos prácticos, George. Pongámoslo todo sobre la mesa e intentemos hallar una respuesta».
El entusiasmo habría sido fatal. Al parecer, Smiley así lo comprendió.
—Primero, necesitamos derechos y permisos para operar en el escenario del Sudeste asiático… eso es indiscutible. Para que el gobernador pueda lavarse las manos respecto a nosotros —una mirada al subsecretario parlamentario— y para que puedan hacerlo también aquí nuestros propios jefes. Segundo, realizar ciertas investigaciones aquí, en este país.
Algunos, alzaron la cabeza. El Ministerio del Interior se puso nervioso de inmediato. ¿Por qué? ¿Quién? ¿Cómo? ¿Qué investigaciones? Si se tratase de algo nacional tendría que ir a la competencia. Pretorius, del servicio de seguridad, estaba ya sobre ascuas.
—Ko estudió Derecho en Londres —insistió Smiley—. Tiene contactos aquí, sociales y de negocios. Es lógico que los investiguemos.
Miró a Pretorius y luego continuó:
—Enseñaríamos a la competencia lo que descubriésemos —prometió.
Luego, reanudó su exposición:
—Respecto al dinero, mi solicitud incluye una exposición detallada y completa de lo que necesitamos de inmediato, así como cálculos suplementarios de varias posibles contingencias. Por último, solicitamos permiso, tanto a nivel local como a nivel Whitehall, para abrir de nuevo nuestra residencia de Hong Kong, como base avanzada de la operación.
Un pétreo silencio recibió la última propuesta, y a ello contribuyó el desconcierto del propio Guillam. Que Guillam supiera, en ninguna parte, en ninguna de las discusiones preparatorias en el Circus, o con Lacon, había planteado nadie, ni siquiera el propio Smiley, la cuestión de la reapertura de High Haven o de buscarle sucesor. Se alzó un nuevo clamor.
—Si eso no es posible —concluyó, por encima de las protestas—, si no podemos tener residencia propia, pedimos, como mínimo, aprobación a ciegas para controlar a nuestros agentes extraoficiales en la Colonia. Ningún conocimiento de las autoridades locales, pero aprobación y protección de Londres. Y que se legitimicen retrospectivamente las fuentes que existan. Por escrito —concluyó, con una firme mirada a Lacon, tras lo cual se puso de pie.
Guillam y Smiley se sentaron lúgubremente, en la sala de espera, en el mismo banco salmón donde habían empezado, codo con codo, como pasajeros que viajan en la misma dirección.
—¿Por qué? —murmuró una vez Guillam; pero hacerle preguntas a George Smiley no sólo era de mal gusto aquel día; era un pasatiempo expresamente prohibido por el letrero de aviso que colgaba sobre ellos en la pared.
Es la forma más estúpida de estropear una jugada, pensaba con desánimo Guillam. Lo has tirado todo por la borda, pensaba. Pobre tonto: al final se pasó de la raya. La única operación que podría ponernos de nuevo en juego. Codicia, eso fue. La codicia de un viejo espía que tiene prisa. Seguiré con él, pensaba Guillam. Me hundiré con el barco. Abriremos los dos una granja avícola. Molly podrá llevar las cuentas y Ann podrá tener aventuras bucólicas con los peones.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—No es cuestión de sentimiento —contestó Smiley.
Muchísimas gracias, pensó Guillam.
Los minutos llegaron a veinte, Smiley no se había movido. Tenía la barbilla caída sobre el pecho, los ojos cerrados y podría parecer que estuviese rezando.
—Quizá debieras tomarte una tarde libre —dijo Guillam.
Smiley se limitó a fruncir el ceño.
Apareció un ordenanza, invitándoles a volver. Lacon presidía ahora la mesa y sus ademanes eran introductorios. Enderby estaba sentado a dos asientos de él, conversando en murmullos con el galés Hammer. Pretorius estaba sombrío como nube tormentosa y su dama sin nombre fruncía los labios en un inconsciente beso reprobatorio. Lacon hizo crujir sus notas pidiendo silencio y, como un juez quisquilloso, empezó a leer las detalladas conclusiones del comité antes de pronunciar el veredicto. Hacienda había expuesto una seria protesta sobre el mal uso de la cuenta administrativa de Smiley. Smiley debía tener en cuenta también que cualquier necesidad de permisos para actuar dentro del ámbito nacional debía solicitarse por anticipado al Servicio de Seguridad y no «saltar sobre ellos como un conejo que brota de un sombrero en una sesión de gala del comité». No había ninguna posibilidad de abrir de nuevo la residencia de Hong Kong. Ese paso era imposible, simplemente por el problema del tiempo. En realidad, era una propuesta sencillamente vergonzosa, vino a decir. Había una cuestión de principios, habrían de realizarse consultas al más alto nivel, y, dado que Smiley se había manifestado específicamente contrario a que se informase al gobernador de sus hallazgos (Lacon se quitó el sombrero aquí para Wilbraham) resultaría durísimo defender la reapertura de la residencia en un futuro previsible, teniendo en cuenta, sobre todo, la desdichada publicidad que había rodeado la evacuación de High Haven.
—Debo aceptar esa propuesta muy a mi pesar —dijo Smiley muy serio.
Por amor de Dios, pensó Guillam: ¡por lo menos caigamos luchando!
—Acéptalo como quieras —dijo Enderby, y Guillam habría jurado que había visto un brillo de triunfo en los ojos de Enderby y del galés Hammer.
Cabrones, pensó simplemente. No tendréis pollos gratis. Mentalmente, se despedía de todos ellos.
—Todo lo demás —dijo Lacon, posando una cuartilla y cogiendo otra—, con ciertas condiciones limitadoras y ciertas salvaguardias respecto a conveniencia, dinero y duración de la licencia, se concede.
* * *
El parque estaba vacío. Los viajeros abonados menores habían dejado el campo a los profesionales. Había unos cuantos amantes tendidos en la hierba húmeda, como soldados después del combate. Un puñado de flamencos dormitaban. Al lado de Guillam, mientras éste seguía eufóricamente en la estela de Smiley, Roddy Martindale entonaba alabanzas a Smiley.
—Creo que George es sencillamente maravilloso. Indestructible. Y el control. Es algo que me entusiasma. Es mi cualidad humana favorita. George lo tiene a paladas. Uno cambia de punto de vista sobre estas cosas cuando le traducen. Uno se pone al nivel de ellas, lo admito. ¿Tu padre era arabista, verdad?
—Sí —dijo Guillam, pensando de nuevo en Molly, preguntándose si aún sería posible cenar.
—Y terriblemente Almanach de Gotha. Pero ¿era un especialista a.C. o un especialista d.C.?
Cuando Guillam estaba a punto de dar una respuesta absolutamente obscena, se dio cuenta, justo a tiempo, de que Martindale preguntaba por algo tan inofensivo como las preferencias eruditas de su padre.
—¡Oh, a.C.!… a.C. completo —dijo—. Habría llegado hasta el Edén si hubiese podido.
—Ven a cenar.
—Gracias.
—Fijaremos una fecha. ¿Quién es divertido, para variar? ¿Quién te agrada?
Delante de ellos, flotando en el aire impregnado de rocío, oyeron la áspera voz de Enderby que aplaudía la victoria de Smiley.
—Una reunión bárbara. Se ha conseguido muchísimo. No se ha cedido en nada. Una mano bien jugada. Creo que si se encaja ésta casi podremos hacer una ampliación. Y los primos cooperarán, ¿verdad? —gritaba, como si aún estuviesen en la sala de seguridad—. ¿Has tanteado allí? ¿Te llevarán las maletas y no intentarán apuntarse el tanto? Un asunto difícil ése, me parece a mí, pero supongo que ya estás al tanto de ello. Dile a Martello que lleve los zapatos de crepé, si tiene, o nos meteremos en líos con los coloniales en seguida. Da pena el viejo Wilbraham. Habría gobernado la India bastante bien.
Tras de ellos de nuevo, casi invisible entre los árboles, el pequeño Welsh Hammer hacía enérgicos gestos a Lacon, que se inclinaba para oírle.
Una linda conspiracioncita también, pensó Guillam. Miró hacia atrás y le sorprendió ver a Fawn, la niñera, corriendo hacia ellos. Al principio, parecía muy lejos. Las franjas de niebla borraban totalmente sus piernas. Sólo la parte superior de él se divisaba por encima del mar. Luego súbitamente, estaba mucho más cerca, y Guillam oyó su familiar rebuzno lastimero, «señor, señor», con el que intentaba captar la atención de Smiley. Situando rápidamente a Martindale fuera del ámbito auditivo, Guillam se acercó a zancadas a él.
—¿Qué demonios pasa? ¿Por qué gritas así?
—¡Han encontrado a una chica! La señorita Sachs, señor, ella me envió a decírselo como algo especial —sus ojos brillaban de modo intenso y un tanto alucinado—. «Dígale al jefe que han encontrado a la chica». Esas fueron sus palabras, personal para el jefe.
—¿Quieres decir que ella te envió aquí?
—Personal para el jefe, inmediato —replicó evasivamente Fawn.
—He preguntado si te envió ella aquí —Guillam echaba chispas—. Contesta «no, señor, no fue ella». ¡Condenada diva de opereta, recorriendo Londres a la carrera con esos playeros! Estás chiflado.
Y arrebatándole de la mano la arrugada nota, la leyó por encima.
—Ni siquiera es el mismo nombre. Esto es un disparate histérico. Vuelve inmediatamente a tu cueva, ¿entendido? Ya prestará atención el jefe a esto cuando vuelva. No te atrevas a armar un alboroto así nunca más.
—¿Quién era? —preguntó Martindale, anhelante y emocionado, cuando regresó Guillam—. ¡Qué encantadora criaturilla! ¿Todos los espías son tan majos como ése? Es absolutamente veneciano. Yo me apuntaría voluntario ahora mismo.
Aquella misma noche, se celebró una conferencia informal en la sala de juegos, cuya calidad no mejoró la euforia (alcohólica en el caso de Connie) aportada por el triunfo de Smiley en la conferencia con el comité de dirección. Después de las limitaciones y tensiones de los últimos meses, Connie atacó en todas direcciones. ¡La chica! ¡La chica era la clave! Connie se había desprendido de todas sus ataduras intelectuales. Hay que mandar a Toby a Hong Kong, hay que protegerla, fotografiarla, seguirla, registrar su habitación. ¡Que venga Sam Collins, ya! Di Salís jugueteaba, sonreía bobaliconamente, resoplaba en su pipa y zangoloteaba los pies, pero durante aquella velada permaneció por completo bajo el hechizo de Connie. Habló incluso una vez de «una línea natural al corazón de las cosas»… refiriéndose de nuevo a la chica misteriosa. No era extraño que el pequeño Fawn se hubiese visto contagiado por su celo. Guillam se sentía casi obligado a pedir disculpas por su furia del parque. En realidad, sin Smiley y Guillam para echar el freno, muy bien podría haberse producido aquella noche un acto de locura colectiva que Dios sabe adonde podría haberles llevado. El mundo secreto tiene sobrados precedentes de individuos cuerdos que se desmoronan de ese modo, pero era la primera vez que Guillam había visto la enfermedad en plena acción.
Eran pues las diez o más cuando pudo enviarse un informe al viejo Craw; y hasta las diez y media no se tropezó Guillam torpemente con Molly Meakin cuando iba camino del ascensor. A causa de esta feliz coincidencia (¿o lo habría planeado Molly? Nunca lo supo) se encendió un faro en la vida de Peter Guillam que brilló intensamente a partir de entonces. Molly, con su aquiescencia habitual, consintió en que la acompañase a casa, aunque vivía en Highgate, a kilómetros de él, y cuando llegaron a la puerta le invitó, como siempre, a tomar un café rápido. En previsión de las frustraciones habituales («No-Pete-por favor-Peter —querido— lo siento»), Guillam estuvo a punto de rechazar la invitación, pero algo que percibió en la mirada de ella (una resolución sosegada y firme, le pareció a él) le movió a cambiar de idea. Una vez en el piso, Molly cerró la puerta y echó la cadena. Luego, le condujo recatadamente a su dormitorio, donde le asombró con una concupiscencia refinada y gozosa.